Un día, la gente de aquella ciudad sitiada, salió a la calle: había llegado la paz.
Era como si, desde los huecos de los edificios en ruinas, alguien hubiera dado la voz de alarma, no para esconderse, sino para salir.
Nosotros no nos alegramos.
Todos supimos que, desde ese mismo día, se nos acabó la extraña libertad donde habitamos durante demasiado tiempo. Puede que también se terminase el hambre y el frío, pero eso no parecía consolarnos.
Recuerdo que mi hermano sostenía con una mano la mía, con otra, la mano de Miryam, y apretaba mucho la boca.
—¿No te alegras? —pregunté, tal vez solo para comprobar que no se había transformado en piedra. Pero no me contestó.
Muhamed, desapareció esa misma noche. Cuando todos nos reencontramos en el refugio que había sido nuestro hogar, él no estaba. Nunca volvimos a verlo. Nos llegaron rumores, tal vez incluso todo cuanto se contó fue una leyenda. Hablaban de su marcha, no solo de la ciudad, sino del país.
Meses después, alguien nos dijo que vivía en las montañas de Afganistán. Fue cuando la ciudad se llenó de imanes y se reabrieron las madrasas: uno de esos nuevos visitantes, quería que Ivo se fuera también a esas montañas, como se había ido Muhamed, como se fueron muchos otros siguiendo promesas extrañas, siguen la música muda de una flauta maldita, dijo mi hermano. A mí me extrañaba que nuestro jefe durante tanto tiempo, quien nos había cuidado y protegido, se dejase engañar por una flauta maldita. Ni pudimos comprobar la veracidad de su estancia en otro país ni volvimos a tener noticias directas de Muhamed.
Solo una cosa se me quedó grabada: la música de mi amada flauta también podía ser malvada.
Sajev, esa misma noche, tras comprobar que ninguno sabía bien qué íbamos a hacer, nos dijo que se marchaba para comprobar si aún le quedaba familia en algún lugar.
—Los tuyos, seguro que sobrevivieron —le dijo Camil.
—¿Por qué? —Yo no entendía la rabia apenas camuflada de todos contra Sajev.
—Porque, digan lo que digan, ellos han ganado —me respondió Ivo—. Sí, lo mejor es que te vayas —le dijo a Sajev.
No hubo despedidas.
—Yo también me voy. Tenía una hermana en Mostar —dijo Tomasz.
—¿En qué parte de la ciudad? —preguntó Rada, Tomasz se encogió de hombros—. Yo también tenía familia allí.
—Podemos ir juntos —le propuso.
—Mejor no.
Camil se esfumó dos días después, camuflado bajo un buen montón de ropa. Comprendí, años más tarde, que allí, en aquel agujero de un edificio en ruinas, nosotros repetíamos el confuso tablero de la nueva paz.
Rada no se marchó. Tomasz sí. De él nos despedimos, eso sí, sin demasiada tristeza. El resto, los siete supervivientes del grupo, intentamos continuar viviendo como hasta entonces. Juntos y utilizando como hogar aquel rincón.
No duró mucho.
La nueva paz, también se impuso para nosotros. Volvíamos a ser visibles. Ni siquiera la persistente bruma de la ciudad lograba camuflarnos, a nosotros que habíamos logrado esquivar a los dragones, a los obuses, a la muerte.
Cuando nos encontraron, varias semanas después, las aceras ya no nos permitían la vida de antes, y nos ingresaron en un lugar a todos.
Ivo mintió sobre su edad. Nadie podría decir que casi había cumplido los dieciocho: el hambre le aniñó el cuerpo y si no se fijaban en sus ojos, podría pasar por alguien mucho más joven. Por eso él bajaba la vista ante los nuevos adultos. Mintió porque no quería separarse ni de mí ni de Miryam. Al menos hasta que los tres pudiéramos partir juntos y formar esa familia prometida por mi hermano.
Mintió y dijo que los tres éramos hermanos.
Yo no sabía nada de la familia de Miryam. Ignoro si mi hermano conocía su historia. En realidad, ahora que vuelvo a recordarlo todo, mezclando mis recuerdos con los relatados por mi hermano, apenas podría decir algo sobre la vida de mis compañeros de refugio durante aquellos años.
