Capítulo 4
El Vizconde Palmerston levantó la vista cuando el conde entró en la habitación…
—Buenos días, Lorimer —saludó aquél—. Tengo entendido que Lord Waterford le ha informado que el marqués desea venir directamente hasta acá.
—El desea verlo a usted —respondió el conde—, y está determinado a darse importancia.
El vizconde rió.
—¿Ya está utilizando su percepción? —le preguntó—. Créame que yo tengo una gran confianza en ella.
—Eso espero —respondió el conde con una sonrisa—. Claro que yo pudiera estar equivocado. Quizá el marqués resulte ser un verdadero aliado y no esté solo tratando de impresionarnos.
—La información que recibimos el mes pasado resultó de mucho interés para Wellington —comentó el Vizconde de Palmerston.
—No era extensa —indicó el conde con escepticismo.
—Si él es un lobo disfrazado de oveja —continuó diciendo el vizconde—, entonces yo confío en que usted averigüe la verdad, Lorimer.
El conde hizo un ademán con las manos y se sentó delante del escritorio del vizconde porque la pierna le estaba doliendo.
—Debemos tener mucho cuidado —observó él—, de que ese francés no sospeche que la señorita Sherard no es quien finge ser.
—Eso ya me lo ha dicho —respondió el vizconde—. Le aseguro, Lorimer, que puedo ser muy discreto cuando es necesario.
El conde rió.
—Usted sabe muy bien que yo respeto su discreción profundamente, excepto en lo que concierne a una mujer bonita.
El vizconde, que era un famoso admirador de las mujeres, también rió.
—Voy a tomar sus palabras como un halago. De otra manera le aseguro que lo haría pagar por ellas de una manera u otra.
Los dos se estaban riendo cuando la puerta se abrió y un sirviente anunció en voz alta:
—¡El señor Marqués de Souvenant!
El vizconde se puso de pie de inmediato y el conde lo hizo un poco más lentamente cuando el marqués entró en la habitación.
El conde pensó que aquél era exactamente tal y como él se lo había imaginado: un hombre de mediana edad, delgado, de mirada alerta y bien vestido.
De ninguna forma parecía un prisionero que hubiera padecido por su cautiverio.
El vizconde se adelantó extendiendo la mano.
—Bienvenido a Inglaterra, señor marqués —expresó—, y no necesito decirle que estoy encantado de verlo.
—Y yo estoy encantado de estar aquí —respondió el marqués en un inglés excelente.
Mientras el marqués continuó hablando, el conde se dio cuenta de que aunque tenía un ligerísimo acento, hablaba con fluidez el idioma.
—No tengo cómo expresarles lo que significa —estaba diciendo él al vizconde—, estar libre y reunido con personas que, tanto como yo, desean deshacerse de ese corso advenedizo que ha lanzado a mi país al caos.
—Lo comprendo —dijo el vizconde—. Permítame presentarle al Conde de Lorimer quien, por haber sido herido, se encuentra actualmente alejado del frente.
El marqués se volvió hacia el conde y le tendió la mano.
—Lo siento mucho, milord —dijo—. Espero que su herida sane muy pronto.
—Eso mismo espero yo —respondió el conde—, y permítame darle la bienvenida a Inglaterra.
El marqués agradeció aquello con una inclinación de cabeza y Lord Lorimer se volvió hacia el vizconde.
—Ahora lo dejo, milord —expresó él—. Me voy al campo para atender algunos asuntos pendientes de mi finca.
—Lo voy a extrañar —repuso el vizconde—, pero sin lugar a dudas estará usted de regreso la semana próxima para asistir a la fiesta del Príncipe Regente.
—Eso espero… —comenzó a decir el conde.
—¿Su Alteza Real ofrecerá una fiesta? —interrumpió el marqués—. De ser así, es algo a lo que me encantaría asistir. Les aseguro, señores míos, que las noticias acerca de la hospitalidad de la Casa Carlton no sólo han llegado a París sino que son también una fuente de envidia y malicia entre mis paisanos.
