Capítulo 6
Ivana y Nanny se encontraban en el salón antes de la cena cuando el marqués entró.
Ivana se sentía un poco culpable ya que procuró evitarlo desde el día anterior y no había asistido a la cena a la cual fue invitada.
Al último momento pensó que era un error.
Por medio de Smith hizo llegar un mensaje, aduciendo que tanto ella como la señora Bell comieron algo a medio día que no les había caído bien.
Por lo tanto, no podían aceptar su amable invitación.
Al verlo, ella se dio cuenta de que el marqués estaba ataviado para asistir a la fiesta del Príncipe Regente.
Vestía ropa de etiqueta y una serie de condecoraciones que brillaban a la luz del sol poniente que entraba por la ventana.
—Vine a darle las buenas noches, señorita —dijo el marqués cuando llegó junto a Ivana—, y espero que ya se sienta mejor de su indisposición.
—Ya estoy mucho mejor, gracias, señor —respondió Ivana—, y siento mucho haberme perdido de su fiesta.
—Soy yo quien lo siente más —respondió él.
Por el tono de su voz, Ivana atajó de inmediato:
—Espero que disfrute la fiesta real. ¡Permítame decirle que está usted muy elegante!
—Gracias, señorita —respondió el marqués y continuó—: Si usted me acompañara, sin lugar a dudas sería la mujer más bonita de la reunión.
Ivana estuvo a punto de decir que eso era muy poco probable, cuando se dio cuenta de que él había hablado en francés.
Por una fracción de segundo logró contenerse y evitar que él descubriera que lo había entendido.
Haciendo un enorme esfuerzo, Ivana logró aclarar:
—Me… me temo que no comprendo lo que me dice.
En los ojos del marqués apareció una expresión que a ella no le gustó.
Por supuesto, él le había tendido una trampa.
Aunque Ivana no había caído en ella, pensó que el marqués no estaba muy convencido de que Ivana fuera tan ignorante del francés como pretendía ser.
—Ahora debo irme —anunció él en inglés—. Mañana le contaré a usted acerca de la fiesta.
—Eso me dará mucho gusto —respondió Ivana—, y no se olvide de conocer todos los tesoros que Su Alteza Real ha coleccionado. Yo he leído acerca de ellos en los periódicos.
—Lo haré porque usted me lo ha pedido —estuvo de acuerdo él.
Caminó hasta la puerta y cuando la alcanzó, miró hacia atrás.
En sus ojos había una expresión que le recordaba a Lord Hanford y también una de sospecha.
Ivana esperó hasta que el marqués atravesó el vestíbulo y se despidió de Smith, quien le había abierto la puerta.
Entonces sintió el temor de casi haber cometido un error. Se volvió hacia Nanny y exclamó:
—¡Estuve a punto de responderle en francés y entonces él hubiera descubierto que soy una espía!
—¡Cuánto más pronto dejes todas estas tonterías, mejor! —contestó Nanny.
Ivana permaneció en silencio y después observó:
—El conde llevará puestas las condecoraciones que obtuvo en campaña. Me parece muy extraño que si el marqués estuvo encarcelado durante mucho tiempo todavía conserve las suyas. De seguro que sus captores se las habrían quitado o él las habría vendido.
—Supongo que al francés se le ocurrió alguna manera de mantenerlas a salvo —respondió Nanny—, pero estoy de acuerdo contigo, querida, por supuesto que resulta extraño después de saber lo mal que fueron tratados todos los prisioneros en Francia.
Ivana suspiró.
Sintió pena por los diez mil turistas que fueron hechos prisioneros en mil ochocientos cuatro, cuando comenzaron otra vez las hostilidades contra Inglaterra.
La acción de Napoleón al tomarlos prisioneros, a raíz de que los ingleses habían hundido un barco francés, no tenía precedentes en la historia de la guerra.
Todo el mundo lo consideró como un acto reprobable.
Los prisioneros no pudieron escapar y durante ocho años languidecieron en una tierra extraña, sin posibilidad de regresar con los suyos.
¿Sería posible que el marqués, quien se decía enemigo del nuevo régimen, hubiera podido conservar aquellas medallas?
Ivana decidió preguntárselo al conde la próxima vez que lo viera.
En seguida se sentó junto a Nanny, quien estaba cosiendo, y se ofreció a ayudarla.
