Capítulo 5

-Conocí a John —empezó a decir el vizconde— cuando ambos estudiábamos juntos en Eton.

Los ojos de Jabina estaban clavados en él al escuchar su relato.

—Mi padre —continuó—, deseaba que yo tuviera una educación cosmopolita y me envió a estudiar a Inglaterra. Me alentó a que invitara a mis amigos ingleses a venir a París.

—¿Vino John a París? —preguntó Jabina.

—Varias veces, y yo también estuve con él en Warminster y en otras de sus propiedades en Inglaterra. Fuimos amigos íntimos y creo, al volver la vista atrás, que John fue para mí, no sólo un amigo, sino el hermano que nunca tuve.

—¿Y él correspondía a ese afecto?

—Así lo creí siempre —contestó el vizconde con una sonrisa.

—¿Conoció usted a sus padres?

—Desde luego. El padre de John era como él. Encantador, cortés, erudito …

—¿Y su madre?

—¡La madre de John era una de las mujeres más bellas que he visto en mi vida! No sólo sus facciones eran perfectas, de estilo clásico, sino que poseía una vivacidad y una alegría que uno no asocia casi nunca con las mujeres inglesas.

Titubeó un momento, como si estuviera escogiendo las palabras con gran cuidado, antes de añadir:

—Pero, mirando hacia atrás, creo que incluso entonces me daba cuenta de que era una mujer muy emocional y dada a pasiones tormentosas.

—¿Qué quiere decir con eso? —preguntó Jabina.

—Estoy tratando de explicarle, y tal vez de explicarme a mí mismo, la razón de que se fugase de su casa.

—¿Cómo se fugó? —preguntó Jabina.

—Con un hombre más joven que ella. Un tal Lord Beldon, calavera y disoluto, de quien se enamoró perdidamente.

—¿Y cómo afectó eso a John?

—Le causó el impacto de una bomba. Creo que, al principio, no quería creer que su madre les hubiera abandonado a su padre y a él. Incluso después, cuando ocurrió la tragedia, le resultó difícil creerlo.

—¿Qué tragedia?

—La duquesa de Warminster y Lord Beldon se ahogaron cuando el yate en que escaparon de Inglaterra naufragó, durante una tormenta, en la bahía de Vizcaya.

—¡Qué terrible! —exclamó Jabina.

—Creo que, hasta el momento de la muerte de ella, el padre de John se sintió seguro de que su esposa volvería a su lado. Cuando no hubo ya esperanza alguna de que eso sucediera, se convirtió en otro hombre.

—¿Qué quieres decir?

—Supongo que la respuesta sería que se volvió tal como John es ahora. Al principio estaba muy deprimido, casi desesperado. Siempre he pensado, aunque él jamás lo mencionó, que John pasó las de Caín con su padre en esa época. Es posible que hasta tuviera que impedir que se quitara la vida.

—¡Pobre John! —murmuró Jabina en voz muy baja.

—Cuando se vio obligado a aceptar la situación, el duque se replegó más y más en sí mismo y llenó todo su tiempo con la lectura.

—¡Como John! —exclamó Jabina.

—Al principio, John no imitó a su padre. Estaba interno en un colegio, lejos de su casa. Después se fue a la Universidad de Oxford, donde volvimos a estar juntos, y por un tiempo se volvió muy alocado.

—¡Casi no puedo creerlo!

—¡Es verdad, se lo aseguro! Bebía mucho, jugaba y, de manera inevitable, como el resto de nosotros, se interesó por las mujeres.

Jabina contuvo el aliento y después aspiró con fuerza. Aquello era algo que no esperaba escuchar.

—Pero su actitud hacia ellas era diferente de la mía y de la del resto de sus amigos —siguió diciendo el vizconde.

—¿En qué sentido?

—Creo que puedo explicarlo diciendo que John quería hacerles daño. Era un poco de su madre.

—Comprendo lo que quiero decir.

—Sí, es comprensible, pero eso no hizo a John más feliz.

—No, por supuesto que no.

—En el fondo es un hombre bondadoso y comprensivo…, siempre lo ha sido, pero en aquella época se mostró duro, insensible y, en ocasiones, hasta cruel.

—Debía echar de menos a su madre de una forma intolerable —murmuró Jabina.

—Creo que la impresión que recibió cuando ella le abandonó fue más intensa de lo que hubiera sido para cualquier otro muchacho —explicó el vizconde—. Constituían una familia muy unida y feliz, hasta que esto sucedió.

—¿Cómo pudo hacer ella una cosa así?