Los dos ingleses rieron ante aquello y el marqués continuó:
—Si ustedes pudieran conseguirme una invitación yo les estaría muy agradecido, no sólo por poder satisfacer mi curiosidad, sino por tener la oportunidad de encontrarme con muchos de mis paisanos que han estado viviendo en Inglaterra desde la revolución y que se han convertido en amigos de Su Alteza Real.
—Por supuesto que debe asistir usted, señor marqués —señaló el vizconde—. Yo hablaré con Su Alteza Real en la primera oportunidad.
—Gracias, gracias —contestó el marqués—, eso será algo que estaré esperando con mucho gusto.
El conde se dirigió hacia la puerta.
Al hacerlo, exageró un poco su cojera.
Una vez ya en el pasillo escuchó que el marqués comentaba:
—¡Qué hombre más encantador! Siento mucho que haya resultado tan malherido.
—Es una verdadera tragedia —respondió el vizconde—, ya que él es insustituible para el ejército.
El conde no esperó a escuchar nada más.
Sin embargo, en su rostro apareció una expresión que el vizconde Palmerston habría sabido interpretar al instante.
* * *
A la mañana siguiente, Nanny entró a desayunar en la pequeña habitación que Ivana y ella estaban utilizando para tomar sus alimentos.
—Nuestro huésped está decidido a dormir hasta tarde —explicó la nana—. Afuera de su puerta hay una nota en la cual dice que no desea ser molestado.
—Anoche llegó después de las dos de la mañana —observó Ivana.
—¿Por qué estabas despierta? —preguntó Nanny.
—No me podía dormir porque tenía muchas cosas en que pensar —respondió Ivana.
Y bajó la voz cuando anunció:
—He encontrado la manera de poder escuchar lo que se dice en el estudio.
—¿De veras? —exclamó Nanny—. ¿Cuál es?
—Tú sabes que la chimenea del salón está de espaldas a la del estudio.
Nanny asintió e Ivana continuó explicando:
—A ambos lados de la chimenea hay unos entrepaños que contienen adornos de porcelana en el salón y libros en el estudio. Nanny escuchaba muy atenta; sin embargo, la expresión de su rostro le demostró a Ivana que no comprendía.
—¿No comprendes, Nanny, que entre las dos habitaciones hay sólo una división muy delgada? Ayer, cuando tú estabas hablando con la señora Smith yo pude escuchar perfectamente cuanto dijeron.
—Eso es fantástico —comentó Nanny—. Pero al mismo tiempo no me gusta que tú te veas envuelta en este tipo de cosas, por muy generoso que su señoría haya sido con nosotras.
—Él no hubiera sido generoso si no fuera porque yo hablo francés perfectamente y puedo entender lo que el marqués le pueda decir a cualquier compatriota suyo que venga a visitarlo.
—El marqués parece ser un hombre decente —observó Nanny—, aunque yo no confiaría en ningún francés.
Ivana no respondió.
Había algo en el marqués que a ella no le gustaba, pero pensó que sería un error comentárselo a Nanny.
El hombre se mostró muy efusivo cuando llegó la noche anterior.
Le expresó su gratitud por recibirlo en su casa de una manera muy gentil.
—El Vizconde Palmerston me ha dicho —mencionó él—, lo amable que ha sido usted, milady, al sugerir que yo podía hospedarme aquí donde estaré mucho más cómodo que en un hotel. Gracias, muchas gracias, mademoiselle. Le estoy muy agradecido.
Ivana le sonrió.
Ella le dijo que se sentía encantada de poder ayudar al Vizconde Palmerston, a quien tanto admiraba.
Ivana se preguntó si el marqués habría conocido al conde, pero sabía que sería un error hacer preguntas.
Lo único que ella tenía que hacer ahora era llevar a cabo las instrucciones de su señoría y vigilar a su huésped.
Además, por supuesto, mantener atento el oído para ver si él decía alguna cosa que pudiera interesarle a la Oficina de Guerra. El marqués no bajó hasta casi la hora de la comida.
Él había enviado un recado por medio de Smith, quien le servía de valet, para comunicar que estaría presente para la comida y que esperaba que la señorita Ashley lo honrara aceptando ser su invitada.
