Capítulo 6

—¡Así que no la vio!

—No, señor —respondió Sharpe incómodo.

Sir Augustus Farthingdale no había considerado oportuno ofrecerle una silla. Por la puerta entreabierta del salón de Farthingdale, una de las estancias de su residencia situada en la mejor zona de la ciudad, Sharpe vio que se estaba celebrando una cena. La cubertería de plata relucía sobre la vajilla de porcelana y dos criados permanecían con deferencia junto a una mesa auxiliar.

—Así que no la vio —gruñó Farthingdale poniendo de manifiesto que Sharpe había fracasado.

Sir Augustus Farthingdale no vestía uniforme; llevaba una chaqueta granate de terciopelo con las vueltas de encaje y unos ceñidos calzones de ante sobre las botas altas y bien cepilladas. Sobre el chaleco destacaba un fajín de seda azul decorado con una pesada estrella dorada. Probablemente se tratara de alguna orden portuguesa.

Se sentó al escritorio iluminado por cinco velas dispuestas en elegantes candelabros de plata y jugueteó con un abrecartas de mango largo. Su pelo sólo podía recibir un calificativo: plateado; cabello de plata que le caía desde la frente y que recogía detrás con un lazo negro pasado de moda que resaltaba más su cabello cano. Su rostro era delgado y alargado, en el que destacaban cierta petulancia en los labios y una mirada de enfado en los ojos. Sharpe pensó que aquella cara debía de ser bella, la cara de un hombre maduro y sofisticado, con dinero, inteligencia y un orgulloso deseo de usar ambas cualidades en provecho propio. Miró hacia el comedor.

—¡Agostino!

—¿Señor? —respondió un sirviente que Sharpe no había visto.

—¡Cierre la puerta!

Cerró la puerta de madera y el ruido de las voces se desvaneció. Los ojos de sir Augustus, hostiles, repasaron a Sharpe de arriba abajo. El fusilero acababa de llegar a Frenada y no había querido demorarse en arreglarse el uniforme ni en asearse, tras el viaje, el rostro y las manos. La voz de Farthingdale sonaba fría y precisa.

—El marqués de Wellington está profundamente preocupado, comandante Sharpe, profundamente.

Farthingdale quiso poner de manifiesto que él y Wellington eran muy amigos y que le estaba revelando un secreto de Estado a Sharpe. El abrecartas repiqueteaba sobre el escritorio de madera pulida.

—Mi esposa, comandante, tiene relaciones muy influyentes en la corte portuguesa. ¿Lo entiende?

—Sí, señor.

—El marqués de Wellington no quiere poner en peligro nuestras relaciones con el gobierno portugués.

—De acuerdo, señor.

Sharpe se contuvo de decir a sir Augustus Farthingdale que era un necio pomposo. Resultaba interesante que Wellington hubiera escrito, porque de haberla enviado hacia el norte con uno de los jóvenes oficiales de caballería, éste difícilmente hubiera podido recorrer sesenta millas en un día aunque hubiera cambiado a menudo de caballo. Así pues, Wellington debía de estar en Lisboa, pues era imposible que la noticia hubiera llegado a Cádiz con tiempo suficiente para que la respuesta ya estuviera de vuelta. Farthingdale se mostraba pomposo, porque hasta el mismo Sharpe sabía que la principal preocupación de Wellington no era el gobierno portugués sino el español. La historia de Adrados había corrido como la pólvora, se había alimentado de las sensibilidades del orgullo español, y el día de Año Nuevo el ejército inglés debía regresar a España. El ejército compraría los víveres a los españoles y utilizaría españoles para hacer el pan y llevar las mulas, proporcionarles forraje y refugio, y Pot-au-Feu y Hakeswill habían puesto en peligro esa colaboración. El veneno de Adrados debía presentarse como un pequeño paso hacia la victoria.

A pesar de todo, Sharpe intuía que él conocía a Wellington desde hacía más tiempo que Farthingdale y sabía que había algo más de Pot-au-Feu que fastidiaba profundamente al general. Wellington consideraba que la anarquía siempre constituía un simple grito de demagogia contra el orden, y el orden, pensaba, no era sólo una condición esencial, sino la virtud suprema. Pot-au-Feu había desafiado esa virtud y por ello debía ser destruido.

