Capítulo 8

Las horas pasaron con lentitud y Jabina empezó a sentirse soñolienta.

El movimiento del bote balanceado por las olas y el fuerte aire marino hacían que le costase trabajo mantener los ojos abiertos. Además, todo lo que tenía frente a su vista eran los barriles de madera.

Empezaron a dolerle las piernas. Estaba segura de que el duque estaba experimentando las mismas incomodidades, mientras la sostenían entre sus brazos.

Pero era imposible moverse y, después de algún tiempo, Jabina trató de no pensar y olvidarse del miedo; olvidarse de todo, excepto de que se encontraba muy cerca del duque, recostada en su pecho.

Trató de recordar cuánto tiempo llevaba cruzar el Canal. Había oído decir que, en un bote rápido se podía ir de Dover a Calais en tres horas.

Estaba segura, sin embargo, de que como la barca en que iban ahora estaba tan cargada, necesitarían mucho más tiempo.

Se quedó dormida y empezó a soñar. Se vio de nuevo en la salita de la posada, con el general encima de su cuerpo. Podía sentir su peso, oprimiéndola, y abrió los ojos para gritar.

El duque, con una extraordinaria percepción, debió advertir lo que estaba sucediendo, porque le cubrió la boca con una mano y Jabina despertó con un estremecimiento.

Sintió los tibios dedos masculinos contra sus labios helados, y comprendió que había evitado que revelara a gritos su presencia en el bote.

«Lo siento» —hubiera querido decir, pero sabía que no debía hablar. Se limitó a dirigir al duque una mirada suplicante. El retiró la mano al comprender que ya estaba despierta.

Jabina podía ver ahora el rostro del duque, aunque de un modo impreciso, a través de la suave luminosidad de la niebla matutina.

Empezaba a amanecer y en el cielo, que no podían ver, las estrellas debían estar apagándose ya. Pronto los primeros rayos del sol ahuyentarían las sombras de la noche.

«Gracias al cielo por la neblina» —pensó la joven comprendiendo que evitaría que fuesen vistos al acercarse a la costa de Inglaterra.

Tuvo la impresión de que el duque le estaba sonriendo, pero no podía estar segura. Mas sí supo con certeza que su brazo la oprimía un poco más, como si quisiera tranquilizarla. Y sus dedos, que antes le habían tapado la boca, acariciaron ahora su cara con gentileza, como si quisiera decirle que todo iba bien.

El rostro del duque estaba muy cerca del suyo y Jabina sintió el deseo repentino de besarle la mejilla. Pero temió que, como en otras ocasiones, él se pusiera rígido y en guardia si hacía una cosa así.

Aparecería en su rostro la misma expresión desdeñosa que cuando se enfureció con ella en la posada de Escocia y le aseguró que no tenía deseo alguno de casarse.

Jabina había esperado que, con el tiempo y la convivencia, él cambiase la opinión que tenía de ella, pero no parecía que hubiese sido así.

Si el duque se hubiera encariñado con ella, aunque sólo fuera un poco, ¿no se lo habría demostrado cuando compartieron la misma cama en Verdon?… ¿Y no la habría tomado en sus brazos y la habría besado para consolarla por la horrible experiencia que el general le había hecho pasar?

«Aun ahora —pensó—, a pesar de que sus brazos me rodean, no demuestra el menor interés real por mí».

Hubiera sido tan fácil para John besarle la frente, decirle sin palabras que sabía que estaba asustada, pero que él la protegería… «¡No soy nada para él! ¡Nada!», se dijo Jabina llena de tristeza. Levantó la vista, y sus ojos quisieron traspasar la neblina para ver con claridad el rostro que amaba.

En aquel instante se escuchó el ruido de un bote que se acercaba a ellos y una voz gritó:

—¡Alto en nombre de su majestad el rey Jorge III…! ¡Identifíquense!

Las palabras se escucharon con claridad a través de la niebla, y aun antes que terminaran de ser pronunciadas, se oyó un golpeteo de remos al otro lado del bote y una segunda voz gritó:

—¡Identifíquense en nombre de su majestad! Si no recibimos respuesta, abriremos fuego.

—¡Maldición! —exclamó uno de los contrabandistas—. ¡Estamos atrapados!

¡Esto significa la horca!

—¡Sí, estamos atrapados! —gimió otro.

Entonces, para asombro de Jabina, el duque se puso de pie, sujetándose a los barriles que tenía delante para mantener el equilibrio.

—Dejen esto en mis manos —gritó en medio de la neblina—. ¡Soy el duque de Warminster y he escapado de Francia! Necesitamos ayuda para poder desembarcar.

Hubo un momento de silencio antes que se escuchara una exclamación de asombro de todos.

El duque dijo entonces en voz baja a los contrabandistas:

—¡Tiren la carga por la borda! ¡Rápido!

