Lunes 4 de octubre
Bárbara consiguió terminar el domingo anestesiada por el alcohol, la comida basura, las cintas de terror apenas entrevistas por entre la bruma de una duermevela que la llevaba a sentir, como siempre, el dolor de una ausencia, la de Chelines.
Cuando la perdió, Baby recorrió todas las fases posibles del luto, desde una ira rabiosa hasta la melancolía de la derrota. No lograba enterrar su recuerdo. El hecho de que nunca se hubiera encontrado el cuerpo, la convirtió en un fantasma de carne, alguien voluntariamente escondido. Alguien a quien Bárbara esperaba del mismo modo en que las princesas de los cuentos esperan la llegada del príncipe elegido: dormida.
Dormida porque todos sus sentidos se cerraron en el mismo momento de la despedida, cuando Mercedes, antes de subir al coche la miró. La miró.
La suya era una viudez sin cuerpo a quien llorar. Como las mujeres de los pescadores cuando en su tierra aún existían pescadores y mujeres que los esperaban.
No logra desprenderse de aquel rostro, huesudo, hermoso y enfebrecido, aquel verano del noventa y ocho, cuando Chelines, a modo de despedida definitiva, tras introducir a su madre, Gloria Altamirano, en el coche que le serviría como ataúd, se giró y dijo, sin apenas voz: ¡Ah! Te quiero, casi con la indolencia de quien recuerda haber olvidado el bolso. Y eso, seguro, no lo soñó. Vuelve a verse a sí misma, paralizada, quieta y muda: un ídolo del mal vencido por un verbo.
La princesa de profundas ojeras conocía el modo de conjurar al monstruo y destruirlo: bastaba conjugar un verbo. Un verbo tan repetido y conjugado que casi había perdido el valor y el sentido.
¡Ese rostro! ¡Esa confesión! La conjugación de un verbo imaginado durante años; un te quiero que Bárbara había soñado, incluso escenificado, de mil maneras diferentes, jamás en forma de despedida. De tanto imaginarlo, creyó haberlo escuchado alguna vez, sin embargo, tan sólo se lo conjugaron aquella madrugada fatídica, al borde de todos los abismos.
Te quiero.
Debería prohibirse semejante verbo. Una docena de años después de haberlo escuchado, aún hiere su corazón como una estaca afilada.
De nada le sirve atiborrarse de comida; cambiar la costumbre del ron por la ginebra; encerrarse en la más profunda soledad… Aquellas dos palabras permanecían, y lo hacían con la voz de Chelines. Siempre.
Te quiero.
No miró el reloj cuando sintió hambre y la noche llenaba la ventana. Se parecía a las hienas, aunque eso también se lo habían dicho. Una hiena, despreciada por todos, comiendo basura, relegando el sexo a la pura anécdota. Aunque, en realidad, podía decir, a estas alturas de precoz menopausia: definitivamente sin sexo.
Ni deseo.
Bárbara era un inmenso trozo de grasa sin deseo.
Incluso creía sentir un conato de repulsión con sólo imaginarse compartiendo flujos íntimos en la misma cama. Le parecía haber recobrado el viejo asco materno por “esas cosas del matrimonio”; tal vez por eso, mojaba en anís los chupetes de sus hijos. También para evitar un llanto capaz de enfadar al hombre con quien compartía miseria y desesperación.
Bárbara, incluso llevaba meses sin masturbarse, sin necesitarlo.
Muerta.
Muerta y esperando el imposible regreso de Chelines. De la princesa desteñida, odiada por su madre y amada por una abuela que Baby hubiera deseado compartir.
— ¡Mierda!
Si no fuera por los recuerdos del padre medio fugado siempre de sus vidas, por el renovado y odiado recuerdo del abuelo, podría jurar que todos los retazos de su vida, estaban señalados con nombres de mujer. Los escasos buenos recuerdos, las escasas risas, los parcos momentos de calma, llevan nombre de mujer. También los abandonos, la soledad, la desesperación y el desolado territorio donde malvive.
Para colmo, lleva tres años desterrada en una tierra desconocida e inhóspita. A veces, lamenta no estar en Huelva y poder escuchar aquellas desgraciadas y desgarradas aventuras de los clientes fijos en el Pentagrama. Anécdotas que jamás podrían darse en la muy fina, muy elegante, muy culta, muy culta y envarada, ciudad de Oviedo.
El Norte era otro mundo.
Claro que, habitando en el infierno, importa poco el escenario donde las hogueras consuman el alma.
Chelines.
Lo gritan sus entrañas, no su boca. Bárbara lleva años sin pronunciar en voz alta el nombre de su amada. Teme que, al nombrarla, se borre definitivamente. Al contrario que los dioses, para ella, las palabras no crean nada, lo destruyen todo.
A las ocho de la mañana, el móvil la devolvió a una realidad detestada y cada día más solitaria, despoblada de sentimientos, tan árida como brutal.
— Bárbara, el jefe me ha pedido que te llame a estas horas para que llegues a tiempo a la entrevista…
— Juani, por Dios, la tipa esa llegará a las diez de la mañana.
— Pues eso, para que te vayas preparando.
— Vete a la mierda, Juani.
— Estoy rodeada, Baby.
Y colgó. Algunas mañanas, la frustración llevaba a Juana a perder los papeles. Sin el atronador ruido de Bárbara, en sordina y sin llamar demasiado la atención.
— ¡Pobre monstruo! — murmura Baby, tal vez por las dos.
Alguna vez, a Bárbara le parece que Juana está construida por dos partes de mujeres diferentes, contradictorias incluso: una mitad superior bien realizada, estilizada incluso, poco pecho, estrechos los hombros; justo donde terminaba la cintura, parecían haberle pegado un cuerpo de otra que se desparramaba y bamboleaba grumos de celulitis hasta llegar a los tobillos. Imaginaba que la lipoescultura soñada, tendría que realizarse con instrumentos de carnicería si pretendía poner en equilibrio ambas partes de su cuerpo.
Marco Aurelio debió pensar que lo suyo se parecía a lo de Patricia: ella misma confesaba necesitar dos horas para “ponerse presentable”.
— Si eso le pasa antes de los cuarenta ¿Cuántas necesitará dentro de diez años?
Al menos ser un monstruo tenía la ventaja de no necesitar tan largas ceremonias de puesta en escena. El personaje ya venía diseñado de fábrica. Con Bárbara, todo era cruelmente real, sin afeites ni disimulos.
— Café, necesito dosis doble de café.
Sus vituallas volvían a ralear, ¿dónde se había metido un carro de compra lleno de comida? Por suerte quedaba café para dos cafeteras.
Se sentó ante el ordenador, introdujo el pendrive, por cierto quedaba pendiente de pagarle este servicio a Félix, aunque le había servido para aumentar sus profundos conocimientos sobre el personal de la ciudad y él se daba por pagado. Con todo, no permitiría que el bufete negociase con los placeres cotillas del hacker. ¡Qué pagase!
Fotos; Bárbara repara en los ojillos semi cerrados, la barbilla retraída, escaso pelo ralo, boca fina como una tajada de cuchillo. Un rostro incapaz de inspirar confianza.
Ficha del personaje Rafael Pernas. En realidad, nada destacable salvo aquella querencia por permanecer siempre entre las fronteras conocidas de su comunidad. Mejor reyezuelo en pequeña provincia que noble de baja estofa en la capital.
Soltero recalcitrante. Bárbara pensó que ninguna llegaba al grado de desesperación suficiente para enfrentarse a semejante rostro todas las mañanas. Ni siquiera se trataba de belleza o defectos físicos, lo de Rafael Pernas se vinculaba más a esa sensación de mal fario presente en algunos especímenes, algo que no curaban, ni los afeites, ni el dinero, ni la posición social. Algo en sus rasgos producía repulsión y rechazo, sin poder dar una razón concreta.
Entrevistas, sobre todo del día en que le concedieron la Medalla de Oro de Asturias. Respuestas tópicas, ausencia de interés en cada una de sus frases.
Por último, la memoria de aquel otro periodista, El Chinas.
— ¿Qué carajo vendrá buscando la cirujana de los cojones?
Mira la hora en el móvil, las nueve y tres minutos. Decide salir en dirección al bufete, seguro que a Marco Aurelio le quedan aún instrucciones para tan importante visita. Recordó que le había pedido que estuviera allí a las nueve. ¡Qué se joda y se coma las uñas! Seguro que la tal cirujana, además, estaba de buen ver, algo que ponía de buen humor al abogado. La belleza es un regalo, no se puede blasfemar no admirándola. Y Marco Aurelio, en lo tocante a ese mandamiento, funcionaba con una ortodoxia inflexible.
— ¡Estará buena, seguro! —evita el espejo del baño mientras lava los cristales de las gafas— Es como en las maldiciones gitanas: se les concederá cuanto pidan y un poco más.
Bárbara siente que se ahoga, que incluso boquea como un atún prisionero en la almadraba, luchando sin esperanzas en medio de un oleaje de sombras.
¿Para qué servía la vida? Ella nunca realizará una pregunta tan filosófica, sin embargo, todo su cuerpo lanza, sin saberlo, esa pregunta ciega.
Naturalmente, llovía, de esa manera mansa que más parece humedad flotando y termina por empapar hasta los más oscuros pensamientos. Un cielo oscuro como el sobaco de un murciélago y una luz gris y lechosa envolviéndolo todo.
Bárbara odiaba aquellos días, por desgracia para sus huesos, demasiado frecuentes. Entonces recordaba su abandonado Sur y casi sentía nostalgia. Sin embargo, no deseaba regresar al lugar donde todas las esquinas repetían el nombre de Chelines.
En el fondo, aceptó seguir a Tesa para salir del escenario donde bailaba, endemoniadamente, la imagen de Chelines. Creyó que la distancia y el cambio, servirían; además, aquella ciudad ya estaba manchada con una remota venganza, no cabría nada tierno en ella, ni siquiera el persistente recuerdo. Fracasó estrepitosamente. Ciertos sentimientos no los borra ni la parca, tan sólo se tornan tolerables en su dolor, se transforman en un fuego de turba, sin llamas, pero mucho más destructor.
Aparcó en el garaje del bufete y tomó el ascensor.
— Buenas —medio gruñó en dirección a la mesa de Juana.
— Te espera.
Juana no levantó la cabeza de sus notas. Un mal día. Un buen desayuno de bilis, sí señor. No dijo nada, todo endriago goza del derecho al cabreo. Caminó hasta el despacho de Marco Aurelio pasando por el de Patricia.
— Bárbara, bonita, espera por favor.
Los dientes crujieron en el interior de su boca. No importaban las ganas que aquella mujer mostrase por ser amable, encantadora incluso; a Bárbara, cuanto mayores eran los esfuerzos, más encono resistente le producía. Frenó los pasos y la miró con su mejor gesto de buldog.
— ¿Estás bien? —preguntó Patricia.
— ¿Eres médico?
