EL DERMATÓLOGO INSPIRADO
Quien al anochecer se haya detenido alguna vez delante de la puerta de cualquiera de las grandes bibliotecas europeas, sin duda habrá visto abandonarla a unos jóvenes arrobados por la lectura de la poesía y la filosofía e incapaces de percibir el mundo material. Estos jóvenes andan como ciegos y con la torpeza de los ciegos se adentran en la ciudad llena de crepúsculo. Algunos morirán pronto, atropellados por un coche o un tranvía. A otros los detendrá la policía por obrar contra el sentido común y constituir una amenaza para los peatones más normales. También habrá quienes caminen durante mucho, mucho tiempo —la marcha de Gottfried Benn duró setenta años—, tropezando con dos guerras mundiales, el Tercer Reich y el bloqueo de Berlín, pero ni siquiera estos terribles obstáculos serán capaces de frenarlos.
¿Quién era Gottfried Benn? Un gran poeta. Y también dermatólogo y especialista en enfermedades venéreas. ¿Qué aspecto tenía? Era de mediana estatura, más bien obeso y feúcho. Miraba fijamente y con autoridad al objetivo de la cámara, como si quisiera imponerle a la emulsión fotosensible una imagen suya que él mismo hubiese elegido y fuese de su agrado. ¿Nos cruzamos alguna vez? Imposible, porque murió en 1956, cuando yo tenía once años y vivía en Gliwice. Benn pertenecía a la generación de mi abuelo.
Sin duda alguna, era uno de esos jóvenes que al salir de una biblioteca no se reponen nunca más del arrobo que les ha producido la lectura (básicamente de Nietzsche), aunque, al mismo tiempo, representaba la perfecta encarnación de la idea platónica de un pequeño burgués alemán. Hijo de un pastor evangélico y una suiza, tras acabar los estudios fijó su residencia en Berlín, y permanecería fiel a esta ciudad durante toda la vida. Abandonó Berlín para pasar un tiempo en Bruselas (la Primera Guerra Mundial), en Hannover (los años treinta, cuando eligió una «forma aristocrática de emigración» y se hizo médico militar) y, finalmente, en Landsberg, hoy Gorzów Wielkopolski (los últimos años de la Segunda Guerra Mundial).
De día recibía a los pacientes y por la noche frecuentaba una cervecería. Y así durante cuarenta años. De día, enfermedades cutáneas; por la noche, cerveza. Únicamente la sustituía por café los domingos, cuando esperaba las iluminaciones poéticas que, a decir verdad, no venían todas las semanas, pero sí lo bastante a menudo como para convertirlo en un gran artista. O sea que, el domingo esperaba la inspiración y, por lo tanto, rechazaba las proposiciones para salir de excursión o de picnic, por ejemplo la que una vez le hicieron los señores Hindemith, propietarios de un coche.
Era el perfecto pequeño burgués alemán, lo sabía, se enorgullecía de ello y lo consideraba su refugio. En la calle, escondido debajo del ala de un sombrero liviano —aunque no resultaba nada fácil esconder su gran rostro pálido y adocenado—, honraba a su clase social. Me divierte la idea de que tal vez Vladimir Nabokov, que vivió un tiempo en Berlín y no sentía un gran entusiasmo por los alemanes, se cruzara con Benn por la calle o en el metro y lo mirara disgustado y asqueado, pensando en su fuero interno: «¡He aquí un bebedor de cerveza desprovisto de individualidad y de fantasía!».
Sin embargo, fue otro prosista, Klaus Mann, quien retrató a Benn en su Mefistófeles. Allí, Benn se llama Pelz y físicamente no difiere en absoluto del original —de mediana estatura y complexión fuerte, tiene unos ojos azules fríos, unas mejillas caídas y unos labios prominentes, entre sensuales y crueles—. Pelz pregona sus opiniones que son una caricatura de la filosofía política de Benn: «La vida en democracia se había vuelto demasiado segura. Nuestra existencia se alejaba cada vez más del pathos heroico. El espectáculo que hoy tenemos la suerte de contemplar anuncia el nacimiento de un nuevo tipo de hombre o, mejor dicho, el renacimiento del tipo antiguo: arcaico, mágico y guerrero. ¡Qué espectáculo más hermoso y arrebatador!».
