9
de septiembre
Bárbara abre los ojos sobresaltada. Siente unos segundos de pánico antes de lograr ubicarse. Tiembla de frío.
— ¡Mierda de tiempo!
No termina de acostumbrarse, ni a la ciudad, ni a la humedad, ni a la luz, casi siempre gris, siempre tamizada por un ligero tono plomizo. Le cuesta recordar que ya lleva cinco años allí, que llegó siguiendo los pasos de la única amante que le dio sexo en siglos de abstinencia obligada; la única que casi logra borrar el triste recuerdo de Chelines. Aquella que le hizo sentir un atisbo de esperanza, para dejarla tirada como pescado maloliente y largarse abrazada a un bellezón de veintipocos, sin celulitis, en pleno uso de cuerpo y regla.
A Bárbara siempre terminan abandonándola.
— ¡Joder!
Le gustaría lanzar puñetazos sobre el rostro memorizado de aquella mujer, ¿cómo pudo siquiera imaginar que podría ser cierta semejante historia?
— Los monstruos no deberían salir nunca de su cueva.
Quedarse en Oviedo fue una sucesión de decisiones a medias conscientes, a medias estúpidas. Al principio, esperando que aquella loca regresase, harta de juventud y sexo, para refugiarse en el cuerpo blando y obediente de Bárbara. Una soberana gilipollez. Después por no regresar a Huelva con el rabo, o los ovarios, entre las piernas.
Finalmente por pereza.
Casi todas sus decisiones, en el fondo, han sido fruto de una desidia casi compulsiva.
También porque había encontrado algo similar a un trabajo. Y eso, en estos tiempos, con cuarenta y cinco años cumplidos, pre menopáusica, sin ninguna formación específica, ni siquiera los estudios obligatorios terminados, era casi una ganga. Cierto, podía vivir con las ganancias que Virgilio, el administrador del Pentagrama, le enviaba mensualmente, aunque le robase un alto porcentaje en cada envío, y con el alquiler del apartamento de Punta Umbría, asunto también en manos del gangoso Virgilio, a quien la edad aumentaba los vicios y los defectos. Pero, trabajar la relajaba, sobre todos cuando el trabajo lograba adaptarse a su humor de atún prisionero en una almadraba.
En realidad, el trabajo le había llegado a manos de la maldita loca que la dejó tirada. La niña de veintipocos trabajaba para un abogado medio mafioso, buscavidas entre los negocios inmobiliarios y asesor, entre otros, del mejor club de alterne de toda la Cornisa Cantábrica. Un club sadomasoquista especializado en “crear historias adaptadas al cliente y representarlas”. Marco Aurelio Junco Leal, el abogado, ni tenía la grandeza del emperador, ni cuerpo de junco, ni era leal a nadie salvo a su propia persona. Y necesitaba alguien sin escrúpulos y a bajo coste para mejorar los resultados de sus juicios, o mejor de los acuerdos capaces de impedirlos, a base de pruebas de cuernos o falsas bajas laborales.
Bárbara resultó perfecta para esos menesteres. Nadie sospecha de una mujer madura y obesa. De un monstruo asexuado, por lo tanto, inofensivo.
Al menos con el abogado, Bárbara tenía claro a qué atenerse. Su extravagante trabajo solía vincularse a divorcios mal avenidos. Resultó tener un olfato especial para los cuernos ajenos. El abogado le debía tres importantes juicios ganados por goleada de cuernos y fotos, amén de multitud de ventajosos acuerdos sin recurrir a los jueces.
Además, en aquella misma ciudad, una eternidad antes, mucho antes incluso de Chelines, Bárbara se convirtió en ángel vengador: vino a ajusticiar a las asesina de Pamela, otra loca de quien aprendió todos los trucos de fotografía, lesbiana practicante y entusiasta que se dejó arrastrar por aquella pequeña víbora norteña. Mil años antes.
Claro que, de esa muerte, Bárbara no recuerda ni siquiera haber sentido remordimientos.
La ética se inventó para los ángeles, o para los cuerpos hermosos; los monstruos tan sólo sobreviven. Y vengan a los suyos sin sentir nada especial: ni culpa, ni satisfacción.
Cuando apuñaló a la asturiana asesina de Pamela, no sintió nada. Hubiera sido una perfecta asesina a sueldo si no necesitase el aguijón de la venganza.
Se frotó los ojos y regresó el dolor de ovarios. Primero fue la puta regla, ahora los putos desajustes de la hijalagranputa. Le habían diagnosticado menopausia precoz.
— Toda la puta vida queriendo perderla y se despide con fuegos artificiales —se escucha gritar y casi se sobresalta.
Se enrosca en la cama, pura posición fetal. En el móvil tintinea la hora, 7,15, y el día: 9 de septiembre. Apenas logra contener los espasmos cuando el maldito teléfono avisa de una llamada. Bárbara lo mira apretando los dientes. Esconde la cabeza bajo la almohada. Para. Dos segundos después vuelve a sonar.
— ¡Me cago en…! —no reconoce el número, al menos no dice “desconocido”, tal vez por eso aprieta la tecla para contestar— Diga.
— Baby —¿Quién se atreve a llamarla por aquel diminutivo. Silencio— Perdona, ¿estás ahí?
— No, en las Bahamas.
— Soy Lea —la recuerda, tal vez la prostituta más hermosa y con la cara más inocente que ha conocido— Tengo un problema.
— ¡Y a mí que hostias me cuentas!
Sus arrebatos de ira ya son famosos también en esta tierra.
— Sólo tú me puedes ayudar.
A Bárbara se le ocurren un montón de palabras malsonantes y unas cuantas escenas escabrosas a donde enviarla como respuesta. El dolor de ovarios la frena. Lea confunde su silencio con una afirmación para ayudarla.
— Gracias, Baby, ¿puedo verte?
— ¿Sabes qué hora es?
— Sí.
— ¿De retirada de curro?
— Han asesinado a mi hermano.
— ¡Pues llama a la policía! —a veces, ella misma se da asco.
— Esa ya lo sabe.
— ¿Entonces? —ni se le ocurre que alguien pueda buscar consuelo en ella.
— Por favor.
— Oye tía, tú eres puta y no se me ocurriría pedirte certificado de virginidad; yo cazo cornudos y me meto en camas ajenas. No tengo ni puta idea de asesinatos.
Mentía. Pero en aquel rincón del mundo no tenían por qué conocer sus historias. Aunque podría ser cierto que nos persigue aquello que somos sin escapatoria posible. Casi recuerda la voz de Chelines pidiendo ayuda.
¡No se volvería a meter en asuntos de muertos! Su cupo ya estaba lleno a rebosar.
— Mira, Bárbara —cambió el tono de voz— No quisiera recordarte que fui yo quien te dio la pista para tu último éxito…
— Pues me lo estás recordando.
— Te necesito.
Trató de pensar rápido: mejor buenas migas con quienes abrían las puertas de los bajos fondos para clientes de alto rango. Cierto, Lea fue quien le informó de los gustos “extravagantes” de aquel político cincuentón a quien su señora tapó la boca y sangró la cuenta corriente gracias a sus fotos. La escucharía, daría su opinión. Y punto.
— Vale. Te espero.
Además, nunca pudo resistirse a una mujer hermosa. Ellas, las mujeres jóvenes y bellas, le habían destrozado la vida, roto el corazón varias veces, la habían llevado al borde de la más peligrosa ilegalidad, la dejaban colgada y temblando con húmedos deseos insatisfechos. Trataba de recordárselo a sí misma cada vez que oteaba el peligro. Esfuerzo inútil. Ni con esas conseguía resistirse.
— ¡Me cago en todas las putas del mundo!
Debería levantarse, darse una ducha: huele a sudor rancio, al anuncio de sangre podrida y a grasa. Sí, la loca que la dejó tirada tenía razón, la gordura huele. Fatal. Como huele el miedo, el sexo, incluso la felicidad.
Aunque de esa, de la felicidad, apenas le olfateó la sombra del rabo huyendo. ¿Cuándo fue feliz?
Si tuviera que dar respuesta a la pregunta, le costaría un esfuerzo de memoria superior a sus fuerzas. Tal vez los tiempos de calma al servicio de Pamela, un servicio sin contratos ni reglas: yo te preparo la ginebra y recojo tu ropa desparramada, cargo con tus pesados bártulos de fotógrafa y, a cambio, me dejas mirar cómo ríen las personas felices cuando juegan en la cama con otras. Tal vez los descalabrados días de Chelines, aquella insensata pija, renegada de títulos nobiliarios y desaparecida una noche.