Los contrabandistas debían estar tan asombrados por la presencia del duque como los encargados del guardacostas. Entonces se oyó una voz a través de la niebla:

—¡Déme su nombre de nuevo! ¿Dice que escapó de Francia?

—¡Sí! Conseguí la ayuda de estos hombres para que me trajeran a Inglaterra —dijo Su Señoría—. Como he dicho antes, soy el duque de Warminster y necesito su protección. Por favor, indíquenos dónde podemos desembarcar.

Los contrabandistas estaban muy ocupados arrojando las pacas de tabaco y los barriles de coñac al mar, procurando hacer el menor ruido posible. Algunos despejaban la proa y otros se dedicaron a la popa. Cuando al tirar los barriles de esta parte vieron a Jabina, se quedaron con la boca abierta.

—¡Pronto! —dijo el duque—. La niebla se está aclarando. No tardarán en vernos.

Los hombres redoblaron sus esfuerzos, mientras el bote se balanceaba peligrosamente a medida que los barriles eran arrojados al agua uno tras otro.

—Encontrarán el río Seaford hacia el noroeste —gritó una voz desde el guardacostas—. No vayan más hacia el norte o se estrellarán contra los acantilados. Estaremos siempre junto a ustedes, así que no traten de evadirnos.

No podían estar seguros, pensó Jabina, de que la respuesta del duque no hubiera sido una treta de los contrabandistas para evitar ser capturados.

Sin embargo, los hombres del guardacostas debieron de sentirse impresionados por el tono culto de su voz y por la autoridad con que hablaba.

—Vamos a obedecer sus instrucciones —contestó el duque y se instaló en la proa. Con el bote ya vacío de carga, los hombres volvieron a tomar los remos.

Los barriles de licor se hundieron con facilidad, pero las pacas de tabaco no habían desaparecido todavía.

Jabina vio que los contrabandistas las miraban con ojos temerosos. Las voluminosas pacas flotaban en la marea y algunas parecían dirigirse a la costa.

—Alejémonos de aquí lo más pronto posible —ordenó el duque en voz baja. Los hombres empezaron a remar con rapidez, haciendo girar la barca hacia el noroeste, como se les había indicado.

Ahora ya había suficiente luz para verles la cara y Jabina se estremeció al ver que era un grupo de verdaderos rufianes.

Estaba convencida de que si ella y el duque hubieran sido descubiertos antes de la llegada del guardacostas, les habrían tratado sin piedad y sin duda habrían perdido la vida a sus manos.

—¿Cómo lograron meterse en el bote sin que les viéramos? —preguntó uno de ellos al duque.

—¡Cuánto menos hablemos será mejor! —contestó Su Señoría—. Las voces son oídas fácilmente a través del agua. Déjenme hablar a mí y les prometo que les compensaré por haberme traído aquí, junto con la dama que viene conmigo.

—Si usted nos delata —dijo uno de los hombres—, nos colgarán …

—Dejen las cosas en mis manos —contestó el duque.

El hombre iba a responder, pero el jefe de la banda le ordenó que se callara. La neblina se había alzado y frente a ellos vieron un río bastante ancho, con pantanos más allá de los acantilados que se levantaban a ambos lados.

Los contrabandistas remaron hacia las aguas tranquilas del río, y apenas acababan de salir del mar, cuando aparecieron dos barcos guardacostas detrás de ellos.

Avanzaron un poco por el río y luego los remeros de proa saltaron a tierra para sujetar el bote, mientras los de popa, habían recogido los remos, y saltaban también al agua, que allí sólo cubría hasta media pierna.

El duque siguió su ejemplo y, levantando a Jabina en brazos, la llevó más allá de la orilla llena de barro para depositarla en un lugar donde había césped.

Una vez que la dejó segura, fue al encuentro del comandante del primer guardacostas, que había saltado a tierra.

—Le agradezco mucho su ayuda, oficial —dijo—. Y no sabe lo satisfecho que estoy de haber podido escapar de Francia.

—¿Es usted de veras el duque de Warminster? —preguntó el oficial.

—¡Lo soy! —aseveró el duque con una sonrisa—. Como supongo que ya sabe, Bonaparte ordenó el arresto y encarcelamiento de cuantos ingleses había en Francia.

—Sí, fuimos informados —contestó el oficial—, ¡y casi no podíamos creerlo!

—Puedo asegurarle que es completamente cierto. La señora y yo logramos escapar de París disfrazados y cuando llegamos a la costa, estos hombres fueron lo bastante generosos como para traernos a la patria.

Había una leve sonrisa en los labios del oficial al mirar a los contrabandistas, que permanecían de pie, visiblemente inquietos, junto a su bote.

