16 — 17 de septiembre
Aquel día, Bárbara se despertó sin sospechar los acontecimientos que viviría. Ni premoniciones, ni mariposas pardas revoloteando sobre su cabeza; ni siquiera un remoto brote de música. Si mirase su agenda, regalo y obligación del abogado, habría comprobado que tenía cita, subrayada en rojo por Juana, con el ginecólogo. Se la saltaría, como siempre, y después soportaría las quejas oficiales de aquella enfermera que miraba al médico como si fuera una estrella boreal. Uno se enamora de lo que puede; o de lo más cercano.
Las citas con el ginecólogo eran asunto de Juana después de que Bárbara sufriera un desmayo con sangría incluida en el bufete. Aquel día, su cuerpo parecía querer desaparecen a través de sus órganos reproductores. Le bastó escuchar el diagnóstico, menopausia precoz y un miasma del tamaño de un feto sietemesino. Pastillas para empezar el anuncio del obligatorio legrado que el médico imponía.
— ¡Ni tocarlo! —repite ahora en voz alta lo que no logró escupirle al tipo aquel, tan docto, tan hombre, tan admirado por la enfermera— ¡A la puta mierda!
Le faltó añadir que cada uno se embaraza de lo que puede. El suyo era un mioma porque, en asunto de hombres era virgen, casi también en mujeres; y lo albergado en su vientre se limitaba a ser el resultado de toda una vida frustrada, hecha carne y sangre en aquel vientre plegado sobre sus muslos.
Entró en la ducha. Fuera lucía uno de esos días luminosos, cálidos y alegres, tan propios de una comunidad que podía pasar los meses de verano entre brumas y lluvia para esponjarse durante septiembre. Sonaba a burla para el nuevo turismo.
Se colocó las pasadísimas gafas con aumento culo de botella, nunca del todo limpias, y no le gustó la cara que vio en el espejo. Tampoco era una novedad. Bárbara se odiaba metódica y absolutamente.
Ha pasado una mala noche. En realidad lleva varias noches en el purgatorio de unas pesadillas incontroladas y confusas donde tan pronto aparece vestida de Primera Comunión, como se ve recogiendo contra su vientre la cabeza de una hermosa joven. Lleva varias mañanas despertando alterada, angustiada y húmeda.
— ¡Too junto! —se grita desesperada.
Su estómago rugió. Sus ovarios lanzaron un bramido. Por suerte, había dejado de manar sangre. Se siente agotada, necesita, con urgencia, un enemigo al cual patear aquellos sueños repetidos puntualmente, sin conexión con nada cercano y que parecen formar un coro de miedos oscuros cercándola hasta casi asfixiarla.
— Tengo al enemigo dentro, ¡joder!
Logró meterse en los vaqueros, talla cincuenta y dos, al haber perdido los gases y retenciones propios de sus dolorosas menstruaciones. Por suerte, aquel año al menos, no le resultó imposible comprar blusones y hasta vestidos similares a sus viejas y queridas túnicas, el regreso de la moda setentera había beneficiado cierta renovación en su vestuario.
De momento, tan sólo logra pensar en comer. Comer lo que sea, a ser posible alto en grasas y calorías. Se evoca siempre presa de hambre. Al menos desde que recuerda y, según reconstrucción materna, desde los cinco años: un buen día comenzó a convertir su vida en una búsqueda de comida. Ya nunca dejó de hacerlo. Con los años, comer se convirtió en el único placer, al menos de ese no tenía ni que dar cuentas, ni contar con otro; después de atracarse sentía algo parecido a la culpa, una sensación difusa, con más de asco hacía sí misma que sentimiento acusatorio.
Abrió la nevera. Vacía.
— ¡Mierda!
Detestaba entrar en las tiendas a comprar comida, se sentía observada, juzgada y sentenciada. Pensaba en bajar cuando comenzaron las novedades del día.
La primera fue una llamada de Lea.
— ¿Bárbara? —decidió no volver al uso del diminutivo si deseaba pedirle favores.
— No, Angelina Jolie —a veces imaginaba cómo se sentiría, por unas horas, dentro de un cuerpo como aquel.
— Tengo novedades.
— No me jodas —imaginó que relativas al hermano asesinado— ¿Hasta cuándo piensas ejercer de detective?
— Por favor.
Sólo le faltaba soltar uno de aquellos llantos infantiles capaces de crisparle los nervios a Bárbara.
— Vale, vale —decidió acceder— ¿Qué coño tienes?
— El móvil de Isidro.
— ¿No debería tenerlo la policía?
— No lo encontraron.
— ¡Pos vaya mierda de pasma!
— ¿Puedo verte?
— Tengo que ir al bufete…
— Pero tomarás café, ¿no?
— Vale, en el de siempre. En media hora.
Naturalmente, el bufete de un abogado que pretendiera forjarse un nombre en Oviedo, debía encuadrarse en una muy precisa y delimitada cuadrícula: calle Uría y dos paralelas por detrás, junto con las calles que cercaban el Parque San Francisco por la superior y encerraban el Palacio del Principado por uno de los laterales y la Estación de tren por el otro. Marco Aurelio ejercía en la suculenta calle Uría, compartiendo portal con dos notarías, un dentista y varios inquilinos septuagenarios y nostálgicos de tiempos mejores, de ley o orden, vaya, no como ahora, inundados de inmigrantes mugrientos, por suerte también rumanas que limpiaban sus casas por cuatro euros, leyes de divorcio, aborto, matrimonios homosexuales.
¡El Apocalipsis!
Y, claro, así iba el país.
Como todos los animales de costumbres fijas, es decir, funcionarios y adláteres, el café, desayuno, cañas y demás salidas, a solas o con clientes, se limitaba al más cercano. En el caso de Bárbara, a uno de los lugares más antiguos de la zona, La Perla, mítico por sus vermuts de otros tiempos y por reunir a personajes fijos de la prensa. Ignoraba la causa porque estaba lejos de todas las redacciones. Cuando llegó, Lea ya lucía cuerpazo y tristeza en un mesa, bajo la mirada rijosa de dos empleados de la Caja de Ahorros.
Bárbara se sentó.
— ¿De incógnito? —preguntó Bárbara señalando las inmensas gafas de sol, totalmente innecesarias en el oscuro interior del local.
Lea las levantó mostrando unos ojos hinchados incrustados en ojeras color hábito nazareno.
— Vale, déjalas.
Esperaron a que el camarero, primero preguntara y después dejara sobre la mesa un café con leche inmenso y dos tostadas que Bárbara remozó con mantequilla y mermelada. Lea la miraba tratando de contener las arcadas, llevaba días sin poder ingerir gran cosa.
— Deja de mirarme con cara de asco.
— Lo siento, es que estos días la comida me produce arcadas.
— Ya. Pues estarás preñada.
— ¡Imposible!
— ¿No eres puta? —Baby necesitaba traspasar la rabia por aquel desayuno pantagruélico, a otro, en este caso a otra— ¡Ah, ya! Lo vuestro no incluye sexo normal.
Después regresó al plato, sin levantar la vista.
No tardó demasiado en ingerir todo aquello sintiendo la mirada asqueada de los dos empleados de la Caja quienes, además, cuchicheaban entre ellos y con uno de los camareros.
— Bueno —Bárbara se acomodó en la incómoda silla, se limpió los restos de comida, constató que varias gotas de café y un reguero de mermelada, reposaban sobre sus vaqueros, como siempre, y miró a Lea deseando encender un cigarrillo— Tienes el móvil, ¿cómo es que no lo encontraron?
— Mi hermano solía ir dejando las cosas por dónde caían a su paso. Debió entrar directamente al baño cuando llegó y el móvil estaba sobre el armario que está justo sobre el lavabo.
— Pues menuda investigación de mierda. ¿Y?
— Estaba sin batería, no encontré el enchufe y tuve que esperar a comprar uno y cargarlo —se mordió el labio inferior y Bárbara lanzó un suspiro— Tenía un montón de mensajes, justo de ese día… Muchos eran míos.
— Ignoraba que tuvierais tanto contacto.
— Lo llamaba cuando necesitaba ciertas mercancías. Para los clientes, ya sabes.
— ¿Van incluidas en el servicio?
— Claro.
— Bueno, no te extrañes, los monstruos ni siquiera nos dedicamos al puterío fino.
— Había otros, normales, mensajes digo —Bárbara asintió—. Y uno raro.
Bárbara vio cómo Lea intentaba discernir, a través de las inmensas gafas, si alguno de los clientes, o los camareros, le prestaban alguna atención especial; se inclinó sobre la mesa y bajó aún más la voz. A Baby le costó entender las palabras.
— Tenía un mensaje de Madame Guillerma —hizo una pausa y tragó saliva— Decía que le había correspondido un regalo…
— ¿Cómo? —de golpe Bárbara recordó las palabras de aquella “novia” yonqui.
— Por lo visto, alguien le había pagado un “servicio especial”. Adjuntaban foto —buscó el móvil en su bolso, tecleó durante unos segundos y se lo alargó.
