28 — 30 Septiembre
Cuanto más larga es la noche, mayor es el número de pesadillas ( Qim Xiaolong)
Llevaba dos días encerrada, con sangría uterina, dolor de ovarios, al borde del coma etílico, con el cuerpo destrozado por dormir en el sofá, harta de sí misma y de las películas de terror. Sobre todo, harta de Patricia. No servía cargar tintas contra la bella togada, no jode quien quiere, sino quien puede. Ella se había dejado humillar. Era ella quien vivía la humillación en carne viva y propia, aunque, en realidad, las palabras y los gestos que la humillaron, simplemente, formaban parte del pragmatismo conocido de la bella Patricia.
Tan sólo fueron el detonante. Bárbara, iba acumulando rabia, a veces durante meses, la escondía entre los pliegues de grasa, la bañaba con ginebra y la alimentaba con gestos desesperados de ballena entre arpones y redes. Cuando estallaba, la explosión podía provocarla el detalle más insignificante.
Patricia.
Para empezar, el lunes llegó a su cueva derrotada, enfadada y sintiéndose ridícula; se tiró directamente en el sofá, después de aprovisionarse de alcohol y comida basura, machacó la tecla del DVD y comenzó a rumiar viejos y nuevos dolores. Una vez reunidos en torno a sus grasas, los viejos eran gemelos de los nuevos, juntos, revueltos y nunca bien armonizados, terminaban convertidos en una hoguera capaz de hacer rugir al volcán de su reciente úlcera de duodeno y hervir las escasas neuronas conscientes.
Sentía el mismo arpón clavándose en su cuerpo una y otra vez. No eran diferentes arpones, diferentes cazadores. No, tan sólo uno; el mismo siempre. Desde la llamada del abuelo para sentarla en sus rodillas hasta las bofetadas del padre o los insultos, esos a dúo, de sus progenitores, hasta las burlas de Pamela y sus orgasmos de soprano aturdiendo su obligado celibato. Desde las miradas asqueadas sobre su deforme y maloliente cuerpo, hasta la pérdida de Chelines o el dedo de Rosa apuntando su garganta. ¡El mismo arpón!
Si tuviera valor, se suicidaría. Pero todo su valor terminaba en insultos estériles, en bufidos sin destinatario preciso. Pura rabia sin fuelle.
Obligada a levantarse casi cada hora para cambiar apósitos entre las bragas, las últimas veces llegaba al cuarto de baño a cuatro patas.
El agotamiento y la debilidad la sumergían en una pesadilla blanca, informe, más allá del sueño y de la consciencia. En un estado similar al coma.
Quedó frita en el sofá, con el móvil apagado y desconectada del mundo. Con la boca y las piernas abiertas, un hilillo de saliva corriendo por los pliegues del cuello y una sangría deslizándose por la celulitis de los muslos.
Despertó de madrugada sin recordar claramente la pesadilla que le apretó la garganta. Tan sólo recordaba la cara del maldito abuelo.
— ¡Mala sombra tengas en el infierno!
Fue justo cuando soltó la maldición cuando recordó, con la misma frescura de estar sucediendo en ese momento, el maldito día de la televisión. Su madre aún tenía humor para preparar tartas, Bárbara cumplía cinco años y vendrían las niñas del barrio esa tarde. Estaba feliz. El abuelo dormitaba en el sofá cochambroso de toda su vida, lo había comprado treinta años atrás, un día que ganó mil pesetas a las cartas y se dio el capricho de un sofá de orejas para sus siestas. Desde ese día, nadie más se sentó en él. Ahora estaba sucio, desgarrado y apestaba a orines y viejo como el propio abuelo. Bárbara recuerda perfectamente el asco que le provocaba rozar siquiera la piel de su cara; había dejado de protestar por el olor del abuelo el día que su padre le plantó una sonora bofetada, tan fuerte que tardaron días en desaparecer las huellas de su mejilla, al agüelo no se le farta al respeto, mocosa. Punto. Ese día, el abuelo la reclama para otro beso y ella, con el recuerdo de los dedos de su padre en la cara, se acerca, se sube a sus rodillas y besa la mejilla descarnada y repleta de hirsutos pelos blancos, hacen daño, le dijo para evitar tener que repetir el beso. Fue entonces cuando el abuelo, con una fuerza increíble para sus brazos huesudos la sentó sobre su sexo y metió una mano temblona, amarillenta y de uñas duras, por la pequeña abertura de su sexo, eres una guarra, le murmuró mientras ella sentía un dolor lacerante en alguna parte pecaminosa de sí misma.
Ese día comenzó a comer con un hambre imposible de saciar.
— ¡Hijoputa!
Ni se lo había contado a nadie, ni lo había vuelto a recordar. Patricia, con su fría cortesía final, abrió la puerta cerrada con llave de otro dragón.
Lloró hasta que sus ojos sintieron todas las arenas del desierto y mientras su vientre se deshacía en sangre.
No podía volver a la cama, necesitaba comprar un colchón y la invadía la pereza con sólo imaginarse ir a una mueblería y elegir uno para escuchar al vendedor asegurar el mejor, se lo juro, no se deforma jamás, mientras la miraba y calcula los kilos de su cuerpo. Dormir en el sofá estaba destrozando su ya resentida espalda.
Con todo, las lágrimas terminaron de agotarla y regresó al sueño, profundo y tan negro como para impedir la entrada incluso de las pesadillas.
Al regresar a la vida, Bárbara había perdido cualquier sentido del tiempo. Miró el reloj, las quince cuarenta, ¿de qué día? De nuevo el hambre como su personal vampiro reclamando su ración. Intentó levantarse y terminó en el suelo.
— ¿Se pué caer más bajo?
Se contestó a sí misma que sí. Cada vez que creía haber llegado al límite del horror y los infiernos, se abría una grieta nueva. Había dormido, ¿cuánto?, ¿en qué día de qué mes, de qué año estaba tirada en el suelo de una casa que no era su viejo apartamento de Punta Umbría?
— Voy a terminar en el manicomio.
Bajo el manto de grasa, sus huesos protestaban, por el sobrepeso, por la mala postura, por la descalcificación. Las piernas no la sostienen y la cabeza da vueltas como un tiovivo enloquecido; siente la sangre correr por sus muslos, tropezando entre los recovecos de celulitis y los pliegues, le duelen los ovarios, tan hartos de ella como ella de ellos, el estómago ruge y hasta la úlcera de duodeno reclama algo para aplacarse.
