Capítulo 14
Sharpe tenía una prioridad, tan sólo una, y corrió hacia el convento agitando los brazos y chillando a grito pelado.
—¡Capitán Gilliland! ¡Capitán Gilliland!
Mientras andaba pesadamente por el camino vio con alivio que los caballos todavía estaban atados a los tirantes de los carros.
—¡Que se muevan! ¡Deprisa!
—¿Señor? —inquirió Gilliland, que venía corriendo desde la puerta del convento.
—¡Que se mueva ese escuadrón! ¡Deprisa! Dentro del castillo. ¡Empuje ese carro a un lado, pero dese prisa! —gritó Sharpe señalando a un carro tirado por un buey que bloqueaba la entrada principal al castillo. Gilliland seguía mirándolo boquiabierto—. ¡Por el amor de Dios, muévase!
Sharpe miró a los artilleros que subían desperdigados por el valle en dirección al pueblo. Se puso las manos en la boca para gritar.
—¡Artilleros!
Los persiguió, los agarró, él mismo hizo que los caballos se volvieran y poco a poco les fue comunicando aquella sensación de premura a los hombres que habían pensado que el día de Navidad sería un día de descanso.
—¡Muévanse, cabrones! ¡Esto no es un funeral! ¡Atícele, hombre! ¡Muévanse!
Sharpe no temía un ataque de la caballería francesa. Suponía que lo que habían visto los hombres desde la torre del homenaje era una avanzadilla de exploradores franceses que había sido enviada a hacer lo que él había hecho la noche anterior: rescatar a los rehenes. Ahora sí cobraban sentido los tres jinetes que habían vislumbrado al amanecer; eran una patrulla que había descubierto que alguien se les había adelantado y sin duda alguna los franceses tenían la intención de recuperar a sus rehenes bajo una bandera de tregua. Pero Sharpe no quería que vieran aquellos extraños carros y la forja portátil del escuadrón de cohetes. Tal vez estuviera en lo cierto y no habría combate o quizás estuviera equivocado. En ese caso los cohetes, ocultos en las cajas especiales que iban en los carros, constituirían la sorpresa que brotaría en aquel valle alto.
—¡Muévanlo!
Aunque los franceses vieran los carros no tendrían ni idea de su utilidad, pero Sharpe no quería arriesgarse. Se darían cuenta de que había algo extraño en el extremo oeste del valle y ese algo les obligaría a ser cautos. El elemento sorpresa desaparecería.
Sharpe corrió con el primer carro y les gritó a los fusileros.
—¡Despejen esa puerta, deprisa!
Frederickson, el fiel Frederickson, se abrió paso entre los hombres que forcejeaban con el carro.
—Lanceros, señor. Uniformes verdes, vueltas rojas. Sólo son una docena.
—¿Verde y rojo?
—Guardia Imperial, creo. Alemanes.
Sharpe dirigió la vista hacia el pueblo, pero no vio nada. El fondo del valle descendía más allá de Adrados antes de torcerse hacia la derecha, y girar al sur, y si él no podía verlos ellos no podían ver los extraños carros que finalmente se movían detrás de él y se adentraban en el patio del castillo. Lanceros alemanes. Hombres reclutados de los ducados y pequeños reinos que se habían aliado a Napoleón. Había muchos más alemanes que luchaban contra el emperador que en su bando, pero se parecían en una cosa: luchaban tan bien como cualquier hombre en el campo de batalla. Sharpe miró a Gilliland.
—Esconda a sus hombres en el establo, ¿me oye? ¡Ocúltelos!
—Sí, señor.
Gilliland estaba horrorizado por aquella repentina urgencia. Su guerra, hasta entonces, había consistido en un asunto paciente de ángulos y teorías; de repente la muerte estaba más allá del horizonte.
—¿Dónde está su compañía? —preguntó Sharpe al capitán de fusileros.
—Van de camino, señor —contestó Frederickson señalando con la cabeza hacia los fusileros que se ensartaban en los espinos.
—Diez minutos y todos estarán allí.
—También he enviado a una compañía de fusileros allá arriba. Enviaré otra. Tan sólo asegúrese de una cosa.
—¿Señor?
—Su ascenso es anterior al de ellos.
—Sí, señor —contestó Frederickson sonriendo.
Cualquier capitán que hubiera sido ascendido primero tomaría a su cargo la guarnición de la atalaya, y Sharpe no deseaba que el valiente y eficaz tuerto, estuviera bajo el mando de nadie que no fuera él mismo. Frederickson mentiría por él.