* * *
Mientras se dirigía hacia la Casa Carlton el conde se dio cuenta de que aunque todavía era temprano, las calles St. James y Haymarket estaban atestadas de carruajes. Como su cochero era casi tan hábil como su amo, lograron rebasar a la mayoría de ellos.
Por lo tanto, llegaron a la Casa Carlton sin tener que esperar demasiado.
Una banda tocaba en la entrada, debajo del elegante pórtico que fuera diseñado por Henry Holland.
Cuando el conde se bajó, fue recibido en el vestíbulo por miembros de la Casa del Regente.
Todos se mostraron encantados de verlo mirándolo como a un héroe, pues conocían los elogios que de él había hecho el Duque de Wellington.
El conde atravesó varios salones hasta que encontró al Regente, quien esperaba para recibir a sus invitados.
Llevaba puesto el uniforme bordado de un mariscal de campo, rango al que él aspiró durante tanto tiempo antes de poder obtenerlo.
Lucía también la resplandeciente estrella de la Orden de la Jarretera.
Tenía cuarenta y nueve años pero al conde le pareció que se veía mayor.
Todavía era bien parecido aunque demasiado obeso.
No obstante, conservaba el encanto y los modales exquisitos que le habían conquistado el sobrenombre de «El Primer Caballero de Europa».
Además era muy divertido y tenía un ingenio que sobresalía entre sus amigos.
Todos ellos eran conocidos por lo brillante y ameno de su conversación.
Después de que el regente lo saludó de manera muy efusiva, el conde salió al jardín.
Ésta, como todas las otras fiestas del príncipe, había sido organizada en extremo extravagante.
Se hicieron construcciones especiales para la cena y los prados estaban cubiertos con flores tanto naturales como artificiales para dar la impresión de un vergel de belleza.
Había un paseo techado, decorado con ricas telas, que llevaba hasta el templo de estilo corintio.
En otras partes del jardín aparecían grandes tiendas de campaña para la cena, decoradas con cortinas color de rosa y flores que perfumaban el ambiente.
El conde observó que aquélla era una de las fiestas menos estruendosas de las que el príncipe había organizado.
Sin embargo, calculó que asistirían alrededor de unas mil personas.
Como la mayoría de éstas eran amigas personales del príncipe, las mujeres no sólo eran bellas sino que iban resplandecientes en joyas.
Cada una trataba de superar a las demás luciendo vestidos que provenían de los mejores modistos de la calle Bond.
En el comedor principal, donde presidiría el anfitrión, había una fuente en miniatura cuya agua corría hacia un arroyo de plata.
Éste estaba rodeado por grandes cantidades de plantas y de flores.
Sin embargo, el conde miró todo aquello de un solo vistazo y atravesó el jardín hacia donde estaba una pared muy alta, que separaba a este del paseo.
El regente había sembrado las plantas más exquisitas delante de la pared y en esos momentos todas se encontraban en flor.
El conde sabía que aquellos arbustos escondían a varias personas que eran esenciales para el desarrollo del plan que se iba a desarrollar más tarde.
Miró a su alrededor y después regresó a la casa.
Más y más gente seguía llegando y sus amigos personales lo saludaron con mucha efusividad.
—Ya está usted mejor, milord —le dijo una mujer—, así que ahora no tiene pretexto para no visitarme como yo lo deseo —y lo miró con una invitación en los ojos y un gesto provocativo en los labios.
—Lo haré en cuanto me sea posible —respondió el conde.
—Si le es posible venir aquí, entonces también le será posible ir a mí —musitó la bella señora en voz baja.
El conde le sonrió, pero no le prometió nada.
Momentos después se disculpó y se alejó; ella lo miró con un gesto de irritación. El conde se había comportado de una manera evasiva, cosa de la que se quejaban muchas mujeres.
Todos los salones de la casa estaban llenos de gente deseosa de ver o dejarse ver.
Entre los primeros se encontraban aquellos que sabían que en cada visita a la Casa Carlton iban a encontrar nuevos tesoros para admirar.
A las nueve de la noche el Príncipe Regente presidió la entrada a la cena.
Todos querían sentarse en la mesa de él, pero como es natural, muchos quedaron desilusionados.
No obstante, nadie pudo quejarse de la deliciosa comida que les fue servida por los sirvientes del príncipe, con sus libreas azul oscuro y oro.
