3 de octubre.
Bárbara pasó la noche del sábado en blanco. Por la pantalla fueron pasando varias películas de terror sin que lograra centrarse en ninguna, aunque eso no resultaba novedoso. Las utilizaba como escenario de fondo; un escenario tranquilizador. Un chupete, aseguraba Pamela, adicta a las películas porno, pa ver si se aprende, vaya. A Baby, las películas pornográficas le provocaban aullidos en la úlcera de duodeno. Mil años atrás, Pamela le había regalado una porno alemana cuyas protagonistas eran mujeres viejas y gordas, sin ningún tipo de arreglo y no había soportado ni diez minutos de visión.
Si quiero coños pelaos, barrigas que necesitan grúa pa levantarse y pliegues de grasa arrugada, Pamela, me pongo un espejo. Prefiero ver coños jóvenes y tetas bien puestas. Fue la primera vez que frenó las burlas de aquella fotógrafa lesbiana con toda su inteligencia al servicio de sus conquistas, sin demasiada clase y sin otro título que el de hija de señora muy puesta en compra—venta.
Sin embargo, aquellos años de locura con Pamela, vistos desde la soledad absoluta de su presente, incluso le parecían los mejores de su vida.
— Años de locura y regla. Años de bolleras folklóricas y fervientes de la Virgen del Rocío. ¡País!
Al menos aquellos tiempos estaban poblados de gente, se dormía entre risas y despertaba tratando de no pisar alguno de los cuerpos desnudos tirados por cualquier esquina del apartamento.
Ahora temía dormir porque imaginaba nuevas pesadillas como había dicho Félix: a más horas de sueño, mayor probabilidad de pesadillas. Tampoco se excedió con la ginebra, por la misma razón, se limitó a devorar, sin siquiera encontrar placer, bolsas de patatas, cacahuetes, almendras… Todo un arsenal.
A las cinco de la madrugada, su estómago reventó como una bomba de metralla. Llegó al cuarto de baño para vomitar de puro milagro, sobre todo porque su vientre también se deshacía en una líquida diarrea. Se quedó una hora en el baño. Para cuando su cuerpo se vació, al menos en parte, de tanto exceso, todo estaba lleno de sustancias viscosas y malolientes: la taza del váter y sus aledaños, las baldosas, los azulejos, el lavabo. Para colmo, su cabeza daba vueltas como un tiovivo.
— ¡Doy asco!
Lo gritó sintiendo la pestilencia de su propio aliento.
Intentando no resbalar, entró en la bañera y se quitó los restos de la piel dejando que el agua, casi hirviendo, la escaldara. Cuando salió, casi se rompe todos los huesos patinando entre sus propios vómitos. Logró llegar hasta el sofá tiritando de frío y se metió bajo el edredón deseando morirse de puro asco hacía sí misma. Si no traían pronto el nuevo colchón terminaría con la espalda inservible. Dormitaba unos minutos para despertar sobresalta y regresar al sueño.
La despertó definitivamente el timbrazo del móvil. Le costó un esfuerzo sobrehumano regresar a la realidad de aquella habitación. Se ajustó las gafas y, tiritando, contestó.
— ¿Quién hostias…?
— Trabajo.
Se quedó anonada, como si le hubieran lanzado un puñetazo en plena cara. Miró el aparato, si sus neuronas no la hubieran avisado a tiempo, lo habría estampado contra la pared. Era Félix, tal vez el único con quien no se permitía excesos de rabia, ni de casi ninguna otra cosa.
— Estoy hecha polvo, chaval, ¿no descansas nunca?
— ¿Por qué?
— ¡Déjalo! —se sentó en el sofá: dormir era morir para el hacker— ¿De qué se trata?
— Del móvil.
— ¿Móvil? —después reaccionó: las llamadas de Isidro— ¿Qué has encontrado?
— No demasiado. Pero del Rafa Pernas, ¡pa novela! ¿Vienes?
— Primero me recupero.
— ¿Resaca?
— Sí —mejor borracha que monstruo devorador de comida basura sin freno.
— Te espero.
¡Me espera! Debe ser el único ser vivo en el planeta que me espera.
El móvil aseguraba que eran las siete y veintitrés de un domingo tres de octubre. Se sentía exhausta.
Y asqueada. Tendría que limpiar primero aquel desaguisado. Juana le había dado el teléfono de una rumana para hacer limpiezas generales, pero a Bárbara, sin confesarlo, le producía infinita vergüenza dejar al descubierto sus pestilentes miserias.
Dos horas más tarde, de píe ante la puerta de aquella casa deseada por todos los especuladores de Oviedo, Bárbara realizaba la llamada de rigor para que se franqueara la cueva de Ali Babá.
Para su sorpresa, por primera vez en los dos años de extravagante relación, Félix abrió la puerta en persona. Tras él, se veía un salón iluminado; ni siquiera la bofetada de aire fétido llegó hasta su pituitaria.
— ¡Joder! —lo miró: sí, era el mismo ser escuálido, pálido y encorvado de siempre— O la cosa es chunga, o estás mal…
— Lo dicho.
Bárbara no le preguntó qué dicho. Se limitó a seguirlo. Cierto, las pantallas de los, ahora dos más, cuatro ordenadores, continuaban encendidas, dos de ellas en movimiento por su propia cuenta, sin embargo, no se veían latas de ningún tipo, ni restos de comida, ni ropa tirada por los rincones.
— ¿Has contratado una empresa de desinfección?
— Casi.
— Bueno, pues tú dirás —tampoco era cuestión de hurgar en los entresijos maniáticos de aquel hacker.
— ¿Por dónde empiezo?
— Por el móvil.
— Vale —se levantó y recogió un post—it de la mesa— Este es el único número “raro”.
— ¿Raro?
— Los otros son móviles desechables en su mayoría, o sea, colegas de tráfico; otros del chiringo donde trapicheaba, el de Lea… ¡Lo normal!
— ¿Y este? —Bárbara comprobó que se trataba de un fijo, de Oviedo por la numeración.
— La última llamada, siempre las hacía él, la víspera de palmarla, tres minutos. Está a nombre de una tal Susana González Gómez.
— ¿Quién es?
— Ni puta. Tienes anotada la dirección.
Bárbara lo comprobó. Montes del Sueve número ocho, segundo derecha. El mismo barrio de Isidro, y casi el de Félix, bastaba atravesar una barrera de nuevos edificios con pretensiones de clase media. Lo comprobaría al salir.
— Lo mejor —ahora Félix sonreía, casi reía, algo novedoso para él—, es lo del Rafa Pernas —Bárbara lo miró sin decir nada, por falta de fuerzas y de interés— Hombre, tenía que estar bien cubierto, pero…
— Cuéntamelo despacio, Félix. Recuerda que ni leo la prensa, ni conozco las historias de esta ilustre ciudad.
— ¡No sabes lo que te pierdes!
— Seguro que tú lo arreglas.
— La clienta esa —Bárbara se había olvidado el nombre, tan sólo recordaba que era cirujana de algo muy específico que tampoco recordaba—, no os buscó por casualidad.
— O sea.
— Es probable que, en realidad, ande buscándole las cosquillas a un jerifalte de los medios de comunicación. De los grandes.
Félix, sin saberlo, estaba en lo cierto, aunque no en las razones de Andrea para contactar con el bufete. Bárbara notó la satisfacción en el hacker. No era frecuente tanto entusiasmo.
— ¡Esta ciudad es la puta caña! —dijo frotándose las largas, huesudas y amarillentas manos— ¡Menudo folletín!
— Putas, dinero negro, drogas, cuernos….
— Mejor.
— ¿Me lo vas a contar?
— Primero te digo que, algo lo localicé yo, pero la pista definitiva me la dieron en el club.
— ¿Qué club si tú no sales de esta cueva?
