Capítulo 6
Sentada en el pescante del carruaje, Jabina descubrió que podía ver mucho mejor el camino desde allí que desde el interior como pasajera.
Habían salido de la casa del general a las ocho en punto de la mañana, después de trabajar varias horas, hasta que los baúles, cestos y bolsas se hallaron dispuestos.
El carruaje era realmente un vehículo impresionante y podía alcanzar gran velocidad.
Desde el momento en que Jabina y el duque conocieron al general, se dieron cuenta de que actuaba como un déspota acostumbrado a salirse siempre con la suya en el menor tiempo posible.
Los realistas les habían provisto a ellos de todos los papeles que necesitaban, indicándoles luego al elegante zona de la capital donde debían presentarse a solicitar trabajo.
Si a Jabina no le hubiera dado tanto miedo pensar en lo que les sucedería si les descubrían, hubiese encontrado divertida la apariencia de ambos.
En el sótano se había desvestido detrás de un biombo, y las damas la volvieron a vestir con la ropa que correspondía a una doncella, insistiendo en que hasta el último detalle fuera correcto. El vestido de sarga negra, bastante ajustado, habría resultado horrible en cualquier mujer con una figura menos perfecta que la de Jabina. Un cuello blanco y un pequeño delantal de seda del mismo color, disminuían un poco su severidad. Un áspero sombrero de paja le cubría el cabello, que había constituido un problema.
—¡Es un rojo demasiado atractivo! —declaró una de las damas, a la que las demás llamaban «condesa», no sin cierto tono de envidia en la voz.
—¡Es cierto! —reconoció otra—. Ninguna buena ama de casa la contrataría de haber hombres en la familia.
Todas se echaron a reír, pero Jabina dijo muy preocupada:
—¿No podría teñírmelo?
—No hay tiempo —dijo la condesa—. Además, el cabello teñido nunca se ve natural.
—¡Su piel es demasiado blanca para ser una mujer de este país! —se quejó la condesa y una vez más Jabina advirtió la envidia con que lo decía.
Las demás consideraron absurda aquella observación.
—Josefina Bonaparte tiene la piel muy blanca —dijeron—. ¡Los ingleses no son el único pueblo en el mundo con la piel clara!
Decidieron entonces concentrarse en el vestuario de Jabina, con la esperanza de que la esposa del general, en su prisa por irse con su marido a El Havre, no se fijará demasiado en ella.
Le pusieron un refajo de tela gruesa y áspera y unas medidas de lana negra, pero tuvieron alguna dificultad en encontrar un par de zapatos resistentes, cómodos y pequeños, porque los pies de Jabina eran diminutos.
Por fin, le pusieron el resto de la ropa que tendría que usar en una cesta de mimbre: un vestido de algodón para trabajar, una cofia que, al menos, cubriría su cabello, y un delantal blanco muy almidonado.
—No olvide que es el amo quien proporciona los uniformes —dijo la condesa—; así que la señora Delmas no se sorprenderá de que lleve tan pocas cosas.
Por último, Jabina se cubrió con una vieja capa de viaje que, evidentemente, había visto mejores días.
—Pertenece a mi propia doncella —dijo una de las señoras, sonriendo—, y aquí están también sus guantes.
—¿No te preguntó para qué los querías? —le preguntó otra.
—Le dije que eran para los pobres. Las monjas está siempre recogiendo ropa para los pobres de París. Desde luego, le di a cambio otras cosas mías, con lo cual se quedó encantada.
Cuando Jabina estuvo lista, salió de detrás del biombo, tras dirigir una última y lastimera mirada a su nuevo vestido de muselina verde, que había usado por primera y última vez.
Se sentía un poco tímida al tener que enfrentarse al duque y se preguntó qué pensaría él de su aspecto. Pero cuando le vio, se dio cuenta de que no necesitaba tener sus críticas.
El duque tenía un aspecto realmente extraordinario.
Vestía los pantalones negros ajustados y la chaqueta abotonada, prendas características francesas, pero llevaba también un parche negro en un ojo.