Dejó el abrecartas sobre un montón de papeles, quizá su próximo libro de Instrucciones prácticas para oficiales jóvenes, y cruzó las piernas con gran elegancia. Sir Augustus Farthingdale se alisó la borla de una bota.

—¿Y dice que no le han hecho daño? —preguntó con un atisbo de preocupación en la voz.

—Eso es lo que aseguró la señora Dubreton.

El reloj del vestíbulo dio las nueve. Sharpe supuso que la mayoría de los muebles de aquella residencia habían sido transportados exclusivamente para la visita de sir Augustus. Él y lady Farthingdale habían hecho un recorrido extraordinario por los cuarteles de invierno del ejército portugués antes de detenerse en Frenada, en su camino de regreso hacia el sur, para que lady Farthingdale pudiera visitar el santuario de Adrados y rezar por su madre, que se estaba muriendo. El fatídico día, Farthingdale prefirió ir de caza y dos jóvenes capitanes se habían ofrecido con entusiasmo a acompañar a su esposa hasta las colinas. Sharpe deseaba que sir Augustus le mostrara un retrato de su esposa pero, evidentemente, el coronel no lo consideró oportuno.

—He pensado, comandante, en dirigir el rescate de lady Farthingdale —dijo sir Augustus con entonación interrogativa, casi desafiante.

Sharpe no respondió.

El coronel se golpeó ligeramente los labios y luego observó la yema del dedo como si algo se le hubiera quedado pegado.

—Dígame, comandante, ¿un rescate es posible?

—Podría llevarse a cabo, señor.

—El marqués de Wellington —otra vez la pesada verborrea, el título completo de Wellington— desea que se lleve a cabo.

—Es preciso saber en qué edificio está, señor. Hay un castillo, un convento y todo un pueblo, señor.

—¿Lo sabemos?

—No, señor —Sharpe no quiso especular al respecto. Era mejor esperar a que viera a Nairn.

Una mirada hostil se clavó en Sharpe. La expresión de sir Augustus indicaba que Sharpe había fracasado totalmente. Dejó escapar un suspiro.

—Así que he perdido a mi esposa y quinientas guineas, por lo menos no ha perdido el reloj.

—Sí, señor. Claro, señor.

Sharpe desprendió la cadena del reloj con desgana. Nunca había tenido un reloj, de hecho nunca se había fiado de esos artilugios porque pensaba que un oficial que los necesitara para saber qué momento del día era no merecía llevar uniforme, pero ahora le parecía que poseer ese reloj, aunque prestado, le daba un cierto aire de éxito y posesión, algo propio de un comandante.

—Aquí lo tiene, señor.

Se lo devolvió a sir Arthur Farthingdale, y éste levantó la tapa, comprobó que las manecillas y el cristal estuvieran bien y luego abrió un cajón del escritorio y lo depositó dentro. A continuación juntó los dedos largos y finos.

—Gracias, comandante. Siento que esta experiencia haya resultado infructuosa. Sin duda, nos veremos en la reunión que ha convocado mañana el general Nairn en el cuartel. —Se puso en pie con movimientos precisos como los de un felino—. Buenas noches, comandante.

—Señor.

Cuando Sharpe llegó a su alojamiento le esperaba la orden de presentarse en el cuartel a la mañana siguiente. También encontró una botella de brandy, regalo de Nairn, junto a una carta escrita a mano que decía que si había llegado puntual, necesitaría el contenido de la botella. Sir Augustus no le había ofrecido ni un vaso de agua, mucho menos una copa de vino, y Sharpe compartió la botella con el teniente Harry Price y se desahogó explicándole lo que sentía por los civiles vestidos de terciopelo que se creían coroneles. Price sonreía con complicidad.

—Eso es lo que yo quiero, señor. Un abrigo de terciopelo, una esposa joven y que héroes como usted tengan que saludarme.

—A lo mejor lo consigue, Harry.

—A lo mejor todos los sueños se convierten en realidad, señor.