— No hace falta —señaló los ordenadores.
— ¡La putísima Red! —por pura asociación, recordó la persistente fe de Pamela y sus chicas en la Virgen del Rocío.
— Sí señora. Es un club de hackers, lo mejor de lo mejor. Lo raro es que sea bueno un abuelete como “el chinas” —ante la cara pasmada de Baby, se explicó— Fue archivador en el mismo periódico que el interfecto…
— Pernas.
— Vaya que lo conoce de viejos y malos tiempos. El tal Rafa, que no tiene ni la puta primaria, empezó porque el tipo que lo medio adoptó…
— ¿Huérfano?
— Del peor hospicio de los años cuarenta.
— ¡Qué fuerte!
— Sí. Bueno, pos el tipo que medio lo adoptó, ya mayorcito, lo puso como ayudante —trató de ver los ojos de ella a través de las gafas empañadas— Tenía un estudio de fotos. Al Rafa le gustó el oficio, o vio posibilidades. Total que empezó a vender fotos, al periódico también…
— ¿También?
— Aquí viene lo bueno. Hace un año, le dieron una medalla de no sé qué rayos, y claro, entrevista y “recuerdos infantiles” —se levantó tecleo algo y llamó a Bárbara— ¿Lo ves?
Subrayaba con el cursor un párrafo de una larga entrevista en un suplemento dominical:
Siempre amé la fotografía. Heredé el gusto de mi padre. Pero aquellos no eran buenos tiempos para nada. Para poder sobrevivir, iba todas las noches a la Comisaría y me encargaba de hacer las fotos de los detenidos esa noche. Así conocí a muchos que, por fortuna para todos, ahora son líderes de la democracia.
— Vale. Tiene amigos —dijo Bárbara sin comprender.
— Lo que tiene es una historia del carajo. Cuando juné esto pregunté en el foro, ya sabes ese de especialistas como yo. Está fetén pal asunto de la información. Somos pocos y tomamos medidas —hablaba como si redactara un telegrama— Lo raro es lo del chinas, empezó al jubilarse y el tío es un hacha…
Bárbara decidió tomarlo con calma y hacer acopio de paciencia. Algo muy difícil para ella, y más en aquella mañana, con el estómago recordándole sus excesos, y la limpieza obligatoria del desaguisado en el baño. Prefirió no recordar el asco al pasar varias fregonas por los restos de comida, jugos gástricos, bilis y excrementos; se centró en la historia que tanto emocionaba a Félix.
— Verás, a Pernas, en sus años, lo llamaban, “el chepa”, porque andaba siempre mirando al suelo. Tal vez buscando sus orígenes.
¿Se había vuelto ingenioso de repente? Bárbara no había escuchado una conversación tan larga jamás.
— Bueno, pues “el chinas”, esta madrugada, nos contó cómo había conseguido semejante pulga, llegar a director de un diario provinciano y ganarse un respeto y un miedo, por igual, en una ciudad como Oviedo, regida por apellidos ilustres, matrimonios interesados y castas en general.
— Te lo juro, Félix, me estoy perdiendo. Además, entre chepas y chinas… ¡Joder, luego hablan de los andaluces!
— Vale, te lo voy a contar como me lo contó el chinas, como si fuera una novela —ni reparó en el comentario sobre los andaluces.
Bárbara suspiró hondo y se acomodó mirando al saco de huesos, preso de pura euforia, como si le hubiera tocado el premio gordo de la lotería y, además, tuviera una cita ese mismo día con la propia Angelina Jolie.
— Te leo, lo que me envío por escrito. Lo imprimí, ¡esta puta madre escrito!
Carraspeo dos veces, le faltaba práctica oratoria.
Pernas ha presumido siempre de una “íntima” relación con Reinaldo Bonafonte. Algo poco creíble, pero que se demostró cierto. Tal amistad, provenía de la casualidad y una jugada de póquer al destino. El señorito madrileño, que fue el hoy dueño del mayor imperio de comunicación del país, juerguista y perdulario en sus años mozos como era de esperar en los delfines de casta, terminó un día la farra en la ciudad donde habitaba nuestro Chepa, siendo pillado por la policía de abrigo gris en jarana nefanda y arrojado a los calabozos donde Rafa el chepa colaboraba como retratista de maleantes. Como a unos cuantos esa noche, pasó por la deslumbrante luminaria aquel rijoso señorito, de frente y de perfil. Un maricón más caído en la redada de vigilancia moral permanente.
Bonafonte conocía los designios de su familia para un brillante futuro y la magnanimidad del padre siempre que sus juergas fueran con hembras, reales o plebeyas, pero ser fichado como bujarrón se consideraba por entonces baldón imposible de limpiar. Los dineros del padre podían librarle de muchas trampas, pero lo de sodomita resultaba inaceptable para el ambicioso empresario y compañero cinegético del dictador.
Pensó rápido el señorito, estudió brevemente al retratista que cumplía sin un gesto ni palabra con su trabajo y decidió, con una perspectiva de futuro que lo llevaría años más tarde a tomar la iniciativa y la rentabilidad en la transición, que, fichado sí, pero con rentas para el devenir, ése que se cocinaba en los calabozos y regaba las falsas conciencias de los mandatarios. Adicto al juego y al riesgo, utilizó el único y triste as deparado por el destino. Colocó un billete de mil escondido en el un fondo falso del bolsillo, fortuna absoluta en el año sesenta y seis, a través de los barrotes y apostó sus veinte años a la giba del Chepa.
— ¿Puedes atenderme un momento?
Preguntó con voz de mando y un punto de seducción. Los menesterosos jamás se resisten a la obediencia debida, por algo se les graba en la memoria con golpes durante la infancia, y aquel joven no suplicaba, ordenaba. Miró hacía los barrotes Rafa Pernas, hechizado por el intenso verde del billete, la avaricia incendiaba ya sus entrañas, y escuchó. En esa mirada comprendió Bonafonte su victoria, dejando que los pies siguieran el rastro encandilado de sus pupilas, hasta sentir el tufo del fotógrafo a un palmo de su aliento. Se tragó el asco del hedor desprendido por el sujeto, los pobres tienden a lavarse poco, y atacó por derecho.
— Es tuyo, y alguno más cuando salga, a cambio de un favor.
Levantó la vista Pernas, del billete a los ojos negros del señorito sin mover un músculo, posando de lelo. Su mejor papel en los tiempos duros: fingirse tonto, sordo, ciego y mudo. Tiempo después se desquitaría, sobre todo con los pobres subordinados.
— Además, contarás con un aliado para los restos. Es una promesa y las cumplo siempre.
Pernas, el chepa, lo creyó. Fue su más rentable creencia. También su mejor apuesta.
— ¿Qué quieres? —el tuteo fue su único resto de dignidad. Habría de tutearlo para los restos, tratamiento que siempre chirrió en las neuronas del señorito.
— Que me cambies la ficha —ni un gesto en el rostro del fotógrafo—. Esta noche han tenido redada de comunistas —evitó la propia de sodomitas en un club privado—, quiero que cambies la mía y me incluyas en la lista de los rojos.
El silencio tan sólo interrumpido por los gemidos del compañero fileno y los aullidos del fondo donde se ensañaban los policías con los “futuros” compañeros en la justa lucha antifranquista del próximo magnate de prensa. Las biografías se escriben con los renglones torcidos del corrupto azar y aquella noche Reinaldo Bonafonte cayó del caballo perdulario y atisbó la luz de la necesaria revolución capaz de llevarlo hasta la democracia con galones de resistente.
— Eso es más caro.
Un suspiro de alivio removió el aire atufado. Bonafonte había ganado la partida.
— ¿Cuánto?
— En este momento diez mil.
