Capítulo 3

El duque no contestó. Luchaba por controlar su ira. Nunca, en toda su vida, se había sentido tan capaz de golpear a alguien o de lanzar juramentos desenfrenados.

No podía creer que fuera verdad que él, que había decidido de manera irrevocable no casarse jamás, se encontrara de pronto unido en matrimonio a una muchacha de la que sabía muy poco y a la que consideraba completamente irritante.

Un acceso de rabia impotente le hizo ver todo rojo a su alrededor. Estuvo a punto de tomar a Jabina por los hombros y sacudirla hasta que le castañetearan los dientes. Pero luego, echando mano de la lógica con que trataba de controlar todos sus actos, comprendió que no lograría nada con ello.

Lo que había sucedido no podía cambiarse por el momento, y aunque esperaba encontrar alguna escapatoria legal, no podía pensar en otra cosa excepto en el hecho de que su esposa, la duquesa de Warminster, estaba sentada a su lado. Su expresión era tan feroz y tan sombría, que Jabina guardó silencio, impresionada. No estaba acostumbrada a tratar con personas tan temperamentales. Su padre era un hombre agrio y seco, que después que murió su esposa, se había comunicado con ella sólo a base de monosílabos.

Jabina había evitado dejarse vencer y deprimir gracias a su entusiasmo innato y a su fértil imaginación, cualidades que le habían ayudado a sobrellevar la soledad de su vida.

La casa de su padre se encontraba en el centro de sus propiedades y el pueblo más cercano estaba a cinco kilómetros.

Con sólo viejos sirvientes con quienes hablar, Jabina, hambrienta de contacto humano, encontraba consuelo en un mundo poblado por sus propias fantasías. Como ansiaba emociones, hacía de todas las cosas una aventura.

Cuando salía a cabalgar, se imaginaba a sí misma como uno de sus antepasados, que marchaba a la batalla contra los ingleses. Otras veces, cuando volvía a casa, era la hija de un jefe escocés que huía de los vikingos que querían secuestrarla y llevarla allende los mares como prisionera.

Cuando no estaba estudiando, pues su padre había insistido en que recibiera una buena educación, se dedicaba a leer y, desde luego, los libros que más la emocionaban eran las novelas románticas. Se identificaba con las heroínas y vivía sus aventuras; suspiraba y derramaba lágrimas con ellas. Y si, como sucedía con frecuencia, la heroína moría con el corazón destrozado, Jabina sentía que su existencia misma había concluido.

Vivía una vida ficticia y, de haberlo sabido, el duque había comprendido el motivo de las habituales exageraciones de Jabina y su pasión por todo lo dramático.

Pero nada de lo experimentado a través de los azares padecidos por las heroínas de ficción, la preparó para verse sentada en un carruaje trepidante, junto a un hombre a punto de estallar de cólera.

Hubiera querido explicarle que, desde luego, se había olvidado por completo de que el matrimonio por declaración era una forma legal, de casamiento en Escocia.

Había oído hablar sobre ello, pero cuando dijo, en respuesta a la pregunta de Lady McCairn, que el duque era su esposo, no pretendía que aquello fuera otra cosa que una farsa pasajera; una mentira mediante la cual ganar tiempo para escapar de una desagradable situación.

La única experiencia que había tenido Jabina con los hombres, o con la sociedad en general, tuvo lugar el año anterior, cuando tres meses después de cumplir los diecisiete años, su padre la llevó a Edimburgo para la temporada social. Allí, como debutante, había sido invitada a bailes y reuniones y en aquella ocasión descubrió que los hombres la encontraban atractiva, pero los jóvenes que conoció le parecieron torpes y poco refinados. Además estuvo, durante toda aquella temporada, acompañada de personas de respeto y vigilada día y noche. ¡Su padre había tenido buen cuidado de ello!

Sin embargo, cuando volvió a casa, había adquirido mayor confianza en sí misma. Había aprendido que, más allá del mundo solitario y aburrido en el que ella vivía, existía otro pletórico de emociones …

Luego, como una bomba, llegó la proposición de Lord Dornach. Ella casi no se había percatado de la existencia de aquel hombre. Era amigo de su padre, al que acompañaba en las cacerías y solía visitarles cuando iba camino de Edimburgo o a ver a otros amigos en las cercanías.