Price había cosido un parche en su casaca roja. Como la mayoría de los hombres del South Essex, llevaba una casaca roja; sólo Sharpe y los pocos fusileros que habían sobrevivido a la retirada de La Coruña y habían sido instruidos en la compañía ligera del South Essex seguían luciendo con orgullo las casacas verdes. ¡Casacas verdes! ¡Claro! ¡Malditas casacas verdes!

—¿Qué ocurre, señor? —Price sostenía la botella boca abajo esperando un milagro.

—Nada, Harry, nada. Es sólo una idea.

—Entonces, señor, que Dios nos ampare, señor.

Sharpe tenía una idea, había reflexionado sobre ella y por la mañana la expondría en el cuartel. De noche el cielo se había nublado y durante casi toda la mañana había estado cayendo una lluvia fina, y la mesa del vestíbulo anterior a la habitación donde esperaba Nairn estaba cubierta de abrigos, mantos, fundas de espada y sombreros mojados. Sharpe dejó lo suyo sobre el montón y apoyó el fusil en la pared, un ordenanza le prometió que lo vigilaría.

Nairn, Farthingdale, Sharpe y un teniente coronel al que no conocía asistían a la reunión. Esta vez, Nairn se había desprendido de su bata y llevaba las vueltas de color verde oscuro y los encajes dorados de uno de los regimientos de las Highlands. Sir Augustus iba impecable con el uniforme rojo, negro y dorado de los Dragones reales del príncipe y las espuelas doradas que rascaban en la alfombra. El teniente coronel era del cuerpo de fusileros, llevaba una casaca roja con vueltas blancas y saludó cordialmente a Sharpe con un movimiento de cabeza. Nairn hizo las presentaciones.

—Teniente coronel Kinney. Comandante Sharpe.

—A sus pies, Sharpe, es un honor. —Kinney era grande, con un rostro amplio y sonrisa fácil. Nairn lo miró y sonrió.

—Kinney es galés, Sharpe, así que no se fíe mucho de él. Kinney soltó una carcajada.

—Lleva así desde que mis hombres rescataron a su regimiento en Barossa.

Sir Augustus tosió intencionadamente en señal de protesta por las bromas celtas y Nairn le lanzó una mirada bajo sus enormes cejas.

—Por supuesto, sir Augustus, claro. ¡Sharpe, cuéntenos su historia!

Sharpe la contó y sólo le interrumpieron una vez. Nairn lo miró con incredulidad.

—¡Le quitó el corpiño! ¿La arrojó contra usted?

—Sí, señor.

—¿Y usted se lo abrochó?

—Sí, señor.

—¡Extraordinario! ¡Continúe!

Cuando Sharpe terminó, Nairn tenía una hoja de papel llena de anotaciones. Un rayo cayó sobre la tierra. La lluvia golpeaba suavemente contra los cristales de la ventana. En algún lugar de aquella ciudad, un sargento gritaba a sus hombres que formaran una columna de a cuatro en el centro de las filas. El general de división se reclinó.

—¿Y el francés, Sharpe? ¿Qué piensa hacer Dubreton?

—Quiere organizar un rescate, señor.

—¿De veras?

—Ellos han de recorrer el doble de camino que nosotros, señor.

Franceses e ingleses pasaban el invierno bastante alejados. Nairn gruñó.

—Tenemos que hacerlo nosotros primero. Un rescate, sacar a esas sabandijas de sus agujeros. —Agitó una hoja de papel—. Es lo que quiere el general y es lo que haremos. ¿Qué necesita para rescatar a esas mujeres, Sharpe?

—¡Señor! —dijo sir Augustus inclinándose hacia delante—, espero que me confíen la misión del rescate.

Nairn observó a sir Augustus y guardó silencio hasta que éste resultó incómodo. A continuación le respondió.

—Es muy noble por su parte, sir Augustus, dice mucho a su favor. Sin embargo, Sharpe ha estado allí, deje que nos cuente sus ideas primero, ¿de acuerdo?

Era el momento de contar la primera, que a la luz del día no parecía muy acertada pero iba a intentarlo.