No había la menor duda, pensó Jabina, de que el oficial se daba cuenta del verdadero motivo por el que hombres como aquéllos cruzaban el Canal. Tenían el aspecto de rufianes capaces de correr todos los riesgos con tal de lograr el contrabando que tan buenas ganancias les dejaba.

El oficial les miró y se volvió hacia el duque.

—Como su bote está vacío, Señoría —dijo—, no tengo pruebas, por supuesto, de que venían de la costa de Francia por otro motivo que no fuera el de hacer una obra de misericordia.

El duque sonrió a su vez.

—Me siento muy agradecido con ellos.

—¡Me lo imagino, Señoría! No creo que las prisiones francesas sean lugares muy cómodos que digamos.

El duque le tendió la mano y el oficial se la estrechó.

—Gracias y le suplico que se las dé en mi nombre al capitán del otro guardacostas. Les aseguro a ambos que haré llegar a oídos del Lord del Almirantazgo el servicio que me han prestado.

—Se lo agradecemos, Señoría —dijo el oficial.

El duque fue entonces adónde estaba el jefe de los contrabandistas.

—A ustedes, les puedo demostrar mi gratitud de una forma más práctica —dijo—. Traigo conmigo suficiente dinero para recompensar a cada uno de sus hombres con cinco libras. También les daré una orden de pago por otras cien libras, que pueden cobrar en cualquier Banco de los alrededores.

La expresión de asombro que reflejaban los rostros de los contrabandistas casi era risible.

—Es muy generoso por parte de Su Señoría —dijo el jefe—. No vamos a ocultarle que tirar la carga al mar nos ha causado grandes pérdidas.

—En otra ocasión pueden sorprenderles con las manos en la masa —advirtió el duque—. ¿No son demasiado fuertes los castigos como para que valga la pena correr el riesgo?

—Siempre hay posibilidad, Señoría, de lograr eludir a los guardacostas, y las ganancias son también muy fuertes.

El duque no quiso continuar discutiendo. Entregó el dinero prometido y escribió después la orden de pago, poniendo su firma en ella.

—Si tienen algún problema para cobrarla —dijo—, háganmelo saber. Está noche voy a hospedarme en Seaford Park. ¿Conocen ese sitio?

—¡Oh, sí, Señoría! Queda solo a tres kilómetros de aquí.

—Sí, ésa es la distancia que había calculado. Lo que no sé es cómo podremos llegar hasta allí.

—Puedo proporcionar dos ponis a milord —dijo el jefe—. No deben estar lejos, porque aquí es donde desembarcamos siempre.

—Sería una excelente solución —contestó el duque.

El jefe se volvió para dar instrucciones a los remeros.

Para entonces los dos barcos guardacostas habían vuelto al mar. En unos minutos más, se perderían de vista.

El jefe se dirigió hacia los pantanos que rodeaban aquel sitio.

Los remeros sacaron el bote del agua y recorrieron una corta distancia río arriba. Luego, para sorpresa de Jabina, desaparecieron. Sin duda, entre los arbustos y los promontorios de tierra que había a un lado del río debía haber un escondite que usaban con frecuencia. No tardaron en reaparecer, ya sin el bote, y se dispersaron aprisa.

Como todavía no había mucha luz, pronto se perdieron de vista. El duque se volvió hacia Jabina.

—¡Estamos en casa! —dijo con suavidad.

—¡Tenía tanto miedo de que nos descubrieran!… —suspiró ella.

—La suerte estaba de nuestra parte, y ahora sólo tenemos que recorrer una corta distancia para encontrarnos de nuevo con todas las comodidades de la civilización.

Jabina no pudo responder. Se sintió de pronto muy desventurada al ver que él parecía muy satisfecho de volver al mundo que conocía.

—Si te estás preguntando —continuó el duque al ver que ella no decía nada—, quién vive en Seaford Park, en este punto también estamos de suerte, porque pertenece a mi primo, Sir Geoffrey Minster. Es el representante de esta región en el Parlamento.

—Eso será muy agradable para ti entonces —dijo Jabina en voz baja.

—Dudo mucho que Sir Geoffrey esté aquí actualmente —contestó el duque—. Con la nueva declaración de guerra, el Parlamento debe haberse reunido y sin duda se habrá marchado a Londres. Supongo que su esposa estará con él. Pero estoy seguro de que ambos se alegrarán de que hagamos uso de su hospitalidad aunque se hallen ausentes.

Mientras el duque hablaba, aparecieron de súbito entre la niebla dos ponis conducidos por un muchacho, al que seguía el jefe de los contrabandistas.

—Aquí están, Señoría —le dijo al duque—. El chico les indicará el camino.

—Le estoy muy agradecido.

El duque puso algunas monedas de oro en la mano del hombre y luego levantó a Jabina para subirla a uno de los ponis. El montó en el otro.