Literalmente, se arrastra, primero al baño. Si se viera a sí misma, le recordaría la torpeza de un león marino en tierra. Entra, a duras penas, en la bañera y deja que el agua corra sobre su cuerpo, limpie la sangre el sudor, los sueños y, a ser posible, borre su memoria.
Quiero borrarme, joder, desaparecer por el agujero de la bañera.
Ni siquiera le restan fuerzas para lamentarse en voz alta. Cuando la piel casi se quiebra por las arrugas del remojo, con el dolor de ovarios ligeramente calmado, cierra el grifo y busca un punto de apoyo para levantarse: el propio mando del grifo.
Las compresas que no logró quitarse antes de entrar en la bañera, se han convertido en un coágulo de papel sangriento flotando al lado de su cuerpo. A duras penas, logró envolverse en otra inmensa toalla. La última disponible.
De nuevo a gatas, entra en la cocina, en busca de algo capaz de calmar aquella vieja, remota hambre. Los dientes están tan apretados que la mandíbula casi cruje. Calienta en el microondas un plato precocinado de pasta; con él en una bandeja, dos bolsas de patatas fritas, salsa ketchup, una botella de ginebra sin abrir y una bolsa de almendras garrapiñadas, Baby dirige su anatomía hasta el sofá.
Salvo por las inmensas bragas de algodón, el tampón y las dos compresas, estás desnuda bajo la toalla— sábana: jamás desnuda completamente para evitar, en lo posible, verse. De nuevo pulsa el botón del DVD, ni siquiera sabe por cuál de los terrores almacenados quedó. Engulle, tú no comes, engulles, solía decirle, con un punto de asco en la comisura de la boca, la loca que la arrastró hasta el Norte. Cruzó los dedos.
— Lagarto, lagarto.
Bárbara creía, a píes juntillas, que si pensabas demasiado en alguien, terminaba por regresar a tu vida. Salvo Chelines, claro, siempre había acertado. Sus referencias existenciales se apoyaban en una larga serie de supersticiones sin formar en su conjunto un sistema más o menos lógico: creía en la mala suerte imborrable; en la impunidad de los peores criminales; en la maldición de un gato negro cruzando delante de sus narices; en la maldad del ser humano con pequeñas excepciones, más supuestas que conocidas; en la culpabilidad a priori antes de demostrar la inocencia; en las orejas rojas cuando alguien pensaba mal de ti; en la impronta del zodiaco y el mal fario de mirar el futuro en las cartas…
Una religión fabricada a base de recortes.
Abrió una bolsa de patatas fritas, las bañó con la roja salsa de ketchup y las fue comiendo de tres en tres, con la boca abierta para masticar y dejando un reguero de migas pringosas sobre su cuerpo y toalla. Por la pantalla de plasma se filtraba un jardín lleno de calabazas iluminadas, terror pa yankis, decidió soltando una carcajada cuando la hermosa rubia fue asaltada por una figura cubierta. Además de atragantarse, los restos de comida llegaron hasta la pantalla. Doy asco, se dijo sin rabia, ni ganas de moverse para limpiar nada.
Los ovarios no gritaban y fluía menos sangre de su interior; la úlcera de duodeno, ahogada por la comida, de momento, permanecía muda. Ante semejante estado de bienestar, Baby regresó a un sueño menos profundo, llenando la estancia con ronquidos capaces de romper toda una cristalería. Si tuviera encendido el móvil, comprobaría varias llamadas de Lea, dos de Juana y una desde el móvil personal de Marco Aurelio. También podría ver la hora: dieciocho cuarenta y cinco. El número fijo, mantenido por pura pereza de no darse de baja, siempre estaba mudo y cubierto de polvo, medio oculto por la gran pantalla del televisor.
Fue, justamente, el timbrazo del teléfono fijo quien la sobresaltó entre ronquido y ronquido. Abrió los ojos aturdida, buscó las gafas, tiradas en el suelo y levanto la cabeza para localizar la procedencia del timbrazo. A través de la ventana abierta, se veía un cielo negro, sin una triste estrella.
Debía ser muy tarde. ¿Tarde de qué día, mes, año? Bárbara miró el móvil: mudo y sin pantalla, por instinto tecleó el botón de encendido. Entonces lo vio: el teléfono, negro y pequeño, temblaba ligeramente. Justo en ese momento dejó de sonar y Bárbara comprobaba la hora en el móvil encendido, las dos y dieciséis; después mientras emitía un dulce gemido para dar paso a los mensajes y llamadas perdidas, el teléfono negro volvió a sonar. Al bajar del sofá, la toalla dejó al descubierto un cuerpo tan lleno de pliegues, grumos de celulitis y oscuridad como una ninfa de Botero.
— Hola Bárbara —dijo una voz femenina al otro lado; Baby ni siquiera había abierto la boca— ¿Estás ahí?
— No sé quién cojones eres, pero ¿has visto la jodía hora que es?
— Perfectamente —al menos no se acobardaba, o la conocía, o le importaba un bledo su cabreo— Las dos de la madrugada, o sea tu hora de búho. ¿Desde cuándo haces vida diurna?
— No es asunto tuyo —no la reconoce; allá en Punta Umbría no solía regresar a la casi segura guarida hasta las cinco o las seis de la madrugada; de esos años le quedó el hábito de no poder conciliar el sueño hasta bien entrada la madrugada— ¿Quién eres y qué hostias quieres?
— Con tanta hostia vas a terminar en misa —no alteró el tono— Tan sólo felicitarte, gorda mía —un bufido al otro lado de la línea sirvió como agradecimiento.
— No me has dicho quien hostias eres.
Tampoco, pensó el motivo de la felicitación.
— Soy Tesa, cardito.
Bárbara soltó el teléfono que rodó por el suelo. ¿Regresaba la loca? ¿La habrían plantado a ella? ¿Qué le estaba felicitando? Ahora escuchaba remotamente su voz a través del teléfono en el suelo preguntando qué le pasaba…
— Mira, zorra —Bárbara lo había recogido y acercado hasta su oreja— imagino que te habrán dejado —intentaron decir algo en el otro lado— ¡No me interrumpas o cuelgo y desenchufo el teléfono! —silencio— Sea lo que sea, ni me importa, ni quiero volver a saber una mierda de ti.
Mientras acercaba el teléfono al lugar donde reposaba, escuchó un feliz cumpleaños que la dejó muda.
Arrancó los cables del teléfono de la pared. Le pediría a Juana que lo diera de baja porque a ella le fallaban los nervios con las nuevas maquinitas parlantes. ¿En qué día estaban?