—¿Y William? —Era la primera vez que lo llamaba por su nombre.
—Llámeme Bill, señor.
—Piense que va a tener que luchar. Eso significa que tendrá que defender aquella colina.
—Sí, señor.
El dulce William se marchó alegremente, no sólo con la promesa de un combate, sino de su combate personal. Algunos oficiales odiaban las responsabilidades, pero a la mayoría de ellos les alegraba, las deseaban, y las asumían, tanto si se las ofrecían como si no.
Ahora Sharpe tenía que hacer una docena de cosas. Debía destacar a una segunda compañía a la atalaya, debía enviar fusileros al convento, debía coger la munición de los carros de Gilliland y distribuirla a modo de polvorines preparados por todas las posiciones. Se encontró con el corneta de Cross, luego con dos abanderados de los fusileros y los convirtió en sus mensajeros. Mientras tanto le fueron llegando tontos con problemas que podían haber solucionado por sí mismos. ¿Cómo se iba a llevar la comida a la atalaya? ¿Qué debían hacer con las mochilas que se habían dejado en el convento? La cuerda con la que se sacaba agua del pozo de la torre del homenaje se había roto, y Sharpe regañaba, engatusaba, decidía y al mismo tiempo no dejaba de otear en dirección al pueblo en busca de los primeros jinetes enemigos.
El sargento Harper, calmado e impasible, fue hasta donde estaba Sharpe sobre los cascotes de la muralla minada. Llevaba en una mano un buen pedazo de pan coronado con carne y en la otra un pellejo de vino.
—Almuerzo, señor. Un poco tarde.
—¿Usted ha comido?
—Sí, señor.
¡Dios, qué hambre tenía! Era cordero frío y la mantequilla untada en el pan era fresca, y él la mordió y le supo a gloria. Un sargento de fusileros se le acercó, quería saber si debían bloquear la entrada al castillo, y Sharpe dijo que no, pero que dejaran la carreta cerca; luego otro hombre le preguntó si podían enterrar a Kinney en la misma boca del desfiladero con la tumba orientada hacia las colinas verdes y marrones de Portugal, y Sharpe dijo que sí, y la caballería francesa seguía deambulando sin ser vista. Los hombres de Frederickson estaban en la torre, gracias a Dios, y Brooker contaba con dos compañías de fusileros, y Sharpe observó cómo la tercera compañía se encaminaba hacia el convento y empezó a relajarse. Habían empezado. El vino era áspero y estaba frío.
Entró en el patio del castillo y ordenó que derribaran el muro bajo y que se usaran las piedras para bloquear la escalera que había junto a los establos y que conducía a las defensas al oeste. Se acabó el cordero y lamió las migas y la grasa que le quedaban en la mano. Y entonces se oyó un grito de urgencia que provenía de la entrada al castillo.
—¡Sharpe! ¡Comandante Sharpe!
Sir Augustus Farthingdale estaba a caballo en la arcada y junto con él Josefina montada a la amazona.
Sir Augustus, maldito Farthingdale, como si fuera a caballo por el Hyde Park de Londres. Lo único que desdecía su aspecto era el vendaje blanco que le asomaba bajo el sombrero, en la sien derecha. Increpaba a Sharpe levantando la fusta.
—¡Sharpe!
Sharpe caminó hasta el muro bajo.
—¿Señor?
—Sharpe. A mi señora esposa le gustaría presenciar el disparo de un cohete. Haga el favor de arreglarlo todo.
—Es imposible, señor.
A sir Augustus no le gustaba que le llevaran la contraria y menos aún un oficial de menor graduación y, por añadidura, delante del amor de su vida.
—Creo que le he dado una orden, señor Sharpe. Espero que se me obedezca.
Sharpe puso el pie derecho sobre el muro y el pellejo de vino le quedó colgando de la mano y lo apoyó en la rodilla.
—Si hiciera una demostración de un cohete para lady Farthingdale, señor, también les proporcionaría pistas a las tropas que hay en el pueblo.
Josefina chilló nerviosa, sir Augustus se quedó mirando fijamente a Sharpe como si el oficial de fusileros estuviera loco.
—¿Las qué?
—Las tropas francesas, señor. En el pueblo. —Sharpe miró a las defensas de la torre del homenaje y gritó—. ¿Qué ve?
Un fusilero de la compañía de Cross respondió a gritos.
—¡Dos escuadrones de lanceros, señor! ¡Ahora, un batallón de infantería a la vista! ¡Ahora infantería!