Eran caballos pequeños, pero de pisada segura; el tipo de animal resistente que resulta muy útil para llevar cargas pesadas de contrabando a escondites secretos, desde donde los contrabandistas las transportaban a Londres posteriormente.

El muchacho no tomó las riendas, limitándose a caminar delante de ellos. Atravesó confiado la tierra pantanosa, hasta que llegaron a las verdes praderas de las tierras bajas de la región.

La neblina era irregular; por momentos les permitía ver el paisaje y un instante después les envolvía de nuevo.

Luego, cuando empezaban a ascender a un terreno más elevado, salió el sol y toda la belleza del paisaje de Sussex se extendió ante su vista.

Jabina se echó la capucha hacia atrás, porque la piel que rodeaba su cara le daba mucho calor. Tenía la impresión de que la señora Delmas se sentiría muy molesta por perder su costosa capa, pero aquello no significaría nada ante el hecho de haber perdido a su marido.

Jabina sintió compasión por ella, pero el recuerdo del general y la forma en que la había tratado, le hizo estremecerse.

«¡Merecía morir!», se dijo.

Era imposible hablar con el duque confidencialmente, pues el chico que iba a cargo de los ponis podía escucharles. Por ello, cabalgaron en silencio.

Cruzaron primero las llanuras cubiertas de hierba y después avanzaron por caminos angostos y tortuosos, con campos cultivados a uno y otro lado, hasta llegar a un sitio desde donde se divisaban los tejados de las casas y la torre de la iglesia de una aldea.

Pero, antes de llegar a ella, se encontraron ante una gran verja de hierro forjado.

El muchacho abrió la puerta y entró en la propiedad seguido por ellos. Avanzaron por una larga avenida de viejos robles que les condujo hasta la casa de Seaford Park, una hermosa construcción isabelina, cuyas ventanas brillaban a la luz del sol.

—¡Qué hermosa! —exclamó Jabina.

—¡Y tan cómoda como parece! —le aseguró el duque—. Pero luego la recorreremos. Sé que lo que más deseas en estos momentos es poder dormir.

—Todavía es muy temprano —dijo Jabina—. ¿Crees que habrá alguien despierto?

No necesitaba haberse preocupado.

Una doncella tocada con una cofia estaba fregando la escalinata y los miró, llena de sorpresa, cuando se detuvieron ante la puerta principal.

Apareció un lacayo en mangas de camisa, que enseguida se alejó corriendo para volver con un anciano, correctamente vestido, a quien el duque dijo:

—¡Buenos días, Bateman! Supongo que le sorprenderá verme llegar de esta forma, pero acabo de volver de Francia, donde la señora y yo estuvimos a punto de ser encarcelados.

—Su Señoría es muy bienvenido —dijo Bateman respetuosamente—. Lamento mucho que Sir Geoffrey y milady se fueran a Londres hace cuatro días.

—Me imaginé que así sería —contestó el duque—, pero estoy seguro de que, en su ausencia, usted nos atenderá, ¿no es así, Bateman?

—Por supuesto; con mucho gusto, milord.

—Lo que necesitamos por el momento es dormir —dijo el duque—. El bote de contrabandistas no era un lugar muy confortable que digamos.

—¿Un bote de contrabandistas, Señoría?

—Fue el único transporte que pudimos encontrar, Bateman —dijo el duque con una sonrisa—, y créame que nos alegró mucho dar con él.

—¡Me lo imagino, milord!

Bateman hizo una reverencia a Jabina.

—Si quiere acompañarme, señora, el ama de llaves, la señora Dangerfield, la atenderá de inmediato.

Jabina no sentía deseos de separarse del duque, pero no podía hacer otra cosa que seguir al mayordomo, quien la dejó al cuidado de un ama de llaves impresionante, que llegó aprisa por el corredor, todavía abotonándose el vestido y sin duda alguna agitada por haber sido llamada a hora tan temprana.

Condujo a Jabina a un amplio dormitorio, con una enorme cama de cuatro postes, muy de acuerdo con la época de la casa, y que hacía juego con un tocador del mismo estilo.

—¡Qué habitación tan bonita! —exclamó Jabina.

Luego, como se sentía completamente exhausta, permitió que el ama de llaves le ayudara a desnudarse.

Se puso un camisón prestado, que era mucho más bonito que cualquier cosa que ella hubiera poseído, subió a la cómoda cama y cerró los ojos. Oyó al ama de llaves moverse de un lado a otro de la habitación, corriendo las cortinas y lanzando exclamaciones de asombro al observar el desgarrado vestido. Pero estaba demasiado cansada para dar explicaciones o preocuparse siquiera de lo que la mujer pudiera pensar.

