Capítulo 2
El rumor llegó muy pronto a Frenada, aunque al cruzar los campos portugueses la historia se distorsionó y retorció del mismo modo, sobre el valle, se enredaba la estela de humo de los cohetes de Congreve que Sharpe ponía a prueba.
El sargento Patrick Harper fue el primer hombre de la compañía de Sharpe que conoció la historia. Se la contó su mujer, Isabella, que la había oído en el pulpito de la iglesia de Frenada. La ciudad estaba indignada y Harper compartía esa indignación. Tropas inglesas, y no sólo eso sino además protestantes, habían llegado a aquel pueblo remoto y lo habían saqueado, y asesinado, violado y deshonrado a sus gentes en un día santo.
Patrick Harper se lo contó a Sharpe. Estaban sentados en el valle con el teniente Price y los otros dos sargentos de la compañía bajo el sol de invierno. Sharpe escuchó toda la historia de boca de su sargento y negó con la cabeza.
—No me lo creo.
—Se lo juro por Dios, señor. El sacerdote lo ha explicado en la iglesia.
—¿Usted lo oyó?
—¡Lo oyó Isabella! —respondió Harper con una mirada beligerante escondida bajo sus cejas castañas. La indignación que sentía resaltaba su acento del Ulster—. ¡Es difícil que el hombre mienta en su pulpito! ¿Qué sentido tiene?
Sharpe movió la cabeza con incredulidad. Había luchado con el sargento Harper en una docena de batallas, lo consideraba amigo y, no obstante, no estaba acostumbrado a esa acritud.
Harper tenía la serena confianza de un hombre fuerte. Su humor inmejorable le había ayudado a superar campos de batalla, vivaques y el malvado destino que a él, un irlandés, le había obligado a alistarse en el ejército inglés. A pesar de todo, Harper siempre tenía un recuerdo para su Donegal natal y había algo en ese rumor que le tocaba la fibra patriótica y que aparecía siempre que pensaba en el trato que Inglaterra dispensaba a Irlanda. Protestantes que violan y asesinan a católicos, un lugar santo profanado: esas imágenes le bullían a Harper en la cabeza. Sharpe sonrió.
—¿De verdad cree, sargento, que algunos de nuestros muchachos fueron a un pueblo, mataron a una guarnición española y violaron a todas las mujeres? ¿Realmente le parece posible?
Harper se encogió de hombros y contestó renuente.
—¡Está bien, quizás es la primera vez, quizá! ¡Pero lo cierto es que ha sucedido!
—¡Pero por el amor de Dios!, ¿por qué harían una cosa así?
—¡Porque son protestantes, señor! Aunque tengan que recorrer cien millas para matar a un católico, lo harán. ¡Lo llevan en la sangre!
El sargento Huckfield, un inglés protestante, escupió una brizna de hierba.
—¡Bien Harper! ¿Y qué me dice de los católicos y la Inquisición? ¿No ha oído hablar nunca de la Inquisición? ¡Dios! ¡Está hablando de matar, si lo aprendimos todo de la maldita Roma!
—¡Ya basta!
Sharpe había tenido que aguantar muchas veces esa discusión y no quería volver a oírla si Harper estaba tan furioso. Se dio cuenta de que el enorme irlandés iba a decir algo y paró la discusión antes de que el asunto pasara a mayores.
—¡He dicho que basta!
Se dio la vuelta para ver si la guarnición de Gilliland había acabado con unos preparativos que parecían interminables y descargó su rabia quejándose de lo lentos que eran.
El teniente Price estaba tendido, con el chacó sobre la cara, y sonrió al oír que Sharpe renegaba. Cuando Sharpe acabó, se retiró el chacó de los ojos.
—Eso es porque trabajamos en domingo. No descansamos el día del Señor. Mi padre dice que no se consigue nada bueno trabajando en sabat.
—Además hoy es 13 —añadió el sargento McGovern con voz sombría.
—Trabajamos en domingo… —respondió Sharpe esforzándose por mantener la calma— porque así habremos acabado este trabajo para Navidad y ustedes podrán regresar al batallón. Y así, podrán comer las ocas que el comandante Forrest ha tenido la amabilidad de comprar y emborracharse con el ron del comandante Leroy. Si lo prefieren, podemos regresar a Frenada ahora mismo. ¿Algo que decir?
