Madrid, 1 septiembre
López ha preferido coger el metro. No le gusta viajar en coche por Madrid, mucho menos por el centro. Disfruta callejeando, aunque le quedan lejanos los tiempos en que su trabajo consistía en patear calles.
No le gusta la entrevista que tendrá lugar en breve.
No le gusta la Iglesia, ni sus formas suaves y tramposas. No volvió a entrar en una desde el día en que su madre no encontró fuerzas para obligarlo a acompañarla los domingos, hijo, aunque sólo sea un día; ella feliz, él resignado.
Detesta que a un grupo de locos se le haya ocurrido la brillante idea de comenzar a cargarse curas, y como traca final, al menos de momento, un obispo. En dos meses, cuatro sacerdotes en Madrid, un obispo en Barcelona. Demasiados. De hecho, muchos aprovechan la locura de estas muertes para regresar a viejas teorías de conspiración contra la Iglesia, incluso algunos hablan de rojos ateos, fruto de una sociedad laica donde se legalizan matrimonios contra natura y abortos al alcance de las menores.
La radio oficiosa de la Iglesia lanza soflamas a diario; comienzan a convocarse manifestaciones piadosas para salvar la tradición católica… Si continúan los asesinatos, y al inspector ni se le ocurre dudarlo, terminará en un país con procesiones, mantillas y santos bajo palio pidieron la llegada de un nuevo generalísimo para salvar al país.
Definitivamente, López hubiera preferido llevar cualquier otro caso. Para colmo, lo han colocado en una brigada especial para investigar el caso de los asesinatos en serie, tan infrecuentes en España, y le toca en suerte a él. Desde el CESID insisten en la teoría de una secta satánica, de nuevo cuño y desconocida hasta el momento. De hecho, la señal que dejan en el pecho de las víctimas es única: sin conexiones conocidas: un círculo con una pequeña cruz en la base y en el centro el perfil de una paloma. Con todos los medios a su alcance, incluidos unos cuantos expertos en Internet, los chicos del CESID saben lo mismo que ellos. Definitivamente, nada.
Están absolutamente perdidos. La única coincidencia entre los muertos son sus votos eclesiásticos y el símbolo dibujado con bisturí o instrumento semejante, en el pecho, rasurado para resaltar el símbolo, de las víctimas. También el modo: sin más violencia que algo afilado, tal vez un punzón, atravesando limpiamente el corazón. Sin éxtasis sangrientos ni torturas. Ni la edad, que va de los treinta y cinco del más joven, a los casi setenta del mayor; ni los destinos: dos de ellos trabajaban en Colegios religiosos, dos eran párrocos en feligresías pequeñas de las afueras; el último, obispo. No pertenecen a la misma comunidad; a ninguno se le conocen contactos con grupos extremistas de la propia Iglesia, ni Opus, ni Legionarios de Cristo. No han estudiado en el mismo seminario, ni sus formaciones tienen connotaciones o parecidos. Ni siquiera su procedencia social o familiar.
Nada, salvo las sotanas.
Habían solicitado una entrevista con el responsable del arzobispado madrileño tras la muerte del segundo sacerdote, pero la Iglesia se toma con calma las iniciativas que no son propias y la cita había sido aplazada hasta ese miércoles, uno de septiembre. Él se había quedado sin vacaciones, pero, al parecer, el mes de agosto era tan sagrado para los prelados como las fiestas de guardar, y fue necesario esperar a que la vida se normalizase, o casi, tras finalizar el mes de agosto.
— La crisis pa los de siempre —refunfuña, más enfadado por la misión que por haberse perdido las vacaciones, al menos de momento.
López ha renunciado, años atrás, a cualquier vida privada; le bastó un doloroso divorcio y casi perder a los dos hijos convertidos en visitas esporádicas. No carga las culpas ni a la profesión, ni a Lucía; de alguna manera, siempre le faltaron fuerzas para moverse apasionadamente o luchar abiertamente, se le daban mejor las retiradas.
Caminar hasta la calle Bailén desde la salida del metro le ha sentado bien. Han quedado a las diez de la mañana, comprueba que aún le resta tiempo para un café. Y lo necesita. Café y cigarrillo, al menos hasta que las autoridades logren convertir en delito fumar incluso en privado o en la vía pública.
Aún le gusta su ciudad, sus avenidas, su luz, y aquella sensación de calma incluso bajo el ajetreo, Madrid no había perdido totalmente sus aires de poblachón donde los vecinos se dan los buenos días y preguntan por la salud. Decidió entrar en el ContraClub, donde nunca había estado. Siguiendo la misma calle se veía la Almudena y en uno de sus laterales, las oficinas donde lo esperaba, no el obispo, claro, sino alguien, de su total confianza.
López, mientras se tomaba una porra con el café, pensó en lo inútil de aquella entrevista. La Iglesia no sólo no airea sus trapos sucios, sino que los guarda bajo llave de oro en arqueta de plomo. Una formalidad, pero una formalidad necesaria por si el asunto de los asesinatos continuaba y su instinto le aseguraba que así sería. No deseaban ser acusados de investigar a espaldas de los interesados, o prescindiendo de sus conocimientos en una materia que parecía serles propia.
Ignora cómo será el hombre de confianza del obispo y no le gusta asistir a citas ciegas.