Sharpe se dio la vuelta y miró hacia el pueblo, pero ningún francés era visible. Farthingdale hizo avanzar a su caballo, los cascos resonaron en el empedrado.
—¿Por qué diablos no se me ha informado, Sharpe?
—Nadie sabía dónde estaba usted, señor.
—¡Maldita sea, hombre, estaba con el médico!
—Confío en que no sea nada serio, señor.
Josefina sonrió a Sharpe.
—A sir Augustus le alcanzó una piedra, comandante. En la explosión.
Y sir Augustus, pensó Sharpe, había requerido la atención del médico cuando había hombres destripados que chillaban y que lo necesitaban bastante más que él.
—¡Maldita sea, Sharpe! ¿Qué hacen en el pueblo?
Sharpe entendió que la pregunta en realidad se refería a por qué se había permitido que los franceses llegaran al pueblo. La respuesta resultaba obvia, era una respuesta que incluso el autor de Instrucciones prácticas para los jóvenes oficiales en el arte de la guerra con especial mención a los compromisos que se dan en Espuria debía conocer.
Los franceses estaban en el pueblo porque no había tropas suficientes para defender la atalaya, el castillo y el convento, y además combatir a los franceses más al este. Sharpe optó por darle una lectura diferente a la pregunta petulante de sir Augustus.
—Me imagino que han venido por lo mismo que nosotros, señor. A rescatar a sus rehenes.
—¿Van a luchar?
A sir Augustus le desagradaba tener que hacer la pregunta, pero no lo pudo evitar. El autor de las Instrucciones prácticas había reunido todo el material de partes militares y de otros libros similares al suyo, y no estaba acostumbrado a encontrarse tan cerca del enemigo.
Sharpe estiró de la espita del pellejo de vino.
—Lo dudo, señor. Sus mujeres siguen con nosotros. Espero que dentro de una hora enarbolen la bandera de tregua. Me permite la sugerencia de informar a la señora Dubreton de que pronto nos va a abandonar.
—Sí. —Farthingdale estiró el cuello y miró por encima de la cabeza de Sharpe para vislumbrar al enemigo. Aún no se divisaba—. Encárguese de ello, Sharpe.
Sharpe se ocupó y también envió a Harper a pedirle prestada a Gilliland una silla de montar. No tenía la menor intención de dejar que sir Augustus se ocupara del parlamento con el enemigo, y la confianza de Sharpe en el oficial de mayor graduación no se vio reforzada cuando finalmente mostró un cierto interés por los preparativos que había dispuesto Sharpe. Observaba cómo los soldados desmantelaban el muro bajo y frunció el ceño.
—¿Por qué ha ordenado esto?
—Porque resulta una defensa inútil, señor. Y de todas maneras, si se entabla combate preferiría que entraran en el patio.
Farthingdale se quedó callado un momento.
—¿En el patio?
Sharpe se enjugó el vino de los labios, tapó la botella y sonrió.
—Una ratonera, señor. Una vez dentro estarán atrapados. —Contestó con un tono de gran confianza que en realidad no sentía.
—Pero usted ha dicho que no iban a luchar.
—Supongo que no, señor, pero debemos prepararnos ante esa posibilidad. —Le explicó a Farthingdale las demás precauciones que había tomado, la guarnición de la atalaya, y preguntó con educación:
—¿Quiere usted disponer alguna cosa más, señor?
—No, Sharpe, no. ¡Prosiga!
Maldito Farthingdale. El general Nairn, con su atractiva falta de discreción, le había dicho a Sharpe que Farthingdale albergaba esperanzas de conseguir un alto mando. «¡Nada peligroso, en absoluto! Una de esas estancias elegantes de la Guardia Real con soldaditos de chocolate saludándolo. Se cree que si escribe el libro adecuado le van a dar todo un ejército para espabilar. —Nairn se había quedado triste—. Probablemente sea así.» Patrick Harper surgió de los establos con dos caballos. Pasó junto a sir Augustus y se detuvo al lado de Sharpe.
—El caballo, señor.
—Veo dos.
—He pensado que le agradaría compañía —dijo Harper con el rostro tenso y preocupado.
Sharpe lo miró con curiosidad.
—¿Qué hay?
—¿Ha oído lo que va diciendo el hombre?
—No.
—«Mi victoria», le va diciendo a ella; así es. Que él tomó el castillo. ¿Y la ha visto usted? ¡Ni siquiera me ha reconocido! ¡Como si nada!