Lo comprobó en el móvil 30 de septiembre. Cierto, justo a las cuatro de la madrugada se celebra su primer llanto en este mundo, cuarenta y seis años atrás. Al menos, eso le había asegurado su madre. ¡Tesa!
— Qué te folle un pez, ¡guarra!
No, no le permitiría regresar a su vida. Miró los mensajes y las llamadas:
Uno de Juana pidiéndole que diera señales de vida.
Otro del propio Marco Aurelio para lo mismo. Debía ser otro asunto de cuernos. Pensó en llevar la cámara de fotos. La tenía de vacaciones desde hacía dos meses, es decir, desde el último cuerno investigado.
Tres de Lea. Su voz se escuchaba temblona, llama, porfa, a la hora que sea. Lo repetía en los tres.
Un mensaje de texto de Félix: tía, ven, urge.
Tiró el móvil sobre el sofá. Decidió celebrar sus cuarenta y seis años en el mundo con una buena dosis de ginebra y cola. Había nacido sin ser deseada; la habían jodido a los cinco años para convertirla en una enferma con trastornos alimenticios; habitaba la soledad, los fracasos y la pérdida del único amor de su vida; se había perdido por entre un mundo hosco, lleno de aristas y mala intención, que le golpeaba el cuerpo y los restos de alma. Sin piedad.
No tenía nada que celebrar.
Tal vez por eso, terminó una botella de ginebra a la salud de todos los monstruos del mundo.
A las seis de la madrugada, desgraciadamente, totalmente despejada, sin restos de resaca, sin hambre, casi sin sangrar y con la arruga del entrecejo convertida ya en un tajo profundo, Bárbara decidió regresar a la ducha, desayunar, vestirse y enfrentar, de nuevo, ese mundo cuyos códigos no terminaba de encuadrar.
Empezaría con Félix. Tampoco él dormía demasiado.
30 septiembre 3 de octubre.
Enfiló por las calles húmedas en dirección al barrio donde se atrincheraba el hacker. Comenzaba a comprender cómo había librado aquella casa con su pequeño y maltrecho huerto, de la sangría inmobiliaria: debía tener información “caliente” de todo personaje, personajillo y allegados de la Comunidad al completo. Y no debían ser asuntos menores.
— Un día le ponen una bomba.
Justo al decirlo en voz alta, decidió comentarlo con Félix. Los “accidentes” casi nunca eran casuales, tampoco inocentes. Eso la llevó, de nuevo, a la ya larga lista de muertos con el mismo símbolo tatuado en el pecho, como un bolero. No, tampoco ellos eran casuales, ¿qué vinculaba a Isidro con el resto de los asesinados? Nada a primera vista. Sin embargo, tenía que existir dicha conexión. Del mismo modo que su apetito se vinculaba a unos dedos huesudos rompiendo el himen en su quinto cumpleaños.
Ocho fiambres, una página de sexo que oculta información sobre una secta del siglo XIII, un símbolo desconocido incluso en la Red, donde parecía estar todo.
— ¡Tías!
Sin darse cuenta pisó el freno hasta el fondo y el coche dibujó una carambola antes de quedarse quieto. Algunos psiquiatras y neurólogos, aseguran que, si existe como parece, una conexión entre los circuitos cerebrales de todas las personas, es decir, una suerte de fondo común de sueños, miedos, experiencia y memoria. Esa “unión” funcionando por campos magnéticos invisibles, podía ser la causa de muchos incidentes: desde la sensación de déjà vú, hasta la llamada telefónica de alguien con quien no hablamos en años y a quien recordamos con curiosa intensidad unos minutos antes de la llamada.
Bárbara, en ese mismo instante, se encontraba conectada, sin saberlo, con Lola. Y con un extravagante, anónimo y desconocido, club de mujeres. Tal vez por eso, sus entrañas no se alarmaron, ni se sorprendieron con la visita de Andrea. Claro que, de esa visita y los cambios que acarrearía en su vida, aún se mantiene ignorante. Tan sólo aquel pálpito que empujó su pie sobre el freno y la extraña calma que lo siguió.
Nada ni nadie nos es completamente desconocido.
Trató de recuperarse del primer sofocón. Un sudor frío la empapaba. Sin embargo, notaba su interior en extraña calma: similar a la superficie del mar antes de lanzarse a una galerna.
Como si un relámpago hubiera atravesado su espina dorsal, Bárbara sintió, con meridiana claridad, que tras aquellos crímenes se dibujaban manos de mujer.
Soltó una carcajada.
— Ya me gustaría entrar en su club, ¡joder!
Veinte minutos después, llamaba al móvil de Félix mientras esperaba ver abrirse la puerta.
— Pasa.
La voz sonaba ronca y pastosa. El mismo hedor conocido le dio la bienvenida. Al fondo del pasillo, envuelto en las luces azules de las pantallas, el hacker tecleaba, impasible, mientras comprobaba algo en dos pantallas.
— ¿Duermes alguna vez? —preguntó Baby acercándose hasta la ventana para abrirla— ¡Menuda peste!
— Dormir es morir, Bo —no la miró— Además, cuanto más duermes, más posibilidades de pesadillas.
Por primera vez, lo miró como a un ser humano y no una prolongación del ordenador. Le pareció tan frágil, tan indefenso que, si lo separaban de sus teclados y pantallas, se derrumbaría. Un puro saco de huesos, huérfano de cariño y contacto humano, sobreviviendo por puro instinto. O por pura conexión cibernética.
— Oye, ¿no tienes miedo? —silencio— Lo digo, porque, con todo lo que tú sabes de too quisqui, podían, no sé, atacarte o algo así, ¿no?
— Sólo me joden los virus.
— Ya.
— Información es poder, Bo. Si me pasa algo, todos imaginan, porque me empeño en que lo sepan, que, desde algún lugar, esa información llegará a la luz pública.
— Prensa y eso.
— ¡Dinosaurio! La prensa tiene las manos más atadas que nadie. Hoy, la libertá, la información y too, está en la Red.
— Vale. ¿Por qué era tan urgente vernos?
— Tía, ¡ni te lo crees! —dejó el teclado, giró la silla en dirección a ella, apoyada en la ventana abierta para poder respirar— ¡Me han lanzao el virus inteligente más jodío de mi puñetera vida!
— ¿Quién? —en realidad deseaba preguntar dónde escondía la inteligencia un virus, pero Félix vivía en otro Universo, más remoto que Saturno: el mundo de la Red.
— Los asesinos. ¡Cágate!
— Sólo me faltaba. ¿Los asesinos? —se ajustó las gafas que ya tenían arruga y acomodo propio sobre la nariz— ¿Cómo lo sabes?