A Jabina le parecía un hombre aburrido y de carácter casi tan agrio como su padre. Cuando un día Sir Bruce le ordenó que fuera a su estudio después que Lord Dornach se hubo marchado, ella obedeció sin imaginar lo que le esperaba.

—Tengo algo de gran importancia que decirte, Jabina —había dicho su padre después de aclararse la garganta.

—Sí, papá. ¿Qué es?

—Lord Dornach me ha pedido tu mano en matrimonio y yo se la he concedido en tu nombre.

Por un momento, Jabina pensó que no podía haber escuchado bien, o que su padre le estaba gastando una broma cruel. Luego, cuando el impacto de lo que él había dicho golpeó con fuerza su mente, lanzó una exclamación de horror.

—¿Casarme con Lord Dornach, papá? ¡Jamás en mi vida!

—No intento discutir contigo, Jabina —contestó su padre—. He prestado seria consideración al asunto y creo que su señoría es exactamente el hombre que te conviene para marido. Me alegrará mucho saber que estás en manos tan seguras.

—Pero es viejo, papá… demasiado viejo para casarse con alguien de mi edad…

—Eso es cuestión de opinión. Eres muy voluble, Jabina, y te repito lo que te he dicho siempre, demasiado impetuosa. Necesitas un hombre mayor para protegerte.

—¡Yo no quiero protección! —dijo Jabina casi gritando—. ¡Yo quiero casarme con alguien a quien ame! Alguien con quien pueda divertirme.

—¡No hay nada más que decir, Jabina! Lord Dornach vendrá a visitarte mañana, le recibirás con amabilidad y confirmarás mi decisión de convertirte en su esposa.

—¡No lo haré! ¡No me casaré con él! —gritó Jabina, golpeando el suelo con el pie.

—No me hables de esa manera —dijo Sir Bruce en tono helado—. Ve a tu cuarto, Jabina, y quédate allí hasta que te sientas en mejor estado de ánimo. Eres una jovencita en extremo afortunada y no hay nada más que discutir.

—No me casaré, papá —dijo Jabina con los dientes apretados.

—¡Harás lo que yo te ordene! —contestó Sir Bruce—. Soy tu padre y me debes obediencia.

Sir Bruce salió de la habitación cerrando la puerta tras él, y Jabina se dejó caer, temblando, frente a la chimenea en la que ardía un buen fuego.

Le tenía miedo a su padre. Siempre se lo tuvo. Y, desde la muerte de su madre, él se había vuelto aún más inflexible. Sospechaba, por la inflexión de su voz y la determinación de su mirada que, a pesar de la oposición que ella demostrara, terminaría por llevarla al altar para casarla con Lord Dornach.

¿Cómo podría soportar una cosa así? ¿Cómo podría tolerar, no sólo a aquel hombre, a quien detestaba, sino la vida que tendría que llevar como su esposa?

Conocía el castillo Dornach. Era un edificio de piedra, frío e imponente, con muros de un metro de espesor y habitaciones sombrías y oscuras, apenas un poco mejores que los calabozos que había en los sótanos.

Se imaginó a Lord Dornach acariciándola y se sintió invadida por un miedo que jamás había experimentado. El era tan sombrío y temible como su castillo. Tenía la impresión de que, una vez que se viera encerrada en aquel lúgubre lugar, lanzaría gritos de pavor que nadie escucharía.

—¡No puedo casarme con él… no puedo! —murmuró para sí misma.

Sin embargo, al día siguiente, cuando Lord Dornach fue a visitarla, no pudo desafiarle como deseaba. Con su padre delante, se había limitado a permanecer de pie, bajó los ojos, sintiendo que Lord Dornach deslizaba un anillo de brillantes en su dedo. Había pertenecido a la madre del caballero y Jabino no pudo menos que notar que necesitaba limpiarse y que la montura era pesada y bastante fea.

—Estoy seguro de que seremos muy felices —había dicho Lord Dornach con aire solemne.