—Yo mismo me he hecho esa pregunta muchas veces. Y creo que fue porque sentía que se estaba volviendo vieja y se le escapaba la juventud. Era como una bella mariposa. Amaba la vida. Quería retenerla con fuerza entre sus brazos. Quería disfrutarlo todo… no perderse nada.

—Así que se enamoró …

—Como ya le he dicho, era muy emocional. A usted debe de serle muy difícil entenderlo, porque sólo ha visto a John como es ahora, pero él también es capaz de sentimientos muy profundos.

—No me había dado cuenta de ello.

—¿Cómo podría hacerlo? Nunca le ha visto como realmente es; sólo como es ahora. Pero estoy seguro de una cosa: el frenarse como lo ha hecho estos años, el encadenar sus sentimientos y ahogar sus emociones naturales no significa que su fuego interior se haya apagado por completo. Un día volverá a arder. El verdadero John, el que yo admiro, se esconde bajo ese aire de austeridad y aburrimiento con que se ha rodeado.

—¿Será posible que eso sea verdad?

—Estoy convencido de ello y por eso la recibo a usted con los brazos abiertos en la vida de John. Si alguien puede salvarle, es usted.

—¡El me detesta! —repitió Jabina.

—Lo dudo mucho. No puedo menos que sospechar que la razón por la que John ha cambiado de apariencia por primera vez en ocho años, es que usted le convenció para que se vistiera de una manera diferente.

Se echó a reír y añadió:

—¿Qué sucedió con esos ropajes negros que le hacían parecer un enterrador? Jabina rió también y explicó:

—El cambio se ha producido hoy mismo. Llegó a París, en mi opinión, con el aspecto de un ministro presbiteriano.

—Al menos ése es un paso en la dirección correcta.

—No me ha dicho aún cuándo dejó de ser alegre, irresponsable y cruel con las mujeres para convertirse en el hombre reprimido y puritano que conocí en Escocia.

—Fue después que salimos de Oxford. Creo que entonces se dio cuenta de lo mucho que su madre había lastimado a su padre.

—Debió ser algo horrible para él —murmuró Jabina.

—Como ya le he dicho, John y su padre eran muy parecidos. Creo que el viejo duque se aferró a su hijo con desesperación porque no tenía a nadie más. Y en lugar de reunirse con sus amigos en Londres, John se quedó en Warminster.

—Para hacer compañía a su padre.

—Así es —confirmó el vizconde—. Inevitablemente, John comenzó a parecerse a su progenitor cada vez más. Fui a visitarles en una ocasión y me costó trabajo creer que se quedaran hablando hasta la madrugada sobre algún punto oscuro de la literatura medieval, o que pasaran días enteros planeando pequeñas mejoras en sus propiedades, que podían haber dejado tranquilamente en manos de su administrador… Era como si el duque hubiera decidido llenar su existencia de trivialidades, para compensar con ellas lo que había perdido.

—Era su única esperanza —dijo Jabina.

—No importaba mucho, en lo que a él se refería, pero en el caso de John, resultó desastroso. Se volvió tan aburrido, que muchos de sus amigos ya no le soportaban.

—¿Todavía tiene algunos?

—Yo siempre seré amigo de John, aunque en los últimos años hemos estado separados por el Canal, ya que como francés yo no podía visitar Inglaterra. Y, antes de la guerra, dejé de ir a Warminster por uno o dos años. Recibía noticias suyas a través de amigos comunes cuando éstos visitaban París, pero no eran muy alentadoras.

—Yo creo —dijo Jabina—, que lo que él necesita es un reto, algo que le obligue a salir de la rutina a que se ha condenado.

—¡Hay mucho sentido común en esa linda cabecita suya! Jabina se ruborizó y después se echó a reír.

—Me siento halagada por sus cumplidos.

—Son muy en serio —dijo el vizconde— y, como dije antes, estoy seguro de que usted es la única persona que puede salvar a John.

—Lo dudo mucho; pero, de cualquier modo, le agradezco que me lo haya contado todo. Así podré entender mejor a John.

El vizconde suspiró y tomó entre las suyas una mano de Jabina.

—En Francia siempre sospechamos que hay una mujer en el fondo de todo problema. Pero también creemos que si una mujer ha creado una situación difícil, otra puede arreglar las cosas. ¡Es su turno, Jabina!

—Haré todo lo que pueda —prometió Jabina—, pero no estaré con él mucho tiempo.

—Creo que ambos debemos de tratar de convencer a John para que prolongue su visita —sugirió el vizconde.