— Buenas, soy el inspector López.
— ¡Ah, sí! —el portero se inclina levemente, tal vez empujado más por la pequeña joroba que por el respeto al cargo—. Lo están esperando —se aparta para permitirle entrar y hace un ademán con el brazo izquierdo, el derecho permanece muerto a un costado de su cuerpo, para que lo siga—. Por aquí, por favor.
Caminan por un largo y nada agobiante pasillo. El lugar rezuma la misma calma de una Iglesia sin feligreses. Tan sólo el eco de sus pisadas por el inmaculado suelo de baldosas pulidas y brillantes. El hombre, vestido con camisa, chaqueta de punto y pantalón de tela grises, lo antecede hasta una puerta de madera tallada. Tras unos breves golpes en la misma, se escucha, con claridad, el permiso para entrar. El portero deja a López tras abrir la puerta y se aleja por el mismo pasillo en beata posición inclinada. Al inspector le parece regresar al colegio de maristas donde estudió y acudir a una de las citas con el hermano director para repasar el mal estado de sus notas o su perniciosa costumbre de pelear durante los descansos con los más brutos del colegio. Se afloja la corbata que, a estas alturas, ya se ha transformado en soga y avanza unos pasos tratando de forjarse una idea de la persona de total confianza en quien delegó el obispo.
— Por favor, inspector, pase — la voz retumba joven y segura—. Buenos días — ningún saludo religioso, el hombre le tiende la mano, por un momento López no sabe si ha de besarla, decide estrecharla—. Siéntese por favor.
— Gracias, padre…
— Lorenzo Varela.
López piensa en la coincidencia del apellido con el del obispo, Rouco Varela, después mira su aspecto, pulcro, comedido, perfecto, del joven sacerdote, sin sotana, pero con alzacuellos. Si llevara sotana, diría que pertenecía a los Legionarios, tan cuidadosos en su aspecto.
— Varela —repite el inspector.
— No tenemos parentesco —afirma con una delicada sonrisa el sacerdote contestando a sus preguntas sin realizar—. Me han dicho que necesitan nuestra colaboración por el lamentable asuntos de los crímenes, ¿verdad?
— Cierto, padre…
— Llámeme Lorenzo, no estamos reunidos en calidad de creencias, inspector. Digamos más bien que esta es una reunión para ayudarnos mutuamente.
— Bien, pues sí, necesitamos su ayuda —respira hondo, imaginando de antemano los resultados negativos—. Como sabrá ya son cinco las personas pertenecientes a la Iglesia que han aparecido asesinadas y con un extraño símbolo grabado en cada uno de sus pechos…
— ¡Una terrible locura!
— Obra de algún loco, sin duda —no entrará en los recovecos del tipo de sociedad que ha perdido el respeto por la Iglesia y que puede lanzarse a la calle a quemar monjas, curas y conventos—. ¿Conoce el símbolo grabado?
— Lo he visto en la prensa, sí.
— Me refiero a si pueden darle alguna atribución que se nos escape —. López evita pronunciar el nombre.
— Ya he visto que se atribuyen a una secta satánica —sonríe como un niño que habla de los reyes magos con un adulto—. ¡Pura tontería!
— ¿Por qué?
— Bueno —junta las dos manos sobre la mesa, con los codos apoyados y los dedos de ambas manos unidos, las palmas separadas— Para empezar, ese símbolo carece de antecedentes, ni como secta, ni como símbolo de la Iglesia, ni siquiera entre los más antiguos y olvidados —López escucha con cierta atención— Para seguir, si fuera cierto que un grupo “satánico” —López siente que las comillas han sido dibujadas con negrita— cometiera esos crímenes, los habría realizado en lugar sagrado, o cerca, o encontraríamos algún resto de ritual oficiado en el lugar, incluso podríamos encontrar alguna mutilación en los cuerpos…
— Se refiere a velas, sangre, cálices…
— Por ejemplo.
— Sin embargo, todos eran hombres consagrados.
— No todos respetan nuestra misión, inspector. Estos no son buenos tiempos para la religión, ya sabe, las costumbres, las nuevas leyes contra natura…
— Ya, ya —ese toro no lo torearía él—. Descartamos, entonces, la existencia de vínculos con la Iglesia, o sus contrarios — voluntariamente evitó decir enemigos—. ¿Cierto?
— Cierto.
— ¿Ni siquiera existen, por separado, esos elementos?
Pese a conocer el alcance de la cooperación, intenta apurar cuanto pueda la única pista real con que cuentan: el maldito símbolo perfectamente dibujado en las cinco víctimas. Casi como si llevaran una plantilla sobre la que grabarlos. Los expertos del CESID ya habían descartado la presencia de un símbolo similar entre las herejías o los grupos satánicos desde la antigüedad hasta nuestros días. Ni siquiera en el Apocalipsis se veía algo parecido.
— Bueno, verá, el círculo, para ciertos sectores místicos, la mística sufí, por ejemplo —lo mira como el catedrático examinando al desgraciado alumno, López no mueve un músculo—. Puede significar lo perfecto, o mejor, la suma total de la perfección, que, naturalmente, sólo puede ser Dios. La cruz al fondo, invertida, bien, si, es cierto, se supone que los símbolos sagrados, cuando se invierten, pueden responder a cultos satánicos, pero —se paró, sonrió, levantó una ceja—. ¿No se le ha ocurrido que un círculo y una cruz, o similar, también es el símbolo femenino en genética?
