Capítulo 1
1803
-Perdone, Señoría …
El duque de Warminster levantó los ojos del libro que estaba leyendo mientras comía.
De pie, en el umbral de la salita privada de la hostería, se encontraba su segundo cochero, dando vueltas con nerviosismo a su gorra de terciopelo.
—¿Qué sucede, Clements? —preguntó el duque.
—El tiempo está empeorando, milord, y el señor Higman considera que no es conveniente entretenernos más. Ha averiguado que hay bastante distancia hasta la próxima hostería, donde podríamos cambiar de caballos o descansar y pasar la noche.
—Muy bien, Clements. Estaré listo en unos minutos —contestó el duque. El cochero hizo una reverencia y salió de la habitación.
El duque cerró de mala gana su libro y cogió la copa de vino que tenía delante. Aunque de inferior calidad, era el mejor vino que había en la hostería. La comida no había sido buena tampoco. La cama estaba dura y la selección de platos era muy limitada.
Pero ¿qué podía esperarse de una región tan remota del país, en aquella época del año en que muy poca gente de importancia viajaba? Era una extravagancia ir a Escocia cuando aún había nieve en los caminos y el tiempo continuaba siendo incierto. Pero él estaba ansioso de discutir con el duque de Buccleuch, en el palacio de Dalkeith, acerca de un manuscrito que acababa de descubrir en Warminster y que relacionaba a sus familias durante el reinado de Enrique VIII.
Por lo tanto, se enfrentó a los elementos y su valor fue recompensado con lo que había sido, desde todos los puntos de vista, un viaje muy agradable a Edimburgo. Había pasado varias noches en el castillo de esa ciudad y después procedió a reunirse con el duque de Buccleuch en su palacio, donde mantuvieron prolongadas y eruditas discusiones con las que ambos gozaron mucho.
—Warminster es demasiado joven —había dicho la duquesa de Buccleuch a su esposo— para pasarse el tiempo revisando volúmenes polvorientos en lugar de andar cortejando a las muchachas bonitas.
—Al duque las jóvenes de la alta sociedad no le parecen tan atractivas como la historia del pasado —contestó su marido con una sonrisa.
La duquesa, sin embargo, hizo todo lo posible por interesar al duque de Warminster por su hija más joven, una agradable muchacha con talento considerable para la música y la pintura. El, aunque se mostró muy cortés, hizo notar con toda claridad que su único interés al visitar el palacio de Dalkeith era hablar con su propietario.
Inició su viaje de regreso muy satisfecho con los resultados de su visita y convencido de que, como estaban ya a principios de abril, la primavera no tardaría en hacer su brillante aparición.
Durante los últimos días habían soplado vientos sin precedentes, haciendo que el carruaje del duque se tambaleara por los caminos rudimentarios de la región, que las nevadas recientes habían hecho resbaladizos. Pero el duque estaba demasiado enfrascado en sus libros para reparar en tales incomodidades.
Se hospedó en el castillo de Thiristine, propiedad del conde de Lauderdale y estuvo unas noches en Floors, un magnífico edificio erigido en 1718 por Vanburgh.
Ahora ya no tenía más visitas que hacer, no había más anfitriones conocidos que pudieran ofrecerle su hospitalidad antes de cruzar la frontera.
Como era usual en tales ocasiones, los sirvientes del duque gruñeron y se quejaron de las incomodidades del viaje más que su amo, aunque el segundo carruaje, en el que viajaba el ayuda de cámara con el equipaje, contaba con ciertas comodidades que no disfrutaban otros viajeros más importantes que él.
Era muy lamentable que, al detenerse Su Señoría en «El Halcón y el Jilguero» a mediodía, el segundo carruaje no hubiera llegado aún, sin duda porque Highan, primer cochero del duque, había insistido en llevarse los mejores caballos que encontraran en la posta, lo que significaba que habían quedado solo otros inferiores para el otro coche.
—Le dije a Su Señoría, antes de que partiéramos —había dicho el tercer cochero muy disgustado, que no podríamos obtener animales decentes en un país tan salvaje como Escocia. Pero ¿me hizo caso Su Señoría? ¡Por supuesto que no!
Era una queja que los otros sirvientes habían oído un centenar de veces desde que salieran de Warminster. El hecho de que el duque hubiera llegado a Escocia en su yate, para seguir viaje en un coche desde Berwick-on-Tweed, no había disminuido en absoluto el resentimiento del cochero.
