Lunes 27 de septiembre.
Bárbara ha pasado la noche en un estado de semiinconsciencia alcohólica. Aquella regla, en los estertores de su existencia, atacando por sorpresa, la ha dejado exhausta. No deja de preguntarse cuánta sangre puede salir de su cuerpo. Isabel le regaló dos pastillas más, pero, al cabo de un par de horas, aquel dragón furioso de menstruación en retirada, regresaba a retorcer todo su interior. Siempre habían llegado con dolor, con exuberancia, con fetidez, pero durante el último año todos los síntomas se multiplicaban hasta el espasmo.
Se levantó sintiendo húmedo el cuerpo y la sensación de tener un inmenso gusano pegajoso entre las piernas. Fría, húmeda, sangrante: como un atún apresado en la definitiva almadraba. La cama estaba empapada, la sangre había atravesado sábana y colchón. No quiso comprobar si había goteado el suelo.
— ¡Parece que se ha cometido un asesinato! —gritó al ver el desastre— Tengo que tirarlo todo.
Estuvo a punto de llamar al bufete para decir que no podía ni moverse, pero Patricia, que debió pasar el domingo imaginando cómo hundir a Máximo Romero, era muy capaz de acercarse hasta su casa.
— ¡Y una mierda!
Gritó para darse ánimos y meterse en la ducha. En su guarida no entraba nadie del bufete. En realidad, nadie, sin más. Bastante suponía verla al natural como para, además, contemplar la miseria moral donde vivía. O casi.
— ¡Un día me lo arranco too!
El agua caliente apenas la calmaba y el fondo blanco de la bañera estaba teñido por aquel río desbocado de sangre que manaba de su interior. ¿Para qué demonios le habían dado a ella un órgano reproductor? Algún día, cuando las mujeres fueran mayoría en el campo de la investigación, crearían el mecanismo necesario para que el asunto de la menstruación y la capacidad de preñar y parir, fuera una elección; para que, incluso, no comenzaran a funcionar los ovarios y todo su entorno, hasta el momento exacto en que la mujer llegara al atavismo, pura estupidez suicida según Bárbara, de sentir instinto maternal, y decidiera traer otro ser vivo a este infierno.
De momento, la regla la llevaba incorporada toda niña como el color de los ojos o la tendencia a la obesidad.
A Bárbara siempre le pareció que los transexuales de mujer a hombre, en el fondo, se hormonaban para dejar de usar tampones y compresas. Y quienes lo realizaban a la inversa, al menos de la regla se libraban.
— Mucha hostia con la mística maternal, pero la jodienda de la regla no la desea ni el maricón más femenino —hablaba con las paredes, con los fantasmas.
Recordó a Virgilio, si la viera y escuchara en aquel momento, seguro que repetía la frase siempre dispuesta, como una letanía, sin mover un músculo y con la voz gangosa y algo tartaja: a ti, lo que te pasa, es que estás reprimía y mal follá. De la primera parte, puede, de la segunda, ni mal, ni bien, ni regular: a dieta.
Tardó dos horas en comenzar a soportarse. Una hora de ducha y otra de preparación para sostenerse medianamente presentable. Ni con un tampón súper y dos compresas, garantizaba no ir goteando sangre más allá de tres horas, como mucho. Hizo provisiones de tampones y compresas en el bolso. Antes tuvo que vaciarlo de trastos inútiles.
— Un día me topo con un muerto en el bolso.
Varios paquetes de chicles, caramelos, pañuelos, tubos de patatas fritas y un montón de papeles con anotaciones pretéritas, se fueron al cubo de la basura, entonces, consiguió encajar una caja de tampones y otra de compresas en el bolso—maleta.
— Por la noche le regalo al Ayuntamiento el colchón.
Estaba prohibido, claro. Dejó la alfombra vomitada que alguien recogió antes que el camión de la basura, y dejaría el colchón. Apoyado contra los cubos de colores malolientes y a la vista de los vecinos.
Juana la miraba desde su fortaleza de metal y cristal, con los auriculares puestos, el lápiz en la mano y tratando de dar salida a todas las llamadas entrantes.
— Buenas —soltó Baby moviendo la cabeza en dirección a la telefonista y chica para casi todo.
