Capítulo 7

Llegaron a Quillebeuf en las últimas horas de la tarde siguiente. Habían tenido, en términos generales, un viaje bastante cómodo, a pesar del camino lleno de curvas de la última parte.

Quillebeuf, a orillas del Sena, era una pequeña y bonita población, con una sola posada pero bastante buena.

Parecía un lugar extraño para que el general quisiera pernoctar en él, hasta que Jabina recordó que sólo les tomaría cuatro horas más llegar a El Havre al día siguiente. De ese modo, se presentarían en su destino a una hora apropiada para ser recibido con la adecuada ceremonia.

Había hecho mucho calor durante el día y a Jabina le agotó recibir el sol en pleno rostro y en el cuello, mientras avanzaban a la velocidad exigida por el general. El cochero había hostigado a los caballos llegando a extremos de crueldad.

Como el día anterior, era casi imposible conversar, por lo que Jabina se contentó con ir sentada cerca del duque y preguntarse si pensaría en ella tanto como ella en él.

El duque la había despertado de un sueño profundo a las seis de la mañana y, por un momento, le resultó difícil recordar dónde se encontraba. La enorme cama había resultado muy cómoda y casi no se había movido en toda la noche.

El duque ya estaba levantado y vestido. El sol entraba a raudales en la habitación, cuyas ventanas estaban desprovistas de cortinas.

—La señora querrá que le lleves el café dentro de una hora —dijo el duque—. Será mejor que te vistas y bajes a comer algo… o te quedarás sin desayunar.

Jabina le sonrió, soñolienta, el rojo cabello esparcido sobre las almohadas, los ojos pesados aún por el sueño.

El tenía un aspecto muy extraño, pensó Jabina, con el parche sobre el ojo y la herida en la frente.

—Estaba… soñando —murmuró.

El la miró y la joven creyó advertir cierta ternura en su mirada.

—¡Date prisa, Jabina! —le dijo—. No debemos dar motivo a nuestros patrones para que se enfaden con nosotros. Y es vital que lleguemos a Quillebeuf.

Salió de la habitación cerrando la puerta tras de sí y Jabina oyó sus pisadas que bajaban la escalera de madera.

La inquietó recordar que habían dormido juntos y se preguntó qué habría dicho él si de pronto ella se hubiera arrojado a sus brazos diciéndole: «¡Te quiero!».

Casi podía ver su implacable actitud y escucharle decir que no la amaba y que sólo deseaba ser libre.

«¿Por qué tuve que conocerle?» —se preguntó Jabina llena de desconsuelo, pues sabía que aunque John no la amara y aunque ella se viera obligada a dejarle y no volver a verle nunca, le llevaría siempre en el corazón.

—Le amo… le amo… —dijo en voz alta.

Pero no debía hacerle enfadar llegando tarde a atender a la señora Delmas. Se vistió aprisa, colocó su camisón dentro del cesto de mimbre y llevó este abajo, pensando que no tendría tiempo de volver a buscar su ropa, una vez que el general decidiera ponerse en marcha.

Estuvo acertada en su suposición. Apenas había terminado de vestir a la señora Delmas, cuando el general mandó recado de que ya estaba esperando y que el carruaje se encontraba en la puerta.

Sentada en el pescante, Jabina decidió contemplar la campiña y prestar atención a los labriegos que trabajaban los campos y a las pequeñas aldeas que dejaban atrás. Mas se encontró pensando de nuevo en el duque. Habían sucedido tantas cosas, en tan rápida sucesión, que sus recuerdos se mezclaban.

«Para mí ha dejado de ser un hombre aburrido, porque le amo» —se dijo. Ya sólo le importaba estar a su lado.

Era difícil tratar de evitar que él advirtiera cómo la emocionaba que le rodeara la cintura con su brazo y la acercara a su cuerpo.

La tarde anterior, había apoyado inconscientemente la cabeza sobre su hombro y se había quedado dormida. Ahora, sentía el intenso deseo de frotar la mejilla contra la suya, de mirarle a los ojos y decirle cuánto le amaba.

Trató de recapacitar. Sabía demasiado bien cuáles eran los sentimientos del duque y estaba segura de que sólo ansiaba verse libre de ella. Si hubieran llegado al sur de Francia, la habría dejado con su tía y ya se hubiese olvidado por completo de su existencia.

Como no era escocés, tal vez la ley le ofreciera un resquicio para librarse, de algún modo, de un matrimonio impuesto por las circunstancias. ¡Quizá la ley escocesa no se aplicaba a los ingleses!

