Capítulo 16

Las voces de los soldados alemanes cantando villancicos se iban apagando tras ellos mientras cabalgaban lentamente hacia el pueblo. Ocho oficiales y Josefina iban a cenar con los franceses.

Las antorchas que iluminaban las calles del pueblo ardían envueltas en delicados halos. Era una noche de niebla. Sir Augustus estaba de buen humor, demasiado buen humor, posiblemente porque Josefina estaba tan seductora y bella como le permitían sus afeites. Sir Augustus miró a Sharpe.

—¡A lo mejor le sirven ancas de rana, Sharpe!

—Faltaría más, señor.

Aquella noche podía producirse una gran helada. A través de la niebla, veían las estrellas sobre sus cabezas y hacia el sur, estrellas de Navidad, pero por el norte estaba nublado y las nubes se desplazaban hacia el sur. Sharpe olía el mal tiempo en el aire. Ojalá no nevara. No le entusiasmaba la idea de atravesar la Entrada de Dios, vigilando a los prisioneros británicos, portugueses y españoles que se hacinaban en las mazmorras del castillo y abriéndose paso con los carros de Gilliland a través del paso cubierto de nieve. Si nevaba, pensó, no partirían por la mañana. Todo dependía de los franceses y los planes que tuvieran.

Dubreton les esperaba en la puerta de la posada. Era un edificio grande, demasiado grande para un pueblo tan pequeño, a pesar de que en otros tiempos la habían utilizado los viajeros que querían cruzar la sierra evitando los peajes del camino que discurría por el sur. La guerra había perjudicado aquel negocio, pero el edificio seguía siendo acogedor y cálido.

Izaron una bandera francesa en una de las ventanas del piso superior y la iluminaron con dos antorchas de paja y resina mientras unos soldados desarmados se acercaron a ellos para coger los caballos. Farthingdale dejó las presentaciones para Sharpe. Cuatro capitanes, incluidos Brookery Cross, y dos tenientes, contando a Harry Price.

Una vez dentro, Dubreton acompañó a Josefina a la estancia en la que se acicalaban las mujeres francesas. Sharpe oyó las amables palabras de saludo que le dedicaban sus antiguas compañeras de infortunio y sonrió ante las molestias que se habían tomado los franceses para la cena.

Habían formado una gran mesa juntando todas las que había en la posada. La cubría un mantel blanco y unas velas largas indicaban el lugar para más de doce comensales. Había tenedores de plata, como había dicho Hagman, que refulgían a la luz de las velas. En una mesa auxiliar las botellas de vino ya estaban destapadas, filas y filas, todo un batallón de botellas de vino; el pan, de corteza dura, en cestas sobre la mesa. Ardía un fuego en el hogar y su calor alcanzaba ya hasta la puerta de entrada.

Un ordenanza le cogió el gabán a Sharpe, otro trajo un gran recipiente humeante y Dubreton se sirvió una copa de ponche. Una docena de oficiales franceses esperaban en la sala y sonrieron en señal de bienvenida aunque sus ojos delataban la curiosidad que sentían al ver tan de cerca al enemigo. Dubreton esperó a que el ordenanza hubiera ofrecido ponche a todos los presentes.

—¡Señores, les deseo una feliz Navidad!

—¡Feliz Navidad!

De la cocina de la posada salía un olor que parecía la antesala del paraíso.

Farthingdale levantó la copa.

—¡A la salud de un enemigo considerado! —Lo repitió en francés.

Sharpe bebió y su mirada se clavó en un oficial francés que, a diferencia del resto, no vestía el uniforme de infantería. Sería un lancero o un dragón. Su uniforme era azul, muy oscuro y sin ninguna insignia de rango o de la unidad a la que pertenecía. Llevaba gafas metálicas y su cara presentaba marcas de viruela infantil. Los ojos, pequeños y oscuros como el propio hombre, se fijaron en Sharpe y no demostraban en absoluto la misma simpatía que los demás oficiales.

Dubreton devolvió el cumplido a sir Augustus y anunció que la cena tardaría media hora en servirse, que los ordenanzas se ocuparían de llenar sus copas, que los oficiales franceses habían sido elegidos porque hablaban inglés, aunque la mayoría bastante mal y que se consideraran bienvenidos. Farthingdale dio una breve respuesta y animó a los oficiales ingleses a que entablaran conversación con los franceses. Sharpe, que odiaba las conversaciones triviales, se retiró a un rincón oscuro de la sala y se quedó atónito al ver que el pequeño hombre oscuro de uniforme azul se le acercaba.