Ivana envió de regreso otro mensaje diciendo que tanto ella como la señora Bell estarían encantadas de aceptar una invitación. Ivana se preguntó qué iba a pensar el marqués acerca de Nanny. Se había pasado la mañana buscando prendas que Nanny pudiera ponerse que la hicieran parecer más como una dama de compañía. Afortunadamente, encontró un vestido negro que había pertenecido a su madre y que siempre le había quedado grande.
También descubrió un sombrero adornado con plumas negras que la señora Sherard usó para asistir a un funeral.
—Tú aparentaras estar de luto ya que el vestido es negro —indicó Ivana—, y él no tiene por qué verte con los vestidos de algodón que usas por las mañanas.
—¡Me veré tan elegante que no me voy a reconocer a mí misma! —exclamó Nanny—, pero su señoría tiene razón. Es necesario que tú tengas una dama de compañía por lo joven y bonita que eres.
—Gracias, Nanny —repuso Ivana riendo—, pero dudo que el marqués pueda decirme algún piropo si tú lo estás regañando.
Los tres comieron en el comedor.
El marqués encontró la manera de halagar a Ivana pero de una forma que no resultó en lo más mínimo ofensiva.
Es más, Ivana tuvo la sensación de que la mente de él estaba en asuntos muy diferentes a ella.
Se dijo que el conde no tenía por qué preocuparse.
Como francés, el noble huésped parecía enfocado en otras cosas y no estaba interesado en las mujeres.
Después de la comida el marqués salió e Ivana dedicó su tiempo a reacomodar una de las habitaciones.
Entonces encontró que las horas se le hacían eternas.
Pensó que sería interesante hablar con el conde, pero no tenía ninguna razón para hacerlo.
Los señores Smith eran muy eficientes en sus deberes y cuando Ivana y Nanny cenaron a solas la comida resultó deliciosa.
Nanny se acostó temprano e Ivana estaba a punto de desvestirse cuando escuchó al marqués que regresaba.
No llegó solo, pues pudo escuchar que hablaba con alguien cuando entró en el estudio.
Por un momento Ivana dudó, pues le pareció que era innecesario vigilarlo tan pronto.
Entonces se dijo que le habían encomendado una misión.
El conde había sido muy generoso, por lo que ella no debería mostrarse indolente.
Por lo tanto, bajó por la escalera con mucho cuidado y entró de puntillas en el salón.
Cerró la puerta sin hacer ruido y atravesó la habitación guiada por la luz que entraba por la ventana.
Ivana llegó junto a la chimenea y se paró a un lado, donde estaban las piezas de porcelana. Previamente cuidó de quitar varios libros de los que se encontraban sobre los entrepaños del lado del estudio. En su lugar, había colocado volúmenes más pequeños.
Desde la oscuridad del salón Ivana escuchó al marqués que decía en francés:
—No sabes el alivio que es haber podido llegar aquí sin ningún problema.
—Yo estaba seguro de que lo ibas a lograr, Louis —repuso el otro hombre—. Nadie es más listo que tú cuando quieres lograr lo que deseas.
—Eso espero —respondió el marqués—. Como podrás imaginarte tengo muchas cosas pendientes.
—¿Cuándo llegará Pier? —preguntó el otro francés.
—En uno o dos días más. Tú sabes que no es fácil sobornar a los contrabandistas.
—¿Por qué no, si ellos siempre piden más dinero? —preguntó el visitante.
El marqués bajó la voz.
—Ellos aceptan nuestro dinero y están fascinados de recibirlo, siempre y cuando haya lugar en sus botes. Pero al mismo tiempo, existe siempre el riesgo de que tan pronto como uno desembarque en Inglaterra ellos nos denuncien.
—Comprendo lo que quieres decir —dijo su amigo—. Gracias a Dios yo no tuve problemas de ese tipo.
—Tuviste suerte —señaló el marqués.
Hubo un silencio durante un momento.
Después, el marqués aseguró:
—Me informarán cuando llegue Pier.
—Ya me voy —anunció el desconocido—. Avísame cuando Pier se ponga en contacto contigo. Supongo que él sabe dónde encontrarte.