Los ojos de Jabina parecieron iluminarse.

—¿Cree que podría lograrlo? ¡Hay tantas cosas que quisiera ver! ¡Tantas cosas que quisiera hacer! Esta ciudad es maravillosa y emocionante. ¡Me encanta su gente, tan divertida!

—Me gusta oírle decir eso. Muchos de sus compatriotas nos critican mucho, así que es un deleite escuchar alguna vez algo agradable.

El vizconde alzó la mano de Jabina, que mantenía aún entre las suyas, y se la llevó a los labios.

—Debemos volver al lado de John —propuso—, o pensará que abrigo malas intenciones con respecto a usted. No desearía sostener un duelo con mi mejor amigo.

—No creo que le importe —dijo Jabina en voz muy baja—. Creo que se alegraría de librarse de mí.

—¡Yo no estaría tan seguro! De cualquier modo, debe procurar, si se aleja de su lado, que él la eche de menos.

—Lo que me interesa es que usted le convenza para que nos quedemos en París. ¡Inténtelo, por favor!

—Haré todo lo posible, no sólo por usted, sino por mí. No puede imaginarse el placer que me ha dado ver a John de nuevo y revivir los tiempos felices que pasamos juntos cuando éramos jóvenes.

El vizconde rió brevemente.

—No podría contarle todas las aventuras en las que tomamos parte, ni los planes que hicimos juntos para el futuro. En aquel entonces, ninguno de los dos imaginábamos que nuestros países iban a enfrentarse en una guerra espantosa.

—¡La guerra! —Un ligero estremecimiento sacudió el cuerpo de Jabina—. Tengo la impresión de que eso es lo que preocupa ahora a John.

Volvieron a la casa y encontraron que John, como Jabina sospechaba, estaba de pie junto a la mesa del buffet, en el gran comedor, hablando con varios jóvenes. Cuando se acercaban oyeron la palabra «Bonaparte» y la joven comprendió que su suposición había sido acertada.

—Ya me estaba preguntando que os habría pasado —dijo el duque cuando Jabina y el vizconde se reunieron con él.

—¿Ya quieres irte? —preguntó Armand D’Envier—. El carruaje está afuera.

—Creo que ambos estamos cansados —contestó el duque—. Ha sido un día muy largo.

—¡Pero muy emocionante! —observó Jabina.

—Habrá muchas cosas más que hacer mañana —prometió el vizconde—. Permíteme llevarlos a su casa y mañana iré a buscarles en mi carruaje por la mañana.

—¿Para hacer qué, si me permites preguntarlo? —dijo el duque.

—Para conocer la ciudad, entre otras cosas —contestó el vizconde—. Tu hermana tendrá que visitar el Louvre, los jardines del Tívoli, Notre Dame y, desde luego, nuestra máxima curiosidad…, ¡el propio Napoleón Bonaparte!

La voz del vizconde sonó desdeñosa al mencionar al primer cónsul y, para gastarle una broma, el duque dijo:

—A mí me gustaría conocer al hombre que, sin importar lo que puedas decir de él, logró unificar Francia después de la revolución.

—¡No del todo! —protestó su amigo con aspereza.

—No, no del todo —concedió el duque—, pero se acercó bastante. Aunque nosotros consideramos que nuestro gobierno actual es una dictadura militar, el pueblo de Francia ve a Bonaparte como su única defensa contra los curas, los aristócratas y los extranjeros.

—No voy a permitir que me irrites, ni me hagas reñir contigo, John —dijo el vizconde—. Como todos los ingenuos que vienen a París, te estás dejando fascinar por ese corso plebeyo. He oído a muchos hablar maravillas de él… y todo lo que puedo decir es: ¡trata de vivir en Francia y ya verás cómo cambias de opinión!

—Lo que me preocupa por el momento —dijo el duque en un tono diferente—, es que todos consideran inevitable la reanudación de las hostilidades entre nuestros países.

—No me sorprendería nada.

—Me acaban de decir que nuestro embajador, Lord Whitchurch, ha partido para Inglaterra sin intenciones de volver.

—No sé si será cierto. Han circulado tantos rumores esta última semana… Lo que has oído puede ser sólo la expresión de los deseos secretos de los que quieren que Inglaterra gane las batallas por nosotros.

—Tal vez, pero si así fuera, Jabina y yo tendríamos que volver a casa.

—Ya lo averiguaremos mañana —dijo el vizconde con aire tranquilizador—. Tengo amigos que está muy cerca de Bonaparte. No es una posición que les envidie, por cierto, pero al menos, ellos pueden decir con exactitud cuál es la situación.