—¿Comandante Sharpe?

—Sí.

—¿Quiere más ponche?

—No, gracias.

—¿Prefiere vino?

—Sí.

El francés, con un acento inglés sorprendentemente perfecto, chasqueó los dedos y Sharpe se sobrecogió ante la prontitud con que un ordenanza respondió a su llamada. Era un hombre temido. Cuando el ordenanza los dejó solos, el francés miró al fusilero.

—¿Le han ascendido recientemente, no es así?

—No tengo el placer de conocerle.

Esbozó una sonrisa que pronto desapareció.

—Ducos. Comandante Ducos, a su servicio.

—¿Y por qué cree que mi ascenso es reciente, comandante?

De nuevo esbozó una sonrisa, una sonrisa de complicidad, como si supiera algo y se alegrara de ello.

—Porque en verano era usted capitán. Déjeme pensar. ¿Puede ser en Salamanca? Sí. En García Hernández, donde murió Leroux. Fue una pena, era un buen hombre. No oí hablar de usted en Burgos, supongo que se estaba recuperando de la herida que le había infligido Leroux.

—¿Algo más?

Aquel hombre lo sabía todo; la situación era incómoda. Sharpe advirtió que las demás conversaciones subían de tono en la sala, comenzaban las risas y también se percató de que los franceses esquivaban a aquel hombrecillo. Dubreton alzó la vista, cruzó una mirada con Sharpe y se encogió de hombros como si le pidiera perdón.

—Hay más, comandante. —Ducos esperó a que el ordenanza hubiera servido el vino—. ¿Ha visto a su esposa durante las últimas semanas?

—Estoy seguro de que sabe cuál es la respuesta.

Ducos tomó aquella respuesta como un cumplido y sonrió.

—He oído decir que La Aguja está en Casatejada y a salvo de los franceses, se lo aseguro.

—No suele ser así.

Aquellas palabras atravesaron a Ducos como si nunca hubieran sido pronunciadas. Los lentes lanzaban destellos a la luz de las velas.

—¿Le sorprende que sepa tantas cosas de usted, Sharpe?

—La fama siempre es sorprendente, Ducos, y muy gratificante. —Sharpe se oyó excepcionalmente pomposo, pero aquel hombre pequeño y sardónico le estaba fastidiando.

Ducos rió.

—Disfrútela mientras pueda, Sharpe. No durará mucho. La fama adquirida en un campo de batalla sólo puede mantenerse en un campo de batalla, y normalmente trae la muerte. Dudo que vea el final de la guerra.

Sharpe levantó su copa.

—Gracias, señor.

Ducos se encogió de hombros.

—Ustedes los héroes están todos locos. Como él. —Hizo un gesto con la cabeza señalando a Dubreton—. Creen que la gloria no se acaba nunca. —Dio un pequeño sorbo—. Sé de usted porque tenemos un amigo común.

—Lo dudo.

—¿Lo duda?

Parecía que a Ducos le gustaban los desaires, quizá porque su capacidad para devolverlos era absoluta y secreta. Había algo siniestro en él, relacionado con un poder que le permitía no hacer caso de los soldados.

—De acuerdo, quizá no es un amigo común. Es amigo suyo. Para mí, quizás un conocido. —Esperó a que Sharpe mostrara curiosidad y se echó a reír al darse cuenta de que Sharpe no preguntaría—. ¿Quiere que le dé a Héléne Leroux un mensaje de su parte? —Volvió a reír, complacido por el efecto de sus palabras—. ¿Lo ve? Puedo sorprenderle, comandante Sharpe.

Héléne Leroux. La marquesa de Casares el Grande y Melida Sadaba, la amante de Sharpe en Salamanca. La había visto por última vez en Madrid, antes de la retirada británica hacia Portugal. Héléne, una mujer de belleza deslumbrante, una mujer que espiaba para los franceses, la amante de Sharpe.

—¿Conoce a Héléne?

—Eso es lo que he dicho. —Los lentes refulgían—. Siempre digo la verdad, Sharpe, y la gente a menudo se sorprende.