Porque, en cuanto Hitler tomó el poder, Benn-Pelz dio su apoyo a los nazis. Su admiración por el nuevo régimen duró muy poco y tan sólo al cabo de unos pocos meses Benn se convertiría en un poeta mal visto, atacado, e incluso amenazado de muerte.
Hay algo de grotesco en aquel episodio de la vida de Benn, algo cómico que no se parecía en nada a situaciones análogas, muy corrientes en el nazismo o en el estalinismo. A pesar de estar enfadado con el poeta, incluso Klaus Mann, un admirador de su talento, se dio cuenta de ello. Porque en boca de otros partidarios del Tercer Reich ponía declaraciones más pragmáticas: «Soy y nunca dejaré de ser un artista alemán y un patriota alemán, independientemente de quién gobierne mi país. En Berlín me siento más a mis anchas que en cualquier otra ciudad del globo, y no tengo ningunas ganas de abandonarlo. Dicho sea de paso, en ninguna parte me pagarían mejor que aquí».
Lo grotesco de la actitud de Benn se debía a su seriedad y a la pureza de sus intenciones. Por un instante, se tomó muy en serio la filosofía del nuevo régimen (¡heroísmo, heroísmo!), pero no esperaba hacer carrera, ganar dinero a espuertas, conseguir la fama ni ver sus libros publicados en ediciones de lujo.
Además, lo que me interesa de la biografía de Benn no es el breve episodio «nazi». Lo que más me interesa de ella es naturalmente la poesía, una poesía insólita, melancólica. Pero escribir sobre la poesía no resulta nada fácil. En cambio, en la historia de los poetas —que es algo muy diferente de la historia de la poesía— aquel insignificante especialista en enfermedades cutáneas y venéreas ocupa un lugar muy especial. Probablemente nunca hubo un poeta mejor enmascarado, mejor camuflado, mejor escondido ni mejor disfrazado de lo que no era. Jamás en la historia de la literatura se había producido una ruptura tan absoluta de los vínculos entre el poema y el mundo, entre el poeta y la persona física en la cual mora el poeta, entre el espíritu y la realidad, la inspiración y la historia.
Benn se daba cuenta perfectamente de este desdoblamiento, ¡y hasta se sentía orgulloso de él! Cuidaba de este abismo, se jactaba de esta discontinuidad. Le buscaba motivaciones filosóficas y la consideraba la garantía de su libertad artística.
Stefan George, una generación mayor que Benn, se ponía con gusto la túnica griega y se coronaba la frente con laurel. Para Benn, aquello era una mascarada insoportable. Él sólo vestía el uniforme de la Wehrmacht —aunque insisto en que era médico militar, no mató a nadie, y en los años de la guerra se dedicaba a analizar las estadísticas de los suicidios entre los soldados—, la bata blanca de doctor o el terno de pequeño burgués. Vivía modestamente en la planta baja de una casa de vecinos. Cuando invitaba a sus amigos, lo cual hacía a regañadientes y no muy a menudo, les avisaba que no verían ni un palacio ni muebles renacentistas. Se excusó delante de Ernst Jünger por la baja calidad del vino con el que lo había agasajado. Sólo entendía de cerveza.