O mejor, los momentos felices de Bárbara tienen el nombre de Rosa, la norteña que murió en lugar de Chelines, aquella huída de piel blanquísima y libros golpeando su espalda en el interior de una mochila.
Todas muertas o desaparecidas.
Le costó darse cuenta de que golpeaban suavemente con los nudillos en la puerta. Lea no quería llamar la atención, incluso a esas horas, siempre existe una vecina, con rulos en la cabeza y en el alma, dispuesta a convertirse en reportera de sucesos. La televisión había trasformado a todo el mundo en candidato a reportero de la realidad. Todo dueño de un móvil con cámara soñaba grabar algo, lo que fuera, para que dieran su nombre cuando lo reprodujeran en los medios. Preferentemente en la tele. Todos pretendían ser intrépidos reporteros.
O algo parecido.
— ¿Por qué no llamas al timbre? —preguntó Bárbara abriendo la puerta— Pasa.
— Para evitar cotilleos.
— Joder, tía, a ti tu profesión de ha vuelto paranoica.
— Cauta.
— Ya —la miró: incluso las ojeras le sentaban bien— Voy a la ducha.
— Prepararé café.
— ¡Nada, tía, como en tu casa!
Se desprendió de la túnica vieja que utilizaba para dormir pringada de sudor y mala noche. Entró en la ducha. Procuraba dormir vestida con algo, no soportaba la desnudez escabrosa de sus carnes y envidió siempre la soltura de Pamela y de sus jóvenes amantes, despertándose vestidas con su piel, estirándose como gatas satisfechas mientras ella procuraba esconderse entre sus pliegues.
Casi al mismo tiempo que el agua sobre su cuerpo, salió de su cuerpo un chorro de sangre.
— ¡Parezco una cerda en matadero!
¿Para qué demonios quería ella un sistema reproductivo? Ponerlo en marcha debía ser un asunto de decisión personal: quien pase de maternidades, se queda sin el incordio de la sangre menstrual. A veces, asocia su regla a su primer muerto. Bueno, muerta, en realidad.
Deja que un chorro de agua casi hirviendo limpie los miasmas de otra noche repleta de pesadillas. Algunos efluvios no se limpian ni con agua, ni con cepillo de púas. Bárbara sentía, en momentos como aquel, que toda la mierda recibida a lo largo de los años, continuaba allí, pegada a sus células como una parte más de su cuerpo.
Media hora más tarde, con la misma sensación de suciedad sobre sí misma, Bárbara sale de la bañera envuelta en una toalla sábana. El pelo chorrea por su cara. Los ovarios aúllan. La cabeza comienza a dar vueltas como un tiovivo. Le crujen las articulaciones: no se ha tomado ni una sola pastilla recetada. Llegará a los cincuenta en un deplorable estado físico, mental y anímico.
Una puta ruina.
Esta de mal humor. Su estado natural.
Y sí, aquella sangre tan femenina, tan mística y tan apestosa, le revolvía el ánimo, incrementaba sus dolores físicos y sus aprensiones emocionales. Además, le añadía un perfume como de cerdo en matadero que detestaba. Ni comprendía a las mujeres que decían no enterarse de sus menstruaciones, ni soportaba los anuncios de compresas con chicas hermosas, por supuesto delgadas, sin hinchazones en las articulaciones, flotando sobre nubes blancas y aspirando el aire como si oliera a flores. Será que estoy podre. Piensa.
¡La regla! Algo odioso que solía presentarse en su vida marcando todos sus momentos. Aún recuerda aquellos tres días de sangría, cuando buscaban al asesino de un peluquero onubense, cliente habitual del Pentagrama, lugar por donde terminaban pasando todos los homosexuales de Huelva. Amparar con su silencio al hermano asesino fue poner fin a tres días de auténtica sangría menstrual.
¿Qué habrá sido de aquel desgraciado? Nunca volvió a verlo, el chico regresó a su pueblecito cordobés sintiéndose perdonado por el silencio de Bárbara como si aquella gorda de piel oscura fuera una diosa megalítica dueña del perdón.
Bárbara jamás volvió a recordarlo, ni siquiera en sus pesadillas. Esas, las pesadillas, estaban densamente pobladas por todas las mujeres imposibles de su vida.
Se coloca dos gruesas compresas entre las inmensas bragas y su sexo, ¡toma nubes!
Huele a café recién hecho. Lea se ha sentado en el mugriento sofá, mejor sería decir, se apoya con prevención sobre una esquina del sofá. Sobre la mesa llena de DVDs de terror, una cafetera humeante y dos tazas. Bárbara imagina que las ha limpiado ella, porque no quedaba ni un solo utensilio limpio en la cocina.
Bebe una taza sin respirar. Lea la observa.
Enciende un cigarrillo. Asegura que fuma tan sólo para incordiar ante tanta prohibición y tanto anuncio de buena salud. Lea continúa en silencio. Luego levanta la cabeza hacía la sombra de Bárbara envuelta en la toalla sábana.
— ¿Estás de regla? —pregunta arrugando un poco su hermosa nariz.
— ¿Has venido a interesarte por mis hormonas, mis sangrados o mi posible embarazo?
— No.
— Pos menos mal, tía.
De nuevo regresa al mutismo. Las ojeras de Lea parecen crecer y oscurecerse por momentos.
— Bueno, pues ya que me has levantado de la cama. Tú dirás.
— Han asesinado a mi hermano.
— Ya lo dijiste —lanza un bufido e intenta, con desagrado, interesarse por aquella muerte— ¿Cuándo?
— La noche pasada. Lo encontró un colega esta madrugada.
— Será un ajuste de cuentas, trapicheaba, ¿no?
— Sí.
— Pues ya está —hace un ademán para levantarse, imposible, los ovarios la retienen sentada. Siente correr la sangre, debe estar empapándolo todo— ¡Me cago en la puta regla!
Lea la mira. Guarda un extraño silencio.
— No es un asesinato normal —dice por fin, sin alzar la voz, como si temiera hacerlo cierto.
— ¿Existen asesinatos normales?
¡Si ella le contara! Pero no, no hablará ni de sus crímenes, ni de los que silenció siempre.
— No es un ajuste de cuentas, ni nada de lo normal…
— ¡Coño! —el dolor de ovarios encrespa su ya agriado carácter. Aunque quisiera, no cree poder controlarlo— ¡Ahora resulta que hay asesinatos normales!
Lea calla. Baja la cabeza. Llora sin mover un músculo ni hacer ruido. Bárbara, como siempre, vuelve a sentir esa especial blandura en su interior, esa estúpida costumbre de no soportar ver llorar a una mujer. Incluso las lágrimas de su madre lograban ablandarla, por más que las odiara con una rabia infinita. Para impedirlas, sabe que hará cualquier cosa. Cualquier estupidez capaz de enterrarla en el laberinto.
Luego se arrepentirá.
— Vale. A ver, ¿qué tiene de anormal?
Nada más preguntarlo, cierra los ojos e imagina todo su cuerpo lanzado por una pendiente resbaladiza y pegajosa.
— ¿Has oído hablar de los asesinatos de curas?
— ¿Era cura? —piensa en la curiosa paradoja: una hermana puta, un hermano cura.
— Eso es lo raro —Lea ha levantado la cabeza, sus ojos brillan como esmeraldas recién lavadas con lágrimas y resaltadas por la oscuridad de sus ojeras— Mi hermano sólo era un pringao.
Bárbara intenta hacer memoria. No lee la prensa, en general no lee nada, ni los prospectos de las medicinas, claro que tampoco las toma; el televisor sólo sirve para ver sus películas de terror, preferentemente de Serie B, algunos vicios no se pierden con la edad. Pero los oídos no se pueden cerrar. Sí, ha escuchado los chistes gruesos de Marco Aurelio hablando de esos asesinatos. Todos con un dibujo grabado en el pecho.
— ¿Tiene el dibujo ese grabado? —pregunta sintiendo tonta la pregunta. Lea asiente con la cabeza— ¿Qué tenía tu hermano que ver con la Iglesia?
— Nada.
— Entonces será una pura imitación, ¿no?