—Preséntele mis respetos.

—¡Eso es todo! Le diré que se quedó boquiabierto cuando mencioné su nombre, y no me sorprende. La mitad de oficiales franceses están rendidos a sus pies. Me pregunto por qué, comandante. Usted mató a su hermano, ¿cómo puede usted gustarle?

—Era mi cicatriz, Ducos. —Sharpe se tocó el rostro—. Debería hacerse una.

—Yo me mantengo alejado de las batallas, Sharpe. —Su sonrisa iba y venía—. Odio la violencia, a menos que sea necesaria, y la mayoría de batallas no son más que peleas en las que algún don nadie se gana una fama fugaz. No me ha preguntado dónde está.

—¿Me respondería?

—Claro. Ha regresado a Francia. Me temo que no la verá durante mucho tiempo, comandante, posiblemente hasta que termine la guerra.

Sharpe recordó a su esposa, Teresa, y pensó en los remordimientos que había sentido al haberla traicionado, pero no podía quitarse de la cabeza a aquella francesa rubia, casada con un antiguo marqués español. Quería verla otra vez, ver a aquella mujer de ensueño.

—¡Ducos! Está monopolizando al comandante Sharpe —interrumpió Dubreton.

—Pensé que Sharpe era el más interesante de sus invitados —Ducos no se molestó en decir «señor».

La aversión que sentía por el comandante era obvia.

—Debería hablar con sir Augustus, Ducos. Ha escrito un libro, así que debe de ser fascinante.

El desprecio de Dubreton por sir Augustus era igual de evidente.

Ducos no se movió.

—¿Sir Augustus Farthingdale? Es sólo un funcionario. Sacó muchos pasajes de su libro del comandante Chamberlin del 24. —Dio un sorbo al ponche y paseó la mirada por la estancia—. Ha traído a oficiales de los tiradores, a un hombre del South Essex y a un fusilero, comandante Sharpe. A ver. ¿Todo un batallón? Los tiradores. Una compañía del 60.º y su propia compañía. ¿Acaso quería hacernos creer que tiene más hombres?

Sharpe sonrió.

—Un batallón de infantería francés, ciento veinte lanceros, y ciento cincuenta dragones. Y un funcionario, comandante. Usted. Estamos igualados.

Dubreton rió abiertamente, Ducos frunció el ceño y entonces el coronel francés agarró a Sharpe por el codo y lo alejó del hombrecillo.

—Efectivamente es funcionario, pero mucho más peligroso que su sir Augustus.

Sharpe volvió a mirar a Ducos.

—¿Qué es?

—Lo que quiere. Viene de París. Era uno de los hombres más próximos a Fouché.

—¿Fouché?

—No sabe lo afortunado que es de no conocer ese nombre. —Dubreton cogió otra copa de ponche de una bandeja—. Es un policía, Sharpe, que trabaja entre bastidores. De vez en cuando es deshonrado y pierde el favor del emperador, pero esa clase de hombres siempre vuelven a aparecer. —Señaló a Ducos con la cabeza—. Él es otro fanático que va por su cuenta. Para él hoy no es el día de Navidad sino el 5 Nivoso del año 20 y poco le importa que el emperador haya abolido el calendario revolucionario. La pasión le domina.

—¿Por qué le ha invitado?

—No tenía opción. Él decide dónde va y con quién habla.

Sharpe se volvió para mirar a Ducos. El pequeño comandante le sonrió dejando ver sus dientes rojos manchados de ponche. Dubreton pidió más vino para Sharpe.

—¿Se va mañana?

—Eso debe preguntárselo a sir Augustus. Él está al mando.

—¿De veras? —Dubreton sonrió y después se volvió hacia la puerta, que se había abierto—. ¡Ah! ¡Las damas!

Otra vez las presentaciones, pareció que se alargaban durante cinco minutos, se besaron todas las manos con esmerada cortesía y, del mismo modo, Dubreton sentó a todos sus invitados. Él tenía su sitio en el centro de la mesa, frente a la puerta, y condujo a sir Augustus a una silla junto a él con gracia exquisita. Inmediatamente, Ducos tomó asiento al otro lado de Farthingdale, y sir Augustus buscó sobresaltado a josefina. Dubreton se dio cuenta.

