Capítulo 2

El carruaje de alquiler se detuvo frente a un edificio muy grande e impresionante.

Ivana pareció nerviosa por primera vez.

—Acompáñame —suplicó ella.

Nanny hizo un gesto negativo con la cabeza.

—No, querida —contestó—. Eso sería un error. Las secretarias no llevan damas de compañía con ellas. Yo esperaré aquí afuera. Seremos muy extravagantes y haremos que el coche nos espere.

Ivana bajó lentamente y entró por la puerta.

Un soldado uniformado estaba parado junto a lo que parecía ser un escritorio.

Ivana se dio cuenta de que él estaba esperando que ella le explicara el motivo de su presencia, por lo que le mostró de inmediato la tarjeta que la señora Hill le había entregado.

El soldado la miró y como la leyó muy despacio, a Ivana le pareció que pasaban horas antes que él le indicara.

—Haré que la lleven ante su señoría.

Hizo un gesto y otro soldado que parecía muy joven, casi como un paje, se puso de pie.

—Lleve a esta aspirante a la oficina del Conde de Lorimer —dijo el primer soldado en tono autoritario.

El muchacho tomó la tarjeta y comenzó a caminar, esperando que Ivana lo siguiera.

Recorrieron lo que a ella le parecieron varios kilómetros a lo largo de pasillos, escaleras y más pasillos.

De pronto, inesperadamente, volvieron a bajar por otra escalera antes de llegar a lo que a ella le pareció que debían ser las oficinas más importantes de la planta baja.

Estuvo segura de que así era, cuando vio a dos soldados que montaban guardia en el siguiente pasillo al que se acercaron. Ivana y su guía pasaron frente a ellos y casi al final del pasillo, el joven soldado se detuvo.

Llamó a una puerta y una voz grave respondió:

—¡Adelante!

El entró solo e Ivana comprendió que ella debía esperar.

Al entrar el soldado dejó la puerta entreabierta y la chica pudo escuchar lo que sucedía adentro.

Percibió cómo juntaba los talones y pensó que debía de haber hecho un saludo.

La misma voz grave que había dicho «adelante» preguntó:

—¿Qué desea?

—Un aspirante de parte de la agencia, milord —respondió el soldado.

El muchacho debió de haber entregado la tarjeta ya que hubo un silencio por unos momentos. Después, la voz grave indicó:

—Que pase el aspirante.

Ivana comprendió que estaban esperando a un hombre y el corazón se le encogió.

Tal y como la señora Hill había dicho, la solicitud era para un hombre y de seguro la iban a rechazar.

El soldado regresó a la puerta y la abrió.

Ivana entró en la habitación.

El joven soldado salió y cerró la puerta y ella permaneció en el mismo lugar sin saber si debía avanzar o esperar.

La habitación era pequeña y estaba bien amueblada con varias sillas muy cómodas.

El conde se encontraba sentado detrás de un gran escritorio lleno de papeles.

Ivana se quedó sorprendida cuando lo vio, pues había esperado encontrarse con un hombre entrado en años y de cabellos canosos.

Tenía la idea de que cualquiera que trabajara en la Oficina de Guerra debía ser viejo, ya que todos los jóvenes se habían ido a los frentes de batalla.

Sin embargo, el Conde de Lorimer representaba unos treinta años y era muy bien parecido, con cabellos oscuros cepillados hacia atrás.

Como él siguió escribiendo, ella pudo observarlo sin sentirse abochornada y le pareció que tenía una expresión dura en su rostro.

La firmeza de su mandíbula y de sus labios le indicó a Ivana que era un hombre acostumbrado a alcanzar sus metas.

Sin lugar a dudas, él lucharía por lo que deseara.

A ella le pareció que había transcurrido mucho tiempo antes que el conde levantara la vista.

—Siéntese —dijo él señalando una silla al otro lado de su escritorio.

Habló con firmeza, como si estuviera dando una orden.

Pero, cuando vio con quién estaba hablando, una expresión de sorpresa brilló en sus ojos.

—Me pareció escuchar que usted fue enviada por la agencia —observó él después de un momento.

—Así es —respondió Ivana—. La señora Hill me envió.

Para esto, ya había llegado junto al escritorio y se sentó de inmediato como si necesitara el apoyo de la silla.

El conde seguía mirándola con fijeza.

—¿Qué clase de broma es ésta? —preguntó él con voz de hielo como si pensara que ella era una intrusa.

