Capítulo 2

El duque abrió los ojos y por un momento le resultó difícil enfocar la vista. Al fin observó dos ojos verdegrises bajo una cascada de rizos rojos y, con un gran esfuerzo, recordó donde los había visto antes.

—¡Estás despierto! —exclamó una voz emocionada—. ¡Ah, qué alegría me da! Una repentina debilidad hizo que el duque cerrara los ojos, sólo para abrirlos de nuevo rápidamente al recordar que había volcado el carruaje y aquella especie de estallido en su cabeza antes de caer en la inconsciencia.

—¿Dónde estoy? —preguntó, y se sintió aliviado al escuchar su propia voz, que sonaba casi normal.

—¡He estado tan preocupada por usted! —exclamó Jabina—. ¡Pensé que no despertaría nunca! ¡En realidad, al principio pensé que estaba muerto!

—El carruaje volcó… —dijo el duque con voz lenta pero clara—. ¿Resultó alguien herido?

—Sólo usted. Se estaba asomando y supongo que se dio con la cabeza contra una piedra. El doctor tuvo que darle seis puntos.

El duque trató de incorporarse y advirtió entonces que se encontraba en una cama y cubierto por las sábanas. Dadas las circunstancias, su cabeza parecía sorprendentemente despejada. Sin embargo, tenía la boca reseca y sentía mucha sed.

Como si hubiera leído sus pensamientos, Jabina dijo:

—¿No quiere beber algo? Hay limonada aquí.

Le sirvió un vaso y se lo acercó. Poniendo el brazo bajo su cabeza, la levantó lo suficiente para que él pudiera beber. Al hacerlo, el duque observó que el vaso era de cristal tallado y tenía grabado un monograma. También advirtió que las sábanas que le cubrían eran de fino lino.

Le dolía mucho la cabeza al moverla. Cuando bebió un poco de limonada, volvió a apoyarla sobre las almohadas.

—¿Estamos… en una posada? —inquirió con esfuerzo.

—No —contestó Jabina—. Estamos en la casa de sir Ewan y Lady McCairn. Cuando el carruaje volcó, uno de los labriegos de su propiedad pasaba por allí y vino a pedir ayuda a la casa.

—Eso fue… una suerte… —murmuró el duque y se quedó dormido.

Debieron pasar varias horas, pero cuando despertó de nuevo, Jabina seguía a su lado. Había luces encendidas en la habitación y las cortinas cubrían las ventanas. Jabina se encontraba sentada junto al fuego y él la observó por un momento, sin que la joven se diera cuenta, advirtiendo que la luz del fuego parecía intensificar el color rojo de su cabello. Observó también que su figura, en relieve contra el fondo móvil de las llamas, era muy juvenil y graciosa.

El duque no dijo nada, pero Jabina debió darse cuenta instintivamente de que estaba despierto, porque volvió la cabeza y él notó que sus ojos se iluminaban de placer. Se puso de pie y se acercó a la cama.

—¿Se siente mejor? —preguntó—. El doctor estuvo aquí y parece muy satisfecho de cómo va evolucionando su herida. Dice que dentro de uno o dos años no se notará apenas.

—¡Uno o dos años! —exclamó el duque—. ¡Es una suerte que no sea muy vanidoso respecto a mi apariencia!

—En realidad —dijo Jabina con franqueza—, estaba pensando que se le ve muy apuesto e interesante con una venda alrededor de la cabeza. Podría ser sin dificultad el héroe de una de esas novelas que me gusta leer.

—¡Ése es un papel que no me gustaría desempeñar! —declaró él con firmeza—. Y tan pronto como me sienta bien, debo continuar mi camino hacia el sur.

—Pasarán tres días antes de que el doctor le permita levantarse. Ha tenido suerte. La herida hubiera podido ser mucho peor.

—Dígame con exactitud lo que sucedió —pidió el duque.

—Es bastante difícil recordarlo con toda la excitación que se produjo… Al parecer, las ruedas de la parte derecha del carruaje se hundieron en una zanja cubierta por la nevada. Cuando el coche volcó, cayó por fortuna sobre una capa tan espesa de nieve, que nada se rompió, ni siquiera el cristal de las linternas.

—¿Y los caballos?

—No les pasó nada, aunque estaban muy asustados, desde luego. Sus cocheros los trajeron aquí y están ahora en las caballerizas, esperando a que continuemos el viaje.

—¿Continuemos? —preguntó el duque, enarcando las cejas. Jabina desvió la mirada. El duque advirtió que estaba inquieta, turbada—. ¿Qué pasa? ¡Dígame lo que ha sucedido! —exigió.

—No… no puedo decírselo hasta mañana —contestó Jabina—. Pero quiero pedirle …

—Pues… no quisiera que hablara usted con nadie acerca de… de nosotros hasta que yo le haya dicho… algo.

