Esa misma noche, Martín me llamó, excitado y feliz.

—¿Celia?

—Qué va, Angelina Jolie.

—¡Ya quisiera ella!

Reconozco que resultaba agradable.

—¡¡¡Carla me ha pasado TODA la música!!!

—Esa niña es la puta caña, sí.

—La escucharé toda, y, cuando tenga más claro cuál elegir, te llamo y, si puedes, nos vemos, ¿vale?

—Vale.

La mañana del domingo ya había decidido cuál prefería. Naturalmente, volvimos a quedar para otro desayuno glorioso en el Barceló.

Sí, estábamos creando rituales. Debe de ser algo bastante normal en este tipo de situaciones. Tranquilizan. O algo parecido.

Lo cierto es que el camarero ya nos sonrió como si fuéramos habituales. Pedimos lo mismo.

—Bueno, la Quinta de Mahler, confieso que es de mis favoritas, así que estará. —Imaginé que trataría de coger algo de cada una—. El Coro de las Parcas, sin duda, vaya. —Lo imaginé, Carla me había mandado una copia por Internet, la escucharía esa misma tarde—. ¡¡Lo de Schumann, también es la recaña!!

—Veo que te ha emocionado todo.

—Jo, Celia. —Se acercó un poco más inclinándose sobre la mesa—. Te juro que la música clásica era algo que me pareció siempre bastante rollo, no sé, salvo el Carmina Burana, por el cine, supongo… ¡Ha sido todo un descubrimiento!

—Sí, es conveniente no tener prejuicios, ¿no?

—Sí. —Se quedó calladito unos segundos.

Parecía darle vueltas a eso de los prejuicios, que conste que yo los había padecido en sentido inverso. Por ejemplo, Kroke fue algo que me descubrió Carmen, ¿música folk? Puse la misma cara de Martín cuando mi bolero me habló del grupo y me pasó su primer CD. ¡Y me entusiasmé con ellos!

—Resumiendo: conocerte es lo mejor que me ha pasado en el último decenio.

—¡Triste decenio, pues! —Ya sé, una cursilada de frase, pero no estaba acostumbrada.

—No es ninguna tontería.

—Ya, te solucioné, bueno, mis amigas y yo, te solucionamos la cuestión de la música, ¿no?

Se me quedó mirando como si fuera un marciano. Me maldije en todos los idiomas. Creo que estaba provocando algo así como una declaración de intenciones. Me notaba tan asustada que era incapaz de dejar fluir las cosas.

Bajé la cabeza. Si me conociera, sabría que, en mi lenguaje, eso era un total reconocimiento de derrota.

No lo entendió.

Bueno, como diría Cloe, no se puede pretender que un extranjero comprenda nuestro idioma de golpe. Pero, a mí, me corría mucha prisa que Martín comprendiera.

—¿Me acompañas? —preguntó colocando una mano sobre la mía.

¡Al fin del mundo y más allá! Me hubiera gustado responder. Curioso, no recordaba la frase de mi remota infancia cuando mi padre jugaba a que nos iríamos por esos mundos, juntos, en busca de tesoros y aventuras.

¡Al fin del mundo y más allá!

Gritaba yo levantando los brazos e imaginando que nunca se rompería aquella burbuja de complicidad.

¿Estaba a punto de romperse ahora esta otra burbuja?

—¿Adónde? —pregunté, en cambio.

—Quisiera ver a nuestro flautista. —Al menos «ese» continuaba perteneciendo a los dos—. Hice copia de una de sus fotos, me gustaría dársela.

—Y, de paso, pedirle permiso, supongo.

—Que conste que se lo pedí. Ni me miró.

—Creo que el suyo no es ni un silencio musical ni siquiera un silencio voluntario…

—¿Por?

—No dejo de darle vueltas al movimiento de sus dedos. —Repetí el gesto de digitalizar en el aire—. ¡Eso es pura nostalgia, Martín! Nostalgia por la música, y supongo que por todo lo que no sé cómo ni cuándo ni dónde perdió.

—Tienes razón. —Dejó el importe del desayuno, se colocó el chaquetón, me había fijado en su falta de «marcas oficiales» en la ropa, pasó su brazo derecho por mi hombro y comenzamos a salir del Barceló—. ¿Cuántos años le calculas?

—¡Ufff! Para eso soy malísima.

—Di algo.

—No menos de veinte.

—Ni más de treinta —terminó él.

Bajamos camino de la catedral sin hablar, sintiendo los pasos casi solitarios de un domingo frío de marzo sin demasiados transeúntes.

Deseaba que aquel desconocido estuviera allí sentado, como si fuera el propio John Caje, a la espera de que alguien fuera capaz de reconocer su genialidad:

Silencio de flauta para una ciudad indiferente.

Me gustó.

Necesité compartirlo con Martín.

—Martín —apretó mi hombro en señal de respuesta— imagínate que ese desconocido, sin nombre, sin familia, probablemente de otro país, y casi seguro que sin papeles…

—Deberías dedicarte al noble arte de la dramaturgia, Celia.