—No, por supuesto que no es broma —aclaró Ivana de inmediato—. Yo vine en respuesta a su solicitud.

En ese momento se dio cuenta de que el conde la miraba con ojos de incredulidad.

Súbitamente, y sin previo aviso, él comenzó a hablarle en francés.

Le preguntó de dónde venía y cómo era que, siendo inglesa, hablaba tan buen francés.

También le dijo que tal vez ella debería estar mal informada acerca de aquel asunto.

El conde hablaba muy bien el francés, con sólo un ligero acento británico.

Tan pronto como él dejó de hablar, Ivana le respondió en un francés parisino perfecto.

Como ya se lo había explicado a la señora Hill, a él también le dijo que había sido educada junto con algunos niños franceses. Le comentó que había hablado el idioma parisino casi tan pronto como el inglés.

Podía leer y escribir en francés y si era necesario pensar en ese idioma.

Ésa era la única razón, explicó Ivana, por la cual la señora Hill la había enviado allí ya que no habían podido encontrar a un hombre.

Cuando ella terminó de hablar, de pronto el conde comenzó a reír.

—Eso ya ha quedado claro —dijo él—, pero comencemos por el principio. Dígame cómo se llama ya que su nombre no aparece en la tarjeta.

Al tiempo que la doblaba, la dejó caer sobre el escritorio y ella pensó que la señora Hill no había anotado el nombre a propósito, para que no la rechazaran desde el momento de presentarla.

—Me llamo Ivana…

Se detuvo.

Súbitamente pensó que sería un error dar su verdadero nombre. Deseaba perderse en el anonimato y el darlo pudiera ser una clave para que su padrastro la encontrara.

En aquella fracción de segundo ella citó el primer apellido que le vino a la mente y ése fue el de Nanny.

—… Tate —terminó de decir ella.

—Bueno, señorita Tate —respondió el conde—. Sin lugar a dudas usted ha demostrado que habla muy bien el francés, pero dudo mucho que pueda llenar los demás requisitos que necesita tener la persona que deseamos contratar.

Ivana aspiró profundo.

—Lo que me está diciendo, milord, es que debe ser un hombre, pero la señora Hill me dijo que no tenía a ninguno en sus registros que hablara francés ni creía poder encontrar a uno.

El conde frunció el ceño.

—¡No creo que esté pidiendo un imposible! —exclamó él.

—Si me perdona que se lo diga —respondió Ivana—, yo creo que en estos momentos la gente que habla francés no está muy interesada en que se sepa. ¡Después, de todo, estamos en guerra!

—Eso lo sé —admitió el conde con frialdad—, pero a usted eso no parece molestarle.

—Yo no había pensado que eso pudiera ser un punto a mi favor hasta cuando estuve en la oficina de la señora Hill —respondió Ivana.

—¿Y qué tipo de trabajo estaba buscando usted? —preguntó el conde.

—Yo pensé que quizá pudiera ser una lectora o una secretaria. Ya he desempeñado el trabajo secretarial de alguna manera u otra.

—Viéndola yo hubiera pensado que cualquiera de esos dos trabajos resultaría ideal para usted —señaló el conde.

Hubo un silencio e Ivana sintió que había fracasado. Entonces dijo:

—Si milord está pensando que soy demasiado joven para hacer lo que su señoría necesita, es algo que cambiaría con el tiempo y el hacerme vieja en tiempo perentorio no lo creo posible.

El conde rió.

—Ésa es la verdad, señorita Tate. Sí, yo estaba pensando en que es demasiado joven y sería muy difícil que una persona con su aspecto pudiera llevar a cabo mis órdenes.

—Sin embargo, su señoría necesita a alguien que hable francés perfectamente —argumentó Ivana.

—Por desgracia así es —convino el conde—, y como usted ya lo sabe, me está costando mucho trabajo lograrlo.

—Entonces, deme la oportunidad, por favor —suplicó Ivana—. Le aseguro que recibí una buena educación y necesito encontrar trabajo con urgencia.

Ivana habló de una manera muy reveladora.

El conde la miró con escrutinio antes de preguntar:

—¿Por qué tiene tanta prisa?

—Porque no tengo dinero ni un lugar adonde ir —respondió Ivana.

—¿De veras es eso cierto? —preguntó el conde.

—Soy huérfana —le explicó Ivana—. Mi madre murió recientemente y mi padre murió peleando contra Napoleón.