El duque trató de incorporarse un poco sobre las almohadas, pero el esfuerzo hizo que la cabeza le diera vueltas. Se dejó caer reprimiendo una maldición y a continuación ordenó:

—¡Acérquese más, Jabina! Quiero mirarla de cerca.

Ella titubeó, como si fuera a negarse, mas por fin hizo lo que él le pedía.

—Ahora —dijo el duque, mirándola a la cara—, dígame qué está tratando de ocultarme, ¡porque me doy perfecta cuenta de que me oculta algo!

—Sería mejor que… que no se lo dijera hasta que se sienta bien del todo.

—Estoy perfectamente bien —replicó él—. ¡No soy tan débil como para que un golpe en la cabeza me deje inutilizado!

—Fue una herida muy seria… ¡Sangró muchísimo! ¡Yo pensé que se moría!

¡Estaba aterrorizada, se lo aseguro!

—Me lo imagino. Pero todavía estoy esperando escuchar lo que tiene que decirme, Jabina.

Ella se hubiera alejado, pero él la retuvo cogiéndola de una mano.

—¡Dígamelo! —ordenó—. ¡Sospecho que algo anda mal y cuanto antes lo sepa será mejor!

Sintió que Jabina se estremecía y esto le alarmó aún más.

—Es que… —dijo ella de modo incoherente— cuando llegamos aquí…, a usted le traían sobre una puerta que habíamos desprendido de sus goznes… y bueno… entonces Lady McCairn ¡me reconoció!

—¿Quiere decir que ella… la había visto a usted antes? —inquirió el duque asombrado.

—Sí, hace algunos años. Y conoce también a mi padre, aunque ambos se detestan cordialmente.

—¡Comprendo…! —dijo el duque con un suspiro—. A usted le resultó difícil explicar por qué estaba en mi carruaje. ¿Le dijo que había escapado de su casa?

Como la joven no contestaba, él aumentó la presión de su mano y preguntó de nuevo:

—¿Qué le dijo usted, Jabina?

Por un momento pensó que ella no iba a contestar, mas al fin lo hizo y las palabras parecieron estallar entre sus labios.

—¡Le dije que estábamos… casados!

—¿Casados? —El duque se sintió tan asombrado, que soltó la mano de Jabina y se quedó sin saber qué decir.

—No había… otra explicación que pudiera dar —se defendió ella—. Apenas tuve tiempo para pensar… No esperaba ver a Lady McCairn… y cuando ella me dijo: «¡Jabina Kilcarthie! ¿Qué haces tú aquí?», me sentí dominada por el pánico.

—¡Así que dijo que estábamos casados…! —murmuró el duque pensativamente.

—Bueno, Lady McCairn preguntó entonces: «¿Quién es este hombre?». Y yo contesté: «¡Es mi marido!».

El duque meditó un momento estas palabras y al fin dijo:

—¡Bien!… Cuando vea a Lady McCairn tendré que explicarle las circunstancias y …

—¡Usted no puede hacer eso! —le interrumpió Jabina—. ¡No puede! Ha dicho a todos en la casa que soy su esposa. Me han dado el cuarto de al lado y espera que yo me encargue de cuidarle. Es… lo que se espera de una esposa.

—Mi querida niña —dijo el duque—, hay una sola forma para salir de este embrollo y es decir la verdad.

—¿Y qué supone usted que pensará entonces Lady McCairn? Viajábamos juntos hacia la hostería donde pensábamos pasar la noche los dos… No creo que considere correcta esa conducta por su parte… ¡y no digamos por la mía!

—¿Y por qué diablos no dijo la verdad? —Se alteró el duque—. ¿Cómo pudo ser tan tonta… tan increíblemente ingenua como para decir que estábamos casados?

—Como le he dicho, no tuve tiempo para pensar otra explicación.

—Pero, sin duda alguna, Lady McCairn dirá a su padre que hemos estado aquí, ¿no?

Jabina se sentó en el borde de la cama y miró al duque muy seria.

—No creo que sea así —dijo—. Lady McCairn detesta a mi padre y él le corresponde. Dice que es una vieja chismosa y llena de malicia, ¡lo cual es cierto!

—¡Y eso nos ayuda mucho! —comentó el duque con sarcasmo.

—Lo que quiero decir es que, si yo no le hubiera dicho que estamos casados, se habría sentido feliz de poder escribir a mi padre acerca de la conducta incorrecta de su hija. Pero como cree que estoy realmente casada con un duque, se siente tan fastidiada porque yo haya hecho tan buen matrimonio, que no creo que se le ocurra comunicarlo a sus amistades ni, mucho menos, escribir a mi padre para felicitarle por tener como yerno nada menos que al duque de Warminster.

