El domingo, pese al trasnoche del sábado, tuve que poner el despertador una hora antes. O eso, o no poder salir para ver a Martín. De momento, la ceremonia de los cruasanes tendría que esperar. Yo no era un genio, ¡ni de lejos!, o sea, necesitaba currar de lo lindo para no quedarme bajo mínimos con la viola, ese rezo a medio camino entre el drama humano del chelo y la fiesta del violín.
Había quedado en pasar a recogerme a las once de la mañana para tomar café. No pensaba bajar hasta Los Tres Reyes, en algo se tenía que notar la diferencia.
Cuando solté la viola y hacía una sesión de ejercicios para mi reventado cuello, mi madre llamó a la puerta del cuarto.
—Está abierta.
—¿Quieres desayunar?
—Ufff, no gracias mamá, ya me tomé un par de cafés…
—Bueno, pues algo sólido.
—Lo tomaré después. —Sentí un arrebato de amor filial, nada propio, porque añadí—. He quedado con un chico para tomar algo.
—¡Ah! —Lo pensó unos segundos, como soy tan cafre debía de estar decidiendo si arriesgarse a uno de mis bufidos—. ¿Del conservatorio?
—¡Ni loca! Es un tipo normal, Anne.
—Vale.
Bueno, como inicio de buena relación no estaba mal. Cierto, no di más pistas, pero tampoco la espanté con alguna de mis brutales respuestas. La escuché, mientras me sentaba sobre el resto de mis tareas pendientes, canturrear por el pasillo. El estado de felicidad continuaba.
Cuando fui a despedirme de ella, mi hermano aún no había dado señales de andar vivo. ¡Terminaría convirtiéndose en un ave nocturna!
Martín esperaba ya, apoyado en la pared, con la cámara colgada del cuello y las manos en los bolsillos.
Me acerqué, sentí un brazo en mi cintura y sus labios, muy leves, sobre los míos.
—Te invito a lo que quieras. Y no será gratis, necesito un favor.
—O sea, ¿estás comprando un favor? —A punto estuve de decirle que me lo pagara en besos.
—¿Te dejas?
—Me dejo.
Caminamos un rato, yo me dejaba llevar. Ni me imaginé que la cafetería elegida fuera la del hotel Barceló instalado en un edificio modernista con aires mozárabes. El edificio sería antiguo, pero el interior resultaba rabiosamente minimalista en blancos, grises y negros.
—¿No habías estado nunca?
—Pues no.
—Mejor. —Lo miré con cara de pregunta—. Claro, así tendremos un sitio sin estrenar para nosotros dos.
—¿Tampoco habías estado? —Negó con la cabeza—. Entonces, ¿por qué lo elegiste?
—Primero porque me hablaron de su moderno diseño; segundo porque el café lo cobran a precio de caviar.
—¡Menuda gracia! —Casi me doy la vuelta.
—Una chica tan especial como tú, se merece lo mejor, ¿no?
—Vaya, el favor debe de ser gordo.
Me sentía halagada. Vaya, como una princesa en día de fiesta, pero sin fecha de caducidad como las de los cuentos. Martín decidió que teníamos hambre, bueno, yo feroz, ¿tú? Asentí. El camarero nos recomendó el «desayuno de la casa», ¿Con té o café?, preguntó mientras yo recordaba a nuestro camarero del Tres Reyes, ¡menuda diferencia! El presente seguro que estaba licenciado en hostelería, si existe licenciatura. Al final consistía en zumo, café y picatostes con mermelada.
—Dudo que pueda comer después de esto —dije relamiéndome.
Mientras nos dábamos el festín, Martín no entró en el meollo del favor.
—He pasado por el sitio de nuestro flautista al venir —ya eran dos las cosas que teníamos en común: el flautista y la cafetería del Barceló— y no estaba. A veces, me asusta que pueda desaparecer.
—A lo mejor se ha buscado una ciudad más generosa, ¿no?
—Ya, como los temporeros.
—O como los saltimbanquis. A veces, me imagino viviendo como cualquiera de esos antepasados artísticos, ¿no sería mucho mejor? —Movió la cabeza—. Ya sé, no tenían nada, no sabían si comerían al día siguiente, o si pasarían frío, o si se morirían al siguiente invierno…
—Sí, y no veo que eso sea muy romántico.