Al terminar de beber el vino, el duque se levantó de la mesa y cruzó la salita para tomar la capa forrada de piel con la que siempre viajaba. La tenía en las manos cuando se abrió la puerta y entró una doncella tocada con una cofia, al parecer la hija del mesonero, le hizo una reverencia.
—Tengo algo que pedir a Su Señoría —dijo la muchacha con fuerte acento escocés.
—¿De qué se trata? —inquirió el duque mientras se ponía la capa.
—Hay una dama anciana, Señoría, que le ruega sea tan bondadoso de permitirle viajar con milord hasta la próxima hostería, por donde pasa una diligencia. Su carruaje ha tenido un accidente y no tiene forma de seguir adelante sin su ayuda.
El duque se detuvo en el proceso de abotonarse la capa. Siempre se había negado a viajar con otras personas en un carruaje cerrado, y le molestaba todavía más la idea de hacerlo con alguien desconocido.
Le gustaba leer mientras viajaba, o contemplar el panorama en silencio mientras pensaba en los muchos proyectos que pensaba desarrollar en sus propiedades. La sola idea de tener que conversar o escuchar un monólogo interminable antes de llegar a la próxima hostería, le disgustaba profundamente.
—¿Será posible que no haya algún otro medio de que esa buena señora llegue a su destino?
—No, Señoría —contestó la muchacha—. La diligencia sólo pasa por aquí una vez a la semana. No volverá hasta el próximo sábado.
Con un suspiro de exasperación que no pudo reprimir, contestó el duque:
—Muy bien. Tenga la bondad de decir a esa dama que con mucho gusto le ofrezco un asiento en mi carruaje, pero que debo partir ahora mismo.
—¡Oh, se lo diré enseguida, milord! —contestó la doncella y, después de hacer una reverencia, salió aprisa de la salita.
El duque se disponía a seguirla cuando se presentó el mesonero con la cuenta. Esto era algo que había olvidado por completo. Siempre que viajaba sin su secretario, el ayuda de cámara se encargaba de liquidar las cuentas. El duque nunca se molestaba con tales detalles ni veía la necesidad de llevar dinero encima. Por fortuna tenía algunos soberanos de oro en el bolsillo del chaleco y puso uno de ellos en la bandeja que el mesonero presentaba, indicando con un ademán que no esperaba cambio. Sin duda alguna era más de lo preciso, porque el mesonero expresó su gratitud con numerosas reverencias y exageradas frases pretendidamente halagadoras. Acompañó al duque a su carruaje, diciendo que lamentaba mucho no haber sido avisado con anticipación de la llegada de Su Señoría, pues en ese caso habría estado mejor preparado para recibirle.
El duque se puso a pensar en otra cosa, como solía hacer cuando la charla de su interlocutor le aburría. Sin embargo dedicó una agradable sonrisa al mesonero y éste se quedó convencido de que milord se marchaba satisfecho.
Una fuerte ráfaga de viento estuvo a punto de arrancar el sombrero de la cabeza del duque. Éste, sujetándoselo con una mano, subió aprisa al carruaje. En un extremo de éste se hallaba sentada una mujer cubierta por una capa de viaje oscura. Tenía echada hacia delante la capucha bordeada de piel, de modo que su rostro permanecía en las sombras. Se cubría las piernas con una mantita de piel y cuando el duque se instaló en su asiento, el segundo cochero le puso también una sobre las rodillas y, bajo sus pies, un calentador que había sido reabastecido en la posada.
—Buenas noches, señora —dijo el duque a la dama—. Lamento saber que su carruaje sufrió un accidente y me alegra poder serle útil a fin de que pueda continuar su viaje.
—Gracias —repuso ella en voz baja y algo trémula. Debía de ser muy anciana, pensó el duque, así que seguramente dormiría la mayor parte del tiempo y no le molestaría. De todos modos, para demostrar que no pensaba trabar conversación, cuando el coche se puso en marcha, él abrió su libro de forma ostentosa y se puso a leer.
No había la menor duda de que el viento se había intensificado de manera considerable desde la mañana. Ahora golpeaba con ferocidad el carruaje y si éste no hubiera estado tan bien construido, las puertas habrían rechinado sin duda alguna.
