Capítulo 7
Todo sucedió demasiado rápido.
Ivana casi no podía creer que no estuviera soñando.
Cuando Lord Hanford se puso en marcha, ella observó que aquel carruaje no tenía puertas y que estaba abierto por los lados.
La cuerda con la cual le ataron los tobillos le estaba provocando rozaduras al igual que la mordaza.
El viento había hecho que algunos cabellos le cayeran sobre los ojos.
Trató de apartarlos con un movimiento de cabeza, pero permanecieron allí, irritándola hasta el punto de querer gritar.
Sabía muy bien que la razón por la cual Lord Hanford la había amordazado era para que no pudiera pedir auxilio.
Él se había asegurado muy bien de que Ivana no pudiera apartarse de su lado.
Sintió que él estaba conduciendo muy aprisa y de manera un tanto peligrosa.
También sospechó que el hombre había estado bebiendo antes de ira secuestrada.
Después de alejarse un poco, Hanford dijo con su voz gruesa:
—Supongo que se estará preguntando cómo la encontré. Soy bastante más inteligente de lo que usted pensaba.
Como Ivana no podía responder, él continuó:
—Como supondrá, su padrastro estaba desolado y completamente inútil, pero yo mantuve la calma y usé la mente.
Era obvio que Hanford estaba muy complacido consigo mismo y después de una pausa siguió hablando:
—Yo descubrí la cantidad de cosas que usted se había llevado. Entonces deduje que debió de haber alquilado algún tipo de transporte.
Y se rió con una risa bastante desagradable antes de proseguir:
—Interrogué a los cocheros de alquiler pero todos me contestaron que no habían visto a una chica bonita y a una mujer mayor con gran cantidad de equipaje.
Ivana estaba comenzando a sospechar lo que había ocurrido y Lord Hanford se lo confirmó cuando le dijo:
—El hombre que las llevó desde Islington a la calle Reina Ana apareció esta mañana. Su caballo estuvo enfermo, tal vez por todo el peso que ustedes le echaron encima.
Ivana no daba crédito a lo que oía.
—… así que la encontré y la atrapé —estaba diciendo Lord Hanford con un tono triunfal en la voz—. Y no se volverá a escapar, señorita. ¡Yo me aseguraré de eso!
Transitaban por un camino iluminado por la luz de la luna. Lord Hanford buscó debajo de su asiento con la mano derecha y sacó una botella.
La abrió con cierta dificultad y bebió durante varios segundos.
En seguida habló con voz todavía más gruesa que antes:
—Es una lástima que no pueda acompañarme, pero yo le daré algo para alegrarla después de que la castigue por causarme problemas.
Aquellas palabras hicieron temblar a Ivana.
Sabía muy bien lo que él quería decir.
Recordó cuando él le había dicho a su padrastro que siempre lograba que sus caballos y sus mujeres hicieran cuanto quisiera a base de latigazos.
—Prefiero… morir —pensó ella—, antes que… él me toque. Se preguntó si habría un lago cerca de la casa de campo de Lord Hanford.
Por supuesto, no sabía nadar y alguna vez había leído que morir ahogado no era una sensación agradable.
Pero aunque fuera aterradora, no podía ser más funesta que estar en las garras de un hombre perverso y cruel.
No cabía duda de que el brandy o lo que bebiera de la botella no ayudaba a mejorar la manera atropellada como él conducía.
Un poco más adelante casi se impactan con una carreta cargada de verduras.
Ivana pensó que aquélla era otra manera como podía morir antes de llegar a la casa de su raptor.
Si no, ¿qué iba a hacer? ¿Qué solución habría?
Fue entonces cuando comenzó a orar porque Dios le mostrara la manera de morir, si es que no la salvaba.
De pronto, como una luz en la oscuridad ella discurrió que de alguna manera Nanny se iba a poner en contacto con el conde, pues sabía dónde encontrarlo.
Sin embargo, tendría que buscar un coche de alquiler que la trasladara hasta la Casa Carlton.
Quizá al llegar allí, la servidumbre no la dejara pasar para comunicarle al conde lo que había sucedido.
Ivana recordó con angustia que él le había dicho que quizá no pudiera verla por dos o tres días.