Cuando Jabina le miró atónita, él dijo con una sonrisa:
—Armand cree que éste es un disfraz muy efectivo. Piensa que nadie pueda imaginar que uno sea tuerto por gusto —se echó a reír—. Además, la herida que recibí en la cabeza cuando tú y yo nos conocimos, está resultando muy útil.
Aunque en los últimos días la herida había mejorado de forma considerable, los hombres del duque de Saint Croix había logrado que tuviera ahora muy mal aspecto. La mancha rojiza producida por el golpe casi había desaparecido, pero aún se veían muy marcadas por encima del parche del ojo, las señales de los seis puntos que el médico le había dado.
No había la menor duda de que todos pensarían, al verle, que había sido herido en batalla.
—No olvide —dijo el conde al entregarle los papeles que les había preparado—, que ha sido dado de baja en el ejército debido también a una herida de bala en la pierna. Recuerde cojear un poco y no se mueva con mucha rapidez.
—Así lo haré —prometió el duque.
Tomó los papeles que le entregaron y los colocó en un bolsillo interior de su chaqueta.
—Sus nuevos nombres son Jacques y Marie Boucher —añadió el conde.
—Nos hemos olvidado de una cosa muy importante —intervino el duque de Saint Croix.
—¿De qué se trata? —inquirió el duque.
—¡Sus manos! —contestó el anciano—. Muchos aristócratas fueron capturados durante la revolución sólo porque se olvidaron de disimular el aspecto de sus manos.
—¡Desde luego! ¡Debía haber pensado en eso! —exclamó una de las señoras, que cogió una tijeras, tomó las manos del duque entre las suyas y le cortó las uñas al ras.
—Ahora restriegue las manos en el suelo —añadió el duque de Saint Croix—. Es una forma efectiva de lograr que parezcan ásperas, como si trabajara de vez en cuando.
Todos rieron, pero Jabina sabía que todo lo que se estaba diciendo allí era de vital importancia.
El vizconde consultó el reloj.
—Si están listos —dijo—, será mejor que acudan a entrevistarse con el general. Sería un error permitir que contrataran a otra pareja antes que a ustedes.
—Sí, desde luego —contestó el duque, quien tendió la mano al duque de Saint Croix.
—Quiero agradecer profundamente a Su Señoría todas sus bondades y su ayuda.
—No queremos su agradecimiento —contestó el anciano—; pero si en algún momento, cuando se encuentre en Inglaterra, pueden ayudar a la causa realista, les estaremos muy agradecidos.
—Cuente con que haré todo lo que esté en mi poder —contestó el duque. El anciano miró al conde.
—¿Has dado a su señoría los nombres de nuestros agentes realistas, por si acaso fueran descubiertos antes de llegar a El Havre?
—Sí, se los he dado.
—Como comprenderá —dijo el duque de Saint Croix—, deberá recurrir a estas personas en busca de ayuda sólo en una emergencia. Todo contacto con alguien como usted les expone a un gran peligro.
—Lo comprendo perfectamente —contestó Su Señoría.
—Y otra cosa —continuó el anciano duque francés—: su única probabilidad de volver a Inglaterra es, como comprenderá, ponerse en contacto con los contrabandistas que estarán cruzando el Canal todas las noches, ahora que se ha declarado de nuevo la guerra. Bonaparte, como ya lo hizo antes, les dará toda clase de facilidades porque cuando regresen a estas playas le traerán oro. ¡Pero, desde luego, no les permitirá llevar pasajeros en el viaje de retorno a Inglaterra!
—Me doy cuenta de ello —dijo el duque.
—Por lo tanto, sospecho que habrá centinelas de guardia a lo largo de toda la costa. Ésta podría ser una de las razones para enviar más tropas a El Havre, Calais y Boulogne.
El viejo duque se detuvo y añadió después:
—Por supuesto, Bonaparte podría estarse preparando para cumplir cuanto antes su ambición de invadir Inglaterra.
—¡Nunca podrá hacerlo! —replicó el duque.
—Eso es lo que pensamos pero, de cualquier modo, podría intentarlo.
—Lo haga o no —intervino el vizconde—, habrá tropas guardando la costa. Así que ten mucho cuidado al acercarte a los lugares donde los contrabandistas tienen sus barcas.
—¡Lo haré! —dijo el duque—. Y gracias, Armand. Un día tendré la oportunidad de pagarte esto.