Todo lo imaginativo de su mente inquieta lo colocó en otra parte: en los poemas, en las cartas y en los ensayos. Su vida era —y tenía que ser— gris y trivial como una chuleta de cerdo con patatas. En Hannover, tenía que participar en los encuentros periódicos con sus camaradas oficiales y mantener conversaciones sobre «quién fue el jefe del estado mayor del decimoquinto cuerpo de reserva en noviembre de 1915». Benn pintó el aburrimiento de su vida en Hannover en las cartas que mayoritariamente mandaba a Bremen. Porque en Bremen vivía F.W. Oelze, un comerciante enamorado del arte, copropietario de una empresa de venta de licor al por mayor. Benn lo convirtió a un tiempo en Lorenzo de Medici y en el príncipe de Gales, lo cual no tenía mucho que ver con el verdadero señor Oelze, un sencillo y probo mercader.
En las cartas a Oelze, Benn subraya a veces la superioridad espiritual que tiene sobre su corresponsal —nunca se tutearían—, pero admira sin medida el decoro de aquel hombre de negocios de Bremen, alaba sus trajes cortados a la perfección, sus modales, que califica de británicos, y su europeísmo. Le impresionan los viajes de Oelze, le atribuye grandes éxitos mundanos y conexiones con gente importante, le imputa aventuras amorosas en la alta sociedad.
Lo ve muy de vez en cuando. Prefiere imaginárselo. Oelze es como un poema: existe en la imaginación, en la lengua, pero no es recomendable examinarlo con detalle para que la ilusión no se esfume. Un suceso divertido confirma esta tesis: una vez que Benn estuvo en Bremen y no había avisado de su llegada, se conformó con contemplar la fachada de la casa de Oelze sin hacerle una visita. Prefirió imaginarse la vida de su amigo que verla con sus propios ojos.
Pero volvamos por un momento al coqueteo de Benn con el Tercer Reich en sus primeros meses de existencia. Benn fue rechazado porque era demasiado serio, demasiado sincero y demasiado cabal. No supo traicionar a sus aliados artísticos, los expresionistas, cuando el expresionismo fue condenado por ser una corriente literaria sustancialmente contraria al sano espíritu del nacional-socialismo. Sin duda, alguien leyó por fin los poemas de Benn y se armó un verdadero escándalo: su autor no podía ser considerado un aliado del nuevo régimen, porque era un decadente, el típico representante del arte degenerado, un nihilista, y hubiera sido del todo inútil buscar en sus obras elogios a las virtudes nórdicas ni entusiasmo por un estado fuerte.
Pronto Benn le escribiría a Ina Seidel: «Ya no puedo más. Hay cosas que han precipitado mi decisión. ¡Esto es una tragedia horrible! Todo se parece cada vez más a un espectáculo kitsch anunciado como Fausto, mientras que el elenco no permite representar más que Han llegado los húsares. ¡Qué aspecto más repugnante tiene hoy lo que empezó siendo tan magnífico! Esta historia está aún muy lejos de terminar.» (Carta del 27 de agosto de 1934.)
Con fecha de 7 de mayo de 1936, la revista cultural de las SS Das Schwarze Korps publicó un ataque decisivo contra la persona y la obra de Benn, y ya al día siguiente le secundó el Völkischer Beobachter. La existencia de Benn pendía de un hilo, y el poeta saldría indemne sólo gracias a la intervención ponderada de sus escasos protectores.
Vale la pena hacer recalcar la indescriptible trivialidad de algunas circunstancias que acompañaron las persecuciones de Gottfried Benn —por lo menos, las que sufrió sobre el papel impreso—. Hay sospechas de que el autor del repugnante artículo publicado por Das Schwarze Korps era un tal H. M. Elster, que durante su mandato como tesorero de la asociación de escritores, había sido expulsado de la organización por embaucador y ladrón cuando Benn y otros lo desenmascararon.
