Capítulo 4
El yate navegaba impulsado por el viento favorable y Jabina, que nunca antes se había embarcado, se sentía vivamente emocionada, aunque siempre había pensado que los barcos, con sus altos mástiles y sus velas henchidas se deslizaban firme y serenamente sobre las aguas y, por lo tanto, no estaba preparada para el bamboleo que tuvo que soportar cuando «El león marino» salió de la bahía de Berwick-on-Tweed y se lanzó hacia el Mar del Norte. Afortunadamente no se mareó, pero había descubierto que navegar, aunque fuese en un yate tan bien construido como aquél, podía resultar físicamente agotador. Cada vez que cambiaba la dirección, ella temía verse arrojada al suelo o contra las paredes del camarote. Y en cubierta existía el peligro de caer al mar por encima de la borda.
Jabina no esperaba que el yate de Su Señoría fuese tan grande ni tan lujoso. Contaba con una tripulación de cuarenta hombres, todos ellos, según le había explicado el duque, experimentados marinos. Los camarotes estaban amueblados con gran comodidad y con un gusto exquisito que, en opinión de la joven, no iba de acuerdo con la austeridad que su dueño parecía preferir. Sin embargo, se había abstenido de manifestar sus impresiones y, sobre todo, de decir cualquier cosa que el duque pudiera tomar por una crítica.
Pensándolo bien, merecía los agudos reproches que él le había dirigido y que le habían hecho intentar algo tan descabellado como huir de él a medianoche. Consideraba que había recibido un merecido castigo por su irresponsable conducta al perder su dinero. Únicamente le consolaba pensar que había sido lo bastante astuta como para llevar las joyas de su madre prendidas en el vestido. Eso, al menos, le aseguraba que no tendría que depender de la caridad ajena para subsistir.
A la mañana siguiente de la noche que el duque la llevara en brazos a su cama, ella había bajado a la salita sintiéndose algo temerosa, pues esperaba encontrar a Su Señoría enfadado, sobre todo por el efecto que le había causado el whisky que contenía el ponche. Mas, para tranquilidad suya, el duque sonrió al verla aparecer y, de manera inexplicable, Jabina sintió como si el sol hubiera salido de pronto.
Mientras desayunaban, él le había dicho:
—He estado pensando sobre la situación en que nos encontramos, Jabina, y estoy convencido de que sólo hay una solución.
—¿Y cuál es? —preguntó ella, alarmada por si él había pensado llevarla al comisario para que éste se encargara de hacerla volver con su padre. Pero el duque repuso con suavidad.
—Le propongo llevarla a Francia para que pueda reunirse con su tía. Jabina le miró con los ojos agrandados por la sorpresa y preguntó emocionada:
—¿Lo dice en serio? ¿De verdad me llevará con tía Elspeth?
—Si eso es lo que usted desea …
—¡Por supuesto! ¡Oh, muchísimas gracias! Esta mañana, al despertar, he estado pensando que quizá no pudiese hacer el viaje sola, tal como pretendía.
—¡Claro que no puede hacer ese viaje sin compañía! Lo que ocurrió anoche fue solo una muestra de las cosas desagradables que podrían sucederle.
—Sí, y ahora me doy cuenta de que fui una estúpida —repuso Jabina con humildad.
El duque tuvo la impresión de que, tal vez por primera vez en su vida, Jabina tenía miedo de su propia impetuosidad. En la resguardada existencia que había llevado al lado de su padre, nunca había tenido que enfrentarse a los peligros que acechaban a una joven que no contaba con la protección de un hombre.
—He planeado —explicó el duque— que abordemos mi yate en Berwick-on. —Tweed y vayamos directamente a Calais. Desde allí viajaremos por tierra hasta Niza.
—¡Eso me parece maravilloso! —exclamó Jabina—. Pero…, ¿no le estaré causando demasiadas molestias?
—La verdad es que no tengo alternativa —repuso él con una sonrisa—. No puedo dejarla abandonada en Inglaterra y, se lo confieso francamente, me aterra la idea de enfrentarme a los problemas que tendríamos en Escocia… De momento, nuestra anfitriona nos resolvió anoche uno bastante importante: Usted viajará como mi hermana. Por cierto, tendremos que tutearnos si no queremos despertar sospechas.