—Bueno, bueno, sir Augustus. Tenemos mucho de que hablar y su bella esposa está siempre con usted, mientras que nosotros sólo gozaremos del placer de su compañía por muy poco tiempo. —Hizo un gesto con la mano a Josefina—. ¿Puedo pedirle que se siente frente a su marido, lady Farthingdale? No hay corriente de aire, hay una cortina en la puerta, pero quizás el comandante Sharpe quiera sentarse a su lado para protegerla del frío.

Lo habían hecho muy bien. Los franceses tenían a Farthingdale donde querían. Planeaban negociar y no le daban opción de recurrir a nadie. Dubreton se sentó al lado de su esposa, ahondando en la herida de sir Augustus, y Sharpe vio cómo éste miraba compungido a Josefina. Quería tenerla cerca, odiaba verla lejos de sí y a Sharpe le pareció patético que un hombre se mostrara tan desolado por tener a su mujer a siete pasos.

La señora Dubreton sonrió a Sharpe.

—Hoy nos vemos en mejores circunstancias, comandante.

—Ciertamente, señora.

—La última vez que vi al comandante Sharpe —dijo dirigiéndose al resto y omitiendo oportunamente sus anteriores encuentros en el convento desde el día del rescate— estaba manchado de sangre, sostenía una espada muy grande y resultaba aterrador. —Le lanzó una sonrisa.

—Le pido disculpas por ello, señora.

—No es necesario. En el recuerdo, la imagen parece maravillosa.

—Fue posible gracias a su cita de Alexander Pope, señora.

Ella sonrió. El cansancio había desaparecido, su rostro parecía más terso, y tanto ella como Dubreton estaban exultantes.

—Siempre había dicho que la poesía sería útil algún día. Alexandre nunca me creía.

Dubreton rió, encogió los hombros molesto por su nombre. La conversación se apagó cuando sirvieron la sopa. Sharpe la probó. Era una sopa tan deliciosa que temía que la segunda cucharada no consiguiera estar a la altura de lo que prometía la primera, pero sí estuvo a la altura, incluso le supo mejor y siguió comiendo. Se dio cuenta de que Dubreton le observaba divertido.

—¿Está buena?

—Estupenda.

—Castañas, comandante, es muy sencillo. Un poco de caldo de verduras, castañas picadas, mantequilla y perejil. ¡Es muy fácil de preparar! Lo más difícil es pelar las castañas, pero tenemos muchos prisioneros. Venia!

—¿Sólo hay eso?

Un francés, capitán de dragones, insistía en que había un poco de crema en la sopa; y un lancero alemán no estuvo de acuerdo en que cocinar fuera tan fácil, porque él sólo había conseguido cocinar un huevo cocido y aun así le salió duro como una coraza; y un capitán de tiradores explicó que había visto a hombres cociendo huevos dándoles vueltas y más vueltas dentro de un trozo de tela; y Harold Price se empeñaba en dar la receta de «tommy», la torta típica del ejército británico, y aunque sólo se preparaba con harina y agua, Price tardó dos minutos en explicar su elaboración. Sir Augustus, que se sentía apartado, comentó que le sorprendía que los portugueses sólo comieran las hojas del nabo y Josefina, que sintió que estaba menospreciando su país, le ofendió sutilmente sugiriendo que sólo un pagano se comería el resto de un nabo. Se terminó la sopa y Sharpe miró pensativo en el fondo del recipiente vacío.

Un pie rozó el suyo, lo presionó y Sharpe miró a Josefina, situada a su izquierda. Estaba hablando con un dragón francés sentado junio a ella que se inclinaba exageradamente sobre su plato de sopa para poder echar ojeadas al escote del vestido de estilo imperial. No era como el que vestía cuando Sharpe la había rescatado. Lanzó una mirada furtiva a sir Augustus y pensó que debía de haberlo traído en su equipaje. Era evidente que odiaba a cualquier hombre que se sentara junto a ella. Aquel pie seguía presionando el suyo y entonces ella se volvió, le insinuó un guiño.

—¿Le gusta?

—Delicioso.

Un ordenanza le sirvió más vino y Sharpe vio que tenía las uñas rasgadas y manchadas de cargar pólvora y preparar pedernales. Sir Augustus se inclinó hacia delante.

—¿Querida?

—¿Augustus?