Sharpe sonrió burlonamente, tomó las riendas e introdujo el pie izquierdo en un estribo.
—Ella tiene que proteger su fortuna, Patrick. Espere que él se vaya, le saludará. —Se subió—. Espere aquí.
Le ocultó su contrariedad a Harper, pero se sentía igual de ofendido. Si alguna vez Sharpe escribiera un libro como el Instrucciones prácticas, cosa que no haría, repetiría una advertencia en cada una de las páginas: reconocer siempre el mérito a quien corresponda, por muy tentador que resulte adjudicárselo uno mismo, pues cuanto más alto llega un hombre en el ejército mayor lealtad y apoyo necesita de sus inferiores. Había llegado el momento, decidió Sharpe, de punzar el amor propio de sir Augustus. Hizo girar el caballo, lo condujo hacia donde estaba sir Farthingdale señalando hacia las banderas y describiendo la mañana como una gratificante batallita.
—¿Señor?
—¿Comandante Sharpe?
—Creo que debería tener esto, señor. Para el informe. —Sharpe le tendía un trozo de papel sucio doblado.
—¿Qué es?
—La factura de la carnicería, señor.
—Ah. —Una mano enguantada con cuero fino cogió el papel de un tirón y lo metió en el portapliegos.
—¿No va a mirarla, señor?
—Yo estaba con el médico, Sharpe. Ya he visto a los heridos.
—Yo pensaba en los muertos, señor. El coronel Kinney, el comandante Ford, un capitán y treinta y siete hombres, señor. La mayoría de ellos murió en la explosión. Heridos, señor. Cuarenta y ocho, graves, otros veintinueve leves. Lo siento, señor. Treinta. Me olvidaba de usted.
Josefina rió tontamente. Sir Augustus miró a Sharpe como si el comandante acabara de salir de una cloaca maloliente.
—Gracias, comandante.
—Y mis disculpas, señor.
—¿Disculpas?
—No he tenido tiempo de afeitarme.
Josefina se echó a reír abiertamente y Sharpe, recordando que a ella siempre le había gustado que sus hombres lucharan, le lanzó una mirada de rabia. Él no era su hombre y no estaba luchando por ella; todo lo que hubiera podido decir quedó interrumpido por la llamada de una trompeta, insistente y lejana, los sonidos de un instrumento de caballería francés.
—¡Señor! —gritó el fusilero desde la torre del homenaje—. ¡Cuatro franchutes, señor! ¡Uno de ellos lleva bandera blanca, señor! ¡Vienen hacia aquí!
—¡Gracias! —contestó Sharpe dándole un tirón al portafusil.
Él no montaba con elegancia como sir Augustus, pero al menos a caballo se podía colgar la gran espada de caballería al costado y no a la altura de las costillas acortando las correas del portafusil. Volvió a abrocharse las tiras de cuero y miró hacia el patio.
—¡Teniente Price!
—¿Señor? —contestó Harry Price visiblemente cansado.
—¡Cuide de lady Farthingdale hasta que volvamos!
—¡Sí, señor! —contestó Price mostrándose repentinamente despierto.
Si sir Augustus se había irritado ante esta usurpación de su autoridad, Sharpe no le dio tiempo a protestar, y tampoco sir Augustus se molestó en dar una contraorden. Siguió al caballo de Sharpe por el pavimento a la sombra de la entrada, salieron al camino y se dirigieron al campo abierto.
La trompeta seguía sonando, requería una respuesta a las posiciones británicas, pero para los tres jinetes las notas se desvanecían en un eco. Predecía a los oficiales un lancero con un trozo de tela blanca bajo la punta de la lanza, y Sharpe se acordó de las cintas blancas que decoraban el carpe que había en el convento y se preguntó si los lanceros alemanes que luchaban con Napoleón también adoraban a los antiguos dioses de los bosques en Yuletide; ése era el antiguo nombre, anterior al cristianismo, para las fiestas de invierno.
—¡Señor! —gritó el sargento Harper mientras espoleaba su caballo y se colocaba junto a Sharpe—. ¿Lo ve, señor? ¡El coronel!
Así era, y al instante Dubreton reconoció a Sharpe y le saludó con la mano. El coronel francés espoleó el caballo, adelantó al lancero, atravesó el riachuelo y se dirigió a medio galope hacia ellos.
—¡Comandante!
—¡Sharpe! ¡Quédese atrás!
La protesta de Farthingdale quedó en nada en el momento en que Sharpe también espoleó su caballo y los dos jinetes cabalgaron juntos, giraron, luego refrenaron de forma que los caballos quedaran de costado y mirando en direcciones opuestas.
