Habíamos quedado en hacer un último ensayo el sábado por la mañana, justo antes de ir hasta el Auditorio. Yo sentía el extraño cansancio de quien no ha logrado dormir, porque esa noche di todas las vueltas que se pueden dar en una cama.

Sin embargo, me parecía habitar en un mundo lleno de colores. Flotaba.

Todo lo que imaginaba mirando las caras de mis compañeras cuando habían «anidado», se multiplicaba por mil al sentirlo.

El paseo hasta mi casa, esa despedida en el portal sin saber muy bien qué hacer con las manos y la cara ninguno de los dos; las llamadas, los mensajes, los mismos que me hubieran parecido cursis, superficiales y hasta estúpidos, lograban hacerme saltar el corazón hasta la garganta.

Ya no se q hcr s no sts.

Ni siquiera me molestaban esas abreviaturas contra las que estuve siempre.

Cm se pd hcr correr l tmp.

Creo que más que leerlos y entenderlos, cosa difícil por falta de práctica, era yo quien ponía todas las palabras.

—¡Tía, estás flotando!

Se me aflojó la boca en una sonrisa boba cuando Cloe definió mi estado sin cortarse un pelo. Además, era la primera vez que no llegaba antes que Carmen y Carla.

—¿Lo vas a contar o rellenamos los huecos? —preguntó Carmen—. ¡Menuda racha, colega! Tengo a mi hermana dopada por enamoramiento en casa, y ahora tú. ¿Puedes sostener la viola?

—Se ve que no te acuerdas de tus primeros momentos con Bruno, Carmen. ¡Se te descoyuntaba la boca!

—Di que sí Carla. —Apoyó Cloe—. Y a las demás…

—Bueno, lo tuyo también está recién estrenadito, ¿no? —pregunté sin sentirme ni ofendida ni enfadada—. Aunque ya te da para vestir de rojo y to.

—¿Vas a contar algo o no? —insistió Carmen.

—Mira, bolero mío, haces un poco de memoria de tus primeras citas, le cambias los nombres, ¡y ahí lo tienes!

—Ya sé que no es lo mismo, pero me encantaría que me hiciera una foto.

—¿Por qué no sería lo mismo, Carla?

—Pues porque no miraría el objetivo igual. No sería tan impresionate como la que por lo visto te ha hecho a ti.

Parecía la Carla de siempre, pero había como una esquina en Carla, como una ligera sombra a su espalda. Me prometí hablar con ella cuanto antes. ¿Habría decidido algo definitivo con respecto a su padre? Curioso, ni siquiera conocía el nombre de aquel fugado.

—Bueno, ¿nos ponemos con Haydn, chicas?

—¡Vuelve la Celia de los mejores tiempos!

—No creas, si de mí dependiera, esta vez, tocaríamos algo de Kroke, mira Carmen, de tu época folk.

—Ni me la recuerdes.

—Son ese grupo croata, ¿no? —¿Existe algo que se escape al control de Carla? Asentí—. ¡Son muy buenos!

—Sí, y para una ciudad con tanto músico callejero, no estaría mal —añadí.

—Pero, que yo sepa —Carmen a lo suyo—, nos contratan para tocar «música clásica», ¿no?

—No hace falta que dibujes las comillas, Carmen, en serio. Y no voy a entrar en qué cosa es clásico o no.

—Bueno, para la próxima, chicas, ¿hace? Porque, de momento, no tenemos tiempo. La animosa Celia regresa al liderazgo del cuarteto, pero, de momento, que se limite a ser un poco feliz sin música. Eso sí, me alegra verte como en los mejores tiempos.

Cloe tenía razón. O no. La Celia que yo recordaba no había vivido buenos tiempos desde los once años, desde el mismo día en que Masé regresó, fantasmal, a casa. No dejaba de ser curioso que Martín hubiera aparecido justo cuando yo había dado un paso hacia mi padre, o lo que quedaba del mismo, vaya. Nos pusimos con el padre de la música para cuartetos de cuerda, el tipo compuso más de noventa. Además, también era aquel de los cuatro compases de silencio en una sinfonía.

Ensayamos hasta casi las dos.

—¡Joder, qué tarde! —Por suerte Carmen miró el reloj—. ¿A qué hora tenemos que estar en el Auditorio?

—Sobre las siete —dije—. El cóctel, que es cuando nosotras tocamos, es después de la clausura. Me dijeron que comenzaríamos, más o menos, a las ocho. Con una hora para ponernos en situación, de sobra.

—Que luego será más, ya lo veréis —añadió Cloe—. Por cierto, ¿va a ir tu fotógrafo?

—Martín, se llama Martín. No es propiedad privada de una servidora, bonita exgótica.