—Un día —dijo el vizconde—, seré feliz si podéis pasar más tiempo en París.
—Deseaba tanto visitar el «jardín danzante»… —dijo Jabina con voz muy triste—. Y no he podido ver el Louvre.
El vizconde se llevó la mano de la joven a los labios y entonces, mientras su amigo se volvía para despedirse del duque de Saint Croix, dijo en voz muy baja, que sólo ella pudo escuchar:
—Ésta es su oportunidad de ayudar a John. ¿Se da cuenta?
—Sabe que trataré de hacerle feliz —contestó Jabina, y de nuevo el vizconde besó su mano.
No hubo tiempo para decir más. Jabina y el duque subieron del sótano a la calle y echaron a andar con rapidez en la dirección indicada.
—De ahora en adelante debemos conversar sólo en francés —dijo él—. ¡No sólo sería peligroso hablar en inglés, sino que ésta será una oportunidad de mejorar mi acento!
—Trata de que tu voz suene un poco más vulgar —le aconsejó Jabina y a continuación le enseñó algunas de las expresiones que los sirvientes de su posición solían usar.
El general era más joven de lo que Jabina había esperado. Pero recordó que Bonaparte ascendía regularmente a los jóvenes para que ocuparan altos puestos en el ejército.
Tenía la nariz muy larga y unos ojos peligrosamente penetrantes.
—¿En qué regimiento estuvo usted? ¿Dónde fue herido? —preguntó al duque, haciendo pregunta tras pregunta en rápida sucesión.
Por fortuna, al duque le habían dado los detalles completos de su supuesta carrera en el ejército. Contestó de manera servil, con palabras breves y arrastrando las vocales, lo cual disimulaba a la perfección su acento inglés.
—Veo que viene de Normandía —dijo el general consultando sus papeles—. ¿Está su familia todavía allí?
—Sí, mi general —contestó el duque—. Ésa es una de las razones por las que mi mujer y yo queremos ir con usted y con su señora a El Havre.
—Necesito que trabaje duro —dijo el general con voz aguda—. ¿Está capacitado para hacerlo?
—Los doctores dicen que sí, mi general. Éste volvió su atención a Jabina.
—¿Ha servido antes, Marie? —preguntó.
Jabina, a quien habían dado referencias, explicó que había sido doncella personal durante dos años, de una dama que, por desgracia, se había marchado de París para vivir en una propiedad que tenía en el campo.
—No había sitio para mi marido en su casa, señor, y tenía la esperanza de conseguir un empleo donde pudiéramos estar juntos.
—Sí, sí, comprendo —dijo el general Delmas—. Bueno, mi esposa les dará instrucciones sobre sus deberes. Si se quedan aquí esta mima noche, pueden ayudar a nuestros sirvientes a preparar el equipaje y ellos les informarán acerca de sus otros deberes.
—¿Estamos contratados, mi general? —preguntó el duque.
—Están contratados, pero si no me resultan satisfactorios, les despediré a los dos cuando lleguemos a El Havre.
—Espero que le agraden nuestros servicios —dijo el duque con humildad. Había tanto que hacer, que Jabina, la cual había estado preguntándose qué dispondrían para ellos en cuanto a dormitorios, encontró que sólo pudo disponer de una hora para dormir acurrucada en un sofá, antes que la despertaran de nuevo para terminar de hacer el equipaje y ayudar a la señora Delmas a vestirse para el viaje.
La esposa del general era una mujer muy poco atractiva y mucho mayor que su marido. Jabina no tardó en descubrir que se daba aires de grandeza porque su familia era de más alcurnia que la del general. En opinión de sus parientes, había hecho un mal matrimonio al casarse con un hombre cuya única profesión era la de soldado.
—¡Ella es la que tiene el dinero! —susurró la doncella que estaba con ella al oído de Jabina.
A pesar del tono de la voz del general y de su forma de dar órdenes como si todos fueran soldados a su mando, Jabina consideraba que, de los dos, él era el más agradable.
Mas no le interesaba de modo especial el carácter de sus amos. Lo que necesitaba era salir de París, ya que estaba segura de que los soldados de Napoleón debían estar buscándolos por la ciudad, al no encontrarles en la casa como esperaban.
