Capítulo 19
El amanecer del sábado 26 de diciembre de 1812 fue taciturno, lento y deslucido.
La temperatura había subido durante la noche y el aire más caliente trajo lluvia que azotaba el empedrado del patio, siseaba en la chimenea y las antorchas, y empapaba los arbustos espinosos de forma que, cuando la luz se abrió paso entre las nubes, aparecían negros y brillantes en las laderas de la colina.
Con las primeras luces, el valle parecía estar vacío. La lluvia se había tornado fina llovizna que ocultaba las lejanas laderas de Portugal. Unas nubes tocaban los picos rocosos del norte y del sur y envolvían incluso las piedras de la parte más alta de la atalaya. La bandera de la unión, que hondeaba en el convento, se había retirado durante la noche y los dos estandartes sobre la entrada de la torre colgaban mojados y pesados sobre la piedra que la lluvia había oscurecido.
A las siete y media, pocos minutos después de la salida del sol, un grupo de oficiales franceses apareció al oeste del pueblo. Uno era un general. Desmontó, luego apoyó su telescopio en la silla del caballo, miró hacia los hombres que había en las murallas del castillo y luego dio un empujón al caballo para que girara y pudiera observar las figuras que había al pie de la atalaya. Dejó ir un gruñido.
—¿Hace cuánto?
—Una hora y media, señor.
La lluvia había alimentado el riachuelo y el agua burbujeaba con fuerza al salir del manantial, caía blanco sobre las piedras y la tierra e inundaba los pequeños bancales del valle. Dos zarapitos, de picos largos y curvados como sables, se pavoneaban junto al riachuelo y picoteaban en el agua fría. Al parecer no encontraban nada, pues alzaron el vuelo hacia el este en busca de mejor comida.
A las ocho en punto había cesado de lloviznar y el viento empujaba los pliegues de los estandartes.
A las ocho y cuarto volvió a aparecer el general, con un panecillo en una mano, y finalmente se vio recompensado por algún movimiento, los fusileros apagaban con los pies los restos de un fuego que había al pie de la atalaya, luego recogieron las mochilas, las armas, y desfilaron hacia el oeste por entre los espinos. Pareció que los arbustos espinos y negros los engullían, ocultándolos, pero tan sólo diez minutos después aparecieron frente al castillo. El general golpeó el suelo con el pie.
—Gracias a Dios que esos cabrones se van.
A ningún francés le gustaban los fusileros, los «saltamontes», que mataban a distancia y parecían invulnerables al fuego de mosquete de los tiradores franceses.
A las ocho y media se arriaron los estandartes de la torre y los centinelas desaparecieron en las murallas del castillo. Salieron por la entrada del castillo, deformados por los gabanes, las mochilas y las cantimploras, y un oficial a caballo les hizo formar en filas. Los fusileros que provenían de la atalaya formaron a su lado y todo el grupo fue marchando hacia el camino, giró hacia el oeste, y por encima del margen del desfiladero. Antes de que el oficial a caballo se perdiera de vista se dio la vuelta, de cara a los franceses, y saludó con su espada.
El general sonrió.
—Luego eso es todo. ¿Cuántos eran?
Un ayudante de campo cerró su telescopio de golpe.
—Cincuenta casacas rojas, señor, veinte saltamontes.
Dubreton tomó un sorbo de café.
—Así que el comandante Sharpe perdió.
—Hemos de alegrarnos de ello. —El general rodeó con las manos su taza de café—. Deben de haberse ido de noche, dejando esa retaguardia.
Otro ayudante de campo miraba fijamente hacia la desierta colina de la atalaya.
—¿Señor?
—¿Pierre?
—Han dejado los cañones.
El general bostezó.
—No han tenido tiempo de sacarlos. Aquellos artilleros han hecho el camino para nada. —Se echó a reír.
Era Dubreton el que había supuesto que los artilleros que había en el castillo habían ido allí para llevarse los cañones del valle alto. Sus suposiciones habían ido más lejos: creía que Sharpe había dispuesto que él viera a los hombres para que los franceses pensaran que los británicos tenían baterías de artillería bien servidas. Dubreton lo lamentó inútilmente. Hubiera resultado interesante combatir contra Richard Sharpe.
El general tiró el poso del café en el camino y miró a Dubreton.
—¿Le rompió las lentes a Ducos?