De cualquier manera, Jabina estaba segura de que, sin importar lo que sucediera, el duque vería la forma de lograr que no volvieran a encontrarse nunca. Y como no tenía deseos de casarse, no le afectaría quedar atado a una mujer a lo que no vería jamás.

Para ella el futuro lejos de él era aterrador.

¡Estar separada del hombre que amaba era un destino peor que el fuego del propio infierno!

Hubiera querido suplicarle al duque que pensara en alguna alternativa, pero no había posibilidad de que la discutieran con el cochero junto a ellos. Además, ninguno de los dos podía hacer nada con respecto a su problema, hasta que se encontraran a salvo en Inglaterra.

Jabina sintió un estremecimiento al pensar en los escollos que tendrían que salvar para llegar a su país.

Aun cuando estuvieran ya en Quillebeuf, tendrían que encontrar a los contrabandistas, escapar de los centinelas y cruzar el Canal, lo cual era bastante difícil.

Recordaba las historias que había escuchado acerca de los barcos guardacostas que disparaban sobre los botes de los contrabandistas, quienes tenían que luchar por su vida. Y sabía de muchas personas que habían muerto en tales escaramuzas.

De pronto, todo su espíritu de aventura la abandonó; se sintió débil y temerosa. Era mujer y no le agradaba en absoluto enfrentarse a la violencia.

Luego, con decisión, se dijo que el duque la protegería. Tal vez no estuviese interesado en ella como mujer, pero sin duda consideraba un deber moral evitar que le sucedieran nada malo.

«¿Cómo pude pensar siquiera en atravesar Francia sola? —se preguntó, comprendiendo que el duque había tenido razón al insistir en que debía ir acompañada por una persona de respeto—. Debo decirle cuánto siento haber discutido con él de forma tan tonta acerca de eso».

Tan pronto como llegaron a la posada de Quillebeuf, la señora Delmas anunció que se iba a la cama.

—Voy a cenar en mi cuarto —dijo, y el general no protestó.

«Madame» no sólo estaba cansada, sino que intentaba tener el mejor aspecto posible cuando llegaran a El Havre. Por lo tanto, necesitaba que le aplicaran en la cara una mascarilla especial de belleza, además del acostumbrado masaje en los pies y las manos y también en la espalda.

Todo ello tomó mucho tiempo, y cuando Jabina se vio libre al fin, se sentía acalorada y exhausta.

Después de dejar a la señora Delmas descansando en la oscuridad de su cuarto, Jabina subió otro tramo de escaleras hacia la habitación que le había sido destinada. Era muy diferente de la que había compartido ella y el duque la noche anterior. No estaba en el desván y además contenía otros muebles aparte de la cama. Aunque el piso de madera estaba desprovisto de alfombra, se veía limpio y bien pulido.

Había también un lavabo y Jabina se quitó el vestido de sarga negra y se aseó bien con una esponja.

Luego se puso el único vestido adicional que poseía: el de algodón que, según le habían dicho, una doncella debía usar por las mañanas cuando tenía que hacer trabajos fuertes.

Jabina tal vez estaba invirtiendo el proceso, pero el vestido era fresco, limpio y mucho más favorecedor que aquel otro negro que había usado todo el día. La falda era amplia, sobre una enagua de algodón un poco rígida. El bajo escote se sujetaba con una jareta. Tenía mangas cortas y lo acompañaba un delantal. Una cofia, que le permitía ocultar su cabello, completaba el atuendo.

Como casi habían llegado al final del recorrido y era muy probable que la despidieran, se cepilló lo que quedaba del polvo oscuro que cubría su pelo y dejó que éste brillara a la tenue luz del crepúsculo. Mas entonces recordó que la señora Delmas había expresado algunas palabras de aprobación cuando Jabina le estaba masajeando la espalda.

—Tus manos son muy suaves —había dicho—. No parece que hayas hecho nunca trabajos duros, Marie.

Jabina se puso rígida, preguntándose si la señora sospecharía algo, pero la francesa había añadido:

—Quiero que conserves las manos así. Detesto que me toquen dedos ásperos. Tengo una piel muy sensible.

—Sí, su piel es muy delicada, señora —murmuró Jabina.

—Por lo tanto, le comunicaré a la servidumbre, cuando lleguemos a El Havre, que te dedicarás de manera exclusiva a atenderme a mí. Que las otras doncellas se encarguen de limpiar, de lavar y de encender el fuego. Quiero que tú te dediques sólo a mí y a mi ropa. ¿Sabes coser?

—Sí, señora.