Había cierta lógica en las palabras de Jabina, tuvo que reconocer el duque, pero al mismo tiempo le horrorizaba la situación en la que la joven le había colocado.

—Nos iremos de esta casa tan pronto como esté usted mejor —continuó ella en tono tranquilizador—. Luego yo me marcharé a Francia y aquí todos acabarán por olvidarse de mi existencia. Además, Escocia está tan lejos de las propiedades que usted tiene en Inglaterra …

—¡Todo esto es absurdo! —exclamó el duque—. Estoy seguro de que lo más sensato para mí sería ir ahora mismo a decir a Lady McCairn la verdad. Le explicaré que antes de nuestro encuentro en «El Halcón y el Jilguero» jamás la había visto y que …

—Estoy segura de que Lady McCairn no creerá tal historia —le interrumpió Jabina—. Sospechará que usted me había raptado o que había alguna razón criticable para que fuéramos solos en un coche y a hora tan avanzada… Es el tipo de persona que siempre piensa lo peor.

¿Cómo era posible que se hubiera colocado en una situación semejante sólo por haber accedido a ayudar a una anciana?, se preguntó el duque a sí mismo. En aquel momento hasta hubiera querido golpear a Jabina, pero el mero hecho de enfadarse con ella le suponía demasiado esfuerzo.

Como él no hablaba, la joven dijo al cabo de un momento:

—¿Se da usted cuenta de que decir la verdad únicamente empeoraría las cosas?

—¡No creo que nada pudiera ser peor que esto! —contestó el duque con aire sombrío—. ¡Ha logrado usted dañar mi reputación, Jabina, y en cuanto a la suya…!

—Nuestra relación, por el momento, es tan pura como la nieve —le contradijo ella sonriendo—, y Lady McCairn anda ronroneando como una gata harta de crema, al pensar que tiene como huésped de su casa a un duque. ¡No tenía idea de que fuera usted tan importante! Me siento realmente impresionada.

—¿Sí? ¡Tal vez ahora se decida usted a ser más cortés conmigo!

—Sigo pensando que es usted demasiado aburrido y estirado. ¡Cuando pienso que podría formar parte del grupo de Carlton House, no me imagino cómo puede encontrar interesantes esos viejos libros polvorientos!

—¡Pensé que no aprobaba usted a los arribistas alemanes que constituyen ahora nuestra monarquía! —comentó el duque irónicamente.

—¡Ése es un punto en su favor! —exclamó ella, riendo—. Pero, al mismo tiempo, las extravagancias, las borracheras, los juegos, las fiestas y los bailes deben ser muy entretenidos.

—¿Quién le ha hablado de todo eso? ¿Lady McCairn?

—Sí; es un manantial inagotable de información acerca de todo y de todos. Sabe hasta el tamaño exacto de sus propiedades y cuánto dinero le dejo su padre al morir.

El duque lanzó un cómico gemido. Pese a lo que dijera la muchacha, estaba seguro de que a aquella vieja chismosa no le costaría ningún trabajo relatar a cuanta persona se le pusiera delante que había tenido como huéspedes al duque de Warminster y a su esposa escocesa.

—Supongo que Lady McCairn preguntó cuándo nos habíamos casado. Jabina se sonrojó.

—Pues sí…, tuve que decirle algo.

—Como conozco su fértil imaginación, no creo que le fuese difícil inventar un noviazgo, una boda… ¡y hasta una luna de miel!

Jabina se quedó callada y después de un momento él dijo:

—La única solución es que nos vayamos de aquí cuanto antes, ¡y esperemos que Lady McCairn se olvide de nuestra existencia!

—No creo que eso sea muy probable —murmuró Jabina—, pero tienes razón: debemos irnos cuanto antes. Yo tengo que salir de Escocia a la mayor brevedad posible. Me da tanto miedo que papá me dé alcance …

—¡Nada me complacería más que eso! —exclamó el duque con resentimiento. Jabina vaciló un momento y después inquirió:

—Pero… pero no me entregará al comisario, ¿verdad?

—Creo que, por el momento, eso únicamente provocaría la publicidad que estoy tratando de evitar.

—¡Ah, qué estupendo! —Jabina casi dio un salto en la cama—. Imaginé que cambiaría de opinión después del accidente. Yo le he cuidado con verdadero interés, ¿sabe? ¡Podía haber huido y dejarle morir!

—A menos que mis sirvientes hubiesen muerto en el accidente, no creo que su partida hubiese supuesto mucha diferencia.

—¡Oh, deje de mostrarse tan poco agradecido! Después de todo, fue una experiencia terrible, y si yo hubiera sido esa novia aburrida y tonta que usted tanto quiere, me habría conformado con ponerme a llorar.

—¿Qué hizo entonces? —preguntó el duque con curiosidad.