—¿Qué me regalarán por Navidad, comandante? —preguntó Price ceceando con voz de chiquillo.
Los sargentos se echaron a reír y Sharpe vio que, por fin, Gilliland estaba listo. Se levantó y se sacudió la tierra y la hierba del uniforme de caballería francés que llevaba debajo de la casaca de fusilero.
—Ya es hora. Vamos.
Llevaba cuatro días realizando pruebas y ensayos con los cohetes de Gilliland. Sabía, o creía saber, lo que debía decir de ellos. No funcionaban. Eran entretenidos, incluso espectaculares, pero, irremediablemente, poco precisos.
No era la primera vez que se utilizaban en una guerra. Gilliland, que sentía una gran pasión por el arma, le había dicho a Sharpe que los habían utilizado por primera vez en China, hacía cientos de años. El mismo Sharpe había visto que el ejército indio usaba cohetes. Esperaba que los cohetes ingleses, fruto de la ciencia y la ingeniería, demostraran ser mejores que los que habían engalanado el cielo de Seringapatam.
Los cohetes de Congreve tenían el mismo aspecto que los cohetes con los que se celebraban las fiestas reales en Londres, sólo que éstos eran bastante más grandes. El cohete más pequeño de Gilliland medía once pies, dos de ellos para el cilindro que contenía la carga de pólvora y acabado con una granada, el resto lo constituía el cuerpo sólido del cohete. El más grande, según Gilliland, medía veintiocho pies, la cabeza era más alta que la de un hombre y podía cargar más de cincuenta libras de explosivo. Si se consiguiera enviar un cohete como ése, aunque tan sólo fuera cerca del objetivo, resultaría un arma temible.
Sharpe siguió ejercitando a los hombres de Gilliland durante dos horas más bajo un cielo despejado que, sorprendentemente, el sol de diciembre conseguía calentar. Sharpe estaba seguro de que sería una pérdida de tiempo, ya que él dudaba que Gilliland llegara a tener que colaborar con la infantería en una batalla. Sin embargo, el arma tenía algo que le fascinaba.
Mientras ordenaba que la fina línea que formaban sus tiradores se apartara por cuarta vez de delante de la batería, pensó que quizás era la matemática del cohete. Una batería de artillería contaba con seis cañones, aunque necesitaba ciento setenta y dos hombres y ciento sesenta y cuatro caballos para desplazarla y ocuparse de ella. En combate, la batería podía disparar doce disparos por minuto.
Gilliland contaba con el mismo número de hombres y soldados y, sin embargo, podía disparar noventa proyectiles por minuto. Podía mantener la media de disparos durante un cuarto de hora, disparando toda la dotación de mil cuatro cientos cohetes, y no había batería que pudiera resistir esa potencia.
Había otra diferencia, algo inquietante. Diez disparos de cañón de cada docena darían a quinientas millas del blanco. Incluso a trescientas millas, Gilliland podía considerarse afortunado si un cohete de cada cincuenta caía cerca del blanco.
Por última vez aquel día, Sharpe hizo que la línea de tiradores se separara. Price hacía señas desde el otro lado del valle.
—¡Despejado, señor!
Sharpe miró a Gilliland y gritó:
—¡Fuego!
Los hombres de Sharpe empezaron a reír. Esta vez sólo se dispararían doce cohetes pequeños. Cada uno estaba colocado en una hondonada abierta para que avanzara a ras de suelo al ser encendido. Los artilleros prendieron fuego a las mechas, una espiral de humo se elevó por el aire en calma, y entonces y casi al mismo tiempo, una explosión puso los cohetes en movimiento. Grandes estelas de humo y chispas salieron despedidas hacia atrás, la hierba de las hondonadas quedaba chamuscada y los cohetes avanzaban, cada vez con mayor rapidez, y se elevaban ligeramente sobre el pálido campo invernal; llenaban el valle de un estruendo confuso y aullaban sobre los pastos mientras los hombres de Sharpe gritaban entusiasmados.
Uno chocó contra el suelo y al dar la vuelta, el cuerpo se abrió y la cabeza suelta cayó en la tierra esparciendo llamas y humo negro por el valle. Otro cohete giró hacia la derecha, chocó con otro y ambos se incrustaron en la tierra. Había dos que parecía que iban bien, ardiendo sobre el campo, y el resto vagaban y dibujaban complicadas líneas de humo sobre la hierba.