—Por supuesto —repuso el marqués—: Yo ya hice todos los arreglos necesarios.
—Sabía que los harías —aseveró su amigo—, nadie es más eficiente que tú cuando tienes trabajo por hacer, Louis.
—No tengo la menor intención de cometer un error en lo que a todo esto concierne —señaló el marqués.
El debió abrir la puerta mientras hablaba ya que su voz se alejó. Entonces Ivana percibió que él y su amigo caminaban por el pasillo hacia la puerta principal y no se atrevió a moverse.
Contuvo la respiración cuando escuchó que se despedían y que el marqués cerraba la puerta.
Nerviosa, se estaba preguntando qué podría ella decirle si por alguna casualidad él entraba en el salón.
Pero afortunadamente escuchó cómo regresaba por el pasillo y entraba una vez más en el estudio.
Caminando con mucho sigilo, Ivana atravesó el salón y subió por la escalera.
Cuando llegó a su habitación, se preguntó si aquellos hombres habían dicho algo que pudiera interesarle al conde. Éste le había dicho que quería saberlo todo, por muy poco importante que pudiera parecerle a ella.
Quizá la llegada de Pier pudiera ser importante. Ivana lo ignoraba, pero debía comunicárselo a su señoría.
Ella recordó sus instrucciones, por lo que se dirigió a un cajón y sacó un pañuelo blanco.
Como era una noche tibia, su ventana permanecía abierta. Ivana extendió el pañuelo sobre el marco de la ventana tal como se lo indicara el conde.
Cualquiera que estuviera observando, si no lo veía esa noche, de seguro lo vería a la mañana siguiente.
En seguida se desvistió y se metió en la cama.
* * *
Después del desayuno, Ivana salió de la casa mientras que Nanny le arreglaba su cuarto. Todavía no eran las nueve. El marqués había dado instrucciones de que no lo llamaran hasta las nueve y media.
Ivana no tuvo miedo de entrar sola al parque.
El conde había sido muy preciso al indicar que debía ir sola.
Ella encontró el canal y el lugar donde había un pequeño puente. Al otro lado pudo ver los arbustos donde pensó que estaría escondida la banca.
Caminó un poco y vio que la banca se encontraba ocupada y sentado en ella estaba el conde.
Ivana hizo una exclamación de sorpresa y después se acercó al noble.
Él no se puso de pie porque mantenía la pierna herida extendida hacia el frente.
Lo que hizo fue tenderle la mano y hacer que la joven se sentara junto a él.
—¡Llegó usted muy temprano! —exclamó Ivana—. Yo pensé, que me había anticipado.
—Yo le dije que vendría aquí de inmediato en cuanto usted me llamara —repuso el conde—, y aquí estoy.
—Lo que tengo que decirle no es mucho —empezó Ivana como disculpándose—, pero su señoría me indicó que le informara de todo cuanto ocurriera, por poco importante que me pareciera.
—Así es —aceptó el conde—, y me alegro de que usted haya obedecido mis órdenes.
Ivana le sonrió.
Ella estaba ajena a lo linda que se veía con un sombrero de paja, adornado con flores silvestres.
Había sido uno de los favoritos de su madre.
—¿Ahora, qué va a decirme? —preguntó el conde.
Ivana tenía una mente retentiva.
Cuando era pequeña su padre la había animado para que aprendiera versos de memoria.
Ella había memorizado los poemas que él le leía para después poder repetírselos a su madre. Su padre también practicaba con Ivana un juego en el que le decía cosas y hacía que ella las repitiera de memoria.
Ahora eso le resultaba muy útil.
La joven le repitió con exactitud lo que el marqués le dijo a su supuesto amigo y lo que éste contestó.
El conde escuchó con atención.
Cuando terminó él no hizo ningún comentario y ella dijo como disculpándose:
—No parece muy importante. ¿Hice bien en hacer venir hasta aquí a milord?
—¡Por supuesto que sí! —respondió él—. Es más, lo que usted acaba de decirme es de importancia trascendental.
El vio la pregunta en los ojos de Ivana y expresó:
—Quizá no de inmediato, pero es como escribir un libro. Cada capítulo lleva a otra cosa, quizá a un drama, a un asesinato o a una boda.