Casi antes de que el ama de llaves se hubiese marchado se quedó dormida. Despertó al oír ruido de pasos en la habitación. Por un momento, pensó que era desconsiderado molestarla así, mas al abrir los ojos, vio a dos doncellas que transportaban cubos de agua, preparando un baño frente a la chimenea, donde ardía un pequeño fuego. El ama de llaves se acercó a la cama.

—Milord ha sugerido, señora, que cene usted con él.

—¿Cenar? —exclamó Jabina—. ¿Es tan tarde ya? El ama de llaves sonrió.

—¡Ha dormido casi nueve horas, señora!

—¡Estaba tan cansada! —exclamó Jabina—, pero me gustaría mucho cenar con Su Señoría.

—Pensando en ello, señora, le hemos preparado un baño y después podemos seleccionar un vestido del guardarropa de milady, para que pueda bajar a cenar.

—Por supuesto que no puedo usar la ropa con la que crucé el Canal —dijo Jabina con una sonrisa—. Su Señoría y yo tuvimos que escapar disfrazados, como comprenderá. Yo era una femme de chambre…, la doncella de una dama.

—¡Es increíble! —exclamó la señora Dangerfield—. ¿Y milord?

—Era un ayuda de cámara. ¡Y muy eficiente, por cierto!

—No puedo imaginarme cómo resistieron esas penalidades —exclamó la señora Dangerfield—, pero es que no puede una esperar nada bueno de los extranjeros.

Había tanto desdén en su voz, que Jabina no pudo menos que echarse a reír. Poco después se metió en el baño caliente, perfumado con agua de rosas, y sintió que no sólo dejaba en el agua toda la suciedad y las incomodidades del viaje, sino el miedo que la había atormentado.

Sin embargo, sabía que, aunque ya estaba a salvo, de regreso en Inglaterra, una nueva amenaza se cernía sobre ella. Temía al futuro, y a lo que le esperaba cuando tuviera que dejar al duque.

«Tal ver Inglaterra —pensó desolada—, resulte tan peligrosa para mí como Francia».

Recordó lo sucedido cuando huyó del duque en la posada escocesa y el borracho le robó su dinero.

Todavía tenía en su poder las joyas de su madre y ello impediría que iniciara su nueva vida sin un centavo.

Pero, si había ladrones y asaltantes dispuestos siempre a robarla, ¿cuánto le duraría aquello?

Sintió, mientras se bañaba y se vestía, que mil preguntas para las que no encontraba respuesta asaltaban su mente.

La señora Dangerfield le trajo una camisa de seda, fina como tela de araña, bordada y adornada de forma exquisita con encajes.

Luego abrió las puertas de un enorme armario que se encontraba en un extremo de la habitación y que reveló una extensa colección de vestidos, todos de bellísimos colores, que parecían formar un arco iris completo.

—Me temo que su cintura es un poco más estrecha que la de milady —dijo la señora Dangerfield—, pero puedo con facilidad arreglar el talle del traje que usted elija y, una vez que tenga sus medidas, dispondré otro para que se lo ponga mañana.

—Espero que a milady no le disguste lo que estamos haciendo —dijo Jabina preocupada.

—¡Oh, no! Milady se sentirá feliz de poder ayudar en lo que sea, señora. Estoy segura de que ella y Sir Geoffrey estarán deseosos de escuchar las aventuras de usted y el señor duque.

La señora Dangerfield emitió un ligero gruñido y añadió:

—Es la única cosa buena que he oído acerca de los contrabandistas. Son una amenaza y nos han dado una fama terrible.

Jabina hubiera querido reír de la indignación de la señora Dangerfield, pero comprendió que el hecho de vivir cerca del lugar donde los contrabandistas realizaban sus nefastas actividades debía ser muy desagradable.

—No hubiésemos podido volver sin no hubiese sido por ellos —se limitó a decir.

—Entonces, debemos estarles agradecidos —contestó la señora Dangerfield—. Y ahora, dígame, ¿de qué color quiere vestirse para cenar esta noche?

Era muy difícil hacer una elección entre tantos vestidos hermosos.

Jabina notó con interés que, aunque la nueva moda que había descubierto en París no había llegado a Escocia, los vestidos de Lady Minster eran todos de cintura alta y casi tan transparentes como los que usaban las damas francesas.

Le partía el corazón pensar que nunca volvería a usar el hermoso vestido de gasa e hilos de plata con el que había bailado con el duque. Por ello, escogió uno blanco que le recordaba el que había dejado en París.

El vestido de Lady Minster era casi tan atractivo como aquél.

Estaba todo bordado, incluso las cintas que rodeaban el talle, con pequeños racimos de perlas.

Las mangas, pequeñísimas, eran del mismo encaje que orlaba el bajo con tres volantes.

—Le favorece mucho, señora —dijo el ama de llaves, que había achicado la cintura del vestido cuando menos cinco centímetros.