— No, trataba de ser buena compañera —Patricia sólo toreaba en su plaza y sus propios toros— Tengo que pedirte otro trabajo para tu hacker…
— Pues tendrás que esperar, ahora está con un asunto del jefe —Patricia sonrió y Bárbara apretó los puños para no partirle la hermosa sonrisa— Por cierto, me espera.
A esas alturas, ya no le quedaba ni rastro de la ducha, todo su cuerpo emanaba el hedor a grasa de las gordas; el mismo que provocaba un levísimo frunce en la nariz respingona de la bella Patricia.
— Buenos días, Bárbara —Marco Aurelio movía papeles, tecleaba en el ordenador, consultaba la agenda…
— ¿Cómo lo haces?
— ¿Qué cosa?
— Hacer, o parecer que haces, varias cosas a la vez.
— Las hago —levantó la cabeza y sonrió— Pura costumbre —apoyó las dos manos juntas sobre la mesa— Gracias por madrugar.
— Tengo la información del fulano ese que pidió la cirujana.
— ¿Ya?
— Tú dices que el trabajo es sagrado.
— Vale, pero como fue fin de semana.
— Algunos no tenemos vida privada.
Se arrepintió nada más decirlo. Llevaba años tratando de mantener la regla básica de hablar sobre sí misma lo menos posible: nadie te ayuda, nadie te salva, pero utilizan tus debilidades para hundirte un poco más. En eso, su tierra era el mejor ejemplo, se lo aseguraba Pamela, si te ríes to Cristo te sigue el chiste, si lloras, te jodes sola. Tal vez por eso, Pamela se hizo experta en hacer lutos de fiesta y jarana. Marco Aurelio no comentó su frase; en su perfecto pragmatismo no entraban las preocupaciones afectivas por quienes lo rodeaban. Bárbara se alegraba de tan pragmática costumbre.
— Creo que será mejor no decirle nada. De momento, ¿no crees?
— ¿A la cirujana? —el abogado asintió con la cabeza— Es probable. De todos modos, tú mandas. Yo cumplo mi parte.
— Por cierto, muy bien, Bárbara. Te confieso que no tuve muy claro para qué contratarte, pero a estas alturas, no sé qué haría sin ti —soltó una risa tipo fraternal— ¡En serio!
— Ya.
— ¿Necesitas un aumento de sueldo?
— Como quieras.
— ¡Joder, Bárbara, eres única!
— Por suerte para la humanidad. Bueno, te dejo mirando la información, espero en mi cubículo a que me llames.
— Vale.
Cuando Bárbara volvió a pasar por delante del mostrador donde Juana mantenía el enfado y la cabeza gacha, hizo algo inesperado, sobre todo para ella misma.
— Juani, escucha —la aludida levantó la vista sin quitarse los auriculares— Yo no tengo problemas de pasta, vamos que no tengo en qué gastarla —ahora Juana se quitó los cascos— Pregunta cuánto te cuesta eso que quieres hacer, te lo financio.
— ¿Por qué? —preguntó con los ojos brillantes.
— Pues, porque sí. ¿No te vale?
— Sí, pero, no sé cuánto tardaría en devolvértelo.
— Ya te dije que no lo necesito, ¿sabes cuánto necesitas?
— Bueno —tragó saliva— para la primera parte, porque no se hace todo de golpe, unos cinco mil euros…
— Vete pidiendo cita y permiso a Marco Aurelio, si te pone pegas, dímelo, me debe varios favores.
— Baby —le tembló la voz, para cuando consiguió decirlo, Bárbara ya estaba entrando en su pequeño despacho.
— ¡Tenemos otro! —el Comisario Prieto se frotaba los ojos por debajo de las gafas— ¡Un jodío militar!
Ninguno de los seis inspectores dijo nada. Demasiados meses dando palos de ciego, sin pistas fiables, sin indicios o cabos de los cuales tirar. Se sentían como condenados a presentar un espectáculo con las manos atadas y amordazados. Cada vez que creían encontrar un lugar por donde torear los crímenes, el toro saltaba la grada.
— ¿A alguno se le ocurre alguna “razón” —el Comisario miró la foto del capitán Valdés— para que este tipo forme parte del club de asesinados?
— Tan sólo que van, o va, a velocidad de vértigo —dijo Juancho.
— Sí, como si estuviera en crisis de paranoia —añadió Ibarra.
— A mí, las pijadas esas de perfiles de asesinos, curvas de actuación y demás, en serio, me suenan a mucha peli americana —soltó Fariñas, totalmente desorientado.
— Depende —murmuró López
A él lo convencieron a medias después del caso de un asesino disociado, eso sí, cazado por pura casualidad. Lea no había llamado para darle ninguna pista sobre su hermano. Isidro había sido el primer escollo, la primer duda real sobre la causa común entre los asesinados. Y le había tocado a él. Y tenía la certeza de haber cometido un error de bulto. Justo con la chica del brazo escayolado. Ni siquiera lo lamentaba, había entrado en una fase de melancólica indiferencia.
— Pues suelen tener cierta lógica —se sumó Martos.
— A ver, Lola —Fariñas aprovechó para aflojar sobre otros hombros parte de su frustración— Mira el grupo de asesinados —señaló el panel donde estaban todos— ¿Qué hostias tienen en común?
— Son hombres —respondió Martos sin levantar la voz.
— ¡No me jodas!
— Pues es cierto —el inspector Bravo, como siempre que intervenía Lola— Son “crímenes de género” —dibujó las comillas en el aire— Y no son casuales, aunque pueda parecérnoslo.
— Vale —Fariñas se inclinó sobre la mesa— Estoy contigo, chaval: matan tíos y debe ser por algo, pero, perdida la pista de los malos tratos a mujeres o niños…
— ¿Nada en la vida del capitán Valdés? —interrumpió Martos.
— Nada, Lola —respondía Prieto— Uno de esos nuevos militares, limpios de pasado, con formación universitaria, sin una mala multa de tráfico. Además, la mayor parte de su vida profesional en misiones de paz.
— ¡Joder! —farfulló Dolores Martos.
— A eso iba —retomó Fariñas— Ni crímenes comunes, ni clase social común, ni profesión, vaya que ni siquiera vinculada al mismo grupo social, a una enseñanza común. Joder ni siquiera una enfermedad compartida. ¡Nada!
— Que veamos —terminó Martos.
— ¿Una enfermedad? —preguntó López.
— Era por decir algo, coño.
— Sin embargo, puede que todos los muertos estén enfermos de lo mismo.
Lola miró a López con un interés nuevo. ¿Qué demonios le estaba sucediendo? Era el único a quien aquella persecución a ciegas había cambiado de manera radical: pasó de una cierta prepotencia profesional a este nuevo estado entre la resignación y la indiferencia.
— Sé que lo has mirao —intervino Ibarra— Yo también, confieso que me están quitando el sueño, pero, ni nosotros, ni los chicos del CESID encuentran una puta mierda por dónde empezar.
— ¿Serán aleatorios? —preguntó Juancho.
— Lo dudo —intervino López— Cuando se mata por puro azar de darle gusto al morbo, uno no se molesta en dejar una pista como la ese tatuaje.
— Pista, ¿de qué? —preguntó Ibarra.
— Creo que si lográramos descifrar ese símbolo, sabríamos quién está detrás —. Martos lo aseguró con tanta contundencia que se produjeron unos segundos de silencio.
— La Trinidad —dijo López— ¿Y qué? Si los muertos fueran gente vinculada a la Iglesia, al Opus o los Legionarios de Cristo, o la misma Biblia, el símbolo tendría sentido. Pero, con un traficante de poca monta, un notario, bueno ese también estaría, pero tampoco este militar —levantó las palmas de las manos hacía el techo— ¡Ya me diréis!
— Eso nos ha despistado —a medida que hablaba, Martos iba encontrando una lógica, aún dispersa, en su discurso— Vamos a ver —se levantó y fue hasta el panel con todos los muertos fotografiados— Creímos, ante los cinco primeros, que se trataba de algo así como una vendetta contra la Iglesia, bien —hizo una pausa— No, no era contra la Iglesia, pero sí contra determinado tipo de hombres…
— ¿Cuáles? —interrumpió Agustín.
— Espera, no me cortes el rollo. Sigo. No son aleatorios, ni elegidos al azar, porque conocen perfectamente sus costumbres y se sirven de ellas; es decir, no los recogen en una discoteca, en un club, en un restaurante. Los van a buscar. Luego, todas las muertes forman parte de un plan. Y demuestran conocerlos bien, recordad que sólo uno necesitó ser inmovilizado.
— Cortés —terminó Bravo.
— Claro, si esperaba un chico y llegó una mujer, ¿no? —López miró a la inspectora Martos que afirmó con la cabeza.
— O sea —intervino el Comisario—, según tú, van a seguir matando.
— Creo que lo harán hasta que quieran, o hasta que hayan completado la lista.
— ¿Qué cojones de lista? —preguntó Juancho.
— Si lo supiera, iría a esperarlos, Juancho —en el fondo Lola imaginaba que no iría, que las dejaría actuar.
— Un plan —murmura López.
— Eso es, un plan —termina Martos.
— Pero, si existe un plan, los muertos tienen algo en común —Agustín movió las manos para frenar las protestas— Puede ser un familiar, un conocido… ¿Algún accidente común?
— ¿Accidente?
— Bueno, imaginemos que él, o los, asesinos, han perdido un familiar en un accidente de coche porque el otro conductor, por ejemplo, iba borracho…
— Agustín, ¿en qué novela lo has leído? —preguntó Lola.
— ¿Por? —el violento rojo de sus mejillas fue suficiente respuesta— A ver, Lola, las novelas no se inventan, coño, los escritores eligen las tramas desde la puta realidad.
— Vale —cedió la única mujer— Con todo, a estos tipos lo que los une es algo que sucedió, o de continúo, o una sola vez, y, me juego el cuello, tiene que ver con violaciones, malos tratos, abusos….
— ¿Hay algo en el expediente del capitán, cuando estuvo en alguna misión? —preguntó López.
— No —Prieto repasa la carpeta— Ninguna denuncia por acoso de soldados, ni hombres, ni mujeres… ¡Limpio! —se para un momento— Fueron retenidos por una banda descontrolada de serbios cuando estuvieron en Kosovo…
— ¿Había alguna soldado? —preguntó Martos.
— Una. La soldado Gutiérrez —respondió Prieto, casi dando un brinco en la silla— Localízala y entrevístala.
— Vale.
— ¡Ya mismo!
Dolores Martos se levantó, aliviada al menos por algo qué hacer en aquel endiablado asunto. Sentada en su mesa, entró en Internet. Cuarenta minutos después, tenía la dirección de la soldado Gutiérrez y un número de teléfono. Por suerte, constaba en los archivos del ejército: cobraba pensión de invalidez, justo desde su misión de paz bajo las órdenes del entonces teniente Valdés.