Con todo esto, Benn acabó siendo condenado a diez años de soledad y se le prohibió publicar sus obras. Fue entonces cuando la disociación radical de la poesía y del mundo, tan característica de nuestro protagonista, alcanzó su apogeo. Ya antes, en los años treinta, Benn había defendido la autonomía de la poesía, y a menudo lo había hecho contra los ataques de unos periodistas frívolos y superficiales de izquierdas que percibían la literatura como un vehículo al servicio del partido comunista, lo cual explica en parte la actitud de Benn en 1933: obsesionado por las polémicas con la izquierda, momentáneamente perdió la cabeza por la derecha. Pero habría que esperar hasta el decenio por el que Benn transitó amargado y en la soledad más absoluta para que aquel dualismo alcanzara unas formas extremas, excepcionales. Cien años de soledad se dan sólo en las novelas. Diez años de una soledad auténtica y difícil son una sentencia suficientemente severa.
No defiendo al Benn-hombre. No escribo su apología. Admiro muchos de sus poemas y ensayos, pero algunos textos suyos —en particular allí donde esgrime el concepto de la raza (si bien no le da el mismo significado que Rosenberg)— me resultan repugnantes. No sé quién era. ¿Era una buena persona? ¿Quién sabe? Muchos años después de la muerte de Benn, aquel Oelze tan británico de la ciudad de Bremen, escribiría en una carta que había en él algo «demoníaco». Pero, al mismo tiempo, fue un buen médico que atendía a las prostitutas más pobres sin cobrarles nada. Y fue también un poeta fiel a sí mismo que detestaba la hipocresía de la «industria literaria». A este tema volveré más adelante.
De modo que no defiendo a Benn. Tampoco es necesario añadir que su suerte fue mucho más soportable que la de los prisioneros de los campos de concentración. Al fin y al cabo, desfiló con el uniforme de la Wehrmacht. Y, cosa extraña, nunca se le pasó por la cabeza la idea de oponerse, rebelarse, lo cual probablemente se debiera a su herencia prusiana más que a su carácter individual. En otros asuntos sabía ser porfiado e intransigente.
La soledad de Benn alcanzó el apogeo durante su estancia en Landsberg, una pequeña ciudad de provincias que hoy en día se llama Gorzów Wielkopolski. Todavía era médico militar, todavía vestía el uniforme de color feldgrau, pero vivía en un pueblo donde no había más que campos, casas pequeñas, cuarteles, callejones estrechos, serbales y nubes que acudían ora del este ora del oeste. Prematuramente envejecido, cuando rondaba los sesenta, el doctor Benn obtuvo permiso para vivir con su mujer. Los dos se alojaron en el cuartel, luchando contra las intrépidas chinches. Benn escribía poemas y ensayos, y estaba sumido en la lectura de libros esotéricos. Tenía mucho tiempo libre. En el cuartel, se impartían cursillos intensivos para los reservistas traídos desde Berlín que iban a ser arrojados al frente del este. El imperio se hundía, pero hablar de ello estaba prohibido. Al anochecer, el doctor Benn salía a dar un paseo. En los jardines florecían las lilas. Los rusos estaban cada vez más cerca.
Es difícil imaginar una soledad psíquica más grande. Fue en el cuartel de Landsberg donde Benn perfeccionó su filosofía de la cultura. A un lado, la historia absurda, cruel y tenebrosa, sangre y conquistas —como decía Iwaszkiewicz según Miłosz: en China, los alborotos duraron desde el siglo siete hasta el trece—, la demagogia de los Goebbels y los períodos de lucha que se alternan con los de una paz relativa; al otro lado, la mente humana, un momento de inspiración, un poema, un cuadro, la vida espiritual. Estas dos esferas no se tocan nunca. La primera no merece más que ser despreciada. Por la segunda vale la pena sacrificar la vida.
