Prólogo

El 8 de diciembre de 1812, los soldados ingleses llegaron por primera vez a Adrados.

El pueblo se había mantenido al margen de la guerra. Estaba situado en esa parte de España que se halla al este de la frontera norte con Portugal y, a pesar de estar en zona fronteriza, eran pocos los soldados que habían atravesado su única calle.

Los franceses habían estado una vez hacía tres años, pero los había ahuyentado el inglés lord Wellington y huyeron tan deprisa que apenas tuvieron tiempo de detenerse y saquearlo.

Después, en mayo de 1812, habían llegado los soldados españoles, la guarnición de Adrados, pero a los aldeanos no les había preocupado. Tan sólo eran cincuenta soldados con cuatro cañones y una vez los instalaron en el viejo castillo y en la atalaya, situados al exterior del pueblo, pareció que para los soldados la guerra hubiera terminado. Iban a beber a la posada del pueblo, coqueteaban con las mujeres junto al arroyo, en cuyas piedras planas lavaban la ropa, y dos muchachas del pueblo se casaron con sendos artilleros en verano. Debido a una cierta confusión en el ejército español, la «guarnición» había recibido un convoy de pólvora destinado a Ciudad Rodrigo y los soldados alardeaban de que tenían más pólvora y menos cañones que cualquier otra artillería de Europa. Prepararon rudimentarios fuegos artificiales cuando las bodas y los aldeanos admiraron aquellas explosiones que relampagueaban y retumbaban en el valle remoto. En otoño algunos soldados españoles desertaron, aburridos de defender un valle al que no llegaban soldados, deseosos de regresar a sus pueblos con sus mujeres.

Entonces llegaron los soldados ingleses. ¡Alabado sea ese día!

Adrados no era una plaza importante. Allí se daban, tal como decía el cura, las ovejas y los espinos, y el cura les decía a los aldeanos que eso era lo que hacía del pueblo un lugar santo, pues la vida de Cristo había empezado con la visita de los pastores y había terminado con una corona de espinas. Sin embargo, a los aldeanos no les hacía falta que el sacerdote les dijera que Adrados era un lugar sagrado, porque tan sólo una cosa atraía visitantes a Adrados, y ésta era la festividad del 8 de diciembre.

Años antes, nadie ni siquiera el cura sabía cuántos, en aquellos lejanos tiempos en que los cristianos luchaban contra los musulmanes en España, la Santa Madre se había aparecido en Adrados. Todos conocían la historia. Unos caballeros cristianos se iban replegando por el valle, acosados, y su jefe se detuvo a rezar junto a un canto rodado de granito que se cernía en el margen del desfiladero que descendía hacia el oeste, hacia Portugal. Y entonces sucedió. ¡Ella se apareció! Estaba sobre la piedra de granito, con su rostro pálido como el hielo, sus ojos como dos charcas de montaña, y le dijo al caballero que los musulmanes que les perseguían pronto se detendrían a rezar en dirección al este, hacia su hogar pagano, y que si él ordenaba dar media vuelta a sus tropas y desenvainaban sus espadas abolladas, glorificarían la cruz.

Aquel día, cayeron dos mil cabezas musulmanas. ¡Más! Nadie supo cuántas habían sido y cada año, al explicarse de nuevo la historia, la cifra aumentaba. Cabezas de musulmanes esculpidas decoraban las arcadas del convento que se construyó en el paraje donde Ella se había aparecido. En la capilla del convento, en el extremo superior de la escalera que lleva al altar, había un trocito de granito pulido: el lugar de la Pisada Santa.

Y cada año, el 8 de diciembre, el Día del Milagro, las mujeres se dirigían a Adrados. Era el día de las mujeres, no de los hombres. Los hombres se iban a la posada del pueblo una vez habían cargado con la estatua de la Virgen, habían balanceado sus joyas bajo el palio dorado por los límites del pueblo y la habían devuelto al convento.

Doscientos años antes las monjas habían abandonado el convento atraídas por casas mejores en las llanuras e incapaces de competir con las ciudades donde la Santa Madre había sido más generosa con sus apariciones. Sin embargo, las construcciones aún estaban en buen estado. La capilla se había convertido en la iglesia del pueblo, el claustro superior era un almacén y el convento aún era, una vez al año, un lugar donde ocurrían milagros.