—¿Así que su padre estuvo en el ejército?

—Sí.

—¿En qué regimiento?

Una vez más Ivana pensó que podía ser peligroso decir la verdad.

Entonces se dijo que el ejército era muy grande.

Era muy poco probable que el conde, aun trabajando en la Oficina de Guerra, conociera el nombre de todos los oficiales. Después de unos momentos de duda ella respondió:

—En el Catorceavo de Dragones.

—Ése es mi propio regimiento —declaró el conde—, así que quizá yo conocí a su padre.

Ivana comprendió que había cometido un error pero ya era demasiado tarde.

—¿Cómo se llamaba él? —preguntó el conde cuando ella no respondió.

Hubo un largo silencio hasta que por fin Ivana expresó:

—Por favor… no estamos interesados en mi padre… sino en mí.

—Si va a trabajar bajo mis órdenes —respondió el conde—, entonces me interesan todos los aspectos de su vida.

Ivana juntó las manos.

—Yo… preferiría permanecer… en el anonimato.

—Me temo que eso es imposible —manifestó el conde—. El puesto al que usted está aspirando en realidad es de mucha importancia. Yo nunca se lo daría a cualquiera.

Hubo una pausa hasta que Ivana, quien sabía que él esperaba una respuesta, contestó:

—¿Si yo… le digo la verdad, la mantendrá… milord en secreto?

—Será un secreto para todos excepto para mí y para el Secretario de Guerra que, como usted de seguro sabe, es el Vizconde Palmerston.

—¿Me lo promete su señoría, por lo que considere más sagrado?

Ella pudo ver que una expresión de sorpresa se dibujó en el rostro del conde.

El sonrió antes de decir:

—Le doy mi palabra como oficial y como caballero. No creo que me la vaya a rechazar.

—No, no, por supuesto que no —dijo Ivana—, pero es muy importante que nadie sepa dónde estoy ni qué estoy haciendo.

—¡Entonces usted se ha escapado! —exclamó el conde.

—Sí, escapé de… algo horrible… desagradable… degradante y… perverso —respondió Ivana.

Habló con tal violencia que el conde se dio cuenta de lo mucho que aquello significaba para ella.

Con calma él dijo:

—Yo le he dado mi palabra y le prometo que cuando me diga el nombre de su padre nadie lo sabrá con excepción del Secretario de Guerra.

—Mi… mi padre era… el mayor… el Honorable Hugo Sherard —repuso Ivana casi en un susurro.

—¡Entonces por supuesto que lo conocí! —afirmó el conde—. Recuerdo que murió. Perdimos a otros dos oficiales muy ameritados en esa misma ocasión.

—Mi padre no tenía miedo a morir —comentó Ivana—, pero eso casi mató a mi madre.

—¿Y me dijo que su madre ya murió?

—Ella murió hace dos años —respondió Ivana—. Pero ya se había vuelto a casar.

La manera como ella habló hizo que el conde la mirara de una forma penetrante.

Como Ivana guardó silencio él dijo:

—Creo no equivocarme al pensar que es de su padrastro de quien huye usted.

—Yo… necesito… escapar de él, así que… por favor, déjeme trabajar para su señoría pero… nadie debe saber dónde estoy.

—Ya se lo he prometido —aseguró el conde—. Pero ¿no le gustaría decirme por qué huye de su padrastro?

Ivana hizo un gesto negativo con la cabeza.

—No deseo… hablar de eso con… nadie, pero necesito esconderme y… si su señoría no me emplea… entonces tendré que regresar con la señora Hill, pero ella me dijo que… no tiene nada para mi en sus libros.

Hubo un silencio.

Entonces, como estaba desesperada, Ivana imploró:

—Ayúdeme… ayúdeme, por favor. Milord conoció a papá y sabrá que él me hubiera dicho que hago lo correcto al pedirle que… me ayude.

El conde sonrió.

—Está haciendo usted que me resulte muy difícil rechazarla, señorita Sherard —explicó él.

Ivana lo miró con la esperanza reflejada en los ojos.

—¿Quiere decir que… sí me va a dar el empleo? ¡Gracias, muchas gracias! Yo sé que papá se las daría también si él estuviera vivo.

—No estoy muy seguro de que lo hiciera —repuso el conde con calma—, ya que su cometido será difícil y peligroso.