—Entonces, pasemos una noche tranquila, sin preocupaciones —sugirió el duque.

Se despidieron de su anfitriona y el vizconde les llevó hasta su coche, un elegante vehículo con dos cocheros y un lacayo que iba de pie en la parte de atrás.

Subieron al carruaje, que inició la marcha. El duque y el vizconde se pusieron a hablar del pasado y de la diversiones que habían disfrutado cuando eran estudiantes.

De súbito, el carruaje se detuvo frene a la entrada iluminada de forma muy llamativa, de un «jardín danzante». El duque se asomó sorprendido por la ventanilla y el vizconde explicó:

—¿Recuerdas este lugar, John? Solíamos venir aquí con bastante frecuencia. En aquellos días se llamaba «El jardín del rey». Los tiempos han cambiado, ahora es: «El jardín de la libertad», pero todavía es un lugar muy alegre.

—¡Oh! ¿Podríamos… podríamos entrar un momento? —suplicó Jabina. El vizconde miró al duque con una sonrisa.

—No veo ninguna razón para que no lo hagamos. Que John lo decida.

—Estoy seguro de que a Jabina le gustaría ver dónde desperdiciábamos nuestra juventud —contestó el duque.

Con una exclamación de alegría, Jabina bajó del carruaje tan pronto como el lacayo abrió la puerta.

El jardín estaba iluminado con numerosos faroles y por todos lados se veían mesas ocupadas por gente que bebía vino y observaba a las parejas que bailaban.

Como acababan de estar en un baile tranquilo y elegante, era imposible no notar aquel cambio, y el ruido que hacía la orquesta y los asistentes. El rumor de las voces y risas se unía a los aplausos. La música, cada vez más rápida, obligaba a los bailarines a hacer más veloces sus giros sobre el estrado de madera pulida.

No era un lugar escandaloso, ni vulgar, pero sí pletórico de gente llena de alegría de vivir. Jabina, con ojos muy brillantes, lo observaba todo emocionada.

Los invitados a la fiesta se deslizaban con lentitud y dignidad al acorde de los valses, las contradanzas francesas y las gavotas inglesas. En el jardín, los valses eran tan rápidos que las parejas casi parecían volar y las otras danzas eran muy alegres, aunque agotadoras físicamente.

El vizconde pidió dos botellas de vino. Era delgado y muy inferior al que habían estado bebiendo en la fiesta de la tía del vizconde, pero Jabina pensó que la atmósfera del jardín era embriagadora por sí misma.

Puso una mano en el brazo del duque.

—Por favor, ¿no bailas conmigo? —preguntó.

El la miró sorprendido y por un momento Jabina pensó que se negaría. Entonces el vizconde dijo:

—Solías ser un experto bailarín, John. ¿Ya se te ha olvidado?

—Será mejor que lo averigüe —contestó Su Señoría, que se puso de pie y condujo a Jabina a la pista.

Ella esperaba que el duque se mostrara un poco torpe y rígido en sus movimientos. Pero, para su sorpresa, descubrió que bailaba admirablemente, mucho mejor que cualquiera de las parejas que había tenido en la fiesta.

La estrechaba con fuerza contra sí, lo que permitía a la joven seguir sus pasos con facilidad.

La hizo girar a toda prisa y Jabina se encontró riendo con él y disfrutando más que en toda la velada.

Cuando regresaron a la mesa, el vizconde aplaudió entusiasmado.

—¡Bravo! Las bellas damiselas que te enseñaron, John, se sentirían orgullosas de ti.

—Creo que ya deberíamos regresar a casa —sugirió el duque.

—¿Podemos volver otra noche? —dijo Jabina, suplicante—. ¡Es divertido… lo más divertido que he visto en toda mi vida!

—Encontrará bastrinques como éste en todo París —dijo el vizconde—. Tendrá que convencer a John para que la lleve a algunos de ellos. ¡Nadie mejor que él sabe lo divertidos que pueden ser!

El duque no contestó. Su amigo le estuvo gastando bromas durante todo el trayecto hasta la mansión del Faubourg St. Germain.

Al bajar todos del carruaje, el vizconde dijo:

—Au revoir, milady. ¡Hasta mañana! Contaré las horas que faltan para que vuelvas a verles.

—¡Yo también! —dijo Jabina con alegría—. Gracias por esta noche inolvidable. Un criado cerró la puerta exterior de la casa tras ellos y Jabina y el duque subieron la escalera de piedra, que en otros tiempos hollaron grandes aristócratas de Francia, hasta que llegaron la sala de estar.