— Sí, lo hemos visto — mentía y mentalmente tomó nota—, pero, como sabrá, en el interior se dibuja una paloma. Por eso lo descartamos.
— Cierto — tomó aire, se acomodó en el sillón—. La paloma, en cierta simbología cristiana…
— ¿Herética?
— No —lo miró con cierto aire de maestro ante un alumno idiota— Es, para la Iglesia oficial, el símbolo del Espíritu Santo. Ya sabe, la Trinidad…
— Lo sé, lo sé —no le añadió sus años en el colegio de los Maristas y las obligatorias clases de religión, los ejercicios espirituales, también obligatorios, y otras piadosas prácticas—. Parece darme la razón.
— No lo sigo.
— Un símbolo claro de la Iglesia: el Espíritu Santo —. López iba señalando con los dedos de la mano izquierda—, encerrado en lo que pudiera considerarse Dios, ese círculo perfecto del que usted habla. Por último la cruz del Hijo… ¡Todo puede estar relacionado con símbolos de la Iglesia!
Al menos, con aquella teoría pensada sobre la marcha, porque nunca se mencionó en ninguna de las reuniones de la nueva sección creada ex profeso para estos asesinatos, cogió por sorpresa al sacerdote.
— Rebuscado — parecía buscar las palabras—. Imaginemos que así fuera, inspector, al menos para nosotros, no consta ningún movimiento que reclamara como propia esa —movió una mano en el aire—, digamos, extravagante y rebuscada simbología de la Trinidad. ¡Lo siento!
— Ya.
— Ni siquiera la encontrará en las, hasta cierto punto ingenuas, pinturas medievales.
López tomó aire. Aquel jovencito parecía disfrutar de una victoria personal con aquella humillante entrevista: él pobre policía ignorante, frente al erudito imbuido de autoridad. Se le notaba seguro de su discurso y facundia, de sus espaldas bien cubiertas. Llegaría lejos con aquellos modales de notable, su voz profunda y suave como terciopelo ocultando una maza de acero. Decidió bajarle los humos.
— Supongamos, es una hipótesis claro, que se trate de una venganza —mira el rostro del sacerdote, ni una señal de alarma o indignación—. Quiero decir que, en pura hipótesis, los cinco muertos podían compartir algo entre ellos.
— Claro, inspector, los cinco eran hombres al servicio de Dios y la Iglesia —lo dijo sin mover un músculo ni cambiar la postura de las manos.
— Uno de ellos —¡niñato!, pensó—, como imagino sabrá, había sido acusado de abusar de niñas pequeñas, cuando preparaban su primera comunión…
— Estamos acostumbrados a la calumnia, inspector — levantó los ojos buscando paciencia para soportar tanta maldad
— Una denuncia no es una calumnia, Lorenzo —recalcó el nombre para señalar que no hablaba de teología, sino de leyes—, al menos hasta que se dicte sentencia y quede probado que lo es.
— Hasta dónde yo sé, ese sacerdote, nunca fue condenado por ese supuesto delito.
— Tampoco fue juzgado, como sabrá lo cambiaron de parroquia y el asunto se diluyó…
— ¿A dónde quiere llegar, inspector? —el sacerdote fijaba la barrera, el punto exacto por donde no podría adentrarse.
— Me pregunto si los otros asesinados, pudieran tener denuncias similares, o, cuando menos, sospechas…
— Inspector —las manos se juntaron, los ojos, casi verdes, relampaguearon, los buenos modos estaban a punto de finalizar—. No le sigo el discurso.
— Nos hemos reunido para colaborar, ¿no?
— Cierto. Pero, en este momento, usted está buscando los motivos en las víctimas, no en el asesino.
— Es un modo bastante lógico de investigar, se lo aseguro. Al menos en mi profesión, aunque creo que en la suya también, ¿no se dice que por el pecado conoceréis al pecador? —notó un ligero movimiento en la mandíbula del joven sacerdote casi guerrero—. Incluso recuerdo, de esto hace años, cómo me enseñaron que existen “tipos” de pecador inclinados hacía ciertos pecados, ya sabe, como hicieron algunos juristas con la “tipología del criminal” —el nerviosismo del joven sacerdote se iba haciendo más patente, López encontró divertido el juego, aunque decidió no insistir—. Un crimen puede tener razones privadas, pero cuando un loco decide cometer una serie de crímenes, “existen” —López dibujó con los dedos las comillas, por si no se le hubieran notado en el tono de voz— razones en la víctima elegida. Aunque sólo le sirvan al asesino. No actúa ni por azar, ni de manera descontrolada. Conocerlas, las supuestas razones quiero decir, nos ayuda a dar con él.
— Pues lamento no serle de ayuda, en este caso al menos. Lo único que nuestros hermanos mártires tienen en común es su servicio a la Iglesia y a los fieles.
— ¿Por qué los llama mártires?
— Es lo que son —ahora se inclinó, levemente, sobre la mesa— Son víctimas de estos tiempos confusos y laicos.