— Eso está hecho en cuanto salga. Mi padre vendrá mañana. Y... ¿Después?
— Depende.
— Yo juego sobre seguro —no era momento para achicarse y demostrar miedo al subalterno.
— Quiero formar parte de tus negocios. El modo lo iremos viendo en el futuro.
Ahí radicaba el secreto de todos los trabajos posteriores logrados por el Chepa, misterio a la altura de la Trinidad para sus futuros compañeros y ciudadanos de la muy noble, muy elitista y muy pija, ciudad de Oviedo. Incomprensible resultaba que cuando aparecía un puesto apetitoso en la ciudad, lo lograra para sí. Una oportuna llamada, a título personal, ya sabes, afirmaba a quien correspondiese el antiguo bujarrón, y el trabajo se concedía sin rechistar a Rafa Pernas. Sin preguntas, casi sin palabras. Incluso se olvidaban del apelativo relativo a su joroba. Quienes le concedían el puesto, a su vez, pasaban a engrosar la nómina nunca ratificada del preboste impostado en la capital e iba creándose de tal modo una invisible y soterrada cadena de ayudas, favores y deudas, sistema por el cual funciona toda sociedad que se precie de civilizada.
Nunca pidió mucho y Reinaldo Bonafonte terminó por tomarle un cierto aprecio, como al perro viejo de una finca pocas veces visitada. Jamás le negó ayuda; jamás vio la luz la ficha robada por el retratista que fue intercambiada mientras adosaba las frentes y perfiles de los reos. Allá donde la máquina de escribir había puesto detenido por indecencia pública/maricón (nunca fueron los agentes del orden muy sutiles), Rafa Pernas, fingiendo haber estropeado una ficha con pegamento, transcribió peligrosidad social/ comunista. Con los años, tan sólo temió Reinaldo que a la muerte del Chepa, se toparan, en alguna caja de seguridad o bajo el colchón, la ominosa ficha, a buen seguro guardada, capaz de desdecir su trayectoria de demócrata en los peores tiempos y ratificar las sospechas de algunos compañeros, porque él, Reinaldo Bonafonte, jamás saldría de ningún armario como si de un comunicólogo, peluquero o similar se tratara.
Por cierto que la dicha ficha debe estar guardada en caja fuerte o similar, difícil imaginar que Pernas se deshiciera de su seguro de futuro.
Bonafonte padre utilizó influencias para librar al hijo de la cárcel con orgullo mal disimulado que, sí primero fue falangista, al correr de los años sus afinidades fueron escorando las primitivas ideas hacía un centrismo liberal respetado entre la izquierda y asumido a regañadientes por otros camaradas menos hábiles en teñir sus propias camisas. “No lo digas, pero estoy orgulloso de ti, ni te imaginas las ventajas que habrá de traerte esta ficha, hijo”. Le afirmó arrellanándose en el asiento trasero del coche cuando lo rescató de los calabozos.
Acertó el padre. El antecedente de un arresto por agitador comunista, se convirtió en una inversión tan segura que nadie pudo nunca rebatirle el prestigio de antifranquista fichado con martirologio de celda incluido. Esta sabiduría propia de grandes dinastías imperiales utilizadas por hijos y hasta bastardos, como trueque y ficha fronteriza de sus reinos, le llegaba al satisfecho padre de un confesor jesuita, hijo de carlistas, dotado de una sabiduría diplomática transferida en los genes y convencido de que, si la meta se fijaba en mantener un imperio, menester era tener un píe en el pórtico de las iglesias y una gatera bien engrasada para dar cabida al propio diablo. “Un hijo cura, otro militar y, en el colmo de la perfección, una hija cortesana”, afirmaba Bonafonte padre, sin hembras entre su descendencia legal, saboreando el brillante futuro del vástago mientras le palmeaba el muslo con camaradería de tálamo y puta compartidos.
Desde tan glorioso momento, las debilidades anales de Reinaldo fueron sublimadas en una búsqueda de poder sin límite ni finalidad, capaz de proporcionar, sino mejor gusto, si más duradero.
Félix sonrió con la cara de un niño ante su primer truco de magia. Bárbara no conocía tal sonrisa. Tampoco tenía claro si le había gustado más la historia o la forma de relatarla, como si de un folletín antiguo se tratara.
— ¿Eso se puede probar? —preguntó Bárbara, sin mostrarse, pese a estarlo, impresionada por la floritura de aquella prosa digna de una novela.
— En gran medida. Que el tipo estuvo trabajando con los grises, sí, él mismo lo dijo. Lo de las fichas de la época, no sé, pero “el Chinas” dijo que tenía copias de esas fichas. No me preguntes.
— No sé si era eso lo que buscaba la clienta.
— Por si sirve —se encogió de hombros.
A Félix le traía sin cuidado qué hicieran otros con la información; lo emocionante, y eso no lograba comprenderlo la clientela, consistía en buscar y encontrar
Bárbara pensó que Patricia le encontraría el servicio adecuado.
— ¿Quién es “el Chinas” ese?
— Jo, Bo, ¿en qué ciudad vives, tía?
— ¡Estás pa decir na!
— Pero, el menda —se señaló como si cupieran dudas— se conoce a too lo que se menea.
— Ya. Sin salir de la cueva.
Félix se encogió de hombros. Ella pensó que, de una u otra manera, todos estaban encerrados en su propia covacha. Claro, las había lujosas, Patricia por ejemplo, y cutres, recordó el estado del cuarto de baño, pese a las pasadas de fregona y los dos litros de lejía, y casi se marea.
— ¡Me largo! —dijo recogiendo con violencia su bolso.
— ¡Eh! —se dio la vuelta y miró al hacker— Te olvidas el pendrive para la clienta esa.
— ¿Le has puesto el novelón ese que leíste?
— Un resumen. Más profesional.
— Ya.
Se preguntó de qué demonios era ella profesional.
Para llegar a la dirección extraída de aquel número fijo a donde Isidro llamaba, a cualquier hora y con llamadas demasiado largas algunas veces, otras de cuatro segundos, no necesitaba el coche, incluso podía resultar un engorro, pero Bárbara no solía pasear su serrano cuerpo si podía evitarlo.
Aparcó cerca del lugar. Aún así, hubo de sortear las burlas de unos cuantos chavales que, se suponía, debían estar en la escuela. Abundaban los inmigrantes. Siguiendo la lógica de los tiempos, los lugares anteriormente ocupados por las clases bajas nacionales, se habían ido poblando con los nuevos obreros, la misma clase baja con el añadido de otros colores, otros idiomas y similares problemas. Los nacionales, en cuanto podían, buscaban un lugar mejor, o eso creían, adecuado a la nueva condición de hipotecados hasta las cejas y la cuarta generación. Huían del olor a miseria, sin percatarse de llevarlo incorporado, de modo que bastaba un pequeño revés, una decisión a miles de kilómetros, y regresaban a los portales oscuros, la lejía, el repollo; en definitiva, al lugar de dónde jamás habían logrado escapar.
— Volverán —murmuró Bárbara esquivando un balón.
— ¡Devolvelo, foca cabrona hija de puta! —el castellano, a medias, los insultos perfectos.
No lo pudo evitar, o no quiso; recogió el balón, se acercó al pequeño, escuálido, de piel tan oscura como la suya y un pelo en forma de globo rizoso sobre su cabeza.
— ¿Quieres que te rompa los dientes o los cojones?
Se quedó solo, cubierto por la inmensa sombra de aquel engendro, con los ojos muy abiertos. El resto del grupo se dispersó como por encanto.
La criatura debió verse aplastado por aquella mole con pinta casi de mujer y comenzó a caminar hacía atrás, sin perderla de vista, cuando se creyó fuera de su sombra, corrió más rápido que los velocistas olímpicos.