Todos menos uno. Un cohete avanzó trazando una curva perfecta, subía cada vez más alto, ascendió tanto que quedó oculto entre el humo que desprendía y que parecía concentrarse bajo su ardiente cola. Sharpe lo miró, entrecerrando los ojos a causa de la luminosidad del sol, y le pareció ver que el cuerpo temblaba entre el humo, giraba, y luego vio de nuevo las llamas. El cohete había dado una vuelta en redondo y se abalanzaba sobre la tierra, se aceleraba ante la ráfaga de fuego y les gritaba a los hombres que lo habían disparado.
—¡Corran! —gritó Sharpe a los artilleros.
Harper, que había olvidado temporalmente la indignación que sentía por la masacre, se carcajeaba.
—¡Corran, idiotas!
Los caballos se desbocaron, el pánico se apoderó de los hombres y el ruido iba en aumento, un rayo en el cielo de diciembre, y la voz estridente de Gilliland no hacía más que acrecentar la confusión entre sus hombres. Los artilleros se tiraron al suelo con las manos en la cabeza, el rugido creció y de repente quedó en nada, ya que la cabeza, maciza de seis libras del cohete quedó sepultada en el suelo. El cuerpo del cohete se estremeció. El explosivo siguió ardiendo con intensidad durante un segundo en la base del cilindro, después se extinguió y sólo quedaron unas vacilantes llamas azules alrededor del cuerpo.
—¡Dios salve Irlanda! —exclamó el sargento Harper enjugándose los ojos.
—¿Y los demás cohetes? —preguntó Sharpe mirando campo arriba.
El sargento Huckfield sacudió la cabeza.
—¡Por todas partes, señor! El más próximo al blanco cayó aproximadamente a treinta yardas. —Chupó el lápiz, apuntó algo en el libro que llevaba y se encogió de hombros—. Lo normal, señor.
Por desgracia para Gilliland, era lo normal. Parecía que los cohetes actuaban por cuenta propia cuando se ponían en movimiento. Tal como había dicho el teniente Price, funcionaban de maravilla para espantar a los caballos, siempre que a uno no le importara qué caballos se asustaran, franceses o británicos.
Sharpe remontó el valle con el capitán Gilliland entre los restos humeantes de sus proyectiles. El aire estaba muy cargado por el humo de la pólvora. Todo quedaba anotado en el libro: los cohetes eran un desastre.
Gilliland, un joven bajito cuyo rostro delgado se iluminaba con la fanática pasión que sentía por sus armas, le suplicaba a Sharpe. Éste ya había escuchado antes todas esas explicaciones. Le escuchaba a medias, y en parte se compadecía de las desesperadas ansias que tenía Gilliland de participar en la campaña de 1813. El año terminaba amargamente. Tras las grandes victorias de Ciudad Rodrigo, Badajoz y Salamanca, la campaña había sufrido un parón ante la fortaleza francesa de Burgos. En otoño, los británicos se habían retirado hacia Portugal, hacia los almacenes de provisiones que mantendrían al ejército durante el invierno y la retirada había sido dura. Algún loco había enviado las provisiones del ejército por otro camino, así que las tropas tuvieron que marchar penosamente hacia el oeste soportando lluvias torrenciales, cansancio y rabia. La disciplina se quebró. Algunos hombres fueron ahorcados al borde de la carretera por saquear. Sharpe dejó a dos borrachos completamente en cueros a merced de los perseguidores franceses. Después de aquello, ningún otro soldado del South Essex se emborrachó y fue uno de los pocos batallones que había regresado a Portugal en perfecto orden. El próximo año vengarían aquella retirada y, por primera vez, los ejércitos de la península marcharían bajo las órdenes de un solo general. Wellington reunía ahora el mando de los ejércitos británicos, portugueses y españoles, y Gilliland le suplicaba a Sharpe poder formar parte de las victorias que esa unión parecía presagiar. Sharpe lo interrumpió.
—Pero, capitán, no dan en el blanco. No puede hacer que sean más precisos.
Gilliland asintió con la cabeza, se encogió de hombros, abrió las manos en señal de impotencia y volvió a dirigirse a Sharpe.