El duque se instaló tan cómodamente como le fue posible, pensando que si alguien podía lograr una buena velocidad de los cuatro caballos que tiraban del coche era Higman. Al mismo tiempo, esperaba que el segundo carruaje no tardaría mucho en darle alcance. Cuando se trataba de pasar la noche en una hostería rural, su ayuda de cámara le resultaba indispensable. Trusgrove estaba a su servicio desde que él era un jovencito, y siempre se las ingeniaba, como por arte de magia, para conseguir agua limpia y caliente, un calentador para la cama y hasta una comida apetecible, por ínfima que fuese la categoría del lugar en cuestión.
De pronto, el duque se dio cuenta de que había viajado ya varios kilómetros sin que su compañera de viaje hubiera hecho el menor movimiento ni pronunciado una sola palabra. Se alegraba de ello, pues le había permitido hacer una buena acción sin sufrir ningún inconveniente. Pero al mismo tiempo no podía dejar de sentir cierta curiosidad respecto a la identidad de la desconocida. Una nueva y fuerte ráfaga de viento le dio una excusa para decir en voz alta:
—Este clima no parece propio de esta época del año, ¿verdad señora?
—Tiene razón —de nuevo la voz femenina sonó baja e insegura. Era evidente, que la dama no deseaba hablar y el duque sonrió al pensar, que por fin, había encontrado a una persona menos sociable aún que él.
Un momento después llegaron a una curva del camino, donde el carruaje tuvo que detenerse a causa de un montón de nieve. Higman logró sortearlo y reanudar la marcha, pero entonces el coche se ladeó de tal modo que la dama salió despedida del lugar que ocupaba y fue a dar contra el duque. Éste alargó de inmediato los brazos para evitar que cayera y entonces se quedó mirándola asombrado. Con la sacudida, la capucha que la desconocida llevaba sobre los cabellos se había deslizado hacia atrás, revelando un rostro de óvalo perfecto, en el cual destacaban los ojos, enormes y brillantes.
No se trataba de ninguna anciana, sino de una muchacha… ¡y muy joven, por cierto! Apresuradamente, se puso la capucha de nuevo y volvió a ocupar el rincón del carruaje donde iba antes.
—Me dijeron —comentó el duque con frialdad— que era una anciana la que requería mi ayuda.
Hubo un momento de vacilación y después ella dijo, casi desafiante:
—Tenía la impresión de que usted se negaría a llevarme, a menos que me tomase por una anciana necesitada de ayuda.
—Estaba usted en lo cierto —repuso el duque—, pero ahora que ya no le es posible continuar con esa farsa, ¿quiere decirme por qué viaja sola?
Entonces la muchacha se echó hacia atrás la capucha, dejando ver un cabello intensamente rojo, que se rizaba desordenadamente en torno a su cabeza. Sus ojos eran de un verde grisáceo muy oscuro, y a pesar de la penumbra que reinaba en el interior del vehículo, el duque pudo ver que su piel era muy blanca, inmaculada y transparente. Ella se echó a reír y dijo con voz muy alegre.
—Me alegro mucho de no tener que seguir fingiendo esa voz senil. Había logrado engañarle, ¿verdad?
—Claro que sí —confesó el duque—, pero eso ha sido porque yo no tenía ninguna razón para sospechar que no fuese cierto lo que me habían dicho sobre usted.
—Es que tenía tanto miedo de que se negara a ayudarme… Pero ahora que estamos por lo menos a cinco kilómetros de la posada, no puede usted hacer nada.
Su tono era tan confiado que él no pudo evitar decir:
—¡Por supuesto que podría! Dejarla al borde del camino, por ejemplo.
—¿Y dejarme morir de frió con este tiempo? ¡Eso sería muy poco caballeroso! El duque la miró de nuevo con interés. No era deslumbrante, pensó, pero sí extremadamente bonita. Y había cierta fascinación en su forma de sonreír y en el brillo de sus ojos, que no había visto en ninguna otra joven. Era, sin duda, una joven de buena cuna. Con una inquietud creciente, el duque dijo:
—Creo que sería mejor que fuera sincera conmigo. Le he preguntado por qué viaja sola y no me ha contestado.
Ella le miró un instante con los ojos entornados y al fin dijo:
—Es un secreto, pero el caso es que debo llevar a Londres ciertos mensajes sumamente importantes. Un mensajero ordinario habría sido interceptado en el camino, pero es muy poco probable que alguien sospeche de mí.
—¡Muy dramático! —comentó el duque en tono seco—. ¡Y ahora tal vez quiera decirme la verdad!