¿Invalidez? Dolores pensó que tal vez le hubiera explotado una mina. Tal vez, aquella heroica misión no terminase de manera tan limpia y tan honrosa como constaba en el informe oficial.
Le costó convencer a la hermana para que Elena Gutiérrez decidiera ponerse al teléfono, mire, puedo citarla a declarar de manera oficial…A veces, existían fórmulas mágicas.
— Vale. ¡Joder, a ver cuándo la dejan tranquila de una puta vez!
La inspectora pensó que quienes no dejaban tranquila a la soldado Gutiérrez sólo podía ser personal del ejército; por lo tanto, algo deseaban tapar a toda costa.
— Diga —la voz sin fuerzas delataba a alguien muy hundido.
— Buenos días, Elena, soy la inspectora Martos, Dolores, o Lola, como prefieras.
— ¿Qué quería? —no aceptó el tuteo.
— Información —bien, pues de manera aséptica— No sé si se habrá enterado del asesinato del capitán Valdés Salcedo…
— Yo no tengo nada que ver con él —demasiada rabia, pensó Lola.
— Estuvo bajo sus órdenes…
— En Kosovo, pero eso fue hace años.
— ¿Resultó herida?
El silencio que siguió a la pregunta podía cortarse. Martos decidió no romperlo, esa táctica solía darle buenos resultados porque, casi siempre, lo que peor se soporta es el silencio cuando tiene algo que ocultarse o silenciarse. Esperó.
— De alguna manera —dijo la voz al otro lado de la línea.
— Pues debió ser grave, he visto que cobra pensión de invalidez.
— A cambio de no volver al ejército. ¡Me gustaba!
— ¿Una mina?
— No —de nuevo el silencio, tres, cinco, diez segundos— ¿Qué tiene que ver con…., con el teniente?
— Tal vez fuera responsabilidad suya —lanzó la frase al azar, también se podían matar pájaros disparando a ciegas. ¿Por qué le adjudicaba el grado de teniente?
— ¡Es un cabrón cobarde! En lugar de cojones, tiene bolas de hielo, el muy….
Se frenó. A la inspectora le pareció demasiada rabia para acumularla durante tantos años.
— ¿Qué le pasó, Elena? —trató de que su voz sonara tranquila, amistosa, cercana. No era difícil para Lola, tendía a meterse en la piel de sus entrevistados.
— No entiendo qué tiene que ver con la muerte del teniente.
— Capitán —lo dijo para provocar.
— ¡Como si llegó a General! —dejaba claro que, para ella, siempre sería el teniente de aquella misión— ¿Qué pinto yo en eso?
— Sospechamos que la causa de su muerte esté vinculada a la misión en Kosovo —otro disparo a ciegas.
— ¿Lo han venido a rematar los serbios? —escuchó una risa nerviosa, la ex soldado Gutiérrez se burlaba.
— No —buscó un tono oficial para su siguiente frase— Creemos que tiene que ver con su comportamiento durante la misión.
— Fue un cobarde y un mierda —pausa— Pero, se lo juro, tengo coartada, aunque, le juro que me alegro de saberlo muerto. ¡Espero que haya sufrido!
— Elena…
— Si quiere seguir preguntando, solicite una orden. No me gusta remover mis mierdas.
La ex soldado Gutiérrez colgó.
Martos decidió pedir un favor. Necesitaba averiguar la causa de aquella pensión del ejército. En principio, las causas estaban sometidas a secreto, pero, para aquella investigación, contaban con algunas prebendas.
Cuando le confirmaron que a la soldado Elena Gutiérrez la diagnosticaron incapacitada para la vida militar por trastorno psíquico grave, fruto de las reiteradas violaciones durante su cautiverio, la información ya carecía de valor.
— Bárbara, ¿puedes venir hasta mi despacho? —la voz de Marco Aurelio llevaba el timbre propio de sus momentos de arrobo.
— ¿Ahora? —preguntó sólo para molestar, sabía que tendría el altavoz abierto.
— Por favor —debía desear partirle la boca en esos momentos.
¡Que se joda! Pensó mientras recogía la cámara de fotos, tal vez para dejar clara su profesión en aquel bufete. Juana esperaba, tan hermosa en aquella mitad de sí misma, a verla pasar.
— Baby, Baby —llamó despacio tapándose el micrófono de la boca.
— ¿Qué? —se paró frente a ella, aún le brillaban los ojos.
— ¡Menuda clienta!
— ¿Está buena?
— Mejor que eso: tiene una clase que lo flipas.
— ¿Cómo Patricia?
— ¡Ya quisiera!
— Vaya.
— Oye —dudó un momento—. La oferta de antes…
— Iba en serio.
— No sabes cómo…
— Déjalo, Juani, aunque sólo sea para ver la cara de Patricia, te juro que valdrá la pena.
— Gracias.
La clase que tanto admiraba Juana en mujeres como la nueva cliente del bufete, no se la administrarían en la Clínica, pero, tal vez subida en una nueva seguridad personal, se transformase. Al menos de sapo a rana, pensó Bárbara, porque al alma, de momento, no le hacían lipo esculturas.
Caminaba los metros del pasillo intrigada por la cliente, cirujana reputada y, según el ojo crítico de Juana, con mucha más clase que Patricia. Es lo que tienen las provincias, hasta en la clase resultan provincianas, incluso cutres por comparación. Soltó una risa de hiena, tan clara que ella misma la reconoció propia de dichas alimañas.
Dio los dos golpes de rigor en la puerta del abogado.
— Pasa, Bárbara.
Bastó una sonrisa de la desconocida y un ligero aleteo de sus manos sobre sus rodillas.
¡Cago en too!
¡Hundida! Bárbara reconocía, como los síntomas de una enfermedad ya padecida, el impacto de aquella mujer en sus neuronas. Mientras ella entraba en el despacho, la mujer se levantó, se giro, sonrió y extendió su mano en dirección a ella. Con una de esas miradas, acogedoras y temibles capaces de hundir la seguridad del monstruo, desarmarlo y clavarle una estaca en el corazón. Cierto, Patricia, objetivamente, era más hermosa, sin embargo, aquella mujer destilaba ese aire imposible de aprender o imitar, que la convertían en diosa cinco segundos después de verla. Se trataba de algo indefinible pero que Bárbara captaba con absoluta claridad. Ella lo detectaba y el resto del mundo incluido Marco Aurelio, babeaba sin disimulo. Se podían dar detalles concretos, pero, por separado, carecían de sentido global: un aire seguro sin apabullar; un encanto, tan natural para ella como respirar para el resto del personal. El tipo de aplomo y clase que le permitiría ponerse un espantapájaros como sombrero que le sentaría como un guante hecho a medida. Incluso “crearía tendencia”.
Aquella mujer sabía perfectamente lo qué quería, cómo lo quería y cuándo. No se imponía, tan sólo caminaba sin desviarse y los demás la seguían como al Flautista del cuento. ¡La puta que la parió! Pensó imaginando que, si le mandaba tirarse por la ventana, Baby se tiraría sin cuestionarse el peligro.
— Hola, Bárbara —la voz, un poco ronca, suave y firme, saliendo de una boca, lo primero que Baby miraba, pequeña, dulce, apta para besar con desesperación—. Soy Andrea —omitió el apellido, no necesitaba antecedentes—. Conozco tu trabajo.
— ¿Las fotos? —se sintió tan mema, tan gorda, tan…
— Tus investigaciones.
Bárbara tuvo la impresión de que la tal Andrea Blázquez de Benito, y no eran unos apellidos cualquiera, nada que ver con los de Isidro, sabía mucho más de ella de cuanto pudiera imaginarse. No entendía ni para ni por qué, pero su visita al despacho se vinculaba a ella, Bárbara Villalta, y no a la reputación del abogado. Aquella certeza le hizo sentirse bien, demasiado bien.
Peligrosamente bien.
— Hemos estado hablando de Rafael Pernas —Marco Aurelio sobraba, lo sabían ellas, lo intuía él aunque se negase a desaparecer discretamente—. Y, claro, nos pondremos ya mismo…
— Marco —. Andrea se giró brevemente hacía el abogado— Te daré ahora la minuta por iniciar la investigación…
— No corre prisa —se aflojó la corbata en un movimiento inconsciente, como una sardina en la red, cabrón, pensó Bárbara mirando a la mujer con gratitud.
— Sí, los negocios son los negocios —extrajo del bolso tres billetes de doscientos euros—. ¿Suficiente para comenzar?
— Por supuesto.
— Entonces, ahora, si me disculpa, quisiera hablar con Bárbara…
— Claro.
— A solas —Baby salivaba de puro placer ante la humillación de Marco Aurelio—. No le importará que la invite a tomar un café, ¿verdad?
— No, claro.
— Gracias —se levantó, miró a Bárbara, sonrió, le tendió una mano— ¿Vamos?
Al mismísimo infierno iría con aquella mujer. Baby imaginó que Chelines estaría sonriendo, allá en el purgatorio donde habitase.
Cuando pasaron por delante de Juana, Andrea hizo algo que terminó de ganarse el favor incondicional de Bárbara.
— Juana, gracias por todo —Juani no salía de su asombro— Espero que volvamos a vernos pronto.
— De nada —murmuró Juana sin levantarse para evitar mostrar su otro yo y con las mejillas ardiendo.
— En el hotel donde me hospedo tienen una preciosa cafetería, y un buen café, ¿te importa que vayamos a ella? Además está cerca.
— ¿Dónde…?
— En el Reconquista. ¿Lo conoces?
Claro que Bárbara lo conocía, de lejos. Aquella exclusiva joya, cuyo precio por habitación suponía varios sueldos y recibía príncipes, presidentes y premiados, no era el lugar donde Bárbara sería bien recibida. Construido en el siglo XVIII como Hospital para pobres y para quienes hacían el Camino de Santiago, Oviedo no sólo era paso obligado, sino que respondía al dicho: “quien va hasta Santiago, sin pasar por el Salvador de Oviedo, saluda al vasallo y olvida al señor”; después sirvió como hospicio, justo por la época de Rafael Pernas.
No podía ser casual. Bárbara no creía en las casualidades ciegas. Los ciegos eran los hombres sobre quienes recaía el tejido implacable del destino.
— No creo que me dejen entrar —dijo Bárbara con más sinceridad de la esperada.
— ¿Por? —Andrea se giró hacía ella. Algunos hombres las miraban, con cierto pasmo, a la hermosa acompañando al endriago, en realidad.
— No voy vestida para la ocasión.
La carcajada de la mujer fue tan espontánea como inesperada y hermosa. Imposible imaginarla haciendo algo sin encanto.
— Venga, vamos —dijo después tomando el brazo de Bárbara como si fueran viejas amigas.
Nada más pasar al portero con levita de la entrada que saludó como si fueran las mismísimas infantas, desde recepción salió corriendo una chica con ajustado traje negro.
— Señora Blázquez —lo dicho, un personaje— Perdone la molestia, es que tiene una llamada de Ruber Internacional.
— ¿Han dejado mensaje?
