A las siete de la mañana, recién duchada y sintiendo casi la emoción de otros tiempos, salí de casa y caminé hasta Jovellanos. Las aceras estaban vacías. Hacía frío. Pensé en comprar un cruasán más y acercarme hasta la trasera de la catedral para invitar al músico mudo.
¿Dónde viviría?
Tal vez en la calle. Oviedo no es una ciudad de transeúntes dormitando en los cajeros o en los bancos, o el alcalde y los servicios sociales les encontraban acomodo a todos, o se iban a dormir a lugares recónditos, escondidos para las buenas gentes de esta ciudad orgullosa de sus calles, de su historia y de su pasado un tanto rancio.
¡Qué gusto de paseo!
Tengo que repetir más a menudo.
Cuando llegué ante Camilo de Blas, todos los buenos momentos de otros domingos llegaron hasta mi nariz, mi piel y mi cerebro, con una intensidad dolorosa. Felizmente dolorosa.
Compré siete. Aún estaban calientes. Abrí la bolsa al salir y me fui mordisqueando uno mientras casi podía sentir a mi lado la voz de mi padre y su mano sosteniendo la mía.
La belleza, esa que no sigue las modas, la que se esconde en los lugares más insospechados, esa, Celia, es el camino de la libertad, porque ninguna cárcel, por muy de oro que la recubran, puede sustituir a la belleza de la libertad…
Mi padre lo miraba todo, desde las grietas en las paredes hasta los azulejos descoloridos de un edificio, al principio de la calle Rosal que nos fascinaba. No lo llegó a ver remodelado. Sí, está bien, pero ha perdido algo de aquella belleza decadente, como una rosa, finalmente en estado de gracia y belleza justo unos segundos antes de su último suspiro.
¡Mi padre!
Pasé por la trasera de la catedral. ¡Allí estaba! Como si no se hubiera movido nunca ni un milímetro. Quieto, cabizbajo, sosteniendo blandamente una hermosa flauta dulce. Me senté a su lado.
—Espero que no te importe. —No se movió—. He venido a invitarte a uno de mis vicios favoritos. —Abrí de nuevo la bolsa de papel y extraje un cruasán—. Son los mejores de Oviedo, bueno, del mundo, ¡ya quisieran en París!
Lo acerqué hasta su mano, pero no hizo ningún gesto para recogerlo.
—Sí, yo también prefiero comer en solitario.
Me levanté y caminé sin prisas hacía casa. Cuando abrí la puerta sonaban a lo lejos las campanadas del reloj de la Caja de Ahorros, las ocho de la mañana.
Nadie se había levantado aún. Puse la cafetera en el suelo y entré en el estudio de mi padre. Ahora convertido también en su cuarto porque le habían traído una cama especial para dormir medio sentado. Sus pulmones comenzaban a fallar.
—Te traeré el desayuno, papá, y desayunaremos juntos, ¿hace?
Estaba despierto, al menos tenía los ojos abiertos. Si era medianamente consciente de su estado, ¿cómo lo soportaba? ¡Él que amaba la libertad y la belleza como los dos mandamientos esenciales de su religión vital!
El ser humano es un secreto.
¿Qué lo impulsaba a continuar viviendo? Aunque, tal vez ni siquiera pudiera hacer nada para evitarlo.
Coloqué los cruasanes en una pequeña fuente de flores y las tazas, la cafetera y el jarrito de leche en una bandeja. Moví la cabeza y respiré hondo para darme ánimos.
—Ya ves, de Camilo de Blas, ¡como siempre!
Coloqué la bandeja en una mesa especial para acomodarla sobre la cama, serví los cafés. Esperé unos segundos, como si él mismo fuera a coger la taza con una mano y uno de aquellos bollos calentitos con la otra.
No se movió.
—Está bien, yo te ayudo.
No era fácil. Me faltaba la práctica de mi madre, porque nunca había querido ayudar ni a darle la comida ni a moverlo ni…, ¡a nada!