Lo cual probablemente significaba que él se iba de la ciudad después de la fiesta.
—Por favor… Dios mío… haz que Nanny… lo encuentre antes que él… se marche… por favor… por favor.
Oró con tal devoción que por el momento se olvidó de lo apretado de la mordaza o de que los pies se le estaban entumeciendo.
—Por favor… Dios mío… ayúdame.
Y miró a las estrellas, preguntándose si éstas llevarían su mensaje al cielo.
—¡Ayúdenme! ¡Ayúdenme!
Fue entonces cuando ella se dio cuenta de que estaba llamando al conde.
No sólo porque la salvara, sino, también, porque lo amaba.
* * *
El conde se acomodó para conducir a sus caballos con la habilidad que lo había hecho famoso.
Su cochero lo miró con admiración.
El conde estaba pensando que era una bendición tener aquellos caballos a la mano.
Si era humanamente posible, trataría de alcanzar a Lord Hanford.
Pero al mismo tiempo en sus ojos se reflejaba la ansiedad ya que cabía la posibilidad de que Lord Hanford no fuera a llevar a Ivana a su casa de campo en Hertfordshire.
Era un hombre rico y quizá tuviera una casa en Newmarket o en Leicestershire.
El camino estaba desierto.
Los caballos que el conde utilizaba habían descansado durante dos días desde que llegaron del campo.
No fue necesario encender los faroles a ambos lados del carruaje pues el camino estaba lo bastante claro.
Como no había llovido la superficie estaba firme, aunque polvorienta.
El conde avanzó y avanzó, pero adelante no encontró señales de ningún otro vehículo.
La casa de Lord Hanford estaba a sólo unos cuatro o cinco kilómetros de distancia.
Pero aunque vivían en el mismo condado, su padre jamás aceptó relacionarse con Lord Hanford.
Y él tampoco había mantenido contacto con él.
Conocía muy bien su mala reputación y que era un hombre vulgar y desagradable que trataba con crueldad a sus caballos.
La idea de que Ivana estuviera en su poder hacía que el conde llevara los labios muy apretados.
Entonces aumentó todavía más la velocidad de sus caballos. De repente vio, al final de una recta, lo que reconoció como el techo de un carruaje de viaje.
Sintió que el corazón le brincaba. Había ganado e iba a poder salvar a Ivana.
* * *
La joven estaba desesperada.
Después de beber todo el contenido de la botella, Lord Hanford dijo:
—Sólo unos kilómetros más, preciosa mía, y te quitaré las cuerdas y todo lo demás que te atormenta.
Él se rió con un sonido lleno de maldad, después de hablar. Una vez más, Ivana anhelaba morir.
Poco después, cuando el camino se ensanchó un poco, Ivana percibió el ruido de cascos y de ruedas.
Estuvo segura de que no provenían del carruaje en el cual viajaban.
Con una destreza increíble, el conde rebasó el carruaje de Lord Hanford y adelantándose un poco frenó su vehículo delante de éste.
A Lord Hanford no le quedó más remedio que detener a sus caballos también.
Sin apresurarse, el conde le entregó las riendas a su cochero y se bajó del pescante.
Rodeó su vehículo y se encaminó hacia Lord Hanford.
Esté, con el rostro enrojecido por la ira, lo observó venir hasta que estuvo muy cerca.
Entonces gritó:
—¿Qué diablos cree que está haciendo al detenerme así, Lorimer?
El conde se acercó aún más.
Hablando muy despacio para hacer todavía más ofensivo lo que decía, expresó:
—Parece que usted no está enterado de que existe una pena por el secuestro de menores y que es el exilio.
—¡Yo conozco la ley tan bien como usted —respondió Lord Hanford—, y como tengo el permiso de su tutor, Ivana es mía!
Por un momento hubo un silencio.
Ivana, que escuchaba todo, presa de la angustia, pensó que quizá el conde aceptara aquella respuesta y se retirara.
Ella ansiaba suplicarle que se quedara y decirle que si la dejaba, ella moriría.
Y lo amaba… lo amaba con todo su corazón.