— No, señora.
— Bien, si vuelven a llamar, dígales que ya me pondré en contacto con ellos. Gracias —sonrió.
Bárbara la imaginó dando órdenes con el chupete aún puesto. Ordenaba sin despojarse de la sonrisa; moviendo la corta melena sólo lo justo; sin alterar el tono de voz. Baby habría dicho algo así como, que no me molesten, con varios exabruptos añadidos.
— De nada, señora Blázquez.
Andrea se giro hacía su invitada ignorando la sonrisa bobalicona de la recadera como si no hubiera estado nunca allí. Indiferencia profesional, sin groserías.
— Por cierto, mejor subimos a mi habitación, estaremos más cómodas —se acercó a recoger la tarjeta a recepción—. Nunca la llevo encima —murmuró—. Podemos pedir un delicioso café y algo dulce, tengo ganas de algo dulce —se paró un momento—. Bueno, lo decidimos arriba.
Bárbara ya se sentía como una polilla danzando en torno a una luz demasiado fuerte. Terminaría con las alas destrozadas.
Tan sólo la inquietaba imaginar qué pretendía de ella.
Por un segundo, tan sólo un segundo, Bárbara pensó en darse la vuelta y desaparecer. No lo hizo. En el fondo, ella, como Pamela, también era una suicida vital. Negarse a vivir, lo que fuera, con una mujer como Andrea, debía ser, como mínimo, pecado mortal.
Puede que el destino elija a los personajes de su teatro, pero siempre existe un segundo, a veces sólo uno, donde se permite al elegido negarse a participar. Debe ser eso que llaman libre albedrío.
— Por favor, ponte cómoda, ¿qué te apetece?
Cicuta, pensó mientras encogía los hombros dejándole a ella la elección.
— Vale —y se dirigió al teléfono sobre la mesa de noche.
En aquella habitación, cabía perfectamente todo su apartamento. Ni siquiera se atrevía a sentarse sobre el tapizado del sofá. Bárbara se vio a medias en uno de los espejos y sintió un calambre en el alma.
¿Qué hacía allí?
¿Quién era Andrea Blázquez de Benito?
Y, sobre todo, ¿qué podía pretender de ella?
Terminó por sentarse en una silla donde calculó que entraría sin romper los finos brazos de madera y se quedó contemplando los gestos precisos y armoniosos de Andrea: descalzando sus zapatos bajos mientras solicitaba café, bollos, y sí, por favor, también esos deliciosas galletitas… sí, esas. Después se giró, buscó a Bárbara con la mirada y se sentó cerca recogiendo las largas piernas bajo su cuerpo.
— ¡Por fin a solas! —dijo levantando los brazos como si la idea le resultara grata y feliz.
— ¿Por qué querías verme a solas? —decidió tutearla para no hundirse a la primera; la miró, Andrea sonreía, relajada y hermosa—. Y no me creo lo de las investigaciones, que conste.
— Pues, mira, te equivocas.
— …
— Antes, querida, mejor tomamos el café y algo dulce. Tenemos todo el día para nosotras —. Bárbara la miró entre asombrada y confundida— No creo que Marco Aurelio, ¡menudo nombrecito!, ponga inconvenientes en que me atiendas, ¿verdad?
— Imagino, sobre todo después de soltarle seiscientos euros.
— Es para lo que sirve el dinero, para comprar tiempo, libertad, espacio…
— Ya.
A ella, en realidad, no le servía para nada. Ni siquiera se había impuesto una meta como la de Juana, soñando con una vida diferente tras la lipo escultura.
— Con tu permiso, me daré una ducha rápida, he llegado esta misma mañana, conduciendo…
— ¿Conduciendo?
— Lo hago cuando necesito pensar con calma. Bueno, no tardo nada.
Recogió sus zapatos del suelo y se fue al baño. Ni siquiera se comportaba como la niña rica que debía ser, o tal vez sí, y las niñas auténticamente ricas son ordenadas con sus cosas. Recoger los zapatos le añadía clase y encanto. Bárbara recordó su innato desastre, una forma de vivir que la rodeaba y la estrangulaba. Ni siquiera había contestado a la mueblería para fijar un día y poder dormir sobre un colchón. Se imaginó a sí misma en una habitación de hotel como aquella: en cinco minutos la habría convertido en una guarida maloliente. En cambio, con Andrea recogiendo sus zapatos y caminando elástica hasta la ducha, la suite mostraba la apariencia de un lugar gratamente habitado, con levísimas huellas de una presencia.
Sí, el perfume.
Bárbara cerró los ojos y aspiró un aroma delicado, ligeramente moteado de jazmines que no se superponía, se mezclaba con las alfombras, la tapicería de las sillas y los sofás, la cama, la mesa, el bolso abandonado sobre la cama.
— Servicio de habitaciones.
Se levantó de un salto. El agua de la ducha seguía corriendo, tendría que ser ella quien abriera la puerta. Baby tropezó con su propia torpeza: no le servía su secular cara de monstruo malhumorado, ni los bufidos, ni la rabia. Abrió la puerta y una chica joven, perfectamente uniformada, esperaba tras un carrito con un servicio de café y varias bandejas.
— ¿Da usted su permiso?
No pudo abrir la boca, se limitó a hacerse a un lado. Ni siquiera se movió de la puerta hasta que la misma chica pasó a su lado.
— Espero que sea de su agrado. Gracias.
Varada, como un ballenato sin aliento, aplastada por su propio peso. Se giró cuando escuchó la voz de Andrea.
— ¡Bravo!
Llevaba un albornoz, iba descalza y se secaba su pelo negro cortado en una deliciosa media melena.
— ¡Qué bien huele!
La antiquísima hambre de Bárbara se escondió tras su úlcera de duodeno. Apenas si podía tragar saliva. Necesitaba una botella entera de ginebra. Se sentó, dejó que Andrea sirviera el café, ¿leche? Negó con la cabeza. ¿Azúcar? Volvió a negarse. En realidad su negativa no respondía a las preguntas de la mujer, si no a su incredulidad por estar allí.
Por sentir la impresión de pertenecer al género humano, sin sobresaltos, sin tambores.
Andrea disfrutaba eligiendo entre los deliciosos pastelillos. Cuando mordisqueó una moscovita cerró los ojos, se pasó la lengua por los labios. Por un segundo, el sexo muerto de Bárbara despertó.
Sobresaltado.
Notó una ligera humedad entre sus muslos ¡Aún podía desear!
Llevaba años sin sentir aquel cosquilleo de deseo entre sus piernas y sus pezones.
— No me extraña que la princesa se los lleve a su príncipe —dijo Andrea sin abrir los ojos.
Bárbara sentía que era urgente romper aquel hechizo.
— ¿Qué quieres de mi?
Andrea abrió los ojos, terminó de masticar su moscovita, se limpió la boca, bebió un sorbo de café. Bárbara se sentía morir con cada uno de aquellos movimientos mientras apretaba la mandíbula para evitar la sonrisa bobalicona que le nacía en el fondo de las entrañas.
— Antes, los guerreros moribundos, entregaban su última voluntad al guerrero enemigo. Por admiración en el valor y por saber, con total certeza, que cumpliría con honor sus peticiones. Así que tú —le clavó una mirada que la dejó desnuda—, eres mi guerrero enemigo, mi honorable enemigo —inclinó levemente la cabeza.
— No sé de qué va esto.
Bárbara la miraba, allí, sentada en una silla que se ennoblecía sosteniéndola. La luz que entraba por la ventana a su espalda, la rodeaba con una luz propia de las santas pintadas en los muros de las iglesias. Recordó la herejía de las guillermitas. ¡No podía ser!
De nuevo resultaba elegida para recoger confesiones, venganzas, muertes. Trató de contener el aliento, que pase, por favor, que pase, pero no terminaba de saber qué debería pasar por encima de su cabeza, ¿Andrea? ¿La confesión? O mejor, el tiempo capaz de estropearlo todo.
— Digamos que es una rendición.
— ¿De qué?
Andrea estiró aquel cuerpo largo, justamente redondeado, maduro y pleno, ¿cuántos años tendría? Bárbara imagino que rondaba los cuarenta, tal vez, la mejor de las edades posibles, según aseguraban profesionales de las nuevas tendencias. Puede que tuvieran la misma edad, pero en absoluto Baby ese sentía en la mejor de las edades.
— ¿Eres lesbiana?
— No —rió con ganas y a Bárbara le pareció una mujer hermosa y normal, si puede considerarse normal ese estar en el mundo por derecho propio, en hueco personal, sin miedos, sin complejos y sin rabia— Tengo pareja, un poco extraña, pero nos queremos. No todos los tíos son unos monstruos…
— Ni todas las mujeres unas santas.
— Cierto. Pero han sido víctimas fáciles.
— ¿Cómo es?
— ¿Quién?
— Tu pareja.
— ¡Ah! —pareció levemente decepcionada—. Es profesor de literatura china. Le gusta el buen vino, sobre todo el blanco afrutado, el mar, la caligrafía oriental, mi perfume y las tardes de lluvia.
— ¡Joder!
A Bárbara le crecía una bola de fuego en el estómago. Aquella extravagante definición le pareció la más hermosa declaración de amor jamás escuchada. Ella nunca podría decir que compartía vida con alguien a quien le gustase su perfume.
¿Qué podía decir ella de Chelines?
Era una niña eterna, perdida en los laberintos del desamor desde la muerte de su abuela, odiaba a su madre en la misma medida que era odiada, se drogaba de manera rotunda y compulsiva. Tal vez, sólo tal vez, estaba muerta. Y, lo peor, se despidió de ella con un jodido “te quiero”.
— ¡Joder! —repitió. Esta vez en respuesta a sus propios pensamientos.
— Ya ves, los opuestos que se atraen —respiró hondo, miró al techo como si pudiera ver el rostro de su pareja en él— Jamás me liaría con alguien de mi profesión, el mejor de ellos es un macarra con ínfulas.
— No me has dicho ni qué quieres, ni por qué me has buscado, porque la investigación sobre Rafael Pernas era una puta excusa, ¿no?
— No del todo.
— Una lástima, hemos encontrado una historia de chantaje que se remonta a los tiempos del franquismo…
— Con alguien que ahora es un distinguido, respetado y millonario dueño de un emporio de la comunicación, ¿verdad?
— Si lo sabías, ¿para qué…?
— Necesitaba conocerte.
— ¿Por?
— Porque, tu amigo, a instancias tuyas, fue el único que vio más allá de la página con ofertas de servicios sexuales especiales. ¡Merecía la pena conocer a quien lo había descubierto!
— No fui yo.
— Ya sé, fue Félix.
— ¿Quién coño eres?
— Guillerma.
Lo dijo sin variar el tono de voz.
— O sea que perteneces a una secta, ¿eres creyente?
