¡Ah, te quiero!
Sentada a su lado, escuchando como música de fondo, un discurso sobre el paisaje y el paisanaje, sobre nombres asimilados a los lugares que pasaban veloces ante ellas, Bárbara ha dejado de sentirse monstruosa. Es una mujer, normal.
Tan sólo una mujer.
— ¿A dónde vamos? —pregunta aprovechando un silencio mientras la conductora tararea una canción desconocida.
— A ti, todo esto, ni te suena, ¿verdad? —niega con un gesto— Antes de llegar a Llanes, hay una playa, pequeña, poco conocida, Poo —mira de reojo: no, ni le suena—. Tiene una luz especial, un paisaje similar al de Indochina, pero en reducido…
— ¿De qué la conoces?
— He venido otras veces.
No quiso preguntar ni cuándo, ni con quién. El pasado no le pertenecía, el futuro tampoco, pero aquel trocito de presente, ese, era suyo. Breve, pero propio. Mientras el Audi rodaba por la autovía en dirección Santander, Bárbara podía sentirse alguien normal, incluso con derecho a la felicidad. Después, tan sólo unas horas más tarde, regresaría a su guarida, a su comida basura y su hambre insatisfecha, a sus miedos, sus gritos, sus bufonadas… Pero, ahora, nada de todo eso existía.
Vieron una desviación: Niembro, Andrea puso el intermitente a la derecha y aminoró la velocidad.
— ¡Ya estamos llegando!
Como una niña de excursión. Resultaba contagiosa en su entusiasmo. Quince minutos más tarde, el coche quedaba parado cerca de un hotel pequeño y cerrado. Soplaba viento, el cielo estaba gris pálido y el lugar parecía deshabitado.
— Vamos, ven —Andrea le tendió una mano.
Se dejó llevar. Apenas habían avanzado veinte metros cuando asomaron a una de esas calas secretas, cobijada entre rocas, tan abundantes en aquella costa. Bárbara no conocía la costa de Indochina, pero aquel lugar, entre rocas y bosques donde una laguna de agua poco profunda se introducía en la costa ofreciendo el aspecto de una inmensa piscina antes de entrar en el Cantábrico rugiente a medias frenado por dos rocas, podía ser, exactamente, el lugar de los cuentos fantásticos.
— ¡Qué fuerte!
— Bárbara —se apoyó en su brazo derecho—, un lugar como este merece adjetivos un poco más galanes, ¿no?
— Pos ponlos.
— Es el lugar perfecto para lo que debo contarte —y respiró hondo.
— ¿Te vas a declarar? —intentó burlarse de sí misma y la pregunta resonó triste.
— Ya tengo pareja.
— Vaya.
— Ven.
Bajaron por unas escaleras de madera que llegaban hasta la finísima arena casi color cobre gracias al efecto de la luz brumosa sobre los diminutos granos; Andrea se inclinó y recogió un puñado que dejó resbalar entre los dedos. Si asomaran un par de sirenas, un hada y varios unicornios, ni siquiera le hubiera parecido sorprendente. Bárbara respiró hondo: el olor salvaje del mar se mezclaba con el perfume de Andrea y se fundía en un silencio de palabras sobre el rugido, levemente remoto, de las olas que rompían a lo lejos.
Andrea, acuclillada y jugando con la arena, cerró los ojos y giró su rostro en dirección a donde trataba de asomar el sol. Bárbara escuchó el murmullo de sus palabras,
La lucidité est la blessure la plus repproché du soleil.
Sus carnes temblaron y la úlcera de su duodeno lanzó un aullido: Chelines, la bella y frágil Chelines amaba el francés, lengua que utilizaba para comunicarse con su abuela, aquella aristócrata liberal y libertina capaz de plantar al propio Franco en las invitaciones al Pardo y tener amantes más jóvenes hasta casi el día de su muerte.
¿Por qué regresaba siempre?