—Ha sido una velada maravillosa —comentó Jabina.

El duque no contestó y ella se sintió un poco irritada por su silencio.

—¡He tenido un gran éxito! —exclamó—. ¡Lo digo de veras! Varios franceses muy apuestos quisieron besarme …

—Y supongo que permitiste que lo hicieran, ¿no?

El tono iracundo con que el duque dijo esto, hizo que Jabina se estremeciera. Enseguida recordó todo lo que el vizconde le había contado y comprendió que el duque, tal vez, pensaba que ella se estaba comportando de la forma en que lo había hecho su madre. Observó el ceño fruncido y le tendió las manos, diciendo:

—¡No! ¡No es cierto!

—¿Estabas mintiendo? —preguntó el duque.

—Sí, o más bien… exagerando. Sólo un hombre me dijo, cuando estábamos bailando, que le gustaría besarme… porque yo parecía una niña en su primera fiesta.

Jabina habló con mucha rapidez, atropellando las palabras, pues le turba tener que dar aquella explicación.

El duque seguía frunciendo el ceño.

—Sólo estaba alardeando —agregó ella—. Por favor, no te enfades conmigo.

—No entiendo por qué quieres irritarme con tales falsedades —dijo el duque en tono de reprobación.

—Tú no me invitaste a bailar en casa de la tía del vizconde —dijo—, ni prodigaste el menor elogio a mi apariencia y yo… quería que pensaras que estaba bonita.

Se produjo un largo silencio antes de que el duque dijera:

—No sabía que mi opinión te importara tanto pero, ya que quieres saberla, te diré que me pareció que ninguna mujer de la fiesta podía compararse contigo.

Jabina le miró con los ojos muy abiertos.

—¿Lo dices… en serio?

—Yo siempre hablo en serio —contestó el duque con suavidad. Después se apartó de ella y atravesó la sala en dirección a su dormitorio—. Buenas noches, Jabina —añadió en tono mesurado y la puerta de la alcoba se cerró tras él.

Jabina se quedó entonces inmóvil, fijó los ojos en el lugar por donde el duque se había marchado. En aquel preciso momento comprendió que le amaba.

* * *

Jabina se levantó tarde porque, aunque su doncella le llevó una jarra de chocolate caliente a las nueve en punto, se sentía aún soñolienta.

Envió un mensaje para avisar que no desayunaría con el duque y se levantó entregado, según le explicó la doncella, a las ocho en punto de la mañana.

—Las costureras deben haber trabajado toda la noche, señorita —dijo la doncella—, y han prometido entregarle hoy mismo otro traje de fiesta.

—Casi no puedo creer que puedan hacerlos con tanta rapidez. Esto jamás hubiera ocurrido en Londres —dijo Jabina.

—La gente en París es pobre —contestó la doncella con sencillez—, y pedidos como el de Su Señoría hizo ayer son un regalo de Dios para quienes no tienen demasiados clientes. Además, muchos de los que encargan ropa no pagan luego.

—¿Su Señoría ya pagó estos vestidos? —preguntó Jabina.

—Sí —contestó la doncella—, Su Señoría ha pagado todo en cuanto se lo han entregado. Esto es muy apreciado, se lo aseguro, señorita. Algunos aristócratas tienen cuentas pendientes durante años y los comerciantes tienen, a veces, que declararse en quiebra.

—Yo siempre he detestado la idea de deber dinero —dijo Jabina, alegrándose de que el duque fuera tan escrupuloso en la liquidación de las cuentas, como lo eran en otras cosas.

No había podido conciliar el sueño, cuando se fue a la cama la noche anterior, por estar pensando en él.

«¿Será posible —se preguntó a sí misma— que me haya enamorado de un hombre a quien no le simpatizo y que me considera sólo una molestia?».

Comprendió que se había sentido atraída hacia él incluso antes de que el vizconde le hubiera explicado las razones de que llevase una existencia oscura y tranquila.

Se encontró sufriendo por él, al pensar en su dolor y su desdicha cuando su madre le abandonó. Recordó cómo había sufrido ella misma cuando su propia madre murió y cómo su padre se había vuelto todavía más hosco e inflexible.

Sin embargo, aunque sufría al pensar en su dolor y su desdicha, comprendía, sin aprobarlo, el deseo de la duquesa de Warminster de llevar una vida plena y dichosa.