—Muy bien. Aunque estemos lejos de París, no tengo por qué perder mi elegancia, ni convertirme, como tantas otras esposas de oficiales, en el proverbial espantapájaros.

—¡Usted jamás tendría ese aspecto, señora, estoy segura! —dijo Jabina, extremando su amabilidad.

Pero nada podía alterar el hecho de que el cabello de la señora Delmas era escaso y de un color poco atractivo.

«Ni todo el cepillado del mundo podría hacerlo brillar como el mío» —pensó ahora Jabina y de pronto recordó que el duque debía estar esperándola. Ocultó el rojo cabello a toda prisa bajo la cofia y bajó la escalera.

Encontró al duque en la cocina, dando prisa a una anciana para que preparase la cena del general.

—¡Ven y ayúdame! —dijo a Jabina—. El general se está poniendo impaciente. El mesonero está sirviendo bebidas a otros viajeros y no puedo hacer que esta buena mujer se mueva.

—Yo le ayudaré —se ofreció Jabina y su ayuda fue aceptada con gratitud. Poco después, la anciana madre del posadero había dejado en sus manos la confección de una tortilla, mientras ella se dedicaba a terminar el gallo al vino y las carnes frías que completarían el menú.

—Ve a poner la mesa —dijo Jabina al duque—, y da al general bastante de beber para tenerlo contento.

—¡Eso he estado haciendo! —repuso él con una sonrisa, pero obedeció y, cuando volvió a la cocina, la tortilla estaba lista. Jabina la puso en el plato y le dijo al duque:

—¡Date prisa! Procura hacer que coma cuando todavía está caliente. Ven después a recoger lo demás.

Como a la vez siguiente, el duque iba cargado con una tarta de pichón, asado de ternera y unas salchichas grandes que sabían mucho a ajo, Jabina tuvo que ayudarle a llevar la fuente que contenía el gallo al vino a la salita privada donde esperaba el general.

Era una habitación pequeña pero confortable, con vigas de madera en el techo y amueblada al estilo bretón. Destacaban un armario pegado a una de las paredes y, frente al fuego, un banco de madera tallada cubierto de cojines.

El general se hallaba sentado ante una mesa pequeña, con varias copas de vino, ya vacías, delante. Al verles aparecer, comentó dirigiéndose a la joven:

—Marie, Jacques me ha dicho que eres tú quien ha preparado la tortilla.

—Así es, señor.

—Está muy buena. Veo que tendremos que encargarte de la cocina cuando lleguemos a El Havre.

—Temo que la señora no lo permita —repuso la joven—. Ya me ha dicho que quiere que la atienda a ella de manera exclusiva. Claro que yo no podría permitir que usted pasara hambre …

—Parece que no hay peligro de eso esta noche —dijo el general, sonriendo. El duque colocó sobre la mesa los platos con diferentes manjares y Jabina ofreció el gallo al vino al general. Éste se sirvió una porción generosa. La joven, recordando la ensalada que también había preparado, volvió a la cocina para recogerla.

No había pudín como postre, pues la madre del posadero era incapaz de tales exquisiteces, pero sí queso y fruta del tiempo.

El general declaró que estaba satisfecho y que no quería comer más. Ordenó a su ayuda de cámara que le sirviera un poco de coñac y, mientras el duque iba a buscarlo a la taberna de la posada, Jabina apiló los platos sucios en una bandeja.

—¿Quiere café, señor? —preguntó.

—Si lo haces tú misma …

—Por supuesto, señor.

Al volver de la cocina, Jabina encontró al duque en el pasillo, con una botella de coñac en la mano.

—Tengo algo que decirte —murmuró él—, tan pronto como hayas terminado.

—Ahora el general quiere café.

—Nos daremos prisa en llevárselo, pero si quiere algo más, ¡que se lo sirva él mismo!

—¿Estás dispuesto a decírselo así? —preguntó Jabina en tono de broma y corrió hacia la cocina.

Cuando entró de nuevo en la salita con el servicio de café, el duque estaba aún con el general, que se encontraba con una copa de coñac en la mano, de espaldas a la chimenea, y peroraba sobre la táctica que había empleado en una batalla de la que, sin duda alguna, había salido vencedor.

—¡Ah, el café! —exclamó al ver a Jabina—. Bien, Jacques, puede retirarse. Llévese mi espada y encárguese de que esté perfectamente limpia mañana. Me pareció que la empuñadura no estaba hoy tan brillante como debía.

—Lo haré ahora mismo, mi general —contestó el duque con aire servil. Cogió la espada del asiento donde su amo la había puesto y salió.