Las mujeres entraban en la capilla de rodillas. Rosario en mano, se arrastraban por las losas con dificultad, murmuraban rezos monocordes, y se dejaban llevar por sus rodillas hasta el extremo de la escalera. El sacerdote salmodiaba en latín. Las mujeres se agachaban y besaban la piedra de granito, oscura y lisa. En la piedra había un agujero y la leyenda decía que si se besaba y se conseguía tocar el fondo con la punta de la lengua, el bebé sería un chico.

Las mujeres gritaban al besar la piedra; no de pena, sino como en éxtasis. A algunas había que ayudarlas a retirarse.

Algunas rezaban para librarse de una enfermedad. Venían con sus tumores, sus desfiguraciones, sus hijos tullidos. Otras acudían para pedir un hijo y al año siguiente regresaban y le daban las gracias a la Santa Madre, pues ya compartían su secreto. Le rezaban a la Virgen madre, ya que como ellas sabía, como no podía saber ningún hombre, que la mujer da a luz a sus hijos con dolor. Y a pesar de ello, todas ellas rezaban para ser madres y estiraban sus lenguas hasta el fondo del agujero. Rezaban bajo la gloria que, iluminada con velas, ofrecía la capilla del convento de Adrados, mientras el sacerdote amontonaba los presentes detrás del altar; la cosecha de cada año.

8 de diciembre de 1812. Llegaron los ingleses.

No eran los primeros visitantes. Desde el amanecer habían ido llegando mujeres al pueblo, mujeres que habían caminado veinte millas o más. Algunas provenían de Portugal, la mayoría de los pueblos que se ocultaban en las mismas colinas que Adrados. Luego llegaron dos oficiales ingleses en grandes caballos, y con ellos una joven. Las voces de los oficiales eran fuertes y roncas. Anidaron a la muchacha a descabalgar al llegar ante el convento y luego se dirigieron hacia el pueblo, donde presentaron sus respetos al comandante de los españoles, que llevaba unas cuantas copas de más del áspero vino tinto de la región que servían en la posada. Los hombres que allí se encontraban estaban de buen humor. Sabían que muchas de las mujeres que estaban rezando pedían un hijo y ellos ayudarían a que se cumplieran las plegarias a la Santa Madre.

Otros soldados británicos venían del este, y eso era extraño, pues no debía haber soldados británicos en el este. Pero nadie se percató de ello. Nadie advirtió peligro alguno. Los británicos no habían estado nunca en Adrados, pero los aldeanos habían oído que esos soldados paganos eran respetuosos. Su general les había ordenado que se pusieran en posición de firmes cuando vieran que la Sagrada Hostia era llevada por las calles hasta el lecho de un moribundo, y que se descubrieran. Y eso estaba bien. Sin embargo, estos soldados ingleses no eran como la guarnición española. Estos casacas rojas tenían un aspecto repugnante, vil, desarreglado y sus rostros reflejaban crudeza y odio.

Un centenar de ellos esperaba en el extremo este del pueblo, sentados junto al lavadero que había en el camino, y fumaban en pipas cortas de barro. Otro centenar de hombres atravesó el pueblo dirigidos por un hombretón que iba a caballo y cuya casaca roja estaba profusamente adornada con oro. Un soldado español que se dirigía a la taberna saludó al coronel y se sorprendió cuando el oficial inglés le sonrió, se inclinó irónicamente y mostró una boca en la que apenas quedaban dientes.

Los españoles debieron de comentar algo en la taberna porque los dos oficiales británicos que iban con las casacas desabrochadas, se fueron hasta la calzada y observaron a los últimos soldados de la fila que se dirigía hacia el convento. Uno de los oficiales frunció el ceño.

—¿Quién diablos es?

El soldado al que se había dirigido sonrió con burla.

—Smithers, señor.

El capitán echó una rápida mirada a la fila de soldados.

—¿Qué batallón?

—Tercero, señor.

—Tonto, ¿qué maldito regimiento, tonto?

