Capítulo 1

1812

Ivana caminó en silencio por el pasillo en dirección al estudio. Acababa de llegar de un paseo por el parque en compañía de su nana, quien cuidaba de ella desde que fuera niña.

Afuera de la casa, Ivana había visto un faetón tirado por dos excelentes caballos y con tristeza pensó que éstos pertenecían a Lord Hanford, hombre que a ella tanto le disgustaba por ser una mala influencia para su padrastro.

La última vez que Keith Waring había salido a cenar con Lord Hanford, ambos también fueron a jugar y aquél había perdido treinta libras.

Eso significaba que tenían que vender algo más de la casa. Y siempre eran los tesoros que Ivana amaba porque habían pertenecido a su madre.

Ivana se estaba preguntando que si en realidad se trataba de Lord Hanford, cómo podría hacer para convencer a su padrastro de que no aceptara la siguiente invitación a cenar.

Por fin llegó hasta el estudio, que era una grata habitación pequeña en la cual ellos solían sentarse cuando estaban solos.

Ivana pudo escuchar una voz de acento monótono y un tanto vulgar.

El corazón se le estrujó, pero no había nada que ella pudiera hacer.

Se disponía a alejarse de puntillas para evitar que la vieran, cuando oyó que Lord Hanford decía:

—¡Me gusta Ivana y pienso tenerla!

Hubo una pausa.

Entonces Keith Waring respondió:

—Yo he estado tratando de encontrarle un marido rico.

—Tú sabes que yo no puedo ofrecerle matrimonio —declaró Lord Hanford—; sin embargo, le asignaré una pensión decorosa como para que nunca carezca de nada. Pensemos en mil libras al año.

Una vez más se hizo una pausa.

Ivana se puso tensa y pensó que no había escuchado bien.

En ese momento, para horror suyo, escuchó la voz insegura de su padrastro cuando preguntó:

—¿Y qué hay de mí?

—Te he tomado en cuenta —respondió Lord Hanford—. Te daré cinco mil libras que te servirán para pagar tus deudas y mil al año mientras Ivana y yo estemos juntos. Nadie te va a hacer una oferta mejor.

Ivana contuvo la respiración.

Por supuesto que su padrastro le iba a decir a Lord Hanford que su idea era degradante e imposible, pensó ella. No obstante, escuchó a Keith Waring contestar:

—Supongo que como estoy con el agua hasta el cuello voy a tener que aceptar tu oferta.

—Serías un tonto si no lo hicieras —respondió Lord Hanford—. Nadie te hará otra mejor.

Keith Waring nada dijo y Hanford continuó:

—Cuanto más pronto arreglemos todo esto, mejor. Y supongo que tú opinas igual ya que los acreedores están casi en la puerta.

—Eso es verdad —admitió Keith Waring—; sin embargo, dudo que Ivana esté de acuerdo.

—Ella no puede oponerse tomando en cuenta que eres su tutor —señaló Lord Hanford—. Sabes tan bien como yo, que por ley un pupilo tiene que obedecer a su tutor, le guste o no.

—Ivana es muy voluntariosa —murmuró Keith Waring.

—Puedes dejarla a mi cuidado —respondió. Lord Hanford.

—Estoy seguro de que armaría un escándalo —aseguró Keith Waring—. Quizá fuera bueno administrarle algo para hacerla más dócil.

—Cuando un caballo resulta rebelde yo no lo drogo —respondió Lord Hanford—. Me limito a hacerle sentir la fuerza de mi látigo.

A Ivana le costó mucho trabajo reprimir un grito.

Se cubrió la boca con los dedos para evitarlo.

Lord Hanford prosiguió diciendo:

—Nunca he fracasado cuando he tratado de domar a un caballo… o a una mujer. Deja de preocuparte y limítate a hacer lo que yo te digo.

—No le voy a comentar a Ivana lo que tú estás planeando —manifestó Keith Waring.