He mencionado la marcha de Benn, que había salido de la biblioteca embelesado con las ideas de Nietzsche. Incluso sabemos de qué biblioteca se trataba: la Staatsbibliothek que, para gran amargura de Benn, tras la partición de Berlín quedó en el este. El itinerario de aquella marcha lo condujo desde Berlín hasta Landsberg, y viceversa. Quien influyó decisivamente en Benn fue el Nietzsche temprano y, sobre todo, El origen de la tragedia. La existencia del mundo no puede justificarse sino como fenómeno estético —solía repetir Benn—. Incluso su breve entusiasmo por el Tercer Reich puede interpretarse como un efecto de la lectura de Nietzsche: durante algún tiempo, Benn se sintió atraído también por el Nietzsche tardío, por sus tesis sobre el superhombre y por su proyecto de «criarlo» (a uno hasta le da vergüenza repetir estas cosas). Después, cuando, asqueado, le dio la espalda a toda actividad política, «se retiró» del Nietzsche tardío para volver al Nietzsche temprano, a El origen de la tragedia, a la biblioteca.
¡El asco que le producía la realidad alemana de finales de los años treinta era tan grande que la declaró invisible! En una carta de 6 de julio de 1938 a Oelze escribió: «Hasta podría decirse que, en un sentido muy concreto, óptico y fisiológico, no percibimos sino los objetos invisibles».
¡No percibimos sino los objetos invisibles! Sobre todo en el pequeño Landsberg no había ninguna necesidad de percibir los objetos visibles y no valía la pena hacerlo, a no ser que fueran rosas y peonías, o las golondrinas que hacen caso omiso de las guerras. El mundo histórico, ¡vaya nadería!: ciudades, aldeas, hospitales, faros marinos, las siluetas oblongas de los submarinos, teléfonos, telégrafos, aeropuertos y campos de concentración. Basta con que le opongamos las cuatro estrofas del poema Los áster para que le hagan de contrapeso. Por lo menos, momentáneamente.
En sus últimas filosofías, Nietzsche esbozó deprisa y corriendo un proyecto para transformar la humanidad. Tras un breve período de entusiasmo, Benn le achacó a su guía espiritual una fe totalmente infundada en la posibilidad de trasformar al hombre. Él, Benn, sabía con la certeza de un poeta que ha llegado al umbral de la vejez que tal evolución nunca tendría lugar. Existen dos reinos, el espíritu y la historia, y jamás se producirá un intercambio entre ellos. Siempre habrá poesía y siempre habrá un mundo de idiotas entretenidos en trasladar las fronteras, perfeccionar los tanques y ganar las elecciones al parlamento.
La filosofía poética de Benn contiene un elemento embriagador —¡les gusta sobre todo a los poetas!—, y más aún cuando la ingerimos envuelta en sus frases agudas y sin perder de vista su mirada eternamente retadora que las cámaras fotográficas han perpetuado. La filosofía de Benn puede leerse como un poema o como una filosofía. En el primer caso, produce un escalofrío de éxtasis y de inquietud. Pero si la leemos con más frialdad, la crítica se impone sola.
El radicalismo espiritual de Benn presenta algunas afinidades con el pensamiento de Heidegger y de Ernst Jünger. Una vez hemos dividido el mundo en «historia» y «poesía», desaparece la diferencia entre la historicidad benigna para con el hombre, habitable y humana, y la historicidad que se traduce en campos de concentración. Algo parecido ocurre con Heidegger (y con Jünger) cuando ven en la técnica la supuesta causa de todas las desgracias de nuestra era. Y, no obstante, hay que decir que los tanques del general Patton eran más «humanos» que los tanques de Guderian.
Benn lo sabía, por lo menos en la práctica. Cuando después de la guerra volvió a vivir en su querido Berlín, para el que corrían tiempos difíciles, no dudó ni por un segundo dónde colocar sus simpatías. Temía al totalitarismo ruso y apreciaba —con cautela— los encantos de la bondadosa democracia americana. Pero sus simpatías nunca penetraron dentro de su «sistema», no cambiaron ni un ápice su filosofía radicalmente dualista. Para mí, esta filosofía es otro poema de Benn, produce escalofríos, y éste es su deber, pero es imposible vivir ni pensar de acuerdo con sus principios. Bien es verdad que descubrimos en ella una intuición de índole topográfica: en efecto, la poesía no reside en el tumultuoso mundo histórico, sino en otro lugar.