—El coronel se lo dirá, señor. —Smithers se colocó en medio de la calle y con una mano hizo bocina—. ¡Coronel!

El hombretón hizo dar la vuelta al caballo, se detuvo y luego se apresuró hacia la taberna. Los dos capitanes se cuadraron y le saludaron. El coronel refrenó el caballo. Parecía que hubiera tenido ictericia, tal vez hubiera servido en las islas Fever, pues tenía la piel amarilla como el pergamino. La cara que se percibía bajo el sombrero bicornio con borla se crispó con un espasmo involuntario. Sus ojos azules, sobrecogedoramente azules, resultaban hostiles.

—Abróchense las casacas.

Los capitanes se abrocharon las casacas y se colocaron bien los cinturones. Uno de ellos, joven y rechoncho, frunció el ceño disgustado porque el coronel les había gritado ante los soldados y éstos se reían.

El coronel dejó que su caballo se acercara un par de pasos a la pareja de capitanes.

—¿Qué hacen aquí?

—¿Aquí, señor? —dijo el más alto y delgado de los capitanes al tiempo que sonreía—. De visita, señor.

—Sólo de visita, ¿eh? —El rostro se le volvió a crispar. El coronel tenía un cuello extraño y muy largo que ocultaba una corbata anudada por encima de la garganta—. ¿Sólo ustedes dos?

—Sí, señor.

—Y lady Farthingdale, señor —añadió el capitán rechoncho.

—Y lady Farthingdale, ¿eh? —El coronel imitó la voz pastosa del capitán y luego les gritó con repentina violencia—. ¡Son un maldito desastre, eso es lo que son! ¡Los odio! ¡Por los clavos de Cristo que los odio!

La calle quedó de repente en silencio bajo el sol del invierno. Los soldados, agolpados a ambos lados del caballo del coronel, sonrieron cínicamente a los dos capitanes.

El capitán más alto se limpió de la casaca roja el escupitajo que había salido despedido de la boca del coronel.

—Me veo obligado a protestar, señor.

—¡Protestar, tú, desgraciado! ¡Smithers!

—¿Coronel?

—¡Dispárele!

El capitán rechoncho sonrió burlonamente, como si fuera una broma, pero el otro levantó un brazo, retrocedió, y al igual que Smithers, sonrió, apuntó y disparó su mosquete. El coronel hizo lo mismo, sacó una pistola y le disparó al capitán regordete en la cabeza. Los disparos resonaron en la calle, la humareda formó dos nubes que se elevaron por encima de los cuerpos caídos y el coronel se echó a reír antes de ponerse en pie sobre los estribos.

—¡Ahora, muchachos, ahora!

Primero desalojaron la taberna y para ello pasaron por encima de los cadáveres cuya sangre había salpicado el dintel de la puerta. Los mosquetes se oyeron chasquear en el edificio, las bayonetas perseguían a los hombres hasta los rincones más recónditos y los mataban, y el coronel hizo una señal con la mano para que el centenar de hombres que había estado esperando en el extremo este entrara en el pueblo. No era su intención que esto empezara con tal rapidez, hubiera preferido poder llevar primero a la mitad de sus hombres hasta el convento. Pero estos malditos capitanes le habían obligado y ahora el coronel les gritaba, los azuzaba; conducía a la mitad de sus fuerzas hacia el gran convento cuadrado y de blancos muros.

Las mujeres que se encontraban en el convento no oyeron los disparos que habían sonado a unas quinientas yardas al este. Estaban en el claustro superior esperando el momento de arrastrarse de rodillas por la capilla, y tuvieron la primera señal de que, finalmente, la guerra había llegado a Adrados con todo su horror cuando aparecieron por la puerta unos hombres vestidos con casacas rojas empuñando bayonetas. Entonces empezaron los gritos.

Algunos hombres desalojaban una a una las casas del pueblo, mientras otros más afluían atravesando el valle en dirección al castillo. Los soldados de la guarnición española habían estado bebiendo en el pueblo y muy pocos estaban en sus puestos.