Bárbara soltó el balón. Se imaginó convertida en leyenda urbana, algo así como un monstruo de grasa en busca de niños para merendar.
No, ella no necesitaba spray de pimienta para cegar violadores, ni siquiera ser experta en artes marciales. Le bastaba su propia presencia.
— ¡Cago en los putos niños!
Nunca comprendió la angustia de algunas mujeres por ser madres. Tuvo regla, prematura, dolorosa y engorrosa; ahora llegaba la menopausia precoz. Como todas. Pero, de algún modo, su reloj biológico no había funcionado jamás. No debía ser una excepción, dadas la cantidad de madres oficiales que actuaban con odio, resentimiento y cosas peores hacía sus retoños; la diferencia estribaba en el modo de asumir como propio el papel marcado por la biología.
¿Pa parir mocosos como estos soporto la puta mierda de la puta regla?¡No me jodan, coño!
Por suerte, no tenía mucho que caminar.
El edificio, sucio, maltrecho y construido con el mal gusto apropiado para encerrar obreros, ni siquiera empleados, Patri, guapa. Las calles, paralelas, con nombres de montes o ríos, mostraban una repetición de modelo en la edificación que mareaba. Sobre los ladrillos, algún artista local había dibujado grafittis, en su mayor parte obscenos; los portales que aún conservaban puerta, la mantenían abierta, tal vez en un intento por no perderla. La del número 8 también. Sin ascensor, claro. Bárbara tendría que subir hasta el segundo por las escaleras, naturalmente decoradas siguiendo el ritmo de la calle: grafittis, citas amorosas, amenazas. Le llamó la atención una, pintada en rojo fuerte y reciente:
Pili, si t acerkas al Trolo, t rajo el coño
Clara, contundente y sin florituras; escrito con el lenguaje de los sms, sin simplificar demasiado para evitar equívocos en el aviso. La amenaza tampoco se firmaba. Sin duda, la tal Pili conocía la autora de afilados y cortantes recursos. Bárbara imaginó al tal Trolo inflado como un pavo real disputado por un harén de ruidosas pavas. La escalera le recordó los olores de su cuarto de baño, eso sí, envueltos en lejía barata. Incluso entre los desinfectantes existían diferencias.
La puerta del segundo derecha, además de una buena capa de pintura, necesitaba varias reparaciones: lucía la melladura de un par de puñetazos, la cerradura estaba encajada casi de milagro y una tabla fijada con puntas, debía tapar otro golpe que si logró romperla. Pulsó el timbre.
Ningún ruido en el interior.
Repitió la llamada, esta vez sin retirar el dedo. Justo cuando estaban a punto de saltar toda la instalación eléctrica, se abrió la puerta vecina. En similar estado lamentable. Apareció una mujer con dos rulos colocados casi como por azar sobre un pelo roto y mal teñido, sin los dientes superiores, vestida con algo largo y remendado, calzada con zapatillas viejas y casi la misma cara de Bárbara.
Se quedaron frente a frente durante unos segundos de silencio, tanteándose como fieras vigilando territorios. Al final, la mujer, claramente extranjera, se pasó la mano por la cara y preguntó:
— ¿Polisía? —arrugó la frente y la boca al preguntar.
— Busco a Susana González Gómez —evitó responder a su profesión, aunque no tenía nada claro a qué se dedicaba. La mujer guardó silencio un buen rato.
— ¿Polisía? —volvió a preguntar.
— No —Bárbara temió no encontrar respuestas si no contestaba— Una amiga.
— ¡Ah, bueno! —la mujer lanzó un largo suspiro de alivio— No estar, ahora niña ir con ella pal trabajo.
— ¿Tiene una niña? —a ella, de lejos, le pareció que la niña era ella.
— ¡Claro! —la mujer se cruzó de brazos y la miró como si fuera imbécil— ¿No amiga?
— Hace tiempo que no nos vemos.
¿Trabajando en domingo? Tal vez ejerciera la prostitución, como su cuñada. Algunas profesiones llevan un marcado carácter familiar. Bárbara no quiso ver el chiste, tan sólo pensaba en “la niña”.
— Ah, ya —la mujer la miraba tratando de calibrar de qué iba la visita.
— ¿Tiene un brazo escayolado? —Bárbara colocó uno de los suyos en horizontal contra el pecho, por si la mujer no comprendía bien.
— ¡Ah, sí! —ahora los ojos de la mujer la miraban con lástima, como si el brazo fuera de Bárbara— Malo hombre, mu malo, yo decir ella que dejar, pero ella no poder. ¡Malo, mu malo! Suerte ya muerto.
Bárbara no necesitó preguntar más. ¡Ahora sí! Detrás de aquella supuesta herejía, lo que había era un grupo de mujeres dispuestas a matar a los maltratadores. A los violadores, a los torturadores. ¿Se lo habría sonsacado aquel policía en el funeral? ¿Para qué había ido Susana? Bárbara se golpeó la frente: ¡para comprobar que estaba bien muerto, joder!
Intentó averiguar cuándo regresaría, pero la vecina, o realmente lo ignoraba, o comenzó a sospechar de la supuesta amistad. Cuando Bárbara se despidió, la mujer esperó, con medio cuerpo dentro de su casa y vigilando la retirada.
— Los curas, con niños; los otros con su puta madre y el pringado del Isidro, ¡puta mierda! —bajaba la escaleras sin preocuparse por que sus palabras fueran escuchadas por la vecina— ¡La policía no lo sabe! —se golpeó la frente— O sí, claro —recordó los pasos de quien debía ser López en dirección a la desolada figura con brazo escayolado— ¡Joder!
Ni siquiera esperó a salir del barrio, cuando subió al coche y ya se sintió escondida en su propia covacha, marcó el número de Lea.
— Dime, Bárbara —dijo con voz casi profesional.
Debía estar en la casa regentada por Josefina, cuando estaba con ella, trabajando o no, la voz de Lea se convertía en otra. Como les ocurría al resto de las chicas.
— Te digo, y esto me lo pagas en carne si hace falta —hizo una pausa, para tomar aire y para alargar la espera de Lea— Que le puedes decir a López, que tu desconocido hermano era un grandísimo cabrón, capaz de romperle los huesos y la vida a una tía —le salió a borbotones, como un tajo en la femoral, sin poder, ni querer parar.
— Pero, ¿qué….?
— Me mandaste investigar, ¿no? Es lo que tiene, bonita, mejor no saber nada, en la puta inopia, montarse películas rosas de amores familiares…
— Ba…
— ¡Qué te calles! —Lea intuyó que no se trataba de un enfado habitual, Bárbara gritaba con la coherencia de los locos convencidos, y la calma de los profetas airados— Además, para completarte la información, eres tía. Sería mejor que no te acercaras, pero ese no es mi problema. Tienes una sobrina. ¡Y tu hermano, era un cabrón!
Colgó y tiró el móvil sobre el asiento del copiloto. Casi de inmediato comenzó a sonar. Bárbara arrancó el coche y se negó a contestar. Cuando paro de sonar, directamente lo apagó.
En el cristal delantero del coche, no veía la ciudad, sino la boca floja, babeante, escondida en un agujero de su memoria y ahora resucitada, del abuelo.
— ¡Me cago en todos los cojones del globo!
Por primera vez, al menos que ella recordara, su estómago no aullaba hambriento, como en semejantes situaciones de ira. En ese momento, su estómago semejaba un gatito huérfano, envuelto sobre sí mismo para no perder un gramo de calor. Para, en definitiva, sobrevivir.
Por desgracia, el pequeño minino había elegido como asiento su úlcera de duodeno. Ardía como un volcán.
Para colmo: domingo. Directamente, los odiaba.
Decidió encerrase a cal y ginebra el resto del domingo.