—Nada puede ser más peligroso que la situación en la cual me encuentro yo ahora —confesó Ivana—. Nada… ni siquiera si se tratara de ir a la batalla contra los cañones franceses.

Ella habló con tal vehemencia y estaba tan bonita que el conde sospechó que había un hombre involucrado.

Y dijo él en voz alta:

—Ahora le voy a explicar, señorita Sherard, qué deberá hacer. Usted tiene que ser completamente sincera y decirme si cree que se trata de algo imposible o demasiado arriesgado. Yo lo entenderé y haré cuanto pueda para tratar de encontrarle un empleo de otro tipo.

—Le… escucho —contestó Ivana.

El conde se puso de pie.

—Como deseo hablar de una manera muy confidencial —dijo él—, le sugiero que nos sentemos en el sofá donde estaremos más cómodos y donde es muy difícil que alguien nos escuche.

En seguida caminó alrededor del escritorio mientras hablaba, e Ivana vio que cojeaba ligeramente.

—¡Milord fue herido! —exclamó ella.

—No estaría aquí si no fuera así —repuso él—. Me hirieron hace cuatro meses y le aseguro que en cuanto me recupere, me reintegraré a mi regimiento.

Ahora ella comprendió por qué alguien, siendo tan joven, estaba trabajando en aquella oficina.

Comprendió que le habían dado un trabajo de alta responsabilidad porque era un oficial destacado y también muy inteligente.

El conde, que ya había llegado junto al sofá, esperó a que Ivana se sentara antes de hacerlo él.

Ella vio que tenía una pierna enyesada.

Caminaba sin bastón, pero la muchacha se dio cuenta de que él se había apoyado en dos sillas para mantener el equilibrio.

Ahora Ivana lo miró de frente y vio en los ojos del conde una expresión que no supo comprender.

En ese momento él dijo con voz muy tranquila, casi como si estuviera hablando consigo mismo.

—¡Es usted muy joven y muy bella! Quizá yo esté cometiendo un error al involucrarla en esto.

—Todavía no me ha dicho de qué se trata —observó Ivana.

—Estoy pensando en usted —respondió el conde—. Pero mi país debe ser primero. Le voy a ofrecer el puesto, mas no olvide que tiene el derecho de rechazarlo.

—Lo… lo sé —contestó Ivana.

—Entonces permítame comenzar por el principio —dijo el conde—. Estoy seguro de que usted se da cuenta de que el fin de la guerra ya está cerca.

—Eso espero… sinceramente eso espero —aseguró Ivana—, pero eso no… me regresará a papá.

—No, desde luego —estuvo de acuerdo el conde—. No obstante, él, como tantos otros, habrá muerto por una gran causa ya que Inglaterra le importa no sólo a nosotros, sino también al mundo.

Se expresó de una manera muy emotiva e Ivana se limitó a mirarlo con los dedos entrelazados sobre el regazo.

Haciendo lo que pareció un esfuerzo, el conde exclamó:

—Nosotros sentimos que Bonaparte ya está desesperado y por lo mismo puede hacer lo que menos esperamos. Por lo tanto debemos estar muy alertas o podría resultar desastroso para nuestra causa.

—Comprendo —dijo Ivana.

—Debido a todo eso en Inglaterra estamos muy preocupados por la misteriosa llegada del Marqués de Souvenant.

El conde hizo una pausa antes de continuar:

—Los barcos de los contrabandistas cruzan continuamente el canal, por más que nuestros guardacostas traten de evitarlo.

—¿Y el marqués llegó hasta aquí en una de ellos? —preguntó Ivana.

—Él les pagó y les dijo que era un refugiado que había escapado de la cárcel y sólo deseaba ayudar a Inglaterra a vencer a ese corso al cual desprecia porque está destruyendo a su país.

—¿Y su señoría supone que en realidad el marqués no piensa así? —preguntó Ivana.

—En mi mente existe una duda el respecto, aunque la mayoría de la gente supone que él es sincero.

—Sin embargo, usted sospecha —comentó Ivana.

—Digamos que estoy siendo cauteloso —respondió el conde—. Ya he visto demasiados trucos por parte de los franceses y me cuesta trabajo entender por qué el marqués tardó tanto tiempo en escapar y por qué desea unirse a nosotros y no a los grupos de rebeldes que sin lugar a dudas existen dentro de Francia.

—Comprendo su punto de vista —declaró Ivana.

—De cualquier forma —continuó diciendo el conde —el marqués ya está aquí y tengo que reconocer que también nos ha dado algunas informaciones que han resultado correctas y muy útiles.