—Mi hija es muy tímida —dijo Sir Bruce al ver que Jabina no contestaba—. No es de sorprender, considerando el honor que su señoría le ha conferido.

Lord Dornach miró el pálido rostro de Jabina y, por un momento, ella pensó en suplicarle que la liberase de la obligación de convertirse en su mujer. Pero cierto instinto, recién adquirido con respecto a los hombres, le reveló que Lord Dornach no accedería a sus ruegos.

No era nada que él hubiera dicho. Fue solo cierto brillo que advirtió en el fondo de sus ojos y que la asustó más que si la hubiera tomado en sus brazos.

Comprendió desolada que, aunque ella nunca le había prestado la menor atención, Lord Dornach sí se había fijado en ella.

No podía equivocarse respecto al sentimiento que a él le inspiraba. En Edimburgo había empezado a notar ciertas reacciones, cuando los hombres le tomaban la mano demasiado tiempo, o se le acercaban excesivamente al hablarle.

Le había costado algún tiempo poner su plan en acción. Primero había pensado simplemente marcharse de casa y dirigirse a Edimburgo, donde intentaría que alguna de las muchachas con las que había trabado amistad durante la temporada anterior le diera alojamiento. Mas comprendió que su padre la haría regresar y que la situación empeoraría: él la mantendría celosamente vigilada hasta el día en que la condujese a la iglesia para casarla con Lord Dornach.

Fue entonces cuando recordó a su tía, la hermana de su madre, a quien había amado tanto cuando era niña. Vivía en Niza, ¡un refugio seguro en el que su padre no la encontraría jamás!

Tenía la impresión, aunque no podía estar segura, de que su padre no conocía la dirección de su tía. Ésta no se había comunicado con él desde la muerte de su hermana, pero solía escribir a Jabina por su cumpleaños y también en Navidad. Además algunas veces, antes que la guerra lo impidiese, llegaban regalos de Francia que emocionaban mucho a Jabina.

«Tía Elspeth comprenderá, se dijo, que no puedo casarme con un hombre como Lord Dornach, a pesar de lo rico e importante que pueda ser».

Tenía la impresión de que, una vez que llegara al lado de su tía, podría encontrar en Francia al joven de sus sueños.

Debía ser apuesto y sonriente. Un hombre con brillo de travesura en los ojos, y que le hablara, no sólo de la admiración que le causaba su belleza, sino de su amor.

Quería oír decir a alguien todas las cosas que jamás había escuchado en su hogar; ser halagada y sentir, una y otra vez, la extraña emoción que le oprimía la garganta cuando un hombre le decía: «¡Eres preciosa!».

¡Y ahora se encontraba casada con un hombre que le había hecho comprender, con absoluta claridad, que la detestaba! Este pensamiento le resultaba insoportable, aunque el duque no era, en ningún sentido, el hombre de sus sueños.

Cuando recordaba su actitud intransigente y estirada, la forma en que criticaba el modo exagerado de hablar de ella y, por si fuera poco, su huida de casa, Jabina decidió que el destino le había jugado una mala pasada.

Había escapado de Lord Dornach para caer en brazos de un hombre del mismo tipo, aunque más joven.

«¿Qué puedo hacer? ¿Qué puedo hacer?».

Las ruedas del carruaje, al avanzar por los descuidados caminos, parecían repetir aquellas palabras una y otra vez.

En aquel instante, se le ocurrió una idea.

—¿Usted cree…? —empezó a decir y el duque se volvió a mirarla por primera vez. Instintivamente, Jabina se acurrucó en un rincón del carruaje.

El rostro de Su Señoría estaba transfigurado por la rabia. Aquél no era el hombre flemático y tranquilo, aunque pomposo y aburrido, que ella conocía. Era un energúmeno de mirada relampagueante, que le decía con voz áspera:

—¡Tenga la bondad de guardar silencio! ¡Discutiremos esto cuando hayamos tenido tiempo de pensar en ello! Por el momento, ¡no deseo oír su voz, ni sus tontos comentarios!