Ivana rió.
—Si usted puede escribir todo un libro de lo que yo voy a decir, eso seguramente resultará muy emocionante.
—Eso es lo que yo espero —dijo el conde.
Se produjo un silencio antes que Ivana preguntara:
—¿De veras… cree milord que él marqués… es un espía?
El conde abrió las manos.
—Yo no lo sé. Ninguno de los dos lo sabemos, Ivana, y eso es lo que tenemos que averiguar.
Ella se dio cuenta de que el conde la había llamado por su nombre de pila y dijo:
—Me complace que me haga… sentir que soy importante… para su señoría aunque no lo sea para… nadie más.
—Estoy seguro de que hay otras personas para quienes usted también es importante —respondió el conde.
Él dijo aquello solo por cortesía.
Pero de pronto Ivana se imaginó a Lord Hanford y a su padrastro que la estaban buscando.
El miedo apareció una vez más en sus ojos.
—No tema —dijo el conde—. Usted está a salvo.
—¿Cómo… puedo estar segura? —preguntó Ivana—. Ellos me estarán buscando.
—No es posible que él pueda encontrarla —aseguró el conde—. Después de todo, usted ha cambiado de nombre y de dirección. Es más, la única persona que sabe dónde está usted, aparte de mí, es el Vizconde Palmerston…
Ivana suspiró.
—Tiene… razón, milord, por supuesto. Fui muy tonta al… sentir miedo y sólo puedo repetirle una vez más lo agradecida que le estoy por… su bondad.
—¡Y yo le estoy muy agradecido por lo que ésa haciendo por mí! —exclamó el conde—. Así que podemos declarar un empate y dejar de ser tan ceremoniosos el uno con el otro.
Ivana rió.
—Yo no me lo puedo imaginar siendo humilde ante nadie, milord.
—Le aseguro que he tenido que serlo en algunas ocasiones —respondió el conde—, y también le aseguro que no es grato para mí.
Se puso de pie.
—Gracias —dijo él—. Por favor, hágame saber lo que ocurre cada día y, si es necesario, cada hora. Yo no se lo pediría si no fuera porque es de suma importancia para el país.
Ivana le sonrió.
—Ahora no debemos salir juntos —continuó diciendo el conde—, así que yo me retiraré caminando lentamente por donde vine y cuando ya no me vea, regrese a la casa y dígale a la nana que cuide de usted.
—Ella lo está haciendo —respondió Ivana.
El conde ya no dijo nada más y se alejó.
Al observarlo, Ivana pensó que ya cojeaba un poco menos que el primer día cuando lo había visto.
«Si se cura por completo», pensó ella, «entonces regresará a Francia».
Comprendía muy bien que, como soldado, él preferiría estar en el frente de batalla y no encerrado entre cuatro paredes como lo estaba ahora.
«El conde es tan fuerte, tan guapo y tan inteligente», pensó ella.
Mientras caminaba de regreso, Ivana no podía apartar al conde de su mente.
Deseó que él pudiera decirle más acerca de sus actividades y también por qué sospechaba del marqués.
* * *
El siguiente día no ocurrió nada, ni el que siguió. El marqués entraba y salía.
Cuando estaba en la casa, por lo general se encerraba en su propio salón.
Ivana pensó que pudiera estar leyendo, escribiendo o simplemente durmiendo en un sillón.
Al llegar el tercer día comenzaron a llegar las invitaciones. Smith las recibía en la puerta de manos de un cartero o de un lacayo y después las dejaba sobre la mesa del vestíbulo.
Esto le daba a Ivana la oportunidad de verlas antes que el marqués regresara a la casa y se las llevara al estudio.
No era difícil adivinar cuáles eran invitaciones privadas enviadas por anfitrionas.
Además, Ivana podía verlas.
El marqués las ponía sobre la chimenea de su estudio.
Ella reconoció el nombre de algunos emigrados que llegaron de Francia durante la revolución y se asentaron en Inglaterra.
Ivana había leído sus nombres en las columnas sociales del Morning Post, periódico al que sus padres estaban suscritos.