—¿Ella está a salvo?
Aquella pregunta ansiosa contrastaba totalmente con la estudiada calma que mostró cuando se conocieron en el convento. Entonces el francés no había podido hacer nada por su mujer, ahora era diferente.
—Está a salvo. Bien a salvo. Ni siquiera la han tocado, señor. No sabe cuánto me alegra.
—¡Bien! —exclamó Dubreton, y cerró los ojos.
Las pesadillas, todo lo que había imaginado durante aquellas interminables y tristes noches le salió a raudales. Sacudió la cabeza.
—¡Por Dios! —y abrió los ojos—. ¿Lo hizo usted, comandante?
—Los fusileros, señor.
—¿Pero usted iba al mando?
—Sí, señor.
Farthingdale refrenó su caballo a pocos pasos de Sharpe; su rostro reflejaba furia, pues el fusilero había burlado la jerarquía al adelantarse corriendo.
—¡Comandante Sharpe!
—Señor —Sharpe se giró en la silla—. Tengo el honor de presentarle al Jefe de batallón Dubreton. Éste es el coronel sir Augustus Farthingdale.
Farthingdale no hizo caso de Sharpe. Habló en algo que a Sharpe le pareció un francés fluido y luego llegaron los otros dos oficiales franceses y Dubreton hizo las presentaciones en un inglés también fluido. Uno era un coronel de lanceros alemán, un hombre enorme con un bigote pelirrojo y ojos amables, mientras que el otro era un coronel de dragones francés. Éste vestía un gabán verde sobre un uniforme también verde, y protegía su cabeza con un casco metálico con una funda de tela para impedir que el bruñido metal reluciera. Llevaba una espada recta y larga y, raro en un coronel, una carabina de caballería descansaba sobre la pistolera de su silla. Era de un regimiento de combate, los dragones, endurecido tras perseguir a los huidizos guerrilleros por terreno hostil, y Sharpe percibió el desdén del francés cuando miró al quisquilloso sir Augustus. El lancero tiró del nudo del trapo blanco. Dubreton le sonrió a Sharpe.
—Debo agradecérselo.
—No, señor.
—Pero lo hago. —Miró a Harper, que se mantenía atrás con modestia, y levantó la voz—: También me alegro de verle, sargento.
—Gracias, señor. Muy amable. ¿Y su sargento?
—Bigeard está en el pueblo. Estoy seguro de que se alegraría de verle.
Farthingdale intervino en francés y su voz dejaba entrever que le molestaban aquellos comentarios. Dubreton le respondió en francés.
—Vinimos, sir Augustus, con la misma misión que ustedes. Permítame que le exprese la alegría que nos produce su éxito, que se lo agradezca y que lamente profundamente las bajas que han sufrido.
Los cadáveres desnudos esperaban blancos y fríos junto a las tumbas abiertas.
Sir Augustus seguía hablando en francés, Sharpe sospechaba que quería excluirlo de la negociación, mientras que Dubreton, que tal vez deseaba lo contrario, respondía en inglés. La patrulla que Sharpe había entrevisto al amanecer era la escolta de Dubreton; hombres valientes, voluntarios que debían cabalgar por el valle fingiendo ser desertores y que debían haber escapado y regresado al caer la noche para guiar al destacamento de rescate por el valle. Habían visto a los fusileros, la bandera izada y con prudencia se habían retirado.
—¡Qué decepción para ellos, sir Augustus!
Las mujeres francesas iban a ser entregadas inmediatamente, eso entendió Sharpe de las palabras de Dubreton, y entonces la conversación se fue volviendo incómoda y difícil porque sir Augustus no era capaz de contestar a las respuestas que le hacía el francés respecto a dónde se hallaban los desertores franceses. Farthingdale se vio obligado a girarse hacia Sharpe en busca de ayuda. Sharpe sonrió tristemente.
—Me temo que muchos han escapado.
—Estoy seguro de que hizo todo lo posible, comandante —dijo Dubreton con tacto.
Sharpe echó un vistazo a los otros dos coroneles. ¿Dos regimientos de caballería? Parecía demasiado para un rescate, pero su presencia le había dado otra idea. El coronel de dragones miraba la gran espada que colgaba junto al sable de caballería y que iba enganchada a la silla que Sharpe había tomado prestada. Éste sonrió.
—Nuestro punto flaco, coronel, ha sido la caballería. Los echamos del castillo, pero no podemos hacer mucho más si hay que acorralarlos por las colinas. —Miró hacia el sur—. No creo que hayan ido muy lejos.