Le pareció como si hubiera transcurrido un siglo antes de que el conde expresara con voz tranquila y digna:
—Supongo que tendré que perdonarle su incalificable comportamiento, Hanford, porque usted ignora que Ivana es mi esposa.
Lord Hanford abrió la boca.
En seguida tartamudeó:
—¿Su… su esposa? ¡No lo creo! ¿Cuándo se casaron?
—Desgraciadamente no traigo el certificado de matrimonio conmigo, pero si viene a mi casa mañana, uno de mis empleados se lo mostrará.
Se acercó al carruaje y miró a Ivana.
—Ahora me llevaré a mi esposa conmigo, y si usted se atreve a volverla a tocar o a ofender, lo retaré a duelo.
Mientras hablaba, se inclinó y levantó a Ivana en brazos. Lord Hanford no pudo hacer nada.
Sabía muy bien que el conde era un tirador experto.
Antes de partir para la guerra, había sostenido dos duelos en los que resultó el ganador.
Mientras apretaba los dientes, Lord Hanford vio cómo el conde se alejaba llevando a Ivana en los brazos.
La depositó con cuidado en el asiento trasero de su vehículo y le indicó al lacayo que sostenía abierta la puerta:
—Deme un cuchillo y dígale a Abby que mantenga los caballos en esta posición hasta que yo esté listo.
Sin demora, cortó las cuerdas que ataban los tobillos y el cuerpo de Ivana.
Después arrojó los pedazos al camino para que Lord Hanford pudiera ver lo que él estaba haciendo.
En seguida, rodeó al carruaje y subiéndose por el otro lado, ordenó:
—Ahora llévanos a casa, Abby, lo más calmado posible.
El lacayo cerró la puerta y subió al pescante.
Con mucha delicadeza el conde le quitó a Ivana la capucha y le desató la mordaza.
Cuando su boca quedó libre, ella trató de hablar pero le fue imposible.
Lo que hizo fue romper a llorar.
Sólo pudo ocultar el rostro en el hombro del conde y lloró como lo hubiera hecho un niño.
El relajamiento después de todo cuanto había sufrido la hizo perder toda su entereza.
Lloró sin poder dominarse hasta que sintió que él le estaba acariciando los cabellos.
—Ya todo está bien —musitó el conde en voz baja—. Todo terminó y nunca más volverá a suceder.
—Yo… yo pensé que su señoría… nunca me iba a… encontrar y que… iba a tener que… morir —dijo Ivana, sollozando y su voz resultó casi incoherente.
—Pero sí te encontré —repuso el conde—, y no vas a morir, sino a ser muy feliz, mi amor.
De pronto Ivana se quedó inmóvil.
¿En realidad la había él llamado mi amor o se lo había imaginado? Entonces levantó la cabeza para mirarlo.
El conde pudo ver las lágrimas que rodaban por sus mejillas, mientras que sus ojos estaban muy abiertos y asustados.
—Estás completamente a salvo —aseguró él.
Entonces la besó.
Ivana creyó alcanzar el cielo y rozar las estrellas.
Éstas brillaban en su pecho y en sus ojos.
Cuando el conde la besó y la siguió besando, Ivana supo que había alcanzado el paraíso.
—¡Te amo! ¡Te amo! —Quería exclamar ella, pero le era imposible hablar, sólo podía sentir.
Mucho más tarde, Ivana se dio cuenta de que los caballos aminoraban el paso.
Estaban entrando por una avenida flanqueada por robles a ambos lados.
El conde levantó la cabeza.
—Ya estamos en casa, mi preciosa —dijo él y ahora te puedes ir a la cama para que descanses.
—Yo… yo quiero estar contigo —murmuró Ivana.
—Eso es lo que yo más quiero —respondió él—, pero nos casaremos mañana a primera hora.
—¿Casarnos? ¿De veras… vamos a… casarnos?
—Me disgusta mentir —respondió el conde—, y además, no tengo deseos de volverme a encontrar con Lord Hanford ni con tu padrastro.
—¿Cómo podremos evitarlo? —preguntó Ivana muy nerviosa.
—Nos vamos a escapar —declaró el conde—. Te lo explicaré todo mañana, después de que ya estemos casados.
Mientras él hablaba, el carruaje se detuvo.