— Mira, cada vez estoy más convencido de que a esos tíos, incluso al Isidro, se lo han cargado un grupo de tías…
— Joder —vaya, el pensamiento de un grupo de mujeres parecía formar parte del ambiente.
— Ya —se giró hacía la pantalla— No te explicó na, porque no junas ni una, pero me han desgraciao el disco duro. Llevo horas formateando uno nuevo, menos mal que tengo copias y ordenadores apagados, si no…
— Félix, ¿por qué tías, por qué te enviaron un virus tan jodío?
— Verás —se giró hacía ella—, la página de la madame —ella asintió—, la información sobre la herejía —afirmó nuevamente— Pues estaba siguiendo la pista, porque están conectadas a toda una red de páginas, inocentes —movió la mano izquierda para señalar las dudas— que, a su vez, llevan a otras, y detrás… Bueno, pues cuando estaba a un nano segundo de cazarlas, ¡zas!
— ¿Por qué dices tías?
— Página de contactos —fue enumerando con los dedos—, página de herejía, asesinan tíos y los marcan como a ganao. Eso suena a venganza gorda de mujeres muy cabreadas.
— Casi me alegro.
— Ya —él no debía sentirse encuadrado en ningún género— Deben ser la tira de listas —sonrió al decirlo— Y saben un huevo de cómo va esto —naturalmente se refería a la vida secreta de la Red, y esos conocimientos siempre despertaban su admiración incondicional.
— Oye, ¿y el Isidro? Porque, todos son la leche, pero él, era un pringao.
— Algo no sabemos.
Y, justamente, no saber, constituía el único talón de Aquiles del hacker.
— ¿Quieres comer algo? —preguntó Bárbara sintiendo, de nuevo, la garra de su propia hambre.
— Vale.
— Vengo ahora.
La ciudad, barrios marginales incluidos, se recuperaba de resacas festivas e intentaba volver a la rutina. Aún no eran las ocho de la mañana, pero circulaban coches, las aceras se habitaban y, sobre todo, los bares estaban todos abiertos. Sin dejar de pensar en aquella “coincidencia” para ponerse de acuerdo en imaginar mujeres tras los asesinatos, continuaba sin cuadrarle Isidro. Bueno, Lea había llamado, hablaría con ella, la familia siempre se sentía obligada a ocultar los trapos oscuros de sus miembros para lavarlos en privado; después, cubiertos de mierda, salían en las portadas de la prensa. O se destapaban cubiertos de sangre y asombro.
Llevó una tortilla entera y dos cafés. De nuevo, dejó veinte euros por las tazas: los barrios no habían actualizado sus costumbres, servían en café en tazas y no contaban con vasos de plástico para llevarlo incorporado. Recordó la cafetera de Patricia, nunca la vio consumir nada que no fuera exquisito; esa certera imagen levantó un acceso de rabia. No era contra ella, era contra todos sus opuestos, es decir, contra el mundo en general y las mujeres hermosas en particular.
Esta vez, Félix ya tenía despejada la mesa e incluso un rollo de papel higiénico para limpiarse.
— Por cierto, a Patricia le has puesto miel en el coño con tu información. Creo que te van a dar más pasta.
— Vale —se encogió de hombros.
Del mismo modo que a Patricia la motivaba, entre otras urgencias, hacerse con un patrimonio propio capaz de tranquilizar su futuro, Félix nadaba en la abundancia porque sus necesidades se limitaban al mínimo; además de casa propia, los recibos de luz, conexión a Internet, móvil y gas, los pagaba entrando en las cuentas correspondientes a cada servicio. O sea, gratis. A ella le había ofrecido esa misma posibilidad. Ni lo pensó, sus necesidades económicas también eran parcas y estaban cubiertas con suficiencia; tanto que permitía el robo de ganancias en el Pentagrama al administrador, el gangoso Virgilio, e incluso al Camarero, Pepino. En un país de pícaros, mejor saber quién te roba y hasta cuánto pueden llegar a robarte con un cierto consentimiento tácito: ella conocía los “recortes” de Virgilio y este, a su vez, la sabía informada. Ni él sisaba más de lo razonable, ni ella se lo iba a reclamar.
Bárbara abrió las ventanas para no ahogarse. Se sentaron en el mismo sitio, comieron del mismo modo. Sin hablar.
— Oye, Félix, necesito un favor.
— Bueno —se encogió de hombros.
— ¿Puedes comprarme un colchón por Internet?
— Medidas.
— Pues, no sé, una cama normal —lo miró, recordó su camastro revuelto— Bueno, de las grandes.
— Uno treinta y cinco, uno cincuenta…
— Uno treinta y cinco. Si fuera mayor necesitaría tirar un tabique, coño.
— Vale. ¿Qué te lo lleven?
— Sí.
— ¿Doy tu teléfono?
— Vale.
— Hecho.
Por suerte, a Félix no le interesaban las razones, ni entraba en bromas macabras acerca de su sobrepeso.
Cuando subió al coche marcó el número de Lea. Contestó al segundo tono. Debía hacer guardia junto al móvil.
— Hola, Bárbara —grave, la cosa debía ser muy grave para utilizar el nombre completo— Gracias por llamar.
— ¿Qué tripa se te rompió ahora?
— Mejor te veo. Dónde tú me digas.
— Pues en la Perla. Llego en quince minutos.
— Vale.
Debería llegar en menos tiempo, pero el tráfico ya recuperaba su aspecto de siempre y pensaba dejar el coche en el garaje del bufete. Bastante calle había sufrido el pobre durante los días festivos. Había llenado, al menos momentáneamente, su estómago, la sangría había cesado casi por completo e incluso la sensación “globo” había desaparecido: su estado bordeaba la felicidad. Tampoco pido tanto, pensó recordando que tal vez Félix pidiera aún menos.
Cuando llego a La Perla, amén de los habituales funcionarios en su primer café, estos no bajan de dos cafés por jornada laboral, pensó, distinguió a Lea, vaqueros, chaqueta de piel clara con manga hasta el codo, bailarinas del mismo tono que la chaqueta y gafas de sol.
— ¿Qué tomas? —le preguntó Lea frente a una taza de infusión.
— Nada, acabo de darme un buen atracón. Tú dirás.
— Me ha estado llamando el inspector López —se había inclinado sobre la mesa y a Bárbara le llegó una oleada de perfume japonés.
— ¿Quién?
— El que vino de Madrid, cuando…
— Ah. ¿Y?