Volvió el rostro hacia el frente y guardó silencio de nuevo.

Continuaron el viaje sin hablar hasta que, al mediodía, entraron en el patio de una posada.

El duque descendió del carruaje y solicitó una sala privada. Le dijeron que no había ninguna disponible y que, si el y Jabina deseaban comer, tendrían que hacerlo con los demás huéspedes.

Jabina se alegró de no tener que comer con él a solas, en silencio, o escuchando sus expresiones de furia contra ella.

Llevada de sus cambiantes estados de ánimo, después de sentirse muy deprimida debido a la ira del duque, se sintió un poco mejor al observar que tenía hambre.

Como de costumbre, el menú consistía en caldo escocés, carnero duro y un pudín tan pesado como el plomo. Pero había un queso excelente y Jabina, con el sano apetito de la juventud, comió una enorme porción.

Notó que el duque apenas probaba la comida y que bebía con expresión desolada el vino de mala calidad.

Tenía la impresión, y estaba en lo cierto, de que al duque debía de dolerle la cabeza a causa de los bruscos movimientos del carruaje. Hubiese querido preguntarle, mas él había ordenado que no hablara y, con un gran esfuerzo, Jabina contuvo las palabras que asomaban a sus labios.

Una hora después volvieron a ponerse en marcha, y ahora no había la menor duda de que el duque estaba sufriendo. Se recostó en un rincón del carruaje y cerró los ojos, pero su expresión de enfado persistía. Jabina le observaba cada vez más inquieta.

Aquella etapa le pareció a ella interminable, pero al fin, cuando el sol empezaba a ocultarse, se detuvieron en una hostería, a todas luces mejor que las que les había tocado en suerte hasta entonces.

La mesonera, una mujer de unos cincuenta años, se dio cuenta de que pertenecían a la aristocracia desde que les vio. Les condujo a una salita privada, donde ardía un enorme leño en la chimenea. Había dos cómodos sillones frente al fuego.

—Me imagino que querrá dos habitaciones, señor: una para usted y otra para su hermana —dijo la mujer al duque después de observar furtivamente la mano de Jabina y ver que no llevaba anillo de casada.

—Sí, es lo que necesitamos —contestó el duque enseguida.

—Hay dos en el primer piso que de seguro les gustarán. Si me acompaña, señorita… Me imagino que querrá lavarse y arreglarse un poco antes de la cena, que les será servida inmediatamente.

Jabina siguió a la mujer obedientemente y subió con ella a las habitaciones, que eran muy confortables.

Le llevaron agua caliente y, después que se hubo lavado y cambiado de vestido, bajó a la salita privada.

Notó que el duque se había cambiado la corbata y la ropa de viaje y que llevaba ahora otro de los trajes oscuros con los cuales parecía más un ministro de la Iglesia que un caballero de la aristocracia.

Estaba bebiendo un coñac cuando ella apareció. Se puso un momento de pie, pero se sentó de nuevo en cuanto ella se acercó a la chimenea para extender las manos heladas hacia las llamas.

—La mesonera —dijo— piensa que somos hermanos y creo que, dadas las circunstancias, es mejor dar esa impresión. Los sirvientes, por desgracia, ya le han dicho mi nombre. Será mejor que ella piense que nos une ese parentesco por el breve tiempo que estemos aquí.

Jabina no tuvo oportunidad de decir nada al respecto, porque en aquel momento se abrió la puerta y empezaron a servir la cena.

Ésta resultó una sorpresa por su buena calidad. En lugar del carnero duro que habían comido antes, les sirvieron filetes de ternera, pichones rellenos de setas y un exquisito jamón. Saborearon también un buen pudín, seguidos por tres clases de queso, el mejor de ellos hecho con leche de cabra. El mesonero sacó de su bodega una botella de clarete que el duque encontró bastante agradable.

Cuanto terminó la cena, Jabina imaginó que el duque debía sentirse de mejor humor. No estaba muy segura, porque seguía teniendo el ceño fruncido, y aunque había desaparecido de su rostro la expresión de furia, duras líneas cercaban su boca mientras permanecía sentado ante el fuego con la copa de vino en la mano.