—Sí, señor.
El general se echó a reír, un sonido extraño como el relinchar de un caballo, tanto que el caballo echó las orejas hacia atrás interesado por el ruido. El general sacudió la cabeza.
—Los alcanzaremos antes de mediodía. Asegúrese de que ese Sharpe no cae en manos de los amigos de Ducos, Alexandre.
—Sí, señor.
—¿Qué hora es, Pierre?
—Las nueve menos veinte, señor.
—¿Qué son veinte minutos en una guerra? ¡Empecemos, caballeros!
El general, un hombre bajo, le dio una palmada a Dubreton en la espalda.
—¡Bien hecho, Alexandre! Nos hubiera costado un día entero tomar por asalto ese desfiladero si se hubieran quedado.
—Gracias, señor.
Dubreton volvió a lamentar que el enemigo se hubiera replegado tan fácilmente, sin embargo sabía que no había lugar para el lamento. Esta operación de invierno dependía terriblemente del tiempo. Los franceses tomarían la Entrada de Dios, colocarían una guarnición y luego enviarían la mayor parte de su fuerza hacia Vila Nova en la orilla norte del Duero. Su presencia reforzaría los rumores que Ducos había hecho correr cuidadosamente, rumores que hablaban de una invasión del norte de Portugal, el Tras os montes, la tierra más allá de las montañas, y cuando los británicos reaccionaran, como debían, llevando sus fuerzas hacia el norte, entonces la verdadera operación se iniciaría desde Salamanca. Las divisiones del ejército de Portugal, reforzadas por los hombres del ejército del Centro e incluso una división del ejército del Sur atravesarían el Coa, sin los defensores de la división ligera británica, y capturarían Frenada, posiblemente Almeida e incluso tenían la esperanza de sorprender a la guarnición española de Ciudad Rodrigo. En el espacio de una semana, la ruta norte desde Portugal volvería a estar en manos francesas y la guerra de los británicos se retrasaría al menos un año. Dubreton había estado despierto de noche, cuando su mujer dormía plácidamente, y temía que Sharpe se quedara en la Entrada de Dios. Se había levantado al amanecer, se había vestido en silencio y se había reunido con la línea de piquetes al oeste de Adrados. Un sargento le había saludado y luego había señalado con la cabeza hacia el castillo.
—¿Oye eso, señor?
Los carros retumbaban en la noche.
—Los cabrones se van, señor.
—Esperemos que así sea, sargento.
Ahora, cuando la luz del día inundaba el valle, una luz gris, húmeda y deprimente, Dubreton sintió lástima de Sharpe. El fusilero le había gustado, reconocía en él a un soldado compañero y sabía que Sharpe quería quedarse en el valle alto. Hubiera sido una lucha inútil, pero digna de un soldado, y mientras pensaba en ello fue creciendo la sospecha en él. Dubreton sonrió. ¡Por supuesto! ¿Y si Sharpe hubiera querido que pensaran que los británicos se iban? Sacó su lente, se apoyó en el hombro de un soldado y escrutó entre las oscuras saeteras.
Nada. Movió la lente hacia la derecha, las manos le resbalaban de manera que durante un segundo tan sólo vio la tierra recién removida de las tumbas cavadas frente a la muralla este y luego miró hacia la entrada de la torre. Nada. Parecía que la entrada estuviera bloqueada. Inclinó el telescopio y miró a las saeteras largas y oscuras que había por encima del arco, ¡y algo se movía! Sonrió, el centinela percibió la excitación del coronel y luego pasó. Tan sólo era una chova que alzaba el vuelo desde un edificio vacío, los pájaros retomaban sus dominios. Guardó la lente. El centinela lo miró.
—¿Hay alguien allí, señor?
—No. Está vacío.
En la estancia rectangular que había encima de la entrada Sharpe renegaba. El fusilero sacudió la cabeza.
—Lo siento, señor. Ésta se ha escapado.
—¡Pero no juegue con las malditas cestas!
—No, señor.