—¡No hablé de romanticismos!
—Perdón. —Levantó las manos como si le hubiera enseñado una pistola.
—Lo que quiero decir es que eran libres.
—Bueno, tenían libertad para morirse de hambre, sí.
—Y para tocar lo que les saliera del sobaco, sí.
Se rio y yo me puse colorada como una mema.
—Ya. —No, no me iba a dejar derrotar tan fácil, además, llevaba tiempo dándole vueltas al asunto—. Vale, las cosas han «mejorado» —dibujé las comillas por la falsa mejora—, pero es que ahora, en lugar de vivir para lo que realmente nos gusta, en mi caso tocar, pasamos años tratando de conseguir un puesto que nos garantice comer, pagar la hipoteca. ¡Y cobrar jubilación!
—¿Dónde está lo malo de eso?
—Pues que, todo ese tiempo, laaargooo y agotador, es tiempo robado, a la vida y a lo que realmente deseamos hacer. Mira, a mí no me importa pasarme horas y horas tratando de tocar mejor, pero me jode cantidad imaginarme horas y horas preparando algo en lo que no voy a creer demasiado, no para que me permitan tocar, sino para poder comer. Y luego, claro, está lo de venderse, sonreír a los cretinos…
—¿No te gustaría presentarte para una orquesta?
—¿Orquesta? ¡Ya quisiéramos! No sale una plaza desde hace dos años, incluso desaparecen a velocidad de vértigo. Me temo que nos tocará optar a la enseñanza… ¡Si sale algo!
—Y, claro, no te gusta.
—Sabes lo que me gustaría de verdad, de verdad. —Dejó de comer y me miró con aquella intensidad que me producía flojera—. ¡Construir violas y violines!
—Lutier, ¿no?
—Sí.
Era la primera vez que ponía en voz alta semejante preferencia. Me quedé pasmada, era como si la presencia de Martín hubiera hecho aflorar algo desconocido incluso para mí.
—¿Qué te lo impide?
—En realidad, nada.
¿Se puede decidir el resto de nuestra vida en un par de segundos? Estaba claro que sí. No sería exactamente un titiritero, pero tampoco tendría que convertirme en una especie de funcionaria tan aburrida como casi todos los profes del conservatorio.
Respiré hondo y sonreí sin darme cuenta.
—Mira, se te ve contenta. ¿No lo habías pensado antes?
—Te confieso que no. Tal vez fuera uno de esos deseos agazapados en algún rincón del cerebro…
—Esperando el momento justo para salir.
—Ya son tres.
—Tres qué.
—Pues eso, tres cosas que nos pertenecen en exclusiva —fui levantando dedos de mi mano izquierda—: esta cafetería donde ninguno había estado antes; mi futura profesión; y lo más importante: el flautista mudo.
—Tres.
Guardó silencio un par de minutos, bebió la mitad del vaso de agua que nos habían puesto, carraspeó como si fuera a soltar un discurso, me cogió una mano.
—La foto de ese chico estará en la exposición.
—¿Exposición? Creí que era tu trabajo de fin de carrera.
—Lo es. Pero, tengo un amigo aquí que estudió conmigo en Madrid, lo suyo va más por los derroteros de la publicidad, le gusta la pasta más que a un tonto un caramelo… Bueno, resumiendo, me propuso colocarlas en un local…
—¿Aquí?
—Sí, en el restaurante ese donde recalan los poetas, el que está cerca de la catedral.
—¿El Tejado? —Afirmó con la cabeza—. ¿Cuándo?
—Quiere que sea para el mes que viene, por eso necesito pedirte un favor.
—Si es que vayamos a la inauguración, cuenta con el grupo al completo.
—No solo. Verás, no cabe la música en directo, porque no hay posibilidades, pero sí música enlatada, y no tengo ni puñetera idea de cuál encajaría. —Me miró, no supe qué decir—. Quisiera que vieras las fotos y pensaras qué música podría acompañarlas.
—¿Clásica? Porque te serviría Kroke.
—Lo pensé, pero quiero algo incluso más contundente.