—¿Pero aun así, milord piensa que no es de confiar?

El conde extendió las manos.

—No lo sé —confesó él—. Yo no he conocido al marqués, sólo me han pedido que le busque dónde vivir porque él no tiene dinero. También será el departamento a mi cargo el que se responsabilice de cuidarlo mientras esté aquí y de recibir la información que pueda proporcionarnos para apoyar el avance de nuestras tropas.

—Comprendo —dijo Ivana—, y su señoría desea que yo traduzca al inglés todo cuanto él diga en francés.

El conde negó con la cabeza.

—No —dijo él—. Yo quiero que usted haga algo mucho más difícil que eso.

Ivana lo miró con expresión interrogante.

—Necesito que usted aparente que no habla una sola palabra de francés. Fungirá como su secretaria y escribirá cuanto él desee que escriba, pero deberá hacerlo en inglés.

—Yo… no comprendo —confesó Ivana.

—Es muy sencillo —respondió el conde—. Si el marqués se pone en contacto con alguno de los franceses que viven en Inglaterra, y que le aseguro que son muchos, entonces ellos hablarán en su propio idioma y usted entenderá lo que están diciendo.

Se produjo un silencio antes que Ivana exclamara:

—¡Entonces… lo que su señoría me está sugiriendo es que yo sea una espía!

—Para ser sinceros, sí —respondió el conde—. Ahora comprenderá por qué buscaba a alguien que hablara francés con la perfección que lo habla usted para que pueda comprender cualquier cosa que el marqués hable con sus amigos sin que siquiera sospeche que lo están escuchando.

Ivana comprendió que aquello podía resultar difícil.

Al ver la expresión en el rostro de ella, el conde dijo:

—Yo sé que usted es consciente de que se trata de una labor difícil. Si el marqués o alguna de las personas con las cuales él se pone en contacto tiene la menor sospecha acerca de lo que usted ésta haciendo, sin lugar a dudas sufriría un «accidente» intempestivo y le sería imposible pasarme cualquier información.

—¡Lo que milord está diciendo es que esos franceses me matarían! —declaró Ivana.

—Ellos harán cualquier cosa para protegerse. Después de lo que he visto en Portugal y en Francia, yo no confiaría en ninguno de ellos.

Ivana hizo una pequeña exclamación, pero de inmediato guardó silencio.

—Como comprenderá —continuó el conde en un tono de voz diferente—, la decisión es suya. Si siente que es demasiado para usted, señorita Sherard, entonces le prometo que trataré de encontrarle otro trabajo, si eso es lo que en realidad necesita, y lo más pronto posible.

—¡Por supuesto que haré lo que su señoría me pide! —respondió Ivana de inmediato.

En ese momento pudo ver cómo los ojos del conde se iluminaban y continuó:

—Yo siento que… fue papá quien me trajo aquí y sé que hubiera querido que yo… luchara por Inglaterra… como lo hizo él.

—Yo pienso lo mismo —admitió el conde—, y sin duda es usted muy valiente. Debo decirle que jamás pensé que esa labor tan difícil y arriesgada fuera desempeñada por otra persona que no fuera un hombre, experto en esos asuntos.

—Quizá por ser mujer me resulte más fácil —observó Ivana. El conde miró a la joven y ella se dio cuenta de que él estaba pensando en algo que no se le había ocurrido antes.

—Casi se me había olvidado que el marqués es francés —dijo después de un momento—, por lo que ninguna mujer tan bonita como usted estará a salvo. Todo esto es absurdo. Tenemos que pensar en otra cosa.

Ivana lanzó una exclamación.

—Por supuesto que no —respondió ella—. Si le preocupa que yo esté a solas con él, entonces, ¿me permite llevar a mi vieja nana conmigo adonde quiera que vaya?

—¿Su nana? —exclamó el conde.

—Ella fue mi nana cuando yo era niña y ha estado encargada de la cocina desde que mamá se volvió a casar y vinimos a vivir a Londres.

—¿Y ella iría con usted? —preguntó el conde.

—Yo le iba a suplicar a quien me diera empleo que me permitiera tener a Nanny conmigo. Yo sé que en cuanto mi padrastro se dé cuenta de que he escapado ya no le va a dar dinero y de seguro la va a despedir sin una pensión.