¿Por qué no se moría de una maldita vez?
Bárbara apretó los puños y los párpados durante un tiempo infinito, justo hasta que sintió los brazos de Andrea rodeándola y sintió su aliento sobre su oreja.
— Chelines está viva. Está bien.
— ¿Qué hostias…? —se soltó con tanta violencia que Andrea se tambaleo— ¡Me cago en too! ¿Pretendes burlarte?
— No. Ella sabía que vendría a verte…
— ¡Esa maldita hija de puta! —un nuevo arpón en el lomo de la ballena que, herida, tira del barco intentando hundirlo— ¡Viva!
El dolor es fuego abrasándola, impidiéndole comprender el alcance cabal de aquellas palabras.
— ¡Trece años, joder! —cuanto más tira la ballena, más se ahonda el arpón—. ¡Trece putos años sin saber nada de esa hija de la grandísima puta! —mira a los ojos casi violetas de la otra, pero las lágrimas han velado su visión y convertido el paisaje del paraíso en las puertas del infierno—. Y, vienes tú, preciosa, elegante, lista, culta, ¡la de Dios! Primero te confiesas el cerebro, incluso la mano ejecutora, de los crímenes más buscados del país, me seduces con tus ojos de bruja y tu voz de hechicera, me traes a un lugar desconocido… ¡Y me sueltas que Chelines está viva!
Necesita golpear algo.
Desde el fondo de las entrañas y la memoria, sube hasta su garganta, el lugar donde Rosa colocó su pistola imaginaria, un largo vómito. Cree que no podrá dejar de expulsar líquidos y demonios, mezclados con el café, el zumo, el chocolate de las moscovitas y la bilis. Todos los poros de su piel se abren para dejar escapar grasas licuadas que atufan su pituitaria con aquel viejo aroma a gorda. Gorda.
Gorda y estafada.
Gorda y burlada.
Gorda y cazada.
Agotada por el cruce de dolor y rabia, pálida como una estatua de caolín, Bárbara Villalta pierde el contacto con la realidad para zambullirse en las entrañas de un mar abisal, oscuro, de donde espera, inconscientemente, no volver a salir. Nunca.
— Bárbara.
Escucha su nombre desde muy lejos. Una voz dulce y firme la reclama. Le duele hasta la raíz del más diminuto cabello; la cabeza, hueca, gira como un torbellino. Intenta moverse, sin éxito. Abre los ojos y la luz gris los hiere como cuchillas afiladas rasgando su pupila. Abre la boca y una nueva arcada la llena, no con líquidos, tan sólo con el resto de un flato maloliente.
— Bárbara.
Repiten su nombre. Sin urgencias, sin prisa, sin angustia, con la tranquilidad de repetir un nombre familiar por el cual se siente cariño. ¿Cariño? ¿Quién puede sentir cariño por un monstruo herido y maloliente?
¡Claro! Las bellas princesas, estúpidas y tiernas, de los cuentos para dormir niñas sumisas.
— Bárbara, ¿puedes oírme?
Puede oírla, pero no encontrar el modo de arrastrarse hasta el lugar de donde le llega la voz. Siente unas manos, levemente frías, repasando su rostro, controlando los latidos en sus carótidas… Tan sólo desea dormir. Dormir para no regresar jamás al territorio del dolor, de esa luz concreta donde habitar se torna un ejercicio cruento.
Dormir.
Cierra los ojos.
El cuerpo tirita brevemente.
¿Por qué continúa viva?
De golpe, recuerda las palabras de Andrea: Chelines está viva. La rabia de esa confesión la levanta como si su cuerpo fuera de pluma.
Está sentada en la arena, poco alejada del vómito. Andrea sólo pudo arrastrarla unos metros, volvió al coche, recogió una manta de lana y la cubrió. Ahora le ofrece una botella de agua, bebe, le dice.
— Deberías ofrecerme cicuta.