—Salí a rastras del carruaje y ayudé a los cocheros a sacarle a usted del interior. Vimos que estaba herido y por un momento no supimos qué hacer. Con los caballos pataleando y relinchando como locos y las ruedas del coche dando vueltas en el aire, aquello era una verdadera pesadilla.

Vio que el duque escuchaba atentamente y continuó diciendo:

—Yo le limpié parte de la sangre que le cubría la frente, y entonces le dije a su segundo cochero, que no estaba tan preocupado por los caballos como el otro, que moviera una de las linternas del carruaje de un lado a otro, como señal de que necesitábamos ayuda. Yo, por mi parte, me puse a gritar pidiendo socorro y, casi como un milagro, apareció el labriego del que ya le he hablado que volvía del trabajo.

—¿Así que él le dijo donde estábamos?

—Dijo que la casa donde trabajaba estaba bastante cerca. No supe, hasta que fue demasiado tarde, que se trataba de la casa de Sir Ewan y Lady McCairn. De haberlo sabido, habría dejado que le trajesen a usted, pero yo ni me hubiera acercado.

—¡Lo dudo mucho! Usted estaba disfrutando de todo el drama; confiéselo, Jabina.

—Bueno, todo fue bastante emocionante —admitió ella—, pero me sentía muy preocupada por usted. Sólo estaba yo para dar las órdenes. Higman no hacía más que decir: «Su Señoría haría esto», «Su Señoría haría lo otro». Así que yo le dije que su señoría no estaba en condiciones de hacer nada y que, por lo tanto, yo daría las órdenes. Fue a mí a quien se le ocurrió la idea de transportarle sobre la puerta.

—¿Por qué tuvieron que hacer eso?

—El labriego volvió con algunos hombres, pero ellos no habían pensado en llevar algo para traerle a la casa. Hablaban de volver aquí para buscar un carruaje, pero hacía un frío horrible y usted estaba allí, tendido sobre la nieve…, aunque ya me había cuidado yo de cubrirle con las dos mantas de piel.

—Ya veo que es usted una mujer de recursos —admitió el duque—, y supongo que esperará que yo me sienta agradecido.

—Sé muy bien que usted me considera una tonta. Todo lo que estoy tratando de hacerle ver es que otra mujer…, una de ese tipo que a usted parece gustarle, habría sido completamente inútil en una emergencia. Por otra parte, los escoceses siempre estamos listos para improvisar, ¡y eso fue lo que yo hice!

—Así que debo darle las gracias.

—No se lo pido. Sólo quiero saber… que ya no está enfadado conmigo.

—¡Estoy furioso! —contestó el duque—. Pero en fin… No hay nada que pueda hacer por el momento.

—Me imaginé que terminaría por ver las cosas con sensatez.

—¡Sensatez! —gimió el duque—. No hay un ápice de sensatez en toda esta situación, peor ya que me ha metido usted en semejante berenjenal, no veo qué otra cosa me queda por hacer, sino huir cuanto antes.

—Eso es exactamente lo que yo pienso —dijo Jabina con satisfacción.

A la mañana siguiente Lady McCairn visitó al duque. Era, pensó éste, el tipo de mujer dominante a la que le encantan los chismes; la clase de mujer que él detestaba. En cierto modo, podía comprender que Jabina hubiese dicho que estaban casados en lugar de confesarle la verdad.

Lady McCairn estaba encantada, aseguró al duque, de haberle podido ser de alguna ayuda. En el espacio de unos minutos mencionó el nombre de varios distinguidos personajes que ambos conocían y, valiéndose de una ligera inflexión de voz, logró dar a entender que le sorprendía la elección de esposa que el duque había hecho.

Cuando salió de la alcoba, recomendando a Jabina que cuidara bien a su esposo para acelerar su recuperación, la joven hizo un gesto burlón a sus espaldas.

—¿Ve usted cómo es? —preguntó al duque cuando se quedaron solos.

—¡Y tanto…! Confirma mi impresión de que no podía haber sucedido nada peor que tener que aceptar su hospitalidad.

—Si el carruaje hubiera volcado cerca de una hostería, nada de esto habría sucedido —se lamentó Jabina.

—¡No sé por qué tenía que volcar! Higman es un cochero muy hábil, pero desde luego, con los caminos que Escocia proporciona a los viajeros, no hay modo de saber lo que puede ocurrir.

—¡Los caminos de Escocia están en buenas condiciones la mayor parte del año! —Se sulfuró Jabina—. ¡Si los ingleses no fueran tan tontos como para viajar durante el invierno, cuando hay nieve y viento, no tendrían motivos de queja!

¡Ustedes se lo buscan!