—¿No tienes frío? ¿Hay corriente de aire? ¿Quieres que pida tu chal?

—¿Frío, querido? En absoluto. —Le sonrió mientras su pie paseaba arriba y abajo por el tobillo de Sharpe.

Se abrió la puerta de la cocina y unos ordenanzas se acercaron rápidamente a la mesa, cada uno con una bandeja llena de platos y con un bol en cada uno. Humeaban, y Dubreton dio una palmada a la mesa.

—¡Coman rápido! ¡Son mucho mejores recién salidos del horno!

Sharpe colocó el plato y se quemó. Había un ave sobre una rebanada de pan frito, bajo la oscura piel marrón asada, la carne estaba dorada.

—¡Comandante! ¡Coma!

El pie de Josefina se acercó aún más a Sharpe y él cortó un trozo de carne, lo probó, la carne parecía deshacerse en la boca. Era imposible que estuviera más bueno que la sopa y sin embargo era mucho mejor.

Dubreton sonrió.

—Está bueno, ¿eh?

—Magnífico.

Josefina lo miró, Casi todos los hombres la miraban y a la luz de las velas parecía extraordinariamente hermosa, con sus labios ligeramente abiertos y un atisbo de preocupación en el rostro. Presionó tan fuerte que Sharpe casi sintió dolor.

—¿Está seguro de que le gusta, comandante?

—Sí, estoy seguro —respondió presionando a su vez, miró a Dubreton—. ¿Es perdiz?

—Por supuesto —respondió Dubreton entre dos bocados—. Dentro lleva mantequilla, sal y pimienta, recubierta con dos hojas de parra y un poco de manteca de cerdo. Es fácil, ¿lo ve?

Sir Augustus, todavía dolido por la reprimenda sobre los nabos, se animó.

—¡Debería probar el tocino graso, coronel! Es mejor que la grasa. Mi madre siempre prefería el tocino graso.

El pie de Josefina estaba ahora doblado sobre el tobillo de Sharpe y tiraba de él para acercarle la pierna. Un ordenanza sirvió vino a su otro vecino y ella movió la silla dando la impresión de que quería dejar espacio, su rodilla rozaba la de Sharpe.

—¡Tocino!

Dubreton había apurado el hueso hasta dejarlo limpio y lo tiró.

—¡Querido sir Augustus! ¡Se come el jugo del ave! ¡Y el tocino se quema! —Miró a Josefina y añadió—: Tendrá que cambiar sus hábitos, señora, e insistir en la manteca de cerdo.

Ella asintió con la boca llena y se tocó los labios.

—¿No lleva especias, coronel?

—Hermosa dama —respondió Dubreton sonriendo—, un ave joven no necesita hierbas. Una vieja, quizás. Un poco de tomillo, perejil y quizás una hoja de laurel.

Detuvo el tenedor lleno de pechuga de perdiz a una pulgada de la boca.

—Tendré que acordarme de tener siempre aves jóvenes, coronel —su rodilla rozó la de Sharpe.

Un ordenanza avivó el fuego; en algún lugar del pueblo los hombres cantaban y otros ordenanzas rodearon la mesa y sirvieron una segunda copa de vino rosado, y cuando Sharpe se adelantó para coger la copa, Dubreton le detuvo.

—¡Espere, comandante! Ése es para el plato principal. Siga bebiendo el que tenía, el tinto. Siga con el tinto de momento.

El otro vecino de Josefina había acercado su silla para no perder la vista. Sir Augustas apartó en el plato la mitad de su perdiz, intacta, y miró tristemente a Josefina, que encandilaba al capitán de dragones, acariciando los cordones plateados de su hombrera y preguntándole cómo los limpiaba. Sharpe sonreía para sus adentros. Era espléndida. Tan poco de fiar como una espada barata en una batalla, pero los años no habían mermado sus ansias de emoción o travesuras. Sharpe vio que Ducos lo estaba mirando a través de sus lentes que reflejaban las llamas de las velas mientras el comandante masticaba, y a Sharpe le dio la impresión de que Ducos sonreía porque sabía lo que estaba pasando.

Harry Price estaba explicando, en una mezcla de inglés y horroroso francés, en qué consistía el criquet a una de las damas francesas.