Dos horas más tarde, Susana sale de aquella casa donde fue torturada durante años, sistemática y brutalmente, como si sólo ante su presencia, Isidro pudiera comportarse del modo más sádico y cruel. Ni siquiera escucha la cháchara de aquella vecina.
— Han vinío, una señorita…
— Por favor, Hanna, si vuelve alguien, quien sea, no me has visto.
— ¿Tas bien, tú?
— Si, Hanna.
No se atrevió a decirle que también ella debía marchar, sin maletas, sin pasado. Sin nada.
Tan sólo ha recogido los escasos recuerdos que pudieran dar noticias de ella. Esa noche dormirá en un hotel, por primera vez en su vida. Después, le han prometido una vida nueva.
Y Susana cree en esa nueva vida. Es su primer certeza esperanzada en años. Años durante los cuales, gateó por un túnel lleno de sombras y peligros. Un túnel que comenzó cuando apenas había cumplido catorce años, se tropezó con aquel chico malo que la rescató de la infancia, la alejó de todo y la convirtió en su personal saco de golpes.
Por alguna razón que ella no llegó a comprender, Isidro la mantuvo al margen de su vida social, escondida, siempre dispuesta para recibirlo, para abrirse piernas y cargar con los gritos y los golpes. Llegó a parecerle normal.
Mira dormir a la niña en el capazo: su pequeño tesoro, tan cerca de haber terminado en la misma espiral de su madre. Siente que es esa niña su salvadora. Decidió terminar con todo el día que Isidro le rompió el brazo y la cara, la dejó tirada en una esquina de la cocina donde pretendió esconderse y se acercó, con un cigarrillo encendido colgando de la boca, hasta la cuna de la niña.
Escuchó su llanto, se arrastró hasta el cuarto y lo vio allí, inclinado sobre su niña, mirándola con aquellos ojos vidriosos preludio de las peores palizas.
— Por favor, ella no —murmuró apenas.
— Paso —siseó aquella bestia— Por hoy.
Se fue y ella sintió que se abrían las puertas de los infiernos. Se asomó a la cuna de su niña. Un reguero de sangre manchó el rostro de la pequeña.
— ¡Tú, no!
Fue un juramento. Con las fuerzas que le quedaron, cogió a la niña en el brazo sano, bajó corriendo las escaleras, logró que la recogiera un taxista y entró en Urgencias.
— ¿Quieres denunciarlo? —le preguntó una médico joven cuyo rostro iluminaban rebeldes rizos rubios.
— Sí.
Lo que sucedió después, a Susana le pareció el sueño de un cuento: la chica que apareció en su casa la misma tarde en que regresó; la salida precipitada hacía un piso amueblado en el otro extremo de la ciudad: la primera vez que logró dormir tranquila y de un tirón. Siete días más tarde, le dijeron que Isidro había muerto.
No le dijeron cómo.
Si apareció por el cementerio fue tan sólo para cerciorarse de que, finalmente, su carcelero estaba muerto y no regresaría, ni siquiera del mundo de las sombras, para amenazar a su pequeña.
Susana ignoraba quienes eran aquellos ángeles salvadores, ignoraba si ayudaban a otras, si la habían elegido por alguna oscura razón. Tampoco le importaba: no escupiría dudas sobre la única ayuda recibida. Si el médico con rizos angelicales no hubiera hecho la pregunta mientras la miraba con extraña dulzura; si no hubiera contestado con un “si”…
Nunca pudo contar con otra ayuda. Lo supo el día que regresó a casa de sus padres con un ojo cerrado por un inmenso hematoma. Su madre la miró en silencio; su padre se acercó, le abofeteó la cara y la mando regresar a tu puta vida, con tu puto chulo. No te queda otra familia.
Respira hondo. ¡No importa! Le han dicho que puede comenzar una nueva vida.
La comenzará libre de pasado, sin mirar a su espalda por si su carcelero regresaba.
¡Libre!
Los domingos son casi una pesadilla para las solteras con los treinta y cinco cumplidos. Y más si eres policía y tu vida social se limita al conocimiento de los compañeros. Desde hacía unos meses, le tentaba la propuesta de su hermana: tía, en Internet hay páginas pa flipar. No digo yo que vayas a encontrar al hombre de tu vida, pero, mira, una alegría pal cuerpo no te sobraba. Se dijo que lo haría.
Pero no sería ese domingo. Tampoco.
Prieto les había fotocopiado fotos junto con toda la documentación. Los chicos del CESID les aseguraron que mejor no utilizar páginas ni correo en Internet: los nuevos medios digitales contrataban a los mejores piratas de la Red, y cualquier dato sobre unos crímenes en boca de todos, sería un delicado y deseado bocado.
Colocó las fotos de todos los asesinados por orden cronológico:
Primero un cura joven, el padre Arregui. Rumores sobre su gusto por rodearse de catequistas muy jóvenes, además del embarazo de una de ellas. La chica no dijo quién era el padre. Al cura lo trasladaron a una pequeña parroquia toledana. Visitaba Madrid con frecuencia para ver a su señora madre, viuda, rica y maniática en horarios y rituales hasta el espasmo.
El suyo fue un asesinato “de riesgo”, se lo cargaron en su propia habitación, mientras su madre, como todos los jueves, merendaba y se reunía con las amigas. Tal vez, Arregui utilizara la casa materna para contratar prostitutas menores de edad, o al menos con apariencia de menores.
Segundo, otro sacerdote, el padre Ferreiro, esta vez casi anciano. Esta vez, reconocido pederasta. Había sufrido, como mínimo, quince traslados de parroquia en parroquia, con dos años “desaparecido”. Según los informes el CESID, debió estar en algún convento perdido; método utilizado por las autoridades eclesiásticas, como castigo, reeducación y tiempo muerto hasta despejar la polvareda de sus actos.
Lo enviaron ante su propio Juez en un hostal de mala muerte, cerca de Atocha. Se encontraba esperando jubilación y convento donde reposar y rezar por sus pecados.
Tercero, tal vez el más apetitoso, el padre Sotelo. Homosexual incluso en sus maneras, de dependiente en boutique moderna, había señalado Juancho, ya sabéis, ese colocarse una cierta pluma, por más heterosexual que uno sea, para estar al loro de los tiempos, porque, chicos, estamos desfasados: no se lleva el hombre rudo y musculoso, ni el galán displicente de nuestras madres, lo que mola en estos tiempos es la pluma cómplice de confidencias que terminan en un buen revolcón. Pese a su habitual lenguaje, Juancho tenía toda la razón. El tal Sotelo, sacerdote del Opus, hijo de una rica familia de empresarios, banqueros, políticos y otras hierbas, al menos entre las últimas generaciones, no sería de extrañar encontrarse con piratas como el padre de la banca March, o traficantes de cualquier cosa, pero tales ancestros quedaban borrados ante la influencia presente. El padre Sotelo buscaba horizontes ambiciosos, para su apostolado, personal y oficial, estuvo varios años en la misma parroquia neoyorquina de otro sacerdote acusado de haber creado una auténtica red de pederastia, con fotos y ofertas en la Red. Sotelo se libró porque, mucho más hábil, no apareció retratado en ninguna escena; lo denunciaron, pero le hicieron volar de nuevo hasta Pamplona.
En el momento de su muerte, se encontraba en Madrid asistiendo a unos estimulantes “Ejercicios espirituales” en una casa del Opus. Sin embargo, lo encontraron en la habitación de un hotel conocido por alquilar habitaciones a un nutrido grupo de prostitutas finas y carísimas.
El cuarto le producía incluso una cierta ternura. Carlos Fuentes era un jovencísimo sacerdote, hijo de una familia entre conservadora y brutal. Cuando se descubrió homosexual sin remedio, buscó en el sacerdocio el refugio ideal. Huía de la familia y de sí mismo. A punto estuvo de no ordenarse tras haberse convertido en un monstruo torturador de niños en el Seminario donde estudió. Por suerte para sus planes, las vocaciones no suman demasiado y le fueron perdonados los pecados y los deslices.