— ¿Cómo llamaría a los niños que sufren abusos?
Hubo unos segundos de silencio. Aquel impostado hombre de confianza del obispo, seguro estaba al corriente de las actuaciones, al menos de dos de los sacerdotes asesinados, relacionadas con menores. Incluso intuía, que la total falta de colaboración se debía a esos antecedentes capaces de convertir a los “mártires” en delincuentes de un crimen execrable para gran parte de la sociedad.
Lorenzo Varela calibraba hasta dónde podía ser descortés. Decidió dejar pasar la pregunta, como si nunca hubiera sido formulada.
— Lamento no poder ayudarlo más.
— De todos modos, y tan sólo por si desean evitar más “mártires” —de nuevo dibujó las comillas con ambas manos en el aire—, en el supuesto de que se le ocurriera algún detalle, del tipo que sea, sobre ellos, por favor, avísenos.
— Cuente con ello.
Al inspector le costaba creer que nada, ni los tiempos, ni las costumbres, ni las leyes, lograra horadar la fortaleza de silencios donde llevaban pertrechados cientos de años. Naturalmente, no les darían ninguna información. Algo que, a buen seguro, ya contaba entre sus archivos.
López estaba convencido de que aquellos muertos, mártires en boca de Lorenzo Varela, estaban unidos entre sí por algo más que compartir ese servicio y la sotana. De hecho, algunos vecinos, en el segundo de los casos del sacerdote más anciano, hablaron de lo mucho que le gustaba al viejo sacerdote verse rodeado de niños. Lo malo era saber que, cuando ciertos delitos y crímenes, los comenten personajes protegidos por una institución como la Iglesia, ni siquiera figuran en los archivos policiales. Ni en los del CESID, ni en ningún otro lugar salvo en la memoria de las víctimas.
Eso sí, decidió pedir en la próxima reunión, que alguno de los hackers del CESID entrara en el ordenador del arzobispado. Sin hacerlo oficial, claro.
— Por si, además del papel, ahora utilizan los ordenadores para apuntar los pecados.
Lo murmuró mientras recorría, tras el portero y su humillada joroba, el mismo pasillo. El portero debió imaginarlo rezando.
Salió deseando volver a la calle para respirar un aire no contaminado con el secretismo y la basura escondida bajo los ropajes y las alfombras.
Aquel joven sacerdote a quien no se le despeinaba ni un pelo, perfectamente atildado, daría cumplida cuenta a su superior, tanto de las sospechas de la policía, o del propio inspector, como del mal gusto por rebuscar entre los ocultos fondillos libidinosos de los muertos. También sabía que no harían nada, salvo lamentarse en los púlpitos por la nueva persecución a la Iglesia; harían misas por esos “mártires” mientras López intuía que poco tenían, ni de mártires, ni de santos. Por otra parte, los santos siempre le parecieron bastante impúdicos.
— ¡A la mierda!
Casi lo gritó cuando salió quitándose la corbata, sintiendo que el sudor lo bañaba y que su aspecto jamás tendría la compostura y el aplomo de aquel Lorenzo Varela.
Sin embargo, y en eso tenía razón Juancho el cínico compañero de tantos años, incluso de la nada de sus respuestas había salido algo: los crímenes, de alguna manera, señalaban un símbolo del cristianismo, la Santísima Trinidad. Uno de los misterios teológicos que más disputas había concitado en Concilios y escisiones, también quien más renegados había provocado. Aquella capacidad de Dios para ser Uno y Trino sin perder su esencia de Único, cuando menos, alcanzaba para dudar.
En la reunión de esa mañana, atribuyó lo razonado a Lorenzo Varela, le importaba poco atribuirse méritos, y comenzaron a investigar, suponiendo que tenían un hilo por el cual iniciar una búsqueda.
Necesitaban encontrar los puntos en común capaces de provocar la venganza de alguien. Porque aquellos asesinatos hablaban de una reparación por daños causados. No se trataba ni de un grupo de locos psicópatas, ni mucho menos, de muertes azarosas perpetradas contra pertenecientes a la Iglesia por el simple hecho de su pertenencia. Los asesinatos eran fríos, calculados, limpios, sin huellas ni restos, salvo aquel tatuaje, realizado mientras las víctimas estaban aún vivas según el forense. Las víctimas habían sido estudiadas con tiempo, calma y profesionalidad.
Si existía odio, este era calculado y sometido a la razón. La pasión deja rastros, el cálculo no. Casi podían pensar que se trataba de crímenes contratados a profesionales. Justo aquella profesionalidad era la causante de los mayores recelos policiales.
López anotó en su libreta lo que el Comisario Prieto había señalado en el panel común, como puntos ajustados a los muertos:
— Todos estaban ordenados sacerdotes. Uno de ellos había llegado a Obispo, de Zaragoza, y estaba en Barcelona por motivos de salud: la visita a un famoso urólogo por problemas de próstata.
— Uno de ellos había sido denunciado por abuso a menores; constaban sospechas sobre otro. Se desconocían en los otros tres, pero investigarían ese punto concreto. López era partidario convencido para buscar en esos abusos la razón de sus muertes. No importaba que hubieran sucedido en periodos de tiempo diferentes, tal vez una especie de asociación de víctimas estaba saldando las cuentas que la Ley no saldó en su momento. Eso sí, dar con datos de esos crímenes silenciosos ya le parecía harina de otro costal. La Iglesia era experta en ocultar sus pecados.