—Nadie te ha pedido que lo hagas —respondió Lord Hanford.

Hubo una pausa como si él lo estuviera meditando.

—Lo único que le comunicarás a Ivana —continuó Lord Hanford—, es que vas a pasar unos días conmigo en mi casa de Hertfordshire. Yo pasaré por ella en un faetón y tú dirás que nos seguirás en otro. Como tú nunca vas a llegar yo la consolaré lo mejor que pueda…

Keith Waring suspiró.

—Supongo que sabes… lo que estás haciendo. ¿Cuándo quieres que Ivana esté lista?

—El viernes —contestó Lord Hanford—. Yo vendré cerca de las dos de la tarde, después de que ustedes hayan terminado de comer.

Ivana ya no quiso escuchar más.

Se alejó de puntillas de la puerta del estudio y mientras lo hacía, escuchó a Lord Hanford exclamar:

—Ahora que ya estamos de acuerdo, vamos a beber por eso.

Ella sabía que ese hombre era un bebedor empedernido y se preguntó si quedaría algo en las botellas colocadas en una mesita en un extremo del estudio.

Ivana tenía miedo de que su padrastro pudiera salir y encontrarla allí.

Se movió lo más pronto que pudo.

Cruzó el vestíbulo y se precipitó escalera arriba.

Desde la muerte de su madre, la nana había dormido en la habitación contigua a la de ella.

Ahora la chica abrió la puerta de golpe.

Tal como lo esperaba, Nanny ya se había quitado el sombrero y la estola que usara para salir a caminar.

Estaba cosiendo sentada junto a la ventana.

Ivana cerró la puerta y permaneció un momento de espaldas a ésta.

—¡Nanny! ¡Nanny!

Fue un grito de angustia que la nana no había escuchado desde que Ivana era una niña.

La mujer hizo a un lado la costura.

—¿Qué sucede? ¿Qué te ha alterado tanto? —preguntó Nanny.

Ivana atravesó presurosa la habitación, se arrodilló junto a la silla de la nana y escondió el rostro en su regazo.

—¡Nanny! ¡Nanny! —exclamó Ivana llorando—. ¿Qué voy a hacer? ¿Qué voy a hacer?

Nanny la abrazó, pues siempre había querido a Ivana desde que nació ya que el médico, ignorando a la comadrona, la puso directamente en sus brazos.

—¿Qué te preocupa, querida? —preguntó solícita.

Con frases entrecortadas y palabras atropelladas Ivana le repitió a su nana lo que acababa de escuchar.

—¡Odio a… Lord Hanford… lo odio! —Casi gritó ella al finalizar—. ¡Cuando él me mira… con esa mirada… libidinosa en sus ojos… me hace sentirme enferma! ¡Al sólo roce de su mano… siento deseos de… gritar!

—¡Eso es lo más espantoso que yo jamás había escuchado! —expresó Nanny—. Tu pobre madre estará revolviéndose en su tumba.

—Lo sé… pero mi padrastro también es mi… tutor.

—Él es un hombre sin escrúpulos. ¡No tiene derecho a aceptar algo tan repulsivo! —exclamó Nanny.

—Es por el dinero… tú sabes que es por… el dinero —respondió Ivana—. El gasta todo cuanto… poseemos y ya… queda muy poco por… vender.

Nanny sabía que esto era verdad.

Apenas el día anterior la nana había dicho:

—Si siguen sacando cosas de esta casa, una mañana voy a despertar para encontrarme con que la cama me la quitaron mientras dormía.

Todas las cosas bellas que la madre de Ivana coleccionara a través del tiempo, habían sido vendidas, poco a poco, desde hacía mucho tiempo.

Los cuadros, la porcelana de Dresde y hasta las alfombras persas ya habían desaparecido.

Ivana está al tanto de que desde hacía varias semanas el banco estaba exigiendo que se hiciera algo acerca del sobregiro.