—¿Señor? Usted dijo una vez que un enemigo asustado está medio vencido, ¿no es así?
—Sí.
—Piense en lo que los cohetes le harían al enemigo. ¡Son aterradores!
—Sí, sus hombres acaban de comprobarlo.
Gilliland sacudió la cabeza exasperado.
—Siempre hay uno o dos cohetes locos, señor. Pero, piense en ello, en un enemigo que no los haya visto nunca. De repente ¡las llamas, el humo! ¡Piénselo!
Sharpe lo pensó. Se le había pedido que probara esos cohetes, que lo hiciera minuciosamente y así lo hizo durante cuatro días de duro trabajo. Habían empezado situando los cohetes al máximo alcance, dos mil yardas, y después habían disminuido su alcance hasta sólo trescientas yardas y los misiles seguían siendo poco certeros. «Sin embargo —pensaba Sharpe sonriendo para sus adentros—, ¿qué efecto tendrían en un hombre que no los conociera?» Miró al cielo. Era mediodía. Había pensado en disfrutar de una tarde tranquila antes de ir a la representación de Hamlet que los oficiales de la división ligera organizaban en un granero a las afueras de la ciudad, pero quizá se le había olvidado una prueba. No le llevaría mucho. Una hora más tarde, y sólo con el sargento Harper, miraba cómo Gilliland hacía los preparativos para disparar a seiscientas yardas. Harper miró a Sharpe y sacudió la cabeza.
—Estamos locos.
—No tiene por qué quedarse.
—Le prometí a su esposa que cuidaría de usted, señor. Y aquí me quedo, cumpliendo mi promesa —respondió Harper con voz abatida.
Teresa. Sharpe la había conocido dos años antes, cuando su compañía había luchado junto a su grupo de guerrilleros. Teresa luchaba contra los franceses a su manera, con emboscadas y cuchillos, sorpresa y terror. Llevaban ocho meses casados y Sharpe no debía de haber pasado más de diez semanas con ella. Su hija, Antonia, tenía ahora diecinueve meses. Una hija a la que amaba porque era su único pariente consanguíneo, una hija a la que no conocía y que crecería hablando otro idioma, pero hija suya al fin y al cabo. Le sonrió a Harper.
—No nos pasará nada. Ya sabe que siempre fallan.
—Casi siempre, señor.
Quizás estaban locos al intentar esa prueba, pero Sharpe quería ser justo con el entusiasmo de Gilliland. Los cohetes no eran precisos y se habían convertido en el blanco de los chistes de los hombres de Sharpe, que disfrutaban viendo cómo los juguetes de Gilliland viraban, chocaban y se incendiaban. Sin embargo, por curiosa que resultara su trayectoria, la mayoría de los cohetes se dirigían hacia el enemigo y quizá Gilliland tuviera razón. Quizás aterrarían al enemigo y sólo había un modo de saberlo. Convertirse él mismo en objetivo.
Harper se rascó la cabeza.
—Si mi madre supiera, señor, que estoy de pie junto a una pared y treinta condenados cohetes apuntando hacia mí… —y dejó escapar un suspiro mientras agarraba el crucifijo que llevaba colgado al cuello.
Sharpe se daba cuenta de que los artilleros estaban ensamblando los cuerpos. Cada cañón de doce libras requería dos secciones de cuerpo. La primera, que encajada en un tubo de metal al lado de la cabeza del cohete, tenía que sujetarse torciendo el metal con tenazas. La segunda era un tubo de metal que se retorcía del mismo modo y que unía los dos cuerpos en un eje de diez pies que equilibraba la cabeza del cohete. El eje tenía otra utilidad que fascinaba e impresionaba a Sharpe. Cada soldado de la caballería de cohetes guardaba una punta de lanza en una pistolera especial de su silla. La punta de lanza podía clavarse en los cuerpos ensamblados y entrar en batalla a lomos del caballo. Los hombres de Gilliland no estaban entrenados para luchar con la lanza, tampoco con los sables que todos llevaban, pero en aquella punta de lanza separada había una ingenuidad que Sharpe adoraba. Había dejado consternado a Gilliland al insistir en que el escuadrón de cohetes debía ejercitar cargas de caballería.
—¡Portafuegos encendidos!
Harper parecía decidido a hacer un comentario sobre su propia muerte. Sharpe vio a su compañía sentada junto a los «coches» de los cohetes de Gilliland, sus carros de suministro especialmente equipados.