Ivana vio que extendían una alfombra roja sobre los escalones hasta la puerta principal.
Unos lacayos con librea los estaban esperando.
El conde bajó primero.
Entonces, consciente de que a Ivana la costaría trabajo caminar, dio la vuelta al otro lado.
La tomó en sus brazos y la llevó hasta donde esperaba el mayordomo.
—Tenemos un huésped inesperado, Dawson, —dijo él—. Avísele a la señora Meadows que necesito verla.
—Ella está esperando arriba, milord. Es grato tener a su señoría de nuevo entre nosotros.
—Gracias —repuso el conde.
Y subió por la escalera llevando a Ivana en los brazos.
En el descanso de la escalera la señora Meadows, el ama de llaves, vestida de negro y con una cadena de plata en la cintura, le hizo una reverencia.
—Buenas tardes, milord, cuánto gusto me da verlo otra vez.
—Y a mí también me da gusto verla, señora Meadows —contestó el conde—. Ésta es la señorita Ivana Sherard, quien acaba de sufrir un accidente y debe acostarse de inmediato para descansar.
—¡Pobrecita! —exclamó la señora Meadows—. Afortunadamente, la cama que está en la habitación contigua a la de su señoría está lista y allí estará muy cómoda.
El conde no respondió.
Llevó a Ivana a lo largo de un pasillo hasta llegar a una magnífica habitación que había sido la de su madre.
Depositó a Ivana sobre la cama pero ella se aferró al conde.
—¿Vendrás a… verme más… tarde? —preguntó ella—. Por favor, ven…
—Lo haré —ofreció el conde—, y te daré las buenas noches.
Y salió de la habitación mientras que la señora Meadows comenzaba a desvestir a Ivana.
Una hora más tarde el conde, quien había dado órdenes para que pusieran a toda la casa en movimiento, subió por la escalera. Al final de ésta se encontró a la señora Meadows, quien lo esperaba.
—Metí a la señorita en la cama, milord —informó ella—. Creo que ya no hay otra cosa que yo pueda hacer para ayudarla.
El conde sonrió.
—¡Sí hay mucho más que puede hacer, señora Meadows! La señorita Sherard se casará conmigo mañana a primera hora y después partiremos en nuestra luna de miel.
—¡Ésas son buenas noticias, milord! —exclamó la señora Meadows—. ¡Realmente, muy buenas noticias! Todos estábamos esperando a que su señoría tomara esposa y una señorita más bonita no creo que pueda encontrarla.
—Eso mismo pienso yo —respondió el conde—, pero ella no tiene nada más que lo que trae puesto, por lo que necesito que usted le encuentre suficiente ropa como para partir a nuestra luna de miel, hasta que yo pueda encargar algunos vestidos a Londres.
La señora Meadows no pareció sorprenderse.
Se limitó a decir:
—Aquí hay mucha ropa de la abuela de milord que me parece es de la talla adecuada.
—Eso se lo dejo a usted, señora Meadows —dijo el conde—. Mi futura esposa también necesitará de una doncella que sea capaz de alterar cualquier prenda de inmediato.
—Me encargaré de conseguirla, milord —prometió la señora Meadows.
—Sabía que lo haría —comentó el conde—. Jamás me ha fallado desde que yo era un niño.
La señora Meadows pareció iluminarse de satisfacción.
—Su señoría ha elegido exactamente el tipo de esposa que yo hubiera querido para usted —expresó ella—, y juro por la Biblia que van a ser muy felices.
El conde le puso la mano sobre el hombro a la señora Meadows antes de avanzar por el pasillo.
Cuando entró en la habitación de Ivana vio que allí había una vela encendida junto a la cama.
Pero ella estaba dormida.
Sus cabellos claros estaban esparcidos sobre la almohada y sus pestañas rizadas, como las de un niño, eran el único detalle de color en su rostro pálido.
El conde comprendió que Ivana había quedado exhausta, agotada por el miedo y el terror que padeciera cuando Lord Hanford la secuestró.
Podía comprender muy bien los sentimientos de repudio que sentía ella por aquel hombre.
El conde permaneció contemplándola durante un largo rato. En sus ojos había una expresión de ternura que ninguna otra mujer había visto.