—Papá, no quería reconocerte como un inválido.
Decidí hablarle como si «aquello» no hubiera sucedido nunca, como si padeciera una gripe ligera que lo obligara a estar en la cama. Necesitaba hablar, con él, conmigo.
—Al principio, fíjate, me sentí culpable. Temía haber hecho algo, no sé qué, que te hubiera enfadado y por eso te negabas a hablar. Que fingías para castigarme. Imaginé que si estabas enfadado, en realidad, en algún momento te levantarías cogerías mi nariz con dos de tus poderosos dedos y dirías alguna gansada…
Mi padre movía los ojos. En realidad era lo único que movía.
—Espero que me escuches, porque necesito hablarte, recuperar aquellas largas conversaciones que tanto intrigaban a todo el mundo, sobre todo a mamá ¿recuerdas? —Un ligero temblor en las manos: espasmos, lo había llamado el neurólogo que lo atendía, pero, por qué no un gesto para mí—. Después quise ignorarte. Te quise dar por muerto.
Se me hacía un nudo en la garganta. Jamás había puesto en palabras todo aquello.
Sin embargo, a medida que iban saliendo, notaba que algo muy pesado se iba deshaciendo y mis hombros se aligeraban.
—Tocaba de manera furibunda para llamar tu atención. La música acabará devolviéndolo, pensaba. Pero tú continuabas, continúas, inmóvil, mudo, convertido en piedra. Comencé a odiarte. ¡Te odiaba, papá!
Sentí el húmedo calor de una lágrima resbalando por la mejilla.
—¿Un poco más de café? Vale, te sirvo.
Masticaba despacio, tal vez otro de esos «espasmos» involuntarios. Cierto, a veces se negaba y solo ingería líquidos. Incluso hubo temporadas que ni eso y era necesario recurrir a los sueros. A veces, daba la impresión de que Masé tomaba la firme decisión de dejarse morir por inanición. Luego, o la vida tiraba más, o simplemente los «involuntarios espasmos» regresaban y ejercían aquellas mínimas funciones.
—No quiero odiarte, en realidad no te odio. ¡Te echo mucho en falta, eso sí!
Bebí media taza de un golpe para recuperar la voz.
—¿A que están tan buenos como siempre? Bueno, pues, prometo que, no te digo que todos los domingos, pero, alguno que otro, repetiré hazaña de madrugón y olvido de viola para desayunar contigo.
Abrí la cajita de las toallas húmedas y limpié su cara y sus manos. ¡Aquellas manos! Yo las miraba de niña con una fascinación casi religiosa: manos capaces de transformar una superficie muda en un estallido de imágenes y colores. Una vez me había retratado. Cuando enfermó, no volví a ver ese retrato por ningún lado.
Miré las paredes de aquel lugar. Aún flotaba en el aire el olor a pintura, aquel olor familiar y amado. Aquel olor que, para mí, representaba la vida y, junto a la vida, a mi padre.
Todo parecía estar igual a como él lo dejó el último día. Un día cualquiera, con proyectos para el día siguiente, con bocetos en su cabeza, con… Con nada porque esa noche lo llevaron a urgencias y mi padre, el auténtico, no regresó.
Llevé la bandeja a la cocina y recogí tazas y platos.
—¿Y eso? —Mi madre apoyada en el quicio de la puerta señalaba con la cabeza los cruasanes sobre la mesa.
—Bajé hasta Camilo de Blas. Por cierto, papá ya desayunó.
—¿Contigo? —asentí.
—Mamá. —Cerré los ojos y me abracé a ella—. ¡Lo siento, lo siento mucho!
—Mi niña. —Acariciaba mis rizos como cuando era pequeña y tenía fiebre—. Yo sé que fue muy duro para ti, tal vez más duro que para nadie… No sabía qué hacer…
—Lo siento mucho. —Parecía incapaz de decir algo diferente.