Arregló el cabello de Jabina casi con tanta habilidad como la peinadora francesa.

—¡Qué lista es usted!… Está totalmente al corriente de lo que se estila en París —exclamó Jabina.

—No estamos tan atrasadas en Inglaterra como usted supone —contestó la señora Dangerfield con un leve tono de reproche—. En realidad, yo siempre he creído que son las damas de la alta sociedad inglesa las que crean la moda, y no la esposa de ese monstruo asesino.

Jabina sabía muy bien que a Bonaparte se le describía como a un ogro sediento de sangre.

Contuvo el deseo de decir que Francia le había parecido un país muy refinado y civilizado, porque sabía que la señora Dangerfield no lo entendería.

«La gente cree lo que quiere creer» —se dijo, y en el mismo instante sus pensamientos volvieron al duque.

¡El quería creer en la austeridad!. Deseaba una vida tranquila, exenta de problemas …

El vizconde había dicho que aquélla era su oportunidad de ayudarle, pero ella había fallado.

Lo comprendió al darse cuenta, a su llegada, de que no la presentaba como esposa, que hubiera sido lo natural, sino como a una simple compañera de viaje.

Había sido la duquesa de Warminster en Escocia; su hermana, Lady Jabina Minster, en el yate y en Francia; su esposa de nuevo, como Marie Boucher. Pero ahora, era sólo una «señora» anónima: nadie de importancia.

Jabina se sintió llena de tristeza, pensando que el destino la trataba con excesiva crueldad.

No había tenido, en realidad, oportunidad de hacerse amar por él, como el vizconde le sugirió. Tal vez si se hubieran quedado en París, lo habría logrado …

Pensó en todas las cosas que hubiera querido hacer, ver y aprender. El duque había disfrutado aquel día que pasaron en Chantilly, cuando le mostró el jardín del príncipe y los tesoros guardados en la abadía de los benedictinos. Estaba segura de que le habría encantado explicarle los cuadros que había en el Louvre, los tesoros del Tívoli y la belleza esotérica de Notre Dame.

Pero Jabina, por encima de todo, deseaba volver a bailar con él. Recordó lo bien que bailaba y cómo parecía haber una nueva luz en sus ojos mientras se deslizaban a los acordes del vals que tocaba la ruidosa orquesta, bajo los farolillos del «jardín danzante».

Parecía mucho más joven en aquellos momentos y entonces había sido lo bastante tonta como para arruinar la velada mintiéndole acerca de los franceses que, según ella, habían tratado de besarla.

Se daba cuenta de que el duque detestaba que ella exagerara, mas lo había hecho sólo porque le dolía su indiferencia. Pero con ello solo había conseguido disgustarle.

«Debo ser muy cuidadosa esta noche» —se dijo.

Cuando por fin estuvo lista, echó una última mirada en el espejo y advirtió lo diferente que se la veía de la muchacha mal vestida que el duque había conocido en Escocia.

¿No apreciaría él que ahora fuera más dueña de sí misma, más refinada y, según esperaba, más atractiva?

La respuesta que se dio a sí misma no fue muy alentadora. Con lentitud descendió la escalera, tallada en roble, y cruzó el vestíbulo, cuyos muros estaban cubiertos de paneles isabelinos.

Un lacayo abrió la puerta y Jabina entró en un hermoso salón con altos ventanales que se abrían al jardín.

Los muros estaban llenos de cuadros y los candelabros, con numerosas velas encendidas, iluminaban los muebles de madera tallada y dorada, tapizados en un pálido azul turquesa.

Pero Jabina sólo tenía ojos para el duque, que se encontraba de pie en el extremo del salón, apoyado en la repisa de la chimenea.

Se volvió al oírla entrar y, una vez más, le vio como le había visto en París aquella memorable velada. La ropa que había tomado prestada de su primo le hacía parecer tan elegante y tan a la moda como entonces. La blancura inmaculada de la corbata y el alto cuello, destacaba su piel bronceada por el sol y los vientos marinos. El satén azul de la chaqueta acentuaba el color de sus ojos y los pantalones color champán se le ajustaban a la perfección.

—¡Oh, cómo deseaba verte otra vez vestido así! —exclamó Jabina sin poder contenerse.

El duque sonrió y, cogiendo su mano, se la llevó a los labios.

—¿Puedo yo felicitarte también por tu cambio de aspecto? —preguntó.

—Tus primos han sido muy generosos aun estando ausentes —repuso ella sonriendo.

—Como lo habrían sido de hallarse aquí. ¿Has descansado bien?

—¡He dormido casi nueve horas! —confesó Jabina.

—Yo también he dormido bien y ahora estoy tan hambriento que podría comer cualquier cosa y en cualquier parte. ¡Pero me alegro de que no tengamos que preparar la comida ni servirla!