Ahora, en la pantalla de plasma, móvil de última generación con servicio de correo incluido, se veía la foto de una mujer, de espalda, enfundada en un diminuto vestido de cuero brillante negro, pelo corto, negro. Podía haber sido extraída de cualquier catálogo de prostitución para servicios de seiscientos euros la hora. Sin saber por qué, Baby pensó que los chulos de años atrás lucían gruesas cadenas de oro y los de ahora móviles galácticos.
— A tu hermano también le iba el sado —no lo pregunto, lo afirmó en voz baja.
— No tiene por qué ser de sado. Tan sólo es una tía buena.
— Ya. Pensé que si buscaba servicios “especiales” recurría a la hermana, ¿no? Siempre se podría hacer descuento.
— ¡No seas bestia!
— No me toques los ovarios que los tengo menopáusicos y sensibles —lo aseguró mordiendo cada palabra y tan inclinada sobre la mesa que notó los pechos, ubres sería más preciso decir, aplastados.
— He buscado la página —Lea decidió cambiar de tercio— en Internet, ya sabes —sí, claro, pensó el monstruo, hoy no se podía ejercer ni el oficio más antiguo del mundo sin la ayuda de la Red— Parece una página normal —¿qué entendía por “normal”?— Un lugar donde das un teléfono y tus datos y te llaman.
— En breve se acabarán las casas de putas, ¡estaréis todas en el ciberespacio!
— Nosotras también tenemos página. Bueno, di este número y datos falsos…
— ¿Y?
— No llamó nadie. La página no está en servicio.
— O es una tapadera —Baby trató de pensar rápido sin lograrlo, sus neuronas aún estaban dormidas.
— ¿De qué? —preguntó Lea levantando la voz sin darse cuenta.
— ¡Ni puta idea!
— Cojonudo.
— Pero, vamos a ver, tía, ¿quién crees que soy?
— Lo siento —bajó la cabeza unos segundos, después la levantó— ¿Puedes averiguar algo?
— No lo sé. Tengo que dejarte, se supone que trabajo. Pásame el móvil —después movió la cabeza— Conste, esto debería tenerlo la policía.
— Gracias —ignoró el comentario sobre la policía: putas y policías continuaban resultando antagónicos—. Yo pago.
— Con eso contaba.
Cuando salían, Lea pasó delante, Bárbara se acercó hasta los dos empleados de la Caja de Ahorros que fingieron mirarse la corbata.
— ¿Tenéis cojones suficientes para decir lo mismo en voz alta y a la cara?
El camarero abrió la boca, pero la cerró. Los dos hombres, primero se miraron, después la miraron a ella; quien parecía el menos lelo de los dos respondió.
— Necesitas un polvo, en serio.
— ¿Te apuntas?
— Estoy casado.
— ¡No jodas! —hizo un amago de tomar entre sus manos sus genitales, el hombre se encogió— La próxima vez que te dé por cotillear a mi costa, te los retuerzo.
Salió sintiéndose despejada, casi feliz.
Necesitaba, con urgencia, una dosis doble de nicotina. Encendió un cigarrillo, introdujo el humo hasta el mioma de sus entrañas e imaginó que no tardarían en prohibir fumar en la vía pública; sobre todo el alcalde de aquella ciudad con varias “escobas” como trofeo a su limpieza. Fumó el segundo cigarrillo sin pausa. Se tardaba dos cigarrillos caminando despacio desde La Perla hasta la oficina.
En el bufete sólo estaba la secretaria—telefonista de la entrada, con los cascos enchufados para atender los teléfonos sin manos, la joven abogada que hacía prácticas, o sea la explotada de turno por Marco Aurelio, eso sí, exhibiendo palmito y modelos como si aquel trabajo le sirviera tan sólo de escaparate personal. Bárbara estaba convencida de que aquella monada de hermosa cabellera cobriza, faldas ajustadas como guantes, escotes generosos pero elegantes, encontraría marido adecuado entre los clientes y amigos del abogado. Y de paso, abriría bufete propio y se forraría.
Cada cual busca su futuro como puede.
— Hola Bárbara —saludó la joven abogada saliendo de uno de los despachos cargada con varias carpetas— Necesito que me hagas uno de esos trabajos especiales tuyos —mostró una encantadora y limpia sonrisa, naturalmente no fumaba— ¿Puedes?
— Para eso me pagan, Patricia —hasta el nombre tenía clase.
— Gracias, ¿vienes un momentín a mi despacho?
Baby no soportaba los diminutivos de aquel monumento con piernas largas como un día sin Chelines, tampoco aquella sutil forma suya de darte órdenes fingiendo pedirte un favor. La siguió después de saludar con una mueca, su gesto más agradable, a la telefonista—secretaria.
Juana, Juani para todos, era lo más parecido a una aliada en aquel lugar. Su cara resultaba más que atractiva, y sentada daba el pego casi siempre, lo malo era verla caminar: su trasero y muslos estaban más cerca de las Venus magdalenienses que de la estética moderna, incluso de su torso casi delgado; para colmo, a través de los pantalones, podía observarse el movimiento de cientos de pequeños grumos celulíticos. Ni de lejos lucía monstruosa como Bárbara, incluso a su lado podía resultar normal; al lado de Patricia, el monstruo era Juani. Aquella alianza le venía bien a Bárbara, en el fondo, su relación suponía lo más cercano a una amistad. Con un añadido extra de exclusión erótica, algo nefasto para Bárbara siempre presa de sus incontroladas pulsiones por las mujeres; como al monstruo, pese al odio que le concitaban, la excitaban sólo mujeres hermosas. Con Juana cualquier atisbo erótico, cualquier debilidad hormonal, quedaba descartada.
Pamela se burlaba de ella, mil años atrás, asegurándole que en el cuento, Bestia, en realidad era hombre y príncipe, por eso las Bellas, se limitaban a esperar su transformación. Y, lo tuyo, Bo, no tie pinta de ir a mutar, mi bonita Bo. Fue Pamela quien le puso el apelativo de Bo, pura burla de quien fuera “mujer diez” para el cine de varías décadas atrás. Hoy, nadie recordaba, ni a la actriz, ni al puñetero nombre, tan sólo parecía una contracción del nombre Bárbara.
No siente nostalgia de otros tiempos; ese es un sentimiento para quienes perdieron algo que les pertenecía. A ella nunca le perteneció otra cosa que su aspecto. Pamela la acogió bajo su tutela porque le resultaba grato sentirse dueña de un bufón personal y a Bo, durante años no se llamó de otro modo, le sirvió para evitar una marginación definitiva primero, aprender el oficio de la fotografía después. Finalmente, casi como en un culebrón feliz, para heredar la pequeña fortuna de aquella hermosa lesbiana loca por las adolescentes.
Ahora seguía los seguros pasos de Patricia por uno de los pasillos preguntándose cómo demonios lograba semejante gracia al caminar con aquellos tacones de diez centímetros.
Los trabajos especiales de Bárbara tenían dos vertientes: la ejercida por ella y consistente en seguir a maridos o mujeres con ganas de cama ajena, a empleados con bajas laborables falsas y otros similares; las búsquedas de asuntos oscuros, ilegales casi siempre, a través de Internet. Esa tarea se encargaba a Félix y se pagaba a precio de agua en el desierto, pero el contacto con el hacker sólo lo tenía Bárbara. Es decir, Félix sólo hablaba con ella. Una extravagancia beneficiosa para ella y cómoda para los miembros del bufete que no se contaminaban con los aires apestosos de su guarida cibernética.
— Tú dirás —dijo sin sentarse en el sillón que le ofrecía Patricia extendiendo una mano.
Llegarás lejos, pensó Baby viendo su gesto tan natural y tan autoritario a la vez. Formaba parte de esa herencia y adquisición en la más temprana infancia, de una forma de ser, de estar en el mundo, que pertenecía a determinadas clases. Le sucedía lo mismo a Chelines, por más que renegase, el modelo se lo había fijado, sin posibilidad de ser borrado, su madre. Un nombre que Bárbara intentaba ni recordar.
— Verás, tengo una querella contra un empresario que ha presentado suspensión de pagos…
— ¿De los obreros?
— Empleados —por lo visto no era lo mismo; a nuevos tiempos, nuevos nombres para la misma servidumbre— Sí, llevan meses sin cobrar. Son quince familias.
Le importaban una flauta a la linda Patricia, seguro que Marco Aurelio le había pasado el caso tan sólo para fastidiarla, pero ella, totalmente fundida en su papel de buscarse el lugar adecuado, seguro que lo había recibido con una sonrisa. Además, los “empleados”, estaban de suerte con ella: llevaría el asunto con absoluta brillantez. El bufete cobraría el diez por ciento de la indemnización lograda por Patricia, y ella se llevaría, con gracia y falsa modestia, los méritos. También un extra económico, Marco Aurelio era partidario de pagar y cobrar en efectivo, sin deudas “morales” a sus espaldas.
— Bueno, la crisis, ¿no? —dejo caer Bárbara, tan sólo para incordiar a la niña pija sin problemas económicos, que trabajaba porque le daba lustre y cierto prestigio.
— En eso se escudan muchos. Y este pájaro es uno de ellos. Me juego el cuello.
No lo necesitas, bonita, pensó Bárbara.
— ¿Y?
Preguntó obligándola a quedarse de pie porque ella no se sentaba y Patricia era una niña bien educada, de las que te asesinan con clase, pensó. De inmediato recordó que tenía que llamar a Félix. Aprovecharía el encargo de Patricia, seguro que se vinculaba a los servicios especiales del hacker.