Fueron servidas sopas calientes, carnes asadas de todos tipos, además de platos fríos, todos ellos preparados exquisitamente por los cocineros del príncipe.
Abundaban, también, las uvas, duraznos, piñas y toda clase de frutas, así como champaña fría y muchos otros vinos. El conde pensó que sólo el príncipe podía haber planeado todo tan bien para que nadie se sintiera descuidado ni tuviera que esperar.
Cuando la cena llegó a su fin, el conde se apartó de la mesa. Buscó al marqués y lo encontró rodeado por los inmigrantes franceses.
Pero no se les acercó.
Los observó desde lejos mientras conversaba con algunos amigos que se habían acercado para hablar con él.
Cuando el príncipe se dispuso a abandonar la mesa, el conde se dio cuenta de que el marqués también se puso en movimiento, avanzando sin llamar la atención hacia la pared que dividía el jardín del paseo.
El conde fue el único que se percató de que el marqués había desaparecido entre los arbustos que rodeaban el jardín.
Cuando apareció, unos momentos más tarde, el conde advirtió que el marqués había quitado el cerrojo de la puerta del jardín.
Ésta se utilizaba tan de vez en cuando que el Príncipe Regente no había considerado importante poner allí una guardia.
El conde sabía que la puerta no tenía cerradura, sino simplemente dos pasadores gruesos que evitaban que alguien la abriera desde afuera.
En seguida el marqués regresó hacia un grupo de invitados y se puso a conversar animadamente con ellos.
Sin embargo, los ojos expertos del conde vislumbraron los movimientos que hacían, entre los arbustos, los hombres que el francés había escondido allí y que ahora se acercaban a la puerta.
El conde entró en la casa y cuando encontró al Príncipe, que acababa de salir del comedor, le dijo:
—Si Su Alteza Real no está demasiado ocupado, quisiera que se sirviera mostrarme el nuevo cuadro de Poussin que acaba de adquirir.
Los ojos del Príncipe Regente se iluminaron.
—¿Ya se enteró de mi adquisición?
—Así es, Alteza, y tengo muchos deseos de verlo —respondió el conde—. Claro que si Su Alteza Real está muy ocupado…
—Nunca lo estoy demasiado como para no poder hablar con usted, Lorimer —repuso el regente con una sonrisa—. Por supuesto, venga a ver mi nuevo cuadro que considero una gran adquisición. Aunque quizá usted no esté de acuerdo conmigo.
—Nunca he sabido que Su Alteza Real se equivoque en lo referente a una pintura o una estatua —respondió el conde. El regente se sintió encantado.
Comenzó a explicarle al conde que cuando vio la pintura por primera vez, estaba tan cubierta de mugre que quienes lo acompañaban pensaron que no valía la pena limpiarla.
—Yo insistí —afirmó el regente—, y cuando le quitaron toda la suciedad, aparecieron los preciosos colores originales de Poussin. ¡Encantador!
—Un acierto de Su Alteza —le dijo el conde.
El príncipe lo condujo hasta el lugar donde estaba colgado el cuadro en el salón de música.
Una vez allí, el príncipe volvió a contar la historia de cómo lo había encontrado y que nadie creía en su valor hasta que él demostró lo contrario.
El conde escuchó con atención, pero su mente estaba enfocada en lo que estaba sucediendo en el jardín.
Tan pronto como él y el regente entraron en la casa, una figura surgió de entre los arbustos y caminó lentamente hasta la primera fuente.
Parecía ser un hombre muy alto que llevaba él uniforme de un mariscal de campo.
Al parecer se quedó mirando el agua de la fuente, de espaldas a la puerta del jardín.
Ésta se abrió poco a poco y, tal y como el conde se lo había imaginado, por allí entró Pier.
Hubiera sido imposible adivinar qué arma iba a utilizar para matar al regente.
El Vizconde Palmerston esperaba que fuera con una pistola, pero el conde estaba convencido de que sería con una daga.
El oficial que estaba disfrazado de regente era un hombre delgado, pero estaba relleno para verse más grueso y llevaba exactamente la misma ropa que usaba el príncipe.
Al verlo de espaldas, era imposible que Pier no pensara que su víctima iba a resultar más fácil de matar de lo que él anticipara.