—Ya. —Casi por instinto moví los rizos como si su cabeza no estuviera a unos centímetros—. ¡Perdón! —Casi introduzco la melena entera en sus ojos.

—Tranqui. ¡Con lo que a mí me gusta ese revoltijo de rizos rojos!

Sonreí. Que no me deje, que no se separe de mí ni un centímetro, porfa, que me bese. Lo pensé con tanta intensidad que casi creí haberlo dicho en voz alta. Mejor me centraba.

—Sigo. —Asintió sin palabras—. Bien, pues imagínate que el tipo es un genio de la música, no solo un intérprete de flauta sino un compositor musical. Tan más allá del resto de músicos callejeros, que nos regala un concierto silencioso.

—Cuyo título sería... —Extendió una mano en el aire, parecía leerme los pensamientos.

—Silencio de flauta para una ciudad indiferente.

—¡Qué bueno!

Se paró, habíamos llegado al parque San Francisco y decidimos, sin hablar, atravesarlo. El único sonido nítido era el grito de los pavos reales que campaban, no solo por el parque, sino por las aceras cercanas como auténticos emperadores. Nadie los molestaba. Y ellos, los machos, lanzaban ese reclamo amoroso que llenaba el aire de sofocos trágicos. Ellas, las pavas, se limitaban a fingir no mirarlos.

—Celia, sigues siendo una caja de sorpresas, y buenas. Cada minuto a tu lado se convierte en una nueva Celia. Y, además, te superas.

—Tranqui, en pocas semanas, conocerás todo mi repertorio y dejaré de sorprenderte.

—Lo dudo.

Ya sé, debí controlarme, pero no me dio la real gana. Me acerqué hasta su aliento y coloqué mis labios sobre los suyos.

De nuevo se detuvo el tiempo.

Silencio y algún grito de pavo real como contrapunto al silencio.

Tomamos aire, miré el brillo de sus ojos deseando tenerlos para siempre a un centímetro de mí.

—¿Puedo utilizar esa frase tuya?

—¿Dónde?

—Bajo las fotos del flautista. —Casi suelto una carcajada—. Llevaba días dándole vueltas a colocar algo que pudiera, en cierto modo, apoyar el retrato de cada músico. —Ahora fue él quien colocó sus labios sobre los míos. Unos segundos—. ¡Y esa frase tuya es perfecta para nuestro flautista!

—Te la regalo.

Si me hubiera escuchado Cloe, comprendería que mi auténtica respuesta fue otra: te quiero.

—Me estoy enamorando de ti.

Cerré los ojos para dejarme bañar por aquella frase.

Masticaba cada palabra y trataba de reconocer su sabor, su olor, su presencia… Me estoy enamorando de ti.

Cruzamos la plaza Porlier cuando daban las campanadas en el reloj de la Escandalera anunciando las dos de la tarde.

¿Por dónde se nos había ido el tiempo?

Tomé una decisión rápida, de las mías, vaya. Saqué el móvil y avisé a mi madre de que no podría ir a comer con ellos.

—Así me quedo sin presiones —dije casi justificándome.

—Y yo me quedo contigo. —Respiró hondo—. ¡No se puede pedir más a la mañana de un domingo!

—¡Qué actor se está perdiendo el mundo!

Riendo, cruzamos la plaza, pasamos por delante de Ana Ozores y de la cafetería donde, en pocos días, se expondrían las fotos de Martín. Cuando giramos la esquina del Salvador ya vimos la silueta, quieta, del flautista.

—¡Está! —grité, tontamente emocionada.

Si supiera, me pondría a bailar allí mismo.

Mientras nos acercábamos descubrí que el desconocido mudo levantaba la cabeza y nos miraba.

¡Jamás había visto un océano de tristeza tan hondo en una mirada! Era una declaración, estruendosa, de una vida rota; el grito de un náufrago a punto de morir.

Quedé paralizada.

Creí que no podría dar un paso más.

Y no lo di.

Martín caminó los pasos que faltaban, se acuclilló a su lado, sacó la foto de uno de los bolsillos y la colocó sobre su regazo.

—Es para ti. Hay más, y se expondrán en breve, muy cerca. Podías venir… Me gustaría que te la quedaras, con mi gratitud por el permiso…

Martín hablaba, pero el chico no parecía escucharlo; se limitaba a mirarme. Creo que, para el resto de mi vida, tendré la certeza de que aquella mirada no era muda, que, en realidad era toda una declaración.

Declaración que, por desgracia, no supe descifrar.

Entonces, recogió la flauta entre las dos manos, como una ofrenda, se levantó dejando caer la foto que Martín había colocado en su regazo y se acercó hasta mí.

Ahora, el silencio era total.

Un silencio de cementerio abandonado.

Cuando estuvo tan cerca como para escuchar su respiración, cogió una de mis manos y colocó sobre ella la flauta.

No me moví.

No hice nada.

No dije nada.