— Primero, Bárbara —en su boca, el nombre se cubría de sabores dulces, o al menos se lo parecía a Baby—, no me gustan los inquisidores; segundo —no enfatizaba, no declaraba, tan sólo charlaba—, todo el mundo cree en algo, sobre todo cuando explica sus desgracias, puede ser Dios, la cienciología, o el Moro Muza. A mayor desgracia, mayor creencia. Sucede lo mismo con el sufrimiento, cuanto más duro resulta, mayor debe ser la causa. Tercero, eso que tu llamas secta, es una grata reunión de amigas, mujeres adultas, libres o en trance de serlo porque la libertad se gana todos los días; nuestra amistad prescinde de nuestros pasados y de las justificaciones…
— Amigas —Baby lo murmura sintiendo una falta más en su solitaria vida.
Tal vez la loca Pamela fue lo más parecido a una amiga, una amistad en desventaja donde Bárbara asumía labores de mucama y Pamela de ama caprichosa.
— Podíamos haber escogido a María Zambrano como “guía” —dibujó las comillas y sonrío. Toda ella brillaba como si emanara luz desde la piel, el pelo, los labios, las pupilas, las uñas…— Nos pareció hermoso recordar una herejía olvidada, la primera que intentó sacar a las mujeres de la marginación. A través de la religión porque en el siglo XIII todo estaba empapado por la religión. Una religión a favor de los hombres donde unas locas iluminadas pretendieron incluir a las mujeres, al menos con ciertos derechos, vía explicación religiosa.
— Pero, ¿tú crees en el Espíritu Santo?
Para Bárbara cualquier entramado religioso se remitía a la iglesia de su infancia, el olor a cirios, rodillas desolladas, miedo y pecado.
— Eso no importa. Me gusta el espíritu innovador de Guillerma, pese a su sentimiento aristocrático —levantó los ojos hacía un punto invisible en el techo—. Personalmente, me quedo con Maifreda, sobre todo por ser una artista.
— ¡Ah! —ni zorra idea.
Bárbara fue poco a la escuela y aprendió aún menos. De todos modos, sabidurías como las de aquella mujer, no llegaban de la escuela, no al menos de la que ella conocía; formaba parte de un estilo de vida, de una concreta manera de entender el mundo, de empaparse con música, libros, viajes y gentes interesantes en largas sobremesas.
— Nos gusta estudiar, sobre todo los papeles que quedaron del proceso inquisitorial porque, en realidad, son una aportación más a la larga historia de la infamia soportada por las mujeres.
— ¿Feminista?
— No lo digas como si fuera una aberración, niña —volvió a estallar su risa de agua—. Sí, lo soy, lo seré hasta que una sola mujer en el mundo sea explotada, humillada, apaleada, encarcelada, lapidada —se puso seria, la miró y aquellos ojos de un azul violeta traspasaron las últimas defensas de Bárbara—. Mientras nos veamos obligadas a vestir y portarnos como lobas para ser vistas y valoradas. Por ejemplo.
Se hizo un silencio. No resultaba desagradable el silencio al lado de Andrea. Para Bárbara, el feminismo era un asunto propio de mujeres desesperadas, de mujeres humilladas y golpeadas. No le cuadraba en mujeres como Andrea. Decidió no discutirlo.
— Bárbara, ¿por qué eres tan desgraciada y te odias tanto? —lo preguntó de sopetón, sin aviso, sin concederle tiempo para amurallarse.
— ¡Sesión de psicoanálisis! —al menos encontró fuerzas para resistirse— Paso de andar buscando mierdas en el pasado.
— Ya. Lo malo es que la mente es una potente taladradora, lo guarda todo, especialmente aquello que pretendemos olvidar. A veces, cuando buceamos en ella para buscar algo concreto, nos topamos con algo diferente, inesperado, brillante o terrible.
— En la mía no creo — mentía de manera muy consciente, más por miedo al rechazo que por vergüenza.
— Incluso en la tuya. Mira, te lo contaré con un ejemplo geológico —se paró y pareció buscar algo—. ¿Te importa que fume?
— ¿No eres médico?
— Justo por eso, querida, somos los primeros en atiborrarnos con pastillas, beber como cosacos y follar como conejos asustados —se rió de sus palabras para rematarlas.
Bárbara ya no evitaba la sonrisa. La úlcera dejó de rugir, su cuerpo se ablandó. Ya estaba presa, para los restos, del encanto de Andrea. Desde ese mismo momento, tal vez desde que la vio, Baby sabía que no haría nada contra ella, que la defendería con saña; también que todo cuanto hiciera, dijera o pensara, le parecería, como mínimo, bueno.
Andrea se levantó hasta la cama donde había dejado el bolso, sacó una cajetilla, la extendió hacía Bárbara, que decidió no estropearlo todo aún más tirando ceniza sobre las alfombras o sobre ella misma, después encendió un cigarrillo. Con los gestos, el albornoz había dejado al descubierto unos muslos poderosos y firmes, un pecho redondeado, sin operar. Al exhalar el humo, su cuello dibujó un escorzo de garza.
Bárbara tembló.
Hacía siglos que no temblaba.
— ¡Me encanta fumar!
— Creí que en este hotel no se podía.
— Este hotel es uno de esos lugares donde tu apellido o tu talonario, te conceden todos los privilegios —se lo dijo como una divertida confidencia entre amigas, inclinándose hacía ella— ¿Por dónde íbamos? —se recogió el pelo aún húmedo con una pinza que extrajo de un bolsillo del albornoz.
— Hablabas de geología.
— ¡Ah, sí! Verás, existe un lugar en la antigua Unión Soviética que llaman La Puerta del Infierno. Un inmenso pozo que lleva décadas ardiendo. No es un accidente natural, se trata de algo provocado. Buscaban gas, por los años sesenta, cuando surgieron fugas por una de las grietas y los ingenieros decidieron prenderla para terminar con ella —exhaló otra bocanada de humo hacía el techo—. Creyeron que duraría, como mucho, unos días. Lleva años y nadie sabe cuándo dejará de arder. Buscaban algo concreto y, tal vez, abrieron las puertas del Infierno —Bárbara la escuchaba como una niña acostada en su cama y enganchada a un hermoso relato en labios de su madre—. A eso me refería con bucear en nuestra mente. Todo cuanto entra en ella, permanece para siempre. Podemos no volver a recordarlo; aparecer de manera inesperada. Cuanto más se esconde de nuestra memoria consciente, mayor es su dominio sobre nuestros actos, como si fueran caballos arrastrándonos hacía lugares impensables por nuestra torpe y reciente certeza.
— Pues menuda gracia.
— ¿Siempre has sido gorda?— ¿Nunca te cortas?
— La única manera de ser útil a otro es dejarse de zarandajas.
— Creo que no —ni siquiera se preguntó por qué hablaba, con una extraña, de sí misma—. Por la fotos, yo era más bien flaca, creo que comencé a comer sin remedio a los cinco años.
— ¿Qué te pasó?
— ¡Ni puta idea!
Miente. Las dos lo saben. Andrea sonríe y Bárbara recuerda las manos del abuelo, sus dedos huesudos horadando por debajo de sus bragas, y sobre todo aquellas palabras babeadas sobre su cuello. Palabras que no comprendió, pero que retumbaron en todo su cuerpo como algo sucio. Algo espeso y hediondo que, en realidad, le pertenecía: nacía en ella, las palabras se limitaban a nombrarlo. Se sintió hueca, tanto como para sentir esas palabras rebotando en su interior, multiplicándose, golpeándola sin descanso. La única manera que encontró la niña de cinco años para silenciar ese infinito rebotar por su interior hueco, fue llenar su cuerpo con comida. Sin hambre, con desesperación. Comida para silenciar aquel retumbar dentro de ella. La comida anestesió el vértigo, borró las palabras. Para cuando desapareció aquel eco infinito, ya había nacido un monstruo permanentemente hambriento.
Bárbara conoce, ahora, las bridas que mueven su enloquecido galopar.
— Seguro que fue algo vinculado a tu familia —no espera respuesta, no busca tanto su confirmación como su discurso— No existe una sola familia libre de, al menos, un acto ignominioso entre sus antepasados.
— ¿También en la tuya? —imposible, pensaba Baby: ella sólo podía llegar desde la perfecta felicidad.
— No en la que yo conocí. Pero venimos de muy antiguas memorias, Bárbara.
Paladeó el sonido de su nombre en aquellos labios. Cerró los ojos, tan sólo deseaba que nunca se terminara aquella tregua, que el tiempo se detuviera y Andrea no saliera nunca de aquella suite donde ella podía fumar.
— Creo que te colocas como baremo de la tragedia, Bárbara, con lo cual, todo cuando te sucede se vuelve desmesurado porque el resto ni conoce tanto dolor como tú.
— Es fácil hablar desde un cuerpo y una cara como los tuyos —bajó la vista, le dolían las palabras, como si de nuevo retumbaran en un interior hueco— No es fácil ser un monstruo cuyo olor natural es una peste a grasa, a quien todos tratan de esquivar.
— Tú, la primera.
— Vale.
— Tengo hambre —dijo de pronto, olvidando la seriedad de aquella charla—. Supongo que me acompañas, ¿no?
Bárbara no respondió. La habría seguido al mismísimo infierno. Necesitaba romper el hechizo antes de quedar atrapada sin remedio, abrió la boca, pero Andrea la frenó levantándose y recuperando la palabra.
— Me apetece comer mirando al mar, ¿vale?
El infierno estaría bien.
— Me han dado la dirección de un japonés que está en la playa, ¿raro no?
— Es una playa del Norte, no lo olvides.
— Ya, el lugar de los reyes y los ricos con clase.
— El Sur es pa pringaos, sí.
— Pues, nada, nos vamos al garaje a recoger mi coche.
Cuando lo vio, Bárbara supo que no podía ser otro: un Audi—5.
— ¿Dónde está la famosa cirujana? —preguntó Patricia, asomando al despacho de Marco Aurelio.
— Se ha ido con Bárbara —Patricia esbozó un gesto de sorpresa— Sí, yo también me quedé frío, pero, al parecer, su mayor interés era hablar con ella.
— Será por la investigación.
— Pues no lo sé, bonita.
— ¡Hombre, Marco! —se había esmerado especialmente con el vestuario, los complementos justos, el perfume, el peinado— Aunque fuera tortillera…
— Lesbiana, monina, seamos correctos.
— Como quieras, aunque así fuera, no creo que Bárbara…
— ¡Ni te imaginas!
— Venga ya.
— ¿Sabes quienes son clientes de nuestra madame Josefina?
— ¡Eso es otra cosa!
— Mira, Patri —sabía bien cuánto le chirriaba a ella el diminutivo— Yo tengo un colega en Londres, hijo de Lord y toda la hostia, que paga fortunas por ir con putas de cuarta división, feas, gordas, cutres…
— ¡Qué asco!
— El sexo es así, bonita.
— Pues vaya. Me voy a comer.
— ¿Comes sola?
— Iré hasta casa de mi madre.
— ¡Las madres!