—Por eso quiero irme de aquí cuanto antes… y era lo que trataba de hacer —repuso el duque sin alterarse—, pero no podía imaginar que iba a verme abrumado por alguien tan impertinente como usted como compañera forzosa de viaje.

—¡Bueno, ya basta! He decidido dejarle tan pronto hayamos cruzado la frontera —dijo Jabina, llena de dignidad—. ¡Le aseguro que no tengo deseos de estar junto a quien no aprecia mi compañía!

El duque se echó a reír. Cuando se enfadaba, Jabina parecía una gatita ofendida. Tendido en la cama, sin nadie más con quien hablar, empezaba a encontrar cada vez más difícil mostrarse con ella tan airado como hubiera querido. Era una muchacha exasperante pero, al mismo tiempo, no podía evitar que le divirtieran muchas de las cosas que decía. Era impetuosa y rebelde sin lugar a dudas, mas también era evidente que tenía buen corazón.

—Tenga cuidado con lo que dice delante de los criados —le advirtió ahora—. Han estado hablando con sus cocheros y, desde luego, fue una sorpresa para sus sirvientes saber que estábamos casados.

—¿La han interrogado las doncellas al respecto? —preguntó el duque.

—No exactamente, pero me di cuenta que andaban con suspicacias. Les dije entonces que había que mantener en secreto nuestro matrimonio, ya que usted no había dado aún la noticia a sus familiares, que debían saberlo antes que nadie.

—Parece que la trama se complica más a cada momento —dijo el duque con aire sombrío—. Desde luego, Higman y Clements se quedarán estupefactos al oír que se estaba haciendo pasar por la duquesa de Warminster, cuando ellos saben muy bien que nos conocimos el mismo día del accidente.

Comprendía que tendría que dar una serie de explicaciones a sus propios sirvientes, pero por fortuna el doctor le había dicho aquella mañana que podría ya hacer planes para continuar su viaje.

Bastante pálido pero, como decía Jabina, con aspecto interesante, bajó a cenar la noche anterior a su partida con una venda alrededor de la cabeza, y logró sostener con destreza las preguntas embarazosas que Lady McCairn le tenía preparadas.

Por fortuna, Sir Ewan sólo parecía interesado en hablar de deportes, y el duque se fue a la cama temprano, con el pretexto del viaje que tendrían que iniciar al día siguiente, consiguiendo eludir así un interrogatorio demasiado prolongado de su anfitriona. Jabina le acompañó y, en cuanto estuvieron en sus habitaciones, le dijo en un murmullo de conspiración:

—¡No está muy convencida! Ya sospechaba yo que, sin importar lo que yo les dijera, sus doncellas le iban a contar que Higman y Clements se extrañaron al oír decir que estábamos casados. Me ha preguntado casi una docena de veces en qué iglesia tuvo lugar la ceremonia y si mi padre estuvo presente. ¡Tengo la impresión de que piensa que nos hemos fugado!

—¡Déjela que piense lo que quiera! ¡Toda esta situación me resulta intolerable! Nos iremos mañana y cuando estemos ya lejos, pensaremos qué historia inventar para el resto del mundo… No creo que nadie con un poco de sentido común pueda dar crédito a lo que dice Lady McCairn.

—La gente cree lo que quiere creer… y a todo el mundo le gusta el escándalo; eso lo sabe usted tan bien como yo.

El duque lo sabía muy bien, pero no estaba dispuesto a enzarzarse en otra discusión en aquellos momentos.

—¡Váyase a su cuarto y acuéstese, Jabina! —ordenó—. Necesita dormir para estar descansada. He dado órdenes para que partamos a las nueve en punto de la mañana.

—No debe esforzarse demasiado el primer día —le advirtió ella—. En realidad, ya he hablado con Higman y dice que si pasamos la noche en el camino, podríamos llegar al mediodía de pasado mañana. Le parece que es buena hora para que usted se embarque en su yate.

—¡Caramba, Jabina! —exclamó el duque, irritado—. ¿Quiere dejarme hacer mis propios planes?

—Todavía soy su enfermera y, en apariencia, su esposa, hasta que nos separemos —contestó ella—. Si usted hablara en tales términos a cualquiera de esas dos personas, le aseguro que se sorprendería mucho.

Hablaba con tal aire de dignidad ofendida, que el duque se sintió obligado a decir:

—Lo siento, Jabina. Es que estoy muy nervioso. Esa Lady McCairn me saca de quicio y toda esta situación me preocupa. No tengo mal carácter en realidad.

—¡Le perdono! —contestó Jabina en plan condescendiente—. Buenas noches, milord. —Le hizo una reverencia y, con ojos risueños, añadió—: ¿Está seguro de que no le gustaría que viniera más tarde a arreglarle las almohadas?