— Ninguno tenía vínculos con sectores extremistas de la Iglesia; otra de las posibles razones para una venganza —continuó Prieto, y López recuperó el discurso del Comisario, abandonando sus vueltas mentales a la idea de los abusos.
De alguna manera, el Grupo Especial se sentía esperanzado, al menos tenían una visión de conjunto y, por ocultos y difíciles de encontrar que fueran los antecedentes de pederastia, al menos tenían una línea de trabajo.
Lola, Dolores Martos, no dejaba de tomar notas en silencio. En realidad estaba entusiasmada, la habían destinado a un grupo donde estaban alguno de los mejores inspectores de la policía, según opinión general. Y Prieto como jefe; el Comisario con fama de no amilanarse ni ante los poderosos. Corría el rumor de que fue uno de los dos comisarios que, a finales de los setenta, se enfrentó incluso a la trama negra de la policía, un grupo vinculado con joyeros y ladrones de poca monta. Cuando desapareció El Nani, todos supieron quien fue la mano; pero sólo dos hombres, uno de ellos un jovencísimo inspector Prieto, estuvieron dispuestos a declarar. No declararon nunca; al otro, Comisario de Sol por entonces, se lo cargaron de un tiro, oficialmente, delincuentes comunes. El juicio contra la supuesta trata corrupta se cerró.
Prieto, por puro azar o por estadística, sobrevivió. Incluso llegó a Comisario.
Al menos, suspiró Lola, ahora tenían algo donde morder. Y, desde luego ella, no dudaba de los crímenes contra niños supuestamente atribuidos a, cuando menos, dos de ellos. Sentía un asco irracional hacía pederastas y maltratadores. El asunto del Espíritu Santo, ni le importaba.
Cuadraba: un grupo, tal vez antiguas víctimas, se tomaba la justicia por su mano.
Prieto envió una solicitud al CESID para acceder a los “archivos del Obispado”
Al menos, el equipo recuperaba el fuelle ante algo por donde iniciar la búsqueda.
Hasta que apareció otro cadáver.
Ocho días después de aquella reunión, el hechizo de muertos con identidades similares, se rompía.
No se trataba de ningún miembro de la Iglesia, ni siquiera de alguien vinculado a asociaciones laicas pero muy cercanas a la misma.
Un pequeño traficante, mejor sería decir trapicheante, con antecedentes menores. En Oviedo.
— Me cago en todas las teorías —López recibió la noticia como un jarro de agua fría sobre la fiebre de los últimos días—. ¡Joder!
— Pues, ya sabes, ¡te toca! —respondió Prieto.
— ¿A mí? —se señaló sin dar crédito— ¿Y qué coño busco?
— Algo nuevo, chaval, porque las teorías de un vengador de ultrajes cometidos por la Iglesia, se nos ha ido por el desagüe.
— ¡Joder!
— Jodidos vamos a estar todos como no demos con algo pronto. Ni os cuento —Prieto lanzó una mirada general al grupo de seis inspectores congregado en la sala de reuniones—, cómo están las jefaturas. Hasta el Ministro del Interior anda quemando los teléfonos.
— Pues ahora sí que estamos perdidos —atajó Fariñas, enviado desde la Comisaría de Vigo y con recomendación del Jefe Superior de Policía de Galicia, un tipo que, además, escribía novelas.
— Nos pagan para no perdernos —Prieto sudaba, por el sobaco y por los mismos intestinos— ¡Hala, tira pal Norte! Cuentas con todo lo que necesites de la Comisaría de Oviedo.
— Sólo falta que se convierta en una plaga a nivel nacional. Y que se dediquen a todas las profesiones —soltó López, sin ninguna gana de viajar.
Ignoraba lo acertado de su miedo.
— Mírale el lado bueno —dijo Fariñas.
— ¿Cuál?
— A la Iglesia se le acabó la bicoca del martirio.
Todos soltaron una carcajada nerviosa.
— Pues mira, sí —y López pensó en la cara que pondría aquel Lorenzo Varela— Al menos no tendremos procesiones.
Dos horas después, López embarcaba en un avión rumbo al aeropuerto de Ranón.
Camina despacio. Por increíble que pudiera parecer, los pasos sobre aquellos tacones de aguja, doce centímetros de tacón, le producen seguridad: la exclusiva sensación de caminar sobre el tiempo y el espacio. De vencerlos encaramada sobre el símbolo fálico y seductor de unos tacones. Sonríe imaginando su imagen encaramada en uno de los más preciados fetiches masculinos. Los zapatos que esconden y muestran los píes de las mujeres.
Por momentos, se para y contiene la respiración para escuchar el tac, tac metálico de los tacones, sobre el asfalto primero, sobre los escalones de la sucia escalera después. Imagina su cuerpo convertido en el de una garza. Una garza metálica y brillante.
Tac, tac.
Tac, tac.
Similares a disparos rítmicos, al compás de su cadera y su voluntad.
Tac, tac.
Tac, tac.