Juana, mientras tanto, ya había conseguido una cita con el Instituto de Cirugía capaz de convertirse en la varita mágica de un hada.
A veces, la felicidad parece estar al alcance de nuestras manos.
Después de lo que debió ser una excelente comida, fuera del alcance total de las papilas gustativas de Bárbara, contaminadas por años de comida basura, pagada por la reputada y disputada cirujana, quien se pasó todos los platos hablando de mil cosas diferentes, ninguna vinculada a su visita y haciéndola sentir un ser casi normal, Andrea decidió que estaría bien un largo paseo por aquella playa, a estas alturas libre de aglomeraciones.
— Me gusta pasear por la playa cuando ya no es verano —dijo acomodando la chaqueta de cuero—. ¿A ti?
— Me da lo mismo.
— Pues no debería. La vida está llena de pequeños grandes placeres que, ni cuestan pasta, ni necesitan el permiso de otros.
— Andrea, ¿por qué querías verme?
— Te dije que se trataba de una confesión. Pronto será pública, pero creí que tú te merecías conocerla de primera mano. Además, sé muchas cosas de ti.
— ¿Por Internet?
— No —se paró y volvió a horadarla con sus ojos casi violetas— Dejemos esa parte para el final.
— ¿Final de qué?
— Ya sabes que formo parte de un grupo autodenominado Las Guillermitas y supongo que habrás mirada algo sobre quien fue Guillerma —Bárbara asintió— Somos nueve amigas, luego existe una larga red de apoyo, pero el Corpus somos esas nueve.
— ¿Os conocéis de siempre?
— No, nos hemos ido encontrando. Los amigos se van presentando en nuestro camino, Bo —¿cómo sabía…? Andrea sonrió y volvió la vista al mar—. Curioso el color de este mar, no es azul, es gris, de un gris plomo a un gris verdoso…
Parecía disfrutar del puro instante. A Bárbara le pareció una de esas escasas personas sin anclajes morbosos en el pasado, sin preocupación por el futuro y dedicadas a disfrutar el puro presente. Como Pamela. Con sustanciales diferencias: esta era culta, Pamela una ignorante graciosa y osada; esta sabía distinguir los momentos, los estados y las situaciones, Pamela convertía todos los momentos en una orgía, de sexo o puro chiste grueso.
Cada vez le gustaba más Andrea.
— El grupo, como tal, existe desde hace unos diez años. El único compromiso, forjado sobre todo para no perdernos la pista, es cenar una vez al mes todas juntas. En Madrid, Roma, París, o Cáceres. No importa el lugar. Como cada una tiene profesiones y vidas dispares, fijamos el segundo domingo de cada mes. Así, adecuamos nuestra vida laboral y profesional a ese compromiso. Cada mes una se encarga de elegir el lugar.
— Suena bien.
— Es mejor vivirlo.
— ¿Qué hacéis?
— Hablamos, del pecado según San Agustín, de la bioética, de los ritos funerarios egipcios…—de nuevo aquella cascada de risa— Comemos platos exquisitos, bebemos vinos nuevos para descubrir nuevos placeres…
— ¿Todas tienen pareja?
— Pues —hizo un gesto de concentración— En este momento, todas no, pero llevamos unas vidas bastante decentes y gratas. Como mínimo —hizo un guiño cómplice.
Bárbara se mordió los labios, bajó la cabeza y arrastró los pies por la arena húmeda de la playa casi abandonada. Gratamente vacía. ¿De dónde le llegó a la desconocida Andrea su apelativo más oculto? Aquella broma macabra de Pamela por llamarla Bo en homenaje a una actriz de cine hoy olvidada y, naturalmente, su antítesis física.
Los amigos se van presentando en nuestro camino. Aquella frase rebotaba en su interior como una condena. Pues yo voy perdiendo lo poco que encuentro. Se imaginó a Chelines entre ellas, habrían encajado bien, tenían en común una clase de pertenencia y Bárbara conocía la importancia de ese vínculo capaz de superar todas las voluntarias barreras que se interpusieran. Pertenecer a una clase determinada era reconocer a un congénere, como los perros olfateándose e identificando al otro como amigo.
Ella nunca pertenecería a su club.
Como mucho, podía ejercer de mucama, de bufón, de aliada ocasional. Después, se desprendían de ella. Una bocanada de odio le llegó hasta la garganta. ¿Qué hacía allí, con las defensas destruidas?
— Oye, Andrea —se paró y la obligó a pararse— Llevo todo el puto día escuchando tu estupendo discurso, pero aún no me has dicho qué hostias quieres.
— ¿Tienes la sensación de estar perdiendo el tiempo?
— ¿No lo pierdes tú?
Los animales heridos, a veces, confunden las caricias con un nuevo ataque y adelantan sus mandíbulas para defenderse. No muerden la mano que los mima, sino la sombra de las manos que los hirieron.
— Bárbara —la luz del atardecer ponía malvas y morados sus ojos— Sé que algo te sucedió a los cinco años —mueve las manos para evitar la protesta y Baby envidió aquellas manos largas y perfectas, con la dosis mínima de manicura, tal vez utilizara a esos peces exóticos para limpiarse la cutícula; sin más sofisticación que su perfección— No te justifica —su voz es terciopelo— Tienes la inteligencia y la voluntad suficientes para cambiar de vida. En el fondo, te justificas para mantener esa pereza indolente y recrearte en el monstruo que alimentas con mimo…
— ¡No te atrevas! —muerde las palabras. También van dirigidas a Rosa la adolescente muerta en lugar de Chelines años atrás: casi ha repetido sus palabras.
— Me atrevo —intenta coger una mano que Bárbara aparta— Mira, imagínate a dos tipos entrando en un campo de concentración, para ponerte un ejemplo extremo; al día siguiente, uno comienza a ejercer como capo para los guardianes, fustiga con ira y violencia a sus compañeros de tren; el otro inicia la resistencia —levantó las manos con las palmas hacía el cielo enrojecido y violento en su hermosura— La situación es la misma, las opciones personales, diferentes.
— Bueno, podían venir de distintas realidades, ¿no? Uno vendría del amor, el otro…
— ¡Claro! Entonces, según esas “justificaciones” —dibujó las comillas y Bárbara volvió a seguir el revuelo de sus hermosas manos—, en lugar de seres humanos con voluntad, inteligencia y criterio, somos meras marionetas de nuestra infancia, nuestros padres, nuestra herencia…
— Algo así. Tú misma hablaste de esa memoria escondida que puede manipularnos, ¿no?
— Hasta que deseas ser consciente, lo enfrentas y lo vences.
— No todos pueden.
Andrea bajó la cabeza, esbozó una sonrisa y movió, de derecha a izquierda, su corta melena oscura con reflejos de cobre a causa del atardecer. Bárbara lamentó no tener una cámara a mano: sería el más hermoso de todos sus retratos. Mejor que los mejores de Pamela.
— Sé que sabes de qué hablo, pero guarda silencio si quieres —la miró con una dulzura desconocida por Baby—. Los secretos, al menos una vez, deben transmitirse a otro. Mejor a un desconocido, a alguien sin contacto profesional o personal que te obligue, después, a ver ese secreto siempre reflejado en su mirada.
— Por qué no, si ya le has abierto el corazón.
— O las venas —sonrió— Justo por eso. Cada vez que tropezaras su rostro te verías inclementemente desnuda.
Bárbara pensó que la desnudez de Andrea, de cuerpo o de alma, sería pura belleza.
— Ven —dijo descalzándose y caminando hacía la orilla.
— Debe estar helada.
— Quien piensa en todos los accidentes, jamás cruza los mares.
— Por mí.
Pero se descalzó, no con la gracia de Andrea: una leve inclinación a la izquierda; otra leve inclinación a la derecha. Dos zapatos en las manos. Bárbara tuvo que sentarse para desatar las eternas playeras y deseó lanzarlas al mar cuando le llegó el tufo a la pituitaria.
— En una de esas cenas —retomó la confesión sobre aquel grupo de mujeres—, nuestra amiga abogada, comenzó a mencionar el ingente número de muertes, casi una a la semana, de mujeres, en nuestro civilizado país. ¡Ni te cuento cómo sería la cifra en otros! —el ruido del mar, a veces, se llevaba alguna sílaba y Bárbara ponía todos sus sentidos en aquella voz grave y suave que parecía no saber gritar—. No existen demasiados medios, la crisis ha dejado sin presupuestos los programas de ayuda… Bueno, te resumo: decidimos montar una ONG para ayudar a cuantas pudiéramos. Asociación Guillerma para mujeres maltratadas.
— ¿Por lo de las guillermitas?
— Con el tiempo y las cenas, casi se nos convirtió en una segunda identidad colectiva. Sabes, lo peor para las mujeres es que hemos perdido la memoria de nuestras antepasadas. ¡Ni te imaginas la cantidad de mujeres valiosas que nos han precedido y habitan en el limbo del olvido! Un olvido interesado claro, si las nuevas generaciones no tienen modelos que imitar…
— Están las del famoseo, ya sabes, la tele basura.
— Además.
Hubo un silencio. El agua, helada al principio, resultaba grata como un masaje desde la planta de los píes hasta los tobillos. A Bárbara jamás se le ocurrió pasear por la orilla, en octubre y a esas horas. Otro de aquellos placeres individuales y sin necesidad del permiso de otro. En alguna parte de su cerebro, sus neuronas almacenaban como terapia para días tristes, un paseo al anochecer por la fría orilla del Cantábrico.
— ¿En esa ONG estáis las nueve?
— No de manera oficial. Digamos que ponemos el dinero para los proyectos y buscamos ayudas, amigos, parientes, ya sabes. Al frente están cuatro mujeres que elegimos por su experiencia: una policía, una médica, una abogada muy joven y llena de entusiasmo casi místico —sonrió, debía sentir debilidad por aquella entusiasta y Baby sintió una dolorosa punzada de celos— y una mujer que sufrió malos tratos durante años; ella es la única que cobra un sueldo, las otras son voluntarias.
— ¿Desde cuándo funciona?
— Unos cinco años.
— ¿Y cómo ayudáis?
— Buscando trabajo en algunos casos, trasladando de ciudad en otros, lo cual supone buscar piso, apoyos. Muchas necesitan ayuda y terapia durante años que no pueden pagarse. Ayudas legales para custodia, divorcios… A medida que la ONG se fue conociendo, recibimos peticiones concretas, de trabajadores sociales, médicos, abogados. Es como comenzar a rodar una bola de nieve, que va creciendo, creciendo —movía los brazos en el aire como una bailarina.
— ¿Bailas?
— ¿Me estas sacando a bailar? —soltó su risa de agua, tomó las dos manos de Bárbara entre las suyas: el monstruo se asustó con la caricia— Iba para bailarina clásica. ¡Hace siglos!