Debió de ser muy emocionante para ella, pensó Jabina, que después de tener un hijo ya crecido, la enamorase un hombre que parecía quererla lo suficiente como para estar dispuesto a llevársela de Inglaterra y tal vez vivir en el extranjero el resto de su existencia con tal de evitar el escándalo.

Comprendía que, para un inglés, el dejar su país y todo lo que le era familiar resultaba tal vez más difícil y doloroso que para una mujer. La vida de los hombres estaba consagrada a los deportes, a la relación con sus coetáneos, a la atención de sus propiedades.

Sin embargo, Lord Beldon había estado dispuesto a sacrificarlo todo por el amor de una mujer mayor que él. A cambio, la duquesa de Warminster había sacrificado a su hijo.

«¿Cómo pudo hacer eso?», se preguntó Jabina, imaginando la angustia que abrumó al joven John, emociones tan fuertes, o más fuertes aún que las propias, ni sentirse físicamente desgarrados ante decisiones difíciles.

Para John, se dijo Jabina, debió ser una tremenda impresión comprender que su madre era falible; una mujer capaz de poner un amor ilícito por encima de su esposo, su hijo y su honor.

Como siempre que Jabina leía o escuchaba una historia, vivió toda la experiencia de quienes habían participado en ella.

Podía sentir la indecisión de la duquesa sobre qué camino seguir y, después, el momento desesperado en que tomó su determinación.

Imaginaba también el sentimiento de pérdida que habría abrumado al esposo; algo tan terrible como un dolor físico. Y por último, creía experimentar el desconcierto, el sufrimiento y la angustia de John.

«Debo ayudarle, tratar de hacer feliz», se había dicho, y se quedó dormida pensando en lo diferente y elegante que estaba con su nueva ropa.

Ahora, mientras la doncella le arreglaba el cabello al estilo de moda, le dijo de pronto:

—¿Me perdonas un momento, señorita? Le traeré un poco de café. Son más de las diez, y comprendo que tanto usted como Su Señoría desearán tomarlo.

—¡Claro que sí! —exclamó Jabina—. Como no he desayunado, tengo hambre. Tráeme también uno de esos deliciosos brioches.

—Así lo haré, señorita —contestó la doncella, que salió de la habitación.

Jabina dio los últimos toques a su cabello y admiró las líneas elegantes de su nuevo vestido de muselina verde, muy sencillo, con cintas verdes de terciopelo de Lyon. Le pareció muy transparente para el día y no pudo menos de preguntarse qué dirían su padre y sus amistades de Escocia si pudieran verla. Estaba segura de que se sentirían muy escandalizados.

Sonrió al pensarlo y en aquel momento se abrió la puerta de su dormitorio.

—¡No has tardado mucho! —dijo, suponiendo que se trataba de la doncella. Mas, para sorpresa suya, vio ante sí al vizconde.

—Buenos días… —empezó a decir.

—¡Pronto! —La interrumpió él, apremiándola—. Tome todo el dinero y las joyas que tenga a mano, pero nada más. ¡Han de marcharse ahora mismo!

—¿Marcharnos? —Se asombró Jabina—. ¿Qué quiere decir con eso?

—Se ha declarado la guerra entre Inglaterra y Francia —contestó él—, y Bonaparte ha ordenado el arresto de todos los ingleses que se encuentren en el país.

—¡No puede ser cierto! —exclamó Jabina.

—Lo es, por desgracia, y ya hay soldados en camino para detenerles a usted y a John y conducirles a prisión.

A través de la puerta abierta que daba a la sala de estar, Jabina vio que el duque salía de su dormitorio.

Tomó el chal de seda que se había comprado el día anterior y sacó de su escondite el bolso que contenía las joyas de su madre, el cual había colocado la noche anterior en lo alto del armario.

—¡Pronto! ¡Pronto! —dijo el vizconde—. Pueden llegar en cualquier momento. Jabina corrió hacia la sala de estar. El duque se encontraba de pie en el centro de la habitación. Sin pensarlo, simplemente porque necesitaba su protección, Jabina se cogió de su mano.

—No te preocupes —le dijo el duque con voz firme—. Armand nos salvará.

—Sólo espero poder hacerlo —dijo el vizconde—. ¡Vengan conmigo! Salió del salón y Jabina y el duque le siguieron.

Para su sopesa, no bajaron por la escalera que conducía a la planta baja, sino que subieron por la que llevaba a los pisos superiores hasta que se encontraron en los desvanes. El vizconde abrió una puerta en el extremo de una pequeña habitación llena de polvo que no parecía haber sido usada en mucho tiempo. Estaba atestada de baúles viejos, platos rotos, sillas que habían perdido una pata o sillones a los que le faltaba un brazo. Sólo la iluminaba un tragaluz y Jabina vio una escalera apoyada contra uno de los muros. El vizconde y el duque la ajustaron en la posición que deseaban y cerraron con llave la puerta tras ellos.