—¿No me cree?
—¡No!
Hubo un momento de tenso silencio antes que la joven dijera con firmeza:
—No quiero decirle la verdad. ¡Y no hay razón alguna para que usted me la exija!
—Creo que hay todas las razones del mundo para ello —contestó el duque—. Después de todo, viaja usted en mi coche y yo no quiero verme mezclado en un escándalo.
—¡No es nada probable que eso suceda! —exclamó ella con un apresuramiento que hizo aumentar las sospechas del duque.
—¿Está segura? —preguntó—. Tal vez sea mejor que ordene al cochero que dé la vuelta. En «El Halcón y el Jilguero» podrá usted esperar a que su carruaje sea reparado.
La muchacha se quedó pensando un momento y luego, en un tono muy diferente, preguntó:
—Si le digo la verdad, ¿promete ayudarme?
—No puedo hacer una promesa semejante, pero escucharé de buen grado lo que tenga que decirme.
—¡Eso no es suficiente!
—¡No estoy dispuesto a prometer nada más!
—Bueno, pues sépalo de una vez: ¡me he fugado!
—Ya lo suponía —repuso el duque con calma.
—¿Es que es… tan evidente?
—Las damitas como usted, ni aun siendo escocesas, viajan nunca sin compañía… y mucho menos solicitan a un desconocido que las lleve en su carruaje. Dígame, ¿se ha fugado del colegio?
—¡No, por supuesto que no! Tengo dieciocho años; ¡ya soy una mujer! Y en realidad, nunca he ido a un colegio.
—Entonces, ¿huye de su casa?
—¡Sí!
—¿Por qué?
Como ella titubeaba, el duque agregó:
—Insisto en saber la verdad. Es preferible que me la diga por su propia voluntad a que yo tenga que arrancársela a la fuerza. Para empezar podría usted decirme su nombre.
—Jacobina.
—Supongo entonces que pertenece a una familia de jacobinos.
—¡Por supuesto! —exclamó ella con firmeza—. ¡Todo mi clan es jacobino! Mi abuelo murió en la rebelión de 1745.
—Y ahora el joven pretendiente al trono, Carlos Estuardo, está muerto también —dijo el duque—. No pueden seguir luchando por un rey que ya no existe.
—¡Su hermano James, está vivo todavía! —contestó rápidamente la muchacha—. Y si usted cree que vamos a reconocer a esos advenedizos alemanes como nuestros legítimos monarcas, ¡está muy equivocado! (Se refiere a la casa de Hannover, dinastía alemana reinante en Gran Bretaña desde 1714 hasta 1901, que le sucede la casa Sajonia. —Coburgo y Gotha también alemana, hoy día llamada Windsor).
El duque sonrió para sí mismo. Se daba cuenta de lo leales que eran muchos escoceses a sus reyes de la casa Estuardo y no podía menos que admirar su valor. Los ingleses nunca habían podido destruir su obstinada adoración por el hombre a quien llamaban Bonnie Prince Charles.
—Bien, Jacobina —dijo—, siga usted con su historia.
—Me llaman Jabina —aclaró la joven—. Jacobina es demasiado largo, pero así me bautizaron y me siento muy orgullosa de ello.
—¡Me lo imagino! ¿Pero cree usted que los que la bautizaron estarían muy orgullosos de usted en este momento? Me imagino que deben andar buscándola.
—Pero no podrán encontrarme —dijo ella con firmeza.
—¡Empiece desde el principio! —ordenó el duque con tono autoritario.
—No quiero hablar sobre eso —protestó Jabina.
—Me temo que debo insistir en conocer el motivo de su fuga —dijo él—. De otra manera, y puede estar segura de ello, la llevaré de regreso a la posada.
Ella le miró con ojos chispeantes.
—Le creo muy capaz de hacer algo tan infame —exclamó—. ¡Mucho me temo que no era usted hombre de fiar!
—¡Pero confió en mí! —protestó el duque—. De otra manera no se encontraría aquí. Está usted en mi carruaje y, por el momento al menos, soy responsable de usted. ¿De qué huye usted?
—Del… del matrimonio —repuso Jabina en voz baja.
—¿Está usted comprometida para casarse?
—Papá intentaba anunciar el compromiso la semana próxima.
—¿Le dijo a su padre que no quería casarse?
—Se lo dije, pero él no quiso escucharme.