Pasos de baile dibujando casi curvas ortodrómicas, como en una carta marina. Sonríe. Le llega, intacto, el recuerdo de su padre, su padre dibujando estelas de gaviotas, mostrándole, con el compás, un lápiz y sus palabras, cómo dibujar un camino sobre el mar. Papá. Le tranquiliza pronunciar la palabra; le devuelve los luminosos días de mar, barcos, olor a salitre y el inconfundible tono de su voz, la voz de su padre. La voz de la ternura. La voz de la infancia, la felicidad y la calma.
Papá.
Y cierra los ojos, y recuerda su risa, el baile de su mirada clara. Y siente que camina sobre aquellos viejos mapas, sintiendo, a su espalda, la sombra protectora de su padre.
Está segura de que aquel hombre bueno y tierno, también asumiría las ejecuciones. Su padre del cual nunca escuchó un grito, ni recibió de sus manos otra cosa de ternura.
El hombre que la espera, nada tiene en común con su padre.
Ahí está, esperándola, deseándola desde antes de verla. Los ojos del hombre bajan hasta sus tobillos, abre la boca, fascinado, hechizado.
Ella se balancea y lo mira conociendo el impacto de su cuerpo sobre el del hombre que debe morir. Su mirada es un reto. Ella es la Erinia.
Sus labios dibujan una sonrisa que él confunde con deseo sexual. Bien, piensa la mujer, si ha de realizar el largo camino, mejor un segundo de felicidad antes del pánico. Los hombres siempre creen que el deseo de las mujeres es un reflejo del suyo, como si no concibieran un desacuerdo en ese territorio. Tal vez por eso, los violadores, contra toda la lógica del pánico en la mirada de sus víctimas, imaginan que ellas lo desean, que sus protestas tan sólo son reclamos de ese deseo. Los más fanáticos, aquellos que temen el rechazo, violan mujeres muertas, mujeres quietas en su imaginación, paralizadas por la fuerza del puro deseo.
La separan del hombre los escasos metros de un oscuro pasillo. El apartamento huele a cerrado, a ropa sucia, a restos de comida, a sudor. Para evitar el conato de nausea, tararea una canción, Muerta de amor, la sigue recordando la voz grave de Ángela Molina.
Yo, muerta de amor, tengo que andar
Perdida y sola
Demasiado antigua para los años de la mujer, sin duda por debajo de los treinta. Tal vez su madre la cantase, con la cintura feliz por los abrazos de su padre, tan enamorado.
Una mujer joven.
Y hermosa. Rojo en los labios y en la blonda del sujetador sobresaliendo sobre el cuero negro del ajustado vestido.
Una hermosa mujer vestida para matar.
Ella diría que lo suyo, en realidad, es una ejecución.
— Estás mejor de lo que esperaba —murmura el hombre que pronto morirá.
A Ella se le ocurren unas cuantas preguntas, las desecha por inútiles. Deja que la mire por entre una bruma de alcohol y cocaína. A su lado, sobre el cristal de una mesa bastante polvorienta, tres rayas aún sin consumir, una tarjeta de un club de natación, algo curioso piensa ella, y un billete de cincuenta enrollado en un cilindro que se va deshaciendo imperceptiblemente.
El hombre señala la mesa en una muda invitación. Ella niega con la cabeza y permanece, bellísima y muda, a pocos centímetros de sus ojos enfebrecidos.
Durante unos segundos, el hombre no sabe bien qué debe hacer, o carece de fuerzas para realizar cualquier gesto. Uno de sus brazos cuelga por un extremo del sofá; la mujer mira las manos, torpes y desnudas. Esas manos, piensa mientras las contempla, ahora rendidas, las mismas que pueden cerrarse en un puño y golpear sin freno ni descanso.
Como si las manos fueran el impulso necesario, se acerca aún más, su vestido roza parte del cuerpo masculino, por la comisura de aquella desagradable boca masculina cuelga un hilillo de baba pegajosa. Apenas necesita fuerza para tumbarlo en el suelo.
— ¿Te gusta jugar? —pregunta el hombre.
— ¡Imbécil! —lo murmura tan bajo que se puede confundir con cualquier otra palabra.
Es el mismo hombre capaz de humillar a quien considera más débil.
Mientras juguetea con el deseo del hombre tendido en el suelo, la mujer imagina todo un torrente de pequeños sucesos, palabras, sueños, mentiras, sexo, muertes y nacimientos que, de algún modo, serán importantes en un próximo futuro. El mismo cúmulo de mínimos y graves sucesos que la llevaron hasta el cuarto de aquel hombre.
— ¿Vamos a la cama? —pregunta ella.
El hombre se levanta a duras penas y la conduce a un dormitorio donde una cama deshecha, con sábanas sucias y olor a varios y desagradables efluvios personales, se ofrece como lecho erótico. Por suerte, ella sabe que apenas rozará la podredumbre.
— ¿No te quitas la ropa? —y ella ladea la cabeza dejando que la corta melena rubia platino destelle unos segundos.
— Claro —dice él.
El hombre se desprende a trompicones del pantalón, la camisa, los calzoncillos. Desnudo, con calcetines. Ella imagina las fotos de su cadáver. Se coloca sobre él, conteniendo el torso con sus rodillas; extrae unas cuerdas de seda, las besa, las lame, después sujeta sus muñecas al cabecero de metal. Siente la erección del hombre; se levanta y repite operación con los tobillos, de nuevo, imagina el ridículo de aquellos calcetines en las fotografías. Tal vez, alguno de los policías quiera ver en ellos un símbolo del asesino.