Un año antes de su muerte, provocó desgarros tan colosales en un menor que no hubo forma de evitar un pequeño revuelo. Fue envidado a una “reeducación” urgente hasta un convento en Soria.
Viajaba a Madrid casi cada mes para entrevistarse con el encargado de su supervisión. En el último viaje, se perdió en el trayecto del tren hasta la Almudena y lo encontraron asesinado en otro hostal.
La muerte, violenta y acusatoria, de Monseñor Diego Torres de León, trascendió a los medios, pese a los denodados intentos por taparlo de las más altas instancias eclesiásticas. Obispo de Zaragoza, reconocido por su filiación ultraderechista, algo que no sólo no ocultaba, sino que lucía como una medalla, con la galanura de un mártir en tiempos de persecución. Sus homilías contra el divorcio, los matrimonios gays, el aborto, y sus amenazas de infiernos terribles para todo pecador, lo habían convertido en el corazón mismo de la “resistencia” más ultramontana. En su haber, una querida, en su caso barragana, mantenida durante los diez primeros años de ejercicio parroquial; con un hijo como fruto y permanente contacto con la madre, a quien, se aseguraba, gustaba de humillar en público por “pecadora” y cosas peores en privado. El hombre, parecía tener una fijación enfermiza con la mujer, a quien conoció cuando ella contaba catorce años y con la cual mantuvo contacto hasta el fallecimiento de esta, por cáncer de útero.
Muy apropiado, piensa Lola sintiendo metafóricas arcadas. De todas formas, no quedaba clara la muerte de la barragana y, de manera solapada, se hablaba de varios intentos serios de suicidio. Suicidios que incluían a la hija.
Con la muerte de la barragana, mujer legítima, aunque de condición desigual y sin el goce de los derechos civiles, según el Diccionario de la Real Academia, todos sus ardores se centraron en aquella personal Cruzada contra todo aquello capaz de destruir la familia.
Lo enviaron a su cita aplazada con la barragana en Barcelona, ciudad donde acudía cada trimestre para revisar el mal estado de su próstata, en una reputada clínica privada. Lo encontraron en la habitación de su hotel. Las sábanas estaban empapadas con su orina y líquidas defecaciones ante mortem.
Le dieron tiempo para enterarse de su cercana muerte. Se ve que ni estaba preparado para morir, ni para el martirio.
Allí se acababa el modus operandi que dio origen al nombre del asesino. Después venían tres civiles:
Isidro González Pérez, pequeño traficante de droga, delincuente fichado sin mayores contactos ni excesiva peligrosidad. Sin relaciones sentimentales reconocidas, sin familia. Nada.
El jodío garbanzo negro de la serie, decide Lola mirando su cara de pasmo. Él también se había orinado, esta vez, post mortem.
El notario Werfell, miembro destacado de la organización Regnun Cristhi, fortuna personal y familiar; “pilar” de la sociedad bilbaína. Familia normal, según los criterios de su militancia. Eso sí, una hija con serios problemas mentales que, a buen seguro, se vinculaban con abusos familiares.
Otro monstruo abusador de su hija. Podían no encontrar pruebas jamás, por más que lograran expurgar su expediente médico, pero a Lola no le cabían dudas. Tampoco dudaba del conocimiento de tales abusos por parte de la hermana mayor, despegada de la familia y protegiendo, en parte, a la pequeña. No, con el notario no cabían dudas del nexo común con los eclesiásticos.
Pau Cortés, ex campeón olímpico de Kárate. En los últimos tiempos cabeza de un escándalo social en Mallorca, lugar de residencia y negocio de gimnasios. Menores, de ambos sexos, que denunciaron reiterados abusos por su parte. Casado en segundas nupcias, su ex mujer, ratificó las acusaciones de los menores. Apenas sirvió para gran cosa, salvo para cerrarle el grifo de los negocios
Un poco tarde, tía. La inspectora no terminaba de encontrar razones para que una mujer no se rebelara contra maltratos, violaciones y abusos. Sí, conocía los informes de los expertos, los miedos, culpabilidades, síndromes de alineación con el verdugo; aún así, no lograba evitar la sorpresa ante sus silencios.
Regresa al campeón, asesinado en el sótano de su envidiable chalet, en el gimnasio donde entrenaba él y sus mejores alumnos. Era el único con un añadido corporal: las marcas de haberlo dejado fuera de combate con un inmovilizador personal.
Debía ser el único que no contrataba servicios sexuales de pago. Y eso implicaba un conocimiento muy profesional de todas las víctimas.
Conocimientos que requerían tiempo y dinero.
Se levanta, estira su torturada espalda y decide abrir una botella de vino. Tinto.
Regresa a la mesa con la copa en la mano y la cabeza inundada de imágenes: niños y niñas indefensos frente al monstruo, acorralados, vejados, silenciados, culpabilizados…
— ¡Joder!
Lo murmura y se alegra de aquellas muertes.
Recordó la teoría de la “herejía” de López: el círculo podía simbolizar la perfección de Dios, aunque Dolores recordaba mejor un triángulo en los viejos estudios de la escuela; la cruz simbolizaría a Cristo; la paloma al Espíritu Santo. La Trinidad.
Eso, el misterio de un Dios Único y Trino. Estaba claro que algunos conocimientos no se olvidan nunca, convertidos, con el tiempo, en una habilidad mecánica.
Decidió entrar en Internet. Estaba claro que repetiría otro domingo claustrofóbico. Bueno, pensó como consuelo, mejor a solas que haciendo el ridículo en busca de un ligue. Introdujo Espíritu Santo:
Wikipedia; oraciones al Espíritu Santo; iconografía religiosa de esa Tercera Persona de la Trinidad; colegios con ese nombre; Enciclopedia Católica; Banco Espíritu Santo que le hizo recordar un viejo asunto de dinero sucio por parte de su fundadora… Nada útil.
Escribió herejías relacionadas con el Espíritu Santo.
Varias: los macedonios del siglo IV; los debates de varios Concilios dirimiendo la “naturaleza” divina de esa Tercera Persona… Una herejía nueva, de finales del siglo XX, origen brasileño, Oración fuerte al Espíritu Santo: leyó la sarta de tonterías pergeñadas por un tal Macedo, autonombrado Obispo, que ofrecía curación y riqueza a quien más contribuyese con donaciones.
Nada.
O no existía nada capaz de vincular al Espíritu Santo con aquellos crímenes, o no estaba en Internet. O no sabía buscar. No era cierto que todos encontraran todo en la Red, incluso un sistema tan asequible, precisaba de ciertos conocimientos. Y eso pese a que en estos tiempos, resultaba difícil imaginar algo que no estuviera en la Red. Tal vez se necesitase saber buscar, y ella no era, precisamente, una experta.
Decidió pegarse un atracón de telebasura.
Según opinión de su hermana, el atracón debería haber sido de sexo. Lola sonrió: iniciar una relación, por breve y superficial que la pretendiera, requería un cierto cortejo, un cierto acercamiento de cuerpos, alientos y flujos; algo que le producía una inmensa pereza.
Joder, no ligo por pereza. No le importaba, si consiguiera alejarse de los cercanos murmullos susurrándole a todas horas que, “lo normal” era sentir deseo, algo que sencillamente ella no sentía; que “lo normal” era buscar pareja y compañía, asunto que provocaba oleadas de pereza en Lola. Por suerte, corría la leyenda urbana de que quienes se dedicaban, como ella, a destapar las mierdas, terminaban con los cables cruzados; una perfecta justificación para Lola.