Las cuentas de los comerciantes llegaban acompañadas de notas en las cuales se solicitaba su pronto pago.

Ivana levantó la cabeza.

—Sé lo que… estás pensando, Nanny —dijo ella—, y prefiero morir antes que… convertirme en la… amante de cualquier hombre y menos de Lord Hanford.

Ivana trastabilló al pronunciar la palabra amante y después comenzó a llorar.

Nanny la abrazó con cariño.

—Vamos a encontrar una salida a todo esto —expresó para tranquilizarla—. Pero sólo Dios sabe cuál será.

—¿Cómo puede mi padrastro dejar que… esto me suceda? —preguntó Ivana—. ¿Cómo puede?

Nanny permaneció en silencio durante un momento y después afirmó:

—¡Vas a tener que escapar… eso es lo que necesitas hacer!

Ivana levantó la cabeza una vez más.

Estaba tan sorprendida que había dejado de llorar, pero las lágrimas todavía corrían por sus mejillas.

Y abrió mucho los ojos cuando preguntó:

—¿Escapar? ¿Pero… a dónde, Nanny?

—Eso es lo que estoy tratando de pensar —respondió Nanny—. Tú sabes bien que no tenemos dinero para viajar hacia el norte en busca de los pocos parientes que te quedan.

Ivana sabía que aquello era cierto.

Cuando su madre murió pudo darse cuenta de que había muy pocos familiares presentes en el funeral.

Ahora que era huérfana estaba muy sola.

Su padre, el Honorable Hugo Sherard, murió peleando contra Napoleón en la península.

Su madre había quedado inconsolable.

Durante un año, Lady Sherard casi no habló ni se interesó por las cosas que sucedían a su alrededor.

De pronto Keith Waring apareció en su vida.

Aunque Ivana lo odiaba, tenía que admitir que él había hecho que su madre se sintiera feliz.

Los Sherard provenían del norte de Inglaterra.

El hermano de su padre, que era bastante mayor que éste, había heredado el título de Lord Sherard.

Éste le había escrito a su madre una carta en ocasión de la muerte de Hugo Sherard.

Y también escribió a Ivana al enterarse de la muerte de su madre.

Sin embargo, Lord Sherard no le había sugerido que se fuera al norte a vivir con él y su familia.

Ivana sabía que él tenía esposa e hijos.

Sin lugar a dudas no deseaba darle albergue a una parienta empobrecida.

Además, vivían muy lejos y era un viaje muy largo.

Por el momento, a ella y a Nanny les era imposible contar con el dinero necesario para pagar los pasajes que cobrarían las diferentes sillas de postas.

Ninguno de los amigos de su padre mostró interés en llevarla a su hogar.

Después de que su madre se casó con Keith Waring, la dama no mantuvo contacto con los amigos que habían tenido cuando vivían en el campo.

Sólo conocía a las personas que su esposo le había presentado en Londres.

Con el dinero de su madre, el nuevo matrimonio pudo instalarse y alquilar la casa en Islington. Los muebles que pertenecieron a Hugo Sherard fueron utilizados para decorar las pequeñas habitaciones.

Como residían en Londres, Ivana pudo asistir a un seminario para señoritas.

Ella y su madre visitaban los museos, cosa que a Ivana le gustaba mucho.

Al presente recordaba que las únicas personas a quienes solían recibir en su casa habían sido los prosaicos amigos de su padrastro.

La mayoría eran varones.

—¿A dónde podemos ir, Nanny? —preguntó la chica en voz muy baja.

—Estoy pensando —respondió Nanny.

—Como no tenemos… dinero —dijo Ivana—, quizá yo deba tratar de… encontrar algún tipo de trabajo.

—No voy a permitir que hagas trabajos manuales —se opuso Nanny—. ¡No mientras yo viva!

—Pero tenemos que comer y… la comida cuesta dinero —hizo ver Ivana en tono práctico.