—¡Váyase a la cama! —dijo el duque con firmeza, empujándola hacia la puerta que comunicaba sus alcobas. Cerró la puerta tras ella y dio la vuelta a la llave. Se daba cuenta perfectamente de lo delicada que era la situación en que se encontraba y podía imaginar cuál sería la reacción del padre de Jabina si le llegaba la noticia de que su hija viajaba a través de Escocia en compañía de un duque con quien decía estar casada.

También sabía que si alguno de sus amigos llegaban a enterarse de la situación en que ahora se encontraba, la considerarían sumamente graciosa. Su tranquila vida de hombre estudioso no había pasado desapercibida y sus coetáneos criticaban a menudo su comportamiento.

—Ven a divertirte a Londres, John —le había dicho repetidamente Freddie, uno de sus amigos más íntimos, con quien había estudiado en Oxford—. Te vas a convertir en un patán, si sigues más tiempo en el campo.

Freddie solía pintarle con vivo colores los placeres que le aguardaban en la capital.

—El príncipe de Gales te recibiría con los brazos abiertos. ¡A su alteza real le gusta verse rodeado por todos sus duques! ¡Y las «bellas amazonas», (Bellas amazonas, nombre que se daba a las prostitutas de lujo, que solían exhibirse paseando a caballo por Hyde Park) les adoran! Hay algunas Venus recién llegadas del continente que en poco tiempo te harían olvidar tus libracos.

Pero el duque siempre se negaba a unirse al grupo de alegres jóvenes que giraban en torno al príncipe heredero. Tenía sus razones para detestar la llamada «buena sociedad», pero aunque no estaba dispuesto a divulgarlas, reafirmaban su decisión de hacer únicamente lo que deseaba, que era vivir de forma tranquila en el campo.

En lo que Jabina le había dicho sobre una novia tranquila y reposada había algo de verdad. Algunos años antes había establecido cierta relación con la joven viuda de un bibliotecario erudito al que había conocido en el curso de sus estudios y con el que mantuvo luego frecuente correspondencia.

Marguerite Blachett contaba algunos años más que el duque y era una mujer tranquila y bien educada, cuya actitud suave, gentil y sin pretensiones, le agradó desde el momento que puso sus ojos en ella. A la muerte de su esposo, el duque había ido a visitarla para ofrecerle sus condolencias y descubrió que Marguerite era casi tan conocedora de los temas que a él le interesaban como lo había sido su marido.

Habían empezado carteándose, pero como ella vivía a sólo unos once kilómetros del hogar ancestral del duque, éste pasó luego a visitarla con frecuencia.

El suyo fue un idilio tranquilo, casi desapasionado. La urgencia de contacto físico surgió más por parte de Marguerite que del duque. Pero ella le gustaba y consideraba que era una suerte poder hablar con alguien de los temas literarios que tanto le interesaban.

Ahora, acostado en el lecho, el duque no pudo dejar de pensar en lo diferente que era Marguerite de Jabina en todos los sentidos. Su amante, si es que éste no era un término exagerado para denominar a alguien que él consideraba como una compañera grata, casi nunca hablaba sin pensar y resultaba casi imposible imaginar siquiera que pudiese actuar motivada por los impulsos en lugar de la razón. El duque sabía muy bien que Marguerite jamás aprobaría a alguien como Jabina. Consideraría su naturaleza impetuosa tan ajena a la suya propia, que entre ambas no podría surgir de ningún modo un interés común.

Y en cuanto a la opinión de Jabina respecto a Marguerite, el duque sabía demasiado bien cuál sería, pero eso era algo que no le preocupaba en absoluto. Sólo esperaba que Marguerite no llegara a enterarse nunca de su aventura en Escocia, porque sin duda la habría herido profundamente que él pudiera haberse casado sin decírselo primero. Se preguntó cómo podría explicarle nunca a Marguerite que el matrimonio estaba muy lejos de sus pensamientos; que no tenía intención de atarse a ninguna mujer. Era extraño que un hombre joven como él hubiera decidido de modo tan irrevocable que jamás se casaría. Pero tenía sus razones para ello, aunque nunca se las había confiado a nadie.

Estaba muy contento con su forma de vida y no se sentía solitario en su enorme mansión. Tampoco le preocupaba no tener nunca un hijo que heredase su título y sus posesiones. Tenía su existencia perfectamente planificada, pero ¿cómo hubiese podido prever que en su viaje a Escocia surgiera aquella terrible complicación?

Tenía que hallar el modo de resolverla lo antes posible. Esto, se dijo, no era tan difícil como parecía. Llevaría a Jabina hasta la frontera como ella le había pedido. Después… que ella se las arreglase como mejor pudiera.