—¿Ya tienes las fotos preparadas?
—Aún no. Tengo que hacer una preselección, después quiero que me ayudes a elegir las que te parezcan mejores.
—¡Pero si no entiendo nada de fotografía!
—Puede, pero tienes mirada artística. ¿Me ayudarás?
Me quedé un rato pensando. Me halagaba el asunto de la mirada artística, pero también podría ser que lo hiciera pensando en que era hija de quien era, o sea, de un pintor respetado y cotizado. Estaba a punto de preguntar cuando se me adelantó.
—No te lo pido porque me gustes, o porque me parezcas la chica con más personalidad que he conocido. —Roja me estaba poniendo—. En realidad, te lo pido por la mirada que descubrí el primer día que te vi: mirabas más allá del flautista, como si captaras algo, no sé, algo que se escapaba a cualquier otro ojo, a la cámara incluso.
—El día que me hiciste la foto.
—Ese día. Cuando la revelé en el ordenador, vi esa mirada, Celia.
A mi padre no lo mencionó.
Por desgracia, no disponía de más tiempo para Martín. Y menos mal que parecía entenderlo, incluso me daba ánimos, ya queda poco pa que se acabe el curso, pelirroja. Creo que eso de llamarme pelirroja solo se lo consentía a Pedro y a Martín. Bueno, se lo consentiría a Cloe, pero no suele intentarlo.
Lo que estaba claro era que no aceptaría más bolos antes del verano. Ni jueces, ni ensayistas, ni el propio príncipe azul que se presentara.
Que conste que me costó concentrarme. No dejaba de darle vueltas al silencio de aquel flautista. Sentía que la desgracia del mundo nos rodeaba pero intentábamos no verla, o pretendíamos, yo misma, actuar como héroes frente a ella, ¡dar clases de viola en el desierto! Ahora lo pensaba y me veía como una turista de primera clase acercándose hasta los vagones de cola para comprobar dos cosas: lo buena gente y solidaria que era y, naturalmente, que siempre podría regresar a su asiento de primera clase.
Después pensé en la música que resultaría adecuada para acompañar las fotos de Martín. ¡Estaba en blanco!
A las nueve, antes de la cena familiar, decidí llamar a Cloe.
—¿Qué haces?
—Aquí, cambiando los brazos de Alberto por el abrazo de mi muy amado chelo. ¿Tú?
—Casi en lo mismo.
—¿Necesitas algo?
—Pues sí. Verás, a Martín le van a exponer las fotos de los músicos callejeros…
—¿En serio?
—Sí, pero no en el MOMA, preciosa mía, en ese restaurante con fama de «lugar para escritores e intelectuales».
—¿El Tejado?
—Te veo mu al loro.
—Bueno, ahí va cualquier cosa menos intelectuales.
—No seas tan divina, francesita mía, porque a la inauguración vamos a ir todos, TODOS.
—Vale, vale, ¡coño con los amores!
—Prefiero no escucharte, a lo que iba, necesito que me digas tú qué música, así para subrayar tragedias, pondría...
—¿Tragedias?
—Cloe, no voy a entrar en detalles, vale, si tuvieras que elegir una música para acompañar algo, no sé, duro, dramático, pero sin vísceras y tal…
—O sea, como si fuera música para una peli.
—Veo que lo captas, ¿qué?
—Pues, no sé, Pau Casals tiene arreglos magníficos, como El cant dels ocells. —Mientras yo tomaba nota, Cloe pensaba en algo más—. O un adagio, ¿no?
—Un poco fúnebre.
—De eso se trata, y me imagino que no quiere que suene a música religiosa.
—Supongo.
—Por eso, un adagio.
—¿Albinoni?
—¡Coño Celia, ese lo conoce to quisqui! Yo pensaba en Haydn.
—¡Joer con el Haydn, me persigue!
—¿Lo dices por los bolos?
—No solo. —Recordé los cuatro compases de silencio en una de sus sinfonías, algo que sabía Carla, claro.
—Oye, también puedes preguntarles a las otras, ¿no?
—Sí, haré una selección de todas. ¡Luego que decida!
—Celia —se frenó un par de segundos—, no lo abrumes.
—¿Qué dices?