El carruaje, tirado por cuatro caballos, partió con cierta lentitud y pronto se reunió con los otros vehículos que avanzaban con asombrosa rapidez sobre el empedrado irregular de las calles de París.
Vieron, en el corto espacio que recorrieron desde la casa del general hasta las puertas de la ciudad, un número considerable de accidentes. Además, la mugre y el agua del camino salpicaban de tal modo las faldas limpias de las damas y las medias de los caballeros, que Jabina se sintió satisfecha de ir sentada en el pescante.
Una vez que salieron de París, avanzaron a una velocidad semejante a la de las diligencias.
El cochero le dijo al duque que el general quería llegar a Verdon, situado a ochenta kilómetros de distancia, antes del anochecer.
—¿Podremos hacerlo realmente? —preguntó el duque.
—Claro que sí —contestó el cochero—. Cambiaremos caballos cada doce o quince kilómetros. Ya han sido enviados soldados por delante para reservar los mejores animales al general.
Era muy difícil sostener ningún tipo de conversación. Jabina se contentaba con mantenerse firme en el asiento y no caer del pescante cada vez que tomaban una curva a toda velocidad o se detenían repentinamente.
El duque, al advertirlo, puso el brazo alrededor de su cintura y la atrajo hacia sí.
—Debía haber dejado que te sentaras en el centro —le dijo—. Estarías más segura de ese modo, pero pensé que tal vez te disgustaría ir oprimida entre el cochero y yo.
Ella comprendió que el duque había estado pensando en su comodidad y que sabía que le disgustaría la proximidad de un cochero que olía a ajo y a sudor aunque, sin duda, era un hombre muy eficaz con las riendas.
—No me pasará nada —contestó Jabina.
Sin embargo, el duque insistió en que cambiara de lugar cuando llegaron a la primera hostería de la posta. Allí, la señora Delmas, sin bajar del carruaje, pidió café, y el general un vaso de vino.
El duque tuvo que bajar del carruaje para traérselos de la posada. Luego, casi antes que tuviera tiempo de devolver la taza y el vaso usados, el cochero fustigó a los nuevos caballos.
—¡Oiga… no tan rápido, amigo! —suplicó el duque—. Recuerde que tengo una bala en la pierna y eso me hace andar un poco torpe.
—Lo siento, camarada —contestó el cochero—, pero el general tiene prisa por enfrentarse a los ingleses. ¡Si no apresuro a estos animales que casi parecen mulas, me volará la cabeza de un disparo!
—Un hombre duro, ¿eh? —preguntó el duque, ocupando su sitio.
—Los que sirven a sus órdenes dicen que puede ser el mismo diablo cuando quiere.
Jabina se estremeció, llena de temor. El duque, pensando que tenía frío, le ajustó bien la capa sobre los hombros.
—Debo tratar de buscarte una manta —dijo con voz solícita y a ella le agradó que le preocupase su bienestar.
—No tengo frío —contestó.
—Cuanto menos, podemos sentirnos agradecidos de que no llueva —dijo el duque.
Pero la jornada se les hizo interminable. Se detuvieron al mediodía para un rápido almuerzo. El duque y Jabina tuvieron que comer en la cocina de la posada, lo cual le pareció muy divertido a la joven.
Colgaban de la pared largas ristras de cebollas, así como sartenes y ollas de latón, y un jamón que se ahumaba colgado de las vigas.
Todo era muy pintoresco, pero no compensaba la mugre que había en el suelo, ni la forma descuidada en que se preparaba la comida.
Siempre que se detenían en las posadas de los pueblos, varios pedigüeños se acercaban al general y a su esposa. Se veían también soldados que habían perdido algún miembro y que andaban casi en harapos.
—¿No se hace nada por ellos después de darles de baja en el ejército? —preguntó Jabina al duque.
—¿Acaso algún país se preocupa por los hombres que pelean por él, una vez que dejan de serles útiles? —dijo el duque con visible disgusto.