Pier estaba vestido con ropa de etiqueta, idéntica a la del marqués.
Si se movía entre los invitados, nadie iba a sospechar de él.
Ahora, Pier se acercó al hombre que llevaba el uniforme de mariscal de campo y sacó una daga larga y delgada de dentro de su chaqueta.
Ésta podía traspasar el corazón de un hombre y matarlo de inmediato.
El presunto asesino levantó el brazo y la punta de la daga atravesó el uniforme relleno del supuesto mariscal de campo.
Pero no pudo traspasar el chaleco blindado que había debajo. La víctima se tambaleó, pero no cayó.
De inmediato, Pier fue aprehendido por dos guardias antes que pudiera sacar la daga e intentarlo de nuevo.
Lo sacaron tan rápidamente a través de la puerta por la que habían entrado, que nadie se dio cuenta de lo ocurrido.
Ni siquiera los que estaban más cerca fueron testigos.
El oficial que llevaba el uniforme de mariscal de campo también desapareció entre los arbustos.
Sin embargo, los otros dos oficiales entraron por la puerta del jardín y atravesaron el césped.
El conde, quien acababa de dejar al príncipe, los vio y les hizo una pregunta con los ojos.
El oficial que estaba más cerca de él y que era un mayor, bajó levemente la cabeza.
El conde dejó escapar un suspiro de alivio.
Y observó cuando los dos oficiales se dirigían hacia el marqués. Éste acababa de salir de la tienda en la cual había cenado en compañía de varios de sus compatriotas.
Los oficiales se le acercaron.
Cuando se colocaron uno a cada lado de él, de inmediato comprendió, sin que se lo dijeran, que su plan para asesinar al Príncipe Regente había fracasado.
Guardó silencio mientras caminó entre ellos hacia la puerta que había abierto antes.
Sin embargo, en tanto lo hacía, sacó algo de su chaqueta y se lo metió en la boca.
Cuando llegaron junto a los arbustos el marqués se desplomó. El conde, que observaba la escena, comprendió que el marqués había muerto.
En seguida entró en la casa.
Evitó a los grupos que admiraban los tesoros del príncipe y estaba a punto de llegar al vestíbulo, cuando un sirviente lo alcanzó, presuroso.
—He estado buscando a su señoría —dijo este casi sin aliento—. Abajo hay una dama que desea hablar con su señoría ahora mismo. ¡Dice que es un asunto de vida o muerte!
El conde no hizo preguntas.
Corrió hacia el vestíbulo donde encontró a Nanny.
Ella parecía muy preocupada y cuando lo vio a él, exclamó:
—¡Milord, milord! Él se ha llevado a mi niña y yo no pude hacer nada.
Era obvio que estaba aterrada.
—¿Quién se ha llevado a la señorita Ivana? —preguntó el conde.
—Lord Hanford. Era de él de quien ella se estaba escondiendo.
—Pero ¿por qué? —preguntó el conde.
—Porque su padrastro, milord, que es un hombre malvado, le vendió a la señorita Ivana por cinco mil libras. ¡Cinco mil libras! Eso es una perversidad.
—Estoy de acuerdo con usted —repuso el conde.
Sin decir más se volvió al sirviente más cercano.
—Que traigan mi carruaje —ordenó con energía.
—Muy bien, milord.
El sirviente salió por la puerta principal.
—Ahora escúcheme bien, Nanny —dijo él—. ¿Tiene usted alguna idea de hacia dónde Lord Hanford pudo haber llevado a Ivana?
—¡Fue terrible, milord, terrible! —exclamó Nanny—. El entró y la sujetó del brazo antes que mi niña pudiera escapar. Entonces sus sirvientes la ataron con una cuerda y mientras lo hacían, ese malvado le puso una mordaza sobre la boca. ¡Una mordaza, milord! ¡Ese hombre criminal!
—¿Mencionó adónde se irían? —insistió el conde.
—El le puso una capa sobre los hombros y exclamó: «¡Me la llevo a casa y ya no volverá a escaparse jamás!».
Nanny sollozó antes de añadir:
—Los hombres se la llevaron en brazos, milord, la arrojaron dentro de un carruaje y se fueron. Yo no pude hacer nada… excepto venir aquí para decírselo.
—Eso estuvo muy bien hecho, Nanny —dijo el conde.