—¿Por qué no?
—¡Le detesto! —exclamó Jabina con ferocidad—. Es viejo, aburrido, gordo… ¡y odioso!
—¿Qué piensa usted que hará su padre cuando descubra su desaparición?
—¡Vendrá como una furia tras de mí, con mil hombres del clan blandiendo sus espadas escocesas!
—¡Con mil hombres! —exclamó el duque—. ¿No estará exagerando un poco?
—Tal vez exagere, pero estoy segura de que papá me perseguirá… ¡y estará furioso!
—No me sorprendería en absoluto. Y por mi parte, le aseguro que no tengo intención de verme involucrado en sus problemas matrimoniales. Llegaremos a la próxima hostería antes que caiga la noche y a partir de entonces tendrá usted que arreglárselas sola.
—¡No le he pedido que me lleve más allá! —protestó Jabina—. Esa hostería está cerca de la frontera. Una vez en Inglaterra, puedo tomar una diligencia que me lleve a Londres.
—¿Y qué piensa hacer una vez allí?
—Seguiré viaje hacia Francia. Ahora que la guerra con Napoleón ha terminado, puedo ir a vivir con mi tía. Era hermana de mi madre; se casó con un francés y vive cerca de Niza.
—¿Ha informado a su tía de esta decisión?
—No, pero pensé que se alegrará de verme… Quería mucho a mamá, pero con mi padre nunca se ha llevado bien.
—¿Su madre murió?
—Sí, hace seis años. ¡Dios mío!… Ella jamás habría permitido que papá me obligase a casarme con un hombre a quien detesto.
—Tengo entendido que la mayor parte de las muchachas no tienen alternativa, ni derecho a elegir, cuando del matrimonio se trata —comentó el duque—. Pero estoy seguro, Jabina, de que su padre sabe lo que a usted le conviene.
—Es exactamente el tipo de frase tópica que podría esperarse de usted. ¡Me parece estar escuchando al mismísimo Lord Dornach!
—¿Es el hombre con quien pretende casarla su padre?
—¿Le conoce?
—No, pero me parece que sería un buen matrimonio, y eso es lo que casi todas las jóvenes desean.
—Quizá, pero yo no —replicó Jabina, enfadada.
—¿No es un hombre acomodado ese Lord Dornach?
—Sí, creo que es muy rico. Pero aunque estuviera cubierto de brillantes de pies a cabeza, eso no haría que me gustara más. ¡Le digo que es un hombre odioso! No me sorprendería nada que me encerrara en uno de los calabozos de su castillo y me mantuviera a pan y agua.
—Su problema es que tiene usted una imaginación desbocada.
—¡Oh, ahora habla usted como papá!
—¿Y qué más dice su padre?
—Que soy impetuosa, rebelde, inestable… Y que necesito una mano dura que sepa frenarme —repuso la joven con voz desdeñosa.
—Me temo que eso sea una descripción exacta de su carácter. Ella irguió la cabeza con altivez.
—¿Sí? ¿Cómo reaccionaría usted si intentaran casarle con alguien que no le agrada y que encima pretende cambiar su personalidad por completo? Además, cuando Lord Dornach me propuso matrimonio, ¡ni siquiera se le ocurrió decir que me amaba!
—Me imagino —dijo el duque con voz divertida— que usted no le alentó mucho a expresarse apasionadamente.
—¡Claro que no! Le dije: «¡Preferiría casarme con el monstruo del Lago Ness antes que con usted, milord!».
El duque no pudo reprimir las carcajadas.
—Mucho me temo, Jabina —dijo después—, que su idea de viajar sola a Niza sea del todo irrealizable. Resulta triste que tenga que casarse con un hombre que no le gusta; pero tal vez, después del susto que habrá dado a su padre con su huida, le encuentre menos inflexible, más accesible a su regreso.
—¡No voy a regresar! —exclamó Jabina—. Se lo he dicho y se lo repito. ¡Nada podría obligarme a hacerlo!
—Bueno, al fin y al cabo, eso es asunto suyo. En la próxima hostería usted y yo nos separaremos y no creo que volvamos a vernos.
—Usted es como Poncio Pilatos —dijo Jabina con desprecio—. Se lava las manos ante un problema porque no sabe qué hacer al respecto.
Por un momento el duque se quedó estupefacto. No estaba acostumbrado a que nadie le hablara de tal modo. Luego dijo a la defensiva.
