Capítulo 5
-¡Fue maravilloso! —exclamó Ivana.
—Estoy de acuerdo contigo —respondió Nanny—. Esos jovencitos cantaron como los ángeles.
Ellas regresaban, caminando, de la Abadía de Westminster.
Habían escuchado ensayar al coro de la abadía y a los de otras dos iglesias.
Fue el conde quien les había enviado unos boletos con una nota que decía.
«Sin duda disfrutarán de escuchar al coro de la Abadía»…
No había firma pero Ivana estaba segura de que provenía de él. Por supuesto, se sintió encantada ante la idea de escuchar a los coros de las tres iglesias que iban a cantar en la Catedral de Canterbury en tres semanas más.
Ivana abrigó cierto temor de que allí hubiera alguien que pudiera reconocerla y más tarde hiciera algún comentario que le diera a su padrastro una pista de dónde se hallaba.
Cuando Nanny y ella entraron en la Abadía de Westminster, se encontraron con que sus asientos estaban en la parte posterior de la nave.
Cuando miró a su alrededor, Ivana advirtió que la concurrencia estaba integrada, en su mayoría, por personas mayores. También pensó que muchas de ellas no eran del tipo de gente corriente con la cual se asociaba su padrastro.
Una vez que se sintió más segura, se acomodó para disfrutar de los cánticos.
Éstos, tal como Nanny lo dijera, eran maravillosos.
Las voces juveniles y cristalinas se elevaban hasta el techo.
A Ivana le parecieron parte de las ventanas emplomadas, de las flores del altar y de la santidad de la propia abadía.
Cuando salieron de la abadía ya estaba oscureciendo.
Afortunadamente, se encontraban muy cerca de la calle Reina Ana.
Como no habían llevado llave, Ivana levantó el aldabón. Justo después, Smith abrió la puerta y cuando ellas entraron él les dijo:
—El señor marqués ya regresó, señorita, y está con un amigo en el estudio.
Quizá ella se había perdido de escuchar algo que pudiera interesarle al conde.
Cuando Smith regresó a la cocina, Ivana se quitó el sombrero y se lo dio a Nanny; también se quitó la estola que había llevado por si el tiempo enfriaba.
Nanny no dijo nada.
Sin embargo, Ivana comprendía que ella no estaba de acuerdo con lo que estaba haciendo.
La joven entró en el salón que estaba a oscuras.
La única luz era la que se filtraba por la ventana proveniente de un farol de la calle.
Ivana se acercó de puntillas a la chimenea.
De inmediato escuchó la voz de un hombre que hablaba dentro del estudio.
Era el marqués, quien hablaba en francés.
—… por la puerta del jardín —decía él.
—Sí, ya he averiguado dónde está.
Ella supo que la respuesta la había dado Pier.
En seguida, el marqués bajó mucho la voz y musitó algo que a Ivana le pareció como:
—… un mariscal de campo.
Ivana acercó la cabeza aún más hacia los entrepaños para poder escuchar mejor.
Mas al hacerlo dejó caer uno de los adornos.
Cuando ella extendió la mano para recogerlo, el marqués preguntó:
—¿Qué fue eso?
—Yo no escuché nada —respondió Pier.
—Pues yo sí —aseguró el marqués—, y será mejor que investigue.
El terror se apoderó de Ivana, pues se dio cuenta de la posición tan peligrosa en la que se había colocado.
El conde se lo anticipó para que tuviera cuidado.
Ivana trató de no pensar en lo que sucedería si la descubrían, mientras percibía los pasos que atravesaban la habitación antes que se abriera la puerta del estudio.
Aterrada, corrió hacia el otro lado del salón y se arrojó detrás del sofá.
Era un mueble de estilo Luis XV y con respaldo dorado, tapizado con damasco azul, del mismo color de las cortinas.
Ivana se metió debajo de él, apretando todavía el adorno de porcelana contra el pecho.
Pudo oír cómo se abría la puerta.
Cuando el marqués entró, ella supo que él debió detenerse en el vestíbulo para tomar una de las velas encendidas que estaban allí.
Mientras él observaba a su alrededor, ella recordó que su cara se vería muy blanca en la oscuridad.
Y entonces la escondió debajo de sus brazos doblados, lo cual significaba que no podía ver nada.
Sin embargo, era consciente de que el marqués se había acercado a la chimenea y estaba examinando los entrepaños a ambos lados.