— Espera, espera —medio gritó Juana levantando una mano mientras aseguraba a quien llamaba que Marco Aurelio estaba reunido, pero tomaba nota. Apartó el pequeño micrófono de la boca— ¡Menuda cara!
— Porque no ves la tuya.
— Vale —hoy no era un buen día para Bárbara; casi ninguno lo era, pero, a veces, llevaba en la frente el cartel de “mejor no me toques los ovarios”— ¿Has visto la prensa?
— Sabes que no la leo, ni escucho las noticias.
— Otro asesinato del asesino satánico ese…
— No creo que pueda ser un solo tío. Llevan tres en lo que va de mes. ¿Dónde?
— Mallorca.
— ¿Cura, traficante, qué?
— Una antigua gloria del kárate.
— ¡Joder! —se apoyó en el cristal de la barrera y miró la página por donde Juana tenía abierto el periódico— No van a dejar ninguna profesión.
— Hasta que se den cuenta de lo bichos que son los abogados.
— No nos libraremos tan fácil —murmuró la secretaria telefonista y chica para todo.
— Hola Bárbara —Patricia asomaba desde su despacho— Me pareció escuchar tu voz.
— Ya.
— ¿Tienes lo mío?
Bárbara no soltó que, dicho así, sonaba casi a rollo personal y Patricia podía perder su cartel de mujer bandera capaz de poner a temblar a todos los tíos.
— Tengo que ir primero al servicio —dijo Baby sintiendo que su personal dragón continuaba vaciándola.
— Vale, te espero —se dio la vuelta casi al segundo— ¿Ya tomaste café?
— No me negaría a otro.
— Voy a bajar.
— ¡Menuda potra! —masculló Juana imaginando el buen café en el despacho de Patricia.
— Te prometo —aseguró la bella girándose hacía la telefonista— que este año, los Reyes traerán una cafetera decente al bufete, Juani.
Entró en el despacho, recogió su bolso y salió.
— ¿Lo ensaya? —preguntó Juana.
— ¿Qué cosa?
— Eso de ser una perfecta hija de la gran puta.
— No lo necesita.
Bárbara fue al baño para colocarse nuevas remesas de algodón y plástico entre las bragas. En su caso, ni eran alas, ni finas pero seguras.
— ¿Qué le das? —preguntó Juana cuando regresó.
— Sexo dulce, bonita.
— Ha bajado, seguro que sube con algo para comer. ¿Qué te está comprando?
— Ya te lo dije, sexo.
— Yo estoy convencida de que “esa” —arrastró el pronombre—, los orgasmos los tiene con sus casos.
— De ese sexo hablaba, Juani.
La secretaria aún tenía la boca abierta cuando Patricia regresó, tal como ella había dicho, con una bandeja cubierta con papel de aluminio.
— ¿Pasas a mi despacho, Bárbara?
Lo dijo sin pararse, sin ver el gesto de burla en Juana, ni la cara de buldog de Bárbara, la misma desde la infancia, cuando trataba de encajar que no se enteraba de nada. Su vientre volvió a recordarle que su menopausia le pasaba factura.
— ¡Me cago en la puta regla, en la menopausia y en toos los ovarios del planeta!
— Me apunto —se sumó Juana antes de regresar al montón de llamadas en espera.
Bárbara entró en el despacho de Patricia. Por entre los efluvios de su perfume japonés, le llegó el aroma de tortilla caliente. Salivó. La abogada preparaba dos cafés en su personal cafetera. Eligió dos capsulitas verde pistacho.
— Es que no desayuné —dijo a modo de excusa— Imagino que me acompañas, ¿no?
Baby no contestó, estaba sentada, con la boca apretada y los brazos rodeando su barriga.
— ¿Estás de regla? —preguntó Patricia acercándose y envolviéndola en su perfume.
— Ya ves —le lanzó una mirada furibunda a través de los gruesos cristales de sus gafas.
— Tengo unas pastillas. A mí me funcionan. Espera —se acercó a uno de sus cajones, sacó una cajita de pastillas y preparó una que entregó a la doliente— En dos minutos ya habrá hecho efecto.
— ¿Tú también? —preguntó Baby.
— ¿Cómo?
— Nada, nada.