Si dejaran de mirarla como si no fuera normal, aquella sería una estupenda tarde de domingo.
Sin más.
No puede ver sus ojos. Los prismáticos son tan potentes como para distinguir las arrugas de su camiseta, los restos de barba en sus delgadas mejillas de altos pómulos; pero los ojos van cubiertos por gafas de sol. A ella le gusta juzgar a quien debe morir observando su mirada, libre de medidas defensivas cuando no se sabe observado.
Se para en la boca: hermosos labios, bastante sensuales pero frenados por un rictus de rigidez en la comisura, se controla, lo que más teme es el descontrol, como si pudiera convertirse en otro. Para ella, la boca resultaba el mejor espejo del otro; al final, terminas por aprender a mentir con los ojos porque supones que te pueden delatar; sin embargo, a nadie se le ocurre controlar los levísimos gestos de la boca.
Sonríe.
Ya tiene elegido el sitio. Allí, entre dos gruesos árboles, le disgusta no poder ponerles nombre, suele suceder a las generaciones nacidas entre el asfalto y las luces de neón.
Cuenta los pasos del hombre como si fueran latidos, o mejor, números de una ecuación preparada para encaminarlo hacía su muerte. En definitiva, todas las vidas se rigen por operaciones matemáticas:
Los números de los latidos vitales;
Las respiraciones mecánicas;
Los pasos que nos acercan o nos alejan;
El número de besos y abrazos que jamás podremos dar;
La exactitud de una maquinaria preparada como una ecuación.
Números. Y, al joven que camina hacia ella, sin saberlo, se le han agotado las operaciones matemáticas de su vida. En breve, sólo le quedara pasado y un breve presente.
Va a morir por pura cobardía.
La joven catedrática de matemáticas, profesión que aún hace sonreír a su madre sin explicar las razones de esa sonrisa, conoce la historia del capitán Agustín Valdés Salcedo, hijo y nieto de militares; en su caso, sin vocación ni alma de guerrero, entró en el ejército empujado por esa tradición familiar obligatoria con los hijos varones. Y él era hijo único: imposible delegar. Durante los primeros tiempos, se convenció a sí mismo de llevar uniforme tan sólo para causas humanitarias: su país no parecía candidato a vivir una guerra y, como mucho, formaría parte de esos contingentes tan acreditados y respetados, de ayuda humanitaria. Pretendía ver su uniforme convertido en una bata blanca de sanitario.
— Nadie te lo dijo, si convocas al diablo, termina por presentarse —murmura la mujer que espera verlo más cerca para cumplir su misión.
Ya está cerca. La ha visto.
— Buenos días —saluda ella ante la postura huidiza del capitán— Creo que me he perdido.
— Es fácil si no se conoce el terreno.
— Pero, la sierra es preciosa, ¿es usted de la zona?
— Sí. Y, por suerte, poco conocida y menos transitada —ella reconoce en su voz todos los demonios sin tapiar que lo habitan y lo controlan— Casi virgen de turistas —sonríe como si pidiera disculpas.
— Vivimos de espaldas a nuestro país, ¿verdad? De todas maneras Yuste debería atraer más turistas.
— Ya.
Ella se levanta. El rumor constante del agua, tan abundante como salvaje, crea una cortina ambiental. Piensa que sería un escenario excelente para una declaración amorosa; aunque tal vez la muerte y el amor contengan más lazos familiares de cuanto pudiera pensarse. Se muere de amor; se mata por amor. Al menos, se utiliza como excusa con suficiente entidad e incluso dignidad.
Un hombre como aquel, en realidad, debería morir de amor, no siguiendo la estela de los pusilánimes, seres capaces de concitar más desgracias que los malvados. La mujer siente un ligero desprecio por el encantador capitán: ha visto su temblorosa alma.
Han quedado juntos, apenas a dos metros de distancia, solos, ellos y el caudal de agua un poco más abajo.
Nunca se ha casado. No se le conocen ni aventuras, ni vicios. Si tuviera el coraje, un tanto bravucón, de sus antepasados, sería un hermoso héroe.
La mujer sonríe. Quisiera sentir lástima, pero no puede. No destila odio, ni rabia, incluso podría perdonarle la vida. Sin embargo, la violación y el dolor mortal de la soldado Gutiérrez, no deben quedar impunes.
Deberían morir los violadores, aquellos que para la soldado carecen de rostro y tan sólo las ve como sombras pesadas y malolientes. En su lugar, morirá el emisario que les abrió las puertas y dejó indefensa a la soldado.
Finge una caída, no deseaba una marca de inmovilizador como en la última ejecución, espera a que se acerque y a sentir sus brazos rodeándola para levantarla. El grupo se siente más seguro si sus actos se enmarcan en una estética perfecta. La estética limpia de los números.
— ¿Está usted bien?
Desde tan cerca, puede ver sus ojos. Son bonitos, sin maldad, sin perversión, limpios y sin culpa. ¿Recordará alguna vez a la soldado Gutiérrez?
Mientras examina los lugares de su cuello donde ha de apoyar el índice y el pulgar, revive la razón de su presencia en aquel magnífico paisaje.
Lo necesita.
A finales del año noventa y nueve, el entonces teniente Valdés, estaba al frente de una pequeña cuadrilla de zapadores, cuya misión consistía en vigilar la zona de exclusión creada por Naciones Unidas, entre serbios y kosovares, además de reparar una estación eléctrica y dos puentes. Agustín se sentía cómodo, con su uniforme podía ser útil sin disparar. Su desconocimiento de las pasiones humanas, del lugar y de las simas donde se situaba el origen del conflicto, llevaron a su grupo al desastre. Cayeron en una emboscada, en parte por sus órdenes de no disparar; les robaron las armas y los vehículos, incluida la pequeña tanqueta; los llevaron, desarmados, hasta un pueblo cercano y los mantuvieron encerrados hasta la intervención de los mandos del ACAFOR. Los hombres salieron bien librados, pero la soldado Gutiérrez, única mujer del batallón, fue violada sistemáticamente, por los captores. Violada en grupo, de todas las maneras posibles, incomunicada, golpeada y humillada. Durante diez días.
Diez siglos. Una eternidad imborrable.
Nunca se recuperó.
Nunca lo denunció.
Fueron necesarios años de tratamiento para que la memoria olvidada de aquel horror, regresara hasta su consciencia. Cuando revivió en encierro en aquel edificio medio en ruinas, tan sólo pensó en un nombre: Agustín Valdés Salcedo, el teniente Valdés, cuya ineptitud y pánico a cualquier acción defensiva, había vendido a sus hombres mientras la condenó a ella.
En aquella misión, los soldados descubrieron que un jefe sin redaños es el peor enemigo; la soldado Gutiérrez viajó a los infiernos; la situación del teniente mejoró a los ojos de su padre y sus superiores. Desde aquel día, la carrera del teniente, pese a su imprudencia, o gracias a ella, no dejó de avanzar; ahora, lucía el grado de capitán.
No era justo. Producía una asimetría que hacía chirriar los pensamientos de la mujer.
Su padre, sus antepasados debían sentirse satisfechos. Aún cuando conocieran la historia de la soldado Gutiérrez, considerarían los hechos como simples daños colaterales de su brillante carrera.
La mujer suspiró. Todo estaba decidido y en orden.
Ahora, le tocaba la ejecución de una sentencia dictada sin contar con su presencia. Por puro respeto a la simetría rota durante aquellos días.
Apretó ligeramente el índice y el pulgar, no se requiere fuerza, recuerda, tan sólo pinzar en el punto adecuado. No lo olvides, tres segundos, uno más y lo matas. Andrea la miró para ver si comprendía la importancia de la exactitud en los segundos de presión; después, la abrazó. Andrea, la mejor micro cirujana del país, experta en artes orientales por puro placer, lectora diaria del Arte de la Guerra:
Deja que el tiempo agote a tu enemigo.