Lo que más envidiaba Bárbara de mujeres como aquella, era la cantidad de conocimientos, experiencias y vida que acumulaban en sus espaldas. Para ellas, era normal haber recibido clases de piano, tener una madre pintora que las llevase a ver museos, haber practicado ballet o esgrima durante años. Llevaban grabadas en sus gestos, su modo de caminar y moverse, sus expresiones en idiomas insospechados, restos de vidas que podían haberles pertenecido, del mismo modo que ella, la gorda con menopausia precoz, llevaba el estigma de la más absoluta soledad. Soledad rotunda.
— Un día —Andrea no soltó una de sus manos y ahora caminaban como dos enamorados al borde del mar, al borde de un vértigo mortal para Bárbara—, recibimos uno de esos casos capaces de quitarnos el sueño, Toña, la mujer maltratada que lleva toda la organización de la ONG, además de un informe mensual con todas las peticiones, actuaciones, resultados y fracasos, solía llamarme, de alguna manera yo soy el vínculo entre el grupo y la ONG, si se tropezaba con algún caso extremo.
— ¿Cuál? —preguntó Baby cuando el silencio de la otra se le subió a la garganta.
— Una mujer, cincuenta años, madre de una niña de veintiocho con síndrome Down. Llevaba tres intentos de suicidio, del suyo y del de su hija. La niña era hija del obispo que murió en Barcelona.
— ¡Joder!
— La utilizó, como criada y concubina, desde los catorce años, la hizo seguirlo de destino en destino. Mientras él se hacía respetable con su traje talar y lo iba modificando de color, la niña primero, jovencita después, se transformaba en una sombra sumisa a su amo. Omito la retahíla de vejaciones que puedes imaginar. Cuando quedó embarazada, el muy cabrón la hizo sentirse sucia y culpable, sin embargo, en el fondo, le hacía cierta gracia eso de ser padre sin responsabilidades.
— Hay mucho hijo de cura por el mundo.
— Y hasta de obispo.
No hubo carcajada esta vez.
— La abandonó, claro. Cada vez que ella iba a pedirle, con miedo y humildad, algún tipo de ayuda, el tipo aprovechaba para follarla, golpearla y, ¡no te lo pierdas!, darle después la absolución de sus pecados.
— ¡Qué fuerte!
— Hasta que se cansó. Metió a la niña en una especie de asilo para locos y a ella le consiguió un trabajo de limpiadora. Con todo, la mujer no quería separarse de la hija, la visitaba todos los fines de semana, muchos se la llevaba al piso de alquiler barato —Andrea respira hondo— Hasta el día en que su hija quedó, a su vez, embarazada. Esa vez no fue a ver al padre de la niña, se sentía aún más culpable si cabe, que de su propio embarazo. Debió temer lo peor del tipo y decidió quitarse la vida, y, de paso, la de su hija y su nieto.
— ¿Lo consiguió? —preguntó Bárbara.
— No —sonrió y volvió la mirada al mar, gris plata— Es lo que tiene esta sociedad: te salvan pese a tus deseos, pero no te defienden. Para eso te dan, cuando naces, la vergüenza y la culpa, para que vayas agonizando lenta e inexorablemente, pero, ¡ojo!, sin quitarte la vida, que no te pertenece.
— Al final, no nos pertenece nada —murmuró Bárbara dibujando ceros y eses en la húmeda arena.
— Salvo lo que ganamos. Con los dientes, con las uñas.
— Si puedes.
— Todos, y sobre todo, todas, podemos. Podemos, Bárbara —qué bien sonaba en sus labios ese nombre—, comenzando por dejar de odiarnos, dejar de ver a las otras como rivales…
— ¡Qué fácil!
— Yo no dije que fuera fácil.
Lo dijo sin alterar el tono de voz, del modo en que se constata que hace frío.
— Y decidiste cargarte al hijo de puta.
Bárbara lo dijo sin asombro ni reproche.
Lo dijo como si fuera la más lógica de las consecuencias.
— Fue el primero que decidimos ajusticiar. No lo fue en el orden de las muertes porque no era fácil encontrar el momento adecuado.
— ¡La hostia!
A esas alturas, Bárbara ya sabía que no delataría ni a Andrea ni a las otras. Y esta vez, no la movería la secular pereza, ni la protección de Chelines. Tan sólo lamentaba el silencio sobre las razones para matar a tanto cabrón.
Pero, Bárbara necesitaba comprender: ella comprendía las muertes por pasión, por pánico, por desesperada defensa. Necesitaba conocer el punto exacto de Andrea y su elitista grupo de mujeres.
— ¿Puede preguntarte algo?
— Si puedo responderte.
— Cuando tú, o el grupo, tomáis la decisión de cargaros a uno de los muchos hijos de puta, ¿sois jueces y verdugos a la vez? ¿Os sentís dueñas de esas vidas? O, mejor aún, dado que la referencia es una herejía, ¿es por asunto de mística y tal?
— Son varias preguntas —la mira, después desvía la mirada hacía el mar— Vivimos en un mundo cuyas sociedades se asientan sobre los asesinatos. Casi siempre legales, oficiales y en nombre de grandes palabras.
— ¿Te refieres a la pena de muerte?
— Esa es una forma. Ya ves, el Estado se atribuye poderes divinos y decide sobre la muerte de uno de sus ciudadanos, suelen ser pobres, o marginados…, los ricos cuentan con otros medios. Pero no son solo esos asesinatos, Bo, cada minuto se comente un crimen “legal” en el mundo —en la penumbra del anochecer, las manos dibujando comillas relucían aún más blancas, más largas, más hermosas— Existen crímenes cometidos por razones de seguridad del Estado, por ejemplo los espías que se cargan a un supuesto terrorista: sin pamplinas de juicio, pistola en la sien, en un hotel, por ejemplo. Presidentes de gobiernos incómodos que mueren a manos de supuestos traidores financiados por loables democracias occidentales como Francia o Inglaterra…
— ¿De dónde sacas todos esos datos?
— Están al alcance de cualquiera, Bo —insistía en el olvidado nombre, tan antiguo y tan nuevo en labios de Andrea— Basta con leer la prensa, fíjate, sin viajar por Internet. Luego están esos dolorosos asesinatos del alma, bien guardados bajo las alfombras de la Iglesia; los crímenes familiares, al amparo de la supuesta felicidad familiar. ¡Docenas de asesinados al día! Limpiamente, sin consecuencias para nadie salvo el muerto.
— Ya —Bárbara se ha parado, teme la fascinación de aquel discurso— Y tú, vosotras, llegasteis a la conclusión de que faltaban otros asesinados.
— Fue una decisión tomada en frío, Bárbara. No escuchamos voces en nuestra cabeza como Juana de Arco, no nos creímos la reencarnación del Espíritu Santo como Guillerma.
— Y —Bárbara no sabe si quiere preguntarlo— ¿No te parece que matándolos, se repetía la misma crueldad? —siente la sonrisa de Andrea sobre ella— No sé, eso de ojo por ojo…
— Bueno, no es exactamente así —recoge aire, lo guarda unos segundos y lo expulsa como si fuera humo del cigarrillo— La vida del hombre se rige por la crueldad, la violencia…
— Tú dirías que existe la civilización. ¿No?
— La civilización refina la crueldad —se para la mira, sonríe de nuevo— Verás, te pongo un ejemplo, China, la madre de todo lo bueno y lo malo que ha dado la civilización, ha refinado su cocina hasta extremos impensables. Y crueles.
— Ahora me dirás eso de comer animales…
— Ni siquiera. Uno de los refinados platos en China, consiste en acercar a la mesa de los comensales un pequeño mono enjaulado y con el cráneo perfectamente rasurado; ante quienes luego lo paladearán, se abre, con una sierra, el cráneo del mono, que permanece vivo, y el cocinero extrae, con un cucharón, los sesos de animal que van, directamente, al plato de los comensales.
— ¡Joder!
— Hay más.
— ¡Déjalo!
— ¿Ves? Cruel, civilizado, refinado.
Bárbara piensa en el amor por Chelines y se siente el mono enjaulada, con la diferencia de que ella misma, sin necesidad de verdugo, se abriría las venas para calmar la sed de aquella maldita y bellísima Mercedes Altamirano.
— Vale, supongamos que me parece lógica vuestra decisión, que los tipos que os habéis cargado, por cierto, ¿con qué tipo de arma? Bueno, me contestas luego. Supongamos que esos tipos se lo merecen y el mundo es un lugar mejor sin ellos. ¿Para qué hostias servirán esas muertes?
— Primero como consuelo para sus víctimas, no se puede recuperar una cierta normalidad sabiendo que tu verdugo pasea impunemente por las mismas aceras, que puede regresar cuando le parezca bien. Convivir con tu verdugo es tarea de titanes, ya sabes, tu vecino el tipo que te llevó al matadero. Nos roba fuerzas y nosotras necesitamos esas fuerzas para la vida, para la felicidad…
Bárbara, por primera vez, piensa en el robo de vida, tan silenciado, de aquel día, cuando las palabras del abuelo y sus dedos callosos por debajo de las bragas, la transformaron en un odre hueco. No sabe cuándo, pero necesita llorar y hacer luto por aquella niña.
— Segundo, y por eso se harán públicos, para que, al menos alguno, sienta que no violará, maltratará o humillará a otro ser humano más débil con absoluta impunidad.
— Lo del consuelo, pase, pero que ellos se acojonen…
— Importa más que ellas no se “acojonen” —de nuevo el baile de sus manos dibujando comillas—, que puedan imaginar a alguien, quién quiera que sea, en cualquier lugar del Planeta, que piensa en reparar sus daños. Por cierto, “el arma del crimen” —se para y ríe su propia broma con una cascada contagiosa.
Baby sabe que recordará esas comillas de bailarina el resto de su vida, como recuerda los ojos de Rosa cuando colocó un dedo en su garganta; como recuerda los abrazos ciegos de Chelines. Podrá olvidarlo todo, borrar de sus neuronas todos los datos de su vida, salvo unos pocos. A ese pequeño cajón de breves e imborrable recuerdos, se han sumado los dedos de Andrea dibujando comillas en el aire.
— ¡Ay, perdona la risa! —aún se limpia las lágrimas con los mismos dedos de bailarina— Pues tampoco la policía, ni sus forenses han dado con ella.
— Algo afilado, han dicho.
— Alguno incluso ha hablado de un punzón de hielo, ya sabes como la película de Sharon Stone.
— Instinto Básico. ¡Mira suena aparente!
— ¿Verdad?
— ¿Y?
— Es un tacón de aguja.
— ¡No jodas!
— Para nada.
— Pero, ¿se puede?
— Bueno es un tacón de aguja tuneado.
— ¿Cómo los coches de los chulos de billares?
— ¡Me gusta! —por momentos, parecía una niña disfrutando de una inocente travesura— Es un afilado punzón de acero, camuflado en tacones rojos.
— Mira, vestidas para matar.
— En realidad, calzadas.
De nuevo la risa. Vistas desde el paseo de la playa, tan sólo son dos mujeres divirtiéndose con sus confidencias. Una bella e inocente imagen.