Patricia llevaba grabado, en perfume y gestos nada casuales, el letrero de “ni te acerques si no reúnes todos los requisitos”. Los hombres la admiraban tanto como la respetaban. O seguían el juego que ella marcaba o los anulaba con una mirada que casi gritaba: “¡súbete a un taburete para hablarme!”. No, no todo se reducía a la belleza, al cuerpo perfecto, tal vez lo más importante era el “precio” invisible pero detectable sobre su frente. Algo que, curiosamente, los hombres respetaban. Y valoraban. Ese plus las convertía en diferentes y triunfadoras; casi siempre iba asociado a la clase social.
— ¿Mejor? —preguntó Patricia fingiendo un interés personal que no sentía en absoluto.
— Te juro que pensaba darte la información igual, Patricia, sin la tortilla, sin la pastilla y sin que intentaras ser amable.
— Me gusta ser amable. Deberías probar.
— Cuando tenga tu cuerpo, te lo juro.
— La belleza no lo es todo…
— ¡Para el carro! Hoy no, porfa, ya me basta con el dolor de ovarios para que me provoques dolor de cabeza.
Decidió comer uno de aquellos pinchos, beberse la taza de café, ingerir la pastilla y obligar a la bella Patricia a ejercer la amabilidad durante todo ese tiempo. La pastilla hizo efecto de manera fulminante, claro, las bellezas no pueden perderse por entre un dolor de ovarios, pensó, como las putas. Lamentó no haberse fijado en el nombre y, naturalmente, no se lo preguntaría.
— Bueno, en el pendrive tienes toda la documentación, pero te doy un adelanto —Patricia la miraba sosteniendo un precioso bolígrafo de plata con la T de Tiffannis esculpida, un regalo materno cuando se hizo la foto para la orla, y golpeaba con él su bloc de notas sobre la mesa— El tipo está más que forrado, con cuentas en varios paraísos fiscales. Su propia hija, Camino, le birló no hace mucho cuatrocientos mil euros y el tipo ni se dio cuenta…
— ¿Cómo se los birló?
— Por Internet.
Patricia no hizo ningún comentario, anotó algo y miró hacía Bárbara mostrando una sonrisa de aliento.
— Además de varias empresas, naturalmente no a su nombre, una creo que ha vinculado a la hija, otras se mueven a través de un complejo sistema de testaferros, sociedades subsidiarias y todos esos mecanismos tan de moda en estos tiempos —la miró, no pestañeaba— Bueno, tú los conoces mejor —tampoco ahora movió un músculo, a Bárbara le recordaba una gata con todos los sentidos puestos en el ratón a cazar y ajena al revoloteo de las mariposas— Negocios bursátiles esencialmente, o sea de esos que mueven dinero en el aire, lo multiplican en el aire, lo dividen en el mismo aire… ¡Al final, nadie ve un triste billete, pero los tipos como él se forran!
— Me alegro. Pagará una indemnización millonaria a los empleados, ¡te lo juro!
— Con el diez por ciento para el bufete.
— No en este caso, los gastos se los cobraré aparte. ¡Un magnífico trabajo!
— No es mío, y deberías darle más pasta al hacker.
— Sin problemas.
— Pero, eso no es todo —Patricia le dirigió un gesto de interrogación— Tienes pruebas de corrupción como para hundirlo, a él, al director de la Caja de Ahorros y a un ex ministro de Aznar.
— ¿En serio?
— Totalmente.
— Vaya, vaya —Patricia se llevó el bolígrafo de plata hasta los labios.
Bárbara pensó que en aquel dechado de perfecciones no cuadraba ni una palabra malsonante.
— ¿Lo usarás?
— Es probable —su linda cabecita ya navegaba por otros territorios— Y si no fuera ahora, será información para el momento adecuado.
Bárbara la imaginó en el Club de tenis, o en algún privado club de golf, compartiendo miradas y sonrisas con personajes de su clase y casta; ella surtida de informaciones peligrosas, tanto como para colocarlos a sus pies. Y no por deseo sexual precisamente.
— ¿Lo archivas todo, Patricia?
— ¡Claro!
— Ya.