Fue entonces cuando ella pensó que debió hacer sido su ángel guardián quien la hizo traerse el adorno consigo.
No había ningún indicio que le explicara al marqués la causa del sonido que había escuchado.
Ivana no tenía la menor duda de que si el francés la descubría, probablemente sus días estarían contados.
Oró en demanda de ayuda.
—¡Sálvame, Dios mío… sálvame! —clamó con la voz del corazón. Al mismo tiempo estaba pensando que si la encontraban, la única persona que podía salvarla era el conde.
El marqués se detuvo unos momentos junto a la chimenea y después pasó al centro de la habitación.
Levantó la vela y la sostuvo sobre su cabeza.
Por fortuna Ivana había ido a la iglesia llevando un vestido azul oscuro.
Estaba segura de que el marqués no la vería, a menos de que se acercara más al sofá.
El continuaba mirando en todas direcciones.
El corazón de Ivana latía con tal fuerza que temió que él lo fuera a escuchar.
Rezó y siguió rezando.
Después de lo que pareció un siglo, él salió de la habitación como si hubiera quedado satisfecho y cerró la puerta.
Ivana no se movió pues recordó haber leído en un libro, que le prestara su padre, la manera como a menudo eran capturados los criminales.
Éstos suponían que quienes los buscaban ya habían salido de la habitación y se decidían a salir de su escondite, sólo para encontrarse con que los perseguidores estaban todavía allí, esperando para arrestarlos.
Por lo tanto, ella no se movió y casi no respiraba.
Momentos después escuchó que la puerta del estudio se cerraba.
Desde muy lejos le llegó el murmullo de las voces de los dos hombres que conversaban otra vez.
Como tenía tanto miedo no esperó para escuchar nada más de lo que aquéllos estaban diciendo.
Aterrada se dirigió hacia la puerta y antes de salir, se quitó los zapatos.
De puntillas atravesó el vestíbulo y subió por la escalera. El color le regresó a las mejillas.
Dejó el adorno de porcelana que llevaba en una mano sobre la chimenea.
Se reprochó el haber sido tan tonta como para derribarlo. «Ahora él abrigará sospechas», pensó ella.
Estaba segura de que el marqués la iba a estar vigilando y, si así era, ¿cómo iba a poder seguir escuchando?
«Tengo que confesarle al conde lo tonta que he sido», pensó Ivana.
Se acercó a la ventana, miró hacia fuera y vio las estrellas. La luna llena brillaba por encima de los techos de las casas.
—¿Cómo pude haber sido tan descuidada? —le preguntó al cielo.
No hubo respuesta.
Antes de meterse en la cama, Ivana colgó un pañuelo blanco en el marco de su ventana.
Encima le puso un libro para mantenerlo en su lugar.
Aquello era algo en lo que no había pensado antes. Pero si el viento lo hacía volar durante la noche, entonces el conde no la estaría esperando en el parque.
Como estaba alterada y también sentía miedo, le fue imposible dormir.
Se pasó la noche dando vueltas en la cama, sintiendo que todo se había derrumbado a causa de su descuido.
Si ya no era de utilidad para el conde quizá él, le pidiera a ella y a Nanny que se marcharan y pondría a otra persona en su lugar.
—¡Necesitamos… quedarnos! —pensó ella con desesperación—. De lo contrario, tendremos que buscar alojamiento más barato y quizá mi padrastro nos descubra.
Ahora se presentaban muchos problemas.
Y todo porque había tirado un pequeño adorno de porcelana. Por fin, se quedó dormida justo antes del amanecer.
* * *
Dos horas más tarde Ivana se despertó, ante la urgencia de ir al parque.
Le dijo a Nanny hacia dónde iba.
La nana hizo un gesto de desaprobación, pero no trató de detenerla.
—Regresa lo más pronto que puedas —indicó Nanny—. No me gusta que camines sola por las calles. ¡No está bien!
—El parque está muy cerca, Nanny —respondió Ivana para tratar de calmarla—. Yo regresaré mucho antes que el marqués se haya levantado y desayunado.
Nanny ya no objetó más.
Ivana bajó corriendo por la escalera y salió a la calle. Llegó al parque.
Como era tan temprano no se sorprendió al ver que el conde no la estaba esperando.
Ella sé sentó sobre la banca de madera, retorciéndose los dedos por la ansiedad.