—Entonces por supuesto que ella debe acompañarla —estuvo de acuerdo el conde—. Aunque todavía estoy preocupado, señorita Sherard. Estaba tan absorto discurriendo cómo vigilar al marqués, que no pensé en usted como una mujer bonita, y por lo tanto, una tentación que ningún francés puede resistir.

—Nanny cuidará de mí —respondió Ivana—, y su señoría deberá aclarar muy bien que soy solamente una… secretaria.

Ivana hizo una pausa antes de continuar.

—De seguro que milord podrá presentarle a muchas bellezas de moda que, según dicen, suelen frecuentar la Casa Carlton. De esa manera, como yo no soy más que una sirvienta de categoría, él no se interesará en mí.

El conde permaneció pensativo.

—No me gusta —dijo él—. Tiene que haber otra forma de hacer esto.

—Quizá yo pueda disfrazarme para parecer vieja y fea y que él me encuentre repulsiva —sugirió Ivana.

El conde rió.

—Eso lo considero imposible; sin embargo, le diré qué vamos a hacer: lo intentaremos mientras yo busco a otra persona que hable el francés tan bien como usted.

El conde hizo una pausa antes de expresar con voz muy seria:

—Pero si usted encuentra, que su posición es insostenible o muy desagradable, debe decírmelo de inmediato. ¿Me lo promete?

—Se lo prometo —ofreció Ivana—, mas estoy segura de que si Nanny está conmigo yo estaré a salvo de cualquier intento por parte de él y si su señoría le presenta a varias muchachas muy bonitas, el marqués se va a sentir demasiado importante como para interesarse en una humilde secretaria.

El conde dudó que hubiera mucha lógica en aquello, pero en realidad él se encontraba en una situación desesperada.

Había logrado aplazar la llegada del marqués a Londres haciendo que se hospedara por unos días en la casa de un Par, en Sussex.

Tal y como él lo anticipara, en la Oficina de Guerra había mucha gente dispuesta a confiar en el marqués.

Muchos le preguntaban a diario al conde cuándo iba a llegar el marqués a Londres y por qué la demora.

El conde tomó la decisión de arriesgarse y preguntó:

—¿Qué tan pronto puede usted trasladarse a la casa que yo le he preparado al marqués? Está cerca de aquí y ya está lista, con excepción de una secretaria a la cual yo no había encontrado hasta este momento.

Ivana suspiró de alivio.

Había tenido mucho miedo de que al último momento el conde se negara a darle el trabajo.

—Yo puedo venir de inmediato —afirmó ella—. Sólo tengo que regresar con Nanny para recoger nuestros equipajes.

Entonces recordó que no había nadie en su casa, ya que la señora Bell había salido y lo, más probable era que su padrastro no regresara hasta las primeras horas de la mañana.

Por lo tanto, Nanny y ella estarían solas.

—Muy bien —estuvo de acuerdo el conde—. Yo le daré la dirección y usted puede ir directamente para allá.

Hizo una pausa antes de añadir:

—¿Por supuesto que usted se da cuenta de que sería un error el que yo me encuentre con usted, o que alguien se percate de que existe una comunicación entre nosotros dos?

—Pero… ¿y si yo tengo algo que… informarle?

—A eso iba —respondió el conde.

Mientras hablaba, pensó en que Ivana ciertamente era muy inteligente y eso era un punto a su favor.

Quizá, en realidad, no hubiera nada interesante que averiguar, estaba suponiendo el conde.

Es más, el Marqués de Souvenant podía resultar de gran ayuda para los ingleses, tal como el mismo Souvenant lo aseguraba.

Cualquier información que él pudiera proporcionarle al ejército podría ayudar a terminar la guerra antes de lo que todos esperaban.

Pero al mismo tiempo, un sexto sentido le decía al conde que todo parecía demasiado fácil, para no ponerle atención.

El siempre confiaba en su intuición cuando sé trataba de otras personas.

Lo que estaba haciendo ahora tenía solamente la aprobación del Vizconde Palmerston y de nadie más.

El conde se había negado a discutirlo con cualquiera de sus colegas, pues pensaba que eso podía ser peligroso.

El vizconde era muy inteligente y había estado de acuerdo con el conde.

—La razón por la cual usted está aquí, Lorimer —expresó aquél—, es porque los informes que nos envió desde el frente eran tan pasmosos que casi no podíamos creerlos.

—Allí es donde me gustaría estar ahora —respondió él.