Dubreton le entendió.
—¿Fueron hacia el sur?
—Sí.
—¿Cuánto hace?
Sharpe se lo dijo y Dubreton puso cara traviesa.
—Nosotros tenemos caballería.
—Me he percatado, señor.
—Creo que podríamos ser de ayuda.
Sir Augustus, viendo que dejaba de controlar la situación, hizo que su caballo avanzara.
—¿Está usted sugiriendo, Sharpe, que los franceses persigan a nuestros fugitivos?
Sharpe se volvió hacia el coronel con cara inocente.
—Parece ser que a eso han venido, señor. En realidad no veo por qué motivo habría de impedírselo.
Dubreton cortó suavemente.
—Yo sugiero, sir Augustus, que luchemos juntos bajo una tregua. No vamos a tratar de impedir que ocupen el castillo, el convento o la atalaya. Ustedes, por su parte, nos permiten vivaquear en el pueblo. Mientras tanto nuestra caballería puede hacer que los fugitivos regresen a este valle donde les espere la infantería.
—El ejército de Su Majestad es bien capaz de ocuparse de sus propios asuntos, coronel —replicó Farthingdale horrorizado ante aquella sugerencia.
—Por supuesto que sí. —Dubreton echó una mirada a uno de los cuerpos y luego volvió a mirar a sir Augustus—. Lo cierto es, sir Augustus, que nuestros dragones empezaron la batida hace una hora. —Sonrió con desaprobación—. Si usted prefiere que luchemos por el honor de capturarlos, entonces le aseguro que el ejército del emperador también es capaz de ocuparse de sus propios asuntos.
Eso eran un par de ases sobre la mesa.
Sir Augustus se refugió en las preguntas.
—¿Han empezado? ¿Una tregua, dice?
Dubreton sonrió paciente.
—Hemos empezado, sir Augustus. ¿Digamos que nos hemos anticipado a su generosa ayuda? ¿Y por qué no una tregua? Es el día de Navidad, antiguamente existía la Tregua de Dios, así que ¿por qué no para nosotros? Tal vez podamos discutir lo que pasará luego, cenando esta noche. ¿Nos concederán ustedes el honor de ser nuestros invitados?
—¿Hasta medianoche?
Sir Augustus lo planteó como una pregunta para ganar más tiempo y pensar y examinar los recelos que albergaba respecto a aquella proposición, pero Dubreton hizo ver que no captaba el tono.
—¡Espléndido! ¡Estamos de acuerdo! Hasta medianoche, entonces, ¿y serán nuestros huéspedes?
Sharpe sonrió ante los oídos sordos que mostrara Dubreton ante las manipulaciones de sir Augustus.
—Estoy seguro de que podemos aceptar encantados, señor, con una condición.
—¿Una condición? ¿Para cenar?
—Que pongamos el cocinero, señor.
Dubreton se echó a reír.
—¿Que pongan el cocinero? ¡Le ofrece eso a un francés! Sus fusileros son más valientes de lo que suponía.
Sharpe gozó al pronunciar las siguientes palabras.
—Pot-au-Feu, con nuestros cumplidos.
—¿Lo han capturado?
—En nuestra cocina. Si voy a cenar con ustedes esta noche, preferiría que estuviera en la suya.
—¡Espléndido! ¡Espléndido! —Dubreton miró a sir Augustus—. ¿Entonces, estamos de acuerdo, sir Augustus?
Farthingdale seguía receloso y circunspecto, pero se veía obligado a fiarse del hombre que conocía al enemigo y cómo luchar contra él. Sharpe. Más importante aún, Sharpe sabía cuándo no había que luchar. Sir Augustus inclinó su cabeza fina y elegante.
—Estamos de acuerdo, coronel.
—¿Tengo su permiso para cabalgar hasta el convento?
Farthingdale asintió con la cabeza.
Dubreton habló brevemente con los jinetes, observó cómo espoleaban sus caballos en dirección al pueblo, luego dirigió su caballo entre Sharpe y sir Augustus y de nuevo la conversación se desarrolló en francés. Era cortés, una charla entre enemigos, un soleado día de Navidad. Sharpe se rezagó para colocarse junto a Harper. Le sonrió burlonamente al enorme irlandés.
—Tenemos nuevos aliados, Patrick. Los franceses.
—Sí, señor. —Harper orgulloso no mostró sorpresa—. Lo que usted diga, señor.