No logra evitar una breve carcajada.
Le gustan estos preliminares. Un ceremonial tranquilo: al muerto es necesario prepararlo adecuadamente para el viaje, el último viaje posible, el más difícil.
Nadie lo velara esa madrugada.
Permanecerá solo.
De su inmenso bolso extrae espuma de afeitar y una navaja. En los ojos del hombre asoma el primer impulso de huida; intenta desatarse, sin éxito. Con mimo, casi en acto de amor, la mujer afeita el torso del hombre; mira su sexo, de golpe flácido, oscuro, sin vida y le recuerda un triste gusano, un pequeño artilugio que ha de servirse de la violencia para lograr acumular en su cuerpo la energía necesaria.
No lo necesita, pero repite mentalmente el expediente. Concluye que, tal como decidieron, no merece continuar en el mundo de los vivos.
— Prepararé tu viaje —murmura.
— Oye, nena…
Aún cree que aquella mujer es un regalo, tal vez de un colega, porque debe ser cara, tanto como su hermana. Intenta mirarla como al ser inferior que son todas, pagada esta para su capricho. No puede, un oscuro instinto le asegura que el juego le pertenece a ella y toda la bravura de otros momentos, se convierte en un pánico sordo. Le zumban los oídos.
— No hables —le dice ella colocando sus dedos enguantados sobre su boca reseca.
El hombre, pasmado y horrorizado, descubre sus muñecas y sus tobillos amarrados con más fuerza de la esperada. Todo su cuerpo está tensado hasta el límite del dolor.
— ¡¿Qué!? —consigue gritar.
La mujer dibuja una mueca en sus labios perfectamente pintados de rojo. Extrae un rollo de cinta americana y le cierra los posibles gritos.
— Se muere en silencio —le asegura— Ya has gritado demasiadas veces.
Ahora, un destello de pavor asoma por entre la mirada vidriosa del futuro cadáver. Acaba de descubrir la trampa. Tarde. Pero con la suficiente antelación para que la enviada disfrute con su trabajo.
El torso, blando y de un blanco apagado, está libre de vello. La mujer lo repasa con su mano enfundada en guante de látex que le permite sentir como si sus yemas estuvieran desnudas, extrae un diminuto y afilado bisturí. Se puede comprar por Internet, incluso en cualquier farmacia. La muerte no está en las armas, sino en la voluntad que las maneja. Comienza un dibujo preciso, casi artístico, mientras el hombre intenta sustraerse de las ligaduras y lanzar gritos de socorro que mueren tras el trozo de cinta. Ahora su cara está roja, casi morada, se parece a la máscara trágica del teatro griego.
— Una lástima que no puedas disfrutar de tu propio espectáculo —habla con la misma voz de una madre intentando dormir a su hijo.
Ha colocado su rostro a escasos centímetros del masculino, habla con voz dulce, muy dulce. El hombre no puede dejar de pensar en lo hermosa que es.
— Prefiero que lo comprendas —calcula con las manos el lugar exacto— De lo contrario, todo el trabajo perdería un punto de aliciente, ¿no crees?
La próxima víctima intenta decir algo, moverse, escapar. Imposible.
— Has sido un monstruo con las mujeres —el hombre trata de negar con la cabeza, de golpe su cerebro recobra la lucidez, el alcohol y la cocaína se desvaneces y sus neuronas están desnudas y desvalidas, como su cuerpo— No te sirve de nada negarlo —sonríe, no hay rabia en su voz, es un susurro casi erótico— No te sirve como excusa, ni los malos tratos de tu infancia, sí, ya ves, lo sé todo de ti, ni la perra vida —acaricia el perfil de su rostro, el hombre cierra los ojos, tal vez tenga una oportunidad— Eras libre para elegir. Las circunstancias, amigo, sólo son una excusa para mostrar aquello que somos realmente —finge un suspiro— En fin. Has sido condenado. En esa condena, no hay cárcel, ni remisión de pena, ni tercer grado, ni permisos —de nuevo la sonrisa, los dientes son perfectos, casi transparentes de tan finos y blancos— Has sido condenado a morir. Sin última cena. Sin confesión.
Los gruñidos del hombre apenas interrumpen el discurso.
— ¿Recuerdas cómo era ella? —le pasea el bisturí por las cejas— Catorce años, esos tenía cuando le robaste el alma y utilizaste su cuerpo por primera vez. Han pasado diez. Diez años de silenciosa esclavitud, esperando tu llegada con angustia. Ni siquiera cuando esperaba a tu hija le diste descanso —el hombre intenta negar con la cabeza— Tu tortura será leve, apenas unos minutos, unos minutos a cambio de años. Pero eso sí, te prometo que ella vivirá, libre de ti. Tal vez, algún día pueda arrinconarte en un cajón polvoriento de su memoria.
De nuevo el cuerpo intenta zafarse de sus cuerdas. Imposible. La mujer se levanta. Coloca una pierna a cada lado de su torso, la cama tiembla: mira el lugar exacto donde ha de partirle el corazón, calcula la trayectoria. La leve inclinación de un ángulo de cuarenta y cinco grados.