Jabina colocó la bandeja sobre la mesa y se dispuso a seguir al duque, pero el general la detuvo diciendo:

—Sírveme el café, Marie. Con dos cucharadas de azúcar.

Jabina hizo lo que le decía y ofreció la taza al general, mas éste no hizo intención de tomarla.

—Tienes una piel muy blanca, Marie —dijo mirando fijamente a la joven.

—Eso me han dicho, señor —repuso ella fríamente.

—¿Eres feliz con tu marido?

—Sí, señor.

—¿Es bueno contigo?

—Muy bueno, señor.

—¿Y sabe apreciar tu blanca piel?

Había algo en el tono del general que hizo a Jabina sentirse nerviosa. Dejó la taza con cuidado sobre la mesita cercana a la chimenea y dijo:

—Si no necesita nada más, señor, debo ir a ayudar a mi marido.

—El puede limpiar una espada sin tu ayuda. Quédate y cierra la puerta con llave —ordenó el general.

Jabina se sobresaltó al oírle. Miró al hombre directamente a los ojos y sintió que un temor repentino la invadía.

—¿Cerrar… la puerta con llave, señor? —preguntó titubeando.

—Ya me has oído.

—Pero creo… que debo ir con mi marido.

Se alejó del general, pero cuando casi llegaba a la puerta, él dijo con suavidad calculada:

—Me parece que Jacques se ha recuperado notablemente de sus heridas. Creo que mañana le haré examinar por el oficial médico de El Havre. Si ya se encuentra bien, debería estar peleando por Francia.

—¡Oh, pero no puede hacer eso…! —exclamó Jabina, mas entonces recordó que al día siguiente ni ella ni el duque estarían allí.

Como si hubiera adivinado sus pensamientos, el general añadió:

—Desde luego, si creyera que está eludiendo su deber, podría hacerle arrestar esta misma noche.

—Pero…, ¿por qué tendría el señor que hacer una cosa así? —preguntó Jabina, intentando disimular su angustia con una sonrisa nerviosa.

—Cierra la puerta y te lo diré —fue la respuesta del general.

Tratando desesperadamente de pensar lo que debía hacer y, al mismo tiempo, aterrorizada de que el general pudiera llevar a cabo su amenaza, Jabina se dirigió lentamente hacia la puerta. Se le ocurrió que tal vez pudiera abrirla y salir corriendo en busca del duque, mas comprendió que esto le pondría en un grave aprieto a él.

—Cierra y entrégame la llave —dijo el general, y ahora no había la menor duda de que su orden era terminante.

Jabina empezó a darle la vuelta a la llave, mas se le ocurrió de pronto que debía fingir que estaba haciendo lo que el general le ordenaba, pero dejar la puerta abierta por si se le presentaba la ocasión de escapar.

Movió la llave en la cerradura sin darle la vuelta, la sacó y se acercó al general con ella en la mano.

El alargó la suya, pero no para coger la llave, sino para quitarle a Jabina la cofia que cubría su cabeza. Como el cabello no estaba sujeto con horquillas, cayó sobre los hombros de la joven como un manto de fuego que pareció encender una llamarada en los ojos del hombre. Súbitamente, cogiéndola entre sus brazos, la obligó a tenderse por la fuerza en el banco que había frente a la chimenea.

Por un momento, Jabina se quedó sin aliento, tanto por la sorpresa como por la brutal acción del general. Después, cuando lanzó un grito, el hombre se arrojó sobre ella.

Jabina creyó que trataría de besarla y volvió la cara, golpeándose contra el duro respaldo del banco. Pero lo que hizo el general fue tirar del cuello del vestido para desgarrar la tela y dejar sus senos al descubierto.

Jabina volvió a gritar, sintiendo náuseas al notar las ásperas manos masculinas sobre su piel desnuda. Intentó incorporarse, pero él la empujó, golpeándole la frente con tanta fuerza que casi la dejó sin sentido.

Momentos después, sin saber cómo, se vio libre del peso del general. Volvió la cara y vio que el duque lo estaba arrastrando hacia el suelo. De la espalda del militar surgía la empuñadura de su propia espada, cuya hoja le atravesaba el cuerpo.

—¡John! ¡John! —gritó Jabina horrorizada. Trató de sentarse pero sus músculos no la obedecían y estaba temblando de pies a cabeza como si tuviera fiebre. Se dio cuenta de que tenía el pecho desnudo y estuvo a punto de echarse a llorar.