Entonces se hizo hacia atrás acomodándose sobre los talones y cruzó los brazos encima de las rodillas de la nana.

—Vamos a pensar esto muy bien —sugirió ella—. Tenemos que decidirlo pronto ya que hoy es martes y sólo nos quedan dos días… antes que ese hombre horrible… venga para llevarme en su… faetón.

El terror se reflejaba en su voz y Nanny advirtió que su querida muchacha estaba temblando.

No se sorprendió.

Nanny sabía que Lord Hanford pasaba de los cuarenta años de edad y ya había tenido dos esposas.

Nanny no pensaba mencionárselo a Ivana pero se rumoreaba que él había sido el responsable de que a su segunda esposa la declararan loca.

Los sirvientes comentaban que había sido porque él la trató siempre con la misma crueldad con la que trataba a sus caballos.

—Tiene que haber… algo que yo pueda hacer —estaba diciendo Ivana—. Después de todo recibí una… educación muy extensa y…

Se detuvo y lanzó una exclamación.

—¡Por supuesto! —afirmó—. Yo llevaba las cuentas en el campo cuando papá estaba en la guerra y después de que él murió, mamá dejó todo en mis manos. ¡Yo puedo ser una secretaria!

Mientras la miraba, Nanny pensó que era muy poco probable que una mujer empleara a alguien tan bonita como Ivana.

Y si lo hacía un hombre, sin lugar a dudas aquello implicaba un peligro.

—Quizá tú pudieras ser lectora de una dama mayor —sugirió Nanny después de un momento—. Después de todo, ellas necesitan de alguien que les lea cuando ya no pueden ver bien y tú tienes una voz muy agradable.

—Eso es lo que mamá solía decir —respondió Ivana—. Yo le leía los poemas de Lord Byron y éstos la hacían llorar porque le recordaban a papá.

Ivana suspiró.

Estaba recordando cuán feliz había sido leyéndole a su madre antes que Keith Waring entrara en su vida.

Entonces, haciendo un esfuerzo por ser práctica preguntó:

—¿Cómo puedo averiguar si hay un trabajo para mí? ¿Habrá anuncios en el periódico?

—Tienes que ir a una agencia, querida —respondió Nanny—. Le voy a preguntar a la señora Bell cuál es la mejor de la ciudad.

La señora Bell había sido contratada cuando ellos llegaron a Londres para limpiar la casa y ayudar a Nanny en la cocina.

Nanny era muy buena cocinera y se hizo cargo de los comensales desde que habían estado en el campo.

Una vez que vinieron a Londres, Nanny siguió cocinando porque le gustaba hacerlo.

Además, resultaba mucho menos costosa que cualquier otra persona a la que pudieran contratar.

La señora Bell les cobraba muy poco por venir durante dos o tres horas cada mañana.

Limpiaba las chimeneas, trapeaba los pisos y hacía las camas.

—Si, pregúntaselo a la señora Bell —convino Ivana—, y hazlo cuanto antes porque no tenemos tiempo que perder, Nanny.

Ivana experimentó una sensación de terror.

Cada minuto la acercaba más al momento cuando Lord Hanford, con su enrojecida cara y ojos de mirada turbia, la subiría junto a él en su faetón.

En seguida se la llevaría a lo que iba a ser un infierno indescriptible.

Nanny se puso de pie.

—Ahora siéntate aquí —indicó ella hablando como si Ivana tuviera tres años—, y si tu padrastro entra, procura aparentar que no lo escuchaste.

—Así lo haré —repuso Ivana—, pero apresúrate… apresúrate, Nanny. ¡Tengo miedo, mucho… miedo!

Nanny salió de la habitación.

Ivana se sentó en la silla que ella acababa de dejar, y ocultó el rostro entre las manos.

¿Cómo era posible que aquello estuviera ocurriendo?, se preguntaba Ivana.

¿Cómo era posible que el futuro se presentara tan degradante y terriblemente amenazador?

Era como un abismo del cual ella no se podía escapar.