—¡Oh, Dios mío! —dijo Harper mientras se santiguaba.
Sharpe sabía que los portafuegos encenderían las mechas de los cohetes.
—¿No había dicho usted que no podrían darle a una casa a cincuenta yardas?
—Pero es que yo soy un blanco muy grande. —Harper medía seis pies y cuatro pulgadas.
Se vio una voluta de humo en el fondo del campo. Ese cohete ya debía de estar moviéndose, quemando hierba, saltando como un tiro rápido por encima de la tierra y martilleando delante del fuego y el humo. Los demás también prendieron.
—¡Oh, Dios! —gimió Harper.
Sharpe sonrió.
—Si se acercan, salte al otro lado del muro.
—Lo que usted diga, señor.
Durante uno o dos segundos, los cohetes eran tan sólo puntos que serpenteaban de forma curiosa, envueltos en fuego, en el centro de una estela de humo. Las estelas se entretejieron al tiempo que los cohetes ascendían y vagaban y luego, con tal rapidez que Sharpe no hubiera tenido tiempo de lanzarse detrás de la pared de piedra, pareció que los cohetes saltaban directamente contra ellos. El sonido inundaba el valle, el fuego resplandecía detrás de los cohetes y entonces pasaron de largo, aullando por encima de la pared, y Sharpe se dio cuenta de que se había agachado a pesar de que el cohete más cercano había pasado a más de treinta yardas.
Harper renegó y le lanzó una mirada a Sharpe.
—No resulta tan divertido desde aquí, ¿verdad?
Sharpe se sintió aliviado al ver que los cohetes habían desaparecido. Incluso a treinta yardas de distancia, el ruido y el fuego eran alarmantes.
Harper sonrió.
—¿Diría usted que hemos acabado nuestro trabajo, señor?
—Sólo quedan los grandes. Entonces todo habrá acabado.
—Supongo que lo dice por lo que nos va a caer encima.
La siguiente descarga no se iba a disparar a ras de suelo, la dirigirían hacia el aire en tubos de lanzamiento apoyados sobre trípodes. Sharpe sabía que Gilliland realizaba los cálculos matemáticos de la trayectoria. Sharpe siempre había pensado que las matemáticas eran la más exacta de todas las ciencias, pero no veía cómo podían aplicarse a la naturaleza inexacta de los cohetes. Sin embargo, seguro que Gilliland andaba ocupado con ángulos y ecuaciones. Tenía que averiguar la dirección del viento, ya que si una ráfaga se cruzaba en trayectoria, los cohetes tenían la perversa costumbre de girar en dirección opuesta. Esto, según le había explicado Gilliland, ocurría porque el viento ejercía más presión en el cuerpo, al ser éste largo, que en la cabeza cilíndrica. Así que los tubos debían dirigirse a favor del viento si el blanco estaba contra el viento. Otro cálculo era el de la longitud del cuerpo del cohete, ya que un cuerpo más largo significaba más altura y una trayectoria mayor y, a seiscientas yardas, Sharpe sabía que los artilleros restarían longitud a la cola del cohete. Otro imponderable era el ángulo de lanzamiento; un cohete viajaba relativamente despacio al salir del tubo de lanzamiento y la cabeza se inclinaba un poco hacia el suelo en los primeros pies de vuelo, así que había que aumentar el ángulo de lanzamiento para compensarlo. La ciencia moderna aplicada a la guerra.
—Sujétese el sombrero, señor.
El humo y las llamas podían verse muy bien bajo los tubos de lanzamiento, incluso a seiscientas yardas. Entonces, y de repente, los cohetes salieron por el aire. Eran cohetes de dieciocho libras, una docena, y cortaban el aire sobre los rastros de humo de la primera descarga, ascendían, ascendían, y Sharpe vio cómo uno de ellos se desviaba hacia la izquierda y se alejaba de la trayectoria mientras los demás se fundían en una nube de llamas en movimiento que crecía silenciosa sobre el valle.
—¡Dios santo! —exclamó Harper sosteniendo el crucifijo.