—Se arroja la pelota. Se golpea con el palo. ¡Así! —Price dio un golpe con el cuchillo que sonó ruidosamente contra el borde de una de las copas de vino. Su rostro sonrojado sonrió a modo de disculpa a uno de los oficiales de más edad que se había dado la vuelta.

Un comandante francés instó a Price a que continuara.

—¿El mismo hombre? ¿Arroja y golpea?

—¡No, no, no! —Price bebió de la copa de vino—. Once hombres, ¿de acuerdo? Un hombre arroja la pelota y el otro golpea. Diez hombres la cogen. Un hombre del otro equipo la golpea cuando el hombre la arroja. ¡Es sencillo!

El comandante francés explicó el deporte al resto de la mesa, también mezclando francés e inglés y todos rieron de buena gana acompañados por el calor de la estancia y el buen vino. Estaban pasando una Navidad inglesa con franceses. Sharpe se reclinó en la silla y tuvo la extraña sensación, no, más que extraña, antinatural, de que al día siguiente aquellos mismos hombres estarían intentando matarse unos a otros. Price se ofreció para enseñar a los franceses a jugar a criquet por la mañana, pero a Sharpe su intuición le hablaba de otro tipo de juego.

El pie de Josefina se había quedado quieto por un momento apoyado en su tobillo, mientras escuchaba la larga historia del dragón sobre un baile en París. Aquella historia le gustaría. Para ella, París era el cielo, una ciudad mítica en la que una mujer hermosa podía caminar sobre delicadas alfombras, bajo lámparas de cristal y recibir los honores de uniformes deslumbrantes. Sharpe pensó en retirar su pie, sabía que no la quería, pero no tuvo el valor o las ganas necesarios para hacerlo. Miró a Farthingdale, que defendía desganado su libro de los sorprendentes conocimientos de Ducos, y Sharpe supuso que estaba flirteando con Josefina porque a sir Augustus le disgustaba sobremanera. También lo hacía porque era débil. Si sir Augustus no la vigilaba aquella noche, Sharpe sabía que no podría resistir la tentación. Movió un poco el pie, pero ella lo retuvo con fuerza.

Dubreton se inclinó hacia delante mientras los ordenanzas retiraban las sobras de las perdices.

—Parece que tiene calor, lady Farthingdale. ¿Quiere que abramos la ventana?

—No, coronel —respondió la dama sonriendo.

El pelo negro rizado le caía sobre el rostro. El dominio que ejercía sobre los hombres de la mesa era absoluto. A Sharpe le satisfacía haber atraído su atención, aunque fuera a escondidas, a pesar de que supuso que hubiera podido prestar la misma atención a cualquier otro vecino.

Las puertas de la cocina se abrieron de nuevo y esta vez aparecieron una gran variedad de platos, todos calientes, y los ordenanzas dispusieron platos nuevos. El olor resultaba muy sugerente. Dubreton dio una palmada.

—¡Lady Farthingdale! ¡Sir Augustus! Damas y caballeros, tendrán que perdonarnos porque esta Navidad no habrá ganso, ni cabeza de cerdo, ni siquiera cisne asado. ¡Desgraciadamente! Intenté que hubiera carne de ternera en honor a nuestros invitados, pero nada. Tendrán que conformarse con un plato humilde. ¿Comandante Sharpe? Usted servirá a lady Farthingdale. Sir Augustus, permítame.

Había tres tipos de carne en las bandejas dispuestas al lado de platos de alubias, que parecían cubiertas de migas de pan, y recipientes con patatas asadas con piel. A Sharpe le encantaban las patatas asadas, así que calculó cuántos cuencos había en la mesa, cuántas patatas en cada cuenco y cuántos comensales para compartirlas. Se las ofreció a Josefina.

—¿Señora?

—No gracias, comandante —respondió rozándole la rodilla a Sharpe, quien estaba seguro de que sir Augustus tenía que estar viendo lo que ocurría. Josefina estaba tan cerca de él que sus codos se rozaban cuando comían. Hubo un tiempo en el que habría asesinado por aquella mujer y, entonces, nunca hubiera creído que aquella pasión pudiera transformarse en simple afecto.

—¿Está segura?

—Estoy segura.

Sharpe se sirvió su ración y la de ella. Las escondería debajo de las alubias.

Dubreton fue el último en servirse y después se cercioró de que todos tuvieran el plato lleno.