—Es que no es un problema que me incumba.
—La injusticia y la crueldad son problemas que conciernen a todos —le contradijo Jabina—. Si fuera usted un joven caballeroso como el héroe de una novela, estaría dispuesto a luchar por mí, ayudándome a escapar de las fuerzas del mal.
¡Hasta sería capaz de llevarme en un brioso corcel a la seguridad de su castillo!
El se volvió a reír.
—Me temo que lee usted demasiadas novelas románticas. Lamentablemente, mi castillo, como usted dice, está muy lejos de aquí y además, me resultaría difícil explicar su presencia en él. Por cierto, los caballeros andantes que rescataban doncellas en el pasado, nunca parecían tener problemas con respecto a la maledicencia y los chismorreos.
—Es cierto…, pero me sorprende que haya reparado usted en ello.
El duque la miró enarcando las cejas y Jabina agregó impulsivamente:
—Siento mucho haberme mostrado grosera. Le he observado cuando estaba leyendo ese libro tan viejo… No parecía muy emocionado.
—Es un tratado sobre manuscrito medievales.
—¡Ah! ¿Ve lo que le digo? No me parecía usted un hombre que supiera mucho de caballeros andantes y doncellas en desgracia.
—Sí… Tal vez mi educación fuese algo descuidada en ese aspecto, Jabina. Pero, de cualquier modo, tengo que pensar en cómo puedo convencerla para que vuelva con su padre.
—No pierda el tiempo porque no volveré. Estoy decidida a ir a Francia con mi tía.
—¿Tiene usted dinero para hacer el viaje? —preguntó el duque.
—No soy tan tonta como usted cree —contestó ella con una sonrisa—. Llevo quince libras que cogí del dinero para la casa… cuando el ama de llaves no me veía, por supuesto. Y me traje todas las joyas de mi madre conmigo. Las llevo cosidas por dentro de mi vestido, así que no se las puedo enseñar. Pero sé que son muy valiosas y cuando llegue a Londres las venderé. Entonces tendré dinero más que suficiente para hacer el viaje a Niza.
—Pero usted no puede ir hasta allí sola —objetó el duque.
—¿Por qué no?
—Es muy joven, demasiado joven, y además …
—Y además, ¿qué? Continúe… —Como él titubeara de nuevo, Jabina agregó—: Y demasiado bonita además, ¿no es eso? Más vale que me lo diga. Sé que soy bonita. Llevo muchos años oyéndolo.
—¿No es usted algo vanidosa?
—¡No, de ninguna manera! Mi madre era preciosa y yo me parezco a ella. Mamá era medio francesa y vivía en París antes de casarse con mi padre.
—Usted no parece francesa.
—Dice eso porque, como todos los ignorantes, supone que las francesas son todas morenas. Pues se equivoca. Mi madre tenía el cabello rojo, y sepa que Josefina, la esposa de Napoleón Bonaparte, también es pelirroja.
Jabina sacudió la cabeza de un modo que, según iba observando el duque, le era muy peculiar.
—¡Espero tener un gran éxito en París! —exclamó.
El duque buscó en su mente las palabras adecuadas. ¿Cómo podría explicar a aquella impulsiva criatura que no podía viajar sola a París? El tipo de éxito que podía obtener no estaría de acuerdo en absoluto con la forma en que había sido educada.
Mas de pronto se dijo que aquél no era asunto suyo. No debía involucrarse en lo que podría resultar un desagradable escándalo. ¿Qué ocurriría si llegaba a saberse que la prometida de Lord Dornach había huido de este… contando con la ayuda del duque de Warminster? Considerando los numerosos riesgos a que se exponía, dijo secamente:
—Bien, Jabina, espero que tenga en París todo el éxito que espera y desisto de intentar convencerla para que vuelva a su casa. Repito que esto no es asunto mío. Cuando lleguemos a la próxima hostería nos separaremos e incluso me parece conveniente que ninguno de los dos conozca la identidad del otro. Yo sólo sé que usted se llama Jabina y usted …
—Yo sé que usted es el duque de Warminster. Se lo oí decir a su cochero cuando llegó a la hostería. Y la verdad, pensé que era una mentira o una broma.
—¿Puedo saber por qué? —Se sorprendió el duque.
—Porque los duques no suelen viajar con sólo dos cocheros en el pescante, sin lacayos y sin escolta a caballo.