—Pues deja de sentirlo. —Me separó la cara para recogerla entre sus manos—. A él, lo que de verdad le gustaría es que tu vida fuera tan plena como fue la suya, que fueras tan feliz como él lo fue. Porque, Celia, tu padre fue un hombre que bebió la vida a grandes tragos, con la misma fuerza que ponía en sus cuadros.
Me quedé mirándola.
No me pareció la madre que recordaba. La madre de la que yo huía despavorida en cuanto podía.
—Voy a tocar.
—Bien. Por cierto, ¿qué tal ayer?
—Mejor no despiertes a Pedro. Primero porque llegaría a las tantas, yo vine antes.
—¿Y segundo?
—Porque debe de estar repitiendo en sueños la noche de ayer.
Sonrió. Se alegraba. Pedro era la debilidad de las dos.
No me quedaban fuerzas para más palabras. Necesitaba regresar a la viola, al pequeño mundo que, al menos en parte, controlaba y me servía de consuelo.
Un día alguien dijo que el chelo era profundo como la voz humana, con la misma gravedad trágica; el violín alegre como el amor. Nadie habló de la viola. ¡Pues es como una oración!
Una oración.
Coloqué la partitura sobre el atril, recogí mi amada viola y la afiné. Me temblaban algo las manos, como a mi padre pensé. Reconozco que a la media hora el mundo se había borrado y solo quedaba la música.
Cuando ya estaba centrada en otras asignaturas, sonó el móvil. Cloe.
—Hola rajadita mía, ¿cómo lo llevas?
—He desayunado con mi padre, bajé hasta Camilo de Blas… —Necesitaba contárselo.
—¿Y?
—Pues no sé, Cloe. Por momentos creo que se entera de todo, después me parece que solo son espasmos involuntarios. —Tragué saliva, Cloe guardaba silencio—. De todos modos, a mí me vino bien.
—Por eso ayer estabas tan tensa, ¿no?
—Sí.
—¿Comemos juntas?
—Hoy no. Ya puesta, me toca familia.
—Bueno, que te sea leve.
—Nunca es fácil.
—Lo sé. Pero, por la tarde sí podrás venir ¿no? Las chicas quieren dar un repaso a los próximos bolos…
—¿A qué hora?
—Quedamos a las seis. ¿Te vale?
—¿Carla también?
—Fue ella quien lo propuso.
—¡Joder con la cría!
—No te voy a preguntar.
—Mejor no, es cosa suya.
—Ya. Oye, y Pedro ¿qué te contó?
—No amaneció.
—Ja, ja. —Siguió riéndose un buen rato—. No me extraña, ¡Celia, tenías que verlos!
—Bueno, me alegro por los dos.
Hubo un silencio, seguro que la francesita estaba imaginando mi situación de «single», ¡un papelón pa los amigos!
—Pues nada, nos vemos a las seis. Como no almuerzo contigo, llamaré a mi letrado.
—Pásalo bien.
Cloe era la única que utilizaba la palabra almuerzo.
No, no me molestaba que todos fueran felices. Y mucho menos mis amigas. Tal vez a mí me faltara algún resorte, algún tornillo, no sé. Sentí un hambre feroz y me acerqué para ver cómo iban los preparativos de la comida. Mi madre canturreaba en la cocina, ya ni recordaba cuánto hacía que no cantaba. En el estudio, la enfermera que venía todos los santos días para comprobar el estado de mi padre, realizar las curas para evitar las llagas y administrar sueros o lo que fuera, trasteaba mientras hablaba con mi padre como si pudiera contestarle en cualquier momento.
—¿Falta mucho?
—¡Qué susto, hija!
—Nada, si quieres me compro una trompeta para anunciarme. —Sonrió, parecía más joven que ayer—. ¿Pedro?