—Lo sé —contestó el vizconde—. Pero todavía podrá regresar. Dios sabe que Wellington lo necesita a su lado. Aunque también nos puede ser de un valor incalculable utilizando su cerebro y lo que usted llama su peculiar instinto.

Y miró hacia atrás como si sospechara que alguien lo estaba observando antes de decir:

—Puedo asegurarle que aquí tenemos a muchas personas que nunca utilizan ninguna de las dos cosas.

El conde rió, y comprendió exactamente lo que Lord Palmerston le estaba diciendo.

Por lo tanto, había decidido que no se iba a arriesgar con el marqués.

El conde caminó lentamente hasta su escritorio y le costó un poco de trabajo sentarse.

En seguida anotó la dirección de la casa a donde debía ir Ivana. Sacó una llave del escritorio y explicó:

—Esta llave es para usted. La servidumbre tiene otra.

—Todavía no me ha dicho cómo debo ponerme en contacto con su señoría —dijo Ivana.

—No se me ha olvidado —respondió el conde. —Es más, he estado desarrollando un plan en mi mente.

Mientras hablaba, puso la llave y la tarjeta frente a Ivana.

Ella se sentó en la misma silla que ocupara a su llegada.

—Ahora, escúcheme con atención —pidió él—. Algo que jamás deberá hacer es venir aquí. Es preciso que el marqués ignore que usted está en conexión conmigo o con esta oficina. Si él le pregunta cómo la contrataron, usted le dirá que fue por medio de una agencia.

Ivana asintió.

—Si escuchara cualquier cosa, por poco importante que le parezca, deberá hacérmela saber —continuó explicando el conde.

—¿Y cómo lo hago? —preguntó Ivana.

—He estado pensando en varias maneras diferentes —respondió él—, y la más sencilla es la mejor. Usted abrirá la ventana de su habitación y colgará allí cualquier prenda mojada, no importa cuál. Eso me será informado de inmediato.

—¿Y después? —preguntó Ivana.

—Usted irá al parque St. James que está muy cerca de la casa. Es más, casi frente a la calle de la Reina Ana, que es donde está ubicada la casa, hay una reja de entrada al parque.

—¿Y cuando llegue al parque? —preguntó una vez más Ivana.

—Por supuesto que sería un error el que usted saliera de la casa mientras el marqués se encuentre allí. Deberá ir sola o acompañada por su nana y me encontrará junto al canal. Allí hay unos arbustos y delante de éstos, una banca de madera. Es muy poco probable que alguien nos vea pero de todos modos sólo estaremos juntos unos cuantos minutos.

—Comprendo —contestó Ivana—, y por supuesto que haré lo que su señoría me indica.

—No le niego que se estará arriesgando en caso de que alguien la vigile, pero al mismo tiempo no se me ocurre otra cosa.

—Tenemos que orar porque nadie nos vea —dijo Ivana.

—Estoy seguro de que sus oraciones serán escuchadas —respondió el conde—, pero no estoy tan seguro de las mías.

Ivana le sonrió.

—Mamá siempre decía que todas las oraciones son escuchadas y eso mismo creo yo.

El conde dijo con voz respetuosa:

—Entonces ésa será nuestra mejor protección, señorita Sherard.

Ivana tomó la tarjeta sobre la cual estaba escrita la dirección y después la llave.

—Ahora me iré a hacer las maletas —expresó ella—. Después, Nanny y yo iremos directamente a la casa. ¿Cuándo espera usted que llegue el marqués?

—Puesto que usted ha aceptado encargarse de esta misión tan difícil —respondió el conde—, yo haré los arreglos necesarios para que él llegue mañana.

Ivana se puso de pie y dijo:

—¿Me promete su señoría que cuando yo lo necesite acudirá a la banca del parque?

—No fallaré —respondió él.

Y salió de detrás del escritorio y caminó cojeando hasta la puerta.

Cuando Ivana llegó junto a ésta, él extendió la mano.

—Señorita Sherard, quiero darle las gracias por ser tan valiente y aceptar una misión dé la cual estoy seguro que su padre se hubiera sentido orgulloso.

—Yo sé que papá me va a ayudar, desde donde quiera que él esté —respondió Ivana—. ¡Lo que más importa ahora es evitar que más ingleses pierdan la vida! Y eso sólo lo podemos lograr venciendo a Napoleón lo más pronto posible.

—Estoy totalmente de acuerdo con usted —repuso el conde con calma.