Jabina estaba ya tan cansada después del mediodía, que empezó a cabecear. El duque la atrajo un poco más hacia sí y ella se quedó dormida en su hombro. Había descansado muy poco la noche anterior, y el ejercicio desacostumbrado de inclinarse sobre los baúles, subir y bajar corriendo escaleras, y estar en todo momento a las órdenes de la exigente señora Delmas, le hacía sentirse más cansada que nunca en su vida.
Aunque sus ojos se cerraron, estaba consciente del movimiento del carruaje.
Podía escuchar el chasquido del látigo y el ruido de las ruedas moviéndose sobre los caminos irregulares, aunque algunas veces le parecía que tales sonidos venían de tan lejos, que se mezclaban con sus sueños.
Fue con un estremecimiento como oyó al duque decir: «¡Ya hemos llegado!». Abrió los ojos y vio que entraban en el patio de una posada de mejor aspecto que las anteriores.
—¿Estamos ya en Verdon? —preguntó.
—¡Ochenta kilómetros en poco más de siete horas! —dijo el cochero con satisfacción.
En cualquier otro viaje, Jabina hubiera pensado, aliviada, que por fin iba a descansar del traqueteo del carruaje y a comer algo. Pero ahora tenía primero que cumplir con sus deberes.
La señora Delmas fue escoltada al mejor dormitorio que había en la posada. Exigió que le bajaran ciertos baúles en particular, los cuales se encontraban precisamente debajo de la alta pila de bultos colocada sobre el techo del carruaje.
Había que llevarle agua caliente, ayudarle a cambiarse de vestido y arreglarle de nuevo el peinado. Y todo el tiempo, mientras Jabina la estaba atendiendo, no dejaba de quejarse de que estaban viajando demasiado aprisa y de que el general no tenía sentimientos al esperar que ella lo resistiera.
—¿Quién quiere estar aislada en un lugar como El Havre, cuando podría estar ahora en París? —repetía.
—Estoy segura, señora, de que el nombramiento del general es de la mayor importancia —repuso Jabina, sabiendo que ella esperaba una respuesta.
—¡Claro que lo es! —contestó la señora Delmas con brusquedad—. Pero yo no soy un soldado, y te digo que se espera demasiado de mí… ¡Oye! ¿Crees que tu marido podrá atender al general de forma adecuada? No podemos permitirnos tener gente enferma con nosotros.
—Por supuesto, señora. Mi marido está capacitado para cumplir con todos sus deberes.
—¡Eso espero! —Gruñó la señora Delmas que por fin, cuando estuvo lista para bajar a la sala privada donde cenarían, dio a Jabina una larga lista de cosas que necesitaba para la noche; entre ellas un cambio de almohadas, más mantas y un calentador, que debía ser colocado entre las sábanas, por lo menos, una hora antes de que se acostara.
Para estar segura de que no se olvidaría de lo que había ordenado, Jabina fue en busca del mesonero o de la esposa de éste.
Pensó que casi no les había visto desde su llegada y comprendió que ello se debía a que la posada estaba llena de soldados.
Les podían escuchar hablando y riendo en la taberna, y podía oír también voces femeninas.
Encontró a la mesonera en la cocina, muy ocupada con la preparación de la cena.
—¿Más mantas? ¿Nuevas almohadas? —exclamó la mujer—. ¡No tenemos una sola más! La posada está llena a reventar; no hay un cuarto desocupado. Tendrá que quitar las de su cama, o la señora tendrá que arreglárselas con las que tiene.
Jabina no veía razón para pasar frío solo por dar gusto a su ama. Por lo tanto, fue a buscar al duque y le sugirió que llevara del carruaje una de las mantas de viaje forradas de piel. El así lo hizo y la subió al cuarto de la señora Delmas.
—¿Has comido algo? —preguntó a Jabina, después de colocar la manta sobre la cama.
—No he tenido un momento ni para respirar siquiera —contestó Jabina—. Pero, ya que lo mencionas, tengo hambre.
—Ven conmigo —dijo el duque—. Antes que hagas nada más, debes comer.
—¿Ha resultado difícil el general? —preguntó Jabina.
—Un poco impaciente —contestó él con una sonrisa—. De aquí en adelante, tendré siempre el mayor de los respetos por la diligencia de mi propio ayuda de cámara. Yo no sabía lo difícil que era quitar las botas del ejército. ¡Sobre todo a un hombre que tiene tendencia a darle patadas a uno mientras lo está haciendo!