—Comemos sin él. —Me lo esperaba, o sea, la encerrona había salido mejor de lo propuesto—. Se levantó, se duchó y dijo que comía con alguien.
—Con Ana.
—¿La conoces?
Me di cuenta de que mi madre apenas sabía nada, ni del cuarteto ni de mi vida fuera de aquellas paredes, o sea, casi toda. No sé por qué se lo solté de sopetón.
—Oye, cuando termine el curso, ¡que me tiene molida! ¿Por qué no nos cogemos unos días y nos vamos a hacer un recorrido por tu amada Italia?
—¿Tú y yo?
—Salvo que tengas alguna aventura clandestina…
—¡Anda, Celia!
—¿Por qué no? Es más, deberías pensar un poco en ti misma, ¿no? Vaya, que cuidar a papá está bien, pero, en serio, la vida no se acaba aquí.
—Ya. —Se giro hacía las ollas, olía divinamente a calamares en su tinta—. Para cada uno la vida le comienza y termina en plazos diferentes, casi nunca oficiales.
—¡Por Dios! —La tendencia al melodrama ya me jodía mucho más que verla encerrada—. ¿En qué siglo vives?
—En este.
—No estoy muy segura.
—¿Qué tiene que ver el siglo con mi vida?
—Pues que si estuviéramos en el medievo, o en los años cuarenta, o esto fuera… —Miré al techo—. No sé, joer, mamá, que Pedro y yo, por ejemplo, entenderíamos que salieras, que tuvieras vida propia, vaya.
—Tendrías que preguntarme a mí, ¿no?
—Vale, te lo pregunto, ¿eres feliz así?
—No te voy a soltar un discurso sobre la felicidad, pura entelequia…
—¡No me crujas!
—Nada, ni la felicidad, existe en estado absoluto y permanente.
—Vale. —Levanté las manos como si me estuvieran atracando, ya no recordaba lo buena que era polemizando—. O sea, «esta» —señalé las paredes de la cocina—, es la vida que quieres, seas feliz a ratos o las veinticuatro horas del día, ¿no?
—No, Celia, «esta» —hizo casi lo mismo, pero con un cucharón de madera en su mano derecha—, no es la vida soñada.
—¿Entonces?
—Entonces, sucede que al amor de mi vida la enfermedad lo ha dejado como bien sabes y yo, Celia, juré amarlo en lo bueno y en lo malo…
—¡Acabáramos! Es una cuestión de contrato. —Intentó rebatirme—. Vale, de compromiso, de promesa, ¿sí?
—Si solo fuera un contrato, hija, se rompe y en paz.
—¿Me quieres decir que es amor?
—¿Por qué te extraña tanto? Mira Celia, soy una anticuada, o lo que quieras, pero me resulta curioso que a los más jóvenes les encanten los amores difíciles, con vampiros por ejemplo, que les parezca romántico ese tipo de sacrificios, pero que otros no los entendáis.
—Vamos a ver, pa empezar, a mí la coña esa de los vampiros, me la suda. —Me miró con cara de reproche—. Pa seguir, nunca entenderé, y lo siento, que asuntos como el amor necesiten sacrificios.
—Bien, es tu opción.
—O sea, del viaje a Italia nada, ¿no?
—Yo no he dicho eso. En realidad, me encantaría. Es solo que te imaginaba haciéndolo con amigas, o amigos.
—No excluye.
—¿De verdad te apetece venir conmigo?
—Pues sí. —Me crucé de brazos: lo cierto es que sí me apetecía.
—¿Y papá?
—Pues mira, entre la enfermera, la señora que viene todos los días a limpiar… y Pedro, creo que se apañaría unos días.
—¡Menudo marrón para Pedro!
—¿Por? Es su hijo.
—Vale. Lo hablamos con Pedro y decidimos, ¿hace?
—Hace. ¿Falta mucho para comer?
—Quince minutos.
—Voy a contestar los correos.