— Al principio eso creía la policía, pero han llegado de Madrid otros polis y dicen que es idéntico. Por lo visto no lo contaron todo sobre el dibujo. Ya sabes…
— Sí, la cosa de no dar pistas.
— Eso.
— Vale —se cruza de brazos— ¿Qué tengo yo que ver en este asunto, Lea?
— Bueno, tú investigas.
— ¡No me jodas! Yo vigilo carnudos y cornudas para cazarlos. Como mucho vigilo a algún listillo con bajas demasiado extrañas.
— Pues eres todo lo que tengo.
— ¡Joder! Sí que tienes tu mucho. Oye, bonita, ¿y Josefina?
— ¿La madame?
— Es una tía lista, se conoce mejor que nadie los fondillos de esta ciudad…
Lea niega con la cabeza y la mira con intensidad implorante para repetir.
— Sólo te tengo a ti.
Bárbara, Baby para algunos, también para su última, y primera, amante, Bo tan sólo para el círculo de conocidos en Punta Umbría, de dónde no debí haber salido en la puta vida, siente en aquella frase el eco de otras. Sobre todo de Chelines. ¡No conseguiría borrarla nunca de su memoria! De su memoria, de su piel, del trozo de alma que contuviera aquel cuerpo desproporcionado de ballena varada.
Si alguna vez, Bárbara Villalta fue vulnerable, lo fue con Mercedes, Cheché, Chelines. Incluso la insensatez de seguir a la loca que la plantó, fue menor, infinitamente menor, a todo el revoltijo de entrañas que provocó siempre Chelines.
Ni siquiera sabía si estaba viva.
En este mundo, porque en el interior de sus huesos, Chelines se mantendría permanentemente viva.
— Vamos a ver, Lea —incluso el tono de voz ha sido velado con el recuerdo de Mercedes— No tengo ni reputa idea de esos asesinatos.
— ¿Lo intentarás?
Bárbara la mira. Lea no tendrá más de veinticinco años, como mucho, le quedan cinco de vida laboral útil. A veces, aparenta diez más, otras diez menos, como en aquel momento: una adolescente sola y perdida en un mundo cruel donde ella se ganaba la vida actuando en historias sádicas y aporreando culos fláccidos.
— ¿Cómo se llamaba? —ni siquiera sabe por qué lo pregunta.
— Isidro —Lea se muerde el labio inferior y Bárbara teme que vuelva a llorar— Sólo nos teníamos el uno al otro.
Frunce el ceño: si algo detesta Bárbara son los culebrones, tal vez porque su madre vivía tan colgada de ellos que era incapaz de vivir en el mundo real. Claro que eso no dejaba de ser una ventaja en el caso materno. Tampoco soporta esa debilidad ante los vínculos familiares; por propia experiencia, en su carne y en otras, sabe que bajo el amparo de tan distinguida institución, se comenten los peores atropellos.
Sabe que perdió a Chelines a manos de su supuesta madre amorosa, aquella hermosa Gloria Carrascoso de Altamirano, incendiando la casa heredada por su hija e imaginándola dentro. En realidad, fue Rosa quien murió en lugar de Mercedes, pero esa muerte decidió el final de aquella hermosa drogadicta.
La familia, como la regla, deberían estar prohibidas.
— Vale. Vete a dormir, anda.
Cuando Lea sale de su guarida, al montón de muebles revueltos y capas de polvo, no se le puede llamar hogar, Bárbara descubre la toalla empapada de sangre, y la piel del sofá goteando rojo. Las dos gruesas compresas apenas han contenido una mínima parte del sangrado.
— ¡Me cagoento!
Regresa a la ducha. El bufete estará cerrado toda esa semana. Aprovechando la fiesta de la Comunidad y el nuevo amorío de Marco Aurelio, ese que durará, con suerte, tres meses. No doy para más, suele decir satisfecho entre los pliegues de su barriga, puro estrés, aseguraba dándole unos toquecitos. Había conseguido llegar a los cuarenta virgen de matrimonios, tal vez curado de semejante enfermedad por llevar tantos divorcios bien negociados en su bufete.
Cuando sale, envuelta en otra toalla, con dos compresas limpias intentando contener la hemorragia, Bárbara abre su portátil: se había aficionado a Internet, como todos los monstruos solitarios, hasta convertirse en toda una experta; o casi, aunque sería mejor atribuir sus conocimientos a Félix y sus indicaciones.
Buscó todo cuanto se podía encontrar sobre los asesinatos “de curas”. Tres horas después, había anotado varias conclusiones y un blog donde se exponían las más peregrinas teorías sobre los posibles autores. En la red todo Cristo se vuelve experto.
— Sin contar con el hermano de Lea, de momento iban cuatro sacerdotes y un obispo en la lista de asesinados.
— Tres, cometidos en Madrid, otro en Toledo, el último, en Barcelona. Ahora, habría que añadir Oviedo a la lista.
— Todos asesinados del mismo modo: objeto punzante, no identificado, tal vez un punzón de hielo, clavado, con precisión, en el corazón de las víctimas. Eso, según algunos, dejaba claro que el asesino, como mínimo, tenía conocimientos médicos.
— Si no fuera por el extraño dibujo grabado siempre en el pecho de las víctimas, se diría que todos eran obra de algún médico enloquecido, tal vez por algún trauma infantil de abusos.
— Y ese dibujo, constituía la parte más sabrosa de los asesinatos. Para algunos aquel círculo con una cruz en la base y una paloma encerrada en el interior, era un claro símbolo satánico: Satanás y miembros de la Iglesia como víctimas cuadraba.
— Sin embargo, el último, ni era cura, ni siquiera un personaje relevante: un pobre marginado, toxicómano desde la primera adolescencia que había sobrevivido de milagro y gracias a su hermana y sus trapicheos de poca monta y medio consentidos por la policía cuando necesitaban algún tipo de información más importante que su persona. Todo su contacto con el mundo delictivo, se ceñía al entorno del último peldaño en el mundo de droga, tan cortada a esas alturas que, en realidad, volvía adictos a las substancias añadidas.
— Tampoco existía una coincidencia en las edades. De haberla, podría pensarse en alguien de su misma edad con, de nuevo la misma teoría, algún problema relacionado con los alzacuellos.
Bárbara lanzó un bufido de ballenato. Ni entendía casi nada de lo leído, ni conocía aquel mundillo en Oviedo como podía conocer el de Huelva. ¡Ni le importaba!
¿Qué pretendía Lea que hiciera ella?
Sin embargo, y casi sin pensarlo, Bárbara marca el número del bufete. Deja un escueto mensaje.
Marco Aurelio, salvo que necesites algo urgente, me tomo unos días. Tengo asuntos que arreglar.
Después marca el número de Lea. Contestan al segundo tono.
— Dime.
— Necesito la dirección de tu hermano.
— Gracias…
— No te precipites. Te debo un favor y voy a pagarlo. Eso es todo. Repito, la dirección de tu hermano.
— El piso está precintado.
— Ya me imagino. Y algún teléfono, dirección, o lo que sea, de novias, amigos, colegas.
— Te llamo en un minuto.
Me ven la cara, joder. Presiente otra historia que no terminará con la lógica adecuada. Ignora qué malsana tendencia la empuja a entrar en ciertos laberintos.
— ¡Y con la puta regla descontrolá!
Aquella misma tarde, Bárbara comenzó a olfatear en el entorno de Isidro, menuda mierda de nombre, suena a chotis, claro que el suyo era aún peor: pura broma. Ella no estaba bárbara, medía uno cincuenta, pesaba… ¡ni quiere acordarse! Dejó de mirar la báscula cuando pasó de noventa y cinco. La piel oscura, casi mulata pero sin ningún rasgo de mezcla capaz de convertirla en mujer de salsa; más bien caminaba como un orangután obligado a llevar zapatos; la cara abotagada y con los rasgos asfixiados entre los mofletes y la papada; los ojos invisibles a causa de las gafas.
¡Un bárbaro poema!
La primera visita fue para el local donde trapicheaba habitualmente el hermano difundo. Un extraño lugar, a medio camino entre el chigre tradicional, local con música en vivo y club de nacionalistas fumadores de María. Bárbara no sabía bien cómo ubicarlo en la lista de lugares conocidos, tal vez lo diferente eran aquellos grupos pequeños en directo tocando música folk con “raíces” celtas. Música repetida sin actuaciones, en pura lata, atronando los tímpanos de quienes se reunían en aquel lugar para hacer la revolución de la lengua autóctona y sentirse primitivos sagrados con los violines y las gaitas. Pese a su atrofia casi total, no pudo evitar la bofetada de marihuana nada más traspasar el local, en un semisótano y en penumbra.