Jabina no pudo menos que echarse a reír.
Bajaron y literalmente se sirvieron ellos mismos de comer en la cocina, mientras la mesonera les gruñía y el marido de ésta, que entraba y salía con bandejas y botellas, les empujaba a un lado para que no estorbaran. Por fin tomaron sus platos y se sentaron en un banco de roble que había en el pasillo, para poder comer con alguna tranquilidad.
—Esto es de verdad una aventura —dijo Jabina.
—Me alegra que lo consideres así —contestó el duque—. He estado pensando todo el tiempo que fue una gran suerte tener a Armand en París para ayudarnos.
Jabina se estremeció y dijo en voz baja:
—Yo también; he pensado en lo horrible que habría sido que nos encerrasen en una prisión francesa, sobre todo si no me hubieran permitido estar contigo.
—Tal vez hubiera podido convencerles de que eras mi esposa; aunque habría necesitado darles muchas explicaciones sobre las razones que tuve para presentarte como mi hermana al llegar a París.
—Mi niñera decía siempre que una mentira conduce a otra.
—Estoy seguro de que es verdad —reconoció el duque—. Al mismo tiempo, estoy rezando porque nuestro disfraz, aunque sea también una mentira, siga teniendo éxito.
—¿Cuánto tiempo más tendremos que estar con el general?
—Hasta que lleguemos a Quillebeuf, donde, según tengo entendido, pasaremos la noche mañana —contestó el duque—. Está como a treinta kilómetros de El Havre y se encuentra muy cerca del mar. Lo que tendremos que decidir es cuándo dirigirnos a la costa. ¿Debemos hacerlo antes de llegar a El Havre, donde hay una fuerte guarnición, o probar suerte en Quillebeuf mientras duermen nuestros amos?
—Creo que sería conveniente esperar a ver cómo es el lugar —dijo Jabina.
—Aunque parezca extraño, eso mismo he pensado yo.
El mesonero pasó en aquel momento y Jabina preguntó:
—Señor, ¿han terminado ya de cenar el general y su señora?
—Sí, ya han terminado —contestó el hombre—, y la señora ha mencionado que desea acostarse.
—Entonces debo ir a atenderla —dijo Jabina y se puso en pie.
—Te esperaré en la escalera —le indicó el duque—. Ya he subido tu equipaje. Dormiremos en el desván.
—¡Debía habérmelo imaginado! —dijo Jabina sonriendo y echó a correr para ir a atender a su ama.
Esto le llevó bastante tiempo. La señora tardó casi dos horas en meterse en la cama y aunque se quejó de tener que dormir bajo la manta de un carruaje, aceptó que no había alternativa.
Jabina tuvo que recogerle el cabello en pequeños rizos, después de cepillárselos más de cien veces.
Parecían no tener fin los diferentes preparativos de belleza a los que la señora recurría tratando de mejorar su apariencia. El resultado, no pudo menos que pensar Jabina, no era muy satisfactorio.
Después de avivar el fuego, de guardar la ropa y ver que la ventana estuviera bien cerrada, se le permitió apagar las velas y dejar a su ama en la oscuridad.
No le sorprendió descubrir que el duque ya no estaba en la escalera y pensó que tal vez la estuviese esperando donde habían cenado. Bajó a la planta inferior y al instante escuchó música procedente de la taberna, que le recordó la que había escuchado en el «jardín danzante». ¡Estaban bailando! Jabina sintió que los pies se le iban por el deseo de bailar. Había dejado de sentirse cansada en un momento. Retornaba a ella la emoción experimentada la noche anterior. La alegre música significaba que los soldados se deslizaban con sus parejas en un vals como el que ella bailó en brazos del duque …
De forma impulsiva, sin pensar en lo que hacía y en que podía ser arriesgado, extendió la mano para abrir la puerta que conducía a la taberna. En el momento que lo hacía, escuchó la voz del duque:
—¡Jabina!
Se volvió sorprendida y le vio avanzar por el corredor.
—¿A dónde vas? —le preguntó.
—¡Están bailando! —dijo ella con los ojos muy brillantes—. ¡Oh, John, vamos a bailar un poco nosotros también!