Allí siempre aparecían las listas de los invitados que habían asistido a las fiestas en la Casa Carlton y a otras mansiones.
Éstas pertenecían al Duque de Devonshire, al Duque de Bedfordshire y a la Condesa de Besshorough.
Ivana lo había leído con interés.
Cuando se fueron a vivir a Londres, Ivana pensó que iba a ser fascinante ver a toda aquella gente famosa paseando por el parque.
Desafortunadamente, Islington estaba bastante lejos de Hyde Park y Nanny no siempre tenía tiempo para acompañarla hasta Rotten Road.
Ivana estaba segura de que allí era donde se encontraría la mayoría de las mujeres hermosas y de los hombres famosos, paseando por la mañana a caballo o en carruajes descubiertos.
Además, también conocía el nombre de algunos de los aristócratas franceses.
Ivana pudo ver que éstos, por lo menos, habían aceptado al marqués entre ellos.
Por supuesto, pensó que aquella información pudiera ser de interés para el conde. Pero como no había nada más, decidió esperar. Tenía que haber algo más importante antes que llamara al conde.
La noche siguiente Nanny y ella cenaron con el marqués. Después, él entró en el salón y se sentó a conversar con ellas. Sin decirlo abiertamente, él dio a entender que deseaba hablar con Ivana en privado.
Pero Nanny también fue muy clara respecto a que no deseaba dejarla sola.
Por fin, después de decirle algunos piropos extravagantes y de hablar en voz muy baja para que Nanny no lo escuchara, el marqués se fue a su estudio.
Tan pronto como él se retiró Nanny exclamó:
—¡Por fin podemos irnos a la cama! ¡Si él vuelve a tomarse más libertades contigo, voy a decirle lo que pienso de él!
—Por favor, no busques problemas, Nanny —suplicó Ivana—. Es sólo la manera francesa de hablar, que es diferente a la nuestra.
—¡Sea lo que sea, a mí no me gusta! —exclamó Nanny—. La próxima vez que él nos invite le diremos que ya tenemos un compromiso.
Ivana rió.
—El comprenderá que eso no es cierto.
—Mas no podrá hacer nada al respecto —respondió Ivana—. Y ahora, a la cama, Ivana. Es hora de que tomes tu sueño embellecedor.
—¿Para qué necesito belleza? —preguntó Ivana—. Tú sabes tan bien como yo que no nos atrevemos a invitar a nadie a la casa, para que no sepan dónde estamos.
—Y eso es muy bueno —opinó Nanny—. De otra manera puedes estar segura de que tu padrastro y ese detestable amigo suyo estarían llamando a la puerta en menos de lo que canta un gallo.
Ivana lanzó una exclamación de terror y Nanny añadió:
—Empieza a dar gracias por las bendiciones recibidas. La mayor de todas es estar aquí y que esos sujetos no sepan cómo encontrarnos.
Ivana le dio un beso.
—Tienes mucha razón, Nanny —convino la chica—. Me estoy mostrando poco agradecida, pero en realidad tenemos muy poco que hacer cuando siempre hemos estado tan ocupadas.
Nanny ya no dijo más. Salió del salón y subió a su dormitorio.
Ivana estaba buscando un libro que había estado leyendo cuando escuchó que llamaban a la puerta.
Nadie pareció responder y otra vez volvieron a llamar. Entonces ella escuchó los pasos de Smith que venían desde la cocina.
Ivana esperó en el salón.
La puerta de éste estaba ligeramente abierta y así pudo escuchar cuando Smith abría la puerta principal.
—Deseo ver al señor marqués —dijo una voz que tenía un acento peculiar.
—¿El señor marqués lo espera? —preguntó Smith.
—Sí, él me espera —aseguró el visitante con impaciencia.
—Sírvase pasar por aquí, señor —indicó Smith mientras atravesaba el vestíbulo.
Ivana escuchó que alguien lo seguía hasta el estudio.
Tan pronto como la puerta de éste se cerró, ella hizo lo mismo con la del salón.
Enseguida Ivana se acercó a la chimenea.
El marqués debió de haber estado en espera del visitante porque exclamó en francés:
—¡Pier! ¿De veras es usted?