—Sí, por supuesto… Me parece una buena solución, pero ¿y cuando lleguemos a casa de mi tía?
—Espero que para entonces hayamos tenido tiempo de pensar y tal vez se nos ocurra algo para salir del embrollo en que nos encontramos. Por el momento será usted lady Jabina Minster, y así la presentaré cuando subamos a bordo del yate.
Por fortuna, los cocheros del duque no tuvieron ocasión de hablar con los tripulantes de «El león marino», pues en cuanto bajaron del carruaje, Su Señoría les dio la orden de regresar a Warminster.
El capitán del yate no se mostró sorprendido cuando fue presentado a la «hermana» del duque, aunque la joven imaginó que tanto él como sus hombres debían sentirse algo desconcertados por llevar a una dama a bordo. El duque le habló acerca de ello más tarde, mientras cenaban.
—Siempre me he negado a llevar mujeres en «El león marino».
—¿Por qué? —quiso saber la joven.
—Con toda franqueza, porque pensaba que las mujeres serían una molestia a bordo. Se marean casi siempre y les cuesta mucho soportar los inconvenientes que conlleva el hacerse a la mar.
—Pareces tener una opinión muy pobre de nosotras… y temo que yo no he contribuido a hacértela cambiar precisamente.
El se echó a reír.
—Lo más encantador que hay en ti, Jabina, es tu franqueza.
—¡Ah! Sospecho que lo que quieres decir es que más vale que no exprese lo que pienso.
—¡Me aterroriza pensar que pudieras hacerlo! —exclamó en tono de broma el duque, quien parecía haberse relajado considerablemente desde que se hicieran a la mar. Tal era al menos la impresión que Jabina tenía. Estaba segura de que él disfrutaba hasta con la menor sacudida del yate, construido especialmente para desarrollar una gran velocidad, por muy violento que pudiera ser el oleaje.
Ahora, con el cabello alborotado por el viento y el rostro que empezaba a bronceársele a causa del sol y la brisa marina, era indudable que el duque de Warminster parecía un hombre muy distinto de aquel que le había ofrecido a regañadientes un asiento en su carruaje y que se había ensimismado en la lectura de un viejo mamotreto, sin dirigirle a ella ni una sonrisa.
Jabina había esperado que, en el yate, podrían mantener prolongadas conversaciones durante las comidas, pero esto era casi imposible. A la velocidad que viajaban y con el consiguiente bamboleo, apenas si podían comer. Con frecuencia la fuente de servicio iba a dar al suelo; otras se deslizaba de un lado a otro de la mesa y tenían materialmente que perseguirla, procurando al mismo tiempo no perder el equilibrio. Y sólo podían beber si apuraban las copas en cuanto les eran servidas. Pero tales incidentes eran en realidad muy divertidos y contribuían a disipar la tensión que, de otro modo, podría haber resurgido entre ellos.
El esfuerzo físico que tenía que hacer durante el día agotaba a Jabina de tal modo, que caía rendida en la cama y se quedaba dormida en cuanto ponía la cabeza sobre la almohada.
—¿Sabes que estoy cambiando de opinión con respecto a llevar mujeres a bordo? —le dijo él una noche, cuando ya se disponían a retirarse cada uno a su camarote.
—¿Quieres decir con eso que ya no me consideras un fastidio? —preguntó la joven con una sonrisa.
El la miró fijamente unos instantes antes de contestar.
—Te considero admirable en todos los sentidos.
La cálida inflexión de su voz hizo que Jabina se sintiera turbada. Para disimularlo, le advirtió traviesa:
—¡Ten cuidado! Si me alientas demasiado, tal vez un día eche abajo un mástil por error o haga un agujero en el casco del yate con las tijeras de la manicura.
—¡Oh! A estas alturas creo que, viniendo de ti, nada me sorprendería —fue la divertida respuesta del duque.
En aquel momento, un brusco movimiento del barco hizo que ella perdiese el equilibrio y fuese a caer en brazos del hombre. Como tenía una taza de té en la mano, le derramó encima todo el líquido.
—¿No te lo decía? —Milord se reía a carcajadas mientras le ayudaba a enderezarse—. ¡De ti puede esperarse cualquier cosa… y creo que esto lo has hecho a propósito!
—Tuya es la culpa por haber desafiado al destino… ¡y cuida de que no ocurran cosas más graves!