— Verás —Patricia se estiró el cuerpo y Bárbara se arrepintió de no sentarse, ahora sufría viendo sus movimientos de pantera elástica—, no me creo que el tipo este no tenga un euro, ni ningún otro asunto camuflado —sonrió y cambió el tono de voz por otro aún más meloso— Necesito que busques todo lo que se pueda del fulano, ya sabes, cuentas en paraísos fiscales, empresas negocios camufladas bajo testaferros…
— Ya sabes que no soy yo quien lo busca —intentaba bajarle unos humos que no bajarían ni a tiros.
— Ya, pero tú tienes el contacto, con lo cual…
— ¿Cómo se llama?
— Te paso todo el informe.
— Vale —se dio la vuelta para salir.
— Bárbara —la frenó aquella voz de mando envuelta en miel— Me urge.
— No depende de mí —dijo sin volverse.
Entró en el pequeño despacho que Marco Aurelio se empeñó en adjudicarle. No se parecía en nada al cuchitril que fuera su otro despacho en el Pentagrama, aquel pub aún abierto y del cual le llegaban puntuales noticias del Administrador. Virgilio se debía estar forrando a cuenta de su huida y sus pocas ganas de mirar los informes: de vez en cuando le hacían un ingreso y le enviaban datos para la declaración de la renta. Escasos, todo funcionaba en negro, caja B y sin figurar en ninguna parte. Vivía en un país donde el más tonto intentaba pasar por pícaro. Cada uno ejercía tal profesión en la escala de sus posibilidades. El bufete también. Félix, por ejemplo, cobraba en efectivo y sin factura. Ella estaba asegurada a media jornada y trabajaba jornada y media, aunque jugaba a escaquearse cuanto podía. Como los empleados con bajas sanitarias falsas que ella informaba. No siempre, claro, se daba el gusto de perdonar a alguno avisándolo y sin pasar aviso al bufete.
Los elegía según caprichoso y arbitrario azar, jugando ella misma a ser el Dios bueno o el Dios implacable. A veces, incluso escondía una especie de justicia poética en sus elecciones. Como la última, una mujer con tres hijos pequeños, un marido sin trabajo oficial para evitar pasarle dinero y un trabajo agotador en una tienda de moda. Había conseguido un informe médico falso según el cual tenía que asistir a ejercicios de rehabilitación una vez al día, por la mañana; naturalmente, no iba a ningún fisioterapeuta, utilizaba esa hora y media para dejar a los críos en el colegio. Bárbara decidió que la estúpida dueña de la tienda podía correr con esa hora libre, avisó a la mujer y medio amenazó a la estirada dueña para que la dejase en paz. No era bondad, como tampoco hubo maldad en el asesinato de aquella asturiana que apuñaló más de lo necesario. Bárbara se movía por el mundo con el criterio de un elefante: siguiendo el olfato de árboles que sólo estaban al alcance de su pituitaria.
Se sentó y abrió la carpeta. Sobre la mesa de cristal incluso tenía flores frescas. Juani, la telefonista/secretaria, asumía entre sus funciones, la de vigilar que en todo el bufete, hubiera siempre flores frescas.
No tenemos por qué ser cutres, defendía Marco Aurelio, además, las flores calman a las fieras.
Las fieras que entraban en aquel bufete no podían calmase con flores, más bien se trataba de ese aire, entre la pijotería y el dandismo, de Marco Aurelio, quien exigía detalles como aquel o la cafetera de exquisito café, la del anuncio del Clunie, como aseguraba Juana esperando verlo entrar allí y rescatarla del anonimato, y, de paso, de su celulitis. Tampoco se fumaba, salvo en el cubículo de Bárbara. El abogado se lo consentía, fruncía el ceño si tenía que entrar a algo, le anunciaba los males de tabaquismo y amenazaba con descontarle del sueldo la multa que podía caerle por fumar en un espacio laboral. Pero se lo consentía. Juani, de vez en cuando, entraba a fumar allí, que no lo aguanto más, te lo juro, murmuraba la secretaria con síndrome de abstinencia.
Baby sintió pereza. Una inmensa pereza. Se obligó a mirar el informe.
Máximo Romero Prieto, cincuenta y cuatro años; una fortuna amasada en los buenos tiempos de la especulación inmobiliaria. Sin estudios. Hijo de peón albañil, el mismo comenzó en esa profesión. Casado, dos hijos.
Las empresas a las cuales deseaba dar el carpetazo final eran dos Agencias de Viajes, una en Oviedo, otra en Gijón. Quince empleados en total.
Miró la foto. Un patán con corbata que ahora jugaba al golf y viajaba en clase preferente.
Pensó en llamar a Félix, pero prefirió ir en persona. Sobre todo para comentarle lo de la Agencia Madame Guillerma. Menudo nombrecito. Además, Félix casi nunca descolgaba el teléfono, tampoco abría la puerta salvo que alguien como ella, en el ajo de sus neuras, llamara a un móvil determinado, lo dejara sonar dos tonos y colgara. Automáticamente, se abría la puerta de su guarida.
— Juani, salgo —dijo al pasar por su mostrador.
— Bárbara —se levantó para evitar que saliera— Oye, recuerda que mañana cerramos antes y que no regresamos hasta el veintisiete.
— ¿Por?
— ¿En qué mundo vives? —sonrió quitándose los cascos— Es la Semana Grande en Oviedo, San Mateo, tía.
— ¡Joder! Luego hablan de Andalucía. ¿Dónde hostias está la crisis?
— ¿No tienes planes? —Bárbara omitió responder a lo evidente— Si quieres quedamos a tomar algo por el Viejo.
— Ya veremos.
Por suerte, el bufete tenía tres plazas de garaje en el inmueble porque resultaba imposible aparcar en Oviedo. Al señor alcalde se le había ocurrido convertir el centro de la ciudad en peatonal, ampliar las aceras de Uría y, en definitiva, poner a todos los municipales a ganarse el sueldo con las multas. Eso sí, para los turistas y la clase alta de la elitista ciudad, aquello era lo mejor que se le podía ocurrir al alcalde, renovado en cada elección por sus estimados votos. Eso y las varias “escobas” ganadas por la ciudad a fuerza de ser una de las más limpias de Europa. El coche de Bárbara se guardaba en el garaje del bufete y no solía llevarlo hasta su casa.
Subió al Nissan y enfiló en dirección a la covacha del hacker más friki de su vida. Al final, por puro descarte, terminaba siempre rodeada de personajes estrafalarios. Le había sucedido en Huelva, regentando el lugar de copas más antiguo para la clientela homosexual; se repetía en esta ciudad que, y eso prefería ni recordarlo, guardaba malos recuerdos de muchos años atrás.
Hasta ese momento, Bárbara había salido impune de todos los asuntos turbios donde se vio involucrada.
No era cierta esa máxima de que todo se paga. En terreno judicial, claro; otra cosa eran los asuntos personales.
Tampoco existía ninguna justicia, ni legal, ni poética.
En el mundo que Bárbara conocía, tan sólo existían, con pocas variantes, los supervivientes y los pringaos.
Cierto, existían categorías, Patricia, por ejemplo, pertenecía a los primeros, pero con ventajas: había nacido en el lugar y momento apropiado, la naturaleza le había regalado belleza e incluso inteligencia; era lista para superar las trabas de su propia inteligencia y, tal vez desde la infancia, conocía, exactamente, su lugar y sus aspiraciones. Imposible fracasar con semejante arsenal.
Ella, Bárbara Villalta, se encontraba en la misma clasificación, pero con desventajas: mal lugar y momento para nacer, ninguna belleza y mucha rabia; la inteligencia justa con un componente de listeza imprescindible para no pudrirse en el lugar elegido para ella. Tuvo la fortuna de conocer a Pamela, la lesbiana más loca de Huelva, convertirse en una especie de chica para todo y, tras su muerte, heredar el apartamento en Punta Umbría y el Pentagrama en Huelva. Ella cumplió librando a este mundo de su asesina y sin que su muerte llegase a esclarecerse nunca. Después se enamoró, como la más imbécil, de Chelines, aquella casi adolescente de buena cuna y malas camas, que había convertido su vida en pura ceniza. Lo peor no es vivir sin sentimientos, lo peor es haberlos conocido para perderlos. Perdió a Chelines, se negaba a imaginarla muerta, vivió años encapsulada, se apasionó de otra belleza, no, esta vez no había sido amor porque en los restos de su corazón tan sólo cabía el rostro de la loca Mercedes, Cheché, Chelines; tal vez por no amarla, la siguió, sin demasiada esperanza, con el miedo justo y la partida perdida de antemano, para terminar en la ciudad más limpia del país.
El amor sólo tenía un nombre para Bárbara: Chelines. Y lo peor era saber que jamás tendría otro nombre.
Sus armas eran la rabia y la total ausencia de escrúpulos cuando se trataba de su escaso territorio.
Pringados, los conocía de todos los tamaños y baremos. En el fondo, la aburrían soberanamente.