Patricia llevaba escrito en los genes una larga y prometedora carrera. Baby podía imaginarla: montaría un despacho o compartiría el de Marco Aurelio en igualdad de condiciones; se forraría; haría una buena boda, en régimen de separación de bienes; tendría hijos, tal vez tres que era el número de moda entre las burguesas decentes y sería una madre perfecta con la alimentación y la ropa, fría y encantadora con ellos. Bárbara no la deseaba como madre, incluso prefería a la suya, pobre, derrumbada, jodida para siempre por la desgracia y sin haber recibido un gesto de ternura; las madres como Patricia convertían en monstruos a sus hijos: hermosos, educados y crueles. Como los chicos de Funny Games. Llevaría una buena vida, tal vez, si el marido no estaba a la altura, terminara por caer en un lucrativo divorcio.
Decidió haber recibido dosis suficientes de maltrato para su ego. Se levantó. Cuando ya iba a salir, se dio la vuelta.
— ¿Has visto las últimas noticias?
Patricia levantó la cabeza de las notas y la miró sin comprender la razón de la pregunta.
— El caso de los Asesinatos Diabólicos —la cara de la abogada ni se inmutó— Se han cargado a otro, en Mallorca.
— Bueno —le preocupó menos que una mosca pegada al techo.
— ¿No te preocupa?
— ¿A mí? —se señaló con el bolígrafo de plata— Matan hombres, ¿no?
— Hombre —Bárbara no pudo parar— Se podían cargar a tu padre, en una de estas.
— No tengo.
Fue suficiente. Patricia no necesitaba insultar para humillar, ni gritar para dejar claro que la dejasen en paz. Conocía el exacto filo de sus palabras para cortar el aire y la yugular del otro.
— La próxima vez que necesites información del hacker, lo llamas tú —consiguió decir la frase sin gritar— Yo, paso.
— Bárbara —suave, sin alterarse— Trabajas aquí.
— No voy a recordarte el tipo de contrato a media jornada que tengo firmado y, en ninguna cláusula se dice que tenga que buscar información “ilegal”.
— Como quieras.
Patricia volvió la cabeza hacía la pantalla del ordenador mientras comenzó a teclear algo. Una bofetada no hubiera dejado más huellas que aquellas dos palabras.
¿Por qué había provocado aquella humillación? Bárbara no era una inocente incauta, conocía los resortes de Patricia, el modo exacto en que utilizaba al resto del mundo. Ella solía limitar sus contactos con la bella bien enfundada en una escafandra. ¿Por qué había salido de ella?
Para colmo, se desangraba.
— Juani, me voy pa casa. ¡Estoy enferma! Por si llama Marco Aurelio le dices que estoy mu jodía.
— ¿Necesitas algo?
— No.
Demasiado, necesito demasiado, Juani, pero no puedes dármelo.
Decidió pasar unos días enclaustrada en su cueva: le quedaban provisiones de comida, de alcohol y de compresas. Además, contaba con reservas de películas de terror sin ver.
¡Una juerga de proyectos!
Eso sí, esa noche cargaría con el putrefacto colchón y las sábanas hasta los cubos de basura. La Comunidad había colocado un cartel con el aviso de los días en que se recogían muebles. Seguro que no tocaba.
— ¡Pues se lo comen con patatas!
El colchón no pasaría otra noche en su cueva.
— Al menos esta vez, tenemos foto del asesino.
De nuevo los seis inspectores elegidos para enfrentar la “crisis del asesino múltiple”, reunidos en Madrid, con el Comisario Prieto al frente.
López había regresado de Oviedo mucho más confundido que cuando viajaba en busca de una razón del crimen adaptada a los asesinatos anteriores. Aunque sería mejor decir que regresó sin ánimos para seguir la pista de aquel grupo perfectamente organizado y que, saltaba a la vista, ejercía un tipo de justicia radical, incluso saludable.
— Como no haya sido cosa de un imitador, ¡lo juro, ni una maldita pista! —soltó López para cubrir el expediente.
— Demasiada perfección para un imitador —murmuró Prieto.
— Yo he visto en Internet hasta el último detalle de los crímenes, jefe. ¡No veo la dificultad en imitarlo!
— El jodío pico de la jodía paloma —Prieto apretaba los puños sobre la mesa— señala, al milímetro, el lugar donde clavar el…, lo que sea que utiliza.
— Picahielos —Fariñas sonreía— Como la Sharon Stone en la peli.
— Joder, Fariñas —López, en el fondo, admiraba la flema del gallego—, no sé de dónde sacas el humor, tío.
— ¿Y para qué sirve cabrearse?
— Visto así —decidió López.
— Pues eso, hombre.