—¡La verdad, me estás asustando! —exclamó el duque, apartando sus brazos de ella. Jabina le miró absorta al advertir un extraño brillo en sus ojos. Sin saber por qué, ella notó que le era difícil respirar. Sentía oprimida la garganta y por eso dejó que fuera él quien rompiera el silencio.
—Buenas noches, Jabina —dijo el duque muy serio y, antes que ella pudiera contestar, salió del camarote en que se encontraban.
El viento del norte les fue favorable durante la travesía del Canal y cuando llegaron a Calais, el capitán les informó que habían batido la mejor marca de velocidad establecida hasta entonces.
—Voy a sentir mucho dejar el mar —dijo Jabina al duque—. Pero me emociona pensar que conoceré París.
—¿Sabes hablar francés?
—¿Es que quieres ofenderme? Ya te dije que mi madre era medio francesa y por ello insistió, desde que yo era muy pequeña, en que dominase ese idioma tan bien como el inglés.
La primera noche que el yate estuvo anclado en la bahía de Calais, durmieron a bordo. A la mañana siguiente, el duque la llevó consigo cuando fue a alquilar un carruaje y caballos con los que harían la última parte de su viaje. Entonces Jabina pudo darse cuenta de que Su Señoría se expresaba en francés a la perfección, lo cual no era extraño, pensó, dado que era un hombre muy culto que dedicaba al estudio la mayor parte de su tiempo.
Fueron después al «Hotel de l’Angleterre» que, según explicó el duque a Jabina, gozaba de enorme prestigio gracias a los buenos oficios de su dueño, monsieur Dessin, el cual también era propietario de las caballerizas donde habían estado antes.
—Además de dirigir un excelente restaurante, nada barato por cierto —dijo Su Señoría—, Dessin vende y alquila carruajes, cambia dinero y se dice que ha amasado ya una fortuna de más de cincuenta mil libras.
—¿Cómo sabes todos esos detalles? —Se sorprendió ella.
—Viajé mucho por Francia antes de la guerra. Todos los turistas importantes que se detienen en Calais se hospedan en «Dessin’s», como se llama al establecimiento con frecuencia.
El prestigio del restaurante estaba plenamente justificado, según descubrió Jabina durante la comida. Le gustó sobre todo la especialidad de la casa, un plato a base de cangrejos frescos.
Si «Dessin’s» le pareció un lugar encantador, Calais en cambio la desilusionó. Era una población pequeña, de casas bajas con aspecto pobre y descuidado. Pero iba a descubrir, tanto allí como en el trayecto hacia París, que la gente de Francia era sumamente amable con los extranjeros, incluso con los ingleses, pese a la guerra reciente. Todo poseía allí una gracia especial y se sintió impresionada hasta por los mendigos. En cierta ocasión, un chiquillo de unos diez años pidió limosna al duque. Éste, pensando que si daba dinero al niño todos los demás que había alrededor le asediarían, se la negó. Entonces el chiquillo hizo una reverencia y dijo cortésmente:
—Pardon, monsieur, una autre ocasión. (Perdón, señor, otra vez será).
Tras despedirse del capitán y de la tripulación de «El león marino», Jabina bajó a tierra a la mañana siguiente y se quedó asombrada al descubrir que les esperaba toda una caravana. El duque había alquilado un cabriolé, que él mismo pensaba conducir, con dos briosos caballos. Un mozo iba sentado atrás, listo para tomar las riendas en caso necesario. Al ver que además les acompañarían dos jinetes, la joven miró al duque inquisitivamente. El se echó a reír.
—¿No querías que viajase de manera impresionante?
—¿Lo… lo has hecho por mí? —preguntó Jabina.
—La verdad es que la protección de esos hombres es necesaria. Los viajeros pueden ser asaltados por los caminos y me han asegurado que estos dos son excelentes tiradores.
Había contratado además los servicios de un tercer jinete, que se les adelantaría siempre que fuese necesario para encargarse de gestionar comida y alojamiento. Los tres iban muy elegantes con sus pelucas y sus tricornios de terciopelo, además de la ostentosa librea, mucho menos discreta que la que solían llevar los sirvientes de Su Señoría.
Cuando al fin partieron, con el duque guiando el carruaje de manera tan diestra que Jabina no pudo menos que admirar, la joven se sentía llena de excitación, pensando que aquél era el inicio de una gran aventura.