—Aquí estoy, señor, y con mucha suerte pude lograrlo.
—¿Tuvo dificultades?
—Sí, pero logré vencerlas y pude llegar a Londres sin más contratiempos.
—¿Ha habido problemas? —preguntó el marqués con ansiedad en la voz.
—No sé a qué llame usted problemas —respondió el desconocido—, pero por favor, ofrézcame un trago. ¡Lo necesito!
El marqués se fue hasta la mesa de las bebidas que estaba en un ángulo de la habitación.
Ivana escuchó cómo servía el líquido en un vaso antes de sugerir:
—Será mejor que me diga qué fue lo que ocurrió.
—Algún idiota inglés me acusó de ser un enemigo —respondió Pier—. Y eso fue lo último que pudo decir.
—¿Quiere decir que lo mató? —preguntó el marqués.
—Me deshice de él y arrojé el cuerpo al mar —respondió Pier—, que es el lugar adecuado para ese entrometido.
—Gracias a Dios que llegó hasta aquí a salvo —exclamó el marqués—. Tenemos muchas cosas que planear.
—Pensé que así sería —respondió Pier.
Era obvio que en ese instante estaba bebiendo lo que el marqués le había servido, pues se hizo un silencio antes que él dijera:
—¡Esto está delicioso! Sírvame otro.
Ivana escuchó cómo el marqués se acercaba a la mesa de las bebidas una vez más.
Al regresar, preguntó:
—¿Está seguro de que nadie sabe que está aquí?
—Seguro, a menos de que se trate de un ave en el cielo o de una serpiente que se arrastre por la tierra —respondió Pier.
—Entonces tenemos todo listo para lo que hablamos en París —respondió el marqués—. Por fortuna recibí esto.
Ivana supuso que él había puesto algo en las manos de Pier. Se produjo un silencio mientras que este leía. En seguida afirmó:
—¡Es usted muy listo! ¡Aún más listo de lo que yo había pensado!
—Eso mismo digo yo —respondió el marqués—. Y ahora lo que tenemos que hacer es repasar lo planeado, paso por paso, hasta que sea imposible que se puedan cometer errores.
—Eso es lo que haremos —estuvo de acuerdo Pierre—, mas por ahora necesito una cama para pasar la noche, y más vale que sea cómoda.
—Sería un error que se quedara aquí —respondió el marqués—. Tengo reservarla una habitación para usted en una casa de huéspedes muy decente y confortable. Es administrada por una pareja de ancianos y yo les dije que usted trabaja pera la Condesa de Onslow, quien es amiga de Su Alteza Real, el Príncipe Regente.
—¡Así que estoy subiendo en la escala social! —observó Pier con voz sorprendida.
—Ellos son gente sencilla y no sospecharán que yo les he mentido.
—¡Excelente! Ahora dígame dónde está ese lugar y mañana discutiremos su plan, para que yo me compenetre en él.
—Yo sé que usted no me fallará a mí ni al hombre a quien servimos —repuso el marqués.
Pier no respondió pues era obvio que estaba bebiendo.
Entonces dijo con voz grave:
—Ahora ya me voy. Indíqueme dónde está ese lugar.
—Por supuesto —respondió el marqués—. Yo lo presentaré personalmente, no se olvide de sus modales. Los inmigrantes se han hecho amigos de los ingleses y se han dado muchas ínfulas.
—¿Quién no lo haría, dadas las circunstancias? —observó Pier.
Éste debió ponerse de pie y caminar hacia la puerta.
Ivana escuchó cómo cruzaban el vestíbulo y salían.
Por supuesto, el marqués tenía una llave con la cual podía volver a entrar.
Cuando se hubieron marchado, Ivana corrió escalera arriba.
Al menos ahora ya tenía algo de interés que comunicarle al conde, pensó emocionada.
Cuando se metió en la cama se sintió satisfecha no sólo porque estaba siendo de utilidad, sino porque lo iba a ver a él otra vez… «Quiero verlo», pensó ella. «¡Es el hombre más interesante que jamás he conocido!».
Cuando se quedó dormida, Ivana todavía estaba pensando en él.