—Podemos rescatarlas, señor, siempre que sepamos dónde se encuentran. Si lo sabemos, señor, sólo veo una manera. Tenemos que viajar de noche para poder acercarnos sin ser vistos, escondernos durante todo el día y atacar a la noche siguiente. Deberían hacerlo fusileros, señor.

—¡Fusileros! —exclamó Nairn mientras Kinney sonreía—. ¡Usted sólo piensa en fusileros! ¿Acaso cree que nadie más puede luchar en este ejército?

—Señor, allí vi muchos uniformes, pero no vi ni uno de fusilero. Eso significa que, la noche del ataque, todo el que no lleve uniforme verde es enemigo.

—Pero usted no vio a todos sus hombres —afirmó Nairn enojado.

—No, señor —admitió Sharpe, pero todos sabían que desertaban menos fusileros que miembros de cualquier otro regimiento.

Nairn dirigió la mirada al traje rojo, negro y dorado de sir Augustus.

—Bueno, pues, fusileros. ¿Y qué más?

Había algo más, pero resultaría inútil a menos que Sharpe supiera en qué edificio estaban las rehenes. Así lo explicó, y Nairn sonrió levemente y con malicia.

—Pero nosotros sabemos donde están.

—¿Lo sabemos? —dijo Sharpe sorprendido.

—Lo sabemos, lo sabemos —afirmó rápidamente Nairn sonriendo.

Kinney esperaba. Sir Augustus parecía estar irritado.

—Quizá quiera contárnoslo, señor.

—Es mi deber y un honor, sir Augustus.

Nairn cerró los ojos, se reclinó y alzó la mano derecha con gran dramatismo e inició en tono declamatorio:

—Línea tras línea mis ojos llorosos se desbordan, por una… no sé qué, no se qué más… desgracia: ¡Ahora enamorado! —Nairn había alzado la voz triunfante al llegar a la palabra «enamorado» y después bajó el tono a modo de conspiración y abrió los ojos—. … Ahora marchitándome en la flor de la vida, ¡perdido en la solitaria penumbra de un convento! —Nairn sonrió con gesto travieso—. Alexander Pope, de Eloísa y Abelardo. Es la triste historia de un hombre castrado en su juventud. Eso es lo que ocurre por un exceso de amor. Así que están en el convento. Inteligente muchachita, la esposa del francés.

Kinney se inclinó.

—¿Cuántos fusileros?

—¿Dos compañías, señor?

Kinney asintió.

—¿Podrán tomar el convento de noche?

—Sí, señor —asintió Sharpe.

—Así que necesitará ayuda por la mañana, ¿no?

—Sí, señor.

Kinney miró a Nairn.

—Es lo que dijimos, señor. Un pequeño grupo que entre y proteja a las mujeres y un batallón que llegue por la mañana para castigar a los hombres. Pero hay algo que me preocupa.

Nairn arqueó una ceja.

—¿Qué es?

—Puede que sean desertores, pero creo que podemos afirmar que no son tontos. Si usted entra de noche —dijo mirando a Sharpe y olvidando, o no haciendo caso de las preguntas de sir Augustus—, no cree que se esperarán algo así por la mañana. Habrá vigilantes, habrá un piquete de vigilancia. Es un riesgo, Sharpe, y aunque no me importe correr riesgos, puede que tengan tiempo suficiente para vengarse con las señoras.

Sir Augustus asintió, parecía que había cambiado de opinión acerca de la posibilidad de un rescate.

—Estoy de acuerdo con Kinney.

Nairn miró a Sharpe.

—¿Y bien, comandante?

—He pensado en ello, señor —respondió sonriendo, ésta había sido la segunda idea, la mejor—. Estaba pensando en ir en Sowan’s Nicht.

Nairn sonrió con cierta euforia. Automáticamente le corrigió la pronunciación a Sharpe.

—¡Sowan’s Nicht! ¡Me gusta la idea! ¡Sowan’s Nicht! ¡Los canallas estarán completamente borrachos!

Sowan’s Nicht, la expresión escocesa para Nochebuena, la noche en que todo soldado podía emborracharse. En Inglaterra era la noche en que se tomaba una bebida letal hecha con trigo sin cáscara, hervido en leche y condimentado con ron y yema de huevo, llamada «Frumenty», y que había que beber hasta quedar inconsciente. Nochebuena.