En seguida apagó la vela y salió de la habitación, cerrando la puerta suavemente.
* * *
Ivana se despertó cuando una doncella descorrió las cortinas.
Cuando abrió los ojos, la señora Meadows entró en la habitación, trayendo el desayuno en una bandeja.
—¡Buenos días, milady! —saludó la mujer—. Cuando usted esté lista, su señoría desea verla abajo.
Ivana se incorporó en la cama.
—¡Dormí… toda la noche! —exclamó somnolienta.
—Eso era lo mejor para milady —señaló la señora Meadows—, así que apresúrese ahora, y tome su desayuno. ¡Tenemos muchas cosas que hacer!
Ivana rió de felicidad.
Se comió el delicioso desayuno mientras que las doncellas le preparaban el baño.
Cuando salió del agua perfumada la ayudaron a secarse.
Entonces se puso un vestido blanco muy bonito que la señora Meadows le dijo que había pertenecido a la abuela del conde.
—Es un vestido que milady nunca se puso —explicó el ama de llaves—. A ella le gustaban las cosas bonitas y aun cuando ya era una anciana, ordenaba que le trajeran vestidos de la calle Bond. Nadie tenía el valor de decirle que jamás se los iba a poder poner. Yo sé que a milady le agradaría ver que ahora usted los usa.
El vestido era más elegante y mucho más caro que cualquier cosa que Ivana jamás se hubiera puesto.
Era blanco y estaba adornado con diminutos encajes.
—¡Parece como si lo hubieran hecho para mí! —exclamó Ivana.
—Hubo que meterle un poco en la cintura —confesó la señora Meadows—. Yo desperté a la costurera a las cinco de la mañana y ella, ha estado trabajando en varios vestidos que milady se va a llevar.
Ivana lanzó una exclamación de dicha.
Sin embargo, no hizo preguntas pues sabía que el conde deseaba ser quien le dijera adónde iban.
Llamaron a la puerta y la doncella que la abrió, regresó con una corona de flores.
—Un regalo de su señoría para milady —anunció ella—, y él dice que prefiere que usted Lleve esta corona en lugar de un velo, ya que desea partir inmediatamente después de la ceremonia.
La corona estaba conformada por rosas blancas, lirios del valle y algunas orquídeas.
Cuando Ivana bajó, se encontró con que el conde la estaba esperando en el vestíbulo con un ramo de las mismas flores. El estaba muy elegante.
Su corbata anudada con arte podía rivalizar con cualquier cosa que usara el Príncipe Regente.
Sin embargo, vestía con ropa de viaje y sus botas brillaban como espejos.
El conde observó a Ivana bajar por la escalera.
Cuando ella llegó hasta el umbral, su futuro esposo le tomó las manos y las besó una después de la otra.
En seguida le ofreció el brazo.
Sin hablar, ambos caminaron por un pasillo que conducía a la capilla.
El capellán privado del conde los estaba esperando y alguien tocaba el órgano.
La ceremonia matrimonial resultó muy emotiva.
Cuando se arrodilló junto con el conde para recibir la bendición, Ivana sintió que nadie podría ser más feliz.
Por fin, estaba a salvo y como esposa del conde ya nadie podría volver a hacerle daño.
Cuando se pusieron de pie el conde le ofreció nuevamente el brazo.
Los novios salieron de la capilla y regresaron al vestíbulo. La señora Meadows se adelantó con una bonita capa azul con el cuello de piel blanca.
Ivana vio que afuera esperaba un faetón tirado por un par de caballos diferente al que el conde había conducido la noche anterior.
Detrás estaba una carretela en la cual viajarían su doncella y el valet del conde.
Los lacayos estaban subiendo varios baúles a ella.
Ivana pensó que era muy afortunada porque la señora Meadows le proporcionó un bello ajuar improvisado.
Cuando bajaron los escalones sobre la alfombra roja, los lacayos y las doncellas les arrojaron pétalos de rosas y arroz. Ambos se subieron al faetón y el conde lo puso en camino, riendo mientras decía:
—¡Eso fue algo que yo no ordené!
—Ellos quieren desearnos la mejor suerte —comentó Ivana.