Después, tan sólo un leve crujido. Casi un ruido de papel.
Justo cuando extrae el arma homicida del corazón ya quieto para siempre, escucha un ligero goteo. Por el pene flácido del ya cadáver, gotean unas gotas, las últimas, de orina.
Según ciertas teorías y religiones, el alma de un ser humano sale de su cuerpo segundos después de su último aliento. Incluso aseguran que su peso exacto es de veintiún gramos. Por lo visto, en este caso, el alma del difunto salió por el lugar más cercano a su esencia.
— ¡Menuda porquería de alma! —exclama, en un susurro, la ejecutora de la sentencia.
La mujer mira el cuerpo desnudo y frunce ligeramente una nariz perfecta y sin retocar por la cirugía. No siente nada, ni remordimientos, ni siquiera lástima.
Comprueba la hora en el teléfono digital y comienza a buscar. Por entre el desorden caótico de la casa, no logra encontrarlo. También puede haberlo perdido. Vuelve a mirar la hora. No debe permanecer más tiempo.
— Tampoco les dirá gran cosa —murmura sin sentirse totalmente relajada.
Le gusta terminar bien los trabajos. No haber encontrado el móvil la turba más que contemplar el cuerpo sin vida, con un símbolo bien dibujado en el tórax y el círculo pequeño, redondo y perfecto sobre su corazón del cual apenas ha goteado sangre.
Antes de salir, abre la bolsa, se desprende del ceñido vestido de látex negro. Si alguien viera su cuerpo entre las sombras del cuarto, aseguraría que pertenece a una diosa. Cambia su vestuario: vaqueros, camisa blanca, bailarinas. Se desprende también de los largos guantes de látex.
El estómago, ese lugar donde se fijan las emociones definitivas, le da un ligero vuelco. Dejar los tacones le produce sentimientos contradictorios, algo así como la inseguridad de quien no camina sobre las nubes y una visión mucho más pobre de cuanto queda a la altura de sus ojos.
Lo sabe: con tacones no es la misma. Calzada con aquellas bailarinas, vuelve a ser la dulce profesora de música a quien sus alumnos adoran. Sobre unos tacones, puede ser cualquier peligrosa mujer.
Sirena o bruja.
Sacerdotisa o madre.
Justiciera o curandera.
Recuerda el cuento de la Sirenita, de niña lloraba sintiendo como propia la tortura de aquella preciosa sirena, condenada a caminar sintiendo terribles pinchazos en sus pies. Escrita por un hombre, claro. Cuando ellos admiran esas piernas alargadas y afiladas hasta terminar en un tacón, ni siquiera imaginan cómo se sienten ellas.
A su padre no le gustaba aquel cuento, le aseguraba que las niñas, como las sirenas, no necesitan hacer sacrificios para lograr un príncipe. Pero los tacones son bonitos, papa, le decía la niña y se subía a los de su madre. Con ellos descubrió el primer vértigo de su poder: con zapatos de tacón dejaba de ser niña y princesa para convertirse en cualquier otra cosa.
Cualquier otra cosa.
Ella que se transformaba cuando subía a las nubes sobre sus afilados tacones rojos. Caminaba siguiendo el ritmo, preciso y acompasado, de los tacones sobre el pavimento. Un corazón de tigresa.
Antes de salir, se gira para dar un último vistazo al escenario de su primera ejecución: le parece irreal, como en los juegos de ordenador; ella misma, se visualiza realizando, con precisión diseñada, los movimientos que acabaron con la vida de aquel pequeño infame.
Uno menos. Y se imagina la sonrisa de su padre.
No existe ascensor, baja los tres pisos por las escaleras, bastante sucias, sintiendo un pesado olor donde se mezclan los efluvios de repollo, orina de gato y angustia. Le recuerda, vagamente, el olor de los nidos de serpientes.
O de las ratas.
Necesita recuperar a la dulce profesora de música. Esa que sus pequeños alumnos adoran, esa que les sonríe frente a las partituras como si le hicieran cosquillas en la nariz. La vida es música, les dice mientras pasea sus dedos por el teclado del piano y ellos la miran como si la música fuera creada directamente por sus manos.
— Mis pequeños —murmura sintiéndose feliz.
Camina por las calles llenas de gente como una más. Nada, ni en su atuendo, ni en su rostro, ni en sus gestos, delata el asesinato que acaba de cometer. Tan sólo una sonrisa cada vez más amplia.
Durante unos segundos, recuerda aquel pestilente reguero de orina y siente asco y un profundo desprecio.
Un día de fiesta en aquella pequeña ciudad. Son las diez de la noche del ocho de septiembre de dos mil once.
— Papá —murmura como una oración.
Después, vuelve a tararear la canción. Y las bailarinas siguen el ritmo lento de la queja amorosa.
Yo, muerta de amor…
Que por vivir, no sé vivir
Si tú no estás cerca de mí.
¿Qué puedo hacer sin ti?
Soy como un….
Lamenta no recordar más estrofas. Mañana, después de darse una ducha en su casa, buscará el disco.
Casi puede ver a su madre, sonriente y cantando sin entonar una nota. Respira hondo, se siente bien.