Kinney asintió sonriendo.

—Fuimos los primeros en caer en esa trampa, también podemos usarla.

Se refería a la Nochebuena de 1776, cuando George Washington pilló desprevenida a la guarnición de Trenton porque los defensores pensaban que no había guerra posible en Navidad. Kinney sacudió la cabeza.

—Pero…

—¿Pero? —preguntó Nairn.

El rostro de Kinney pareció ensombrecerse, se desvanecía la esperanza que tenía de contar la trampa que hizo Washington.

—Nochebuena, señor, el día que usted quiere que mis hombres ayuden al comandante Sharpe. Apenas faltan cinco días, señor. —Volvió a menear la cabeza—. ¡Puedo hacerlo! Puedo conseguir que mis hombres estén allí, pero no me gusta mucho ir con las manos vacías. Pensaba si sería posible una ración extra, y si los franceses la emprenden a empujones para introducirse en el lugar, me encantaría contar con una partida adicional de cartuchos.

Sharpe sabía que eso querría decir contar con hasta mil libras de carne seca y casi cuatro mil cartuchos. La expresión de Kinney mostraba cada vez mayor indecisión.

—No hay ni una mula, señor. Tardaremos más de una semana en traerlas desde donde pastan en invierno.

Casi todas las mulas, al igual que la caballería inglesa, pasaban el invierno en las fértiles tierras cercanas al mar.

Nairn se lamentó para sus adentros, mientras trazaba marcas sobre el papel.

—¿Podría llegar hasta allí sin mulas?

—Desde luego, señor. ¿Pero qué pasa si llegan los franceses?

—No irán allí para luchar con nosotros, ¿no es así? ¡Estarán allí para capturar a ese Pot-au-Feu!

Kinney asintió.

—¿Y qué harán si además se les presenta la ocasión de destruir a todo un batallón?

—Ya, ya, sí, sí. —Nairn se mostraba disgustado—. Creo que tiene razón. ¿Qué le parece la víspera de Año Nuevo, Sharpe?

Sharpe respondió con una sonrisa.

—Prefiero Nochebuena, señor. —Miró a Kinney—. ¿Servirían siete carretas tiradas por caballos y unos cuantos caballos de carga listos para partir?

—¿Si servirían? Santo Dios, claro que servirán. Será más que suficiente. Pero dígame cómo va a conseguir ese milagro.

Sharpe desvió la vista hacia Nairn.

—El batallón de cohetes, señor. Estoy seguro de que el príncipe regente estaría encantado si sirvieran en algún tipo de actividad bélica.

—¡Dios mío, Sharpe! —exclamó Nairn sonriendo—. ¡Hace dos semanas que lo ascendí a comandante y ahora pretende decirme lo que le gustaría a Su Alteza Real! —Miró a Kinney—. ¿Le parece bien la sugerencia del plenipotenciario del príncipe de Gales, coronel?

—Sí, señor.

Nairn sonrió con satisfacción mirando a sir Augustus Farthingdale.

—Parece que su esposa se encontrará sana y salva en sus brazos dentro de una semana, sir Augustus.

Sir Augustus vaciló, pero inclinó la cabeza.

—Sí, parece que sí, y se lo agradezco. Aunque me gustaría unirme a la fuerza de rescate, señor.

—¿Le gustaría, eh? —Nairn frunció el ceño sin acabar de entender aquella petición—. No es que quiera ofenderle con mis palabras, sir Augustus, en absoluto. ¡Pero no cree que es mejor dejar las hazañas para las mentes activas! ¡Nosotros, mentes pasivas, debemos esperar pacientes, escribir libros!

Sir Augustus le respondió con una sonrisa.

—¿Se refiere a mentes viejas, señor?

—¡Más viejas, más sabias y más pasivas! Además, ¿realmente le gusta tener que escalar una maldita colina en plena noche, esconderse durante todo un día y la noche siguiente soportar a tipos como Sharpe? Admiro su intención, sir Augustus, de veras, pero le suplico que reconsidere su petición.