Salvo una pareja haciendo manitas en una mesa de la esquina, aún no había nadie, la cosa debía caldearse a otras horas. Tras la barra, una chica escuálida pero no desnutrida, con el pelo rubio corto y cara de pasmo, limpiaba vasos y se movía al ritmo de la música.
— ¿Qué tomas?
— Cerveza.
—Vale.
Recordó al camarero del Pentagrama. Tal vez siguiera tras la misma barra, allá en Huelva, cotilleando como un poseso y manteniendo aquella fachada de vampiro en desuso.
— ¿Conoces a Isidro?
La rubia con cara de niña trasnochada la miró, Bárbara. imaginó que calibrando de qué iba aquella morsa de piel oscura y recién llegada.
— ¿Pa qué?
La pregunta no era demasiado lógica.
— Pa pillar algo —la chica aún no debía estar al tanto de su muerte.
— No está.
— Eso ya lo veo.
— Aquel de allí —señaló con la cabeza hacia la pareja—, le hace los recaos.
Pues si contaba con subordinados, el tal Isidro no debía dedicarse al trapicheo para consumo propio. Caminó hasta la mesa después de dar las gracias, o algo parecido, con un gesto, a la camarera.
— ¿Tienes algo? —preguntó sobre el arrullo de cabezas.
— ¿De qué? —preguntó el tipo sin levantar la cabeza.
— De lo que vende Isidro.
No fue un reflejo muy rápido, pero sí suficiente para hacerle levantar la cabeza y mirar de abajo a arriba la presencia de quien preguntaba. Abrió la boca, después sonrió, al menos los labios se estiraron en algo similar a una sonrisa.
— Pasa, tron —no fue ni una pregunta, ni un saludo.
— Se han cargao al Isidro —tal vez la provocación sirviera.
— ¡¿Lo qué!? —cierto, no tenía ni idea.
— Que lo han matado.
— ¿Dónde? —soltó las manos de la chica y movió el cuerpo en dirección a la desconocida.
— En su casa. Esta noche.
— ¡La hostia! —se llevó las dos manos a la cabeza.
— ¿Sabes si tenía problemas?
— ¿Eres un madero? —lo preguntó la chica, enfadada por haberle cortado la ración de caricias.
— Peor —soltó Bárbara.
— Será puta —murmuró la chica de pelo sucio y cara bonita.
— Bueno, ¿sabes algo?
De golpe Bárbara se sintió ridícula. ¿Qué demonios intentaba hacer?
Ahora la pareja se quedó muda. Se giró en dirección a la barra donde la camarera vigilaba la extravagante conversación.
— Tú, claro, no sabes nada —soltó Bárbara.
— ¿Quién eres? —respondió ella, sin alterarse demasiado.
— Trabajo para un abogado, Marco Aurelio Junco —puso un gesto de no reconocerlo— Se han cargado al Isidro y preparamos la acusación familiar.
A ella misma le sonó a mala película. A la camarera la dejó indiferente.
— Mira, no tengo ni idea de nada. Ven cuando esto se llene.
— ¿A qué hora?
— A partir de las doce.
Dos salas de juegos trasnochadas, varios bares oscuros y tres propinas a yonkis más tarde, una de ellas rondando el portal del finado temblando en un cuerpo de puro pellejo y hueso, le dejaron claras varias aristas, puede que desconocidas para Lea, de aquel hermano medio perdido:
Isidro no trapicheaba exactamente para su consumo; era el tercero en la lista piramidal del reparto.
No tenía deudas, al menos a la vista, que lo hicieran candidato a morir asesinado.
La yonqui que rondaba el portal, aseguró ser su novia. Fue la única que dijo algo tal vez interesante, pero sin que, al menos a Bárbara, le diera ninguna pista: estaba de lo más flipao, le había tocao no sé qué premio.
Baby limitó la broma pesada que le sugería aquel “premio”. Tendría que averiguar si, entre la ropa, o en la casa, alguien había encontrado un cupón o un billete de lotería.
Eso fue todo.
Al día siguiente, Isidro tendría su momento de gloria en la prensa y hasta en las televisiones. Comenzaban a realizarse tertulias de “expertos” para debatir sobre el “asesino diabólico”. Imaginó que sería por el símbolo. Aún ignoraba de qué se trataba el tatuaje.
Decidió pasar por la cueva de Félix, el más friki de todos los hackers del mundo. La criatura no debía pasar de los veinte tacos y llevaba, al menos, tres años, viviendo sin salir de su reducida casa, heredada gracias a la oportuna muerte de su madre, desoyendo a las inmobiliarias que pretendían comprar, no la casa, si no la parcela; la última casa rural en mitad de un barrio donde pensaban instalar el nuevo hospital y las viviendas de lujo adecuadas al evento. Sin moverse de las pantallas, Baby recuerda cuatro encendidas a la vez, conseguía comer, a base de comida basura, pagar los recibos de luz, sin dinero, claro, comprar ropa porque cuando llegaba a determinado grado de mugre el pijama o la camiseta puesta, directamente las tiraba a la basura.
Félix aseguraba que padecía agorafobia. Sin duda otra mentira, pero contaba con un informe y solía presentarlo ante los Servicios Sociales y la Policía Municipal como si fuera la campanilla de un leproso.
Sus conocimientos del mundo cibernético podían hacerlo millonario, incluso puede que lo fuera. Lo mismo buscaba exámenes para chicos de instituto, universitarios, incluso opositores, que vendía informes, de lo más completo, a empresarios, matones o abogados. Marco Aurelio carecía de los escrúpulos necesarios y solía contratar sus servicios, sin mancharse, claro, a través de Bárbara. De esos encargos le llegaba la relación con un personaje que, en definitiva, se parecía, en lo monstruoso, a ella misma.
Además, si Bárbara coleccionaba películas de terror, sobre todo de Serie B, cuanto peores mejor; Félix coleccionaba crímenes.
— Cada uno se hace las pajas como puede —se dijo con esa costumbre de hablar a solas mientras enfilaba hacía su guarida.
Por suerte, las fiestas oficiales jamás se desarrollaban en la periferia y no encontró dificultades, ni para desplazarse, ni para aparcar su Nissan. El viejo Citroën quedó pudriéndose en el garaje del apartamento de Punta Umbría.
Llamó por teléfono cuando estaba detrás de la puerta. Por puro principio, Félix no abría la puerta salvo que esperara al repartidor de Pizzas. Incluso a veces, se olvidaba del repartidor.
— Félix, soy Bárbara.
— ¡Coño Baby! —a él le consentía el diminutivo, y aquello era lo más parecido a una expresión de alegría— ¿Dónde andas?
— Detrás de tu puerta —silencio, debía estar procesando la información: todo lo que tenía de veloz con el teclado, lo perdía en la vida diaria— Te traigo una primicia criminal.
— ¡Joder!
Medio minuto después se escuchó el descorrer de cerrojos. No sólo se encerraba sin salir, Félix se blindaba. Puerta blindada, ventanas de doble cierre y siempre cerradas con paneles metálicos. Debía llevar años sin que la luz del sol le rozara la piel. A Bárbara le recordaba el cuerpo de un caracol albino sin caparazón.
— Pasa.
Se necesitaba estar realmente desesperado para entrar: el olor a suciedad, descomposición y orines, recibía al visitante como una bofetada de advertencia.
— ¿No ventilas nunca, tío? —se encogió de hombros y la miró como si no comprendiera— En serio, si no abres, me dan los siete males. Y no te lo recomiendo, ¡estoy de regla!
— ¡Joder!
— ¿Has perdido el resto del vocabulario?
— ¿Cómo?
— Nada. Bueno sí —Bárbara se ajustó las gafas culo de botella—, abre una ventana si quieres las últimas noticias del asesino en serie…
— ¿Lo qué? —ahora la miraba él intentando descifrarla, Baby terminaba tras cada visita con los nervios de punta.
— ¡Abre!