—Esto alegrará sus corazones ingleses. Es el plato preferido de lord Wellington, carne de cordero.

Pero un cordero como Sharpe no había visto jamás, nada que ver con la carne amarillenta y grasienta que el general saboreaba. El rostro de Dubreton reflejaba su deleite.

—Hay que asar el cordero, pero sólo un poco, después se añade la salchicha de ajo y el pato medio asado. Tendría que ser oca, pero no tenemos. Se cocinan en las alubias y después se separan. —Las alubias eran deliciosas, blancas e hinchadas, mezcladas con dados de carne de cerdo. Dubreton pinchó una alubia—. Hay que cocer las alubias en agua y tirar el agua después, ¿lo sabían?

Los ingleses negaron con la cabeza confundidos y Dubreton siguió hablando.

—El agua de las judías apesta, es horrible. Se descubre a una mujer sucia porque no la arroja suficientemente lejos de casa. A pesar de todo —dijo sosteniendo en alto la alubia— puede embotellarse. Se obtiene una sustancia que quita las manchas más difíciles de la ropa. ¿Se dan cuenta de la cantidad de cosas que pueden aprender de nosotros? Y ahora, ¡a comer!

Dubreton se había disculpado por aquel plato, pero las disculpas eran innecesarias porque la comida superaba las expectativas de Sharpe, y las patatas eran tan crujientes que amenazaban con abrirse como una pequeña concha y resbalar por el mantel blanco. Bebió el vino rosado y comprendió por qué Dubreton había insistido en que lo reservaran para ese plato; se sintió extremadamente bien, relajado, y rió cuando Harry Price explicó que las alubias siempre le provocaban flatulencia y, solemnemente, las pinchó una tras otra para liberar el gas escondido. Al mencionar el gas, Dubreton preguntó de repente si era cierto que en Londres ya había iluminación a gas, y Sharpe le respondió afirmativamente, y madame Dubreton quiso saber exactamente dónde y suspiró ante la respuesta.

—¡Pall Mall! Hace nueve años que no veo el Mall.

—Ya regresará, señora.

Josefina se inclinó hacia Sharpe y su pelo rozó el del fusilero.

—¿Me llevará a Londres?

—Cuando usted quiera.

—¿Esta noche? —le sonreía, le tomaba el pelo y su muslo lo iba rozando rítmicamente.

—¿Qué has dicho, querida? —Sir Augustus no podía contener su enojo y se inclinó hacia delante.

Ella le sonrió alegremente.

—Estaba contando las patatas que tiene el comandante Sharpe en el plato. Creo que es muy comilón.

—Un hombre necesita de su fuerza —dijo Ducos, cuyos ojos iban de Sharpe a Josefina.

—¿Por eso come usted tan poco, comandante? —inquirió ella sonriéndole.

Era verdad que el hombrecillo vestido de paisano removía remilgadamente su comida y comía poco. Josefina se inclinó hacia Sharpe y contó con el tenedor sobre su plato.

—Una, dos, tres, cuatro, cinco, se ha comido parte de ésta, seis. —Y apretando la rodilla y el muslo contra Sharpe, le dijo en voz baja—: Duerme como un lirón. ¿A las tres?

Qui vive?

Aquel grito llegó desde fuera de la posada, era el quién vive en francés.

El tenedor de Josefina seguía sobre el plato de Sharpe y su mano, bajo la mesa, recorría la costura entre la tela verde y la piel del pantalón de Sharpe.

—Ocho, nueve, diez patatas, comandante. ¿Verdad?

—Mejor a las tres y media —dijo él.

Podía olerle el cabello, estaba inclinada sobre su plato con el tenedor en la mano, pensando qué patata iba a pinchar. Cogió una, volvió a su sitio y la acercó a la boca de Sharpe.

—Para su fuerza, comandante.

Abrió la boca y acercó el tenedor, volvió a escucharse el alto, la puerta se abrió de golpe, alguien hizo a un lado la gruesa cortina y entró una ráfaga de aire helado.

Todos quedaron inmóviles, los tenedores a medio camino, el de Josefina a una pulgada de los labios de Sharpe, por la puerta apareció Patrick Harper sonriendo, y a su lado, bastante más menuda, con sus ojos negros y el pelo negro abrigado en una capa, estaba Teresa. La esposa de Sharpe.

—Hola, marido.