Ivana era consciente de que su padrastro era un hombre de carácter débil y, por supuesto, incapaz de ganar dinero.

Sólo sabía derrocharlo en las mesas de juego.

Sin embargo, ella tenía que admitir que Waring había estado realmente enamorado de su madre.

Eso no era extraño ya que la señora Sherard había sido muy bella.

Muchos hombres se bebieron los vientos por ella antes que conociera al Honorable Hugo Sherard.

Ambos se enamoraron uno del otro y fueron muy felices.

Años más tarde el regimiento de dragones en el cual él estaba sirviendo, fue enviado a la península.

Era un plan muy bien concebido para atacar a Napoleón donde este menos lo esperaba.

Hugo Sherard murió después de algunos meses en el extranjero.

Al principio, Ivana pensó que su madre iba a morir también.

Entonces, cuando ella parecía debilitarse día con día apareció Keith Waring, quien era un joven muy bien parecido.

Siempre fue mimado por todas las mujeres que lo conocían y la señora Sherard no fue la excepción.

Waring era tan diferente a su primer esposo que de cierta manera ella fue como su madre.

Además, no pudo resistirse cuando él le dijo que se moriría si ella no se casaba con él.

Ivana se daba cuenta de que aquello había sido un sacrificio de parte de su padrastro, ya que él hubiera podido casarse con una mujer mucho más rica.

Sin embargo, en realidad amaba a su madre.

Pero tampoco eso pudo evitar que él gastara todo el dinero que ella poseía sin pensar en las consecuencias.

A Ivana, Waring nunca le simpatizó.

Ella sabía que él la consideraba un estorbo y que resentía el cariño que su madre demostraba por ella.

Por uno o dos comentarios que su padrastro había hecho últimamente, Ivana suponía que él estaba pensando en la posibilidad de encontrarle un esposo rico, y así quitársela de encima.

Y sin lugar a dudas, al mismo tiempo se beneficiaría económicamente también.

No obstante, ni por un momento imaginó que él pudiera caer tan bajo como para «venderla» a alguien tan repulsivo como Lord Hanford.

Era innegable que éste era inmensamente rico.

Pero al mismo tiempo, Ivana podía imaginarse cuán horrorizados estarían sus padres.

¿Cómo podría ella contemplar la idea de vivir con un hombre sin estar casada con él?

—¿Cómo podría yo hacer… algo tan… denigrante? —pensó Ivana.

Escuchó pasos frente a su puerta y por un momento temió que se tratara de su padrastro.

Pero fue Nanny quien entró en la habitación.

Como Ivana se había puesto de pie y parecía aterrada, la nana le dijo para calmarla:

—No te asustes. Él ha salido con su señoría. Dejó un recado con la señora Bell diciendo que no va a regresar para la comida ni para la cena.

Como últimamente ellas habían estado contando cada centavo que gastaban, Ivana no puedo evitar pensar que la ausencia de su padrastro iba a ahorrar dos comidas.

Nanny cerró la puerta.

—Ya averigüé lo que queríamos saber —anunció ella—. La mejor agencia es la de la señora Hill en la calle Mount.

—Eso está un poco lejos —señaló Ivana.

—Lo sé —repuso Nanny—. Pero si vas a trabajar para alguien, yo me encargaré de que trabajes para lo mejor.

—¿Crees que deberíamos ir de inmediato? —preguntó Ivana.

—Será mejor que comas primero —sugirió Nanny—. No hay prisa, el amo no regresará sino hasta mañana, ya lo conozco.

—Oh, Nanny, espero que ya no pierda más dinero —dijo Ivana.

Mientras hablaba, pensó que si iba a escapar, entonces ya no le importaba lo que pudiera suceder allí.

Como Nanny la esperaba, Ivana bajó al pequeño comedor. La nana era quien cocinaba y en cierta ocasión Ivana le había sugerido que podía sentarse en la cocina. Nanny se negó rotundamente.