Andrea calla. Se limita a mirarla desde el casi violeta de sus pupilas, arrodillada a su lado: la ballena y la bella.
— ¿Desde cuándo…? —Baby no puede terminar la pregunta.
— Desde cuándo… ¡Ah! Verás, fue una de esas vueltas de tuerca del destino, como lo fue descubrirte a través de Félix, aunque Chelines conocía tu paradero...
— ¿Lo conocía?
¿Y la había dejado imaginando su muerte? No sabía si odiarla o amarla aún más.
— Sí —inclina la cabeza, tan sólo un par de segundos— La encontramos tirada en la playa de Matalascañas…
— ¿Tirada?
— Habíamos tenido nuestra cena en Sevilla. No sé de quién fue la idea. Otras dos y yo decidimos quedarnos unos días. Sevilla, en verano es un infierno, así que buscamos apartamento en Matalascañas. Lo mejor eran las noches en la playa, llevábamos un par de buenas botellas y hablábamos, reíamos, nos poníamos al día. La segunda noche, cuando fui hasta la orilla para remojarme el calor, la tropecé. Bueno, tropecé con un bulto de ropa que resultó ser Mercedes.
— Debió ser la noche del…, del accidente.
— De la muerte de su madre, sí —al menos estaba al corriente— Estaba en muy mal estado, creo que se fue a morir a la playa. Pero la encontramos.
— Y le hicisteis el regalo de vivir.
— No creas que le sentó bien, al menos al principio. Una fuerte depresión, un estado físico lamentable, intoxicada hasta las cejas… ¡Una ruina!
— Una hermosa ruina, ¿no?
— Sí —Andrea sonríe— Mercedes siempre tuvo un aire de mártir hermosa. Te siguió durante años para comprobar que estabas bien.
— O para comprobar si había contado algo a la poli, ¿no?
— No, sabía que no contarías nada.
— Claro, soy la gilipollas perfecta para sus planes.
— No, la amabas. Bueno, aún la amas, ¿verdad?
Bárbara aprieta los puños y la mandíbula: otro arpón en el lomo herido. Terminarán asesinándola.
— ¿Está en el grupo de las guillermitas? —pregunta para evitar que asome todo el amor oculto entre los pliegues de grasa y desidia.
— No. Me dijo que te diera un recado —hace una pausa, toma una de las manos de Baby— Nunca se venderá la casa de la abuela. Dijo que lo entenderías.
— Por esa puta casa, murió una niña.
— Sí, Rosa.
— Te veo muy al loro.
— Mercedes siempre ha estado cerca, primero por su seguridad, después por costumbre.
— ¿Está con alguien? —no logra evitar la pregunta y se siente aún peor al formularla.
— No. Lleva una perfecta vida de asceta. Ni siquiera fuma. Traduce para un par de editoriales, ensayos franceses y novelas, también francesas.
— No necesita trabajar.
— No sólo se trabaja por dinero. Tú tampoco lo necesitas, ¿verdad?
— Mi caso es diferente.
— Claro.
— ¿Por qué no me dijo nada durante todos estos años? ¿Tiene una puta ligera idea de cuánto he sufrido imaginándola muerta?
— Tal vez lo prefirió —Baby le lanza una mirada de odio que rebota sin rozar— El primer año, te lo juro, estuvo más en otro mundo que en este…
— ¿Y después?
— Yo no tengo esa respuesta. Mira, Bárbara, ni es lo mismo, ni creo que te sirva, pero yo mantengo la teoría de que no siempre se debe uno despedir cuando se va. Las despedidas pueden ser más dolorosas que los silencios. Incluso creo que cuando tienes que dejar a un amante, mejor sin razones…
— ¡A puro pelo!
— Puede parecer más doloroso, ya lo sé, pero le concedes al otro el derecho a imaginar cuánto le venga mejor para recuperarse. Además, uno nunca conoce del todo las razones y, obligados a dar explicaciones, tal vez digas algo demasiado cruel que ni siquiera sientas.