—Revisarán el resto de la casa primero —dijo D’Envier—, pero les he tomado la delantera por unos cuantos minutos. He visto que se dirigían hacia aquí cuando venía a recogerles en mi carruaje como acordamos anoche.

—No deben relacionarte con nuestra desaparición —dijo el duque.

—Yo puedo cuidarme, no te preocupes —contestó el vizconde—. Vamos, John. Esperemos que Jabina sea tan ágil como solías serlo tú para caminar por los tejados de París.

Jabina se preguntó por qué el duque habría tenido que andar por los tejados en otros tiempos, pero no había tiempo para hacer preguntas.

Los dos hombres le hicieron subir la escalera a toda prisa y ella se encontró de pie junto al precipicio que se abría ante dos altos edificios.

El vizconde retiró la escalera y la dejó tendida sobre el tejado. Después cerró el tragaluz.

Jabina y el duque le siguieron de cerca por estrechas cornisas, subiendo por pequeñas escaleras a tejados cada vez más altos, salvando peligrosos huecos que descendían hasta el empedrado de la calle.

A Jabina le pareció que recorrían kilómetros enteros. La falda de su bonito vestido nuevo pronto quedó negra de polvo y mugre, lo mismo que sus manos. El bolso donde llevaba las joyas de su madre era un estorbo y el duque se lo quitó para introducirlo en un bolsillo interior de su chaqueta.

Después, cuando Jabina pensó que ya habían cruzado medio París, llegaron a un tragaluz similar al que habían usado para subir a los tejados, y por él descendieron a otro desván.

La casa en la que ahora se encontraban era muy diferente a la que dejaron. Se veía vacía y las ventanas estaban clausuradas con tablas. Los suelos se encontraban llenos de polvo y las ratas escaparon corriendo al escucharles entrar.

Bajaron por escaleras de madera de barandales rotos y agujeros en los escalones. Al fin, llegaron al piso de abajo, y Jabina pensó que iba a salir a la calle, pero el vizconde cruzó el vestíbulo.

Detrás de la escalera principal había otra más pequeña, que en otros tiempos debió de usar la servidumbre.

Bajaron por ella al fin, para asombro de Jabina se encontraron en un enorme sótano lleno de gente.

Había más hombres que mujeres y, por su porte y la elegancia con que vestían, se adivinaba que pertenecían a la aristocracia.

Ninguno de ellos permanecía ocioso. Todos estaban enfrascados en alguna tarea. Los hombres tenían ante sí periódicos y papeles, mapas con toda probabilidad, y las mujeres estaban revisando y seleccionando ropa.

El vizconde condujo a Jabina y al duque al fondo del sótano, donde se sentaba, ante una mesa desvencijada, un anciano de cabellos grises y aspecto distinguido.

—Me permito presentarle a Su Señoría el duque de Warminster, señor —dijo el vizconde—, y a su hermana, Lady Jabina Warminster.

El anciano se puso de pie y extendió la mano.

—Soy el duque de Saint Croix —dijo—, y me siento muy complacido de que Armand haya podido rescatarles a tiempo.

—Perdóneme si parezco un poco desconcertado por lo que está sucediendo —dijo el duque.

—Como Armand debe de haberles explicado —contestó el duque de Saint Croix—, Bonaparte ha ordenado el arresto de ustedes dos.

—Pero ¿por qué? —preguntó el duque—. Cuando se declara la guerra no se acostumbra que las autoridades procedan de inmediato en contra de la población civil.

—¿Qué puede esperarse de un bárbaro desenfrenado? —preguntó el duque de Saint Croix, casi escupiendo las palabras.

—Lo que enfureció a Bonaparte —explicó el vizconde—, es que los barcos ingleses hubieran capturado a dos bergantines franceses. Desde ese momento, el continente quedó cerrado a los ingleses y los que se encontraban aquí debían ser tratados como prisioneros de guerra.

—¡Es increíble! —exclamó el duque.

—Eso es lo que nosotros pensamos —dijo el duque de Saint Croix—. Pero nada nos sorprende ya de Bonaparte.

El vizconde sonrió.

—Sería una gran satisfacción para él tener al duque de Warminster como prisionero. ¡Sólo Dios sabe cuánto tiempo durará la guerra!