La voz del duque sonó entonces autoritariamente, tanto, que Jabina sintió como si le hubiera arrojado un cubo de agua fría:

—¡Levántate y ayúdame! Cierra la puerta con llave; podría venir alguien. Por un momento, la joven apenas se dio cuenta de lo que él le decía, hasta que le vio arrastrar al general para alejarlo del banco. Temblando, se puso de pie y recogió la llave del suelo, donde la había dejado caer.

—¡Cierra pronto! —ordenó el duque—. Y después abre ese armario.

Jabina, haciendo un esfuerzo, llegó a la puerta, dio vuelta a la llave y miró a su alrededor. El duque llevaba al general, muerto o inconsciente, hacia el gran armario de estilo bretón. Ella se apresuró a abrir la puerta de éste. Se hallaba vacío. Sólo había un anaquel en la parte superior para los sombreros y unas cuantas perchas para la ropa.

El duque metió dentro al general, después cerró el armario con llave y tiró ésta al fuego.

—Esperemos que no lo encuentren demasiado pronto —dijo con voz extrañamente calmada, pero que logró disipar en parte el terror que Jabina experimentaba en aquellos momentos. Seguía temblando pero menos violentamente.

El duque cogió la botella de coñac que había sobre la mesa y sirvió un poco en un vaso.

—¡Bebe esto!

—¡No! —protestó Jabina, pero él le puso el vaso en los labios y la obligó a beber. Ella empezó a toser y creyó que se ahogaba mientras que aquella bebida ardiente, que nunca había probado, le corría garganta abajo. Pero dejó de temblar.

El duque la cogió de un brazo y cruzó con ella la habitación en dirección a la puerta. Se asomó al pasillo con cautela y luego hizo salir a Jabina. Una vez fuera, cerró con llave y a continuación empujó ésta por debajo de la puerta, de modo que quedó dentro de la salita.

—Eso les desconcertará un poco —dijo en voz baja—. ¡Ven! Tenemos que salir de aquí cuanto antes.

Jabina lo miraba con los ojos muy abiertos, mientras se cubría el pecho con los trozos de tela rasgada.

El duque echó una rápida ojeada alrededor. En una percha del vestíbulo se veía colgado el abrigo del general, así como la capa forrada de piel de la señora Delmas, ya que como hacía calor, Jabina no había considerado necesaria subirla.

El duque cogió la capa y se la echó a Jabina sobre los hombros.

—Cógete de mi brazo —le indicó—. Si alguien nos ve, pensará que vamos a tomar un poco el aire.

Recorrieron el pasillo tratando de actuar con naturalidad, pero no encontraron a nadie. La anciana estaba ocupada en la cocina acompañada de una joven ayudante y el mesonero continuaba sirviendo bebidas en la taberna.

Llegaron al patio, y el duque, mirando rápidamente alrededor, vio una carreta abierta, tirada por un caballo que había sido atado a un poste. Echó a andar hacia ella con tal velocidad que Jabina encontraba difícil mantenerse a su paso. Cuando llegaron a la carreta, él la levantó en brazos para subirla al pescante. Luego desató el caballo y lo llevó de las riendas para sacarlo al patio.

Podían oír voces y risas procedentes de la taberna. Jabina, a través de las ventanas, vio a varios hombres reunidos en torno al mostrador. El barullo que formaban les impedía oír el ruido de la carreta. En aquel momento, entretenidos como estaban, ninguno de ellos miraba hacia fuera.

En cuanto salieron del patio de la posada y se encontraron en el camino, el duque subió a la carreta y, tomando las riendas, hostigó al caballo para que acelerase la marcha.

—No tenemos que ir demasiado lejos —explicó a Jabina—. He averiguado que los contrabandistas vienen hasta la desembocadura del río. En un lugar situado a dos kilómetros de aquí, recogen la mercancía.

Jabina no dijo nada y después de un momento, él añadió:

—Eso es lo que quería decirte cuando te encontré en el pasillo.

—Pensé… que no me habías oído… gritar —murmuró Jabina con un sollozo contenido.

—Ha sido culpa mía —dijo el duque—. No debí dejarte sola con él. ¡Cerdo lujurioso!

Había tanta violencia en su tono, que Jabina le miró sorprendida. En aquel momento, se quitó el parche que cubría su ojo y lo arrojó lejos.

—¡Gracias a Dios puedo deshacerme ya de esto! —exclamó—. Por fortuna, no me ha impedido ver el lugar exacto de la espalda de un hombre donde se le puede clavar un instrumento afilado para matarle.

—¡Le has matado con su propia espada! —dijo Jabina horrorizada.

—Hubiera querido dispararle con su pistola y hacerle un agujero con su propio cañón —dijo el duque con furia.