Todo comenzaba a darle vueltas. Sintió un chorro de sangre saliendo de su cuerpo y empapando las dos compresas recién cambiadas. Félix debió intuir la gravedad, buscó un botón en la pared y uno de los paneles se levantó, curiosamente, sin hacer ningún ruido; después abrió la ventana y se alejó de ella como si acabara de ver un ejército de dragones en formación de ataque. Bárbara se acercó hasta la ventana abierta y tomó aire varias veces.
— ¡Qué lástima de lugar! —dijo para ella misma contemplando las hierbas resecas que inundaban la reducida parcela.
— ¿Qué asesino en serie? —Félix se había sentado tras una pantalla. Regresaba a la seguridad.
— A ver, coleccionista de los horrores —Bárbara se giró hacía él, pero sin alejarse de la ventana— Te imagino al tanto del asesino diabólico, ¿no? —el joven afirmó con la cabeza— Pues acaba de cometer uno aquí mismito, en Oviedo.
— ¡No jodas!
— Llevo años sin practicar.
— ¿Qué?
— No, nada.
Por primera vez, Baby se preguntó si aquel ser a quien sólo faltaba un cable conectado a una máquina para ser una parte más de aquel montón de ordenadores, teclados, impresoras y otros artilugios sin nombre para ella, pertenecía realmente al género humano.
— En Oviedo —Félix murmuraba para su propia camiseta moviendo la cabeza— ¿Segura? —ella afirmó— ¿Quién?
No recordaba haberle escuchado una frase completa jamás de los jamases, lo de aquel tipo era pura economía en todo cuanto no tuviese teclas.
— Pues un yonqui de mierda —miró para comprobar los efectos de la información: ninguno— Al parecer la cosa no iba solo de curas.
— Ya —sus dedos ya jugueteaban con el teclado— Lo sabía.
— ¿Qué sabías?
— No tienen ni zorra —ahora sonreía.
— ¿Quiénes? —al parecer la economía lingüística se contagiaba.
— Todos —su cara tenía los colores de la pantalla— Ven.
Bárbara temía desangrarse si caminaba los pasos que la separaban. Apretó los dientes y los muslos, caminó despacio, sintiendo gotear la sangre y maldiciendo el asunto de la reproducción.
En la pantalla se veía un tatuaje, si puede llamarse así, sobre piel, un círculo con una cruz en la base y una paloma en el interior. Una paloma más picassiana que religiosa, es decir, no con las alas extendidas en señal de bendición, sino en reposo y del perfil.
— ¿Lo ves? —preguntaba Félix feliz como un niño— ¡No es diabólico!
— ¿Ah, no? —Baby no estaba muy al tanto de asuntos religiosos.
— No —aseguró.
La última vez que Bárbara había tenido algún contacto con la religión fue el día de su infausta Primera Comunión. Un vestido de segunda mano donde no entraba ni con las aberturas y añadidos que cosió su madre, enfundada en unos zapatos que le reventaban los píes, debían ser prestados también; una especie de cofia que le producía picores en la cabeza. Y las burlas del resto de niños. Lo celebraron con una borrachera paterna y una buena paliza. Vomitó la oblea casi entera. Se juró que, así la mataran a correazos, no volvería a pisar una Iglesia.
Lo cumplió.
— ¿Y qué cojones es? —miró la cara de felicidad de Félix— Por cierto, ¿de dónde salió esto?
— De la policía. Han creado un grupo especial para el caso.
— ¡No jodas! —el asombro de Bárbara era por el número de palabras soltadas de una vez.
— Andan más perdíos que un ciego en una playa.
— ¿Cómo lo sabes?
Félix se limitó a señalar la pantalla. De algún modo, ella prefería no imaginarlo porque el simple hecho de estar al lado del hacker ya debía ser delito, había logrado colarse en las entrañas de la policía.
— Puedes contarme todo lo que sepas.
— Te haré un informe.
— ¿Cuánto? —Bárbara pensó que le pasaría gastos a Lea.
— Gratis —después la miró— Bueno, a cambio de que me cuentes lo que sepas del nuevo muerto.
— Poco.
Le resumió lo que Lea le había dicho y la escasa información que ella misma había localizado.
— Como ves, ¡nada! Porque no me parece que tenga que ver con trapicheos de droga, ni mafias, ni…
— Quien hace esta maravilla —le brillaban los ojos mientras continuaba buscando páginas y pasándolas a una carpeta—, es un lince. ¡Y un profesional!
— Lo dices como si lo admiraras.
— ¡Claro, joder!
— Ya.
Tenía su lógica. Para personajes como Félix, lo que contaba era ser el mejor en “la especialidad elegida”. Y si era ilegal, mejor que mejor.
— Se supone que los muertos deben tener algo en común, ¿no? —al menos eso le parecía recordar de las películas que no eran de terror.
— Son tíos.
— ¡Venga ya, tío! —pensó que protestaría, pero él se limitó a encoger los hombros— ¿Te parece suficiente? —volvió a afirmar— Nadie mata por qué sí, Félix —el negó con la cabeza— Luego, tiene que haber algún beneficio, el que sea, en las muertes…
— Seguro.
— ¿La policía no encontró ninguna coincidencia entre los cadáveres?
— Al principio.
— ¿Por qué los primeros eran curas?
— Cuatro curas y un obispo —soltó una risa como de rata en apuros— ¡Joder!
— Y de ahí lo del asesino diabólico —de nuevo él afirmaba— Vaya que podía ser alguien que lo hubiera pasado mal en un colegio de curas, o algo así, ¿no?
— Pa miopes, puede.
— ¿Qué veías tú que no veían ellos?
— No hay pasión.
— ¿Cómo dices?
Bárbara prefería no hablar de pasión en los crímenes, la llevaba siempre a Chelines, a Rosa…
— ¿Cómo sabes que no había pasión? —repreguntó Baby.
— Son limpios, tía.
— ¿Todos?
— Mira
Bárbara asomó de nuevo al ordenador. Había colocado en la misma pantalla las fotos de los cinco asesinados: hombres, con cuerpos diferentes, desnudos, sin otra señal que aquel dibujo en el torso. Lo poco que se veía del escenario, ciertamente, se encontraba en orden.
— ¿No hay sangre?
— Poca. Y toda cae hacía el mismo lado, dejando un charco. Pequeño. Nada más. Creo que los ladea un poco —movió la cabeza en el mismo movimiento.
— ¿Con qué los matan?
— Un punzón. Creo. ¡Es lo mejor!
— ¿Mejor pa qué?
— Para este tipo de… —no pareció encontrar la palabra adecuada— No hay forcejeo, no hay agresión, les atan las manos y las piernas, ¿ves? —señaló nuevas fotos.
— Parecen crucificados.
— Pero debe ser por comodidad. El mensaje está en el dibujo.
— ¿Sabes lo que simboliza?
— ¡Imposible! —frunció la boca, aquello debía molestarle— He buscado en todos los símbolos, en todos los asesinatos. ¡Hasta en la Biblia y el Apocalipsis!
— ¡Coño!
— Bueno, por la cosa de los yanquis, les molan un huevo las historias de la Biblia y esas chorradas.
— Y no encontraste nada. ¿En serio?
— Por separado sí, pero así como lo dibujan, nada.
— Tío, pos si tu no lo encuentras…
— Por eso la poli va de culo. Hablan de una nueva secta, ¡bah!
— ¿No podría ser?
— No. Y, mira, por si había dudas, ahora un muerto que de cura no tiene nada.
— Eso sí.
— Seguro que mandan a alguno del grupo especial ese. ¡Daría algo por hablar con él!
— Lo tienes crudo, tú con agorafobia y si un poli entra en esta pocilga, ¡te encierran pa los restos!
— Ya.
Lo único capaz de alterar el ánimo de Félix se encontraba en el ciberespacio. Aquel símbolo parecía fascinarlo, tan sólo porque se resistía a ser interpretado.
— Toma —dijo levantándose para recoger un buen fajo de fotocopias— ¡Me debes una!
— Te pagaré en carne.
Félix no la escuchó, o no le interesó la propuesta. Toda su capacidad, todas sus pulsiones, estaban en otro lugar, en un espacio sin forma, sin olor, sin sabor, sin tacto. ¡Un aséptico lugar perfecto!