— Pues me acojonó bastante. Para empezar quiso saber cosas de nuestra infancia, vamos si nos habían maltratado, violado o cosas así.
— ¿Y? —al parecer, la policía seguía las mismas sospechas, no estaban tan en la luna como podía pensarse.
— Pues, la verdad, pobres de solemnidad, pues sí. Mi padre murió al caerse de un andamio, con la indemnización, mi madre se compró el piso donde ahora vivía Isidro, o sea, una pequeña ratonera; apretados siempre, pero, yo ni recuerdo una hostia de mi padre. Eran buena gente.
— Suerte la tuya.
— Sí. No creas, había vecinos donde se repartía leña a diario. La escasez, la ignorancia y los apretujones no dan pa mucha educación, pero, te lo juro, en mi casa, no. A ver, mi madre podía soltarte una hostia, si suspendías, o si te peleabas, no sé, esas cosas de las madres; mi padre llegaba tan rendío que no le quedaban ni fuerzas.
Bárbara pensaba en esas feministas que se desgañitaban en la tele hablando de infancias difíciles, embarazos no deseados y otras historias para decir por qué una mujer se dedicaba a la prostitución. Les faltaban otras, Lea entró en el negocio, primero con buen píe para no terminar cobrando tres euros por una felación; segundo porque le gustaba el dinero y, sin estudios ni demasiadas luces, como mucho llegaría para dependienta. No se trataba de algo vocacional, pero tampoco, en su caso, había llegado vía drama.
— Después, el tal López, va y pregunta si estudiamos en colegios de monjas o curas —intenta mirar la reacción de Bárbara a través de las gafas, ninguna— Le dije que lo nuestro fueron colegios públicos, Isidro ni llegó a terminar, se enganchó a la droga pronto; y a mí, chica, los libros nunca me entraron en la mollera.
— ¿Me dices que es urgente vernos pa hacerme un relato familiar?
— No he terminao, coño —si Josefina anduviera cerca, a Lea ni se le ocurrirían ciertas palabras, a Bárbara casi le entran ganas de recordárselo—. Además, no es mi relato —Bárbara tuvo la impresión de que no había comprendido bien el sustantivo— es por lo del poli ese, que se marcha y ahora llama pa preguntar gilipolleces.
— ¿Algo más?
— Sí —tragó saliva— Lo jodío vino luego —otra pausa para encontrar el modo de preguntar— ¿Tú recuerdas a alguna chica con un brazo escayolao en el funeral?
— ¿Por? —de nuevo aquella sensación de tocar la tecla precisa. Sí, y también pensó en acercarse hasta que vio ir al poli, debía ser el tal López, caminar en su busca.
— Es que el tipo no hizo más que preguntarme por ella, ¿tú la viste? —Bárbara asintió en silencio— Pues, hija, yo bastante tenía, así que ni la vi.
— ¿Y?
— Pues quería saber si mi hermano tenía mujer, o novia, o algo así.
— ¿Tenía?
— Que yo sepa no. Vaya, casar no se casó, y no tengo conciencia de tener sobrinos. Que viviera con alguna, pues puede. Apenas no tratábamos Baby.
— Procura llamarme Bárbara. Y no tratándose, no entiendo por qué le pagas un funeral y te pones a moquear como una desconsolada viuda.
— ¡Qué insensible eres!
— Debe ser eso —de golpe se acordó del móvil— ¿Aún tienes el móvil de Isidro? —Lea asintió— Pues vete a buscarlo y llévamelo al bufete. Tengo que dar señales de vida si quiero cobrar a fin de mes.
— Pos bueno está el patio con la crisis.
— Menos en tu negocio.
— Ay, sí, hija, que los viciosos siempre son ricos.
— Viciosos somos toos, Lea, lo que pasa que sólo algunos pueden permitírselo.
— ¡Te acaba de salir acento andaluz!
— Vete a por el móvil, yo me tengo que largar.
¡El acento andaluz! Bárbara Villalta no se sentía nada, tampoco de ningún lugar. Las ballenas y los monstruos forman clubes aparte.
Y los elefantes, pensó recordando el grosor de sus tobillos. ¡Cómo los odiaba!
— Joder, tía, menudo morro te gastas —Juana hablaba en susurros mientras tapaba el micrófono de la boca— Llevas días sin dar señales, está Marco Aurelio que fuma en pipa.
— Por mí, como si se fuma pollas.
Decidió entrar en su pequeño despacho. Juana había puesto flores frescas y Bárbara pensó que la telefonista debía hacer negocio propio con alguna florista del Fontán. Vivían en un país donde el más tonto imitaba al listo en la picaresca y cada uno intentaba sacar tajada desde su propio cubil. Bueno, a la telefonista le corría prisa hacerse aquella lipoescultura.
No habían dejado ningún sobre, ningún post—it, nada. Tecleó el dígito de Juana.
— ¿Está Marco Aurelio?
— Sí. Oye, podías haberlo preguntado aquí, tía.
— Tendrás que ganarte el sueldo.
— Jo.
— ¿Está solo?
— Con Patricia.
Colgó y marcó el dígito de Marco Aurelio.
— ¡Hombre, bienvenida! Ven al despacho anda.
No se molestó en contestar las diez burradas que le llegaron a la boca. Con tan sólo el último trabajo de Félix, había cubierto las ganancias de varios meses. Él lo sabía, Patricia lo sabía. Bárbara lo sabía. La convivencia se basa, sobre todo en cuanto saben todos y no necesitan decirse.
— ¿Querías verme? —pregunta retórica mientras asomaba al despacho.
— Sí —sonreía y Patricia, sentada frente a él lucía piernas largas y tacones— Es conveniente que vengas de vez en cuando.
— Vengo lo necesario. No necesito recordarte el contrato que firmamos.
— No abuses —después se levantó y se acercó hasta ella— Y enhorabuena por el último trabajo, Patricia piensa pedir trescientos mil euros por empleado y ciento cincuenta mil para nosotros. ¡No está mal! Por supuesto, tanto tú como Félix también cobraréis un extra.
— Dale otro a Juani.
— ¿Tiene problemas? —preguntó Patricia con cara de auténtica sorpresa.
— Es una rana que quiere operarse pa ver si llega a princesa. Las que nacéis coronadas, no gastáis esos vulgares problemas.
— No sé qué tienes contra mí, Bárbara.
— Normal.
— Venga, dejaros de tonterías, que parecéis dos adolescentes —terció Marco Aurelio— Patricia, ¿puedes dejarnos un momento? Luego seguimos.
— Vale.