—Eso es exactamente lo que ya tenemos —respondió él. Ivana lo miró y se le acercó un poco más.
—Ahora debes decirme hacia dónde vamos —sugirió ella.
—Ya te dije que nos íbamos a escapar —respondió el conde—, y nadie sabrá dónde estamos. Estaremos solos y yo te voy a enseñar muchas cosas acerca del amor.
Ivana descansó su mejilla sobre el hombro de él por unos segundos.
—¿Cómo iba yo a… adivinar —preguntó ella—, que cuando… recé porque tú me… salvaras… ya sentías amor por mí?
—Te he amado por mucho tiempo —aseguró el conde—. Al menos así lo creo, pero pensé que como los dos estábamos involucrados en algo de mucha importancia para el país, el deber era primero.
Ivana aspiró profundo.
—Se me había olvidado… pero… ¿todo resultó perfecto en… relación al… marqués?
—Él está muerto —contestó el conde.
—¿Muerto? —exclamó Ivana.
—Se envenenó cuando lo descubrieron, gracias a ti —continuó diciendo el conde—. Había hecho planes para asesinar al Príncipe Regente durante la fiesta de anoche.
—¿Cómo pudiste saber cuáles eran sus intenciones con los pocos datos que yo te di? —preguntó Ivana.
—Tú me mencionaste dos cosas que eran importantes —respondió el conde—: Que Pier iba a entrar en la casa por la puerta del jardín que da al paseo y que el marqués le informó que Su Alteza Real iba a vestir el uniforme de un mariscal de campo.
—¡Sólo dos… palabras! —murmuró Ivana.
—Dos palabras que nos salvaron de lo que hubiera sido desastroso para la moral del ejército de Wellington.
—¿Entonces pudiste salvar al… regente?
—Lo salvamos tú y yo —respondió el conde—, y ahora, no debemos pensar más en eso, porque vamos a disfrutar de los frutos de la victoria.
—Yo… yo casi no puedo… creerlo —confesó Ivana—. Es maravilloso… poder estar contigo.
Ella pareció un poco preocupada.
—¿De veras querías… casarte conmigo y no sólo por… salvarme de ese hombre… horrible?
—Me casé contigo porque te amo como nunca había amado a nadie —afirmó el conde—, pero te hablaré más de eso cuando lleguemos a nuestro escondite.
Para Ivana todo el viaje resultó encantador desde el momento en que se pusieron en camino.
Tenían que, recorrer un poco más de treinta y cinco kilómetros. A mediodía se detuvieron en una posada para comer algo. Fue una comida sencilla, pero a Ivana le pareció la ambrosía de los dioses y la sidra casera, el néctar.
Ya pasaban de las cuatro de la tarde cuando entraron en una avenida bordeada por árboles de lima.
Al final de ésta, Ivana vislumbró la casa más bella que jamás se había imaginado.
Más tarde iba a saber que pertenecía a la época de los Tudor. Por fuera era blanca y negra y adentro tenía techos bajos con vigas de roble y ventanas con emplomados en forma de rombos. Afuera presentaba un jardín muy hermoso.
—Ésta era la casa de mi abuela —explicó el conde cuando se acercaron—. Ella era aficionada a la jardinería e hizo de este jardín uno de los más bellos de todo el país.
—¡Es precioso… todo es precioso! —exclamó Ivana.
—Eso mismo es lo que yo pensé cuando te vi —dijo el conde. Al ver la expresión en los ojos de él, Ivana se ruborizó y él observó:
—¿Te das cuenta de que ya llevamos muchas horas casados y todavía no te he besado como a mi esposa?
—Yo… deseo que… me beses —murmuró Ivana.
Cuando entraron en la casa todo dentro de ella olía a las rosas que había afuera y también a lavanda y cera de abejas.
Las habitaciones estaban amuebladas con piezas que habían sido coleccionadas por la abuela del conde a través de los años.
Uno o dos de los sirvientes llamaron «amo Sebastián» al conde y era obvio que estaban encantados de verlo.
El conde llevó a Ivana a la planta superior, a la habitación que perteneciera a su abuela.
Ésta era la habitación más hermosa que ella podía imaginarse y estaba llena de flores.