Un poco nerviosa, Jabina ocupó un asiento frente a él.

—Y ahora… —dijo Su Señoría con una nota aguda en su voz—, supongo que tendremos que discutir esta intolerable situación en que nos encontramos.

—Yo… lo siento mucho —murmuró Jabina—. Me había olvidado por completo de esa ley.

—¿Usted la conocía?

—Sí… —contestó Jabina—, pero nunca había sabido de nadie que se hubiera casado por declaración, y cuando le aseguré a Lady McCairn que estábamos casados, lo dije sin… sin pensar …

—¡Con resultados desastrosos!

—Debe ser posible liberarnos de algún modo …

—Tal vez exista otra ley que lo permita —sugirió el duque—, ¿o es algo que también ha olvidado?

—No logro comprender cómo pude decir que estábamos casados —dijo Jabina, con voz casi suplicante—. Pero cuando vi a Lady McCairn mirándome con ojos inquisitivos, no se me ocurrió otra cosa para explicar que estuviéramos juntos… Las palabras acudieron sin pensar a mis labios.

—¿Está segura de que no lo hizo de forma deliberada?

Por un momento, Jabina no comprendió lo que el duque insinuaba, pero después un fuerte rubor afloró a sus mejillas.

—¿De verdad imagina —exclamó con ira— que yo querría casarme con usted? Aunque sea un duque, no es el tipo de hombre con quien me casaría. ¡Es demasiado aburrido y desagradable! ¡Y demasiado viejo!

Creyó advertir en los ojos del duque una mirada llena de desprecio y esto la incitó a añadir con aspereza:

—De nada le sirve ser duque si parece un sacristán relamido. No concibo que ninguna joven pueda desear ser su esposa.

—Y yo por mi parte, ¡no tengo el menor deseo de casarme con usted! —contestó él, iracundo—. ¡Una muchacha irritante, impulsiva y medio loca, no es el tipo de esposa que necesito, puedo asegurárselo!

Había hablado en voz tan alta, que sus palabras retumbaron por toda la habitación. Jabina se puso de pie y dijo ofendida:

—¿Cómo se atreve a hablarme de ese modo?

—Le hará bien escuchar la verdad, aunque sea una sola vez en su vida. ¡Le aseguro que no tiene nada de qué enorgullecerse, ni tampoco derecho a insultarme!

Jabina, exasperada, salió apresuradamente de la salita, cerrando con violencia la puerta a sus espaldas.

El duque se puso de pie, pero volvió a sentarse, mirando hacia el fuego con aire de resignación. ¿Qué objeto tenía enfurecerse? Todos los insultos que pudieran intercambiar no alterarían el hecho de que estaban legalmente casados. No podía imaginar a una pareja más incompatible que ellos dos.

Jabina había sugerido que debía de haber alguna forma de deshacer el matrimonio. El lo esperaba así. Tendría que consultar a un abogado y pedir opinión legal acerca del asunto. Mas le aterrorizaba pensar en la publicidad que ello provocaría. Ya podía imaginar las burlas de sus amigos. ¡Cómo se divertirían a su costa!

Les haría mucha gracia relatar cómo había caído en las redes del matrimonio cuando menos lo esperaba, y atrapado, no por una de las bellezas de la alta sociedad, sino por una chiquilla escocesa de la que nadie había oído hablar.

«Lo único que puedo hacer es actuar con dignidad», pensó, sintiéndose un poco avergonzado por haber perdido el control de sí mismo e insultar a Jabina de aquel modo. Pero es que ella le había hecho perder los estribos. No era sólo que le hubiera dicho que era aburrido, cosa que él ya sabía. Que le comparase con un sacristán relamido fue la gota que derramó la copa de su paciencia.

¡Con cuánta frecuencia había escuchado palabras semejantes de Freddie y sus demás amigos!

Y ahora se las repetía una chiquilla impertinente. «¿Qué importa, si es la verdad?», se preguntó, pero no pudo evitar que la idea le irritara.

Al ver que su copa estaba vacía, cruzó la habitación para llenarla de nuevo, pero en la botella que había dejado sobre el aparador no quedaba ni una gota.