Se preguntó si el conde se mostraría irritado con ella. Cuando por fin él apareció caminando entre los arbustos, Ivana se incorporó de un salto.
—¡Ha venido! ¡Ha venido! —exclamó ella como si hubiera tenido miedo de que no lo hiciera.
El conde la miró con curiosidad.
Y cuando se sentó, le preguntó con calma:
—¿Qué ha sucedido que la ha puesto tan nerviosa?
Ivana respiró profundo.
—Cometí un error —respondió ella—, y me temo que… su señoría va a disgustarse conmigo.
El conde extendió una mano y la puso encima de la de Ivana. Se dio cuenta de que la muchacha estaba temblando y que tenía los dedos muy fríos.
—Explíqueme qué ocurrió —dijo él—. Le prometo que no me molestaré.
—Yo… hice algo… tan tonto —contestó Ivana—, que me da… vergüenza decirle lo… descuidada que… he sido.
Los dedos del conde se cerraron sobre los de ella, quien pensó que su calor la reconfortaba.
—Dígame qué pasó —insistió él—, y deje de tenerme miedo.
—Milord es… una persona muy… imponente —confesó Ivana. El conde sonrió.
—Trato de no parecerlo.
—Yo quiero ser… tan lista como… usted, pero por supuesto que… no es posible.
—Ahora me está adulando —dijo el conde—. Yo le puedo decir, sin adulación alguna, que es usted una de las mujeres más inteligentes que jamás he conocido.
—No lo dirá más cuando… sepa lo que he… hecho.
—¿Qué hizo? —preguntó él.
—Anoche, cuando regresamos de la Abadía —comenzó a decir Ivana—, y gracias por enviarnos los boletos…
—Pensé que le iba a gustar —dijo el conde.
—Fue maravilloso, sencillamente maravilloso… y como opinó Nanny, los niños cantaron como los ángeles.
El conde sonrió, pero no dijo nada e Ivana continuó:
—Cuando nosotros regresamos… Smith abrió la puerta y… nos comunicó… que el marqués… estaba en el estudio con… un amigo.
—¿Sabía usted quién era? —preguntó el conde.
—Al principio no —respondió Ivana—, pero cuando Smith se retiró a la cocina yo… le di a Nanny mi sombrero y me apresuré a entrar en el… salón.
Ivana hizo una pausa antes de proseguir:
—En cuanto… escuché a los dos hombres hablar… supe que era… Pier quien estaba con él.
—¿Cómo lo supo? —preguntó el conde.
—Ellos hablaban en voz muy baja —explicó Ivana—, y yo alcancé a escuchar cuando el marqués decía:… junto a la puerta del jardín y Pier respondió que sabía bien dónde… estaba eso.
Una vez más ella se detuvo porque las palabras se atropellaban en sus labios. Al fin siguió:
—En voz muy baja el… marqués dijo algo que sonó como …«un mariscal de campo», y fue entonces cuando… ocurrió algo… terrible.
—¿Qué cosa? —preguntó el conde.
—Por tratar de… acercarme más a la… pared… tiré uno de los… adornos de porcelana que están en los entrepaños.
El conde no habló e Ivana prosiguió diciendo.
—Perdóneme, por favor… lo siento mucho.
—¿Qué sucedió después de eso? —instó el conde.
—El marqués preguntó: ¿Qué fue eso? Y yo supe que él iba a venir al salón.
—¿Y la encontró?
—Oh, no… yo tenía miedo de que lo hiciera, pero… corrí al otro lado de la habitación y… me escondí detrás del… sofá. —Ivana trató de calmar un poco su voz antes de continuar—: Pude hacerlo porque… él se detuvo para tomar una vela encendida del… vestíbulo.
—¿Y después? —apremió el conde.
—El marqués se detuvo unos momentos para observar… los entrepaños a ambos lados de… la chimenea y después… miró alrededor de… la habitación.
—¿Pero no la descubrió?
—N… no.
El conde respiró de alivio.
—¡Gracias a Dios!
Ivana tenía los ojos llenos de lágrimas cuando lo miró.
—Sé… lo tonta que… he sido —aceptó ella—. Ahora que él… sospecha tal vez milord me… despida y ponga a… alguien mejor.
Una vez más los dedos del conde oprimieron los de ella.
—Ahora escúcheme —dijo él—. Usted ha hecho un trabajo excelente y me ha dicho todo cuanto yo deseaba saber.