—¿Estás loca? ¡Tú no puedes entrar ahí!
—¿Por qué no?
—Porque sería un error.
—¡Oh, no seas tan estirado! Nadie se fijará en nosotros. Sé que hay soldados, pero me imagino que la gente de la aldea también vendrá a divertirse.
—Es hora de que nos vayamos a la cama —dijo el duque—. Nos tenemos que levantar muy temprano.
—¡Quiero bailar! —insistió Jabina—. ¡Sólo una pieza!
—¡No! —La voz del duque sonaba muy firme.
—Bueno, tú puedes hacer lo que quieras —exclamó Jabina—, pero yo voy a entrar; no a bailar, pero sí a ver a los demás.
Una vez más extendió la mano hacia la puerta.
Entonces, para su sorpresa, el duque la tomó del brazo y la llevó a la fuerza hacia otra escalera angosta que conducía, supuso Jabina, a las habitaciones más baratas de la posada.
—¡Te vas a ir a la cama! —dijo el duque con severidad.
—Como siempre, haces que todo resulte aburrido y deprimente —le dijo Jabina, furiosa—. ¿Por qué no puedes disfrutar un poco de la vida?
Estaban para entonces a mitad de la escalera, que subía por un muro de la taberna. A un lado, un poco más abajo del nivel de la vista, había un ventanuco que sin duda alguna era usado por el mesonero cuando quería vigilar a sus parroquianos sin ser visto.
El duque miró rápidamente a través del ventanuco y luego, tirando del brazo a Jabina, la hizo mirar también.
—¿Es ése el tipo de diversión en el que quieres participar? —preguntó con aspereza.
Jabina miró con atención. La taberna tenía un largo mostrador a un lado, donde el mesonero estaba llenando vasos y jarras de cerveza.
Sólo dos o tres soldados bailaban, pero estaban muy borrachos y casi parecían arrastrar a sus parejas.
En las mesas alrededor del cuarto, se sentaban soldados abrazando a mujeres, que vestían de forma vulgar y llamativa, y llevaban el rostro pintarrajeado de un color tan subido como las plumas que adornaban sus sombreros.
Varias de ellas estaban desnudas hasta la cintura; otras exhibían las piernas de un modo que a Jabina le pareció indecente y escandaloso.
Una mujer gritaba y reía, mientras dos soldados la levantaban para ponerla sobre una mesa.
En los rincones se veían parejas abrazadas y tiradas en el suelo.
Jabina lanzó un grito ahogado. Casi no tuvo tiempo de ver toda la escena, pues el duque le hizo retirarse.
—¿Todavía quieres bailar? —preguntó secamente.
—No… yo no sabía que era algo… así.
—Otra vez debes confiar en que yo sé qué es lo mejor para ti —dijo él con frialdad.
Llegaron a lo alto de la escalera. Una palmatoria colocada en una repisa, alumbraba el rellano en el que se veían cuatro puertas. El duque abrió la más cercana a ellos y, tomando la palmatoria, la llevó al interior.
Era, según observó Jabina, un dormitorio instalado en lo que fuera un desván. Aparte de la cama, no había más muebles que una silla dura y un lavabo de porcelana con una jarra en el suelo.
—No es muy elegante —dijo el duque y se volvió a mirar a Jabina. Vio que ella tenía aún los ojos agrandados del susto a causa de lo que había visto en la taberna—. Tranquilízate, Jabina —le dijo con suavidad—. Cierra la puerta con llave. Estarás a salvo aquí.
—¿Dónde vas… a dormir tú?
—Encontraré algún sitio.
—Pero, la mesonera, dijo que todo estaba lleno… Subirán otras personas a dormir en los otros cuartos… No puedes dejarme sola …
—Ya te he sugerido que cierres la puerta con llave.
Levantó la vela en alto al decir esto. Tanto él como Jabina miraron hacia la puerta, construida de la forma más económica posible. Tenía una pequeña aldaba. No había pestillo ni cerradura alguna.
—Por favor… no me dejes —suplicó la joven.
—Está bien —contestó el duque—. Métete en la cama y yo dormiré en la silla.