Supusieron que los uniformes británicos eran los de sus aliados y que eso era lo que explicaba el griterío que se oía en el pueblo. Los españoles vieron que los casacas rojas pasaban por encima de los cascotes de la derruida muralla este del castillo y les hicieron algunas preguntas a gritos. Entonces los mosquetes dispararon, aparecieron las bayonetas y la guarnición murió en aquellas defensas medievales. Un teniente mató a dos casacas rojas. Luchó con destreza y furia, hizo que algunos invasores retrocedieran, se escapó saltando por encima de la muralla derruida y corrió entre los arbustos de espinos hacia la atalaya en la colina, al este. Creía que allí encontraría a un puñado de sus hombres, pero murió entre los espinos alcanzado por un tirador oculto. Aquel teniente español no llegó a saber nunca que los hombres que habían capturado la atalaya no iban vestidos con el color rojo de los británicos, sino con el azul de los franceses. Su cuerpo rodó bajo los espinos y acabó aplastando los huesos, viejos y quebradizos, de un cuervo que un zorro había dejado allí.

En la calle se oían gritos. Los hombres que intentaban proteger sus hogares morían, los niños chillaban al ver morir a sus padres, mientras sus casas eran forzadas y abiertas. Los disparos de los mosquetes salpicaban la brisa de blancas nubéculas.

Del este llegaron más hombres, vestían uniformes tan variados como batallones habían luchado por Portugal y España en los cuatro años de guerra en la península. Con ellos iban también mujeres, y eran éstas las que mataban a los niños en el pueblo, les disparaban, los acuchillaban, y sólo salvaban a los que podían trabajar. Las mujeres se peleaban en las cabañas, discutían para ver quién se quedaría con qué y a veces se persignaban al pasar ante un crucifijo clavado en los muros bajos de piedra. No tardaron mucho en destruir Adrados.

Los gritos eran incesantes en el convento. Los soldados ingleses iban a la caza por los claustros, la sala, las estancias vacías y la capilla abarrotada. El sacerdote había corrido hacia la puerta abriéndose paso a empujones entre las mujeres, y ahora se encontraba apresado y tembloroso, mientras los casacas rojas escogían su botín. Sacaron algunas mujeres del edificio a empujones. Eran las afortunadas, las que estaban demasiado enfermas o eran demasiado viejas. A otras las mataban con las largas bayonetas. En el interior de la capilla, los soldados sacudieron los ornamentos del altar, se abrieron paso entre las ofrendas que se amontonaban en el exiguo espacio que había detrás y abrieron de un golpe el armario que guardaba los vasos sagrados. Un soldado se ponía las galas blancas y doradas que el sacerdote reservaba para la Pascua. Luego deambuló por la iglesia bendiciendo a sus compañeros que echaban a las mujeres al suelo. En la capilla resonaban los sollozos, los gritos, las risas de los hombres y las rasgaduras en las ropas.

El coronel había ido a caballo hasta el claustro superior y, con una sonrisa burlona, esperaba y observaba a sus hombres. Había enviado a dos de ellos de su confianza al interior de la capilla y ahora aparecían sosteniendo a una mujer entre ambos. El coronel la miró, se relamió los labios y el rostro se le crispó con un espasmo.

Todo en ella denotaba riqueza, desde sus ropas hasta sus cabellos, una abundancia de dinero que la belleza realzaba. Tenía el cabello negro y espeso y le caía formando ondas a ambos lados del rostro generoso y provocativo. Lo miraba fieramente con sus ojos oscuros, y parecía que la boca le sonriera. Cubría sus ropas con una oscura capa rematada de lujuriosa piel plateada. El coronel sonrió.

—¿Es ella?

Smithers sonrió con burla.

—Es ella, señor.

—Bien, bien, bien. Lord Farthingdale es un cabrón con suerte, entonces. Quítele la maldita capa, vamos a echarle una mirada.

Smithers se acercó a la capucha ribeteada de piel que colgaba en la parte trasera de la capa, pero ella lo apartó, se desabrochó el cierre del cuello y se quitó lentamente la capa de los hombros. Su cuerpo era perfecto, en la flor de la juventud, pero había algo que inquietaba vivamente al coronel y era que no mostraba miedo alguno. El claustro apestaba a sangre fresca, en él resonaban los chillidos de las mujeres y los niños y, sin embargo, esa mujer hermosa y bella permanecía allí con rostro impávido. El coronel volvió a sonreír y dejó ver su boca desdentada.