Llegó a su guarida sintiendo el peso de otras dos compresas, renovadas en casa de Félix, empapadas. Aquella sangría terminaría matándola. Miró la hora en el móvil. Las once de la noche. Recordó que no se había metido su dosis de comida basura en todo el día. Olía fatal, a sangre estancada, sudor y hartazgo. Decidió llamar a Lea.
— ¿Estás trabajando? —preguntó imaginando lo contrario.
— No puedo. He cogido unos días. ¿Sabes algo?
— ¿Te piensas que esto una novela y yo una lumbrera? —esperó una respuesta que no llegó— Además, tengo la impresión de que esto no tiene mucho que ver, ni con tu hermano, ni con esta ciudad. Vaya, que no doy paz más.
— Sigo sin entenderlo.
— ¿Tenías mucha relación con él?
— No, pero es lo único que me quedaba de familia.
Bárbara se mordió los labios. Su personal experiencia la llevaba a ver el asunto de la familia como un engorro en el mejor de los casos, como el lugar de tortura legalizado y respetado, en el suyo y en muchos más. La suya era de tendencias marginales y trato brutal, con voces, palizas, alcohol y suficiente precariedad. Sin embargo, le bastaba con recordar la mirada cargada de odio de Chelines y de su perfecta madre y se imaginaba que no existía familia sin muertos en el armario.
Y lo peor era esa consideración universal de respeto a una institución que había dejado bien claramente expuestas sus miserias y el grave daño que podía hacer. El despacho de Marco Aurelio, tan sólo servía como actualización de sus viejas conclusiones. Pese a todo, allí estaba Lea, puta de noche, mujer con añoranzas familiares durante el día. Bárbara se tragó aquel Y qué, que le llegó a la boca.
Además, en los últimos tiempos, sin motivos aparentes al menos para ella, intentaba recordar cómo había sido su infancia, sobre todo qué había sucedido en su quinto cumpleaños para empezar a comer de manera desatada. Eso sí lo recuerda con claridad: ella reclamando comida y, si no podía acceder a ella, engullendo papeles, tierra… La sensación de llevar en su estómago una inmensa serpiente que necesitaba comer desmesuradamente para no comerla a ella misma. Bárbara odiaba su infancia, esos años sin bonitos recuerdos donde debía esconderse algún secreto vinculado a su aspecto actual de cachalote oscuro. Pero, odiaba aún más a todos los que buscaban en la infancia las raíces de cualquier problema.
Para ella, esos supuestos dulces e inocentes años, estaban habitados de sombras, un lugar donde no lograba encajar ningún recuerdo agradable. A veces, ni siquiera desagradable. Un rincón de nubes negras arrastradas por alguna ventolera que había dejado tan sólo un pozo negro por toda memoria.
Pa encerrar, se dijo moviendo violentamente la cabeza para regresar a la absurda conversación con Lea.
— ¿Te han dado las cosas de tu hermano? —preguntó para romper el silencio.
— Mañana. Por lo visto vendrá alguien de Madrid para…, creo que dijo, ver el escenario.
Félix, como siempre estaba al tanto mucho antes. Aquel desgraciado de Isidro se había vuelto importante justo cuando dejó de respirar. Lo único valioso de toda su vida había sido, justamente, el modo de perderla.
— Vale, cuando tengas algo más, me lo dices —se arrepintió nada más realizar el ofrecimiento.
— Gracias, Bárbara.
Colgó el teléfono. Llamó para encargar una pizza familiar y se fue a la ducha. No pensaba ir al local aquel con nombre de plata autóctona, Beleño, nombre sin referencias en su peculiar incultura. Primero, porque le importaba una mierda las razones y el quién se había cargado a Isidro, incluso estaba convencida de que el mundo estaría mejor sin él y sin otros cientos más. Segundo, porque algo le decía que aquella muerte, las muertes de aquel ejecutor, escondían razones comunes a todos los muertos y desconocidas para quien las investigaba o debatía sobre ellas en las tertulias.
Ni le importaba, ni tenía posibilidades de averiguar nada.
— ¡Qué le den!
No especificó.
Encendió el primer cigarrillo del día, se permitía tres, y miró a través de la ventana. El Guggenheim brillaba contra un cielo encapotado en plomo casi plateado, no pudo evitar pensar en los once mil metros cuadrados encerrados bajo el brillo plateado; justo al otro lado del río, frente al hotel, se veía una araña embarazada. Le hizo gracia.
Suspiró recordando cómo le hubiese gustado ser arquitecta. No pudo ser. Aquel ligero problema de lateralidad, la incapacitaba para los dibujos de perspectiva. La antropología aún la entusiasmaba, pero nunca dejaba de mirar la vida a través de la arquitectura. Son los edificios quienes hablan de los hombres que los diseñaron. En realidad, el estudio de los comportamientos humanos también encuentra símbolos en cómo construye sus casas, sus iglesias, sus lugares de enterramiento. Sobre todo estos.
— La guarida define al animal —se dijo a sí misma disfrutando del primer cigarrillo.
Ella, se había especializado en ritos funerarios. Aún le sorprendían los rituales imaginados por los hombres para encarar el único momento en que todos eran iguales; tal vez por eso, algunos pueblos, civilizaciones avanzadas en realidad, intentaban marcar también la diferencia entre los muertos y utilizaban la muerte y la oscuridad posterior, como arma de control a sus súbditos.
La muerte igualaba en el acto a todos los hombres, pero los distinguía más que ninguna otra cosa, en los rituales, como si reyes, emperadores, generales, nobles y sacerdotes, pretendieran saltarse esa igualdad y perpetuar la diferencia en un improbable Más Allá. Esos rituales siempre le recordaban juegos infantiles, sofisticados, llenos de complejas reglas y objetos cargados de simbología, todo para cumplir dos objetivos: paliar el miedo al vacío de morir y elevarse sobre los súbditos en el momento de caminar al encuentro de las sombras.
Ella, desde niña, prefirió la certeza de contar tan sólo con el puro presente. Por eso amaba la vida, la gozaba y la honraba. Aquellas muertes, tan necesarias, formaban parte de esas honras a la vida: se libraba de los monstruos cuyos vicios marchitan la vida de otros, más débiles, más indefensos.
— ¡Oh, tú, muerte que cabalgas sobre el inmenso río de la vida! —sonrió ante la impostura de su voz ejerciendo de rapsoda trágica.
De alguna manera, Ella se convertiría, en pocas horas, en el brazo ejecutor de la parca. Y, como sacerdotisa suprema del próximo ritual, preparaba su cuerpo y su aspecto con esmero.
Con el esmero de una prometida.
El pelo recién lavado le moja la espalda. Termina el cigarrillo y se gira hacía el interior de la habitación. Sobre la cama poco revuelta, duerme sin apenas moverse, la bandeja con los restos del desayuno y la carpeta abierta. Prefiere los informes sobre papel. Mira las fotos del personaje, un casi sesentón en buena forma y que debió ser muy atractivo, aún podía resultarlo, años atrás.
Benjamín Werffel, sesenta y un años, notario, vinculado al grupo Regnum Christi. Casado, cinco hijos, dos chicas y tres chicos. Uno de los hijos sacerdote en la misma congregación, su padre mantenía cargos importantes en el brazo seglar. Otros dos chicos casados, un ingeniero naval, otro economista con alto cargo en la BBK, el pequeño abogado. De las chicas, una de ellas siempre vinculada a ingresos periódicos en clínicas privadas con estancias carísimas, flores en los jarrones y tratamientos tan antiguos como la psiquiatría. La mayor, arquitecta, casada con otro arquitecto y residiendo en Barcelona. La única que había abandonado el círculo familiar, la ciudad familiar, los contactos familiares. Las creencias familiares. La costra envenenada.
La petición fue suya, en realidad.
Tal vez por eso, por la hija arquitecta, Josune Werffel Arteaga, Ella había elegido este caso como propio.
Ahora la mujer con el pelo chorreando a la espalda, imagina la perfecta tela de araña tejida por Benjamín Werffel, hijo de un extraño oficial alemán de antepasados nobles, envuelto y atrincherado entre contactos propios o vinculados a sus hijos; esposa tranquila, tal vez con ciertos excesos en la ingesta de tranquilizantes, pero, en privado, sin escándalo y aun manteniendo la presencia de una mujer que fue toda un leyenda de belleza en sus años jóvenes. Tan sólo una grieta en la tela: aquella hija, Itziar, perdida para la vida civil, con serios trastornos psíquicos crónicos desde los quince años, es decir, veinte años atrás.