Ibarra tampoco encontró demasiado en Bilbao.
— Un tipo normal, si es normal estar forrado, con una familia normal —hizo una pausa— Bueno, una hija tiene problemas psiquiátricos graves, pero desde la adolescencia… Ya lo hemos hablado, ¿no?
— ¿Drogas? —preguntó Juancho.
— No. La familia no habla mucho de ella, pero, por lo que logré averiguar, se autolesionaba, “trastornos del desarrollo”, creo que lo definieron.
— ¡Joder con los trastornos! —todos miraron a Juancho sin comprender el interés en aquella hija— Tengo tres en la edad del pavo, no los aguanto, cierto, pero, no sé, por lo normal…
— ¿Qué es normal? —preguntó Fariñas. El inspector gallego casi siempre se limitaba a preguntar, incluso cuando respondía.
— Pues no sé, tío, las peleas por el horario, las fiestas, botellón, enamoramientos, dietas para entrar en el biquini…
— Vale —Prieto frenó la disputa— Eso no nos lleva a ninguna parte.
— Comisario, nada en estos asesinatos, nos lleva a ninguna parte —López se sentía bordeando la depresión.
En estado depresivo estaba todo el equipo. Y, en el fondo, el estado del inspector López Andrade estaba más vinculado a la deserción: carecía de interés por cazar a los asesinos.
— Bueno, ahora tenemos una foto, ¿no? —dijo Ibarra regresando al punto de partida.
— Os la voy a enseñar, pero no servirá de mucho —tecleó en el ordenador y la pequeña pantalla, al lado de la tradicional vileda, se iluminó con varias instantáneas del mismo sujeto— Como veis, un chico joven, que entra y sale solo, a quien Cortés, como mínimo parece esperar…
— Lo saluda en la puerta —López intenta ver algo por entre la mala calidad de la grabación— No tenemos voz, supongo.
— Eso, ni en las pelis, chaval —atajó Ibarra— ¿Las cámaras están por toda la casa o sólo en el exterior?
— En realidad, el grueso en el exterior —Prieto toquetea los extremos de su bigote— En el interior, tan sólo había dos cámaras en el gimnasio.
— O sea, donde lo mataron, ¿no? —Fariñas parecía esperar un milagro.
— Sí.
— ¡Coño, lo tenemos! —casi gritó Juancho.
— Pues no. Esas, tras inmovilizar a Cortés, fueron desconectadas. ¡No tenemos una mierda! —golpeó los dos puños en la mesa— Estamos peor que al principio.
— Estamos igual, ¿no?
— No, Fariñas, no. Peor. Ahora tenemos a la prensa mordiéndonos los huevos y al ministro pidiendo esos mismos huevos para desayunar. ¡No estamos igual!
— Lo de inmovilizarlo es nuevo —Lola miraba la secuencia quieta del chico que extrae de la bolsa deportiva el ilegal artilugio y lo clava en un costado de la víctima.
— ¿A qué crees que se debe? —preguntó Prieto.
— Tal vez, a los otros, el asesino se presentó “vestido para matar”…
— Será vestida, ¿no? —preguntó López mirándola con interés, ella afirmó sin palabras— Pareces deducir que el resto de los fiambres —dudó unos segundos— ¿contrataban servicios de putas?
— ¿No te parece? —Lola lo miró, López asintió en silencio.
Cojonudas, pensó, utilizan el oficio más antiguo, los flancos más jodidamente vulnerables, ¡y se los cargan! No lo reconocería, pero, a medida que avanzaban en aquel caso, a López lo iba ganando la admiración por las asesinas. A estas alturas, por más que no lo dijera en voz alta, estaba convencido de que tras las muertes no había un psicópata macho, sino un organizado grupo de mujeres. Probablemente sin traumas ni notas psiquiátricas en sus vidas. No sería el primer caso, también entre los policías se producía algo similar al Síndrome de Estocolmo descrito entre los secuestrados finalmente fascinados por sus captores. Salvo que del Síndrome policial admirando al asesino no se hablaba, tal vez para no generar desconfianza, bastaban los casos de corrupción.
Se hizo un incómodo silencio. Excepto Prieto, todos repasaban las secuencias recogidas por las cámaras de vigilancia en la inmensa casa de Cortés. Un chico, no muy alto, delgado, desgarbado aunque esa apariencia se basaba en el vestuario, rubio casi albino, al menos por los escasos mechones visibles en los bordes de la gorra, aunque podía ser una peluca, o un tinte provisional…
Prieto tenía razón: nada.