—¡Eso es ridículo! —exclamó ella—. Necesitas dormir lo mismo que yo. Ambos podemos hacerlo en la cama. Es bastante grande.
Lo era, en efecto, pero por un momento el duque se quedó muy rígido. Luego dijo con sencillez:
—Por supuesto, eso es lo que haremos.
—¿Por qué no? —dijo Jabina—. Después de todo nadie lo sabrá. Y estamos casados… realmente casados.
—Sí, estamos casados —repitió el duque—. Métete en la cama, Jabina. Yo esperaré afuera mientras te desnudas.
La forma en que salió de la habitación le pareció a ella un poco brusca y descortés. Pensó, con repentina desolación, que al duque debía disgustarle la idea de estar tan cerca de ella.
«¡Me odia!» —se dijo—. Sólo he sido para él una molestia y un fastidio desde que nos conocimos.
No era, sin embargo, un momento adecuado para la introspección. Se quitó la fea ropa de sirvienta y encontró en su cesta de mimbre un camisón de algodón áspero. Se lavó antes de ponérselo y se subió a la cama. Ésta era muy alta, pues había varios colchones, uno encima del otro y, sobre todos los demás, uno de plumas, en el que se hundió Jabina. Se tapó con las ásperas sábanas y las mantas hasta la barbilla y llamó:
—¡John!
Pensó, por un momento, que él la había abandonado, pero luego la puerta se abrió y entró el duque.
—Es bastante cómoda —dijo ella—, y he mullido las plumas para formar una pequeña montaña entre nosotros. No te incomodaré. Será como si estuviéramos en dos continentes distintos.
—Eso resulta muy tranquilizador, sin duda alguna —comentó él y la joven no supo si se estaba burlando de ella.
Jabina había colocado su ropa, doblada con cuidado, sobre la cesta de mimbre.
El duque se quitó la chaqueta y la puso en el respaldo de la única silla. Luego, inclinándose hacia delante, apagó de un soplo la vela.
Se desvistió en silencio y Jabina sintió cómo se movía la cama cuando él se acomodó en la misma.
—¿Estás bien? —le preguntó.
—Perfectamente —contestó él—. Esto es mucho más cómodo que mi lecho de anoche.
—¿Dónde dormiste? —preguntó Jabina.
—En una cama que compartí con uno de los lacayos. Decidimos que no había tiempo de desnudarnos, así que nos acostamos tal como estábamos.
Jabina se echó a reír.
—Estoy segura de que Su Señoría, el duque de Warminster, no se había dado cuenta antes de la vida tan incómoda que llevan los criados.
—Puedes estar segura de que seré más comprensivo con los míos en el futuro.
—¿Crees que… llegaremos a Inglaterra?
—Lo hemos hecho bastante bien hasta ahora. El general me habla como un soldado a otro. Estoy convencido de que no sospecha nada.
—Pues la señora me habla a mí como si yo fuera su esclava.
Hubo un profundo silencio porque ambos estaban cansados. Luego, cuando al duque comenzaba a invadirle el sueño, Jabina dijo de pronto:
—¡John!
—¿Qué ocurre?
—Cuando dos personas duermen juntas en una cama… tienen un niño.
¿Crees que nosotros…?
—¡No! —contestó él con decisión.
Hubo otro silencio y al cabo de un momento ella dijo:
—Supongo que hacen algo más que dormir uno junto al otro… Con frecuencia me he preguntado qué… qué es lo que hacen, pero nunca he tenido a nadie a quien preguntárselo. Como nosotros estamos casados, ¿no podrías… decírmelo?
—En otra ocasión —contestó el duque—. Ahora debes dormir. Te espera un largo día.
El pensó que Jabina le había obedecido, pero después de una larga pausa habló de nuevo:
—¿Es… agradable lo que dos personas hacen… juntas?
—Muy agradable…, si se aman —contestó el duque.
—Pero tú… tú no me amas, ¿verdad? —murmuró Jabina y su voz se fue perdiendo lentamente en el silencio.
Después de unos minutos, el duque comprendió, al observar la tranquila respiración de la joven, que ésta se había quedado dormida.
Se dio la vuelta con mucho cuidado para no despertarla. Pero no pudo dormir mucho.