—¿Va a ir? —insistió muy en su línea.

—Sí.

Sentí que me subían todos los colores a la cara. ¡Menuda pava, ni que tuviera quince tacos!

—Te sienta bien —me murmuró Carla pasando a mi lado.

—Gracias. Por cierto, tenemos que hablar —no dije de qué.

—Déjalo, no importa.

—Sí que importa.

—Vale, te llamo el domingo.

¡Claro que importaba! Carla podía ser muy madura, estar perfectamente adaptada para ser una señora como su madre, pero ¡solo tenía dieciséis tacos! Desde que Shurt me había soltado aquel comentario sobre cómo me veía Carla, comencé a sentirme algo así como la hermana mayor que ninguna de las dos teníamos.

—Celia, ¿vienes por la tarde para salir juntas de aquí?

—¡Menudo morro, colega! ¿Por qué no subes tú hasta casa? Ni que fueras una desconocida en ella.

—Tienes razón. Ya sé, soy una descastada. ¡Pero si tengo abandonada a mi abuela!

—Y a tu abuelo, ricura, que ahora también está en Gijón —le recordé.

Se le notaba que no se sentía nada culpable. Alberto había puesto una capa de aceite sobre aquel mar tormentoso donde nadó Cloe los últimos meses.

A todas nos había cambiado eso de que alguien nos abrazase, nos enviase mensajes al móvil, nos besase…

¿Cuándo me besaría Martín?

El año anterior, cuando aún tenía que ir del instituto al conservatorio a toda pastilla, mis compañeras de aquel otro mundo, no se hacían tantas preguntas: los ligues funcionaban a velocidad de crucero, como si fueran helados que pudieran derretirse si no te los comías a tiempo.

O sea, yo era una antigua.

Pues, por muchas ganas que tuviera, no pensaba lanzarme como si estuviera lo desesperada que en realidad estaba.

De rigurosa etiqueta, no sé por qué temí que nuestra Cloe repitiera con el rojo. No, todas de negro y tacones. ¡En la ruina profesional y con destino al paro, pero estupendas!

Confieso que me daba bastante vergüenza tocar delante de Martín; por mucho que dijera que no tenía ni idea de música, no me lo creía.

Esta vez, las cuatro artistas serían aplaudidas, especialmente, por cuatro chicos diferentes. Cada uno a la suya sobre las demás. ¡Ya no era un planeta disidente!

Salimos, causamos el impacto previsto, nos sentamos y dejamos que aquellos leguleyos nos miraran con cierto arrobo como a preciosas niñas inalcanzables. Cierto, los camareros continuaban sus paseos entre los asistentes con bandejas llenas de copas y de canapés, los tipos comían, bebían y hasta charlaban bajito entre ellos… Pero, nos pagaban.

Ellos pagaban y nosotras interpretábamos aquel Concierto para cuarteto nº 45 en Sol menor.

¡Algún día pagarían por vernos sin moverse del asiento!

Los únicos que ni bebían, ni comían, ni murmuraban, eran los de nuestro grupo de apoyo, o sea, Bruno, Shurt, Alberto, Martín, Pedro y Ana. Juntitos y mirándonos como expertos dispuestos a fichar genios.

Martín hacía fotos. Intentaba no mirarlo demasiado para no perderme en los compases.

Terminamos, aplaudieron, saludamos encantadoras, bajamos del pequeño estrado, nos reunimos con nuestro grupo y nos olvidamos de aquella pandilla de magistrados un tanto rancios. Por cierto, las tías eran franca minoría entre tanto tío.

—Nos has hecho fotos, ¿verdad? —preguntó Carmen cuando salíamos casi en manada de quinceañeros y por sus mismas calles, o sea Pérez de la Sala y Rosal.

—¿Os molesta? —preguntó mirándonos a las cuatro.

—¡Qué va! —Carmen se erigió portavoz—. Incluso nos gustaría tener una del cuarteto…

—Eso, pa hacernos carteles —dije.

—Pues no sería mala idea. Ya veremos lo que sale. Os lo enseño y lo hablamos.

Ni nos habíamos cambiado. Yo, lo juro, con tacones resisto poco, a veces miraba a casi niñas subidas a unos taconazos de vértigo y me preguntaba cómo lograban caminar.

Diez personas son un grupo demasiado grande, incluso para ir de farra colectiva. Sin que me diera cuenta, Shurt se acercó por mi flanco izquierdo.

—¡Estás muy guapa! —murmuró.

—Tienes suerte de que Carla no sea celosa, ¿no? —Lo miré, no cabía ninguna doble intención en aquel ser que buscaba cuevas para pintar.

Me pregunté si nos dejaría ir a ver sus nuevas pinturas algún día.

—Quería darte las gracias.