Alguna vez, Bárbara Villalta, imaginaba la posibilidad de inventarse un pasado lleno de recuerdos; un pasado mentiroso pero que apenas se notaría en un mundo donde imperaba el trono de la mentira. Bastaba con trabarla bien. Un pasado amable y hermoso.
Con sólo imaginar ese posible pasado, su estómago anunció una arcada. Los monstruos, en definitiva, no vienen de ningún lugar, carecen de árbol genealógico, de pasado y de futuro.
— ¡A la reputamierda!
Lo gritó sintiendo saltar unas gotas de saliva contra el volante. Sintió las manos agarrotadas, un grito en los ovarios y varios espasmos en el estómago. No le gustaba conducir porque terminaba pensando y Bárbara evitaba pensar anestesiando esa posibilidad con alcohol, comida basura o con las peores películas de terror.
Cuando llegó ante la puerta, marcó el único número al cual contestaba Félix, dos tonos y colgó.
— Muchas visitas en poco tiempo, Bo —la llamaba a sí sin saber de qué burla le llegaba el apodo.
Bárbara se lo consintió porque era el único en aquel lugar que lo conocía. Lo había visto en uno de sus correos antiguos cuando le formateó el recién estrenado Mac, y era demasiado joven para saber que existió una tal Bo Dereck que, décadas atrás había sido considerada la mujer 10 del mundo. Pamela encontró divertido llamarla Bo y nunca utilizó otro nombre con ella. Para Bárbara, aquel diminutivo había perdido cualquier connotación emocional.
— Te traigo un trabajo del bufete para engrosar tu Caja B y una posible noticia sobre los asesinos en serie…
— Empieza por eso —no hizo falta especificar.
— La hermana de Isidro —el cabeceó afirmando—, encontró el móvil —Félix puso cara de pasmo— Sí, ya sé, no tenemos la policía más despierta…
— ¿Y el que vino de Madrid? —Bárbara se encogió de hombros.
— Demasiada mugre en su apartamento. A lo que iba, entre los mensajes había uno diciéndole que le habían pagado un regalo —Félix no movió un músculo— Una tía, una puta supongo, y le incluían foto —de nuevo una mueca de extrañeza— Era la foto de una tía, de espaldas y vestida de cuero.
El hacker extendió las manos ante ella. Formular frases le resultaba incómodo. Prefería los gestos.
— Decían que llamaban de parte de Madame Guillerma —ni una palabra tras varios segundos de silencio— Tal vez tenga que ver con los asesinatos, ¿no?
— ¿Una puta?
— Podían enviarla como mensajera, ¡qué sé yo! Tengo el móvil —se lo pasó— ¿Por qué no entramos en esa página?
Félix levantó un dedo y se giró hacía el teclado. Tecleó: Contactos Madame Guillerma. En pocos segundos, apareció una página—tipo, como tantas en la Red, para contactos con servicios sexuales. Todo normal.
— ¿Hay muchas de estas?
— Pa elegir, por gustos, por presupuesto, pa putas, pa niñas, pa niños…
— ¿No es delito?
— ¿Qué cosa?
— Hombre, la prostitución no lo tengo claro, pero la pederastia, sí. Páginas pa niñas, pa niños. ¡Joder!
— Mercado Global.
— ¿Y la Poli?
— Pa cuando se entera, han cambiado el portal, el servidor y lo que haga falta.
Bárbara miró la pantalla. Dos chicas flanqueaban el anuncio de todo tipo de modalidades eróticas, incluidas variantes sadomasoquistas.
— ¿Ves algo raro? —preguntó esperando una afirmación.
— No.
— ¿Puedes averiguar algo más?
Félix tecleó. Lo hizo durante un buen rato; ante los ojos asombrados de Bárbara iban pasando imágenes a tanta velocidad que no lograba fijar ninguna.
— Raro.
— ¿El qué? —preguntó Bárbara sintiendo un cosquilleo en el estómago.
— Llegado cierto punto se bloquea. Y, tengo la impresión de que utilizan el mismo servidor en Islandia que yo. ¡Qué fuerte!
— ¿Por qué en Islandia?
— Porque no tienen jurisdicción compartida.
— Joder, ahora el abogado pareces tú.
— Si quieres vivir de esto, tienes que ser de los mejores.
— Conocer todos los trucos, ¿no?
— Dame tiempo —dijo afirmando con la cabeza.
— Vale. Oye, antes de irme. Mira el encargo del bufete.
Sin demasiadas ganas, Félix abrió la carpeta.
— ¡Coño, Mari Camino!
— ¿Qué dices?
— Este tipo tiene una hija…
— Sí, lo dice el informe —Bárbara leyó por encima de los hombros: María del Camino— ¿La conoces? —él afirmó con la cabeza sin dejar de sonreír— ¿De qué?
— Cliente.
— ¿Tuya? —nueva afirmación— ¿Para qué? No me vengas ahora con el secreto profesional, en tu caso existen “ventas profesionales”…
— No tengo secretos profesionales.
— Entonces, ¿qué quería ella?
— Pasta.
— ¡Ay, mira, Félix, no estoy pa estos juegos!
— Quería que localizase alguna cuenta del padre y le sacara una buena tajada para su propia cuenta.
— ¿Cuándo?
— Hace una semana.
— ¿Se enteró el padre?
— No creo. Con todo lo que tenía, cuatrocientos mil euros son una porquería.
— ¡Joder!
— ¿Es eso lo que necesitas? —sonrió dejando en aire la doble intención de la pregunta.
Bárbara omitió una respuesta adecuada. Ni recordaba el último cosquilleo erótico en su cuerpo.
— Todo lo que puedas: cuentas, negocios a nombre de testaferros —decidió prescindir de la parte “erótica” en la pregunta—. Quiere despedir a quince empleados sin indemnización.
— Otro cabrón.
Por alguna razón que a Bárbara se le escapaba, Félix era feliz cuando se trataba de jugársela a quienes consideraba “ladrones del mundo”. Que Máximo Romero Prieto, fuera considerado uno de ellos, resultaba muy beneficioso para los planes de Patricia, por eso Bárbara ahondó en el asunto.
— Patricia —Félix movió la cabeza y dejó floja la sonrisa— Ten cuidado, que la baba se te cae en el teclado y lo fundes. ¿Todos los tíos sois iguales? —no hubo respuesta— Ya. Bueno, pues lo que pretende esa tía buena, es chantajearlo para conseguir una indemnización sustanciosa para los despedidos. Porque, despedir los va a despedir.
— Dame cuarenta y ocho horas.
— Oye, no quiero ser aguafiestas, pero, ¿sabes en que día y mes estamos? —negó con la cabeza y continuó tecleando, ahora también en el teclado de otro ordenador mientras iba de una pantalla a otra y Bárbara sentía que ya todo comenzaba a darle vueltas en aquella habitación viciada y sin luz natural— No, claro, pues estamos a dieciséis, vísperas de San Mateo, o sea, la ciudad está medio cerrada por las fiestas.
— Vale.
Ni se inmutó.
— Te lo envío a tu correo.
Iba a salir cuando Félix pegó un grito. Bárbara se volvió esperando ver un monstruo emergiendo por entre la mugre.
— ¿Qué coño pasa?
— Tienes trabajo.
— ¡Vete a tomar por el culo! —aún le latía el pulso a toda pastilla por el inútil grito.
— El tipo este come todos los jueves, o sea hoy, en La Corrada.
— ¿Y? —a veces temía que el chaval se rayara definitivamente.
— Tienes que ir, conseguir coger el móvil y pegarle esto —le tendió una pegatina que Bárbara miró como si fuera una pulga— Tranqui, una vez pegado, ni se nota.
— Tú no estás ni medio bien.
— Con esto lo cazo en algo gordo.
— A ver —Bárbara se llevó las manos hasta las sienes para controlar, en lo posible, el ataque de ira— Me dices que tengo que presentarme en el puto restaurante de mierda…
— De lujo.
— Cogerle el móvil —evitó responder a la interrupción— ¡Y pegarle esa cosa!
— Es una etiqueta inteligente —decidió que no lo entendería— Bueno, lo que sea, con eso, le grabo, le asalto el móvil… ¡La hostia!
— ¿Cómo coño quieres que le coja el móvil? Porque el tipo estará en compañía, ¿no?
— Sí, pero con otros tíos. Varían, políticos, banqueros… Te bastará con que miren unas piernas, unas tetas…
— ¿Las mías?
— No.
Bueno, al menos no andaba con tapujos. Bárbara cogió la etiqueta guardada en una bolsa plastificada y hermética. Salió sin despedirse.
Subió al coche. Lo dejaría aparcado en la Escandalera y le pasaría la factura a Marco Aurelio. El garaje del bufete no estaba ni a doscientos metros, pero estaba agotada, y no le gustaba nada contonearse por las calles del centro de la muy Leal ciudad de Oviedo. Miró la hora en el salpicadero, las trece diez. Marcó el número de Lea.
— Si —había una ligera ansiedad en la afirmación de la prostituta al responder.
— Ya trabajo en lo de tu hermano —no mentía— Ahora necesito ayuda, me vas a invitar en La Corrada, a las dos en punto.
— Bárbara, hoy no habrá ni una mesa…
— Pues tiras de contactos.
— ¿Tiene que ser hoy?