Ivana lo miró sorprendida.
—¿Cómo… cómo pude hacerlo cuando… he sido tan tonta?
—Quiero que deje de preocuparse —la interrumpió el conde—, y no me haga preguntas. Más adelante yo le explicaré con detalle lo brillante que ha sido en sus pesquisas, pero por el momento quiero que se limite a obedecerme.
—Usted sabe que… lo haré —murmuró Ivana.
—Entonces regrese a la casa. Quédese con Nanny y procure ver al marqués lo menos posible.
—¿Quiere decir que ya… no tengo que… atisbarlo?
El conde hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Usted ha hecho todo cuanto le he pedido. Ahora sólo compórtese como la dama de la casa y trate de pasarla bien —sugirió el conde—. Yo no estoy molesto con usted… en lo más mínimo. Simplemente muy agradecido.
—Yo… yo no comprendo.
—No tiene por qué entender nada, limítese a confiar en mí y muy pronto espero poder decirle cuán hábil ha sido usted.
—Yo… me siento… avergonzada de mí misma —murmuró Ivana.
—Sin embargo, yo, por lo contrario, me siento muy orgulloso de sus servicios —le aseguró el conde.
—¿De veras? ¿No lo dice solo… para tranquilizarme?
—Cuando me conozca mejor —respondió el conde—, sabrá que yo siempre declaro lo que pienso y, si me es posible, evito decir una mentira.
—Eso lo sé… sin que su señoría… me lo diga —respondió Ivana.
—Entonces deberá creerme cuando le aseguro que ha sido usted una ayuda incalculable y tan pronto como sea posible, yo le aclararé todo lo que la confunde en estos momentos.
Hubo un silencio y después Ivana preguntó:
—¿Entonces…, milord no quiere que… Nanny y yo… nos vayamos de la casa?
—Por supuesto que no —respondió el conde—. Porque sé que usted cumplirá mis instrucciones al pie de la letra. Necesito que se comporte con toda naturalidad y que evite mostrarse tan preocupada como parecía hace unos momentos cuando yo llegué.
—Sí… me sentía muy preocupada… ante el temor de que su señoría se molestara y nos… echara de la casa.
—Ahora deseo que esté tranquila y se vea feliz y, por supuesto, muy bonita —dijo el conde.
Ivana lo miró sorprendida.
Por un momento sus miradas se encontraron y ella sintió que le era imposible apartar la suya.
Ahora él separó su mano de la de ella y se puso de pie.
—Regrese con Nanny —indicó él—. Yo voy al Parque Regent’s y después tengo que marcharme al campo. Si no la puedo ver durante dos o tres días, no se inquiete.
—¿Quiere… decir que… no debo sacar el pañuelo si… tengo algo que decirle? —preguntó Ivana.
—Usted no tendrá necesidad de decirme algo —respondió el conde—, excepto que está contenta y a salvo. Ya no tiene que vigilar al marqués ni escuchar lo que él dice.
Ivana, que aún permanecía sentada, lo miró sorprendida. Todo aquello le parecía incomprensible.
Mas al mismo tiempo, el conde le estaba sonriendo y ella sintió como si el sol brillara en su gran esplendor.
—Gracias —dijo él—, y recuerde que estoy muy orgulloso de usted.
De inmediato se alejó y cuando se perdió de vista, Ivana se llevó la mano a los ojos.
Casi no podía creer que él se hubiera comportado de una manera tan diferente a lo que ella temía.
Ahora ya no se torturaría ante el miedo de que la echaran de la casa o de que el conde estuviera disgustado.
«No entiendo lo que está sucediendo», se dijo ella, «pero ¿por qué me voy a preocupar si todo está bien?».
Ivana esperó algunos minutos más.
Una vez transcurridos éstos regresó a la calle Reina Ana, sintiéndose como si tuviera alas en los pies.
Tan pronto como entró en la casa corrió a buscar a Nanny, quien estaba arreglando su habitación.
Alla la abrazó y le dijo:
—¡Todo está bien, Nanny! ¡Perfectamente bien! El conde no está molesto.
—¿Por qué iba a estarlo? —preguntó Nanny.
Ivana recordó que no le había dicho a Nanny el motivo de su inquietud por lo ocurrido la noche anterior.
Ciertamente no tenía deseos de repetir cuán tonta había sido.