—Mi segundo carruaje viene detrás, pero se ha retrasado —explicó el duque secamente.
—Bueno, eso lo aclara en parte… Pero aún así, creo que viaja usted de forma muy modesta. ¿No puede darse el lujo de hacerlo en otras condiciones?
—Podría, pero no me gusta ser ostentoso. Creo que la escolta, a no ser en ocasiones especiales, es del todo innecesaria.
—Pues si yo fuera duque —dijo Jabina—, viajaría a todas partes con escolta, y mis propios caballos me precederían para no tener que depender de los que haya en las postas.
—Mis caballos suelen ir por delante de mí cuando viajo por Inglaterra. Pero vine a Escocia en yate y me pareció absurdo obligar a mis caballos a hacer un recorrido tan largo.
—¡Llegó usted en yate! —Se entusiasmó Jabina—. ¡Eso sí que es fascinante!
¿Dónde lo tiene ahora?
—En la bahía de Berwick. Pienso regresar por la costa y llegar hasta Londres por el Támesis.
—¡A eso lo llamo yo ser original! No es usted tan estirado como yo me imaginaba.
—¡Estirado! —exclamó él sorprendido.
—Bueno, usted es un tipo de duque bastante aburrido —repuso ella con desparpajo—. Se viste de manera anticuada… ¡Y hasta lleva el pelo mal cortado!
El duque, que siempre se había enorgullecido de su manera sobria de vestir, se sintió molesto por aquellos comentarios y dijo con frialdad:
—No tiene objeto ponernos a hacer críticas personales. Tal vez, Jabina, debiera dar gracias al cielo porque yo sea tan conservador, estirado y aburrido. De otra manera, en estos momentos podría encontrarse en dificultades.
—¿Qué tipo de dificultades? —preguntó Jabina con repentino interés.
El duque iba a contestarle con brusquedad, pero advirtió la mirada inocente de la joven y logró contenerse. Ella parecía ignorar que hubiera corrido peligro subiendo al carruaje de alguno de aquellos jóvenes aristócratas, llamados «dandis» que frecuentaban los clubes de Saint James. Había entre ellos un buen número de calaveras que sin duda habrían considerado a una joven sin acompañante presa fácil de sus peores intenciones.
—Explíqueme lo que ha querido decir —insistió Jabina, en vista de que el duque no decía nada.
—¡Toda su conducta es escandalosa! —exclamó él entonces con voz severa—. Y déjeme repetirle una vez más, Jabina, que no puede viajar a Londres sola ni viajar a Francia sin una acompañante de respeto. Es un plan descabellado y lo que es más… ¡no pienso permitir que haga usted algo tan reprensible y peligroso!
—¿Y cómo va a impedírmelo? —preguntó ella con aire desafiante.
—Entregándola al comisario de la primera población por la que pasemos. El se encargará de devolverla a su padre.
—¡No! ¡No puede hacerme eso! —gritó Jabina angustiada—. ¿Cómo puede ser tan cruel… y traidor?
—No soy ninguna de las dos cosas. Soy sensato únicamente y no pienso más que en su conveniencia.
—¡No lo creo! A usted sólo le preocupan los problemas que le acarreará verse involucrado en mis problemas.
—¡Es usted muy infantil! Pero le aseguro que hago esto por su propio bien.
—¡Detesto todas las cosas que debo soportar por mi propio bien, como las verduras hervidas, el pan con mantequilla y la leche caliente! —Jabina dio una patada furiosa en el piso del carruaje—. ¡Maldita sea! ¿Por qué no habré dado con un hombre alegre y decidido que realmente quisiera ayudarme?
—Lo siento, Jabina —repuso el duque con firmeza—. Comprendo su problema y me es simpática, aunque no lo crea. Pero conozco el mundo un poco más que usted y le aseguro que sería una negligencia criminal que se lance sola a ese viaje de locura.
Se hizo el silencio que Jabina rompió al inquirir en voz baja, libre por completo de su anterior tono desafiante:
—¿De verdad piensa… entregarme al comisario?
—¡Así es! ¡Y le aseguro, Jabina, que algún día me lo agradecerá!
—¡Pero él me devolverá a mi casa y yo tendré que casarme con Lord Dornach y le odiaré a usted mientras viva! —Volvió a exaltarse la joven—. ¡No lo perdonaré jamás!
—Lo siento —contestó el duque con acento de fatiga—. Pero no hay nada que pueda hacer para evitarlo.