Harper y Daniel Hagman habían tardado dos horas en cazar con trampa los cinco pájaros de las rocas del convento. Sharpe quería haberlos guardado hasta que los franceses estuvieran mucho más cerca, cuando el enemigo viera claramente que los pájaros se elevaban desde las saeteras llegaría a la conclusión de que el edificio volvía a estar vacío. Ahora ese tonto de fusilero había abierto los bordes de la cesta para mirar el pájaro, y éste había salido disparado y había volado desesperadamente por la estancia antes de ver la luz del día y luego se había lanzado al valle. ¡Un pájaro echado a perder! Sharpe sólo tenía otro más, los tres restantes los tenía uno de los tenientes de Cross en la torre del homenaje.
Había sido una noche de mucho trabajo; Sharpe se había quitado un peso de encima cuando, a las cinco en punto, sir Augustus Farthingdale y Josefina descendieron en dirección oeste el desfiladero, con cuatro fusileros heridos leves como escolta y montados en los caballos del escuadrón de Gilliland. Una hora después, Sharpe había enviado a las mujeres y los niños hacia el oeste, los fusileros de Cross los habían llevado en manada hasta una milla desfiladero abajo y luego habían dejado que se las arreglaran solos. Casi cuatrocientos prisioneros permanecían en las mazmorras del castillo vigilados por otros fusileros levemente heridos. A los heridos los habían llevado en carro desde el convento al castillo, los habían subido a la gran estancia que daba al oeste, donde quedarían alejados del fuego de los cañones franceses. El médico, un hombre alto y frío, había dispuesto sus sondas, sierras y cuchillos en una mesa que se había traído desde la cocina.
Había tres compañías de fusileros en la atalaya, reforzaban a los setenta y nueve fusileros de Frederickson.
Harper se había ocupado de que los mejores capitanes estuvieran en la torre, hombres que pudieran luchar en la colina aislada sin esperar órdenes que tal vez no llegaran nunca. A los capitanes más débiles, dos de ellos, los había dejado en el convento, y con ellos estaba Harry Price con la vieja compañía de Sharpe y ocho de los fusileros de Cross. Unos ciento siete hombres defendían el convento, sin contar a los oficiales, exactamente la mitad de fusileros que estaban ahora agazapados en la ladera opuesta de la colina de la atalaya. Sharpe le había dado ventaja al convento. Patrick Harper estaba allí, y Sharpe había puesto a capitanes débiles en el interior del edificio para que al irlandés le resultara más fácil hacerse cargo de la defensa. Frederickson defendía la derecha de Sharpe y Harper su izquierda, y en el centro, el castillo. Sharpe tenía a cuarenta de los fusileros de Cross con otros doscientos treinta y cinco fusileros. El escuadrón de cohetes se había ido al sur, oculto sobre la cima, los hombres estaban nerviosos sobre las sillas de montar y con las extrañas lanzas en las manos.
—¿Señor? —Un abanderado llamaba abajo a Sharpe desde la escalera que subía hacia la torre de la entrada.
—¿Sí?
—Un hombre cabalga hacia la atalaya, señor.
Sharpe renegó en voz baja. Se había esforzado tanto en convencer al enemigo de que las posiciones estaban desiertas. Harper había conducido a un grupo de fusileros lejos de la atalaya, esperaban junto a la garita mientras una compañía había arriado los estandartes de forma más que visible y habían formado al exterior del castillo. Luego, todos ellos habían desaparecido bajo el borde del desfiladero antes de girar a la derecha y penetrar en el convento por el agujero que había abierto el cañón de Pot-au-Feu. El oficial, uno de los fusileros más inteligentes, había cabalgado hacia el sur y había llevado a su caballo arriba, por las empinadas laderas, para reunirse con los nerviosos hombres de Gilliland.
—¿Y señor?
—¿Sí?
—Un batallón viene hacia aquí. Por el camino, señor.
Eso estaba mejor. Era lo único que deseaba Sharpe, un único batallón para comprobar que los edificios estaban vacíos, un único batallón al que podría hacer picadillo antes del desayuno. Subió las escaleras y el abanderado le dejó paso. Se quedó bien atrás de la saetera y observó a los franceses que venían del oeste por el camino. Marchaban de forma informal, con los mosquetes al hombro, y algunos de ellos todavía llevaban el pan del desayuno en las manos.
Un capitán francés, relevado por su coronel, cabalgaba a la cabeza del batallón. Levantó la mirada a la torre del homenaje del castillo y vio que un pájaro alzaba el vuelo desde uno de los huecos de las piedras. Apareció un segundo pájaro, grande y negro, y se encaramó en las murallas para arreglarse. El capitán sonrió porque los edificios estaban vacíos.