Recordó, sin embargo, que había estado pensando, antes del accidente, que pesaría sobre su conciencia el dejar que una jovencita inocente hiciera sola el viaje hasta Londres y cruzara después el Canal para internarse en Francia. ¿No debería buscarle una compañía adecuada? Enseguida descartó la idea; aquello significaría volver a complicarse con los problemas de la joven. Si contrataba a una mujer madura y respetable para que acompañara a Jabina en su viaje, habría muchas explicaciones que dar. Y sobre todo, tendría que aclarar a Jabina por qué era imprescindible que viajase acompañada …

Le parecía que todo amenazaba la intimidad e independencia que caracterizaba su vida.

«¡No es asunto mío!», se repitió, pero la idea de que Jabina partiera sola hacia Francia con las joyas de su madre ocultas en el vestido le resultaba deprimente, casi patética.

«Las jóvenes de ahora son muy capaces de cuidarse solas», pensó, mas entonces recordó la inocencia que reflejaban los ojos de Jabina y el hoyuelo que aparecía junto a su boca cada vez que sonreía …

«¡Deja de pensar en esa muchacha!», se amonestó a sí mismo. «¡Ya te ha metido en suficientes problemas! Haz únicamente lo que ella te ha pedido. Ponla en camino hacia Londres y tú vuelve a casa por mar».

Sí, era lo mejor que podía hacer, por mucho que Jabina se lamentara de su conducta y por incómodo que le hiciera sentirse su conciencia. Bastante había hecho ya por ella. En realidad, debía haberla obligado a regresar a «El Halcón y el Jilguero» en cuanto descubrió que había sido engañado.

¿Por qué diablos se había dejado convencer para llevarla más adelante? Posiblemente, se contestó a sí mismo, porque apenas conocía a las muchachas jóvenes y no sabía cómo reaccionar ante ellas… y menos oponerse a los deseos de una tan bonita y decidida como Jabina.

El duque dio otra vuelta en la cama. Le desesperaba no poder conciliar el sueño y era imprescindible que recobrase fuerzas para soportar la nueva etapa del viaje por aquellos escabrosos caminos de Escocia. Esto le hizo recordar su discusión con Jabina y la indignación con que ella había respondido a las críticas sobre su tierra natal. ¡Jabina!… Ella, sin duda, dormiría sin preocupaciones en la habitación contigua. Su aspecto debía de ser en aquellos momentos más joven e inocente que nunca, con las rizadas pestañas sombreando sus mejillas y el rojo cabello desparramado sobre la almohada… ¡Maldición! ¿Qué le importaba a él cuál era su aspecto? ¡Aquella muchacha rebelde e insolente no tenía por qué preocuparle en absoluto!

* * *

El duque, Sir Ewan y Lady McCairn ya habían terminado de desayunar cuando Jabina hizo su aparición en el comedor como un torbellino.

—Pensaba levantarme muy temprano, pero volví a quedarme dormida después que ya me habían llamado —se excusó tras hacer una graciosa reverencia a su anfitriona—. ¿Pueden imaginar algo más desesperante?

—Debiste pedir a tu esposo que te despertara —dijo Lady McCairn—. ¡Te aseguro que a mí me resulta imposible dormir una vez que Sir Ewan ha decidido que debo despertar!

Hablaba la dama de un modo insinuante que reveló claramente al duque su intención de averiguar si él y Jabina habían dormido juntos. La joven, por el contrario, no parecía haberse dado cuenta de la morbosa curiosidad de su anfitriona.

—A mí me cuesta un enorme trabajo despertarme por la mañana —confesó—. ¡Y por la noche no hay quien me haga irme a la cama!

—Pues según tengo entendido, Su Señoría no suele trasnochar mucho en Warminster —comentó Lady McCairn—. Al revés que la mayoría de los jóvenes ingleses, sé que milord lleva una vida muy disciplinada.

—En efecto —repuso el duque con sequedad—. Y ahora, con su permiso, señora, iré a ver si está todo a punto para nuestra partida —salió del comedor y enseguida Lady McCairn se volvió hacia Jabina.

—No podías haber hecho una elección más afortunada, querida. En Warminster llevarás una vida tranquila y ejemplar y el duque será, sin duda alguna, un marido digno de confianza.

—Sí, tal vez no sea tan aburrido como parece —murmuró Jabina sin pensar y vio el asombro reflejado en los ojos de su interlocutora.

—¡Mi querida niña! Estoy segura que no sabes lo que dices.

Jabina comprendió demasiado tarde que la señora repetiría sus palabras a cuantas personas se le cruzasen en el camino.

«Debe creer que me he casado con él, sólo por el título», pensó, mas ya era tarde para enmendar lo dicho, así que terminó de desayunar apresuradamente, diciéndose que debía aprender a contener la lengua.