—Mientras yo esté aquí tú tomarás los alimentos en el comedor, como la dama que eres —había dicho la nana.

La joven se sirvió de la ensalada fría a base de pollo que Nanny había preparado más temprano.

Ivana pensó que cuando ella sólo fuera una empleada iba a tener que comer, en el comedor de la servidumbre.

Sin embargo, no se lo comentó a Nanny pues sabía cuánto la iba a molestar aquello.

En realidad estaba demasiado agitada como para tener hambre, pero se terminó casi toda la ensalada. En seguida subió para ponerse el bonito sombrero que llevara cuando había salido a caminar por el parque.

Nanny temía mucho el aire fresco y siempre había insistido en que Ivana paseara por el parque en las mejores horas del día.

Cuando bajó, Ivana se encontró con que Nanny también se había puesto su sombrero.

Llevaba su estola gris sobre los hombros.

—Ahora empieza a caminar —dijo Nanny—. El paseo no te hará mal en un día tan bonito.

—No, por supuesto que no —estuvo de acuerdo Ivana—; sin embargo, me gustaría que lo pudiéramos hacer en el campo.

Entonces hizo una pausa antes de añadir:

—¿No podríamos desaparecer… en el campo y encontrar una cabañita donde pudiéramos estar solas?

—¿Y cómo íbamos a pagar la renta? —preguntó Nanny.

Como no había respuesta posible, la buena mujer continuó:

—El único campo que nosotras conocemos es Huntingdondshire, donde fuimos tan felices cuando tú eras una niña. Si desapareces, puedes estar segura de que ése será el primer lugar donde tu padrastro te va a buscar.

—Sí, por supuesto; no pensé en eso. —Repuso Ivana.

Ambas caminaron de prisa porque, aunque Nanny ya había cumplido los cincuenta, estaba en muy buenas condiciones físicas.

Les tomó casi tres cuartos de hora llegar a la calle Mount.

No les fue difícil encontrar la agencia de la señora Hill que estaba en el primer piso del número diecinueve.

Al frente estaba el escaparate de una tienda y, junto, una puerta abierta que dejaba ver una escalera estrecha. Nanny se detuvo e Ivana preguntó un poco nerviosa:

—¿Vas a venir conmigo, Nanny?

Nanny hizo un gesto negativo.

—Eso sería un error —respondió ella—. Las muchachas que buscan empleo no traen a sus nanas consigo. Tú sube, querida, y trata de no estar nerviosa. Yo me quedaré mirando los escaparates de las tiendas.

Sintiéndose muy insegura y desprotegida, Ivana subió por la escalera.

Al final, sobre una de las puertas, había un letrero que decía:

AGENCIA DOMESTICA DE LA SEÑORA HILL

Ivana abrió la puerta y vio que dentro había varias bancas de madera.

En éstas se encontraban sentadas dos chicas de mejillas muy rojas, obviamente recién llegadas del campo.

Supuso que quizá venían en busca de trabajo igual que ella.

También estaba un hombre mayor que pudo haber sido un cochero, pero ya se estaba poniendo un tanto viejo para desempeñar bien su trabajo.

Al extremo del salón había un escritorio.

Detrás de éste, se encontraba sentada una señora mayor que llevaba una peluca roja y lentes.

La mujer tenía un aspecto tan extraño que Ivana se quedó mirándola, pensando que, de seguro, no podía ser la señora Hill.

Si Ivana la estaba mirando también lo estaba haciendo la pelirroja.

Después de un momento, ésta dijo con voz un tanto aguda:

—Por aquí, señora, por favor.

Ivana se dio cuenta de que le hablaba a ella.

Entonces, mientras caminaba hacia el escritorio, pudo comprender.

La señora Hill la había confundido con una patrona y no con una persona que buscaba empleo.

La idea fue confirmada cuando, al llegar junto al escritorio, la señora Hill le preguntó:

—¿Y qué puedo hacer por usted, señora? Supongo que necesita una doncella.