— ¿Vas a mandar a alguien a Mallorca, jefe? —Dolores Martos, Lola, mira con cierta aprensión al Comisario, ser la única mujer en aquel grupo le parece una desventaja.
— No. También piden que nos ajustemos los gastos…
— Como siempre —por alguna misteriosa razón que se escapaba a todos los presentes, Agustín Bravo, sólo intervenía detrás de Lola— Lo que no sé es cómo piensan que lo vamos a resolver…
— A ver —Prieto había encontrado la mejor válvula para dar salida a tanta frustración profesional— Imagina por un momento —levanta el índice de su mano derecho y enfila a Bravo—, que te conceden carta blanca en gastos, ¿qué se te ocurre hacer?
— Nada.
Prieto levantó las manos con las palmas hacia el techo.
— Y la hermosa teoría de vengadores contra las sotanas, ¡a la puta mierda! —dejó escapar López.
¿Trataba de borrar su creciente fascinación expulsando la tinta del enfado?
— Yo creo que no estamos ante un solo tipo —Lola había cogido gusto a opinar, Prieto pensaba que ya iba siendo hora, le habían introducido a la inspectora Martos “para tener la visión femenina del crimen”, pero poco había aportado hasta el momento. Nadie, en realidad— Ya sé, en la foto se ve lo que parece un chico…
— ¿Parece? —preguntó Fariñas mirando a Lola.
— Con esa ropa, te juro que me la pongo yo, me recojo el pelo bajo una gorra, ¡y crees que soy un chico!
— ¿No estarás diciendo que esto es obra de una mujer? Bueno, de varias.
— Las hemos descartado de mano, me pregunto por qué.
— Y está eso de “vestidas para matar”, ¿no? —Fariñas la miró con un interés nuevo— A mi no me parece descabellado.
Todos miraron al gallego. Nadie pensaba en las mujeres cuando se topaban con crímenes como aquellos.
— En casi todos los casos, las víctimas habían abusado de menores, o maltratado mujeres, ¿no?
— Tú lo has dicho —Ibarra la miraba con atención—, en casi todos. En el de Bilbao, te juro que ni una denuncia.
— ¿Y la hija?
— ¿La chiflada?
— ¿Alguien ha podido leer su historial? —insistió Lola.
— Secreto profesional —atajó Ibarra— Lo intenté.
— Salvo que consigamos una orden judicial —miró al Comisario— ¿Se puede?
— Puedo intentarlo. Sigue con esa teoría del grupo de mujeres asesinas.
— Por probar —López era quien peor llevaba aquel caso.
— Bueno, mujeres o no, más de uno, seguro —Lola fingió no haber escuchado el comentario del inspector López—. No se pueden estudiar tan minuciosamente a los tres que ya llevamos en un mes. Y en puntos diferentes, para colmo. Esto requiere un trabajo de equipo.
— Asesinos en equipo —López sonreía— Hasta contamos con la certificación de los forenses, ¿no? Según ellos, cada dibujo pertenece a una “mano” diferente. Mira, pues no suena mal. Cambiamos lo de asesinos en serie que tiene mala prensa por asesinos en equipo…
— ¡López! —chilló Prieto después de ver que Lola bajaba la cabeza— Loga sigue con la teoría, coño. Y, mira, esto es un equipo con demasiada testosterona, no hay mala idea, te lo juro, así que tómalo con calma. Entre ellos también se insultan y se dan de hostias.
— Vale.
— Lo siento, Lola —López se dio por aludido— Pero, antes de que sigas, yo mismo pensé en el mismo móvil para los crímenes. Sin descartar que puedan ser tías las asesinas, lo que sí puedes descartar es el móvil general de los abusos o los malos tratos. Puede que el tipo de Bilbao hubiera abusado de la hija, tienes razón y no se nos había ocurrido, pero presenta un cuadro bastante frecuente para esos traumas —Lola lo miraba con interés, algo recíproco, López estaba pensado en que la inspectora tenía un pelo precioso y unos ojos negros y brillantes— Pero, te lo juro, el pringao de Oviedo, por no tener no tiene ni mujer —se paró de golpe, ¿por qué ocultaba sus propias sospechas con la joven maltratada del entierro?