—Pues que eres como un huracán, tía, y si no te conoce, pues, cuando te pones a toda máquina, asustas.
—¡No me jodas!
—Te lo digo en serio, cardito mío. Que a ti te va la marcha. Y, mira, me alegra verte tan en tu salsa de mil ocupaciones, pero tómate con calma las cosas con Martín.
—¿No creerás que me lanzo a comerle los morros por las esquinas?
—Mira, no pensaba en eso precisamente.
—Pues no te entiendo. —Sí la entendía, pero me negaba a creerla—. Soy de lo más normal.
—Celia, nosotras, «fingimos» —casi pronunció las comillas—, ser tías normales, pero no lo somos. No me cortes, eso no es malo, como diría Carla, es lo que hay. Ya sabes, aquello de la función capaz de crear al órgano, pues nosotras lo mismo. Toda la vida encorsetadas en horarios criminales, renunciando a mil cosas normales, pues nos hace de otra pasta.
—¿Qué rayos tiene eso que ver?
—A ver, torbellino, que te imagino azotando los rizos a toda máquina, Carmen y Bruno sin problemas, están en el mismo mundo…
—Yo no diría tanto, guapa, Bruno no deja de ser un pijo divino de la muerte.
—Me refiero a la música.
—Ya, ya te había entendido. ¿Y Carla?
—Carla y Shurt son dos seres diferentes al resto del mundo, Celia, es como si fueran ángeles, o algo similar, ¿me sigues?
—Te sigo. Deduzco que tú te frenas con el abogado ese, ¿no?
—Trato de no apabullarlo.
—O sea, finges.
—¡Qué extremista eres! No finjo, espero a que vaya entrando en el mundillo este, que lo cate y lo conozca… A ver, Celia, ¿qué tío normal pasaría una tarde de domingo con el ligue encerrado en casa?
—¡Muchos! Para empezar, a finales de curso, to bicho que quiera aprobar.
—Ya, pero lo nuestro es todo el año.
—Pues, mira, Martín sin problemas.
—Ya lo imaginaba. Mira, lo hablamos en persona tomando un café, mañana, ¿vale?
—Vale.
Miré la agenda donde había anotado las dos aportaciones de Cloe. Sí, entendía perfectamente lo que mi francesa y exgótica pretendía decirme. ¿Apabullarlo? Era él quien me tenía a mí medio atontada con aquella teoría suya de la desgracia.
Por suerte, Pedro vino a buscarme para la cena.
—¡Hombre, pero si estás en casa!
—No seas borde, pelirroja.
—¿Y Ana?
—Anda con los finales.
—Ya imaginaba.
—Quiere dejar limpio el curso pa tener el verano disponible.
—¿Os piráis juntos?
—En eso andamos.
—Bueno, andar, en tu caso no mucho. ¿Hasta cuando tienes que llevar escayola?
—Si va bien, me falta un mes.
—¿Luego te vas otra vez?
—Pues, no lo sé, enana. Tengo que pensarlo. Me gustaría cambiar de curro, ya ves.
—Pues está el patio pa bromas, Pedrito.
—Sí.
—Bueno, tu eres ingeniero, seguro que te admiten en Alemania.
—¡Ni palabra de alemán! Salvo el nombre del autobús.
—Ya, subanempujenestrujenbajen, ¿no?
Nos reímos. A mí tampoco me hacía ninguna gracia, como tampoco entendí por qué había optado por una carrera militar. Según Anne, fue un deseo adolescente de aventuras. Por lo visto, la única que no había sido adolescente en aquella casa era una servidora.
Estaba deseando que llegaran las cuatro de la tarde para tomar el café previsto con las otras. Yo, tras mil vueltas sobre la música más adecuada, tan solo había llegado a la Quinta de Mahler, y eso porque recordaba la película de Visconti que a mi padre le fascinaba y vimos juntos en casa una docena de veces. O más.
A ver qué se les ocurría a ellas. Confieso que pensaba sobre todo en Carla. Además, seguro que ella, entre sus miles de CD y grabaciones, tenía la música elegida. ¿Ángeles? Sí, Carla y Shurt tenían más de ángeles extraviados en este mundo que de comunes mortales.