— Si quieres que siga con lo de Isidro, sí. Ah, pon las piernas y las tetas al descubierto.
— ¿Voy en toples?
— Bastará un buen escote. ¡A las dos!
Cuando logró entrar en el parking de la Escandalera, faltaban veinte minutos para las dos. La calle estaba llena de coches, grupos de gaiteros y panderetas, grupos de baile, ¿cómo logran no morirse asfixiaos en esos trajes de lana, joder? Y gente, tanta como si toda la ciudad hubiera decidido salir a la calle. No llovía, eso ya era un buen motivo.
A Pamela le gustaba el camino del Rocío. Una lesbiana dispuesta a vender su alma por un buen par de tetas, llegaba hasta las lágrimas haciendo aquel recorrido polvoriento por entre el polvo, los vestidos de faralaes con botas camperas, los cantos, el vino y una extraña fe en aquella Virgen.
— ¡Puta mierda!
No se diría nunca, ni a la sombra de su sombra, la petición que le hizo a esa misma Virgen el primer año que acompañó a Pamela. Romera por el día y soltando alaridos en los orgasmos nocturnos. Quería dejar de ser un monstruo, aunque sólo fuera por unos días. Luego, años más tarde, fue Rosa, la adolescente con libros en la mochila que murió en lugar de Chelines, quien le soltó aquello de: el monstruo, Bárbara, lo llevas dentro.
Trató de caminar a buen paso. Sudaba. Sentía correr riachuelos por entre los pliegues de grasa y el estómago aullando de hambre. Siempre el hambre, Chelines le dijo un día que esa obsesión no era normal, que ocultaba un secreto, el puto secreto de mi puta vida, Chelines. Cuando ella desapareció, lamentó no haber intentado ser menos monstruo. Al menos con ella. En realidad, sólo con ella.
Chelines nunca se iría de su vida. ¡Ni muerta!
Necesitó sentarse en la Plaza de Riego. No tanto por agotamiento físico, como por el ahogo que, algunas veces, le producía el recuerdo de Chelines.
La angustia incrementó el rugido del estómago. Seguro que aquella niña tenía razón: en los escasos momentos de calma y casi felicidad de su vida, el apetito llegaba casi a desaparecer. Comer era un síntoma de la desgracia.
Llegó a la Chorrada del Obispo desprendiendo un auténtico tufo a grasa. Pasaban minutos de las dos, Lea ya estaba sentada en una mesa, no en cualquiera, sino en el mejor de los lugares: la terraza cerrada que daba al jardín de los curas. Lo suyo eran contactos de alto voltaje. También pudo ver a Máximo Romero Prieto en otra mesa, un director de banco y un político que regresaba, con ganas y bien armado, a la política local, lo acompañaban. El móvil, tecnología de última moda, estaba al lado de los cubiertos.
Se acercó hasta la mesa de Lea sintiendo a su paso una ligera oleada de asco acompañada por narices fruncidas. Se sintió tentada a pararse y levantar los brazos sobre alguno de aquellos comensales, a ver si así se les llenan las venas, joder.
— Hola, Baby.
— No te voy a preguntar cómo conseguiste mesa —la miró: realmente espectacular— ¿Algún cliente en las mesas?
— Sólo uno, justo en la mesa de ahí —señaló con la cabeza.
Bárbara giró levemente la cabeza hacía la izquierda: un matrimonio mayor, ella rubia, pechugona, cubierta de joyas, con cara de asco, dos adolescentes preciosas en vías de convertirse en mujeres espectaculares. Necesariamente debía ser el encantador anciano de manos blanquísimas y modales pausados que soportaba la cháchara de su esposa sin mover un músculo.
— ¿Le va que le zurren? —preguntó mirando a Lea.
— Las historias de nurses que lo castigan por malo —Lea sonrió— Todas las semanas.
— Al parecer no le basta con las zurras de su pechugona esposa.
— Duermen en camas separadas desde hace siglos.
— Ya.
— ¿Qué comes? —Bo. miró la carta por encima— Pídeme el plato más cargado de grasas, proteínas y basura que tengan. Lo dejo a tu gusto. ¡Me muero de hambre! Me voy al váter.
— ¿Vino?
— Del caro.
Se levantó con tanta torpeza que casi tira el florero de la mesa, el mantel y todo lo demás. Después tropezó con la mesa del anciano repulido que no levantó la mirada del plato mientras escuchaba un murmullo de reprobación general. Se paró ante la matrona pechugona, Lea temía un escándalo. Bárbara decidió no abrir la boca, tan sólo esperó a ver cómo se sofocaba la señora, cómo sonreían las adolescentes, probablemente nietas en día de cobrar paga, y cómo el anciano fingía no haberse enterado de nada. Impasible como un cadáver.
En el baño se quitó el blusón y se refrescó los sobacos. Realmente, apestaba. Entre otros delicados objetos, había una botella con agua de colonia: se la tiró toda por encima. Después entró en el váter, incluso los vaqueros estaban empapados. No, no hacía el calor de Huelva, pero la humedad era cien veces peor para sus acumulaciones de grasa.
Algo más ligera, regresó a la mesa. Antes, pudo ver cómo los tres hombres, Máximo entre ellos, de la mesa objetivo, miraban hacía donde Lea lucía su hermoso rostro y sus increíbles pechos.
— ¿Ya pediste? —Lea afirmó con la cabeza— Vale.
— No me importa invitarte a comer, aunque sea en uno de los más caros restaurantes de Oviedo y a mí no me guste salir por estos lugares. Vale, te lo debo —hablaba en un tono bajo pero nervioso— ¿Qué quieres que haga?
— ¿Conoces a Máximo Romero?
— Sí, está aquí.
— ¿Cliente?
— No de los míos.
Bárbara no preguntó. Aquellas profesionales guardaban celosamente los secretos, pagados, de sus clientes, y no solían entrar en el territorio de otra compañera.
— ¿Te conoce? —preguntó alarmada Bárbara.
— No —ni se inmutó— Pero, como dice Madame —sus pupilas nunca la nombraban de otro modo—, todos tenemos un pasado.
Bárbara piensa, sin decirlo, que, en algún caso, lo anterior se limita a un pozo negro. También recuerda el buen trabajo de esa Madame con una chica de barrio como aquella, capaz de manejar los cubiertos y la indiferencia con un aplomo envidiable.
— Pues, cuando consideremos que ya bebieron bastante, nos levantamos, por suerte están de camino a la salida, te las arreglas para tropezar, o torcerte un tobillo, o lo que se te ocurra con tal de que te miren los tres.
— ¿Para qué?
— Para darme tiempo.
— ¿Cómo?
— Necesito poner en su móvil esto —extrajo la diminuta pegatina del bolso— No preguntes.
— Vale —hizo una pausa— ¿Qué sabes de Isidro?
— Tengo al mejor hacker del mundo trabajando en esa página.
— Yo ya miré, hice una llamada y todo…
— Ya me lo dijiste.
— No llamó nadie.
— Ya.
El camarero, intentando evitar en lo posible la cercanía de Bárbara, llegó con la botella de vino, se la enseñó a Lea que afirmó con un gesto y una sonrisa; la descorchó y sirvió un poco en la copa que probó Lea, muy bien, gracias, dijo. Bárbara había seguido todo el proceso con ese punto de envidia, antiguo y doloroso, que se le mezclaba siempre ante los gestos de cualquier mujer hermosa.
¿Qué se sentía sabiendo que, hicieras lo que hicieras, todo estaba de antemano perdonado por tu belleza? Algunas mujeres hermosas lamentaban su belleza, aseguraban que sólo les miraban el físico; cuando Baby las escuchaba le castañeteaban los dientes.
Intentó que las punzadas sangrantes por su vieja herida de celos generales a toda belleza, no amargara demasiado la comida. Sin perder de vista cómo se desarrollaba la comida de la mesa masculina, Bárbara escuchó unas cuantas historias de clientes que pagaban para ser castigados.
— ¿Se corre mientras le azotas el culo? —Lea afirmó— ¡Qué asco!
— Existen cosas peores. En el fondo, los tipos que necesitan sentirse humillados y golpeados para gozar, no hacen daño a nadie, ¿no?
No lo dirá, pero imagina que si su padre hubiera tenido dinero para pagarse alguna sesión “especial”, tal vez no utilizara el cuerpo de su madre y el suyo como tambores insensibles. O tal vez sí; algunos prefieren golpear propiedades, no alquilarlas.
— Y si no fueran a esas “sesiones”, ¿qué les pasaría?
— Cualquier cosa —Lea troceaba el pescado a la plancha con maestría: nadie diría que el desgraciado asesinado y ella venían de la misma familia— Mira, cuando uno no tiene el sexo satisfecho, termina por vengarse del mundo.
Bárbara trató de imaginar quién estaría detrás de aquellos asesinatos de hombres, muertes limpias y un tatuaje en pecho. ¿También sería un insatisfecho erótico el asesino? Movió la cabeza: los asesinatos en serie, sobre todo los vinculados a razones sexuales, recaían casi siempre sobre las mujeres. El nuevo asesino, tan sólo mataba hombres.
Y, además, eran crímenes fríos, sin pasión. Cerebrales.