Ha salido una luna casi circular. A Bárbara le parece una luna más blanca que otras. Cierra los ojos y se deja bañar por su luz. Tal vez, los baños de luna logren el milagro de cierta normalidad.
— Cuando lo hagáis público, a los tíos se les llenara la boca con fantásticos insultos. Os llamarán locas, frustradas, bolleras. En las tertulias, sacarán sicólogos que hablarán de infancias desgraciadas. Todos, en voz alta o para sus adentros, os imaginarán mal folladas…
— A veces, la verdad es menos verosímil que la mentira.
¿Fue verdad que Chelines, antes de subir al coche, se giró hacía ella y le dijo, “Ah, te quiero”?
— Y después, ¿seguiréis matando tíos?
— Los dioses y los mortales han visitado en ocasiones el reino de las sombras y han encontrado el camino de regreso. Pero los habitantes de los infiernos saben que quien come el fruto de su imperio queda prisionero en él para siempre.
— ¿Qué cojones…?
— Thomas Mann —Andrea vuelve a mostrar su cuello de garza mirando a la luna—. En la montaña mágica.
— ¡Ni puta!
— No sabes lo que te pierdes —murmuró sin reproches.
Lo intuía, y en momentos como aquel, Bárbara lo lamentaba. Rosa llevaba libros en una mochila casi vacía, libros que hacían un ruido de huesos secos entrechocando.
— La luna es femenina —murmura Andrea en su oreja abrazándola desde atrás.
No importa qué dijo. No importa nada, tan sólo aquel abrazo, su extraño perfume envolviéndola en una sensación tranquila y plácida.
El aliento sobre Bárbara ha devuelto el calor vital al cadáver ambulante de su cuerpo.
Murmura mi nombre, ¡invéntame!, gritan las entrañas del monstruo.
Cree haber regresado a un vientre materno acogedor y tierno. O tal vez, llegar a ese vientre por primera vez.
¡Qué se pare el tiempo!
Pero, el monstruo sabe bien que sus deseos nunca serán cumplidos, que los escasos momentos de tregua, en definitiva, tan sólo sirven para ahondar la soledad que los seguirá.
Sentadas mirando un paisaje irreal, dos mujeres, normales, como tantas. Bárbara recuerda que su bellísima compañera es una asesina y recuerda al pobre diablo de Iznajar que asesinó a su hermano por no soportar la idea de saberlo homosexual, ¿cuántos años atrás? No importa, toda una vida. Entonces, sin alzar la voz, sin enfadarse, sin necesitar juzgarla, Bárbara lanza la pregunta.
— Andrea, los crímenes, ¿los encargabais?
— ¿A profesionales? —Bárbara afirma con la cabeza— Podríamos, pero, de alguna manera, lo tomamos como algo personal, algo en lo cual no sólo era justo decidir a nivel cerebral —se paró unos segundos y la miró— Era un asunto nuestro. Las sentencias las ejecutamos nosotras. Por seguridad, pero también por convicción.
— ¿Todas? —Andrea asiente en silencio— ¿Tú?
— Yo me ocupé del obispo. Ya ves, hoy realizo una delicada intervención quirúrgica, mañana ejecuto a un grandísimo cabrón. ¡Nadie sospecharía nunca! Bueno, de las otras, te juro que tampoco.
— Ya —no nunca la descubrirían— Pero —imagina que no es lo mismo desear, incluso ordenar una muerte que ejecutarla— ¿Es fácil matar?
— Mucho más que nacer.
Bárbara no necesitaba saber más.
— Volvemos a Oviedo. Te veo mañana y desayunamos juntas, ¿vale?
Ojalá esa invitación se repitiera todos los días, con la tranquilidad de los gestos cotidianos que nos hacen sentir un suelo firme bajo los pies.
Mañana.
Amarse debe parecerse mucho a eso que calienta el cuerpo aterido de Bárbara.
Que se rían contigo.
Que susurren tu nombre y sientas el aliento llegar hasta el tuétano de cada hueso.
Que le coloquen a tus miedos una afilada espada en la garganta.
Que recojan tus manos entre las suyas mientras sientes que así, nunca caerás por el abismo de la desolación.
Que te miren sin juzgarte, ni tener que perdonarte.
Que las manos floten por el aire dibujando gaviotas.
Sobre todo y por encima de todo: que exista esa cita aplazada para la mañana siguiente.
A cambio, Bárbara entregaría cuanto es y, sobre todo, cuánto esconde sin nacerle porque nadie lo había necesitado. Y quedarse, prisionera y libre… los habitantes de los infiernos saben que quien come el fruto de su imperio, queda prisionero en él para siempre.
Bárbara entraría, voluntaria y feliz, en la jaula el mono oficiado a la mesa y el placer de Andrea, aferraría con sus manos la sierra y se abriría el canal, sin una queja. Le bastaría saber sobre su sacrificio la sonrisa de Andrea, el revoloteo de sus manos blanquísimas y perfectas…
— Soy una gilipollas —se dice en voz alta mientras siente la mirada de los curiosos sobre su monstruoso cuerpo.
Regresa a la guarida caminando, paladeando en cada paso las palabras, los gestos, la risa…
La cita de mañana.
Lola Martos no consigue pegar ojo. Lleva horas, desde la charla con la soldado Gutiérrez, convencida de tres cosas. Y como siempre para fijar mejor sus ramalazos de intuición y no olvidar nada, recoge su libreta, un lápiz y anota:
Primero. Se trata de un grupo de mujeres. No mujeres cualquiera, es posible que ni siquiera hayan padecido hechos similares a los que vengan con un arma afilada que rompe el corazón de los torturadores. Inteligentes, frías, bien formadas, de buena posición social. Seguro que nadie lograría imaginarlas cargándose una mosca. No son marginales. Incluso deben formar parte de la elite social.
Ciertas actividades necesitan arroparse bajo una sólida posición social. Sólo las marquesas pueden vivir públicamente una aventura senil y reírse de sus deudos.
Segundo. Todos los muertos forman parte de algo similar a un plan de ejecución basado en el principio de que son completamente culpables. Eso requeriría, a su vez, dos cosas:
— Que, ellas, a estas alturas no puede imaginarse un hombre ejecutando a maltratadores, violadores y similares, fueran accesibles, al menos en algún ámbito propio, disfrazando su ejecución con la seducción, por ejemplo. A ellas les resultaría más fácil camuflarse por entre sus rijosos deseos.
La inspectora sonríe imaginando la sorpresa de las víctimas. Aunque, a estas alturas, para ella, las víctimas eran otras, femeninas y humilladas.
— Que tengan medios suficientes para acceder a la información, amén de dinero, porque buscan a la víctima en su territorio, no esperan encontrarla en el suyo; también tiempo, como profesiones liberales o fortunas que les permitan no trabajar. No se trataba de muertes azarosas, circunstanciales o chapuceras.
Tercero. Actúan movidas por algún tipo de criterio, ideología, creencia, o similar. Y lo dejan claro con aquel tatuaje en el pecho de cada ejecutado. Ignora qué demonios significará para ellas, pero no se trata de un dibujo corriente, ni siquiera el nombre del delito por el cual se les mata.
Son tías cultas, decide, imaginando alguna historia desconocida que concuerde con el círculo, la cruz y la paloma.
Se da cuenta de que ha escrito “ejecutado”, no asesinado. Sonríe. En el fondo ni siquiera desea encerrarlas, tan sólo descubrirlas.
Si pudiera hablar con ellas, ¿las delataría? Probablemente no, aunque esto ni siquiera lo escribe en su libreta.
Piensa en aquel grupo de inspectores, supuestamente los mejores, perdidos como pulpos en una gasolinera. Tal vez, la causa principal de su desconcierto, radicase en que todos, de una u otra forma, sospechan la mano de una o varias mujeres tras las muertes, y eso no deja de constituir una amenaza a su género. Sobre todo López. Lola lo imagina tan convencido como ella de que tras los asesinatos no hay un macho Alfa, sino un gineceo de mujeres.
— Esto hay que celebrarlo.
Se levanta. Busca en su pequeña reserva de vinos, su vicio más personal, una de Tierra de Barros. Desde que descubrió el vino extremeño se ha hecho adicta. La descorcha, deja que se airee un rato, busca una copa de cristal, no se debe beber un buen vino en cualquier copa, se sirve, lo mueve, lo contempla a trasluz: rojo. Como la sangre de aquellos muertos.
De golpe, recuerda algo.
Abre el ordenador y busca la carpeta donde ha trascrito las últimas entrevista que le encargo Prieto. Algo, en alguna, se le había escapado, no sabe exactamente qué, ni en cuál, tan sólo que lo descubrirá cuando lo encuentre.
Tres horas más tarde, Lola llega a la entrevista con Antonia Mena, Toña para todos, la cabeza visible de la ONG Ayuda a Mujeres Maltratadas Guillerma. Lo encuentra al final, cuando estaba a punto de irse de la entrevista, tan similar a las otras, y tan inútil, pero pensó en satisfacer su curiosidad, Toña, una mujer de cincuenta y nueve años, ella misma maltratada durante más de veinte, no sólo tiene ganas de hablar, sino que habla de aquel trabajo suyo con la pasión de los místicos que antes fueron ateos recalcitrantes.
—¿Por qué Guillerma? ¿Es la fundadora, alguna santa…?
— Pues, por lo que sé, hubo una santa Guillerma, pero dejó de serlo.
— ¿Se puede dejar de ser santo?
— El Papa ha borrado a unos cuantos del santoral, si no me equivoco.
— Cierto. Estaba Guillerma entre ellos, entonces.
— ¡No, que va! Esta mujer murió en el siglo XIII, y en el año mil trescientos, la desenterraron y la quemaron, junto a otras seguidoras. ¿Qué le parece? No sé, les habrá parecido que nosotras, las mujeres maltratadas, hemos vivido primero enterradas, después quemadas y, con ayuda, resucitado. Metafóricamente, claro.
— Claro. Ha dicho, “les habrá parecido”, ¿a quién se refiere?
— Esta ONG no recibe subvenciones oficiales, sabe, así tenemos las manos libres. La fundó y la financian un grupo de personas altruistas. Buena gente.
¡Allí estaba! Casi seguro que Antonia Mena no sabe nada de esas “buenas gentes”, además, no sólo le abrió los archivos de los casos atendidos, los nombres y los datos están en clave, ya sabe para evitar que sus verdugos las descubran, sino que hablaba con el orgullo y la tranquilidad de quien se siente no sólo haciendo algo bueno, sino legal.
Ahora se daba cuenta, tras aquella ONG debían estar las asesinas.
No tiene más pruebas que esa certeza suya que no le ha fallado nunca.
Levanta la copa de vino.
— ¡Por vosotras, coño!
Se mete en la cama y duerme con la tranquilidad de un caso resuelto. No comentará nada al equipo y ellos, por más que lean sus trascripciones cien veces, no descubrirán la puerta oculta que abre la identidad de las “ejecutoras”.