—Creo que yo sabía que tú… me salvarías —dijo Jabina en voz baja—. Al mismo tiempo… ¡ha sido horrible! No pensaba que un hombre que se suponía que era un caballero pudiera hacer una cosa así.

—Tienes mucho que aprender.

—Ahora ya lo sé —dijo ella gravemente—. Tenías tanta razón… Jamás habría podido viajar sola a través de Francia.

El duque no contestó y Jabina tuvo la impresión de que no quería hablar. Ahora que ya habían pasado el pueblo, avanzaban con mayor cautela en la oscuridad. Sin embargo, la noche no era muy oscura y les permitía ver el angosto camino que corría paralelo al Sena.

Debieron de avanzar poco más de un kilómetro antes de que el duque detuviera el caballo.

—Vamos a ir andando desde aquí —dijo—. No he olvidado lo que el duque de Saint Croix nos dijo sobre los centinelas.

—¿No sería mejor ponernos en contacto con los agentes realistas? —preguntó Jabina—. Ellos deben saber mejor que nosotros dónde pueden estar los contrabandistas.

—No hay tiempo para eso. Cuando encuentren al general, registrarán meticulosamente toda la zona. ¡Si no escapamos esta noche, Jabina, nos arrestarán bajo la acusación de asesinato!

Jabina se estremeció.

—No quiero asustarte —dijo él con voz más amable—, pero no debemos permanecer en Francia un minuto más de lo necesario.

—No, por supuesto que no —contestó ella.

El duque la ayudó a bajar de la carreta. Luego hizo dar la vuelta al caballo y volverse en la dirección por la que habían venido.

Tomó a Jabina de la mano y empezó a caminar con ella por un camino que les alejaba del río.

—¿No sería mejor seguir el curso del agua? —preguntó Jabina.

—Eso es exactamente lo que esperarían que hiciese un forastero —contestó el duque.

Habían caminado unos cuantos metros cuando de pronto el duque tiró de Jabina y la hizo esconderse entre unos arbustos. Le puso un dedo sobre los labios para que callara.

La luz de la luna, aunque escasa, les permitió ver a dos soldados que, de espaldas a ellos, miraban hacia el río.

—Tenemos que correr un riesgo —murmuró el duque—. Ve a donde están esos hombres y diles que has perdido tu perro. Trata de convencer a uno de ellos para que vaya a buscar al animal y procura dar conversación al otro.

Notó que ella contenía el aliento.

—¡Sé valiente! —añadió con suavidad—. Si hay dificultades, te juro que te salvaré.

Y como Jabina se dio cuenta de que él confiaba en su valor, se obligó a sí misma a obedecer, aunque hubiera querido aferrarse a él, decirle que no le dejaría, mas comprendió que la despreciaría como a una mujer cobarde.

Haciendo acopio de valor, salió del camino, silbando al hacerlo.

—¡Fido! ¡Fido! —llamó y silbó de nuevo.

Vio que los soldados se volvían con brusquedad al escuchar su voz. El que parecía mayor de los dos, se acercó a ella y le cerró el paso. Iba a decir algo, pero Jabina se le adelantó:

—¡Oh, señor…, ayúdeme, por favor! ¡Tengo un terrible problema!

Se retiró la capucha de la capa al hablar, para que él pudiera verle la cara a la luz de la luna.

—¿Qué sucede, señorita? —preguntó el soldado.

—Mi ama me ordenó que paseara a su perro —dijo Jabina con un sollozo convincente—, pero el animalito se me ha escapado. ¡Se pondrá furiosa conmigo si no lo encuentro!

—¿Cómo es el perro? —preguntó el soldado, mientras su compañero se acercaba a ellos.

—Es pequeño, de piel oscura y muy inteligente —contestó Jabina—. Siempre acude cuando lo llamo. ¿Cree que alguien puede habérmelo robado?

—Lo más probable es que se haya metido en la madriguera de algún conejo. Anda, Henri, da una vuelta a ver si lo encuentras. Sílbale.

—Está bien —dijo el otro soldado—. ¿En qué dirección se fue, señorita?

—Creo que por ahí —dijo Jabina, señalando con la mano hacia el camino opuesto al río—. Por favor, sílbele fuerte, porque es posible que no me haya oído a mí, si está ocupado en perseguir a un conejo.

—Es lo más probable. Anda, Henri, tú tienes especial talento para tratar a los perros.

El soldado más joven se alejó silbando. Jabina levantó la mirada hacia el otro.

—Es usted muy bondadoso —le dijo—. Resulta muy difícil encontrar un empleo en estos tiempos y no quiero perder el que tengo.