—¿Por? —Me pilló por sorpresa.

—Porque sigues ayudando a Carla. —Lo miré con cara de pasmo—. Me dijo que si no llegas a estar tú el día de la cena, se habría desmoronado. ¡Eres un sol!

Me soltó un beso en la mejilla. Ignoro qué contó Carla, pero no imaginaba que pudiera ser tan importante para ella. Tal vez sea cierto eso de que nunca sabemos exactamente ni cómo nos ven ni cómo nos sienten quienes nos rodean.

Algo así como compases de silencio en mitad de una sinfonía.

—¿Tenemos algún plan? —preguntó Bruno y, por pura inercia, lo rodeamos todos.

—Podemos tomar unas sidras y una tortilla, ¿no? —Alberto se puso rojo, parecía mentira—. No sé vosotros, pero yo tengo un hambre del copón.

—Me apunto —dijo Martín.

—¡Genial! —Pedro se sumó.

Me gustó que no se dejaran apabullar por estar rodeados de «artistas», sobre todo por Bruno, muy majo, muy enamorado él y tal, pero con muchas ganas de mangonearlo todo, de seguir siendo el guapo chico estupendo que toca el piano, entiende la cultura japonesa y es divino de la muerte.

Shurt, pese a ser mucho más guapo, mucho más interesante y, casi seguro, más culto, intentaba hacerse notar lo justo para no ser grosero; aún le costaba relacionarse con el mundo, aunque ahora lo hacía a través de Carla. Mucho más fácil.

¡Bien por los recién llegados!

Lo pensé y me acerqué a Cloe. Me colgué de su brazo y acerqué la boca a su oreja.

—Parece que no se dejan comer la moral, ¿no?

—Vamos a ver, bonita mía, ¿los habríamos elegido si fuera ese el caso?

Soltamos una carcajada.

Ana, con el pretexto de ayudar a Pedro con las muletas, se aferraba a su cintura y mi hermano parecía quebrarse de puro gusto. Hacían buena pareja, Ana no era una mema caprichosa capaz de darle un zarpazo al corazón de osezno de mi hermano.

Más o menos emparejados bajamos Pérez de Sala dejando atrás a los magistrados y su cóctel, amablemente rechazado por nuestra parte, eso sí, tras cobrar el talón por nuestro curro. Después Rosal, plaza de la catedral… No pude dejar de pensar en el flautista. Martín debió de pensar lo mismo.

—A estas horas no suele estar.

—¿Lo tienes controlado? —pregunté.

—Un poco, aunque apenas sé nada. ¡Un experto en dar esquinazo y camuflarse!

—¿De qué huirá?

—De alguna desgracia, ¡seguro!

—Hombre, existen más cosas de las que huir.

—Dime una. —Se paró, dejamos que los demás nos adelantasen—. ¡Anda, una!

—Pues. —Me mordí el labio, cierto, difícil, ¿no?—. Pues, por desamor.

—Una desgracia. Para quien la sufre, inmensa. —Me clavó aquellos ojos celtas y sentí que me temblaba hasta la infancia—. Mires donde mires, siempre te tropiezas con la desgracia, en grado de desolación variable, pero desgracia.

—¿Por eso elegiste músicos callejeros?

—En principio no. Me gustan y alguno logra el milagro de salir de la cloaca. Como el grupo de gitanos croata…

—¡Kroke! —lo grité mientras abría los ojos sin creérmelo—. ¡Qué fuerte!

—¿Te gustan? —Parecía incrédulo.

—Sí —bajé la voz, tal vez fuera una herejía para una estudiante de música clásica—. Tomasz Kukurba toca casi como Dios.

—A mí me gusta Slawomir Berny, en la percusión.

—Jo, no me lo puedo creer.

En esa incredulidad estaba, a dos pasos de la escultura de la Regenta. Oviedo se distingue por tres cosas: la música, oficial y oficiosa; las fuentes un tanto faraónicas y las esculturas en la calle. ¡Un museo!

—Pues yo lo intuí.

Apenas lo murmuró, levanté la cabeza para escucharlo y, sin saber cómo, tropecé con su boca. Fue como si me hubieran saltado mariposas desde el estómago hasta los labios. Cerré los ojos para no romper el hechizo.

Para cuando los abrí, del grupo no quedaba ni rastro; tampoco de la Celia anterior. ¡Aquello sí que era un abismo! Un abismo por el cual deseaba lanzarme, sin pensarlo y sin pararme a pensar hasta dónde llegaba.

Sus brazos tropezaban con la viola al abrazarme, pero acarició mi espalda por debajo de ella; era como si estuviera abrazándonos a las dos.

¡Pa que se chinche la estrecha de la Regenta!

Lo pensé y me dio la risa.