Jabina se echó a reír, pero antes que pudiera contestar, Bateman anunció que la cena estaba dispuesta.

La comida fue deliciosa y el duque probó todo cuanto le ofrecieron.

Jabina, por el contrario, después de comer un poco, observó que la inquietud que sentía y el placer de estar a solas con el duque, le quitaban el apetito.

Era difícil hablar con él de temas personales mientras los sirvientes permanecían en el comedor.

El duque, durante la cena, le habló a Jabina del peligro que significaban los contrabandistas que llevaban oro a Napoleón y se refirió a la existencia de bandas tan feroces, que hasta los habitantes de las aldeas y los guardacostas les temían. También le explicó las medidas que el gobierno tendría que tomar para suprimir un comercio que perjudicaba a la economía del país.

Jabina escuchó con gran atención. A pesar de ello, no podía dejar de preguntarse si aquélla sería la última comida que compartieran juntos y qué decidiría hacer él al día siguiente.

Después del postre, Bateman le sirvió una copa de Oporto al duque.

—¿Quieres que te deje solo? —preguntó Jabina con inquietud—. Sé que eso es lo acostumbrado.

—Tengo una solución mejor —dijo el duque con una sonrisa—. Haré que me lleven el Oporto al salón, donde podamos sentarnos a conversar.

—Yo mismo lo llevaré, Señoría —dijo Bateman solícitamente.

Colocó la botella y la copa en una bandeja de plata y les siguió por el pasillo hasta el salón.

Las cortinas habían sido corridas mientras ellos cenaban, a excepción de las de una ventana que daba a la terraza.

Del jardín llegaba un aroma a rosas y las estrellas empezaban a brillar en el cielo. Jabina recordó que las estrellas, la noche anterior, habían iluminado su camino a lo largo del río, hasta que encontraron el bote de los contrabandistas.

Bateman entregó al duque la copa de Oporto, puso la botella en una mesita lateral y salió del salón, cerrando la puerta tras él.

El duque, que estaba de pie, de espaldas a la chimenea, miró a Jabina, pero ella no pudo sostener su mirada.

—Ahora creo que debemos hablar sobre nosotros —dijo él con voz suave—. ¡Sí… debemos hacerlo! —contestó Jabina, pero como no podía soportar lo que él iba a decirle, se dirigió hacia la ventana abierta para mirar en dirección al jardín, que estaba ya a oscuras.

Tenía la impresión de que había llegado el fin; el momento que había estado temiendo desde que el duque la salvó del ladrón borracho y la tomó bajo su protección.

Era como si una pesada piedra hubiera sido colocada sobre su pecho, mientras esperaba, sabiendo que lo que él le diría era algo peor que una sentencia de muerte, pues destruiría para siempre su felicidad.

Sintió el loco impulso de echar a correr. No quería escuchar lo que él tenía que decirle, sino lanzarse a la oscuridad de la noche y desaparecer …

—Estoy esperando para hablar contigo, Jabina —dijo el duque—, pero es difícil sostener una conversación con alguien que nos da la espalda.

Como si sus palabras la hubieran despertado de un sueño, Jabina se volvió a mirarle. El estaba de pie junto a la chimenea, elegante y varonil, extraordinariamente apuesto. Jabina, sin pensarlo dos veces corrió hacia él y exclamó impetuosa:

—¡Por favor, John, no me alejes de ti!… ¡Déjame quedarme contigo! ¡No te molestaré! ¡Nadie sabrá quien soy! Puedo ser una doncella o algo parecido…, lo que tú quieras, ¡pero déjame permanecer a tu lado!

Vio en los ojos del duque una expresión que no pudo comprender. Temiendo que él fuera a rechazar su ofrecimiento, se volvió para ocultar las lágrimas que asomaban a sus ojos y se acercó de nuevo a la ventana.

Se quedó de pie, luchando contra la tempestad que bullía en su interior, y que estaba a punto de hacerle arrojarse a los pies del duque, sollozando sin freno.

Entonces oyó su voz a sus espaldas y se dio cuenta de que se le había acercado.

—¡Mi pequeña, ridícula, impetuosa y adorable esposa! —dijo el duque con un tono que ella no le había escuchado antes—. ¿De verdad crees que serías una buena doncella?

La hizo volverse hacia él, y mientras Jabina trataba de verle a través de las lágrimas que inundaban sus ojos, la estrechó con fuerza entre sus brazos, oprimiéndola con tanta fuerza que casi no la dejaba respirar. Un momento después, la besaba en los labios.

Por un momento al sentir la dura presión de la boca masculina, Jabina se quedó inmóvil a causa de la sorpresa. Luego, una inefable locura se apoderó de todo su ser. Todo su cuerpo parecía derretirse entre los brazos del hombre que amaba.