La pequeña se convirtió en el mudo dedo acusador. Josune, la arquitecta, se libró, Itziar, la más frágil, no. Ella fue la novia elegida por el padre desde los once años, sin posibilidad de escapar a la elección paterna. Trata de imaginar el pavor, la espera angustiosa de sus pasos, los gritos muertos en su garganta sin llegar a nacer. Esa opresiva cárcel, invisible para el resto, de donde nunca se puede salir, a la que te empujan con mimo. Sólo cabe una salida: desaparecer tras las brumas de la locura; deshacerse del cuerpo capaz de atraer al monstruo. Itziar rasga la piel de sus brazos, de sus muslos, del cuello, con saña. Tal vez ni siquiera recuerde el mismo truco en un cuento infantil, Piel de Asno. La niña debe camuflar aquello que busca el padre; convertirse en indeseable para evitar el pecado paterno. Finalmente huir.
¿Cómo logra un grupo familiar asimilar semejante atropello y continuar fingiendo una feliz normalidad?
¿Acaso es posible desconocer esos pasos nocturnos del padre por la casa familiar?
¿Nadie vio las heridas en su piel?
¿Nadie se anticipó al brillo mortal de su mirada extraviada?
O se finge, durante el desayuno, haber pasado una noche más de sueño sin sobresalto y en cristiana compañía, rodeando al dios familiar, venerado, respetado y, finalmente, consentido en sus vicios para sobrevivir a sus designios.
Trató peor a la hija que a las putas cuando comenzó a contratarlas, dos jueves a mes. Perdida la hija, él intentaba someter a rutina sus vicios, ellos, los vicios, convertidos en citas fijas, pagos fijos, exigencias iguales; normalizados, como si de una firma notarial se tratara, en dos días al mes, dejaban de ser vicios pecaminosos para convertirse en costumbres sociales. De este modo, aquel individuo cruel y egoísta creía llevar las riendas de sus pulsiones.
La rutina, no es vicio, ni pecado.
¿Y la esposa? O estaba tan narcotizada, por los fármacos y el dominio del marido como para no enterarse; o, tal vez, oficiaba, como algunos pueblos, a uno de sus hijos, el más perfecto, al dios de la tranquilidad y el bienestar.
— Otro ritual que precede a la muerte —le gusta poner voz a ciertos pensamientos mientras contempla las fotos del expediente— Si trato bien al poderoso Dios no intentará nada contra mí, su fiel servidora, me dará buena muerte y preparará para mí un hueco en la otra orilla.
Por un momento, piensa que la ejecución debería ser doble, incluir a la madre ciega, sorda y muda. Sin su anuente silencio, aquellos reiterados abusos humillantes, jamás se hubieran producido.
— Tal vez colocó a la hija en su lugar para librarse de cumplir ella misma los rituales.
¿Por qué no lo envenenó?
¿Hasta qué punto las mujeres son cómplices de los verdugos?
¿La había anulado hasta el punto de no salvar a su hija pequeña?
— Llevas años librándote —le dice a la foto reciente del notario— Creíste haber tejido la maraña perfecta donde ocultarte, como un depredador previsor.
Con lo que, a buen seguro, jamás había contado, era con esa otra grieta, abierta por la hija mayor. Tantos años de impunidad lo habían convencido de haber creado el reino perfecto, el poder sin fisuras ni luz pública. Aquel notario no había cometido los errores de personajes como los Borgia, incapaces de evitar ostentación del poder y, por lo mismo, destruidos en una sola generación. Sin rastro. No, aquel notario conocía bien los resortes del auténtico poder, aquel que se detenta sin ostentación, sintiendo en torno a su presencia una cierta aureola de respeto y temor tamizado por sonrisas halagadoras. Por la mirada temerosa de la esposa y las hijas; por la mirada envidiosa de los hijos varones. Respeto en lo público.
Y los vicios, privados.
— No era sexo —murmura.
Endriagos tan perfectamente incorporados a la vida social, no responden tanto a una pulsión sexual, como a esa otra, aún más arraigada: la de dominar, someter, humillar y ultrajar a otro ser vivo, preferentemente mujer, preferentemente inferior, en clase o ubicación. No buscaba en la hija sexo, sino el vértigo del dominio. Y ahora, lo reproducía con las prostitutas de lujo.
Mira la foto del matrimonio: esta vez enviará un mensaje añadido a esa mujer de mirada abotargada y sonrisa hierática: sacará una instantánea del cadáver y la pegara en el lugar que ahora ocupa el marido sonriente y con falsos aires protectores.
Sabe que la policía no hablará de esa foto; incluso duda que quien encuentre el cadáver la deje en el mismo lugar. Sin embargo, el miembro de la familia que descubra el cuerpo, tal vez tenga alguna pregunta. Tal vez no llegue a formularlas y mantenga la rigidez de las formas conocidas, asimiladas como patrón y personaje vital.
— Todos somos un personaje —murmura dejando la foto sobre la cama deshecha.
Decide secarse el pelo y colocar sobre su cuerpo las cremas perfumadas para su propio disfrute: le encanta la ligera oleada levantada por el menor movimiento de sus miembros.
En la puerta, ha colgado el folleto: no molesten. Lo quitará cuando salga.
La mujer entra en el baño. Aún faltan horas para la cita. Como cada segundo y cuarto jueves de todos los meses. Aquel individuo era metódico incluso en sus más secretas pulsiones. A las siete. En un pequeño apartamento comprado por el notario donde, según afirmaba, se retiraba todas las tardes un par de horas para meditar, en soledad, sus asuntos personales y profesionales. De paso, lo convertía en el lugar ideal para aquellas dos citas mensuales.
A las siete de la tarde, para llegar, puntualmente, a la cena familiar.
Mientras termina de secar su larga melena pelirroja, ellas han de ser pelirrojas naturales porque, según asegura el cliente, sólo ellas tienen una piel y un olor corporal determinado, Ella lo comprueba olisqueando sus axilas y sonríe. Imagina la ligera impaciencia del notario. Sabe que le entregará un disfraz, siempre el mismo: toca de moja y hábito con toda la espalda al descubierto, y altísimos tacones rojos. Esta vez, los tacones los aportará ella. Por cuestión de número.
Llegará un poco antes, para esperar a la chica contratada, le pagará la sesión, mil euros, y le contará cualquier excusa familiar. No podrá decir gran cosa de su físico si la interrogan: hermoso gorro recogiendo toda su melena y grandes gafas de sol.
Pasea al borde la ría imaginando el recorrido de los muertos en Egipto. En una barca han de surcar el río de la muerte en un viaje de doce horas. La peor de todas, la hora séptima. La hora en que el muerto ha de vérselas con el más temible de los guardianes del inframundo: la Gran Serpiente. Siempre sintió predilección por los rituales egipcios, los más completos, los más simbólicos. Colocará la foto sobre su pecho y una moneda, de cinco céntimos, sobre cada párpado.
— Escaso estipendio para pagar al barquero —murmura mientras siente la mirada de un hombre a la espalda.
No se gira para comprobar quién o qué mirada le lanzan. Sabe que ofrece un aspecto de tranquila normalidad, vestida con un pantalón negro, camisa floreada y ligera chaqueta de ante. El mismo aspecto tranquilizador que verá el portero: una mujer joven que entra, segura, en un edificio de lujo desde cuyas ventanas de puede sentir dueño de la ciudad.
A él si le mostrará la melena pelirroja: formará parte del ritual acostumbrado. Los porteros saben y callan. Por los sobornos recibidos y por esa fatalidad, grabada en su memoria genética que conoce la impunidad de los poderosos. No dirá nada, ni siquiera a la policía cuando le interroguen. Nadie sospechoso entró, ni esa tarde, ni ninguna otra.
Ve llegar a la mujer contratada. Sí, es hermosa y pelirroja. Se acerca hasta ella, unas palabras, el dinero. ¡Un buen negocio para la prostituta!
Ya está. El notario Werffel no sospechó el motivo del cambio en la mujer que entró, como cada dos jueves, a realizar el mismo servicio: era pelirroja y su piel, incluso bajo el caro perfume, oficiaba para su exquisita pituitaria el mismo aroma de todas las pelirrojas naturales.
— ¿Conoces las reglas? —preguntó el hombre. Ella afirmó con la cabeza— Bien, puedes pasar a cambiarte.