—Ya dirás qué era eso tan especial para lo que nos necesitabas. —Saludó Carmen en cuanto se acercó a la mesa donde Cloe y yo esperábamos.
—Hola y tal, bolero —respondí.
—Te lo juro, un día comienzo a llamarte tango, Celia.
—Le va más algo salsero —atajó Carla.
—Bueno, como os veo tan duchas en música adecuada para cada ocasión, os propongo que me ayudéis con la música más adecuada para una exposición de fotografías sobre músicos callejeros en Oviedo y sus tragedias personales —lo solté de golpe, casi sin respirar.
—¿Martín? —preguntó Carla abriendo mucho sus preciosos ojos azules. Recordé que teníamos una charla pendiente.
—¿Dónde?
—Ya te pasaré la invitación Carmen, te lo juro. Yo tengo clase en quince minutos, ¿lo pensáis y nos vemos a la salida?
—Vale —contestó Carmen.
—Carla, ¿por qué no me acompañas?
—¿Eso no era para ir al baño?
—Carmen, bolero, ¡córtate!
Levantó las manos, después hizo un gesto de cremallera sobre sus labios. Dejamos a Cloe y Carmen sentadas en Los Tres Reyes, al cuidado de nuestro camarero cotilla.
—¿Cómo estás? —pregunté en cuanto salimos.
—Tratando de llevarlo. —No jugó a la chica fuerte.
—¿También tienes clase ahora?
—Sí, como tú. —Se paró y me clavó aquellos ojos casi angelicales—. Gracias por preocuparte, Celia.
—No es solo que me preocupe, es que con mi padre yo también he tenido un asunto pendiente durante años y, sabes, en cuanto le planté cara, como que dejó de pesarme en el estómago.
—¿Sugieres que le plante cara? —Asentí en silencio—. Es lo mismo que dice Selena, ya ves.
—Pues creo que tiene razón.
—Y, ¿en base a qué, debo hacer algo que él no hizo?
Me paré y la cogí por los hombros, temblaba levemente. ¡Claro, tenía dieciséis tacos! Abandonada la escafandra con la cual se protegía del mundo, Carla era solo una niña. Una niña en el truculento bosque de los adultos, ese lugar donde nos introducen sin permiso y sin manual de instrucciones.
—¡Lo harás Carla! —Intentó decir algo, le puse el dedo índice sobre los labios, estaban ardiendo, como si tuviera fiebre—. Lo harás, no por él, por ti. Primero porque tú eres más grande que tu padre, eres un general que no pisotea al general vencido, y tu padre, Carla, cuando te ha llamado ha reconocido su derrota. Y lo harás porque a los dragones no se los puede dejar en la retaguardia, se ponen gordos y cuando volvemos a tropezarlos nos superan: mejor cortarles la cabeza.
—¿Estás pidiendo que le corte la cabeza a mi padre?
—Simbólicamente, sí.
Estábamos paradas en la Corrada, frente a nuestro lugar de sacrificio cotidiano. Carla me miraba de manera extraña, me pareció incluso que iba a desmayarse. Después, respiró hondo, acomodó su violín, sonrió.
—Gracias. Lo haré. ¡Veremos cuánto de fiero es el dragón!
—¡Esa es mi chica!
Después apretamos el paso para no llegar tarde, cada una a su clase.
—Nos vemos a la salida —dije—. ¿A las ocho?
Asintió con la cabeza. La vi correr por el pasillo del primer piso. No solo llevaba la carga del violín a la espalda, como cada una de nosotras, como todo el mundo supongo, cada una cargaba con todas las piedras que nos van colocando a la espalda desde que nacemos. A veces, pesan tanto que pueden hundirnos. Otras veces, nos sobran fuerzas para lanzarlas hasta más allá del infinito.
Me sentí como una hermana mayor de Carla, alguien a quien no hubiera saludado si no llega a formar parte del cuarteto. Prejuicios, pensé. Claro que otras veces, o sea cuando se trata de esos virtuosos hijos de virtuosos, sin demasiada genialidad todo sea dicho, convencidos de que descienden de la mismísima pata de Mozart, con esos no eran prejuicios, ¡era pura defensa!