Haciendo un esfuerzo. Ivana logró hablar.

—No —respondió—, yo no deseo emplear a alguien sino ser empleada.

La señora Hill respiró profundo y la expresión de su rostro cambió detrás de los lentes.

Su voz se volvió más aguda cuando preguntó:

—¿Y qué clase de trabajo desea?

—Me pregunto si tendrá usted alguna vacante para lectora o quizá para secretaria.

La señora Hill hizo un gesto despectivo antes de abrir un gran libro.

Lo puso sobre la mesa y lo acomodó ante sí.

—Dudo que tengamos alguna opción como ésa para usted —dijo la mujer con tono punzante.

—Por favor, trate de encontrar una —le suplicó Ivana—. Estoy muy ansiosa por encontrar empleo y me han dicho que no sólo es ésta la mejor agencia de la ciudad, sino que también es usted muy diligente para encontrarles a las solicitantes lo que ellas necesitan.

No cupo duda de que las alabanzas tuvieron éxito.

La señora Hill dio vuelta a dos o tres páginas y ofreció en tono más conciliador:

—Bueno, voy a buscar, pero no tengo muchas esperanzas.

Fue entonces cuando una mujer apareció por detrás del escritorio.

Se trataba de una persona muy diferente a la señora Hill en todos los aspectos. Era pequeña y con aspecto de derrota.

Sus cabellos grises, casi blancos, no ocultaban su avanzada edad.

En voz baja, la recién llegada dijo:

—Creo que quizá deba usted buscar en la página número nueve.

La señora Hill pasó las hojas con impaciencia.

—No seas necia, Hetty —reprochó ella—, tú sabes tan bien como yo, que ellos están buscando a un hombre.

—No hemos podido encontrar a uno —respondió Hettie—, y yo pensé que quizá esta señorita pueda hablar francés.

—No lo creo muy posible —opinó la señora Hill.

—Por el contrario —terció Ivana quien había estado escuchando—. Yo hablo ese idioma con fluidez. Es más, tan correctamente como hablo el inglés.

La señora Hill se quedó mirándola.

—Si me está mintiendo —advirtió ella con tono amenazador—, no se lo voy a perdonar.

—Le estoy diciendo la verdad —afirmó Ivana—. Me eduqué en compañía de niños franceses y por eso lo hablo muy bien.

—Supongo que usted ha olvidado —reprochó la señora Hill—, que ellos son nuestros enemigos. ¡No debemos tener nada que ver con ellos ni con ese monstruo llamado Bonaparte!

Ivana se preguntó qué debería responder.

Sin embargo, la señora Hill volvió a mirar el libro.

—La solicitud ha estado aquí durante dos semanas —susurró la mujer llamada Hetty—, y todavía no hemos encontrado a nadie a quien poder enviar.

—Muy bien —aceptó la señora Hill—. Tú te haces responsable y no me culpes si a esta señorita la regresan con un mensaje bastante insolente.

—Si se trata de hablar francés —interrumpió Ivana—, le prometo que la dama o el caballero que solicita a un lector que hable ese idioma quedará muy satisfecho.

La señora Hill hizo un gesto.

En seguida escribió algo en una tarjeta que tenía delante y se la entregó a Ivana.

—Aquí van anotados la dirección y el nombre de la persona por la cual usted deberá preguntar. Si no la aceptan, no tiene objeto que regrese aquí.

—Comprendo —contestó Ivana—. Muchas gracias por ser tan amable. Le estoy muy agradecida.

Ella le sonrió a la mujer llamada Heatty y le dijo:

—Gracias a usted también.

De inmediato se dirigió hacia la puerta llevando la tarjeta en la mano.

Otros dos sirvientes de edad madura habían entrado mientras Ivana era entrevistada y se habían sentado junto a la puerta. Uno de ellos era un hombre y cuando aquélla se acercó, él se levantó y le abrió la puerta.