Lea comía como un pajarillo, una impresión realzada por la ingente cantidad de comida que Bárbara era capaz de engullir. Más que comer, tragaba sin saborear, casi sin masticar.
— Baby —la interfecta la miró con ojos asesinos— No disfrutas con la comida.
— Ya —terminó de masticar el bocado— Ni con el sexo.
— Puedes pagar. No sería una mala solución.
Lo había pensado, y más de una vez. Después, con sólo imaginar la cara de asco de la contratada, sobre todo fingiendo sonreír, abandonaba.
— ¿Tomas postre? —preguntó Bárbara para cambiar de tema.
— Off —Lea se tocó el estómago— ¡No me entra ni una miga más!
— Yo sí —extendió la mano para hacerse visible, aún más, al camarero— No me extraña que no engordes.
— Te acostumbras. Lo malo es que, después, es tu estómago quien se niega.
— El mío no.
El camarero esbozó una sonrisa. Tomó aire antes de acercarse a la mesa, y sin expulsarlo de los pulmones, preguntó qué deseaba la señora.
— La carta de postres —dijo Bárbara consciente del esfuerzo— Y lárguese antes de que le revienten los pulmones.
— ¿Por qué le has dicho eso?
— El tipo tomó aire antes de acercarse… ¿Te imaginas la cara de la puta que contratase?
— No te entiendo.
— ¡Déjalo!
Una Mouse de chocolate y un especial de la casa después, las mesas del comedor comenzaban a vaciarse de comensales. En realidad, a las casi cuatro de la tarde, tan sólo una mesa con una pareja que, en realidad se comían a sí mismos sin mirar los platos, la de Máximo y sus dos acompañantes y la de Bárbara con Lea, permanecían. Uno de los camareros soportaba estoicamente las largas sobremesas, de pie, al fondo del comedor. Bárbara decidió que ya podían intentarlo.
— ¿Has pensado cómo conseguir que los tres te miren un buen rato? —preguntó a Lea.
— ¡Por fin! Me muero por un cigarrillo.
— Primero habrá que pagar.
— Claro —levantó la mano, a los segundos el camarero estaba a su lado— La cuenta, por favor.
Cuando el camarero regresó con una hermosa cajita cerrada en cuyo interior estaba la muy abultada minuta, Lea buscó en su bolso, extrajo un billete de cien, dos de cincuenta y uno de veinte, los colocó sobre la factura, y cerró la caja.
— ¿No tienes tarjeta? —preguntó Bárbara, asumiendo que era la única persona en el mundo sin tarjetas.
— Cobro en negro, pago en negro —la sonrisa que esbozó iluminó su ya luminoso rostro.
— En este país la economía es más negra que el sobaco de un murciélago —murmuró Baby— ¿Cómo lo hacemos?
— Voy delante, cuando los tenga a mis pies —Bárbara hizo una mueca de interrogación— Literalmente, ya lo verás; los tíos pierden el culo por dos cosas: los labios rojo putón y los tacones. No sé muy bien por qué —hizo una breve pausa como si repasase los posibles motivos— Aprovechas y le pones la pegata esa cuanto antes. ¿Vale?
— Vale.
Lea, extrajo un espejo y una barra de labios del bolso y se los pintó con morosidad, por el rabillo del ojo comprobó que los tres hombres la miraban con la boca semiabierta. Después se levantó sin mover un milímetro la silla, sin rozar el mantel, ajustó la escasa falda con un levísimo gesto y caminó sobre unos tacones que le aumentaban la estatura en doce centímetros. Bárbara se preguntó cómo lograba caminar sin romperse aquellos menudos y frágiles tobillos. Se negó a imaginar los suyos, tipo elefante, soportando semejante equilibrio. No necesitaba mucho más para que los tres tipos la mirasen. En realidad, ya salivaban.
El camarero también.
Bárbara aprovechó el abandono de miradas sobre su cuerpo para levantarse tratando de no tropezar demasiado. Le entraron ganas de robarle al camarero la suculenta propina, por salío, por imbécil. Lo dejó correr. Por esta vez.
Cuando pasó tras la silla de Máximo Romero, Lea emitió un gemido y dobló la rodilla derecha, de manera tal que casi termina en el regazo del empresario.
— ¡Perdón! —rogó Lea exhibiendo la más dulce y falsa de las sonrisas.
— ¡Por Dios! —el tipo rodeó la cintura de Lea más de lo necesario— ¿Se ha hecho daño?
Los otros dos ya se habían levantado en dirección a la doncella doliente. El camarero también corrió para ver si metía mano y la pareja continuó a lo suyo; en realidad, la parte femenina de la pareja, sostenía la cara del otro con ambas manos evitando cualquier mirada. Bárbara, invisible a esas alturas, cogió móvil, colocó en la parte trasera la pegatina: ni siquiera se distinguía.
— Vamos, Lea, te ayudo —dijo quitando brazos y manos del cuerpo de la falsa herida.
— Gracias, Bárbara —se apoyó en su hombro, volvió el rostro a los pasmados y frustrados varones— Y, por favor, disculpen las molestias.
— Deberías haber dicho, las frustraciones —le soltó Bárbara de manera suficientemente audible para los aludidos.
— ¿Para qué fue esa movida? —preguntó Lea sin rastro de lesión en sus finísimos tobillos.
— Trabajo.
— ¡Coño! —se colocó unas sofisticadas gafas oscuras de Tous— Debería cobrarte.
— No te jode.
— En serio —sonrió, parecía estar mejor que los últimos días— En breve me devolverán el cuerpo de Isidro. Tendré que enterrarlo.
— ¿No tenía pasta?
— No, que yo sepa.
— Pero, no sé, habrá tarjetas, o libretas…
— Lo dudo. Lo suyo era aún más “negro” —dibujó las comillas en el aire— que lo mío. Y si tenía pasta, la guardaba bajo el colchón, ¡eso sí debió encontrarlo la policía!
— Entonces podrás solicitar un entierro gratis, ya sabes, los Ayuntamientos suelen tener esas cosas, pa mendigos, extranjeros y tal, ¿no?
— ¡Calla! —se abrazó los hombros— Era mi hermano, tía, no una rata.
— Qué sea lo uno no evita lo otro.
— ¡Qué bestia eres! ¿No tienes familia?
— No la recuerdo —Bárbara sintió un profundo cansancio— Bueno, me largo.
— Oye —Lea la cogió por un brazo— Me dirás algo, lo que sea que sepas…
— Sí.
La dejó parada en la callejuela que rodeaba la Catedral y salió como si tuviera una cita importante.
Nadie la esperaba.
Nadie la echaba en falta.
Si se quedaba tiesa sobre el sofá de su casa, tal vez los vecinos, al cabo de unas semanas, llamaran a los bomberos, tan sólo por el olor a podredumbre. Del bufete aún tardarían más en notar su ausencia, ni siquiera estaba obligada a fichar con horarios como el resto.
Entró en el coche y puso rumbo a su apartamento, en una de las colinas de Oviedo, en el barrio del Cristo, a dos pasos del hospital que, en breve, cambiaría de emplazamiento.
— Un negocio pa listos como el tontoelculosalío ese —murmuró para sus grasas recordando al empresario ahora investigado por Félix.
Se tiró en el sofá después de colocar en el reproductor el DVD que le había recomendado y pirateado Félix, Funny Games, si vas a ver terror, al menos que sea del bueno, tía. No le preguntó de dónde le llegaban a él ciertas sabidurías y conocimientos.
Quedó dormida antes de que los impecables y educados chicos vestidos de blanco comenzaran con la tortura de la familia. Prefería los chorros de sangre.
La mala digestión por falta de costumbre para su estómago, más bien acostumbrado a raciones de comida basura, la llevaron al temido mundo de sus pesadillas. Como siempre, el rostro escuálido y amado de Chelines llegó hasta el rincón de su nuevo sofá. Despertó sobresaltada, empapada en sudor y sintiendo que había descendido a los infiernos.
— ¡Me cago en too!
Su grito rebotó contra las paredes. Su guarida tan sólo recordaba su presencia. Allí, nunca había entrado nadie, al menos desde que aquella loca se largó dejando la mitad de sus cosas por los armarios. El mismo lugar donde permanecían, olvidadas y abandonadas.
El ruido del móvil terminó de tirarla en la orilla de su sofá definitivamente. Cuando llegó ya habían colgado. Comprobó tres llamadas de un número inexistente, es decir, otra de las habilidades de Félix: de alguna manera lograba piratear teléfonos extranjeros y llamaba utilizando sus números. De paso, evitaba dejar ningún rastro. Volvió a sonar, comprobó el número y apretó la tecla para responder.
— Sí —aún no tenía voz para más.
— Tía, otro fiambre del asesino diabólico.
— ¿Cómo hostias dices?
— Acabo de verlo en Internet —dónde si no se dijo Baby—, un notario, en Bilbao.
— Joder.
— Por cierto, buen trabajo. Tengo al Máximo pillado por los mismos huevos. Muy fuerte, tía, da pa mucho más que un chantaje pa los tíos…
— ¿Cuántas cosas haces a la vez, chifleta?
— Lo normal.
Decidió no preguntar qué era normal para aquel hacker totalmente ciego y sordo para lo que no fueran sus pantallas.
— Y cuando tenga la digital de plasma, ¡la polla!