Una vez fuera de la población, tomaron la ruta de la posta, que iba a través de Amiens, Clermont y Chantilly. La primera hostería en la que pernoctaron era agradable y la comida, si no excelente, al menos era apetitosa. Los mesoneros, tanto en el almuerzo como en la cena, eran muy corteses, según le pareció a Jabina. Todo le parecía encantador a lo largo del camino. No se veía por ninguna parte a los villanos sansculottes, que mostraba Gilray en sus caricaturas, sino rostros animosos y, en general, ciudadanos bien vestidos.
En la posada donde dormirían aquella noche, disfrutaron de una típica cena francesa. La iniciaba un buen plato de sopa, seguido de pato con pepinos, lengua en salsa de tomate y fricandó de ternera. Finalmente les sirvieron pudín y pasteles, así como fruta fresca y en compota.
Lo que Jabina notó con sorpresa era que, una vez que salían de las poblaciones y se internaban en la campiña, casi no veían hombres. En cambio había mujeres ennegrecidas por el sol, con la cabeza descubierta o bien con un pañuelo alrededor de ella, trabajando en los campos.
—¡Napoleón sigue reclutando hombres para su ejército! —explicó el duque.
—Pero nosotros hemos dejado de hacerlo —comentó ella.
—Sí, nosotros hemos deshecho regimientos completos, y reducido a la mitad el número de hombres de la Marina. ¡Es una locura!
—¿Considera posible que haya guerra otra vez? ¡Creí que eso había terminado ya!
—Oí decir en Calais que las cosas andan muy tensas en los círculos diplomáticos —contestó el duque—, pero sabremos más cuando lleguemos a París.
—Murieron tantos hombres antes del armisticio… —murmuró Jabina—. No puedo creer que Napoleón Bonaparte quiera luchar de nuevo contra Inglaterra.
—¡Si pudiera conquistarnos lo haría, no te quepa la menor duda! La dificultad, por lo que a él se refiere, es que tiene que cruzar el Canal para hacerlo.
—Pero si hubiera guerra otra vez…, yo estaría viviendo en un país enemigo.
—Como tu tía durante estos últimos años.
—Pero ella está casada con un francés y, por lo tanto, tiene su nacionalidad. El duque no supo qué responder y continuaron avanzando en silencio.
Con su optimismo habitual, Jabina decidió que él se preocupaba sin motivo. Al fin y al cabo, cuando se firmó el armisticio, todos decían que la guerra podía darse por terminada para siempre.
En Amiens, y después en Chantilly, el duque encontró a mucha gente haciendo predicciones de que Inglaterra y Francia estarían de nuevo peleando en menos de un mes. Mas resultaba difícil pensar en la guerra bajo aquel sol de mayo y contemplando los campos en flor a ambos lados del camino. Los peligros, como la nieve, parecían haber quedado atrás y, cuando llegaron a Chantilly el dieciséis de mayo, Jabina trató de convencer al duque de que permanecieran en París varios días antes de continuar hacia el sur.
—Me han dicho siempre que es una ciudad muy alegre. Por favor, déjame verla, aunque sea poco, antes de continuar el viaje.
El duque no le había permitido visitar ninguno de los castillos ni de las iglesias que encontraron en el camino, diciendo que tenía prisa por llegar a París lo antes posible. Ella tenía la impresión de que esto se debía a su preocupación por la situación política, y no a que quisiera deshacerse de ella. Sólo porque Jabina se mostró vivamente interesada, visitaron en Chantilly los famosos jardines del príncipe de Condé, que se había dejado arruinar después de la revolución, pero ahora se trabajaba ya en su restauración. Cuando llegaron a St. Denis, Jabina convenció al duque para que la llevara a ver la abadía de los benedictinos, donde se guardaban las joyas de la corona francesa.
Había también allí un clavo de la cruz de Cristo, un crucifijo tallado en un trozo del sagrado madero por el papa Clemente III, y una caja conteniendo cabellos de la Virgen María y una espina que, según los monjes, pertenecía a la corona del Salvador.
—¡Imagínate!… ¡Han tenido guardadas todas estas cosas a través de los siglos!… —exclamó Jabina, impresionada.