Con un gesto de impaciencia tiró de la campanilla y, al cabo de un momento, apareció la mesonera.

—Diga a su marido que mande otra botella de vino —ordenó el duque.

—Muy bien, Señoría —contestó la mujer y añadió con aire de reconvención—: No es correcto que una jovencita salga a estas horas de la noche. Hace frío, se le mojarán los pies y, además, hay tipos peligrosos alrededor de las tabernas.

El duque la miró con incredulidad.

—¿Quiere decir que mi… hermana ha salido a pasear?

—La he visto con mis propios ojos caminando por la calle hace unos minutos —contestó la mesonera—. Su Señoría no debería permitirlo.

La mujer hablaba con el tono de una niñera que estuviera riñendo a un niño mayor por no cuidar a otro de menos edad. El duque se puso de pie.

—Iré a buscarla —dijo con determinación.

Fuera de la salita, cerca de la puerta, colgaba el gancho en el que había puesto al llegar su capa forrada de piel. Al cogerla, notó que la de Jabina ya no estaba allí.

Abrió la puerta de la posada y en el acto le azotó el rostro una ráfaga de aire helado. El viento, que había disminuido un poco durante el día, soplaba ahora con fuerza renovada.

El duque salió a la angosta calle, en la que sólo se veían unas cuantas casas, levantadas a distancias irregulares. Había varias tiendas, pero ahora estaban cerradas. Más adelante se veían algunas ventanas iluminadas, sin duda pertenecientes a tabernas donde los habitantes de la localidad se solazaban.

El duque partió en la dirección que supuso que Jabina habría tomado y, después de caminar unos cuantos metros, le pareció ver, algo más adelante, dos figuras entre las sombras y entonces oyó gritar a Jabina.

* * *

Al salir de la salita, Jabina iba tan furiosa que había decidido, de la forma impulsiva en que solía actuar, que dejaría al duque y no le volvería a ver jamás. Se sentía insultada y humillada porque él se había negado a hablarle en todo el día. Y luego, cuando la ofendió con saña, decidió que ya no podía soportarlo más. ¡Le odiaba! No tenía la menor intención de quedarse a escuchar sus insultos y, en realidad, ¿por qué tenía que hacerlo?

Ella había aparecido en la vida de él por pura casualidad. Ahora se marcharía y, casados o no, jamás volverían a verse.

Conocía el valor de las joyas de su madre, por lo que, al cambiarse, se las había prendido por dentro del vestido limpio. Sabía que podía ser peligroso dejarlas en el dormitorio y era lo bastante precavida para no querer separarse de su única riqueza hasta que estuviera en la seguridad de la casa de su tía.

En su monedero llevaba aún las quince libras, que seguían intactas. Había sacado el bolso de la pequeña maleta de piel que llevaba en la mano durante el día y que ponía debajo de la almohada por la noche.

Sabía bien que los viajeros que se hospedaban en hosterías, e incluso en casas particulares como invitados, solían sufrir robos mientras dormían.

Por primera vez en su vida, Jabina se sentía independiente. Nunca antes había manejado dinero, porque su padre consideraba que no había necesidad de que lo tuviera. Por eso, aquellas quince libras le parecían una suma enorme, y estaba segura de que las joyas de su madre, que incluían un número considerable de piedras preciosas, debían valer una pequeña fortuna, así que no llegaría con las manos vacías a casa de su tía. Tal vez la sangre francesa que corría por sus venas la hacía darse cuenta de que eso era importante. Nadie querría nunca a su lado a una parienta pobre, pero siempre era bienvenida una jovencita con recursos propios.

Una vez fuera de la salita, Jabina había tomado su capa de viaje, colocándosela sobre los hombros. Se echó la capucha sobre la cabeza y, abriendo la puerta de la hostería, salió a la calle.

Sintió el viento helado que le golpeaba la cara, pero estaba demasiado enfadada para que la detuviera algo tan trivial.

