Miryam no estaba en el mismo lugar, quiero decir que la casa, a la que nos habían llevado, estaba dividida: en un lado chicos, en otro chicas. Compartíamos las clases y las comidas.
Ivo y ella robaban instantes al tiempo para encontrarse.
En aquel lugar, había una sala acolchada donde, al menos una vez a la semana, nos llevaban los médicos. Ellos se quedaban mirándonos a través de una especie de pecera, aunque nosotros no los veíamos a ellos. Allí había instrumentos musicales, alguno me sonaba, otros eran raros y divertidos: una caja que al moverla imitaba el sonido del mar, o eso decían porque yo no conocía el mar; un palo muy lago que al moverlo sonaba como lluvia ¡A mí me encantaba el lugar! Ivo me había hecho prometer que nunca tocaría la flauta.
No lo hice.
Ignoro por qué se negaba a contarles que nuestra familia había sido una familia de músicos, que la flauta de mamá y el piano que yo no llegué a conocer formaban parte de nuestros primeros recuerdos, bueno de los de mi hermano.
Yo no comprendía las razones de Ivo para algunos de sus secretos y misterios; me limitaba a obedecer.
Eso sí, en aquel lugar yo era feliz.
A veces espiábamos a través de un espejo que estaba en otra sala y donde no siempre había alguien comprobando las reacciones de quienes estaban dentro.
Fue así como descubrí el secreto de Miryam.
Miryam entraba y se quedaba quieta, en total silencio, sin tocar ninguno de los muchos instrumentos que estaban a nuestro alcance. Se acurrucaba en un rincón, cerraba los ojos y parecía dormir.
Pero, un día, a uno de los médicos, psicólogos, o musicoterapeutas, como supe después, se le ocurrió hacerle escuchar una música preciosa, lamento no saber qué música era. Lo supe, no porque pudiera escucharla desde donde la espiaba, sino por el comportamiento de ella que me hizo subir hasta la pecera, abrir un poco la puerta y escuchar.
Alzó la cabeza primero, sin abrir los ojos. Después comenzó a moverse muy despacio, como si fuera una mariposa saliendo de su cápsula de gusano; se fue estirando, primero los brazos, después una pierna en el suelo, luego la otra; después alzó los brazos sobre su cabeza y se levantó. Entonces, ¡comenzó a bailar!
Miryam se movía siguiendo la música como una muñeca de una caja de música.
Estaba hechizado. Tanto que comencé a caminar sin darme cuenta de que yo no debía estar allí. Al principio, los dos que miraban y tomaban notas ni siquiera se dieron cuenta de mi presencia.
¡Bailaba como si tuviera alas!
Parecía flotar, sin peso, sin que nada tirase de ella hacia el suelo.
—Ivo —murmuré.
Entonces me descubrieron.
Temí cualquier cosa, pero sobre todo, temía la reacción de mi hermano si se enteraba.
—¿La conoces? —preguntó una mujer rubia y amable.
Afirmé con la cabeza, sin dejar de mirar el baile de Miryam y apretando la boca para no decir nada.
—¿Es familia tuya? —Afirmé con la cabeza recordando que Ivo nos inscribió como hermanos a los tres.
—Tal vez —ahora era el chico joven quien me hablaba—, podrías ayudarnos a ayudarla.
—¿Es muda? —volvió a preguntar la mujer rubia. Encogí los hombros: no lo sabía.
—Pero has estado con ella. —El hombre dudó un momento—. Quiero decir, que no os separó.
Procuraban no decir algunas palabras: guerra, asedio, muerte, bombas, tiros. Debían de pensar que nos harían daño, aunque, en realidad, ahora eran los adultos quienes parecían sentirse mal con lo que había pasado, por eso nos miraban sin saber muy bien cómo tratarnos.
Me di la vuelta y salí de aquel lugar.
Eso sí busqué a Ivo y le conté lo que había visto.
Se quedó muy serio, sin decir nada durante un tiempo larguísimo. Tanto que temí una bronca o algo así.
—Ella también tiene secretos —dijo después.
Eso fue todo.
Pero, desde aquel día, cuando nos dejaban salir del recinto, a los más mayores o a alguno de nosotros con algún mayor, los domingos o algún sábado y conseguíamos que no viniese con nosotros ningún cuidador, Ivo escondía entre la ropa la flauta dulce, después caminábamos hasta el otro extremo de la ciudad, hasta llegar a los jardines del Museo Arqueológico donde había unas extrañas piedras grabadas. Eran unas piedras muy blancas, de un material no demasiado duro porque con la punta de un cuchillo podían grabarse; la mayoría parecían altares, pero otras tenían forma de trono; unas eran alargadas y bajas, otras altas. Los grabados también eran raros: caballos solos, jinetes sobre los caballos, extraños dibujos como laberintos: steichas. Así las llamó Ivo.
Dijo que no se sabía bien ni quién las había construido, ni en qué tiempo, ni las razones o las funciones que tenían.
—Ellas también esconden secretos.
Miryam sonrió la primera vez que lo escuchó.
Creí que mi hermano le preguntaría por aquel baile. Pero no dijo nada. No pude saber si los médicos, que espiaban a quienes entrábamos en aquella sala de música, intentaron hablar con ella, tampoco si volvió a bailar, porque no me atreví a espiarla otra vez.
Lo que hizo Ivo fue buscar un rincón entre aquellas extrañas piedras y comenzar a tocar la flauta.
Aún puedo escuchar sus notas: La flauta mágica, de Mozart.
Creo que cada una de aquellas notas, que se repitieron cada vez que lográbamos escapar, se han grabado como un tatuaje en mi cerebro, en cada esquina de mi piel. Siento que mi cuerpo y mi cabeza, aún ahora, continúan repitiendo esa música, una música que lo llena todo y hace enmudecer al mundo.
Entonces, Miryam, sin decir nada, como si fuera lo más normal del mundo, comenzó a bailar.
Ivo tocaba, Miryam danzaba y yo me dejaba arrastrar por la magia de aquel extraño cuadro en un rincón curiosamente vacío de la ciudad que antes estuvo sitiada y ahora estaba muda y en ruinas.
A partir de ese momento, nuestra vida, la de los tres, giró en torno a esos instantes, a esas escapadas hacia el jardín del museo. Cuando ellos se cansaban, o necesitaban hablarse en aquel lenguaje de miradas, Ivo me pasaba la flauta y yo recuperaba las lecciones aprendidas.
Por entre las notas los miraba alejarse, o sentarse apoyados en alguna de aquellas construcciones sin dueño, sin origen ni significado claro, se miraban, se acariciaban, se besaban.
La vida era la música, el baile y sus palabras mudas de bocas unidas para respirar.
Encontramos un lugar donde existir al margen del mundo.
De alguna manera fue como regresar al tiempo en que los adultos se olvidaron de nosotros.
Un tiempo feliz. Una tregua.
La última.