El fino rostro rodeado por una hermosa mata de pelo bajó la vista hacia la mesa. Quizá, pensó Sharpe, estaba pensando en aquel día frío que sería la víspera de Navidad. Sharpe no quería que estuviera allí y se atrevió a susurrar un comentario que podría contribuir a que sir Augustus retirara la petición que Nairn difícilmente podría denegar.

—No llevaremos caballos, señor, ninguno.

Levantó la cabeza de golpe y respondió.

—¡Comandante, yo puedo marchar si tengo que hacerlo!

—Estoy seguro de ello, señor.

—Quien me preocupa es lady Farthingdale. Es una dama delicada, de buena familia. No me gustaría pensar que la tratan… —hizo una pausa—. Me gustaría ofrecerle mi protección, señor.

—¡Por Dios, sir Augustus! —atajó Nairn. Estaba sugiriendo que lady Farthingdale, después de sobrevivir a la captura de Pot-au-Feu, estaría en peligro en manos de los hombres de Sharpe. Nairn sacudió la cabeza—. Estará a salvo, sir Augustus, estará a salvo. Usted puede ir con Kinney a la mañana siguiente, ¿verdad Kinney?

El coronel galés no se mostró excesivamente complacido pero asintió.

—Sí, señor. Por supuesto, señor.

—¡Además, usted llegará al alba, sir Augustus!

Sir Augustus aceptó y se reclinó.

—Muy bien. Iré a caballo con los fusileros. —Miró con hostilidad a Sharpe—. ¿Puede asegurarme que tratarán a lady Farthingdale con respeto?

Sus palabras constituían un insulto ultrajante, pero Sharpe adivinó también los acusados celos que, muy posiblemente, un hombre mayor sentiría de su joven esposa. Decidió darle una respuesta adecuada.

—Por supuesto, señor. —Se volvió hacia Nairn y le soltó una pregunta—. ¿Tenemos a los fusileros, señor?

Nairn sonrió de nuevo con gesto travieso y le tendió una carta.

—El tercer párrafo empezando por abajo, comandante. Vienen de camino.

Sharpe leyó la carta y comprendió el gesto de Nairn. La carta la había dictado Wellington a su secretario militar, y el general daba sugerencias explícitas de cómo debían derrotar a Pot-au-Feu. El tercer párrafo empezaba: «Le aconsejo que sea el comandante Sharpe, en estos momentos sin ocupación, y creo que con dos compañías de fusileros podría llevar a cabo el rescate antes de que llegue el batallón de castigo. Con este fin, y creyendo que considerarán esta medida adecuada, he dado órdenes a dos compañías del 60.º para que se presenten en el cuartel general.»

Sharpe alzó la vista, miró a Nairn y sonrió ampliamente.

—Resulta interesante comprobar que hayamos llegado a las mismas conclusiones.

—Es evidente que sí, señor.

—Consuélese con la idea de que él no pensó en utilizar el escuadrón de cohetes. Sin embargo, el general ha pedido a los guerrilleros que nos ayuden. Cierta caballería irregular por las colinas nos facilitará las cosas.

Sharpe se preguntaba si Teresa recibiría el mensaje. Quizá podría verla por Navidad. Se sintió animado y complacido. Nairn cogió la carta y le dio la vuelta a la hoja. Estaba serio.

—Sin embargo, los guerrilleros no deben adjudicarse el éxito. Toda España cree que las tropas inglesas violaron a las mujeres de aquella ciudad y saquearon la iglesia. El nuevo sermón que se dará en las iglesias será que las tropas inglesas han vengado la masacre y que todo el mundo está a salvo bajo la protección de nuestra bandera.

Era evidente que parafraseaba la carta, después la dejó y sonrió a Sharpe.

—¿Les dijo a aquellos cabrones que tenían hasta Año Nuevo?

—Sí, señor.

—Bueno, pues rompa su promesa, comandante. Vaya y mátelos por Navidad.

—De acuerdo, señor.

Nairn miró por la ventana. Había parado de llover y el cielo se estaba despejando, mostrándose de nuevo azul. El escocés sonrió.

—Buena caza, señores. Buena caza.