— Chelines es una hija de puta disfrazada de princesa que me ha jodido trece años. ¡Grandísima cabrona!
Lo ha murmurado de manera ronca.
Las palabras has salido de su boca brutales y definitivas.
— Bo —¿por qué aún consigue calmarla aquella voz? Es la misma que informó de una Chelines aún viva, debería odiarla—, los mayas creían que el futuro ya había sucedido —besa su frente dos, tres veces— Después, la teoría de la relatividad les dio, de alguna manera, la razón.
— ¿Qué carajo quieres decir?
— Lo que te queda por vivir con Chelines —la mano de Andrea tapa la boca de Bárbara—, tal vez ya lo habéis vivido. Y, simplemente, no lo recuerdas.
— ¡Déjate de monsergas! —quisiera arañarla y a la vez, solicitar consuelo— No lo entiendo, ¿ves? ¡No entiendo su silencio, joder!
— Tal vez, en algún momento de nuestras vidas, lo que nos incita hacía determinadas posturas sea la incomodidad de vivir tantos años encerradas en el vientre de una ballena.
— Encerrada, ¿tú? —la mira.
La mira con una mirada nueva y, por primera vez, intuye, en la placidez de su rostro, en los ojos entornados, en el gesto quieto de su cuerpo, un rastro de melancolía. Un rastro leve, como ligera baba de caracol seca.
— Sí, Bárbara, nos han encerrado en el cálido y asfixiante vientre de una ballena. Por miedo hacia nuestro poder de crear vida; por falsa ternura; por esconder en nuestro cuerpo sus propios miedos. Pero, finalmente, encerradas.
Casi por instinto, Baby respira hondo: la inunda el olor a salitre y el perfume de Andrea. Vagamente, el perdido aroma de Chelines.
— Alguna intentó salir, peleando fieramente. A veces, la ballena abría la boca y respirábamos un poco mejor. Incluso nos parecía estar cómodas, protegidas de los peligros del mundo: ellos guerreaban, nosotros vigilábamos la retaguardia. ¡Falso! Un mal día, las guerras dejaron los campos de batalla, se introdujeron en la retaguardia y nos encontró desarmadas.
— Y, matarlos, ayuda a salir, ¿no?
— De alguna manera. Las violadas ya no comparten autobús con los violadores.
— En el vientre de una vieja ballena —y las palabras de Bárbara se tiñen con la cadencia de un “amén”.
Bárbara abre los ojos y contempla, limpio ya de lágrimas, el increíble paisaje de aquella cala. Para siempre, esos muros e roca sobre los que baten las olas, se asociará con la recuperación de Chelines.
No logra saber si eso la hace feliz o un poco más desgraciada.
— Me gustaría sentir una profunda indiferencia por todo —Bárbara siente la necesidad de hablar, algo desconocido para ella misma.
— ¿Para no sufrir?
— Sí. ¡Ni te imaginas cómo me duele esa hija de puta! —ni siquiera se atreve a pronunciar su nombre.
— Personalmente, practico apasionadamente la indiferencia, pero no para los sentimientos. ¡Mejor que arañen a que no existan!
— Pues a mí no me sale. Es como cerrar puertas, ¿no?
— Yo diría que se parece más a dejarlas abiertas, pero sin que estés esperando al otro lado. Si la cierras, no dejas de sentir, aunque sea odio, o rabia —la mira, Bárbara siente esa mirada como una caricia— Mejor te alejas, sin molestarte en cerrar la puerta.
Los minutos corren entre ellas y los dedos de sus pies como granos de arena.
Chelines está viva.
Bárbara, por primera vez en su vida, deja que las lágrimas le cubran la cara. Llora con la calma de quien se concede permiso. Andrea abraza sus hombros y apoya su cabeza en la suya. Dos mujeres.
Tan sólo dos mujeres, sentadas en una playa solitaria.