Había olvidado que no llevaba puestos los fuertes zapatos cerrados que usaba durante el viaje, y que calzaba en su lugar unas zapatillas de satén, cruzadas a la altura del empeine por una sola tira, asegurada con una pequeña hebilla incrustada de brillantes de imitación. Lo advirtió al sentir el frío, pero ni siquiera pensó en volver para cambiarse y casi se echó a correr, en su ansiedad por alejarse de la posada y del duque. La furia que ardía en su interior le prestaba fuerzas. Avanzó a lo largo de la calle principal del pueblo, pasó junto a la iglesia, y se disponía a internarse por un camino que parecía extenderse en una interminable oscuridad, cuando oyó risas estridentes que salían de la ventana iluminada de una casa que se encontraba a un lado del camino. Se abrió la puerta y salió un hombre alto, vestido con la típica falda escocesa. Jabina siguió caminando apresuradamente.

La noche no estaba oscura del todo. Una luna pálida cabalgaba por el cielo y las estrellas brillaban con intensidad.

De pronto la joven oyó pisadas detrás de ella y una voz que decía:

—¿Adónde va, niña?

Volvió la cabeza y vio que el hombre de la taberna la seguía. Decidió no contestar.

El le dio alcance con unas cuantas zancadas.

—He hecho una pregunta —dijo—, y espero una respuesta.

Jabina se dio cuenta, por el tono de su voz y por el olor a alcohol que despedía, que estaba borracho.

Trató de moverse con mayor rapidez, pero las largas piernas de aquel sujeto le permitían mantenerse con facilidad al paso de ella.

—¿No podría darme un penique o dos para un trago?

—Creo que ya ha bebido usted demasiado —contestó Jabina.

—Sólo he tomado una cerveza —contestó el hombre—. ¡Vamos, no sea tan dura de corazón, muchacha! Ayude a un pobre hombre en desgracia.

Pensando que podría deshacerse de él con facilidad, Jabina se detuvo.

—¿Si le doy lo necesario para una cerveza me dejará en paz? —le preguntó.

—¡Oh, sí! Se lo prometo. Todo lo que quiero es algo de dinero para poder mojarme el gaznate.

Jabina abrió su bolso. Además de las quince libras, llevaba una moneda de seis peniques y otra de cuatro, que había encontrado sueltas en la caja que el ama de llaves usaba para guardar el dinero. Las estaba buscando en el fondo del monedero cuando, de pronto, éste le fue arrebatado.

—Yo cogeré el dinero —dijo el hombre con voz pastosa—. No puedo estar esperando toda la noche.

—¡No! ¡No! —gritó Jabina, intentando recuperar el monedero, pero él la apartó de un empujón y echó a correr a tal velocidad, que no había la menor posibilidad de que ella pudiera darle alcance.

—¡Alto! ¡Alto! —gritó Jabina y, al tratar de correr, resbaló y cayó en el suelo enfangado.

Entonces alguien la ayudó a ponerse de pie y Jabina se dio cuenta de que era el duque.

—Ese hombre se ha llevado mi bolso con todo mi dinero —exclamó—. ¡Tiene que detenerle!

—Dudo mucho que alguien pueda ya darle alcance —contestó el duque—. ¿Qué diablos se proponía usted hacer?

—Pensaba… irme de aquí.

—¡No diga tonterías! Vamos, vuelva a la posada.

—Pero no tengo dinero —dijo ella con voz quejumbrosa—. Ese hombre me ha quitado todo lo que tenía.

—¿Qué podía esperar aventurándose por las calles a estas horas de la noche?

—Yo… iba a darle una moneda de seis peniques.

El duque le había hecho volver en dirección a la posada y ahora, rodeándole los hombros con un brazo, caminaron juntos con dificultad, porque el suelo estaba tan resbaladizo que les costaba trabajo mantener el equilibrio.

Por fin, llegaron a la posada. Cuando abrieron la puerta, encontraron a la posadera esperándoles en el vestíbulo.

Al ver el pálido y desencajado rostro de Jabina la buena mujer la condujo a la salita.

—Trae los pies empapados —la reprendió—. Ahora, siéntese frente al fuego y trate de entrar en calor. Voy a traerle un ponche caliente; de lo contrario, mucho me equivoco o mañana amanecerá resfriada.