Se levantó y desplegó una oleada de perfume. Incluidos los tacones, le llevaba medio metro de ventaja a Bárbara. A lo ancho te gano, putón, pensó apretando la mandíbula y tentada de interponerle un píe para ver cómo se rompía los dientes, aunque, con la buena estrella que la vigilaba, seguro que ni llegaba a tocar el suelo.
Esperó a verla fuera para sentarse. Marco Aurelio ya estaba apoltronado en aquel sillón de diseño ergonómico y suavísima piel.
— El lunes, necesito que vengas, con cámara —Bárbara recordó haberla guardado en el coche— y a las nueve de la mañana.
— ¿Tan temprano se tienen las aventuras?
— Pues supongo, pero te necesito para otra cosa.
— ¿Alguna baja laboral?
— No —se inclinó sobre la mesa, unió las manos y miró a Bárbara como si el primer sorprendido por la noticia hubiera sido él— Verás, ha llamado una cirujana madrileña, por lo visto trabaja en la Ruber Internacional, o sea que, o es de las mejores en lo suyo, o de las mejores familias…
— Las dos cosas —el abogado levantó las cejas— Suelen ir juntas. No tienes más que mirar a Patricia.
— ¿Qué te pasa con ella? —esperó unos segundos, ante la mandíbula apretada de Bárbara, decidió olvidar la pregunta— Bueno, allá vosotras, el caso es que esta señora, una tal —miró la agenda abierta en la mesa—, Andrea Blázquez de Benito…
Baby torció el gesto. ¿De dónde sacaban la preposición antes de algunos apellidos? Parecía hecha a posta para decir: “ojo con este”. Después pensó en lo extraño de una cliente desde Madrid. No pudo decir, cuando su vida volvió a dar un giro marcado por esta desconocida, que sintió algún pálpito ante el nombre.
Tan sólo su instinto y la memoria de cocodrilo común, reconocían, e incluso esperaban, esa visita.
— Por lo visto, quiere que investiguemos a un periodista local, Rafael Pernas —a ella ni le sonaba, claro que nunca abría un periódico—, porque una “amiga” quiere denunciarlo —había dibujado las comillas y, por el tono, dejaba claro que no había creído nada— Y aquí viene lo más raro, me pidió que estuvieras presente porque conoce tu trabajo.
— ¿Cómo coño dices?
— Lo que oyes. Chica, lo tuyo ya cruza fronteras.
— Tendré que pedir un aumento de sueldo.
— No me negaría. Oye, aquí entre nosotros —había bajado la voz— ¿Qué cosa era lo de Juani?
— Quiere hacerse una lipoescultura.
— ¿Cuánto cuesta eso?
— ¿Vas a financiarlo?
— No, mujer. Si fuera un asunto de salud…
— Lo es. De salud mental. Está hecha un complejo con patas, celulíticas para más recochineo.
— ¡Pobre! —se mordió el labio para no soltar una risotada.
— De la tía esa, cirujana, ¿qué sabes?
— Hemos mirado en Internet —Bárbara pensó que ya nada era posible sin la Red— Y, sí, hay una cirujana con ese nombre, en microcirugía cerebral, que debe ser la rehostia. Además, viene foto y pinta ser una real hembra.
— Límpiate la baba —casi se la podía ver por la comisura de los labios— ¡Toos iguales! Bueno, pues el lunes nos vemos. Tengo cosas que hacer.
— Oye, espera —el abogado se levantó del ergonómico sofá— He pensado, para ir ganando tiempo y, te confieso, para poder deslumbrar a la cirujana esa, que tal vez tu hacker podía empezar a mirar algo del periodista ese, ¿no?
— Vale, se lo diré. Por cierto, ya sabes que necesito llevarle pasta.
— Espera —se giró y abrió una pequeña caja fuerte donde guardaba un pendrive y algunos billetes de cien— Llévale trescientos, eso sí, dile que otros tantos en cuanto tenga algo decente.
— ¡Cuanta generosidad! Yo también tengo gastos extras, ya sabes, de esos que no se justifican.
— Toma cien y procura coger el móvil.
— Que sean quinientos —Marco Aurelio dudó tan sólo dos segundos, después, recogió cuatro billetes de cien más— Vale.
Salió con ganas de comenzar a soltar puñetazos indiscriminados. Habría preferido que le negara esos gastos sin justificar para poder dar salida a la contenida ira.
— Tienes visita —le dijo Juana.
— Y tú, a costa de Félix, vas a tener una paga extra.
— ¡No jodas! —casi saltó de la silla.
— No, gracias, llevo tiempo sin practicar. Por cierto —colocó trescientos euros ante la cara sorprendida de la telefonista— Esto de mi parte. Pa la coña esa de la lipo.
Juana no pudo articular palabra.
La visita sería Lea. Mientras daba los escasos pasos necesarios para entrar en su cubículo, Bárbara no pudo evitar recordar la puñetera llamada de Tesa. Sus ganas de soltar bofetadas aumentaron. Trató de imaginarla muerta. Entró en su despacho sin concretar las silenciosas preguntas de Juana, con la boca abierta ante los inesperados billetes. ¿Cuánto habría logrado reunir?
— ¿Lo has traído?
— Sí —dudó unos segundos— Puedo saber para qué.
— Pues para cumplir con tus deseos de averiguar qué le pasó a tu hermano.
— Gracias, Bárbara.
— No me las des, ya te cobraré en favores.
— Bueno, pos te dejo.
— Oye, tengo una duda, Lea —ella misma se dio cuenta de la violencia en sus palabras— ¿En el curro cuidáis el idioma?
— ¡Uy, sí! —Lea no captó ni la mala nata, ni la ironía— Josefina incluso nos hace ensayar.
— ¿Con el látigo incluido?
— Aunque no te lo creas, no es tan fácil, tía. No se pueden dejar marcas que se vean, así que tenemos un muñeco, a tamaño natural que incluso suena si nos pasamos en el golpe…
— El día menos pensado, lo vuestro se convierte en licenciatura. Y con nota alta para matricularse.
— ¿Cómo?
— Nada, que tengo prisa.
— Vale. Cualquier cosa, me llamas. A la hora que sea.
— ¿Sigues sin trabajar?
— Ya volví, pero, aunque lo tenga apagado, tu deja mensaje, que lo miro en cuanto pueda.
— Eso entre hostia a un cliente y lametón de tacón.