—Durará hasta que los ingleses derroten al ejército de Napoleón —dijo el duque de Saint Croix—. Ahora, Señoría, debemos decidir qué disfraz usará usted para salir de París.

—¿Ha enviado ya a alguien a la Bolsa de Trabajo? —preguntó el vizconde.

—Uno de nuestros mejores hombres partió hacia allí hace una hora para obtener información —contestó el anciano—. Ya no tardará mucho.

Miró al duque.

—¿Su francés es bueno?

—Excelente para un inglés —contestó el vizconde por él—, pero no lo bastante bueno para un francés.

—Tendremos que decir que procede usted de una de las provincias del norte —sugirió el duque de Saint Croix—. ¿Y el de la señorita?

—¡Perfecto! —repuso el vizconde antes que Jabina pudiera hablar. Ella estaba a punto de decir que su madre era en parte francesa, cuando recordó que se suponía que era hermana del duque, por lo que se contuvo a tiempo.

El duque, comprendiendo que había estado a punto de cometer un error, la miró con una sonrisa y ella le sonrió a su vez.

Jabina tenía la impresión de que Su Señoría estaba muy emocionado por todo lo que estaba sucediendo, pero ella, por su parte, se sentía muy asustada.

Conocía los relatos acerca de la crueldad de los soldados franceses y cómo demostraron una absoluta indiferencia ante los sufrimientos de los países conquistados.

Estaba segura de que, si ella y el duque eran encarcelados, les separarían, y le aterrorizaba pensar que podía verse sola en una prisión.

Una vez más, puso su mano en la del duque y sintió la cálida fuerza de sus dedos.

—Creo que lo mejor para ustedes sería… —empezó a decir el duque de Saint Croix, pero de pronto se abrió la puerta del sótano y todos se volvieron hacia ella.

Entró un hombre delgado, de edad madura. Tenía el aspecto de un empleado de cierta categoría, o de secretario de un noble. Vestía de negro y se movía con seguridad y aplomo.

Se dirigió hacia el duque de Saint Croix, quien preguntó inmediatamente:

—¿Alguna novedad, Mirmon?

—Sí, señor duque —contestó el recién llegado—. El marqués de Lorne salió para Suiza, disfrazado como camarera al servicio de la esposa de un banquero de aquel país. No tendrá ninguna dificultad en atravesar la frontera.

—¡Excelente! —exclamó el anciano duque—. ¿Y hay vacantes en la bolsa de trabajo?

—Sí, señor duque, y dos, en particular, se adaptarían muy bien a la dama y el caballero que usted me dijo.

—¿De qué se trata?

—El general Delmas ha sido nombrado comandante en el Havre. Desea salir de París mañana por la mañana.

—¿Y bien?

—El y la señora Delmas no pueden llevarse consigo a su ayuda de cámara y a su doncella, debido a que éstos tienen varios hijos. Por lo tanto, han solicitado que se les proporcionen dos personas adecuadas para el servicio.

—¡Magnífico! —dijo el duque de Saint Croix—. Armand, pide al conde que prepare los papeles ahora mismo. El duque debe ser un inválido parcial, dado de baja en el ejército, y puede haber nacido en Normandía; eso explicará su acento un tanto inglés. Milady puede ser de cualquier parte, de Lyon o de algún lugar cercano a París.

El vizconde se alejó del lado opuesto del sótano donde el caballero se ocupaba de preparar los papeles y documentos de viaje.

—Perdone, señor… —dijo el hombre llamado Mirmon.

—¿Sï? ¿Qué pasa? —preguntó el duque de Saint Croix.

—El general pidió, de forma específica, un matrimonio. Será mejor que la dama y el caballero aparezcan como marido y mujer.

—Sí, sí, desde luego —aceptó el anciano—. No habrá dificultad alguna en eso, supongo.

—Ninguna dificultad —contestó el duque.

—El anillo de boda de mi madre está con sus otras joyas —le dijo Jabina en voz baja.

El la miró y la joven observó una leve sonrisa en sus labios. Comprendió que ambos estaban pensando en lo mismo. Parecía imposible que pudieran escapar uno del otro. El destino les unía como marido y mujer.

Cuando el duque sacó de su bolsillo el pequeño bolso con las joyas y se lo entregó a Jabina, sus manos se tocaron.

Fue solo un breve roce, producido de un modo casual, pero Jabina sintió que una intensa emoción la sacudía de pronto; una sensación que nunca había sentido antes.

«¡Lo amo! —se dijo—. No importa lo que nos suceda. ¡Lo único que deseo es que estemos juntos!».