—¿Así que está usted casada con ese tal lord Farthingdale?

—Sir Augustus Farthingdale —contestó ella delatando que no era inglesa.

—Oh, cielos. Ruego que me disculpe —dijo el coronel con una risotada como un cacareo—. Sir Augustus. General, ¿no es así?

—Coronel.

—¡Como yo! —Su rostro se crispó al echarse a reír—. Rico, supongo.

—Mucho —afirmó la dama.

El coronel desmontó con torpeza. Era alto, con un vientre enorme, y tremendamente feo. Su rostro se crispó al acercarse a la dama.

—¿No es usted inglesa?

Ella, sorprendentemente, todavía no parecía asustada. Se cubrió las ropas de montar con la capa e incluso le sonrió levemente.

—Portuguesa.

Los ojos azules la observaron de cerca.

—¿Cómo voy a saber que me está diciendo la maldita verdad? ¿Qué hace una portuguesa casada con sir Augustus Farthingdale, puede decírmelo?

Ella se encogió de hombros, se quitó un anillo que llevaba en la mano izquierda y se lo lanzó al coronel.

—Fíese de esto.

El anillo era de oro. En la cara biselada había un escudo de armas cuartelado y el coronel sonrió al mirarlo.

—¿Cuánto lleva casada, milady?

Esta vez la dama sonrió ampliamente y los soldados que la observaban también sonrieron mostrando su deseo. Era el botín del coronel, pero éste podía ser generoso. Ella se retiró el cabello negro de la piel olivácea.

—Seis meses, coronel.

—Seis meses. Y todavía está radiante, ¿eh? —Soltó en un cacareo—. ¿Cuánto pagaría sir Augustus para que volviera usted a calentarle la cama?

—Mucho —contestó la dama bajando la voz para darle a la palabra un matiz de promesa.

El coronel se echó a reír. A las mujeres hermosas no les gustaba, así que a él tampoco le gustaban ellas. Esa zorra rica tenía carácter, pero él podía destrozarla. Miró a sus hombres, que observaban a la dama, y sonrió burlonamente. Lanzó el anillo de oro al aire y lo cogió.

—¿Qué hacía usted aquí, milady?

—Rezaba por mi madre. Está enferma.

—¿Quiere usted a su madre? —preguntó él con interés.

—Sí —asintió ella sorprendida.

El coronel dio un taconazo, se volvió hacia sus hombres y los señaló con un dedo que parecía una espada.

—¡Nadie! —soltó con un chillido—. ¡Nadie la va a tocar! ¡Me oís! Nadie.

Se le estremeció la cabeza y él esperó a que se le pasara el espasmo.

—¡Al cabrón que la toque, lo mato! ¡Lo mato!

Se volvió hacia la dama y se inclinó torpemente.

—Lady Farthingdale, tendrá que soportarnos. —Miró hacia el claustro y vio al sacerdote atado a una columna—. Enviaremos al vicario con una carta y el anillo. Su marido deberá pagar para liberarla, milady, pero nadie, yo se lo prometo, nadie la tocará.

Volvió a mirar a sus hombres, chilló, y un escupitajo salió despedido bajo el sol.

—¡Nadie la va a tocar!

Cambió de humor de repente. Echó una mirada por el claustro a las mujeres que yacían, ensangrentadas y abatidas sobre las baldosas enrojecidas, y a otras mujeres que esperaban, temerosas y aterrorizadas, cercadas por las bayonetas, y sonrió con cinismo.

—Suficiente para todos, ¿verdad?

Soltó un cacareo y se volvió; su fina espada rozó el suelo. Vio a una joven, flaca, apenas salida de la niñez, e indicó con el dedo.

—¡Aquélla es para mí! ¡Tráiganmela aquí! —Se reía, con las manos en las caderas, dominando el claustro, y sonrió con cinismo a los hombres que había en el convento—. Bienvenidos a vuestro nuevo hogar, muchachos.

El Día del Milagro había llegado de nuevo a Adrados y los perros del pueblo olfateaban la sangre que se secaba en la única calle.