Lea no dijo nada. A Bárbara le costaba comprender cómo se las arreglaba Josefina cuando alguna de sus pupilas resultaba tan cortita de entendederas como Lea. Bueno, Isabel si era una chica lista, incluso con un coeficiente intelectual por encima de la media, tan sólo le faltaba cultura, estudios y un buen pulido. Podría ser la sustituta de Josefina en el selecto club. En el caso de Lea, debía bastar lo buena que estaba, su decidida entrega al trabajo y la juventud.
— En el fondo, todas somos putas —se dijo recogiendo el móvil que Lea había llevado metido dentro de una bolsita de terciopelo negra— Seguro que aquí venía algún artilugio de curro, unas bolas chinas, un chupete pal culo...
Lea le había dicho que podía hacerse con una “lengua para lamer clítoris”, tía, funciona puta madre, ¡y sin cansarse! Por desgracia, aún no habían inventado sustitutos para los abrazos y las caricias tiernas.
Decidió volver a ver a Félix. En la memoria de los móviles, como en los ordenadores, se guardaba registro de todas las llamadas, incluso de las que se borraban, al menos eso le había dicho el hacker un día; bastaba con saber buscar. Además, le llevaría el dinero del bufete y el nuevo encargo.
— Si estás aquí —y pensó en la chica del brazo escayolado— Te encontraré.
De nuevo subió al coche para regresar a casa e Félix. De buena gana se hubiera ido hasta su cueva para tirarse en el sofá, pero, no sólo se trataba del encargo del bufete, sino de la curiosidad por ver qué encontraban en el móvil de Isidro.
Ibarra mira el teléfono con cierta aprensión, ciertas preguntas, prefiere hacerlas en presencia; los gestos, casi siempre, dicen más que las palabras. La reducción de gastos, obliga, y salvo encontrar algo capaz de hacer necesario el viaje, tendrá que preguntar sin ver la cara.
Volvió a mirar la foto: una hermosa mujer, demasiado seria, aunque podía deberse a la cámara. No deja de recordar el aire gélido durante el funeral de su padre. Josune Werfell Arteaga. A esas horas, debía estar en el estudio de arquitectura que compartía con otra compañera.
— Buenos días, soy el inspector Ibarra, quisiera hablar con doña Josune Werfell Arteaga.
— Está reunida —contestó la misma voz con fuerte acento catalán.
— Dígale que es urgente. Y oficial.
Dio resultado, en tres minutos, era la propia arquitecta, tras un clic en el teléfono quien contestaba.
— Dígame inspector Ibarra —lo dijo con voz cansada.
— Lamento molestarla, pero necesito hacerle algunas preguntas.
— Imagino que vinculadas a la muerte de mi padre —el inspector notó una ligerísima duda antes del sustantivo “padre”— Ya le dije que no tengo ni remota idea de quién podía desear su muerte. Vivo lejos y, bueno, digamos que mis relaciones familiares no son fluidas.
— Es sobre su hermana.
— ¿Qué le pasa? —por una vez, su voz sonó con emoción, incluso con angustia.
— Me han informado en la clínica que usted ha firmado los papeles necesarios para hacerse cargo de ella.
— Sí —una pausa— Si consigo que mi familia no se interponga —sin saber por qué, Ibarra imaginó una total ausencia de oposición por parte de aquel compacto grupo familiar—. Quiero traerla conmigo, ¿algún problema?
— Tan sólo necesito comprender la causa de tan prolongado tratamiento, ¿la conoce? —no esperó respuesta— Porque, cuando ingresó la primera vez, usted aún vivía con la familia, ¿no?
— A medias, quiero decir que yo estudiaba en Pamplona, a casa sólo iba durante las vacaciones. Pero, bueno, sí, aún vivía con ellos, al menos nominalmente.
— ¿Y?
— No soy psiquiatra, inspector. Algunas personas, más frágiles que otras, transitan mal por la adolescencia. Eso le ocurrió a Itziar, y ya sabrá, un intento de suicidio…
— ¿Intento para llamar la atención?
— Creo que no —de nuevo una pausa— Se metió en la bañera, la llenó de agua y se cortó las venas. Si no se le ocurre a la criada decir que algo está pasando en el baño, se muere. No, no fue una llamada de atención. Iba en serio.
— Lo intentó más veces, ¿no?
— Sí.
— ¿Por?
— Mire inspector, no termino de comprender qué tiene que ver el estado mental de mi hermana con la muerte de mi padre, porque es eso lo que usted investiga, ¿me equivoco?
— No, no se equivoca —decidió hacer un órdago— Intento ver los puntos en común con los otros asesinatos, y creo que la clave puede estar en su hermana.
— ¿En Itziar? —algo se resquebrajó en la pregunta: una fisura en la dureza de su tono. Tal vez, miedo.
— En lo que llevó a su hermana, primero al intento real de suicidio, después al internamiento.
— ¿Los otros también tenían familiares con problemas psiquiátricos? —un intento por ganar tiempo para pensar en qué podía decir.
— Con abusos a menores y malos tratos, señora.
Hubo un silencio cortante al otro lado del teléfono. Ibarra cruzaba los dedos para que Josune abriera el grifo sobre la cara oculta del notario. Sin embargo, al cabo de un largo minuto, la voz de la mujer resonó fuerte y segura.
— Pues, si cree que, realmente, existe alguna conexión, inspector —masticó especialmente la profesión—, debería pedir una orden judicial para ver qué opinan los psiquiatras.
— La he pedido. Sin embargo, dudo mucho que en esos informes encuentre lo que busco. Su familia tiene demasiados tentáculos.
— Pues, lo lamento. Y, hasta dónde yo sé, en mi caso no tengo nada que ver con un pulpo. ¿Algo más?
— No. De momento. Gracias.
— Buenos días, inspector.
Cuando colgó, Ibarra tuvo claros dos puntos del caso: el primero que Josune tenía perfecto conocimiento de los motivos que llevaron a su hermana al internamiento casi definitivo, porque, descontando las breves salidas con nuevos intentos de suicidio, llevaba diez años recluida; el segundo, la desvinculación con la familia “no tengo nada que ver con un pulpo”, se vinculaba a los problemas de la hermana menor. Ahora, Ibarra, tenía la certeza de que el instinto de Lola, había acertado de nuevo.
Eso sí, ni tenían pruebas, ni las tendrían. El distinguido notario no permitiría que constasen determinados puntos en el expediente de su hija pequeña.
Hasta cabía la posibilidad de que los psiquiatras que “cuidaban” a la suicida, ignorasen ese punto. Demasiado poder familiar convertido en un bunker de acero donde no entraba ni el filo de la justicia, ni ningún otro.