El duque no quiso desilusionarla con palabras, pero ella comprendió por la forma en que fruncía los labios, que dudaba mucho de la autenticidad de tales reliquias.
La entrada en París estuvo llena de formalidades y molestias. Una vez que les dejaron trasponer las puertas de hierro, los aduaneros del Bureau de Roi examinaron el vehículo y también los equipajes para ver si llevaban artículos prohibidos.
—¿Dónde vamos a hospedarnos? —preguntó Jabina, una vez que se pusieron en marcha otra vez, ya que los funcionarios de la aduana no habían encontrado nada que pudiera considerarse como contrabando.
—Los mejores hoteles están en el Faubourg St. Germain, pero he encargado a nuestro mensajero que se adelante y trate de conseguirnos habitaciones amuebladas, que son mucho más cómodas, en la misma zona.
El duque no resultó desilusionado. Las habitaciones, que ocupaban dos plantas de la antigua mansión de un aristócrata, eran muy lujosas. El que hubiera alquilado habitaciones en lugar de hospedarse en un hotel, pensó la joven, debía significar que accedía a su súplica de pasar en París unos días, tal vez una semana.
Había reparado, al entrar a la capital, varios lugares donde se bailaba al aire libre, y mientras recorrían las calles, llegaba hasta ellos el sonido del violín, el clarinete y la tambora.
—En París bailan como si se hubieran vuelto locos, señorita —le había dicho una de las doncellas de la hostería de Chantilly—. ¡Bailan y bailan de día y de noche!
¡Los parisienses no piensan en otra cosa!
Aquella mujer hablaba en tono despectivo porque ya estaba un poco entrada en años, mas para Jabina era una noticia emocionante. Ahora se preguntaba cómo podría convencer al duque para que la llevara a bailar. Pero temía que él no encontrara divertido un salón de baile para gente plebeya.
No llevaba ni una hora en su alojamiento cuando, para asombro de Jabina, empezaron a llamar a la puerta los comerciantes. El ayuda de cámara que Su Señoría había contratado junto con el apartamento y la doncella que habría de atender a Jabina, pasaron todo el tiempo contestando a las llamadas a la puerta. Sastres, peluqueros, sombrereras, zapateros, costureras, joyeros, vendedores de ropa y accesorios para damas y caballeros, acudían en rápida sucesión.
Jabina pensó que el duque les despediría sin escucharles siquiera, mas él advirtió que la joven miraba con aire suplicante y, por primera vez, se dio cuenta de lo poco elegantes que eran las ropas de Jabina. Sin duda, ésta no había podido llevarse muchas prendas en el pequeño baúl que logró sacar de casa de su padre al huir.
Cuando extendieron ante él metros y metros de seda y muselina, de gasa y encaje para que los inspeccionara, comprendió cuánto debían significar para cualquier mujer y especialmente para Jabina.
Seleccionó la modista que le pareció mejor y pidió con firmeza:
—Quiero seis vestidos elegantes para la señorita. Uno de ellos debe estar listo para que lo use esta misma noche y otro para mañana por la mañana.
Jabina lanzó un grito de entusiasmo.
—¿Lo dices de veras? ¿Es en serio? —Mas de pronto se le ocurrió algo y le llevó aparte para decirle—: Pero no debo gastar mucho dinero. Yo no sé cuánto me darán por las joyas de mi madre cuando las venda.
—Lo que he encargado para ti es un regalo, Jabina —contestó el duque. Los ojos de ella brillaron de modo deslumbrante.
—¡Gracias, un millón de gracias! —exclamó—. ¿Puedo escoger lo que yo quiera?
—Estos proveedores habrán traído diseños —explicó él— y es posible que también algún modelo. No quiero poner en tela de juicio tu buen gusto, Jabina, pero me encantaría ayudarte a hacer la elección.
—¡Oh, desde luego! —aceptó ella, encantada. Y más aún lo estuvo cuando, aquella misma tarde, le fue entregado su primer vestido. Suponía que debía de estar casi hecho antes que ella lo encargara, pero lo importante era que había sido ajustado a la perfección a su atractiva figura.
Los vestidos de falda amplia, con chales de muselina, que ella usaba, no estaban ya de moda. Josefina, la esposa de Napoleón, había introducido en Francia un estilo que ya se había extendido también por otros países.