—Gracias —dijo Ivana pensando que el hombre parecía un mayordomo.

—¡Buena suerte! —le respondió él y ella le sonrió.

Después de bajar por la escalera Ivana salió a la calle y buscó a Nanny.

Por un momento, ella pensó que la mujer había desaparecido.

Entonces la vio un poco más adelante, admirando algunas piezas de porcelana muy cara en el escaparate de una tienda. Ivana corrió a su encuentro.

—¡Nanny! ¡Nanny! —gritó emocionada—. Me han dicho que hay una persona que necesita una secretaria que hable francés.

—Bueno, pues eso es algo que tú puedes hacer, querida —señaló Nanny—. ¿En dónde es?

Ivana miró la tarjeta que tenía en la mano.

En ese instante en su rostro se dibujó una expresión de sorpresa que hizo que Nanny preguntara:

—¿Qué sucede?

—Yo… supongo que no habrá problema —musitó Ivana—, pero adonde tenemos que ir es a la oficina del Departamento de Guerra y preguntar por… el Conde de Lorimer.

—¿Estás segura? —preguntó Nanny.

La nana leyó los datos por sí misma y entonces dijo:

—No te inquietes, supongo que ellos necesitarán secretarios que hablen francés para poder traducir los mensajes y entenderse con los prisioneros.

—¡Por supuesto! —exclamó Ivana—, y querrán gente que les traduzca los documentos que encuentran en el campo de batalla y cosas por el estilo.

—Supongo que eso no sería una labor muy difícil para ti —expresó Nanny—. Pero no me gusta la idea de que trabajes cerca de tantos hombres.

—¿Por qué? —preguntó Ivana—. No esperarás que la Oficina de Guerra emplee sólo a mujeres.

De pronto guardó silencio.

—Se me acaba de ocurrir —dijo la chica con tono muy diferente—, que la señora Hill me comentó que solicitaban a un hombre, pero como no lo han encontrado ella pensó que quizá… me den la oportunidad.

Sin lugar a dudas la señora Hill había estado segura de que no iban a aceptar a Ivana.

Como si supiera lo que ella estaba pensando, Nanny intervino:

—Nada se pierde con intentarlo y si ellos no te aceptan, entonces tendremos que probar en otra agencia. No puedes esperar caer de pie desde el primer salto.

Ivana rió.

—¿Cómo llegamos a la Oficina de Guerra? —preguntó Ivana.

—Tomaremos un coche de alquiler, así es cómo —repuso Nanny—. Si llegamos muy tarde toda esa gente ya se habrá ido a su casa.

Ivana comprendió que aquello era sensato.

Pero al mismo tiempo no pudo evitar pensar que era una extravagancia.

No obstante, Nanny insistió y ellas encontraron un coche de alquiler al final de la calle.

Cuando le dijeron al cochero adónde deseaban ir éste pareció impresionarse.

Rozó a un viejo caballo con el látigo y se pusieron en marcha rumbo a la Plaza Berkeley.

Nanny miraba hacia fuera para ver por dónde iban.

Ivana, por su parte, sostenía la tarjeta en la mano y rezaba.

—Por favor, Dios mío —imploró con ansiedad—. Por favor, haz que me den el trabajo. Yo haré… cualquier cosa para evitar someterme a lo que mi padrastro quiere y tener que… irme con ese viejo cruel y… malvado.

El solo pensar en Lord Hanford la hacía temblar.

Nanny puso la mano sobre la de Ivana.

—Todo va a salir bien, querida —dijo con voz suave—. Lo presiento en mi interior y en el peor de los casos escaparemos juntas y lavaremos pisos. Eso es algo que yo ya he hecho antes y no veo por qué no pueda hacerlo una vez más.

Ivana rió.

—Estoy segura de que tus pisos iban a quedar mucho más limpios que los míos, Nanny —comentó riendo Ivana.