La inspectora Martos revisaba las notas de todas las entrevistas, las suyas y las encargadas al inspector Bravo, aunque le dejó las menos significativas. Recordó su intento con el solomillo y el tacón: nada concluyente, claro que un solomillo es carne muerta.
Un tacón especial sería el arma más adecuada. No queréis tacones, pues, ¡toma tacón! Al final, la única conclusión fue que jamás, ni por su hermana, volvería a maltratar sus píes y su columna con otros tacones. A la mañana siguiente los dejó sobre el regazo de una mujer mayor que pedía en la acera con un cartón lleno de dolor y faltas de ortografía.
Regresó a las notas de las entrevistas.
En líneas generales nada. Tanto desde las organizaciones y asociaciones de apoyo a mujeres maltratadas, como la jueza del único Juzgado especial para mujeres maltratadas, insistían en que se trataba de “concienciar, más que de castigar, a los hombres”. Sonaba muy correcto y poco creíble. Trataban de desvincularse, desesperadamente, de los asesinatos.
— Aunque no se lo parezca, no beneficia nada la causa de las mujeres —insistió la jueza.
— ¿Cómo cree que sería el asesino? Tal vez, un defensor de mujeres y niños.
— Supongo que intentan hacer un perfil, ¿no? —Lola afirmó con la cabeza. La juez se tomó unos segundos— Desde luego alguien más frío que iracundo; como el tipo de maltratador psicológico y de clase alta. Bueno, será lo primero que ustedes vieron, no hay ensañamiento, todo resulta preciso, matemático diría yo. En cambio la ira destroza, de manera violenta, pero muy rápida; también lo vemos aquí…
La inspectora seguía las palabras de la juez casi por cortesía, no podría añadir nada; además Lola creía que los famosos “perfiles”, muy cinematográficos ellos, servían más para lucimiento de quienes los realizaban, permitía filosofar, soltar citas literarias, incluso inventarse nuevos trastornos, como aquel SAP, síndrome de alineación parental, inventado por alguien con el propósito de desacreditar las denuncias por abusos de los hijos acusando a las madres de manipuladoras. También cumplían la función de encajar en un lugar concreto y racional al asesino, porque, si algo turbaba por encima de casi todo, a los policías, era la inseguridad de hechos sin pauta, sin explicación. En cuanto se colocaba una etiqueta, casi se percibía un suspiro de alivio entre los investigadores.
Sin embargo, pensaba mientras atendía la respuesta de aquella mujer calmada y tenaz, a quien estuviera detrás, hombre o mujer, de aquellos asesinatos, fríos y perfectos, no lo podrían introducir en ninguna casilla.
Ni siquiera entre los asesinos disociados.
— También creo que se trata de alguien que no se considera, como algunos de los más crueles maltratadores, inferior a su víctima y por eso la arremete, movido por el temor.
— Superior, entonces —¿serviría de algo saberlo?
— Yo diría —apretó un poco la boca y movió la cabeza— En otro lugar.
— ¿Cómo?
— Verá, quien comete un delito, está sometido a diferentes pulsiones, anteriores y posteriores al mismo. La culpa, el arrepentimiento, la ira, el miedo… En estos crímenes, quien los cometa, trata de decir que está más allá de las pulsiones, de las pasiones. Del bien y del mal.
— Ya. Bueno, ya ha visto que hablan de crímenes satánicos.
— Lo dudo. Como usted.
Lola decidió arriesgarse, no para encontrar justificación, si no para no sentirse tan insegura en su suposición.
— ¿Cree posible que los estén cometiendo mujeres?
— También somos iguales en lo peor —sonrió, la inspectora la imitó— Pudiera ser, no requieren excesiva fuerza…
— Alguno de los muertos, pesaba lo suyo, y no eran viejos decrépitos…
— Pero, si hablamos de mujeres, tendrían un arma poderosa para desarmarlos.
La inspectora Martos se quedó mirándola, sin despegar los labios, al acecho.
— La seducción.
Martos, bajó la cabeza. Servía para todos, excepto para el último, habían utilizado un inmovilizador, claro que, para usarlo se requiere cercanía. Además, en el caso mallorquín, Cortés debía imaginar estar con un adolescente, no con una mujer.
— Pero, si son mujeres, es una suposición conste —Lola afirmó—, no creo que hayan sido maltratadas, ni hayan sufrido abusos en la niñez.
— ¿Por qué?
— Primero porque la víctima tiende a huir, y en los malos tratos y los abusos infantiles, se juega con el sentimiento de culpa de la víctima: se siente “responsable” del hecho.
— Podía haberlo superado, ¿no?
— Me permite decir algo, al margen de la conversación oficial.
— Claro. No lo mencionaré.
— Sobre todo porque tiro piedras contra mi trabajo —se inclinó sobre la mesa de despacho que las separaba— Nada se olvida. Nunca olvidamos nada. O lo ignoramos, o lo mantenemos en jaque, pero la información que penetra en nuestro cerebro, ya nunca sale del mismo. Como mucho, podría atacar a quien la agredió y sólo movida por el pavor. Es decir, de manera desordenada, caótica, ¿me sigue? —la inspectora afirmó con la cabeza
— No serían fríos y limpios.
— Exacto.
Dolores Martos no dijo nada. Después, imaginó que la irreal posibilidad de encontrarse ante crímenes por encargo, no resultaba desdeñable. Subrayó la palabra encargo en su bloc de notas. Dos veces.
Algo menos correctos resultaron los integrantes de una Asociación de Víctimas de Abuso, casi todos vinculados con abusos a menores cometidos por sacerdotes y frailes; incluso había casos de abusos por parte de las monjas.
— Si esa es la razón —le dijo Ramón Gómez, activista de la A.V.A—, le aseguro que apoyo a los asesinos. ¡No se imagina el daño que causan! Es como si nos hubieran asesinado en la infancia y ahora tan sólo fuéramos algo parecido a zombis sin alma. Y sin futuro.
Zombis sin alma. No, quien cometía los asesinatos no pertenecía a ningún club de zombis.
Sin embargo, tras aquellos muertos, estaba convencida, había quedado un rastro. Por más que no lograran verlo. Cada gesto deja un rastro de baba, como los caracoles.
— Para verlo, deberíamos colocarnos a ras de crimen, colocar la mirada donde la colocaron las asesinas —para ella ya no cabían dudas en cuanto a la identidad de género— Pero, las desconocemos, por eso no vemos el rastro de sus gestos.
Había más admiración que deseos de darles caza.
Sin saberlo, se encontraba en el mismo lugar que López.
En el mismo lugar que Bárbara.