El vestido tenía el talle alto, por debajo del pecho, y caía luego recto hasta los pies. Era de gasa blanca casi transparente, que se ceñía a las curvas de su cuerpo de manera sumamente sugestiva. El escote era amplio y las pequeña mangas iban adornadas con diminutas gemas de fantasía. Finos hilos de plata entretejidos, hacían brillar la tela a cada paso que daba la joven. Las zapatillas eran plateadas. Una peluquera le arregló el rojo cabello al estilo clásico griego, y una cascada de rizos le caía por detrás.
Cuando se miró en el espejo, casi no podía creer que estaba viendo reflejada la imagen de Jabina Kilcarthie, que no se trataba de una mujer desconocida, elegante y seductora.
El duque le había prometido llevarla a cenar fuera y Jabina se preguntó qué diría cuando la viera. Temía que se mostrara escandalizado por aquel vestido tan revelador, pero ella por nada del mundo le habría añadido ni un centímetro de tela.
Cuando su doncella terminó de vestirla, Jabina se puso el collar de brillantes de su madre y un brazalete, también de brillantes, en la muñeca.
—Tengo lista su capa de terciopelo, señorita —dijo la doncella.
—No me la pondré por el momento —contestó Jabina—. Quiero mostrar a mi hermano mi vestido nuevo. ¿Está en el salón?
—Sí, Su Señoría está tomando un vaso de vino —contestó la doncella que había espiado por el ojo de la cerradura.
Jabina se dio una última ojeada en el espejo.
—Ábreme la puerta, por favor, Yvette —ordenó y salió de la alcoba.
Al llegar al salón, se quedó un momento en el umbral, esperando a que el duque advirtiera su presencia. Mas cuando él se dio la vuelta, fue Jabina quien lanzó una exclamación de profundo asombro. Por un momento casi no pudo dar crédito a sus ojos. Era el duque, sin duda alguna, pero el cambio que se había operado en él casi le hacía irreconocible. Habían desaparecido el traje negro, la corbata anudada sin gracia, el corte de cabello anticuado… Jabina tenía frente a sí un auténtico dandi. Llevaba una corbata inmaculada, anudada de forma meticulosa y las puntas del cuello de la camisa rebasaban la línea de su barbilla. La chaqueta de satén azul oscuro hacía resaltar sus anchos hombros, y los pantalones ajustados, de color champán, revelaban su estrecha cintura.
Una leontina pendía de su chaleco, cuyos botones brillaban intensamente.
—¿Apruebas mi apariencia? —preguntó, dirigiendo una sonrisa a Jabina, que se había quedado muda de asombro.
—¡Estás maravilloso! —exclamó ella—. No sospechaba siquiera que pudieras tener ese aspecto.
—Me siento halagado —dijo el duque echándose a reír—. Y ahora permíteme decir, aunque tal vez no lo haga con tanta elocuencia, que tú también estás muy distinta.
—¿Y… te parece bien?
—¡Por supuesto que sí!
—¡Estupendo! —exclamó Jabina con alivio—. Ambos estamos ahora muy elegantes y no nos parecemos en absoluto a los turistas ingleses que pintan en las caricaturas.
—No creo que podamos disimular nuestra nacionalidad tan fácilmente —dijo él riendo—, pero no hay duda de que tú tienes todo el aspecto de una dama distinguida y vestida a la última moda.
—¡Y tú eres ahora tal y como yo quería que fueses!
Los ojos del duque se encontraron con los de ella y parecían interrogarla, mas antes que ninguno de los dos pudiera decir nada, un sirviente abrió la puerta y anunció:
—¡El señor vizconde de Armand D’Envier!
Y a continuación entró en la estancia un joven francés alto y moreno. El duque lanzó una exclamación de sorpresa.
—¡Armand! ¡Qué alegría me da que estés en París!
—Ha sido por casualidad como me he enterado de que habías llegado, mi querido John —contestó el vizconde.
Ambos se abrazaron efusivamente y después, viendo que su amigo reparaba en la presencia de Jabina, Su Señoría dijo:
—Vengo acompañado por mi hermana. Permíteme presentarte, Jabina… Mi viejo amigo, el vizconde D’Envier… Mi hermana, Lady Jabina Minster.
El vizconde hizo una reverencia.
—Encantado, señorita. Espero que me conceda el placer de mostrarle París, si ésta es su primera visita.