Al menos no había dicho que no. Y Pedro, además de ser un encanto, estaba enamorado, estado de tontería terminal. ¡Me estaba convirtiendo en una bruja por momentos!
—¡Tía, vamos a ser familia!
El recibimiento de Carmen casi me tumba en la puerta del apartamento de Cloe.
—Habrá que esperar un poco, ¿no?
—Te lo juro, Celia, nunca había visto a mi hermana como ahora, ¡jamás!
—Vale, vale. —Levanté las manos—. Mejor esperamos un poco, tal vez se desinflen.
—¡Qué borde estás, bonita mía! —soltó Cloe.
—A ver, no le falta razón. Ana y Pedro hacen una pareja estupenda, pero creo que Carmen se ve ya de boda. —Carla miró a la mencionada con una sonrisa angelical—. Mejor darles un tiempo. No por nada.
—Bueno, vale, ¡par de aguafiestas!
Se fue al sitio elegido para el ensayo y se centró en el violín con morritos de ofendida.
—Carmen, te juro que yo estoy a favor —dije quitándome chaqueta, bufanda y guantes, aquel marzo estaba resultando de lo más frío.
—Ya sé, me paso un poco. —Levantó la cabeza—. Pero es que, te lo juro, ¡¡me hace una ilu de la leche!!
—Ni que Ana ligara por primera vez.
—No, Cloe, no es la primera, pero esta es, no sé, «diferente». —Dibujó las comillas en el aire.
—Vale, bolero Carmen —terminé—. Imagino que los dos violines lo tendréis chupado.
—Bueno…
—¡Carla, para ti nunca nada es perfecto! —soltó Carmen separando mucho cada palabra.
—Ya.
Nos reímos, Carla nunca se enfadaba, o al menos no lo aparentaba, pero sí era cierto que tendía a la perfección como otros tienden al sacrificio. Me pregunté cómo afrontaría la petición de su padre y pensé que el tipo lo tenía muy crudo con aquella hija.
—¿Cuándo son los bolos? —preguntó Cloe.
—¡Joer! —Casi pongo los ojos en blanco—. Pase que no te ocupes de las partituras, que no tengas que negociar con los contratantes —casi se me atraganta la palabreja imaginando al tipo calvo que llevaba los asuntos de esta Asociación de magistrados para la no sé qué—. ¡Pero, tía, que no recuerdes ni la fecha!
—Mujer, está en inicios amorosos.
—Ya, Carmen —decidí calmarme—. El dieciocho, francesita mía. Aunque, después del vestido rojo de la cena, tal vez tengamos que llamarte de otra forma, ¿no?
—¡Mema!
—Es el próximo sábado —murmuró Carla.
—Bueno, pero lo tenemos chupado —atajó Carmen.
—Pues nada, a ver cómo nos apuntamos las otras dos —terminó Cloe.
Haydn no es precisamente fácil. Siempre admite un poco más. Y no es lo mismo repetir las notas que «interpretarlas»; a estas alturas, las cuatro lo teníamos más que claro. Además, el tipo, aunque solo fuera por haber sido el «padre» de las obras para cuartero, bueno junto con el Boccherini, se merecía un plus de interpretación.
Dos horas más tarde, cualquiera no exigente nos hubiera dado el visto bueno, ¡con nota! Decidimos repetir el jueves, los horarios no nos volvían a coincidir hasta entonces.
Cloe decidió preparar café para todas y Carmen entró con ella en la diminuta cocina.
—¿Cómo estás? —Aproveché para acercarme a Carla.
—¿La verdad? —Afirmé con la cabeza—. No lo tengo nada claro. No sé si me alegra que haya dado noticias o me produce una rabia mucho mayor.
—Yo, ayer, intenté reconciliarme con mi padre. —Nunca había tenido ninguna confidencia personal con Carla—. Bueno, en realidad, soltar todo, o algo, de la mucha mierda que llevo años acumulando.
—¿Te sentó bien?