—Estoy seguro de que alguien le daría empleo si lo necesitara —dijo el centinela en un tono de pretendida galantería.

—¡Oh, no crea! Están las cosas tan difíciles… La señora para la que trabajo ahora es muy dura y me trata de un modo horrible. ¡Pero qué remedio!… Tengo que sostener a mi madre y a mis tres hermanas pequeñas. Mi padre y mi hermano se encuentran ahora en el ejército.

—¿De veras? —se interesó de inmediato el soldado—. ¿Y en qué regimiento están?

Jabina mencionó el que había leído en la falsa documentación proporcionada al duque.

—¡Ah, lo conozco muy bien! —Se dio aires de importancia el centinela—. Un puñado de valientes…, aunque fueron diezmados en Austria.

—¡Ay, no me diga eso! ¿Usted cree que… que mi padre y mi hermano pueden haber muerto en batalla? —preguntó Jabina con voz trémula—. ¡Hace tanto tiempo que no sabemos de ellos!

—Vamos, no se alarme, señorita —dijo de inmediato el hombre, lamentando sin duda haberla preocupado—. Seguramente estarán bien, pero la guerra es la guerra y la vida, a menudo, muy incierta.

—Sí que lo es, bien puede decirlo… Para ustedes debe de ser muy duro tener que montar guardia noche tras noche, haga frío o calor.

—Tenemos que estar alerta para evitar que se nos cuelen los espías. Y ahora nos dicen que hay una gran cantidad de ingleses tratando de escapar de Francia …

¡Malditos ingleses! Cuanto antes los tengamos en prisión, mejor, ¡eso es lo que yo digo!

Pero no pudo decir más de momento, porque algo le pegó en la parte posterior de la cabeza. Se inclinó hacia delante al recibir otro fuerte golpe asestado por el duque con una piedra, que le dejó sin sentido.

El centinela cayó a tierra y entonces el duque cogió a Jabina de la mano y ambos echaron a correr hacia el río.

Continuaron alejándose siguiendo el curso del agua, hasta llegar a un lugar donde el río describía una curva. Entonces vieron una casucha en cuyo interior se percibía luz. Varios hombres entraban y salían, llevando bultos sobre los hombros.

Bajaban a la orilla del río, donde había una barca amarrada.

El duque y Jabina se fueron acercando cautelosamente, pegados a los arbustos. Finalmente se agacharon entre los juncos que crecían al borde del agua.

—¿Cuánto nos falta para terminar? —Oyeron decir en inglés a uno de los hombres, con marcado acento campesino.

Con cuatro barriles llenaremos la popa —le contestó otro de voz igualmente ruda—. Después seguiremos con la proa.

Jabina y el duque apenas se atrevían a respirar. Los hombres dejaron los barriles en la barca y regresaron a la casucha. Cuando se perdió el rumor de sus voces, el duque tiró de Jabina y ambos corrieron hacia la embarcación. Rápidamente, el duque sacó tres barriles de la parte de popa y, cuidando de no hacer ruido, los dejó caer al agua uno tras otro.

Después levantó a Jabina en brazos y la depositó en el hueco que había hecho en la carga. Mientras ella se instalaba lo más cómodamente posible, él se deslizó a su lado. Acababan de ocultarse cuando oyeron volver a los hombres.

Jabina temblaba de miedo, adivinando que aquellos contrabandistas no dudarían en vengarse de ellos, si les descubrían, por haber echado a perder parte de su mercancía.

Afortunadamente, ahora se encontraban colocando el resto de la carga en la proa.

—Poned los bultos de tabaco en el centro —ordenó el que llevaba la voz cantante—. El agua no debe salpicarlos.

—No podemos meter ya mucho más —comentó otro de los contrabandistas, que por su voz debía ser el más joven.

—¿Que no? ¡Muchacho, te sorprendería ver lo que somos capaces de llevar! —contestó el jefe—. ¡Vamos a ganar una fortuna en este alijo, no te quepa la menor duda!

—¡Ojalá tengas razón! Pero si la carga es muy pesada no podremos escapar de los guardacostas.

—¡Fuego del infierno! ¡Deja ya de gruñir o nos va a traer mala suerte! Prosiguieron sin hablar su tarea, con idas y venidas continuas del bote a la casucha. La embarcación se iba hundiendo más y más en el agua, según la iban cargando.

—¡Bueno, esto ya está! —exclamó por fin el jefe—. ¡Anda, muchacho! Di a los de arriba que se den prisa. No hay tiempo que perder si queremos llegar antes de que amanezca.