Le gustó la decoración minimalista, de líneas puras, que presentaba el apartamento. Un inmenso salón con ventanales cubriendo casi la totalidad de una pared, donde una chimenea de cristal, suspendida del techo, señalaba la mitad exacta, dos sofás de piel blancos, una diminuta mesa auxiliar a cada lado de uno de los sofás; una habitación casi tan amplia como el salón, con el mismo ventanal, una cama demasiado grande, sin cabecero, cubierta con una ligera manta de seda azul bordada, una coqueta blanca, dos sillas antiguas de castaño, restauradas y tapizadas en seda azul. Las cortinas eran paneles correderas en ambas estancias; el suelo de pulida madera roja, casi granate.
Lo mejor, el baño. De proporciones similares, mostraba un suelo pulido de baldosas amarillas, las paredes estaban cubiertas de azulejos blancos y grandes, en tres de ellas, la cuarta lucía un mosaico elaborado con diminutas teselas que componían un paisaje modernista de flores, pavos reales y aves del paraíso.
Le pareció el escenario perfecto.
Fue necesario recurrir a un toque de tranquilizante deslizado en la única copa de vino que bebería el notario. En los juegos eróticos del notario, no se incluía la sumisión: la puta era la sometida, insultada y golpeada. Necesitaba rendirlo para poder atarlo. La cama del dormitorio no mostraba un lugar adecuado para encajar las ataduras, así que preparó su cuerpo en el salón, con los brazos atados a dos patas metálicas de uno de los sofás, y los pies a otro que hubo de acercar. Lamentó estropear la preciosa alfombra persa, el detalle antiguo del salón, sobre todo por las horas de esclavitud que debió supones a niños y mujeres.
Esperó a que él recuperara el conocimiento. Ya había colocado cinta aislante sobre su boca. La mujer vestía el falso hábito de monja y lo contemplaba desde unos altísimos tacones rojos.
La primer mirada que él le lanzó, aún era la del hombre acostumbrado a ordenar y ser obedecido. La mujer se sentó a horcajadas sobre su torso y comenzó a afeitarlo. Ahora, la mirada del notario era de sorpresa y enfado. Cuando ella extrajo el bisturí para realizar el tatuaje, la mirada fue de sorpresa.
Los dioses no acostumbran a ver alteradas, por sus súbditos, las costumbres rituales.
La mujer, en silencio, tras dejar la piel preparada, comienza el tatuaje; Ella sonríe, incluso, como una colegiala, asoma la punta de la lengua entre los labios para fijar la concentración en el dibujo. En ese momento, el pavor asoma a los ojos casi azules del notario; ha debido asociar a la mujer con los asesinatos.
— Tranquilo, te dolerá lo justo —murmura con voz dulce.
El hombre intenta librarse; se le nota bien entrenado, los sofás se arrastran levemente.
— No podrás escapar. Como Itziar —por entre los ríos de sudor que cubren el rostro del notario, asoma una mirada incrédula— Ya sé, te gustaría contarme que tus juegos no le hacían daño, ¿verdad? —el hombre niega con la cabeza— Claro.
El círculo del dibujo ha quedado perfecto. Comienza a dibujar la paloma central.
— Esto, que aún tardará un rato, se parece remotamente, al terror de tu hija las noches en que la buscabas en su cama, arrastrabas hasta el sofá de tu despacho, atrancabas la puerta y la obligabas a introducir en su pequeña boca tu sexo —levanta la mirada para contemplar el pasmo en el hombre— Y mientras, tus dedos escarbaban sus pequeños orificios y su pequeño cuerpo se retorcía —levanta el bisturí— No, no era placer, papá, era asco y miedo, y dolor. ¡Papá!
Frenadas por la cinta, las palabras se convierten en gruñidos de animal acorralado.
Para la mujer, tan importante como la ejecución, es la cabal comprensión de los delitos que lo llevaron hasta sus manos. El reo debe conocer el ritual de su muerte. Continúa el relato morosamente, con una voz dulce que se va transformando en ronca y profunda, a medida que avanza el camino por unos recuerdos repetidos durante años.
— Tu princesa sumisa. Todas las mujeres deberían permanecer niñas y sumisas, ¿verdad? —coloca la mano izquierda sobre el torso para que los temblores del hombre no rompan los rasgos del dibujo: apenas un arañazo, casi sin sangre— Una princesa obligada, encerrada bajo las cadenas familiares. Lástima que la niña resultó frágil y comenzó a estropear la belleza de su piel purísima y perfecta, ¿verdá, papá? Sí, suena bien: papá. Papá me humilla, me toca, me viola, me palmea las nalgas si mis diminutos dientes le hacen daño. Papá comprueba mis pezones asustados. Eso sí, papá no me besa, los besos serán públicos y pudorosos. Besos de papá.
Una pesadilla. El notario cierra los ojos para intentar escapar de un mal sueño, no puede ser real: ¡una mujer intentado juzgarlo!
Pero ella continúa, sin permiso ni piedad, la retahíla descriptiva de algo que, de ningún modo, podía conocer. ¡Ni ella, ni nadie!
— Niña tonta que baja los ojos, avergonzada de tus delitos, y se va perdiendo en el laberinto de la locura para no gritar que él, su amoroso papá, la humilla todas las noches —levanta la cabeza, el leve sudor de su cuerpo exhala ese aroma de pelirroja que levanta, pese a todo, una erección en el reo. Tal vez se crea impune— Cuándo fue, ¿un año, unos meses? Sodomizar a la hija no debe ser delito, el semen paterno no engendrará vida; la niña seguirá siendo virgen.
El notario jamás había escuchado los sollozos de la mayor tras la puerta del despacho, ni la había visto abrazar a la pequeña mientras le juraba, algún día lo pagará, ¡te lo juro! Aquellas lágrimas, aquellos abrazos, llegaban ahora vestidos de lujuria, con los tacones más altos imaginables. Tacones de acero pintados de rojo.
La mujer se ha colocado de pie, la pierna izquierda a un lado de su costado, la derecha tanteando su pecho: el pico de la paloma dibuja el lugar exacto, entre la cuarta y la quinta costilla, donde ha de hundir, ligeramente inclinado de abajo hacia arriba, el arma.
El corazón dejó de latir. La lucidez le duró treinta segundos más.
Cuando retira el arma, un ligero borbotón de sangre la sigue. A ella le recuerda un exceso de papilla en la boca de un niño ahíto.
La mujer vuelve a pasar por la portería sin esconderse ni bajar la cabeza; el portero tan sólo siente una oleada de perfume, sin identificar pero caro y dulce, tras los pasos de una mujer joven, bien vestida y con mucha clase al caminar; calzada con zapatos bajos, en eso sí reparó. Los entendidos saben que lo realmente difícil es caminar con elegancia llevando zapatos planos; los tacones imponen una suerte de rigidez confundida con elegancia. Para el portero es la cita de dos jueves a mes con el importante notario Werffel. El hombre encuentra natural esos desahogos que a nadie dañan, que incluso mantienen viva la economía sumergida de la ciudad; se limita a envidiarlo.
La puta es nueva. ¡Él que puede!, rezonga el portero debatiéndose entre la envidia y el pragmatismo de saber que siempre habrá diferencias, siempre habrá ricos impunes y pobres contemplando su impunidad.
La noche ha caído, por sorpresa, y una ligera lluvia invisible la envuelve y empapa sus rizos pelirrojos.
Woman I can hardly express
My mixed emotions at my thoughtlessness
Se recrea en el adjetivo, aturdimientos. Le gusta.
And woman I will try to express
My inner feelings and thankfulness
Saborea las palabras, sentimientos, gratitud…
Mueve la cabeza y sus rizos rojo cobrizo se expanden como una bandera pirata. Por suerte, el mundo está lleno de hombres buenos, decentes, inteligentes. Suaves.
Se siente bien, ligera, tranquila. Mañana regresará a su vida normal entre el Museo y la Facultad.
Tal vez, cuando el notario cruce la hora Séptima de su viaje, resulte vencido por la serpiente.
Cómo, de algún modo, ella había previsto, el hijo que encontró al padre muerto retiró los céntimos de sus párpados y escondió la foto. Ni siquiera lo comentó con sus hermanos, se limitó a mirar con dureza a Josune cuando llegó, sin lágrimas ni pena, para enterrar al padre.