—¡Pues yo haré una imagen suya de cera y le clavaré alfileres y… y espero que le haga sufrir los tormentos del infierno!
El duque reprimió una sonrisa y nada contestó. Continuaron algún tiempo en silencio y luego Jabina volvió a hablar en tono suplicante.
—Por favor, no me lleve ante el comisario. Si me deja en la hostería, encontraré a otra persona que… que me ayude y usted se verá libre de mí. Tengo siempre muy buena suerte y la gente es… bondadosa conmigo.
El duque pensó que habría muchas probabilidades de que alguien fuera bondadoso con Jabina…, pero no de la forma que ella esperaba.
—Lo siento, pero he de entregarla al comisario —dijo—. Si la dejara sola y sin protección, eso pesaría siempre sobre mi conciencia.
—¡Su conciencia, su conciencia! —exclamó Jabina, desolada—. No tenía idea de que pudiera haber alguien tan cruel como usted. Si me tiro por un precipicio para no casarme con Lord Dornach, será culpa suya. ¡Y eso sí que pesará sobre su conciencia mientras viva!
El duque no contestó y nuevamente continuaron avanzando en silencio. Ahora el viento había amainado un poco, pero volvía a nevar copiosamente.
Los copos se estrellaban contra la ventanilla y era ya casi imposible ver el exterior. El camino se había hecho aún más escabroso y el carruaje se tambaleaba de un lado a otro. Era casi un milagro que los caballos pudieran seguir adelante.
Estaba oscureciendo ya y el duque se preguntó con inquietud si llegarían a la hostería antes de que se hiciera noche cerrada. Como si leyera sus pensamientos, Jabina dijo:
—Tal vez nos quedemos atascados en la nieve. Moriremos congelados y cuando nos encuentren se preguntarán quién es la muchacha desconocida que murió junto al duque de Warminster. —De pronto se echó a reír—. ¡Imagínese qué escándalo se armaría! ¡El circunspecto duque de Warminster, encontrado muerto en brazos de una anónima belleza escocesa!
—¡Como le dije antes, es usted demasiado vanidosa!
—¿No le gusta el cabello rojo?
—No especialmente.
—¡Oh, ya sé qué tipo de mujer le gusta! Una criatura tímida y silenciosa como un ratoncito, que diga únicamente: «Sí, Señoría» y «no, Señoría»; que esté de acuerdo con todo lo que usted disponga y que no saque jamás los pies del plato.
—Al menos, una mujercita así no provocaría una situación como ésta.
—¡Claro que no! Pero imagínese qué aburrido sería vivir con ella…, algo así como leer uno de esos viejos libracos una y otra vez. No le reservaría ninguna sorpresa e igual le daría pasar al siguiente capítulo o releer el mismo, porque nunca habría nada nuevo, emocionante …
—Le aseguro, Jabina, que no tengo deseo alguno de embarcarme en esas aventuras que a usted parecen encantarle —repuso él con un suspiro de cansancio—. Todo lo que deseo es que lleguemos sin problemas a la hostería.
—Preocuparse no servirá de nada —contestó ella—. Lo que necesita es un cochero en quien tenga absoluta confianza… o conducir el carruaje usted mismo.
—Higman lleva conmigo quince años y… —empezó el duque, mas de pronto se echó a reír—. La verdad, Jabina, creo que dice usted eso sólo para hacerme rabiar.
¡Le juro que jamás he conocido a una jovencita más irritante que usted!
—¡Pues que suerte tiene! —exclamó ella—. Si su aburrida y medrosa novia estuviera aquí, sin duda alguna estaría hecha un mar de lágrimas y colgada de su cuello, temblando como una hoja.
El duque iba a contestar cuando el coche dio un salto repentino y se detuvo. Las ruedas, al parecer, se habían atascado en la nieve o en el barro. El carruaje había quedado inclinado en un ángulo bastante peligroso y el duque abrió la ventanilla para ver lo que ocurría. De inmediato empezaron a entrar copos de nieve impulsados por el viento que, aunque había amainado algo, todavía era bastante fuerte.
—¿Qué sucede, Higman? —preguntó el duque, asomando la cabeza por la ventanilla—. ¿Nos hemos atascado?
Apenas hubo pronunciado estas palabras, el carruaje se volcó hacia la derecha y, entre la oscuridad repentina que le envolvía, el duque oyó el grito angustiado de Jabina.