— ¿Madre, hermana, tía, no sé?
— Una hermana —Lola hizo un gesto— Ni se veían, ni pertenecían al mismo mundo, ni creo que se atreviera a tocarla. Puta, de alto standing no creas, especializada en sado.
— ¡Joder, macho, cómo te lo montas! —Juancho se dio cuenta al segundo de su metedura de pata— Lo siento.
— En cambio, Cortés vivió todo un escándalo hace un año, más o menos —Ibarra iba animándose— ¿Os acordáis?
— ¡Como pa no acordarse! —Agustín termina por integrarse— Todo un campeón olímpico con un harén entre los chicos y las chicas que entrenaba. El tipo le daba a todo, sin discriminar. ¡Menudo cabrón!
— Pero, hasta dónde yo sé, si no me perdí —Fariñas hablaba casi para su camisa—, hemos de descartar que sea una venganza contra los curas, por los abusos a niños, digo…
— Lo que no evita que, simplemente, se carguen a quien haya cometido esos, o parecidos, crímenes —Ibarra pensaba en algo casi olvidado de Bilbao— No sólo curas, vaya.
— De los curas no tenemos datos de todos, pero, casi pueden ir todos en el mismo saco —Lola se afianzaba en su teoría— Del notario, yo no lo descartaría hasta ver los informes de la hija, de Cortés, a la vista está —hizo una pausa— Tan sólo falla el de Oviedo.
— Vamos a olvidar al de Oviedo por un momento —Prieto no deseaba dejar escapar el poco entusiasmo resucitado en el grupo, ni la participación de Lola— Imaginemos que todos han cometido abusos, físicos, emocionales... Tendría lógica que fuera un grupo de mujeres —regresó al maltrato de su bigote.
— No es por joder —Fariñas se dirigió en concreto al Comisario— Por experiencia, al menos la mía, cuando una mujer se carga a un tío, amén de que suele suceder en el terreno familiar, lo hace con métodos más sutiles.
— De acuerdo —de nuevo Lola tomó la iniciativa— Puede que los hayan decidido las víctimas, o sea menores en su momento y niñas que ya pueden ser mujeres, y que los hayan encargado.
— Primero —Juancho va levantando los dedos de su mano—, los muertos no pertenecen, ni a la misma ciudad, ni a la misma clase social, ¿se anuncian los asesinos por Internet?
— Es posible —atajó Agustín— No de frente, pero sí camuflados. En la Red puedes encontrar de todo, putas, armas, plutonio, diamantes de sangre… Se trata tan sólo de saber buscar.
— ¿Y todos buscaron al mismo grupo de asesinos? —hizo una pausa para mirar a Lola— Segundo, los asesinatos por encargo, son rápidos y sin contacto, ya sabéis, armas de fuego a distancia, o, caso de alguna vendetta particular, el “cliente” podía haber pedido una marca, no sé, que le cortara lo cojones, o la mano…, pero aquí, lo que tienen todos es un puto símbolo que no lo descifran ni en el obispado. ¿No? —miró a López.
— Esos deben estar jodidos, se les han terminado los mártires y su gloriosa teoría de una confabulación contra la Iglesia —respondió López.
— Ya, pero, no conocían el maldito dibujo, ¿no? —insistió Juancho.
— Al completo no. Ya os lo dije.
— Pudieron haberlo creado especialmente para estos asesinatos —murmuró Lola.
— Resumiendo —Prieto se levantó mientras se le iba poniendo roja la piel que rodeaba al maltratado bigote— Tenemos a un grupo que, es posible, que trabaje por encargo… ¿Quién controla algo del jodío mundo de Internet?
— Podemos pedir ayuda a los chicos del CESID —añadió Ibarra— Tienen expertos propios.
— Ya —López creía poco en los resultados cibernéticos— Pues, hasta la fecha, no han dicho ni mu de los archivos diocesanos. O no entraron, o no existen. ¡Coño, la Iglesia prefiere la tinta!
— Y la hoguera —terminó Fariñas.
— ¿Qué les pido que busquen?
— Anuncios que oferten esos servicios de “limpieza” —dijo Agustín.
— Pero, ¿vienen así mismo? —preguntó Prieto incrédulo.