Jabina hizo lo que le ordenaba la posadera. Sintió que le quitaba la capa y entonces bajó la vista hacia sus pies: las zapatillas de satén estaban empapadas. Intentó quitárselas, pero sus pequeños y helados dedos se negaron a obedecerla.

—Yo lo haré —dijo el duque y se arrodilló junto a ella. Abrió la hebilla para soltar la cinta y quitarle la primera zapatilla. Vio que la media también estaba empapada e indicó—: Quítese las medias o pescará un resfriado descomunal.

Jabina levantó el vuelo de su vestido y se soltó la media, sujeta con una liga azul bajo la rodilla. El duque se la quitó y volvió su atención al otro pie. Entonces sintió que algo húmedo y tibio le caía en la mano. Era una lágrima, a la que siguió otra.

Cuando le quitó a Jabina la otra media, le alzó con las manos el pie. Era pequeño y bonito, peor estaba rígido de frío. El duque los frotó vigorosamente y después hizo lo mismo con el otro.

—¿Los siente mejor? —preguntó.

—Sí…, gracias —contestó Jabina en voz tan baja que él apenas pudo oírla.

—¿Por qué quería huir?

—Estaba usted tan enfadado …

—Y ahora es mi turno de pedir disculpas —dijo él—. Lo siento, Jabina. No hubiera querido mostrarme tan desagradable.

—Tenía razón para estar furioso.

—Aún así, no debía haber dicho las cosas que dije.

Levantó la mirada hacia ella y sus ojos se encontraron. Los de ella estaban cuajados de lágrimas y el duque vio que le temblaban los labios. Estaba a punto de decir algo, cuando se abrió la puerta y entró la posadera, llevando una pequeña bandeja de plata con un vaso.

—Ahora, aquí está su ponche caliente, milady —dijo con el tono de una niñera autoritaria—. ¡Beba hasta la última gota! No quiero que mañana la tengamos en cama con un resfriado de pecho y muriéndose de la tos.

Dio el vaso a Jabina y la observó, mientras ésta tomaba un trago. La bebida era dulce y sabía a miel.

—Tómelo todo —advirtió la mujer—. Voy a calentar su cama. Cuanto antes se acueste usted, milady, mucho mejor.

—Claro que sí —intervino el duque con voz tranquila—. Y todo nos parecerá diferente después de una buena noche de descanso.

Jabina no contestó, pero el duque tuvo la impresión de que estaba luchando por contener las lágrimas. Cuando terminó de beber el ponche, él le quitó el vaso de las manos y lo puso sobre la mesa.

Se abrió la puerta y una doncella asomó la cabeza.

—Mi ama dice que la cama ya está caliente y que milady puede subir ahora mismo.

La doncella cerró la puerta de nuevo y el duque se volvió hacia Jabina con una sonrisa. Era la primera vez que sonreía aquel día.

—¡Ya ha recibido sus órdenes! —dijo—. ¡Será mejor que las obedezca!

—Sí, claro… —aceptó Jabina.

Luego, mientras él se alejaba para servirse una copa de la nueva botella de clarete que había sido colocada en el aparador, lanzó una exclamación.

—¿Qué sucede? —preguntó él volviéndose a mirarla.

—Creo que no puedo caminar… —contestó—. Me siento muy extraña. El duque se echó a reír.

—¡Y yo que pensé que los escoceses resistían bien el whisky! Vamos, la llevaré a la cama.

La tomó en sus brazos. Era muy ligera y apoyó la cabeza contra su hombro.

—¡Creo que… debo estar… borracha!

—¡Si lo está, eso evitará que se resfríe! —contestó el duque. Salió con ella en brazos al vestíbulo y la subió a su dormitorio.

Con mucha gentileza la depositó sobre la cama.

—Acuéstese tan pronto como se desvista, Jabina —le dijo—. Mañana trataremos de hacer planes. Esta noche no se preocupe por nada.

Ella levantó la mirada hacia el duque. En sus ojos había una expresión conmovedora cuando murmuró:

—Yo… no quería… ser una molestia.