—Yo pensé —dijo ella después de un momento cuando vio que Nanny esperaba una respuesta—, que él podría… estar irritado porque… yo le había dado muy poca información, pero dice que ya está satisfecho y que no desea más.
—Ésa es la mejor noticia que he escuchado en mucho tiempo declaró Nanny. —Nunca estuve de acuerdo con que estuvieras escuchando detrás de las puertas, como si fueras una sirvienta.
—Ahora podremos divertirnos —sugirió Ivana—, y aunque el conde no lo dijo, es posible que el marqués… se marche.
—¡Y qué bueno! —exclamó Nanny—. Me alegraré mucho de verlo partir. Nunca me han caído bien esos franchutes, ni en la guerra ni en la paz.
—Pero me temo que si él se va, entonces nosotras tendremos que irnos también —dijo Ivana.
—No hay por qué cruzar ese puente antes que lleguemos a él —objetó Nanny—, y viendo cómo es su señoría, si él nos saca de aquí nos buscará otro lugar donde vivir.
—¿De veras lo crees? —preguntó Ivana.
—Estoy segura —respondió Nanny—. Él es un caballero bien nacido y eso es algo que no se puede decir acerca de muchos otros.
Ivana se dio cuenta de que Nanny se refería a su padrastro y a Lord Hanford.
Ella había ayudado al conde con sus problemas, así que esperaba que él a su vez la ayudara con los suyos.
«No podemos seguirnos escondiendo por siempre», pensó Ivana con desesperación.
Entonces abrigó la esperanza de que quizá el conde pudiera encontrarle algún trabajo en el campo. Allí se instalarían en una cabaña donde su padrastro jamás pudiera encontrarlas.
«Debo hablar con el conde acerca de eso la próxima vez que lo vea», pensó ella.
Se preguntó qué tan pronto podría ser.
* * *
El marqués terminó de desayunar.
Después de haberle servido, Smith fue a encontrar a Ivana al salón.
—Dísculpeme, señorita, el señor marqués dice que vendrá a comer y pregunta si usted le haría el honor de ser su invitada. También le gustaría llevarla a pasear en un faetón esta tarde.
Ivana sabía que en un faetón sólo había lugar para dos personas y que también sería un error rechazar la invitación a comer ya que el conde le había sugerido que se mostrara amable con el marqués.
Pero también sabía que no debía salir a solas con él en un faetón.
—Dígale al marqués —repuso ella con calma—, que la señora Bell y yo estaremos encantadas de comer con él, pero que desafortunadamente ya tenemos un compromiso para esta tarde, imposible de cancelar.
—Se lo diré, señorita —respondió Smith—, pero supongo que él se va a sentir desilusionado.
Smith no esperó a que Ivana dijera nada más y entró en el estudio.
A los pocos minutos el sirviente regresó.
—Tal como se lo dije, el señor marqués se siente muy desilusionado de que usted no pueda salir a pasear con él esta tarde, pero dice que esta noche tendrá una cena y espera que usted le haga el honor de conocer a sus amistades.
Ivana no pudo hacer otra cosa que aceptar la invitación.
Sabía que Nanny inventaría un pretexto para no estar presente.
Durante la comida, el marqués se mostró muy efusivo, comentando acerca de las fiestas a las cuales había sido invitado.
Declaró que resultó muy emocionante poder encontrarse con la familia real francesa que ahora vivía exiliada en Inglaterra.
Habló ampliamente acerca de los Condes de Lisle y de Artois y de los Duques de Berri y de Bourbon.
Ivana se quedó muy impresionada sobre todo cuando él se refirió a la única hija que había sobrevivido de Luis XVI, la Duquesa de Angouleme.
—¿Y va usted a regresar a Francia? —preguntó Nanny después de que él ponderó lo fascinados que habían estado todos de verlo nuevamente.
El marqués se quedó callado por un momento antes de responder:
—Yo espero que todos podamos regresar cuando Napoleón Bonaparte sea derrotado.
—Y cuanto más pronto, mejor —completó Nanny.
—Eso mismo pienso yo —convino el marqués—, aunque parece que la victoria todavía no está próxima.
El habló casi con tristeza, pero a Ivana le pareció que en sus ojos había un brillo que no iba de acuerdo con su voz.