Cuando ella y los dueños del castillo salieron del comedor, el duque aguardaba en lo alto de la escalera que conducía al vestíbulo. Como en la mayor parte de las casas escocesas, allí las habitaciones principales se encontraban en el primer piso. Mientras descendían a la planta baja, por los antiguos peldaños, el duque comentó con tono amable:

—No he tenido oportunidad de expresarle cuánto me agrada su casa. Y veo que tienen algunos interesantes retratos de familia …

—Sí, estamos muy orgullosos de nuestra colección —repuso la dama—. Ahí tienen al jefe del clan que peleó contra los daneses.

Habían llegado ya al vestíbulo y Lady McCairn señalaba una pintura que, era evidente, necesitaba una buena limpieza.

—¡Un hombre magnífico! —comentó el duque.

—Lo era —afirmó con orgullo la dama—. Y aquí pueden ver al primer baronet, que recibió el título de nuestro buen rey Jaime VI, una vez que este hubo sido coronado como Jaime I de Inglaterra. Y ésta es su esposa, una linda criatura que le dio nada menos que catorce hijos, de los cuales sobrevivieron diez.

—¡Admirable! —murmuró el duque.

Lady McCairn les condujo entonces ante un cuadro que ocupaba el lugar de honor en el vestíbulo.

—Ésta es nuestra antepasada más romántica —explicó—, retratada en compañía de su esposo.

—¿Por qué romántica? —inquirió Jabina de inmediato.

—¡Oh, su historia es tan interesante…! Cuando la rebelión de 1745, el jefe de los McCairn llegó a un entendimiento con los ingleses, que concedieron inmunidad a su clan.

—¿Y ella? —preguntó Jabina.

—Se llamaba Jean Ross y era una leal jacobina que los ingleses descubrieron espiando a sus tropas. ¡Entonces fue traída al castillo y condenada a muerte!

—¿Y… se cumplió la sentencia? —La expresión de Jabina reflejaba el más vivo interés.

—No, y por eso he dicho que su historia es apasionante. Cuando la sacaron de la sala donde había tenido lugar el juicio, Sir Angus McCairn, jefe del clan, que se había enamorado locamente de ella, hizo una declaración sorprendente.

—¿Qué fue lo que dijo? —inquirió Jabina muy excitada.

—Esto exactamente: «¡Que nadie toque a esa mujer… porque es mi esposa!».

—¿Y eso la salvó?

—Por supuesto, ya que los ingleses habían garantizado inmunidad a Sir Angus y a su clan.

—¿Pero no descubrieron que el matrimonio no existía?

—¡Mi querida Jabina! —exclamó Lady McCairn echándose a reír—. ¡No irás a decirme que no conoces nuestra viejas tradiciones! En Escocia, el matrimonio por declaración hecha en presencia de testigos es perfectamente legal. Así que cuando Sir Angus pronunció aquellas palabras, él y la bella Jean Ross quedaron convertidos de hecho en marido y mujer.

Un tenso silencio sucedió a la explicación de la dama. Jabina percibió que el duque contenía el aliento y su rostro había palidecido.

—Estoy segura de que también Su Señoría conoce esa peculiar costumbre nuestra —agregó Lady McCairn volviéndose hacia él—. Por ejemplo, si usted y Jabina no hubiesen estado casados al llegar aquí, ahora lo estarían legal e irrevocablemente, puesto que lo han declarado ante nosotros.

Había un brillo de malicia en los ojos de la dama, como si desde el primer momento hubiera sospechado la verdad. El duque logró esbozar una sonrisa y asintió levemente con la cabeza, pero ni él ni Jabina pronunciaron una sola palabra hasta que llegaron a la puerta principal, donde sus anfitriones se despidieron de ellos.

—Adiós, Jabina —dijo Lady McCairn—. Ha sido un placer teneros a ti y a tu esposo con nosotros… y espero, Señoría, que cuando vuelvan a Escocia, nos hagan el honor de aceptar otra vez nuestra hospitalidad.

—Es usted muy bondadosa, milady —logró contestar Jabina, que sentía la garganta seca y no se atrevía a sostener la mirada del duque. Éste se despidió cortésmente de los McCairn y les expresó su agradecimiento. Luego, ambos subieron al coche que les aguardaba ante la puerta.

Los sirvientes les cubrieron las piernas con las mantas de viaje y el calentador para los pies fue colocado en el piso del carruaje.

Higman fustigó con el látigo a los caballos y éstos iniciaron el largo recorrido que tenían por delante.

Jabina había esperado que, al encontrarse a solas, el duque estallaría en improperios y maldiciones, pero como no decía nada, ella le miró de soslayo, temerosa.

Milord tenía la vista dirigida al frente y los labios apretados. Su expresión era indescifrable. Jabina, no pudiendo soportar durante más tiempo aquel tenso silencio, dijo con voz trémula, casi en un susurro:

—Lo… lo siento.