Era muy extraño, parecía que los cohetes no se movían. La nube crecía, los puntos envueltos en llamas permanecían quietos, flotaban, y Sharpe se dio cuenta de que era una ilusión debida a la trayectoria curva y directa hacia ellos que llevaban los cohetes. Entonces, un solo punto se desprendió de la nube, con fuego y humo negro sobre el azul claro del cielo. El ruido estalló por encima de los dos hombres; un estruendo agudo, nacido de las llamas, mientras el punto se hacía cada vez mayor.
—¡Al suelo!
—¡Dios mío!
Harper se lanzó hacia la derecha, Sharpe hacia la izquierda. Sharpe pegó el cuerpo al suelo junto a la pared y el ruido le martilleaba, crecía, parecía que las piedras de la pared temblaban, y el aire vibraba con el ruido que se acercaba cada vez más y que llenó todo su mundo de terror al dar contra la pared.
—¡Jesús! —dijo Sharpe girándose y sentándose en el suelo.
El cohete más certero de toda la semana había destrozado la pared de piedra donde ambos se encontraban. El cuerpo del cohete cayó lentamente sobre los escombros. El cilindro humeaba inofensivo en el campo vecino. El humo se elevaba sobre la hierba quemada.
Empezaron a reír sacudiéndose el polvo de los uniformes y, de repente, a Sharpe le pareció sumamente divertido y rodó por el suelo desternillándose.
—¡Santo Dios!
—Sí, más vale que se lo agradezca a Él. Si eso hubiera sido un cañonazo en vez de un disparo… —Harper no terminó la frase; permanecía de pie mirando la pared destrozada.
Sharpe volvió a sentarse.
—Asusta, ¿verdad?
Harper sonrió.
—Seguro que hubiera lamentado tener la barriga llena, señor —y se agachó para recoger su chacó.
—Así que tal vez haya algo positivo en el loco invento del coronel.
—Sí, señor.
—Imagine que pudiera dispararse toda una descarga a cincuenta pasos.
Harper asintió con la cabeza.
—Cierto, señor, pero hay muchas dudas y peros —dijo con una sonrisa burlona—. Le gustan, ¿verdad? Le encanta probarlos, ¿no? —y añadió soltando una carcajada—: Son sus juguetes de Navidad.
Una silueta vestida con uniforme azul se acercaba a caballo desde el punto de lanzamiento, traía otro caballo. Harper se ajustó el maltrecho chacó para protegerse del sol e hizo un gesto señalando al hombre que llegaba galopando.
—Creo que está preocupado por si nos ha matado, señor.
Los caballos al galope levantaban terrones a su paso. Sharpe meneó la cabeza.
—Ése no es Gilliland —podía ver el galón de caballería en las hombreras azules del uniforme del jinete.
El jinete esquivó los restos de un cohete en llamas, espoleó el caballo y saludó con la mano al acercarse.
Su saludo era apremiante.
—¿Comandante Sharpe?
—Sí.
—Teniente Rogers, señor. Del cuartel general. Saludos del general de división Nairn, señor. Dice si podría informarle de inmediato.
Sharpe tomó las riendas del segundo caballo que llevaba Rogers y las pasó sobre la cabeza del animal.
—¿Qué sucede?
—¿Suceder, señor? ¿No ha oído nada? —respondió.
Rogers estaba impaciente y su caballo, inquieto. Sharpe puso el pie izquierdo en el estribo y estiró los brazos para agarrarse a la silla. Harper le ayudó dándole un impulso. Rogers esperó hasta que el sargento hubo recuperado el chacó de Sharpe para responder.
—Ha habido una masacre, señor, en un lugar llamado Adrados.
—¿Una masacre?
—Sabe Dios, señor. Hay una gran confusión. ¿Está listo?
—Vamos.
El sargento Patrick Harper observó cómo Sharpe espoleaba su caballo y salía tras el teniente. Eso significaba que el rumor era verdad y Harper sonrió satisfecho. No estaba satisfecho porque se demostrara que él tenía razón, sino porque Sharpe había sido convocado y allá donde fuera Sharpe, Harper le seguía. ¿Qué importaba que Sharpe fuera ahora comandante y no estuviera destacado en el regimiento de South Essex? Seguro que se llevaría a Harper consigo, como siempre, y el gigante irlandés quería contribuir a la venganza contra los hombres que habían ofendido su honor y su religión. Emprendió el camino de regreso hacia la compañía, silbando y con la agradable perspectiva de un combate en el alma.