— Mejor ni pregunto.
— Te mando al correo la noticia. Mañana ya puedes recoger lo del Máximo.
— Pero la pasta no la tendré hasta…
— Vale.
Demasiada conversación para sus cuerdas vocales. Bárbara se levantó, al menos lo intentó, se le habían dormido las piernas y cayó entre el sofá y la mesa donde se acumulaban todo tipo de restos, bolsas de frituras, colillas, un paquete de chicles probablemente caducados, fruto de un arrebato para dejar de fumar, meses atrás…
No lograba moverse. Trató de masajearse las piernas para despertarlas, pero sus múltiples pliegues corporales, apenas le permitían llegar hasta las rodillas. Encendió un cigarrillo dispuesta a esperar.
— ¡Ni pagando! —gritó al vacío.
Vagamente, algunas veces, recordaba a Rosa, la extraña adolescente muerta años atrás en lugar en Chelines; le aseguraba que el monstruo se escondía en su interior, no en la apariencia.
— ¡Y una mierda! —gritó al fantasma de Rosa— Esas son las gilipolleces que se sueltan cuando se tiene un aspecto medianamente presentable.
Entonces, oscuramente, soñaba con un milagro, una especie de varita mágica, de genio escondido en un lámpara, capaz de transformarla con un simple chasquido de sus dedos. Pero no existían las varitas mágicas, ni los genios. Ni siquiera la Virgen del Rocío. Juana le dijo que estaba ahorrando para hacerse una lipoescultura, si me sale bien, te lo paso, Bárbara. Le costaría tres años sin vacaciones ni dispendios de ningún tipo. Total, no me puedo comprar nada decente con este culo, ni lucirme en ninguna playa… ¡Nada!
— Los monstruos viven en su cueva, no salen a la luz del día —murmuró mientras intentaba levantarse para llegar hasta el ordenador.
Diez minutos y un esfuerzo sobrehumano después, estaba abriendo su correo. Bajo la identidad de Chuscoputo le llegaba un correo con Bilbao en la casilla de asunto. Félix jamás repetía identidad en sus correos. Se movía por la Red como una escurridiza anguila.
Allí estaba.
Respetable notario bilbaíno hallado muerto en el apartamento donde se retiraba a estudiar los casos complicados de su despacho, o sea, su nidito para perversiones, iba traduciendo Bárbara. Su mujer, al ver que no llegaba a cenar, avisó a uno de sus hijos. Este, tras intentar localizar a su padre a través del móvil, fue hasta el apartamento donde el notario trabajaba en asuntos personales y, en momentos especiales, reunirse con sus hijos y se tropezó con el cadáver, menuda sorpresa para la tía: viuda y rica, ¡joder! Quien daba la noticia, aludía a crímenes similares, atribuidos por todos al “asesino diabólico”.
Ya eran siete.
Aquello no podía ser obra de un solo asesino, salvo que tuviera el don de la ubicuidad. Tres en Madrid, otro en Toledo, uno en Barcelona, otro en Oviedo; el último en Bilbao.
— ¿Qué hostias tendrán en común? —se preguntó Baby.
Después se convenció de que aquello no era asunto suyo.
En la cocina bebió de golpe una botella de agua. Comer alimentos de buena calidad no sentaba bien a su cuerpo. Aún con las piernas entumecidas, se metió en la ducha hasta que comenzó a notar insensible todo el cuerpo.
Envuelta en una toalla sábana se asomó a la ventana. Ya era noche cerrada. Una hermosa noche. Desde lejos, se escuchaba un rumor de fiesta en la calle.
Bárbara celebró su propia fiesta abriendo una botella de ginebra. Por suerte, tenía colas en la nevera.
Tres cubalibres después cayó redonda en la cama.
Anestesiada. Sin imágenes del pasado. Sin el rostro siempre añorado de Chelines apuñalando su escasa cordura. Fundida su cabeza en el blanco lechoso de una niebla total.
Despertó tiritando de frío: la ventana abierta, la humedad del pelo y encontrarse desnuda sobre la cama, la devolvieron a la cruda y solitaria realidad. Miró la hora, tres y diez de la madrugada. Cerró la ventana, se metió bajo el edredón y volvió a dormirse.
Si no hubiera vuelto a sonar el móvil, Bárbara continuaría en el reino de los sueños unas cuantas horas más. Se colocó las gafas para ver quién tenía la buena ocurrencia de llamarla, ¡a las ocho de la mañana! De nuevo un número demasiado largo para ser real.
— ¿Tú no duermes nunca? —soltó a modo de saludo.
— Dormir es morir, tía.
— ¿Qué tripa se te rompió ahora?
— Necesito que vengas.
— ¿Te vas a morir?
— ¡Allá tú!
— Vale, vale. Dame media hora.
Félix no era Pepino, el camarero del Pentagrama, no trabajaba para ella. Supo que no podía traspasar ciertos límites de grosería con el hacker porque la dejaba en la estacada para el siguiente favor. Ni necesitaba el dinero, ni sentía ningún tipo de lealtad por nadie.
Una ducha y una cafetera entera de café después, Bárbara, enfundada en una cómoda túnica de colores chillones venida de otro tiempo y otro mundo, subió al coche. Al arrancarlo, el aparato de radio se conectó.
— ¡Me cago en too!
Meses atrás, el aparato, cansado de la obligatoria mudez, saltó por primera vez y no hubo botón, tecla, ni juramento, capaz de silenciarlo. En el taller trataron de darle una explicación de cables y cortocircuitos; a la segunda frase ininteligible, Bárbara adoptó la misma cara de orangután enfadado utilizada en la escuela cuando comprendía que no se enteraba de nada. Debió darle buen resultado porque continuaba colocándose la misma máscara en cuanto notaba dificultades para comprender el mensaje enviado por otro.
Ni siquiera podía reducir el volumen.
Para mayor colmo de desgracias, se conectó en una emisora donde, en ese momento, comentaban las noticias. Bárbara procura no ver la tele, no escuchar la radio, por supuesto, nada de periódicos; de alguna manera, creía que no enterarse del mundo donde habitaba, la aislaba definitivamente de cualquier problema. Y sobre todo, de la realidad.
Incluso de ella misma.
Para su desgracia la realidad terminaba siempre por encontrarla, de la manera más desagradable posible, es decir, introduciéndola de lleno donde no deseaba.
Crisis, bolsas bajando a velocidad mortal, Europa al borde del abismo, políticos repitiéndose incluso en los acentos… ¿Qué tenía que ver todo aquello con la puñetera vida?
¿Qué tenía ella que ver con el mundo? Nada. Todo había desaparecido la misma noche en que despidió a Chelines imaginando no volver a verla. Si pudiera, lloraría. No lo hará porque a Bárbara nadie la enseñó a llorar.
Ni un alma en la calle. Resaca de fiestas. Tan sólo los sufridos barrederos, por algo Oviedo era, de manera oficial, una de las ciudades más limpias de Europa. En los quince minutos que le duró el trayecto, Bárbara se incorporó a la cruda realidad, en femenino y plural:
Una mujer asesinada a manos de su pareja; iban casi cincuenta en el año.
Un padre acusado de abusar de su hija desde los doce años hasta los quince. Además, maltrataba a la mujer, al otro hijo y la hija cuando no la tenía en uso sexual. Por lo visto, aprovechaba los domingos, cuando su mujer trabajaba fuera de casa.
Una niña era reclamada por la madre biológica y por la madre de acogida. Ocho años de vida y cinco traslados: de la madre a las dependencias de la Comunidad; de ahí a una casa de acogida; de nuevo con la madre biológica que, tras una breve temporada, la devolvió a los Servicios Sociales porque, es una potrilla desbocada…
Bárbara golpeó el salpicadero del coche y apretó tanto la mandíbula que saltaron chispas entre los dientes. A la vista de cómo iba el mundo, sus mandamientos personales continuaban en absoluta vigencia:
El primero: nunca amarás a un hombre porque te partirá los dientes.
Tal vez ella se inclinó por amar mujeres debido al odio y resentimiento hacía su padre, aunque en el odio incluía, por derecho de silencio, a la madre. Las mujeres te abandonaban, pero no te partían la cara. Al menos no a ella. No lograba imaginarse compartiendo cama con un hombre. En Huelva vivía rodeada de homosexuales; en Oviedo, salvo Marco Aurelio, el cual no contaba exactamente como hombre, sino como jefe, el único “hombre” dentro de su muy reducido círculo, era Félix. Tampoco encajaba mucho en la definición de varón, por sus venas corrían circuitos de la Red y su corazón, o el lugar destinado a ese músculo, debía estar ocupado por un ordenador.
El segundo: por alguna razón de supervivencia, las mujeres se lamen las heridas entre ellas. Pamela lo llamaba “el cómodo gineceo”. Salvo su madre, incluso la más tirada, la más loca, de cuantas conoció, serviría para una lamida de heridas. Moral, claro, añadió.
Había más, pero llegó ante la casa del hacker durante el repaso del segundo.
Al quitar la llave del contacto, el mundo regresó al silencio. A la nada. Lanzó un bufido de alivio.
Se bajó del coche. Marcó el número del móvil y antes del segundo timbrazo, se abrió la puerta.