—Espero que no te rías de mis besos.

—No. —Me tapé la boca y noté ardiendo los labios—. Pensaba en la Regenta. —Moví la cabeza a mi izquierda para señalarla pero sin separar la mirada de aquellos ojos—. ¡Con lo estrecha que era!

—Los tiempos más que ella. Oye, ¿crees que notarían nuestra ausencia?

—¿El grupo? —Casi los había olvidado—. Pues sí, pero seguro que lo entienden.

—Bien. Te invito a cenar.

—Más te vale, porque solo tengo el talón que acaban de darnos y no creo que sirva.

—¿Te gusta la cocina japonesa?

—Pues, no lo sé. —Pensé en Bruno y casi vuelvo a reírme.

—Estupendo, así, al menos me recordarás por algo. —Arrugó el entrecejo—. «¡Ah, sí, aquel chico que me llevó a mi primer japonés!».

No podía decir nada. Salvo reírme y sentir que todo estaba bien. Que hacía un frío que crujía pero ni lo llegaba a sentir; que casi no podía dar un paso con los tacones, pero hubiera caminado hasta China…

—Vamos a coger un taxi o te quedas sin pies.

Al menos miraba más allá de su ombligo.

—Oye, volviendo a lo de antes. —Me miró y se rio.

—¿Al beso?

—Un poco antes. A esa teoría tuya de la desgracia, tal vez debieras hablar con Pedro, acaba de llegar de Afganistán.

—Eso sí que es horror con mayúsculas, cotidiano y antiguo. —Calló unos segundos—. No está tan lejos. En realidad, la desgracia nos rodea. Yo no la buscaba cuando pensé en el proyecto, pero me la tropecé.

—¿El flautista?

—No solo, aunque lo suyo debe de ser muy especial. La cantante de ópera que tanto os gusta a Cloe y a ti, ¿qué sabes de ella?

—Nada.

—Es armenia.

—¿Cómo lo sabes?

—Hablé con ella, cuando le pedí permiso para las fotos…

Y me fue desgranando historias, de aquella ciudad, cercanas e invisibles para mí. Los conocía a casi todos, y no solo porque formase parte de su trabajo.

—Conocerlos, también me ayuda con las fotos.

—¿Por?

—Mira, lo que de verdad me gustaría sería hacer como lo de David Douglas Duncan…

—¿Quién?

—Un reportero inglés que estuvo en la Segunda Guerra Mundial, en Vietnam, Corea…

—¡Ah, ese tipo de curro!

—Pero no lo digo por eso, si así fuera, más encanto tiene Capa. —A mí no me sonaba ninguno—. Lo digo por los retratos que hizo de Picasso. —Pensé en mi perdido Masé—. No retratos con cita previa, o en un estudio… ¡En su entorno, a diario! Ya no solo captaba el alma de un genio en un segundo determinado, sino que lo instalaba en la vida: fotos pintando, en la bañera, comiendo, bailando…

—Y, claro, lo dices por el morbo ese de estar cerca de un genio.

—Sí y no.

—¿A la vez?

—A ver, Picasso era un genio, cierto, y eso añade, tal vez, un cierto... —Chasqueó los dedos buscando la palabra.

—Morbo.

—¡Eso!

—Ya, como el cartero de Neruda. —Recordaba la película—. ¿Y si no fuera un genio?

—Seguro que sería igual, o casi, de interesante. Verás, es colarte en una vida, una vida ajena y llegar a convertirla en otra cosa, en algo que ya no pertenece a la vida del otro, sino a la tuya, a tu cámara…

—A mí, la cosa de la genialidad, ya sabes, virtuosos del violín a los seis años, compositores a los cinco, como Mozart… ¡Como que me cansa! Sí, es estupendo que exista Mozart, y el tipo era la pera limonera, pero la música también es Haydn imaginando tan solo a cuatro músicos de cuerda…

—Tampoco para ellos debe de ser fácil cargar con la genialidad. —Lo miré sorprendida: nunca se piensa en el genio como víctima, sino como héroe endiosado—. Los genios consiguen convencer al mundo de que va demasiado lento, pero ellos mismos se ven obligados a vivir en esa lentitud. Son humanos, pese a llevar un gen divino. —Se paró, me miró con una intensidad brutal—. Ni siquiera lo pidieron.

Guardó silencio. Llegamos a la parada de taxis, subimos a uno, al restaurante Sam, por favor, dijo.

Me prometí a mí misma llevarle al flautista mudo, todos los domingos, un cruasán de Camilo de Blas. Él había hecho posible encontrar a Martín.

Martín Rojo. Fotógrafo de almas y desgracias.

Incluso me olvidé de los doloridos pies, aturdidos por tanto uso del tacón.