—Sí.
—Ya. —Se mordió el labio y esperó unos segundos—. Pero no es lo mismo, Celia. No es lo mismo. Lo de tu padre es involuntario, mala suerte, enfermedad… El mío se largo voluntariamente.
—A veces, Carla, el silencio puede ser un grito. —Me miró, no sé si esperando que yo le diera pistas o respuestas, lo que me vino a la cabeza fue otra cosa—. ¿Has visto al chico que se sienta con una flauta en la trasera de la catedral?
—No, ¿por?
—Nunca toca.
—¿Qué hace?
—Nada. Se queda sentado y quieto, con una flauta dulce apoyada en las piernas. —Casi podía verlo en ese momento—. ¡Ni una nota! Tal vez, se me ocurre, porque no tengo ni repajolera idea de quién es, que ese silencio suyo sea, en realidad, un grito. Un enorme grito de socorro.
—El silencio.
Carla bajó la cabeza. La imaginaba dando vueltas a toda velocidad, como una centrifugadora. Se escuchaba remota, pese a la cercanía, la conversación de Cloe y Carmen en la cocina. Seguro que cotilleaban sobre Ana y Pedro.
—Haydn —Carla comenzó a hablar muy bajito, tanto que tuve que agudizar el oído— colocó cuatro compases de silencio en una sinfonía...
Pensé que aquella criatura, cuando tenía que tocar alguna pieza, estudiaba al autor hasta conocerlo como a sí misma. El cuarteto que preparaban en clase y el que utilizaríamos en los bolos era de Haydn. ¡Joder!
—Amén de que me apabullas con tanta sabiduría, ¿por qué crees que los anotó en la partitura?
—¿Te imaginas un compás, dos, cuatro, de silencio tras un éxtasis musical? —Se le iluminaron los ojos al preguntarlo. De nuevo habitábamos territorio conocido y amigo—. ¡La caña!
—Creo que también un director hizo algo parecido en un concierto. Y el público no sabía bien si aplaudir o esperar.
—¡El grito del silencio!
—Algo así como una bofetada tras un beso, ¿no?
—Joer, Celia, ¡No me extraña que no ligues! —Cloe solo había escuchado las últimas frases y entraba con una bandeja en el reducido salón.
—Bueno, mientras sea después y no antes del beso —atajó Carmen.
Carla y yo las miramos como si fueran fantasmas inesperados.
—Vale, ¿de qué hablabais? —preguntó Cloe acomodando la bandeja.
—Del silencio en la música —dijo, con total normalidad, Carla.
—¡Qué fuerte! En serio, lo nuestro raya en el vicio, tías.
—Y eso por qué, Carmen. —La miré casi furibunda.
—Pues porque no desconectamos nunca. Por eso.
—No es eso, Carmen. —Carla mantenía una postura de infinita paciencia, sobre todo con Carmen—. En realidad, hablábamos de otra cosa, pero la música es el lugar común, incluso para los ejemplos.
—Que no para los besos y las bofetadas —moví dos dedos en el aire de izquierda a derecha—, ¿me sigues?
Por suerte, Carmen soltó una carcajada y la seguimos todas.
—De todas maneras Celia. La bofetada, no se te olvide, después del beso.
—Eso. —Cloe apoyando—. Más que nada, porque te puedes quedar sin beso.
—¡En fin, me rindo!
Bebí el café y regresé al recuerdo del flautista mudo. ¿Cuántas vidas desconocidas esconde una ciudad? Y eso, siendo tan pequeña como Oviedo.
¿Contra qué guardaba silencio?
Después, claro, recordé los ojos casi verdes del fotógrafo, Martín. Martín Rojo.
¡Maldito carácter el mío!
Ni siquiera podía asegurar no repetir la estupidez si volvía a tropezármelo.
Por favor, si existe un destino, o un Dios, o el maldito azar, gobernando todo esto, ¡que lo vuelva a ver!