Cuando él levantó la cabeza, Jabina sólo acertó a tartamudear de forma incoherente:

—No sabía que podías… besar… así.

—¡Pero puedo hacerlo! —contestó el duque y comenzó a besarla de nuevo, exigente, posesiva, apasionadamente.

Entonces el mundo pareció girar en torno a Jabina.

«El vizconde tenía razón —pensó—. El fuego sólo estaba sofocado, pero ahora ha vuelto a encenderse y a elevar sus llamas».

Los besos del duque se convirtieron en una especie de milagro, haciendo que Jabina se olvidara por completo de sí misma. Se convirtió en parte de él y él de ella. Y los dos eran uno solo.

* * *

Abajo, las campanadas del reloj de pie del vestíbulo indicaron que eran las dos de la mañana. En la amplia y cómoda cama, una voz suave preguntó:

—¿Cuándo te diste cuenta por primera vez de que me amabas? El duque oprimió a Jabina contra su pecho.

—Me enamoré de un pie pequeño y frío, y de una lágrima que cayó en mi mano cuando trataba de calentarlo.

—¡De mi pie! —exclamó Jabina—. ¡Yo esperaba que dijeras que te habías enamorado de mi cara bonita!

El duque se echó a reír.

—Tu carita no es realmente bella… pero sí pícara y completamente irresistible, amor mío.

—¡O-o-oh! —exclamó Jabina—. ¡Dímelo otra vez! ¡Nunca pensé que fueras capaz de decirme cosas tan maravillosas!

—Te amo… ¡Oh, mi precioso, mi pequeño amor, te adoro!

Jabina, emocionada por el tono profundo de su voz, sintió que una oleada de fuego recorría todo su cuerpo.

—Yo te amo… también —murmuró.

—¿No soy demasiado viejo?

—No. ¡Eres exactamente de la edad adecuada!

—¿No soy estirado y aburrido?

—Eres el hombre más emocionante, con mayor espíritu aventurero que hay en todo el mundo.

Jabina lanzó un profundo suspiro de felicidad.

—Cuando pienso que… mataste a un hombre por mí… casi no puedo creerlo.

—Sólo espero no tener que volver a hacerlo —contestó el duque—. ¡Voy a ser un marido muy celoso, mi niña traviesa!

—Pero yo voy a ser una esposa buena, perfecta, tal como tú quieres que sea —protestó Jabina.

El duque la miró divertido.

—¡Lo dudo mucho! Sin embargo, haré que te comportes bien, porque tenemos muchas cosas que hacer juntos.

—¿Qué tipo de cosas?

—Hay un puesto para mí en el Parlamento y creo que puedo ser también de utilidad en el Ministerio de la Guerra. Además, debemos cumplir nuestra promesa.

—¿Qué promesa?

—Ayudar a los realistas franceses. Creo que tenemos esa deuda.

—¡Por supuesto! ¿Crees que podremos ayudarles de verdad?

—Podemos intentarlo —contestó el duque—, y ambos debemos luchar, con todas nuestras fuerzas, para librar al mundo de Bonaparte.

—¡Todo es tan emocionante!… —murmuró Jabina—. ¡Tenía tanto miedo de que me alejaras de tu lado! …

—Y yo temía que quisieras dejarme.

—¿Cómo pudiste imaginar tal cosa? Yo quería estar contigo todos los segundos de mi vida, en cuanto me di cuenta de que te amaba. Resultaba una agonía para mí pensar que no te importaba nada.

—Nunca volveremos a estar inseguros el uno del otro —dijo el duque, estrechando contra su pecho el cuerpo de Jabina.

—Dime de nuevo que me amas —pidió, adoptando un tono autoritario.

—Te amo loca, desesperadamente… con todo lo mejor que hay en mí. El besó su frente, sus ojos y la punta de su naricilla.

—¿Has amado a alguien más que a mí? —preguntó Jabina.

—¡Ahora sé que nunca había amado a nadie antes! Tú te has metido en mi corazón y no voy a poder librarme jamás de ti.

Sus manos la estaban acariciando y ella empezó a respirar agitadamente, entreabiertos los labios.

—Me excitas mucho… —murmuró.

—Quiero excitarte.

—¡Es… maravilloso! Sí, ahora sé lo maravilloso que es cuando dos personas… están en la cama juntas… y se aman.

—Te dije que era agradable.

—¿Agradable? —exclamó Jabina con expresión incrédula—. ¡Es algo divino…! Es como volar a la luna y coger todas las estrellas con las manos. —Cambió de expresión repentinamente y preguntó con humildad—: ¿Estoy exagerando?

—No, preciosa mía, lo describes perfectamente —contestó el duque. A continuación sus labios se apoderaron nuevamente de los de ella y el fuego volvió a surgir en ambos.

El milagro del amor se repetía.

FIN