—Así es —contestó la joven.
—Entonces ambos deben venir conmigo esta noche —exclamó el vizconde—. Espero que no tengan ningún otro compromiso, John, porque mi tía da esta noche un baile en honor de una de mis primas. Deben venir. Será una velada muy divertida. Lady Jabina brillará como un meteoro entre nuestras bellezas parisienses.
—No estoy seguro de que podamos esta noche… —empezó a decir el duque, pero Jabina le puso una mano en el brazo.
—Por favor, vamos… —le suplicó.
No había la menor duda de su deseo y el duque accedió.
—Muy bien, Armand —dijo—. De cualquier modo, temo que si me negase no me harías ningún caso; eres el único que ha logrado arrastrarme de un lugar de diversión a otro, ¿recuerdas?
—Esta noche no sólo debo preocuparme de que te diviertas tú, sino también tu hermana, quien debe comprender que, aun bajo el pie de un burdo corso como Napoleón, París puede ser una ciudad encantadora.
El duque se echó a reír.
—¡Sigues siendo el monárquico de siempre! ¿Todavía oponiéndote al nuevo régimen y decidido a echar abajo a Bonaparte?
—Ya llegará nuestra oportunidad —repuso el vizconde con firmeza—. Estamos haciendo nuestros planes, John, para librarnos de ese intruso que tiene sojuzgada a Francia …
—¡Vamos, no te alteres! —le interrumpió el duque—. No puedo permitir que esta noche pienses en cosas serias. Tal vez mañana nos sintamos inclinados a tomar partido y te apoyemos en tu lucha contra Bonaparte, pero esta noche lo que deseamos es una buena cena y saborear un auténtico champán francés.
—Tienes razón, John —convino su amigo sonriendo—. Olvidémonos de todo, excepto del placer de estar vivos y de encontrarnos en la ciudad más bella del mundo.
París, según iba a descubrir Jabina aquella noche, era una ciudad de vivos contrastes. Mientras cruzaban las calles en el coche del vizconde D’Envier, vio magníficos palacios, iglesias y mansiones impresionantes, que sin duda habían pertenecido a la nobleza del régimen anterior. Admiró los anchos puentes sobre el Sena y los jardines del Tívoli…, pero vio también muchas calles sucias que hablaban de pobreza y desventura.
Delante de las tiendas brillantemente iluminadas, abiertas aunque ya era casi de noche, y junto a muchas de las lujosas residencias, había montones de basura que parecían llevar allí meses enteros.
No tuvo tiempo de ver mucho más, pues pronto llegaron a un restaurante llamado «Chez Robert», donde el vizconde les explicó que siempre había una mesa reservada para él.
—Sugiero que cenemos aquí antes de ir a casa de mi tía. Estoy seguro, Lady Jabina, que le complacerá probar la comida más exquisita de todo París y beber el vino de la mejor cava.
Si Jabina no hubiera estado tan emocionada con el ambiente que la rodeaba, habría prestado más atención a la cena. Pero le resultaba imposible captar todas las cosas a la vez: las elegantes damas francesas, deslumbrantes con sus joyas y vestidas con telas tan transparentes, que parecían ir completamente desnudas bajo una nube de gasa o muselina.
También los hombres iban trajeados de manera llamativa, mucho más de lo que un inglés hubiese considerado admisible. Mas, por muy elegantes que pudieran ser, Jabina no podía evitar pensar que el duque de Warminster les superaba a todos ellos. Y se reafirmó en su idea cuando llegaron al baile que ofrecía la tía del vizconde.
Desde el momento que entraron en el gran salón donde su anfitriona recibía a los invitados, Jabina se dio cuenta de que estaba siendo presentada no sólo a miembros del antiguo régimen, sino también a los advenedizos, personajes de la nueva sociedad que Armand D’Envier despreciaba.
Se bailaba en una lujosa estancia iluminada por numerosos candelabros, pero muchas parejas preferían hacerlo en el jardín, donde se había montado un estrado con tal fin, a la luz de farolillos chinos colgados entre los árboles.
A Jabina no le faltaron parejas, pero la irritó que el duque no la solicitase en ningún momento, pues hubiese preferido bailar con él más que con cualquier otro.