— No, hay que saber buscar.
— O sea, tendrán que poner a currar a sus hackers —dijo Lola— Pero, los tienen.
— Bueno, al menos tenemos una teoría.
— Lo dudo, Comisario. Basta con que uno no encaje para que no sirva, al menos, no cómo la hemos creado. Insisto, el de Oviedo no encaja.
Pero, ¿qué estoy haciendo, joder? Le había salido sin pensarlo, como si pretendiera romper un camino capaz de llevarlos hasta las asesinas. A esas alturas todos incluían al sexo femenino en la sospecha.
— O no lo viste —dijo Lola mirándolo.
Por un segundo, López casi se siente descubierto por Lola. Se imaginó contándoselo, poniéndose de acuerdo para dejarlas escapar.
— Vamos a suponer que la tenemos —insistió Prieto, moviendo las manos en el aire y dejando tranquilo su bigote— Yo me encargo de CESID. López, por favor, revisa de nuevo el caso de Oviedo, parece que es el único que puede fallar. Lola, ve en busca de todas las organizaciones, asociaciones y lo que pilles, de mujeres…
— ¿En general?
— No, te saltas amas de casa y similares.
— Feministas, grupos de apoyo a maltratadas…
— Veo que lo pillas. Ibarra, ve redactando un informe para hacer la solicitud al juez para ver el historial de la chica esa…
— Hay una cosa —Ibarra levantó la mano.
— ¿Qué?
— Verá, Comisario, yo no había previsto esa teoría —buscaba el modo de encontrar lógica a lo que iba a decir— La familia del notario es normal, pulidos, limpios, triunfadores… Pero, la mayor…
— ¿La que parecía vivir al margen de la familia? —preguntó Lola.
— Sí, diez años mayor que la internada. Cuanto más vueltas le doy a las notas y repaso cada imagen, más me convenzo de que su único interés, incluida su presencia en el funeral, se vincula a la necesidad de “proteger” —señaló las comillas en el aire— , a la hermana pequeña.
— Sería bueno que le sonsacaras algo. Seguro que está deseando hablar —Lola parecía entusiasmada.
— ¿Por? —preguntó Bravo.
— Puede que el padre abusase de la pequeña y la mayor decidiera vengarse…
— Un poco tarde, ¿no? —preguntó Ibarra.
— Las cosas no se hacen cuando se debe, sino cuando se puede. No hay nada más jodido que descubrir al monstruo en tu padre y delatarlo —decretó Lola.
— No sólo, Lola, al marido, al novio…
— Cierto —lo miró— Pero menos, no deja de ser un extraño, no el padre que te dio la vida ¡Joder con el marrón que debe ser eso pa una cría!
Todos callaron unos segundos, como si buscaran en sus recuerdos algún monstruo familiar.
— Los demás, echáis una mano —Prieto rompió las búsquedas interiores—. Y, ya puestos, a ver si alguien da por fin con el arma homicida —miró a Fariñas— O con Sharon Stone.
— Ya me gustaría —murmuró Fariñas.
— Mucha tía pa ti —soltó Ibarra— Y pa los demás, no creas, que mucha boquilla y poca —se frenó mirando a Lola.
— Polla, ¿no? —terminó ella.
— ¿Qué dice el informe del forense? —preguntó Agustín, tal vez para evitar el chiste fácil o el chascarrillo machista.
— Ya lo hemos repasado varias veces, chaval: instrumento de metal punzante, como de diez centímetros. Y, como sabéis, debe tener mango, o similar, porque en todos los muertos aparece una ligera marca redondeada debajo de la herida.
Lola estuvo a punto de decir algo. Decidió callar.
Cuando llegó a su solitario apartamento, Lola fue directa al armario de la habitación, rebuscó entre el desorden hasta encontrar los únicos zapatos de tacón de su vestuario. Su hermana se había casado en Navidades y le dio el gusto de vestirse de mujer, por favor, vestido, tacón, ya sabes. Miró el reloj, las siete de la tarde. Después de la reunión, se paso horas buscando organizaciones, grupos y todo cuánto se le ocurrió, tenía tres citas para el día siguiente.
— Me da tiempo.
Salió a la carrera en busca del restaurante de donde solía subir platos caseros cocinados, al menos evitaba la comida basura tanto como podía. Pidió un rollo de carne asada. Entero.