La noche anterior el conde había enviado a un sirviente para que le informara a Nanny que Ivana estaba a salvo, en compañía de él.
También había enviado a otro mensajero a la casa de su abuela para anunciar su llegada al día siguiente.
Ivana miró a su alrededor y encontró jarrones llenos de lirios del valle y rosas blancas.
Comprendió de inmediato que el conde había escogido flores que eran simbólicas de su matrimonio.
—¡Has pensado en… todo! —comentó ella.
—Pensé en ti —respondió él—, y ahora, mi amor, como el viaje fue tan largo necesitas descansar antes de la cena, que estoy seguro la señora Maynard, la cocinera, ha estado preparando desde muy temprano.
Ivana rió.
—¡Es obvio que toda la servidumbre de aquí te quiere mucho!
—Ellos me mimaron desde el día en que nací —respondió el conde—, y ahora te mimarán a ti.
Y la miró por un buen rato antes de decir:
—Métete en la cama y yo vendré para decirte lo que te quería decir anoche, sólo que ya te habías quedado dormida.
—Eso fue una… descortesía de mi parte —dijo Ivana—. Yo deseaba esperarte despierta para que… me besaras.
—Te voy a recompensar más tarde —prometió el conde.
Salió de la habitación y una doncella entrada en años entró para ayudar a Ivana a quitarse la corona de flores y el vestido.
—¡Todo esto es muy emocionante, milady! —dijo la mujer—. Aquí todos estamos encantados de que su señoría haya venido a pasar su luna de miel.
—¡Es la casa más bonita que jamás había visto! —repuso Ivana con entusiasmo—. Espero que vengamos aquí muy seguido.
—Eso esperarnos nosotros también —aseguró la doncella.
En seguida sacó un camisón de dormir muy bonito y casi transparente, que pudo haber sido enviado por la señora Meadows o que quizá perteneció a la abuela del conde.
Ivana no deseaba hacer preguntas; lo único que ambicionaba era ver al conde.
Momentos más tarde él entró en la habitación.
Ivana lo miró sorprendida.
Vestía una larga bata.
—¿Tú también vas a… descansar? —preguntó con candidez.
—Esperaba que tú me lo permitieras —respondió el conde con una leve sonrisa.
Ivana se ruborizó.
—Yo… pensé que quizá… habías venido para… hablar conmigo —dijo ella.
—Tengo algo mucho más importante que hacer —respondió él. Al decir aquello se quitó la bata y se metió en la cama junto a su esposa.
—Ansío besarte —expresó—, mi preciosa y bella esposa y ansío mucho más, pero tengo miedo de asustarte.
—¿Cómo… podría yo tener miedo de… ti? —preguntó Ivana—. Yo recé porque tú… me salvaras y llegaste como un… arcángel bajado del cielo.
El conde la acercó más a él.
—Eso es lo que yo quiero ser —afirmó—. Somos las personas más afortunadas del mundo por habernos encontrado. Es más, yo pensaba que tú solo existías en mi imaginación.
—Y yo… sólo quería casarme si… amaba a alguien como mis padres se amaron —dijo Ivana—. Cuando escuché que mi padrastro me estaba… vendiendo, comprendí que… prefería morir a estar con un hombre como ése.
—Por supuesto —respondió el conde—. Pero al mismo tiempo, mi preciosa, tienes que olvidarte de él. ¡El único hombre en quien debes pensar es en mí!
Ivana rió.
—¿Cómo iba a… pensar en alguien más?
—No te permitiré que lo hagas —dijo él.
Entonces comenzó a besarla; a besarla de manera apasionada y exigente, hasta que Ivana sintió como si le hubieran sacado el corazón del cuerpo.
Y mientras que las abejas zumbaban afuera de las ventanas y los pájaros cantaban en los árboles, el conde, con mucha suavidad, hizo suya a Ivana.
Ambos quedaron transformados cuando descubrieron el éxtasis y la emoción del verdadero amor.
Los dos ya no estaban en la tierra, sino en el paraíso y entre las estrellas.
Habían encontrado el amor que emana de Dios y es parte del él.
Estaba en sus corazones y en sus almas para el resto de sus vidas.
FIN