Jabina procuró acomodarse mejor. El duque tuvo que rodearla con sus brazos para que ambos pudieran caber en el reducido espacio de que disponían.

Todos los contrabandistas subieron por fin al bote. Por sus voces y el ruido que hacían, debían de ser más de una docena. Con tal cantidad de remeros, pensó Jabina, era posible que no tardaran demasiado tiempo en cruzar el Canal.

Cuando el bote se puso en movimiento alejándose de la orilla, se oyó la voz de un francés que despedía a los contrabandistas.

—Au revoir, messieurs¡Bon chance! ¡Les esperamos la próxima semana!

—¡Entonces nos veremos! —contestó el jefe.

—¿Qué tal ha ido la cosa? —preguntó uno de los contrabandistas cuando ya iban avanzando por el río.

—Bastante bien —repuso otro—. Estos franchutes son buenos para el regateo, pero quieren comerciar de nuevo ahora que estamos otra vez en guerra. Necesitan nuestro oro y están dispuestos a vendernos cualquier cosa a cambio. ¡Nos venderíamos a la misma Josefina Bonaparte si quisiéramos comprarla!

Todos rieron al escuchar el comentario, mas entonces el jefe gruñó:

—¡Vamos, vamos! Tiempo habrá de reír cuando nos encontremos a salvo en casita. ¡Ahora remad con fuerza! El viento puede arreciar en cualquier momento y nos haría más difícil la travesía.

Obedecieron los hombres y se dedicaron a remar con indudable pericia. Recorrieron el último tramo del río a toda velocidad y pronto Jabina y el duque advirtieron que las olas del mar chocaban contra el casco del bote. Cuando estuvieron en medio del Canal, empezó a soplar un fuerte viento, haciendo que la embarcación oscilase bruscamente de un lado a otro. Jabina se alegró de no tener tendencia a marearse, ya que en aquel momento hubiese podido resultarles fatal. Empezaba a sentir agudos calambres por la forzada postura, pero no se atrevía a moverse, dándose cuenta de que el duque iba aún más incómodo, pues al menos ella podía recostarse sobre él, cuyos brazos la protegían de los barriles que se movían de vez en cuando a causa de las sacudidas. Apoyó la cabeza en el hombro masculino y cerró los ojos, tratando de imaginar que John la tenía abrazada tan estrechamente porque así lo deseaba y no porque las circunstancias le obligasen a ello. Pensó que al duque le hubiera bastado inclinar un poco la cabeza para poder besarla. Casi le pareció sentir los labios masculinos sobre los suyos… Este pensamiento la hizo estremecerse, y como el duque debió de pensar que tenía frío, la apretó con mayor fuerza aún contra su pecho y se las arregló para cubrirla mejor con la capa.

Jabina pensó entonces que merecía su amor porque era atento y bondadoso con ella. Nunca, ni en sus sueños más locos, se le había ocurrido imaginar que un hombre fuera capaz de matar a otro por defenderla.

Al recordar a los soldados que había visto en la taberna la noche anterior y también la conducta del general Delmas, se sintió muy joven e ignorante. Y por primera vez desde que conoció al duque de Warminster, se le ocurrió preguntarse qué habría sido de ella si hubiese sido un desalmado como el general.

Comprendió lo afortunada que había sido cuando Su Señoría aceptó llevarla en el carruaje y, posteriormente a Francia en su yate. Pese a todos los conflictos en que ella le había metido, el duque la había protegido y librado de peligros que, cuando huyó de su casa, ni siquiera hubiese podido sospechar.

Se dijo con aprensión que toda su vida recordaría la espada que sobresalía del cuerpo del general y le pareció estar viendo de nuevo al duque arrastrando su cuerpo para ocultarlo en el armario.

«¡John ha matado a un hombre para salvarme!» —se repitió sintiendo deseos de llorar, mas comprendió que debía controlarse. El más leve gemido que llegase a oídos de los contrabandistas podía tener consecuencias fatales. Si les descubrían, aquellos hombres no dudarían en arrojarlos por la borda, tal como el duque había hecho con los barriles. Si tal cosa llegaba a suceder, nadie sabría jamás lo que había sido de ellos …

«No puedo dejarme dominar por la imaginación» —se dijo Jabina, consciente sin embargo de que, hasta que no llegasen a la costa inglesa, estarían en un terrible peligro.

«¡Por favor, Dios mío, ayúdanos! —oró—. Permite que lleguemos a nuestra patria… y haz que me quiera un poco… que no desee librarse de mí demasiado pronto… ¡Por favor, Dios mío, te lo suplico!».