Cuando el marqués habló acerca de los aristócratas franceses que estaban en Inglaterra, Ivana pensó que el conde estaba equivocado y que en realidad no había nada sospechoso en aquel hombre.
Súbitamente, un cierto instinto advirtió a Ivana que él hablaba de una manera demasiado locuaz.
En realidad, el marqués no se imaginaba a Napoleón derrotado por el ejército de Wellington.
«Quizá me equivoque», pensó ella, «pero no puedo evitar sentir lo que siento».
Era la misma sensación que experimentara la primera vez que lo vio.
Él se había establecido en Londres y ya era aceptado por un gran número de personas distinguidas.
Una gran cantidad de invitaciones estaba sobre la chimenea del estudio; a pesar de eso, ella sospechaba algo.
De pronto, el marqués dijo como si quisiera convencerla, tanto a ella como a Nanny, más de lo que ya estaban:
—Supongo que ya habrán adivinado adónde iré mañana por la noche.
—No. ¿Adónde? —preguntó Ivana.
—A una fiesta que ofrece Su Alteza, el Príncipe Regente —dijo con petulancia el marqués.
—¿El Príncipe Regente ofrece una fiesta? —preguntó Ivana.
—Estoy seguro de que ésta será tan encantadora e impresionante como todas las que ha ofrecido antes —respondió él—. Cuando llegué a Londres yo le dije al Vizconde Palmerston que me encantaría conocer la belleza y el lujo de la Casa Carlton y, por supuesto, asistir a una de las fiestas de Su Alteza Real.
—Entonces es usted muy afortunado —comentó Ivana—. Yo he leído acerca de ellas en los periódicos y parecen ser fantásticas.
—Estoy seguro de que así es —respondió el marqués—. El viernes por la mañana yo les contaré todo.
—Lo esperaré con gusto —repuso Ivana—, y por favor recuérdelo todo, incluyendo los maravillosos tesoros que Su Alteza ha coleccionado allí.
—Intentaré hacerlo —ofreció el marqués—. Es más, encantadora señorita, ¡oír es obedecer!
Y miró a Ivana de una manera que la hizo intimidarse y Nanny intervino:
—Creo que la señorita Ashley y yo debemos comenzar a prepararnos para nuestra siguiente cita, señor marqués.
—¿Van a salir? —preguntó éste.
—Así es —contestó Nanny.
—Entonces, aunque de mal grado debo dejar que se vayan —contestó el marqués—, pero sólo por el momento. No se olvide, señorita Ashley, que ha prometido usted cenar conmigo y con mis amigos esta noche a las siete y media.
—Me dará mucho gusto —respondió Ivana—. Supongo que Smith ya le habrá dicho que la señora Bell se excusa de asistir ya que las desveladas la hacen sentir mal al día siguiente.
—Comprendo —respondió el marqués—, mas lo importante es que mis amigos conozcan a la encantadora anfitriona que me ha hecho sentir tan bien en su acogedora casa.
Entonces se acercó un poco más a Ivana cuando dijo:
—Es más, me resulta muy difícil decirle con palabras cuán agradecido le estoy, así que se lo diré de otra manera.
Antes que Ivana se diera cuenta, le tomó una mano y se la besó.
Cuando sintió el contacto de los labios libidinosos del francés contra su piel, Ivana experimentó una intensa repulsión y tuvo que realizar un gran esfuerzo para no apartar la mano y decirle que no la tocara.
Era casi como si hubiera entrado en contacto con una serpiente; sin embargo, logró sonreír.
Con firmeza retiró su mano sin que pareciera un movimiento desairado.
Nanny ya se había puesto de pie y cuando Ivana se levantó también el marqués le dijo con voz que sólo ella pudo escuchar:
—¿Tiene que irse? Deseo hablar con usted.
—No debemos llegar tarde a nuestra cita —repuso Ivana de inmediato—. Muchas gracias, señor marqués, por invitarnos a comer con usted.
—Sabe muy bien —respondió él con voz muy baja—, que para mí fue un deleite inexpresable, el comer con usted.
Una vez más, él la estaba mirando de una manera que hizo que Ivana se conturbara y perdiera en tanto su seguridad en sí misma.
Como Nanny ya estaba en la puerta se apresuró a reunirse con ella.
Entonces miró hacia atrás.
El marqués seguía sentado en la mesa, mirándola y en su rostro había una expresión que, al igual que en el caso de Lord Hanford, la hizo sentirse amenazada.