Todo estalló apenas unos días después de que Andrea regresara a su mundo. El comunicado fue escueto y tajante. A las razones, sumaban el informe completo de las atrocidades cometidas por los asesinados: sin florituras, sin juicios, con la precisión de un bisturí. El envío fue masivo: desde la Brigada creada para encontrarlas, hasta el CESID, varios obispados, todos los medios de comunicación oficiales y todas las redes sociales de la Red.
A Félix, le añadieron una nota de felicitación, lo más parecido a un orgasmo para el hacker. A Patricia y Marco Aurelio les llegó a sus personales correos.
Fue inevitable que se hiciera público.
Estalló una oleada de comentarios, declaraciones públicas, incluida la Ministra para la igualdad, No buscamos venganza, sino dignidad para las mujeres. Sin embargo, la dignidad de las víctimas había sido repuesta por las Guillermitas.
En las tertulias se escucharon todo tipo de comentarios. En el mejor de los casos, hablaban de comprender los motivos pero no compartir los métodos.
De la herejía Guillermita se habló hasta en los programas de puro morbo esotérico.
Marco Aurelio sospechó de Andrea y trató de sonsacarle a Bárbara la corroboración de sus dudas. Ella se limitó a mirarlo como a un ratón molesto sobre su bola de queso.
Sube al coche sintiendo una extraña y dolorosa paz. Viajará con calma, haciendo paradas en cualquier lugar del camino, para ir acomodándose a una nueva realidad de sí misma.
A Marco Aurelio tan sólo le dejó una nota:
Tengo que irme. No sé cuándo volveré, ni siquiera si regresaré.
Otra sobre la mesa de Juana junto con siete mil euros y unas llaves.
No me debes nada. Intenta que Patricia se trague sus piernas y sus tacones. Son las llaves de mi casa. Puedes quedártela hasta que regrese, si regreso. Te servirá para empezar una nueva vida.
A Félix lo había despedido en persona.
— Tía, tenemos la Red.
— Claro, chaval.
— Si necesitas…
Lo abrazó, sin miedo, sin preguntas, como se abraza a ese hermano pequeño que no termina de crecer y aún anda por la vida con dientes de leche.
También se despidió en persona de Josefina. Comieron juntas, en la Corrada que te invito. La extrañaría. Prometió escribirle, cartas, claro, de esas que se introducen en un sobre bonito y se meten en un buzón.
— Dile a Lea que se cuide. Y que se olvide de la niña.
— ¿Qué niña? —preguntó Josefina abriendo mucho los ojos que debieron ser un escándalo.
— Tranquila, no ha parido. Ella sabe.
De Patricia, ni se acordó.
No dejaba nada pendiente tras de sí. Ni siquiera un colchón nuevo que jamás llegaron a meter en la habitación. Juana se encargaría de crear un nido propio.
Llegará hasta Punta, preguntará a su madre por la tumba del abuelo: necesita acercarse hasta el polvo de aquellas manos callosas, de aquella voz saliendo de una cueva pestilente, para escupirle que ya lo recordó, que no lo perdona, pero que vivirá por encima del cadáver creado por sus manos y sus palabras aquel remoto día de su quinto cumpleaños.
Tal vez su madre no comprenda nada, o lo comprenda todo. No sabe nada de ella y puede que también ella sea hija de algún monstruoso momento. La abrazará, meterá en el bolsillo de su eterno mandil unos cuantos billetes para aliviar su eterna escasez. Es posible que comiencen a quererse.
Después hará lo más difícil.
Andrea le ha escrito el teléfono y la dirección de Chelines, te espera. No la llamará, se sentará a la puerta de su casa y esperará su regreso de cualquier lugar.
Como si, simplemente, hubiera perdido las llaves esa misma mañana.
Como si nunca hubieran existido los años de ausencia.
Como si jamás hubiera subido al coche fúnebre donde se libró de su madre.
Como sí…
CONTINUARÁ...