Muéstrate fuerte cuando te sientas débil.
Débil cuando conozcas tu fortaleza.
Ahora reconoce el valor de aquellas frases tan repetidas por Andrea: el tiempo, en realidad, sólo agota las fuerzas de las víctimas.
Tres segundos. Apenas una mirada de ligero asombro asomando a su pupila. Valdés cayó desplomado, con el cuerpo sin sentido, casi al borde del coma.
— Lo siento, teniente —dijo en voz alta fingiendo un saludo militar.
El tiempo, como su graduación, se había detenido en el momento de aquellos días bajo custodia de un grupo armado de serbios que no reconocía los acuerdos de Naciones Unidas, ni comprendía por qué habían pasado de valientes soldados a perseguidos terroristas.
El Arte de la Guerra.
Sobraba tiempo para prepararlo. Decidió desnudarlo completamente y colocar sus ropas, perfectamente ordenadas, cerca del cuerpo. Exactamente como lo haría un oficial de Academia Militar. Ató los brazos con una cuerda, uno a cada árbol; para las piernas utilizó dos estacas fijadas en tierra. Le dejó la boca sin mordaza, por alguna extraña intuición, sospechaba que el militar no gritaría, y no por lo inútil de sus gritos; de todos modos, tiempo quedaría para cubrir aquellos hermosos, casi femeninos labios, con cinta americana.
Lo contempla en silencio.
Algo en sus rasgos le hace recordar a un poeta. Un joven y maldito poeta, de esos que se suicidan para anunciar el inicio de los malos tiempos.
Para cuando el capitán Valdés regresó al mundo de la consciencia, eran las siete de una hermosa tarde de octubre. Se estremeció al verla sentada a horcajadas sobre su torso, con los preparativos necesarios para rasurarlo.
Recordó las noticias de los crímenes.
— ¿Por qué? —preguntó, más asombrado que temeroso.
— ¿Recuerda a la soldado Gutiérrez, teniente?
— ¿La…? —ahora sí asomó el miedo a sus hermosos ojos.
— Durante los diez días de encierro, ya sabe, no permitió que se defendieran, insistía en la neutralidad de la misión… ¿Ese es el nombre de sus miedos, teniente?
— ¡Era una misión de paz!
— Eso está bien para la población civil —ya lo ha envuelto en espuma blanca y prepara una hermosa navaja con cachas de nácar: el instrumento común, ese que se pasan unas a otras para cada misión— No sirve cuando son atacados por hombres armados, teniente —insistía en la graduación de aquel momento— Tal vez por eso nunca constó en los informes el hecho de que los avistaran con tiempo, que tuvieran a tiro al cabecilla ni que sus hombres le pidieran, por favor teniente, que se defendieran.
— Su número era muy superior.
— ¡Claro, teniente! No se trataba de portarse como espartanos fanáticos, ¿verdad?
— Eran las órdenes —habla en susurros.
— También tenía órdenes de proteger a sus hombres, teniente.
— Sólo tuvimos una baja.
— Sí, teniente. Hubo una baja.
— ¡Mientes!
— No, y lo sabes, teniente —el tuteo repentino ha descolocado al hombre atado— La soldado Gutiérrez, ¿vas a negar haber escuchado sus gritos, durante horas? Los gritos de pánico, primero, de dolor después, finalmente, tan sólo un llanto ronco y desesperado. Negarás haber escuchado las risotadas de los violadores, sus insultos y burlas sobre el cuerpo, ya sin sentido, de la soldado. No puedes.
— No podía hacer nada.
— No lo hiciste cuando debías.
— Cumplí con mi deber.
— ¡El deber! Cuántas grandes palabras, teniente: honor, patria, deber, bandera… ¿Para eso vestías uniforme y galones?
— No pude —ahora murmura como un niño— Era tarde, era tarde…
— Era tarde, sí. Tan sólo una cosa, teniente, ¿por qué le pidió a la soldado no mencionar aquellas vejaciones?
— Por su propio bien.
— ¿Seguro?
— Sí —aparta la mirada; no intenta zafarse de las ligaduras.
— La condenó, teniente. La condenó a sentirse ella misma culpable, a sentirse sucia —las palabras de la mujer caen sobre el oficial como piedras en un estanque de plomo— Su vida se convirtió en una total negación. ¿Lo sabía?
— No.
— Cuando un suceso similar queda silenciado, teniente, la víctima lo revive monótona y maniáticamente, hasta encontrar en sí misma la causa de su propia humillación. Y aquellos hombres, en eso, eran expertos. ¿Acaso no le pasaron información sobre el comportamiento de los soldados en la guerra?
— No eran soldados, no lo eran. Yo no sabía que la soldado —se le atraganta el nombre— No lo sabía…
— Ya, ojos que no ven… ¡Listo! —contempla el perfecto rasurado, limpia cuidadosamente los restos de espuma y extrae un afilado bisturí— La soldado Gutiérrez ha vivido diez años entre las brumas de la locura. Ya ve, pura matemática: un año por día de encierro —para ella, la lógica incluso de la venganza, se organiza en el mundo de los números, la vida perfecta es álgebra— De hecho, vive mutilada, nunca será una mujer completa: teme la misma presencia de un hombre cerca, incluido su propio padre.
— Lo siento.
— Eso está bien, pero no te sirve de nada. Vas a morir, y lo sabes. Tan sólo trataba de explicarte las razones —sonríe y el oficial, por un segundo, repara en la perfección de su boca—. Cortesía de la casa.
— ¿Quién eres?
— La muerte —habla despacio y con voz muy baja, como una madre que teme despertar al niño—. Tú muerte.
Mientras dibuja el círculo, la cruz y la paloma en el centro, señalando el lugar exacto por dónde se le habrá de partir el corazón, piensa en el exacto paralelismo de los gestos humanos, esas ecuaciones ciegas capaces de cumplir un cierto modo de justicia poética, ofuscada y, a veces, desconcertante.
— Sabes, teniente —definitivamente, ha decidido dejarlo en el mismo grado de aquel día— La vida es una ecuación matemática, y las matemáticas, amigo mío, son la esencia de la poesía. Míralo así.
Agustín Valdés Salcedo, ni se mueve, ni intenta salvarse. Es posible que lleve esperando ese momento muchos años.
La mujer extrae de su mochila unos hermosos zapatos rojos con tacones de vértigo. No son tacones normales, son de acero, afilado y certero. Pantalones cortos de excursionista y tacones de mujer fatal; allí, de píe junto al hombre maniatado, ofrece una curiosa imagen. De nuevo se coloca a horcajadas sobre su torso, esta vez sostenida sobre los tacones. Su pié derecho se coloca sobre su torso, la punta del tacón justo donde señala el pico de la paloma, con una leve inclinación, de abajo arriba, como si fuera el pitón de un astado.
En mitad del silencio, se escucha, con total claridad, el crujir de un corazón al partirse.
Por un segundo, a la mujer le pareció escuchar, con precisión absoluta, por entre los hermosos labios del teniente, una palabra: gracias.
A veces, la vida del culpable se convierte en una larga, incluso dolorosa, espera de su sentencia.
Diez minutos después, una mujer joven, con atuendo de excursionista, entra en el Parador Nacional de Yuste, solicita una habitación y paga, en efectivo y por adelantado. Tan sólo pide que le sirvan, en el cuarto, una cena fría.
— Como la venganza, un plato frío —se dice mientras se desprende de la ropa y entra en la ducha.
El martes, regresará a sus clases en la Facultad. Le preocupa la entrevista con aquel alumno que pretende hacer la tesis sobre las conjeturas matemáticas pendientes.
— Tal vez logre convertir alguna en teorema —y sonríe imaginándolo.