—¿Cree usted que se la lleven a la casa de campo de Lord Hanford? —preguntó Nanny.
—Si es así, yo se dónde se encuentra —respondió el conde. Mientras hablaba, un sirviente le trajo su capa y lo ayudó a ponérsela.
El conde tomó su sombrero y dijo:
—Otra cosa, Nanny. ¿En qué clase de vehículo viajaban?
—Era uno de esos nuevos carruajes de viaje —explicó Nanny—, y ese hombre malvado lo conducía personalmente.
—¿Con dos caballos?
—Sí, con dos caballos —confirmó Nanny.
El conde le puso una mano sobre el hombro a Nanny.
—Váyase a casa, Nanny, y no se preocupe. Yo la rescataré.
—Dios bendiga a su señoría —dijo Nanny—. Yo sabía que milord lo haría. Que Dios lo acompañe.
—Voy a necesitar la ayuda de El —dijo el conde—, así que siga rezando.
Al instante se dio la vuelta y salió por la puerta.
Como había sido uno de los primeros invitados en llegar, su carruaje lo estaba esperando.
El conde había hecho planes para salir temprano de la fiesta, una vez resuelto el problema de los asesinos, e irse directamente al campo.
Afuera lo esperaba su nuevo vehículo que él mismo había diseñado.
Él había planeado dormir y descansar su pierna herida mientras el cochero lo llevaba hasta Lorimer Park.
Ahora, cuando salió de la casa, se subió al pescante del conductor y le dijo a su cochero:
—Yo conduciré, Jim, puedes ir atrás.
El carruaje era muy ligero.
Adelante tenía un asiento para el cochero y un lacayo. Atrás, había otro asiento por si hacía falta.
El conde sabía que sus caballos estaban descansados, por lo que podría alcanzar a cualquier vehículo que estuviera conduciendo Lord Hanford.
Mas no estaba muy seguro de cuánta ventaja le llevaba éste. Pensó que este reto era el mayor que jamás se le había presentado.
Para rescatar a Ivana iba a tener que utilizar su cerebro y su experiencia como nunca.
Pero él sabía que dejarla a ella en manos de Hanford sería una experiencia aterradora.
Algo que Ivana jamás iba a poder olvidar.
—¡Ayúdala, Dios mío, hasta que yo llegue! —clamó el conde. Aquélla era la oración más sincera que había pronunciado desde que era un niño.
* * *
Tirada junto a Lord Hanford en el carruaje de viaje, Ivana casi no podía creer lo que había sucedido.
Nanny acababa de hacer a un lado la costura y sugirió que se fueran a acostar.
—Se me cansan los ojos, querida —explicó la mujer.
—Entonces no debes hacerlo, Nanny —contestó Ivana—. No querrás tener que usar lentes, pues son muy poco favorecedores.
Nanny había reído.
—¡Eso ya no importa a mi edad! —exclamó ella—. Pero al mismo tiempo nadie quiere estar ciego.
—Eso es cierto —estuvo de acuerdo Ivana.
—Bueno, vámonos a la cama —sugirió Nanny—, y no te quedes despierta deseando estar en la Casa Carlton.
Ivana rió.
—Por supuesto que me gustaría estar allí. Piensa en lo bello que debe estar todo, Nanny. Dicen que Su Alteza Real tiene fuentes en el jardín, cubierto de llores, y que la comida es deliciosa.
—Suena muy bien —estuvo de acuerdo Nanny—, pero no es para nosotras. Si me lo preguntas, yo pienso que el «franchute» no tiene derecho a estar allí, mientras que sus compatriotas están matando a los nuestros.
—El marqués estaba muy complacido de que lo hubieran invitado —comentó Ivana.
Mientras hablaba se estaba preguntando si el francés realmente sería un espía.
Pero aunque lo fuera, no era muy probable que pudiera hacer algo durante la fiesta, mientras el conde estuviera presente.
También estarían muchos otros oficiales, así como centinelas y un ejército de sirvientes.
Ivana había leído en uno de los periódicos acerca de la enorme cantidad de sirvientes que trabajaban en la Casa Carlton.
Estaban el tesorero de Su Alteza Real, su secretario privado, el subsecretario privado, el vice tesorero y el vice canciller.
También estaba el encargado del vestuario y todo el personal de segundo nivel formado por dos contadores, cinco páginas de lacayos, cinco páginas de doncellas y un ama de llaves.