Me limité a mirar aquella flauta, sin duda antigua y valiosa, una flauta dulce tenor. Sentía su peso en mi mano, el leve peso de la infamia.

Después salió corriendo.

No lo supe entonces. Lo fuimos descubriendo al cabo de las semanas: pasando a diario por aquel lugar y sin volver a tropezárnoslo.

Pero eso lo descubriríamos después.

Ahora, yo era la depositaria de aquella flauta; una flauta que, en realidad, suponía el resumen de una vida, de muchas vidas, de las cuales jamás llegaría a saber nada.

—¿Por qué? —pregunté cuando Martín se acercó.

—Te ha elegido.

—¿A mí? —Lo ví afirmar en silencio—. ¿Para qué?

—No lo sé. Parece haberte entregado una vida que le pesa demasiado.

—¡Joder!

—La poesía de la desgracia, Celia.

Me sentía incapaz de moverme, incluso de pensar. Paralizada por una ofrenda cuyo alcance no comprendía entonces. Ignoro cuánto tiempo estuvimos allí, parados, convertidos en estatuas y a la vez actores de una tragedia desconocida. Muda.

—Creo que necesitamos tomar algo.

Escuché las palabras de Martín como si llegaran desde otra dimensión, como si fueran un eco remoto sin demasiado significado. Me limité a dejarme llevar.

Sé que entramos en un café, que pidió un par de infusiones, no creo que te venga bien un café.

No sentía hambre, tan solo un enorme hueco en el estómago y la sensación de algo urgente que me reclamaba pero sin concretar.

Porfa, acompáñame a casa —pedí una eternidad más tarde.

—¿No quieres comer nada?

Negué con la cabeza. Necesitaba una ducha, sentir el agua corriendo sobre mi cabeza, sobre todo mi cuerpo. Y llorar. Llorar como si necesitara hacer un luto por todo el dolor de un mundo cruel, un mundo por el cual se arrastran, en silencio, todas las víctimas sin nombre, sin placas, sin lugar en la historia. Necesitaba llorar con urgencia.

A medida que ascendíamos hasta Matemático Pedrayes iba logrando tranquilizarme. Incluso llegué a sentir una extraña calma.

Aquel chico, del cual no llegaría nunca a saber el nombre ni a conocer su historia, había dejado sobre mis manos una flauta, probablemente heredada de sus padres o sus abuelos y yo tenía la sensación de que aquel gesto, mínimo y extravagante, en gran medida, cambiaría mi vida.

Ya se veía la fachada del Club de Tenis cuando escuché el sonido de la voz de Martín.

—Celia…

Cerré los ojos por puro instinto; el mismo instinto que parecía decirme, ¡se ha cansado! Fue lo primero que pensé al escuchar mi nombre en su voz. Nos quedamos parados uno frente a otro. Al menos está dando la cara, fue lo segundo que pensé. Eso me tranquilizó.

—Creo que me gustas demasiado. —Se mordió el labio—. No, no es eso, y no pienso ahorrarme palabras. Me estoy enamorando de ti. —Abrí la boca: daría una de cal antes de darme la patada—. Busco cualquier pretexto para verte, para tenerte cerca. —Colocó sus manos en mi cintura y creí que no lo soportaría—. Contigo empezaría la historia de mi vida…

No me libré de escuchar el tiempo verbal: empezaría. ¡Ya está, ahora dirá que se va!

—¿Pero? —Juro que no sé cómo me salió la voz, ni mucho menos el falso aplomo que aparenté.

Tardó unos segundos en contestar mientras yo le daba vueltas a lo injusto de todo; a la extraña mañana de domingo, a la flauta dulce que tenía guardada contra mi pecho y al anuncio de aquella despedida.

—Verás, he conocido, al menos en parte, el mundo donde más que moverte diría que reinas, a tus amigas…

¡La cagamos! Ganas me estaban entrando de ponerme a gritar, a soltar alaridos de loca.

—Mucho me temo que antes de una semana, la preciosa y valiosa Celia, terminaría aburriéndose mortalmente con el corriente y vulgar Martín. ¡No puedo aportar nada a tu vida, Celia!

—¿Hablas en serio o estás despidiéndome de manera elegante?

—Hablo en serio. Os he visto, a las cuatro, enamoradas de vuestro mundo, de la música… Llevas toda tu vida rodeada de arte, de creadores, ¡coño si eres la hija de Masé! He sido un privilegiado conociéndote, en serio. Daría lo que ni te imaginas por estar a tu altura ¡Me siento tan normal a tu lado!

—Dime una cosa, ¿es cierto que estás enamorándote de mí o es pura retórica? —Si me iba a dejar que fuera con total claridad.

—Yo diría que ya lo estoy. ¡Hasta el tuétano, Celia!

A veces, la vida se decide en unos segundos. Como el desconocido que me eligió para depositar su vida en forma de flauta sobre mis manos. No dejaría que Martín se alejara de mi vida. ¡Ni en sueños!

Acerqué mi boca a la suya y, mientras la besaba, se tuvo que comer mis palabras.

—Calla. El silencio también es música.