Vivíamos un presente escaso; tratábamos de olvidar el pasado y cuanto en él habíamos perdido; imaginábamos un futuro remoto e imposible, cada uno a la medida de sus propios sueños.
Y los sueños, no se compartían. En realidad eran la única posesión auténticamente privada.
Ni siquiera llegué a conocer los sueños de Ivo.
Con todo, lo peor era recordar el pasado, quedarse prisionero de ese tiempo. Por eso lo borrábamos.
Allí, en el edificio que, al menos, tenía ventanas, tabiques y puertas, nos examinaron médicos y psicólogos. Intentaban averiguar si teníamos familia, o dónde la habíamos perdido; nuestro estado de salud físico e incluso mental.
Creo que tan solo yo me alegré.
Si nos preguntaban por la familia, tal vez encontrásemos a nuestra madre, a nuestra abuela. Tal vez, incluso, la noticia de la muerte de nuestro padre, resultase una patraña.
Miré a Ivo cuando le preguntaron si tenía alguna foto y negó en silencio.
Estaba dispuesto a mentir si él me lo pedía, a guardar silencio, si él necesitaba ese silencio. Además, para cuando llegó la paz, yo ya tenía ocho años.
Por la noche, me acerqué hasta su cama y le pregunté por qué no había enseñado las fotos.
—Todos están muertos. Mejor ve haciéndote a la idea.
—¿Estás seguro? —me tembló la voz; ¿por qué no me dejaba una grieta de esperanza?
—Lo están, ¡te lo juro!
—Pero ¿tú viste sus cuerpos?
Fue la primera vez que vi lágrimas en los ojos de mi fuerte hermano.
—Necesito saberlo.
Insistí con la cabezonería del niño a quien roban su única esperanza. Podía entender la muerte de nuestro padre. Fue al principio de todo, cuando las gentes de la ciudad aún no lograban creer qué estaba pasando; papá era profesor en el conservatorio y fue el propio director, según Ivo, quien vino a casa, habló con mamá y ella se fue con él después de pedirle a Ivo que, pasara lo que pasara, no saliéramos de casa. Regresó con los ojos hinchados y con el reloj de papá. Se lo dio a Ivo. Él me lo dio antes de despedirse, la última noche que lo vi, por si no vuelvo, dijo.
Y no volvió.
Pero, me negaba a creer que mamá y la abuela estuvieran muertas.
—Necesito saberlo —repetí, dispuesto esta vez a no respetar su silencio.
—A los viejos los llevaron hasta uno de los campos y los mataron a todos a la vez. La abuela está en ese lugar. Y sí, yo lo vi. Fue al segundo día de marcharnos. —Yo no recordaba haber visto nada ni haber regresado al pueblo.
—¿Y mamá?
—A los hombres jóvenes, pocos quedaban, se los llevaron en un camión; alguien me dijo después que los habían fusilado en otro lugar. A las mujeres jóvenes y las niñas las subieron a otro camión.
—¿Las mataron?
—Ninguna regresó.
No insistí, pero me negué a ver muerta a mamá. Vale, el cuerpo de la abuela estaba junto con todos los viejos del pueblo, a los hombres los habían fusilado en otro lugar, pero ¿y las mujeres jóvenes y las niñas?
No dijo más. No pregunté más. Mantuve, durante años, la esperanza de que entre las noticias que de vez en cuando llegaban hasta la casa donde vivíamos, alguna fuera de mi madre. Como esos niños que, años después, se abrazaban a familiares perdidos y se iban con ellos para intentar recomponer los trozos rotos de sus vidas.
Dejé de imaginarlo cuando perdimos a Miryam.
Tampoco les contó que tocaba la flauta, así que yo lo imité. Y la flauta estuvo escondida todo el tiempo que vivimos en aquella casa llena de niños como nosotros, bueno, de niños que fueron niños antes de todo aquello.
Porque, ninguno de quienes sobrevivimos volvimos a ser niños.
Por razones que me ocultó, la flauta se convirtió en otro secreto.