Igualmente había un supervisor del personal, un encargado de la casa, un mayordomo, dos médicos y cuarenta y tres sirvientes más.
En aquella ocasión, Ivana se había reído pensando que cómo era posible que un solo hombre necesitara de tantos.
Mas ahora, por lo menos, toda aquella gente iba a cuidar al príncipe y lo iba a proteger de cualquier plan por parte de los franceses.
Y por supuesto que el conde también estaría allí para defenderlo de cualquier atentado contra su vida.
«¡Es maravilloso!», se dijo.
Pero se refería al conde y no al Príncipe Regente.
Nanny y ella entraron en el vestíbulo.
En ese momento Smith vino corriendo desde la cocina.
—Acabo de enterarme, señorita, de que ha habido una gran victoria en Francia. Alguien que vino a la puerta de la cocina nos lo acaba de informar a mí y a mi esposa. ¡Parece como si las cosas comenzaran a moverse allá!
—¡Ésas son buenas noticias! —exclamó Ivana.
—Yo pensé que quizá fuera conveniente que saliera a buscar un periódico.
—Me parece bien —estuvo de acuerdo Ivana.
—Pensé que a usted le gustaría saberlo. Voy por la llave.
—No se preocupe por eso —dijo Ivana. —Yo le abriré la puerta.
—Gracias, señorita, no me tardaré —repuso Smith.
El hombre abrió la puerta principal, salió y la volvió a cerrar.
—¡Una victoria, Nanny! —exclamó Ivana muy emocionada—. Eso quiere decir que la guerra va a terminar pronto.
—Eso espero —respondió Nanny—. Ya ha habido bastante sufrimiento. Ya no quiero saber más acerca de las guerras.
—Ni yo tampoco —declaró Ivana en voz baja.
Ella estaba pensando en su padre y también en que el conde había tenido suerte al haber recibido sólo una herida en la pierna.
El conde también pudo haber muerto al igual que el hombre que era el dueño de aquella casa.
Nanny subió por la escalera con calma.
—Voy a mi habitación —dijo ella—. Cuando Smith regrese con el periódico me dices qué está pasando.
—Por supuesto que sí —respondió Ivana—. Supongo que no tardará mucho.
Unos dos minutos más tarde, cuando Nanny apenas había llegado a la planta superior, alguien llamó a la puerta.
Ivana abrió.
—Regresó muy rá… —comenzó a decir ella. Entonces se detuvo.
Afuera no se encontraba Smith, sino Lord Hanford.
Ivana se quedó tan sorprendida que perdió el habla. Sólo comenzó a retroceder cuando él se le acercó.
—¡Así que aquí está! —exclamó Hanford con su voz gruesa.
—¿Qué… desea? —preguntó Ivana en voz muy baja.
—¡La deseo a usted! —respondió Lord Hanford.
Ella intentó darse la vuelta y huir, pero él extendió la mano y la sujetó del brazo.
En ese momento dos de sus sirvientes entraron.
Antes que Ivana se diera cuenta de lo que estaba sucediendo ellos ya le habían puesto una cuerda alrededor del cuerpo, atándola de pies y manos.
Otro hombre le amarró los tobillos.
—¿Qué están haciendo? ¿Cómo se atreven a tocarme? —comenzó a decir Ivana.
Fue entonces cuando Lord Hanford le puso una mordaza en la boca y la amarró fuertemente detrás de la cabeza.
—¡Eso evitará que grite pidiendo ayuda! —advirtió él—. Ahora ya no podrá escapar.
Uno de los sirvientes que le había amarrado las piernas trajo una capa forrada de piel que le colocó sobre los hombros.
Lord Hanford le puso la capucha sobre la cabeza para que le ocultara parte del rostro.
—¡Ahora la voy a llevar a mi casa —afirmó él—, y ya nunca volverá a escapar de mí!
Aquello era una amenaza más que una afirmación.
Nanny observó todo desde lo alto de la escalera pues sabía que era inútil que tratara de interferir.
Pudo ver cómo los sirvientes levantaban en brazos a Ivana y la conducían hasta el carruaje que esperaba afuera.
Segundos después pudo escuchar cómo éste se alejaba. Entonces comprendió que de alguna manera tenía que encontrar al conde para comunicarle lo que había sucedido.