Sharpe estaba de vuelta en la estancia en la que estaba el torno del rastrillo. Vio que el capitán ascendía tranquilamente por el camino, vio que la cara del hombre se dirigía hacia la saetera y le pareció que el hombre tenía que haberlo visto, pero los ojos del capitán miraron hacia arriba a las murallas.
—Ahora.
El fusilero que estaba agazapado bajo el lado derecho de la saetera, abrió el segundo cesto y la chova graznó con rabia, batió las alas con furia hacia la luz, consiguió pasar por entre las piedras y se elevó en el aire. El caballo, tan sólo unos pies por debajo de él, retrocedió y Sharpe oyó cómo el capitán lo calmaba.
El capitán acarició al caballo en el pescuezo, le dio unas palmaditas.
—¿Tienes miedo de un pájaro, eh?
El francés rió entre dientes, siguió dándole palmaditas y entonces los cascos del caballo resonaron con fuerza sobre las piedras del pasadizo que ascendía hasta el patio. Volvió a reír entre dientes al ver lo que alguien había escrito con tiza y letras grandes sobre la piedra del pasadizo: «Bonjour».
Los hombres que estaban en la estancia contenían la respiración.
El capitán penetró en el patio y vio que la lluvia había diluido y descolorido las manchas de sangre. A su derecha humeaban los restos de un fuego, frente a lo que parecía un establo largo y bajo. El caballo estaba intranquilo, sacudía la cabeza y se movía de lado a lado con pequeños pasos. Él intentó tranquilizarle con unas palmaditas.
Uno de los ayudantes de campo del general, un hombre al que le interesaban las edificaciones españolas, se había ido cabalgando por entre los espinos hasta la atalaya. Los espinos eran muy tupidos y el tortuoso camino estaba señalado con pelotitas de lana vieja y descolorida y con los restos de las ovejas que pastaban en esos altos pastos en verano. Ató su caballo a la rama de un espino, soltó un reniego en voz baja, pues una espina le arañó la mano, y sacó de sus alforjas un lápiz y un cuaderno. Sabía que las torres se habían construido contra los árabes, la atalaya estaba en buen estado. Fue caminando hacia ella, vio el cañón metido en el hoyo y también vio el clavo metido en el fogón. Le pareció raro que los británicos no hubieran cortado el clavo al mismo nivel de la recámara, pero lo habían dejado con las prisas. De todas maneras, el cañón era viejo, de un calibre que no utilizaban los franceses, así que no resultaba un gran trofeo.
Se volvió y observó al único batallón que marchaba en dirección al castillo y al convento, vio al capitán que cabalgaba bajo el arco y advirtió que algo más allá, en el pueblo, se formaban los otros dos batallones. Eran la nueva guarnición de la Entrada de Dios, los hombres que garantizarían que las tropas que marcharan a Vila Nova estarían a salvo detrás de ellos en caso de retirada. Distraídamente miró hacia la puerta de entrada a la torre y se le escapó un gritito de asombro. La puerta tenía un arco de medio punto y la decoraban motivos en zigzag, todo inequívocamente francés, y consideró que aquello era un buen presagio. Algún caballero o albañil francés debía haber supervisado la construcción de esta atalaya en tierra extraña. Por su parte, él esbozó el arco en su cuaderno y con toques expertos dibujó la decoración normanda, mientras a treinta yardas de distancia el dulce William lo observaba; guardaba en un bolsillo el parche del ojo y la dentadura.
Se acercó el general a caballo, colocó en su sitio la espada y se preparó para el día de marcha.
—¿Qué hace Pierre?
—Dibujando, señor.
—¡Dios mío! —exclamó divertido—. ¿Hay alguna construcción que no haya dibujado?
—Va a escribir un libro, señor —añadió otro ayudante de campo.
El general dejó escapar su extraña risa. El batallón se acercaba hacia el castillo. El general se colocó bien la cantimplora con vino, comprobó que la funda de cuero que llevaba en la perilla de la silla de montar contuviera el lápiz y el papel necesario para escribir los mensajes y luego le sonrió al ayudante de campo.
—Una vez conocí a un hombre que había escrito un libro —dijo rascándose la barbilla—. Le olía la boca.
El ayudante de campo se echó a reír con ganas.
Y la corneta sonó desde la garita.