— Pasa —escuchó la voz chillona proveniente del único lugar de la casa donde vivía realmente Félix.
Había incorporado mando a distancia para la puerta con el loable fin de distraerse lo menos posible de los teclados y las pantallas.
— Joder, tío, ¡abre una ventana por lo menos!
— ¿Has traído algo de comer? Llevo pegado a esta pantalla horas.
— No sé cómo lo aguantas.
— Flipo.
— Vale, salgo y traigo, ¿qué?
— Psss.
— Vale. Eso sí, abre una ventana, tío.
A ella también le rugía el estómago. Lo malo eran las tempranas horas en semana festiva y el barrio en general: edificios horrorosos amontonados sin el menor criterio, una especie de jardín infantil de tres por seis metros, un Colegio cuyos muros estaban repletos de grafittis, algo impensable en el centro de Oviedo, ya se encargaba el alcalde de “limpiar el cogollo de su ciudad a conciencia”. Naturalmente un Mercadona y pequeños bares más o menos ruinosos. Al final encontró uno abierto.
Compró toda la tortilla de patatas recién salida de la cocina, que le envolvieron en papel de aluminio. Más complicado fue convencer al tipo para que le diera dos cafés con leche, grandes.
— Mire, le dejo, además de lo que me cobre, veinte euros, si no le devuelvo los vasos, se los queda, ¿hace?
No le hizo falta a la señora teñida de rojo chillón, hacer demasiado cálculos, por cincuenta céntimos, recuperaba en cualquier chino aquellos vasos corrientes. Se los dio sin cucharilla.
— Cutre borde —le soltó a modo de despedida. Pese a escucharla, la señora ni se inmutó, feliz de poder regresar al sueñecillo anterior con la cabeza apoyada en un brazo sobre la barra.
Haciendo ostentosos equilibrios, Bárbara recorrió los cincuenta metros que la separaban de la casa de Félix. Tuvo que dejar las vituallas en el suelo para volver a marcar el número. De nuevo la puerta se abrió al segundo tono.
— Como la cueva de Ali—Baba —murmuró— Con mugre en lugar de oro y tesoros.
— ¡Joder, qué bien huele! —gritó Félix.
— Pues no sé cómo puedes oler nada, tío.
— Paso.
La tortilla tuvo el raro efecto de levantar al hacker de su trono cibernético. Apartó, con un cuidado impensable, carátulas de programas y juegos, de la única mesa sin pantalla, teclado, impresora o cualquier otro artilugio, se limpió las manos en el pantalón del pijama, debe llevar semanas sin cambiárselo, decidió Bárbara y se quedó mirándola sin saber cómo atacarla.
— ¿Tienes algún cuchillo en la cocina, o lo que sea? —ni siquiera se refirió a servilletas, tenedores, cucharillas, ni otras lindezas.
Félix se levantó, su cuerpo alto y desgarbado, cada día estaba más inclinado hacía el suelo, daba la impresión de pesarle demasiado la cabeza. Al menos, había abierto una ventana y se podía respirar.
Regresó blandiendo un cuchillo a modo de trofeo y una sonrisa de triunfo; en la otra mano llevaba un paño de cocina que, tiempo atrás, debió ser blanco. A Bárbara le pareció mucho más joven, casi un niño.
Bárbara buscó clínex en el inmenso bolso, siempre llevaba bolsos inmensos donde se podía encontrar casi de todo, incluido lo más inverosímil. Félix partió la tortilla en cuatro trozos, tenía las manos largas, amarillentas y huesudas, manos de muerto, joder; desde que recordaba, las manos para ella suponían la carta de presentación y lo primero que miraba en los demás, tal vez porque las suyas semejaban más dos zarpas que manos humanas. La segunda parte de la anatomía que miraba, en las mujeres, eran los tobillos; según lo finos y delicados, Bárbara la clasificaba de muy peligrosas a quienes los lucían más delgados hasta nada peligrosas si se parecían a los de un elefante. Puro fetichismo del cual no lograba zafarse. Y siempre terminaba colgada de los tobillos más finos, aunque ninguno fuera como aquellos, infantiles y sensuales, de Chelines.
Diez minutos más tarde, la tortilla había desaparecido.
Félix respiró hondo.
Bárbara encendió un cigarrillo.
— Bueno —Félix se pasó ambas manos por el estómago en algo similar a una caricia— Empecemos por lo menos interesante: el expediente de Máximo —se levantó, rebuscó entre los cientos de objetos de una mesa y regresó con un Pendrive— Aquí está todo lo de ese pájaro, ¡pa hundirlo!
— ¿Cuentas en el extranjero, empresas falsas…?
— También —a través de los gruesos cristales, intuyó la mirada escéptica de Bárbara— Sí, las cuentas, dos empresas financieras, una a nombre de Camino, tengo que contárselo pa que lo joda… Pero, lo mejor: grabaciones con los chanchullos del tipo ese, un ex ministro y el director de nuestra Caja de Ahorros…
— Será tuya, ¿la Caja? ¿Por lo de las fusiones esas…?
— No, hablan de ello, de los fondos de compensación que pagan todos los que en este país cotizan —dejó claro no ser un cotizante—, pero lo que mola son los montajes a tres bandas con obras de arte —Bárbara lo miraba sin entender gran cosa— Bueno, Patricia lo entenderá todo. ¡Lo tiene bien agarrao por los huevos! —hizo el gesto con ambos puños.
— Te lo pagará bien.
— Ya.
— Y lo que mola, ¿dónde está?
— Tía, lo de la Madame Guillerma esa es pa flipar en colores….
— O sea, niños, animales y toda la gama, ¿no?
— Ahí está lo gracioso —hizo una pausa, tomó aire.
— ¡Deja de hacerte el importante, joder!
— No toos los días se topa uno con caramelos semejantes.
Bárbara guardó silencio. El disfrute de Félix resultaba tan patente que lo dejó disfrutar un par de minutos con la espera. Momentos como aquel debían ser para el hacker, lo más parecido a un orgasmo. Por otra parte, no era frecuente escucharlo unir varias frases con sentido. Por un momento pensó que toda la carga erótica de aquel desgarbado ser, se encontraba en el sagrado lugar del espacio por donde circulaba, libre y al alcance de algunos, todo tipo de información.
— Esa página no tie na que ver con puterío, ni del fino, ni del cutre, ni de ninguno.
— ¡Venga ya! —Félix negaba con la cabeza y hasta un hilillo de baba resbalaba por la comisura de su sonrisa— Ahora me dirás que son hermanitas de la caridad.
— ¿Cómo? —la sorpresa no fue fingida.
— ¡Déjate de bromas!
— Mira, no sé exactamente qué hay detrás, pero na que ver con el negocio sexual. Me ha costado horas, tía, quien esté detrás sabe casi más que yo de cómo funcionan las tripas de la Red. Total que, al final, un laberinto del que sólo logré ver dos cosas de lo más flipantes.
De nuevo una pausa, esta vez parecía tener que ver con reorganizar el modo de contarlo, la falta de práctica en los discursos y la auténtica sorpresa parecían la causa del silencio. Bárbara contenía el aliento.
— De una parte, todo un follón sobre una herejía del siglo XIII, unas tal Guillermitas…
— Oye, Félix, yo sé que están de moda las coñas esas de lo esotérico, la Biblia, el Apocalipsis, el Santo Grial… ¿No será una broma de las putas?
— Aquí no hay putas, Bo, te lo juro por las sagradas conexiones.
— Menudo juramento, tío —esperó a ver si bromeaba: no, iba en serio—. Pues te habrás hecho la picha un nudo, chaval, porque no…
— Mira, Bo, yo no tengo ni puta idea de cómo va la vida de verdá, no piso la calle, me podría creer que ha estallado la Cuarta Guerra Mundial —tomó aire— Pero en lo tocante a la Red, tía, ahí no me la pega ni Dios.
— A ese, lo asesinaron con tanta novela mística.
— Lo de Madame Guillerma, como ves —omitió cualquier referencia al asesinato divino, tan sólo buscaba el modo de poner palabras lo encontrado— Tiene su punto de…
— ¿Conexión?
— ¡Eso! —chasqueó el índice contra el corazón de su mano izquierda— Yo te paso lo que encontré y lo miras, porque no entendí gran cosa. Hay más.
— ¿Herejías?
— Creo que no, pero lo tienen bien escondido, quienes sean, porque no logré entrar. De momento —no estaba dispuesto a darse por derrotado.
— Pues, tío, me pierdo. ¿Qué hostias tiene que ver todo eso con el Isidro?
— O con todos los asesinatos.
— ¡No te rayes!
— No —pero ya no la escuchaba.
— Bueno, pues dame la coña esa de la puta herejía, que me largo.
— Vale.
De nuevo rebuscó entre el ordenado desorden de una de sus mesas y le entregó otro pendrive.
— Si entiendes algo, porfa, pásame la información.
Pidió sin levantar la cabeza de los teclados a donde había regresado. Ante ellos y sólo ante ellos, todo cobraba sentido.
Bárbara salió de la cueva del hacker sintiendo que todos se estaban volviendo locos. La tortilla daba vueltas en su estómago inclemente. Lo único que deseaba era meterse una botella de ginebra en las tripas y dormir cien años.