Y todavía algo más. Aislando la poesía de este modo, Benn contribuye a otorgarle el rango de «pequeña trascendencia» (¡dejemos la grande para los teólogos!). Hay que distinguir la poesía —y el arte en general— del periodismo, de una escritura puramente documental o didáctica. Escribir un poema y escribir una constitución son dos cosas completamente distintas.
Lo que me aleja del Benn ensayista no es el hecho de que le otorgue un sentido a la poesía, sino de que le arrebate el sentido a la otra parte, a la parte histórica, política. Decir que esta parte es un sinsentido, un contrasentido, no sólo equivale a cometer un error, sino también a privar las relaciones que existen entre el poema y el mundo de todo su dramatismo lozano e inspirador.
Y esto es justo lo que Benn nunca se cansó de intentar. Sus ensayos se leen como una gran denuncia apasionada y burlona contra la realidad. En la realidad no hay nada más que rutina, alternancia incesante y aburrimiento. Benn se interesó por la medicina porque de algún modo también analiza los estados de deslumbramiento, de clarividencia absoluta. Pero los hechos políticos, ¡qué vulgaridad! ¡Calificó la concepción griega del hombre en tanto que zoon politikon de idea típicamente balcánica!
También se consideró nihilista. Pero ¿qué clase de nihilista era? Definía el nihilismo como una «sensación de felicidad». Su nihilismo le servía de ascensor inspirativo que lo elevaba hasta el cielo del poema.
Paradójicamente, fue en su período de colaboración —o mejor dicho, de intentos de colaboración— con los nazis cuando se volvió menos nihilista. (Insisto en que este período duró apenas unos meses.)
En la terminología nihilista reina un desorden considerable: por lo visto, la nada se manifiesta en el mundo de mil formas distintas. El nazismo era nihilismo en el sentido de actividad allanadora frenética y fanática.
El nihilismo de Benn es más bien un estetismo extremado que conduce a la falta de interés por la realidad preestética. Por eso creo que el momento en que Benn glorificó «el nuevo Estado» coincidió con un debilitamiento de su fe en el nihilismo o incluso con el abandono de esta ideología. Entonces, y sólo entonces, Benn se pronunció con cierto vigor sobre temas «sociales».
Dicho sea de paso, en algunas situaciones y algunos contextos, «un nihilista» puede significar lo contrario de «un patriota», «un devoto» y «un comprometido», pero también de «un hipócrita». El nihilista no sólo rechaza los valores, sino también la retórica que los ensalza. Y, como es sabido, en esta disciplina no escasean ni la corrupción ni la hipocresía. En los ensayos y en las cartas de Benn topamos con una gran lucidez y sinceridad. Y de ningún modo podemos reprobarle un afán por instaurar un culto a su obra. La carta donde rechaza tajantemente una proposición para organizar un acto solemne con motivo de su inminente septuagésimo cumpleaños debería citarse en los manuales de historia de la literatura por lo menos tan a menudo como sus ensayos comprometedores del año 1933.
Era un ensayista. Condenó al Tercer Reich sobre todo por producir un engendro kitsch detrás de otro, por representar una farsa como Han llegado los húsares en lugar de Faust. Pero, si el nazismo hubiese salido mejor, si hubiese cumplido las expectativas de los estetas de paladar fino, ¿se habrían alegrado de ello los judíos, los gitanos, los polacos y otros elementos sospechosos?
Un Mallarmé alemán situado por error —¿de quién?— en una época equivocada, un Mallarmé entrado en carnes y embutido en el uniforme de la Wehrmacht. Despidámonos de él allí donde tal vez viviera con más intensidad y donde estuviera más persuadido de la rectitud de su filosofía dualista: en Landsberg. Dejémoslo entre los acerolos, en un sendero campestre, escoltado por un escuadrón de golondrinas negras que silban arias de óperas jamás escritas. Anochece, florecen los acianos y las amapolas. Vuelve la oscuridad.