En cambio, el vizconde bailó con ella varias veces, hasta que, ya muy avanzada la noche, se encontró sentada con él en una pequeña glorieta desde la que podían contemplar a las parejas, que danzaban con la típica gracia francesa.
—Hábleme un poco de usted —le pidió el vizconde. Este poseía un gran encanto personal que muchas mujeres, pensó Jabina, debían encontrar irresistible. Sus ojos oscuros la miraban con ardor, pero cuando le dirigía un cumplido, ella había advertido que lo hacía de modo casi mecánico.
—¿Qué desea saber? —preguntó, aferrándose a la esperanza de que el interrogatorio no fuese demasiado prolongado.
—Por ejemplo, cómo es que después de tantos años de ser hijo único, John aparece con una hermana… llovida del cielo, supongo.
Jabina se puso rígida. Aquello era algo que no esperaba. Buscaba alguna explicación y antes de que pudiera hablar, el vizconde continuó diciendo:
—Puede confiar en mí. Si hay algún tipo de relación entre ustedes que John no desea reconocer… ¡le aseguro que yo me sentiría encantado!
—No, no es nada de lo que supone —se apresuró a decir Jabina.
—Entonces lo siento —repuso él—. Nada más verla, pensé que al fin John se había dado cuenta de sus errores y empezaba a divertirse.
—¿Es que… piensa usted que no es feliz con la vida que lleva? —inquirió Jabina, curiosa e inquieta al mismo tiempo.
—¿Feliz? No creo que lo haya sido desde que tenía quince años —contestó el vizconde.
—¿Qué sucedió entonces? —El interés de Jabina iba en aumento.
—¿No lo sabe?
—No. ¿Qué fue?
—Primero dígame quién es usted.
—No… no puedo. Se trata de un secreto.
—Con más razón debo conocerlo. Puedo, desde luego, preguntarle a John, pero creo que él se sentiría incómodo al darse cuenta de que no ha logrado engañarme con ese supuesto parentesco.
—La verdad es que no… no soy su hermana —dijo Jabina titubeante—, sino… su esposa.
—¿Su esposa? —No había la menor duda de que el vizconde D’Envier se hallaba atónito.
Tímidamente, Jabina le relató lo sucedido. El la escuchó sin perder palabra y, al fin, juntó las manos en un gesto de entusiasmo.
—¡Bravo! Eso era lo mejor que podía haber pasado. John juró que no se casaría jamás, pero ahora el matrimonio le ha sido impuesto y puede ser su salvación; mejor dicho, estoy seguro que lo será.
—¿Que el duque juró…? Por favor, explíqueme de lo que está hablando —rogó Jabina, asombrada.
—¿El no le ha contado nada de su infancia ni de lo que ocurrió cuando tenía quince años?
—Nada en absoluto. Suponía que no era hombre amante del matrimonio y la verdad es que se puso furioso cuando se encontró casado conmigo, pero no suponía que eso se debiese a ningún propósito definido, a un juramento según ha dicho usted. Pero tal vez haya algún modo de que yo desaparezca de su vida sin mayores complicaciones. Únicamente los McCairn pueden decir que estamos casados y ellos viven en Escocia. Si se les hiciese llegar de algún modo la noticia de que he muerto…
—No haga planes absurdos y escúcheme —la interrumpió el vizconde—. John es uno de mis mejores amigos. Le conozco desde que estuvimos juntos en el colegio y le apreció más de lo que podría expresar con palabras. Juntos, usted y yo podemos salvarle de sí mismo.
—Pero ¿cómo?
El vizconde miró a Jabina con una ligera sonrisa en los labios.
—Usted, una mujer, ¿tiene que preguntarme eso a mí?
—¡Pero el duque me detesta! Le repito que se puso furioso al verse casado conmigo. Yo… yo represento todo lo que él detesta en una mujer. Me lo dijo claramente.
—¿Y usted… también le detesta?
—Bueno, yo creo que es muy aburrido y pretencioso… y también puede ser muy desagradable cuando quiere —se apresuró a contestar Jabina, mas entonces evocó la imagen del duque tal como le había visto aquella noche, vestido elegantemente, sonriéndole …
Miró al vizconde, que la observaba en silencio, y agregó:
—Pero acabo de darme cuenta de que, en realidad, apenas le conozco. Por favor, hábleme de él. ¡Cuénteme todo lo que sepa!