DISCURSO CONFIDENCIAL
DEL PRESIDENTE DEL POLITBURÓ

Floristerías, que abren incluso los domingos, y un olor agrio a tierra. Del fondo de la tienda, emerge la vendedora, una mujer alta, y, arreglándose las horquillas que sujetan su pelo castaño, le pregunta a un muchacho tímido qué clase de ramo desea comprar. Rosas. Aster. Claveles. Peonías barrocas. Crisantemos parlanchines. Amapolas. Girasoles. Ya es muy tarde. No tomen apuntes. Una noche oscura, empapada de una lluvia persistente. Y yo soy viejo y estoy enfermo. Puede ocurrir que muera en cualquier momento. Desde que Aleksei Tolstói dijo que la muerte es un prejuicio burgués, hemos aprendido muchas cosas, ya que la muerte ha sido una profesora paciente.

Empezar no me resulta nada fácil. He pronunciado centenares de discursos. Recibía el texto a última hora y lo leía confiado, porque siempre he tenido ayudantes fieles. Pero los ayudantes nos miran con curiosidad. Esperan entre impacientes y atemorizados a que otro gran entierro interrumpa la rutina de las reuniones, saludos y despedidas. La cureña es el último de la larga hilera de vehículos que han sido puestos a disposición de un gran hombre. Crecen montañas de flores, pero ya no huelen. No me resulta fácil empezar.

Tenemos cada vez más ciudades y pueblos, vías férreas, vagones, países y lenguas. Los desfiles militares son tan frecuentes que constantemente hay que cambiar los adoquines estropeados por la cadenas de los tanques. Desfiles triunfales. ¡Cuántos jefes de estado desearían estar en mi lugar, incluso en mi cuerpo castigado por las enfermedades: el cuerpo de un caudillo significa más que él mismo! El cuerpo de un caudillo son sus propiedades infinitas, los almohadones de sus súbditos, los buques de su flota recalados en el agua verde, los libros de texto de los países que ha conquistado, sus soldados jóvenes y pecosos, y las novias de sus soldados, y las hermanas de las novias, y los hermanos de los soldados, y los aduaneros, y los censores de mirada aguileña, y los funcionarios de cortos alcances, y hasta los traidores le pertenecen, aunque crean que no es así; y los emigrados también son de su propiedad, por más que lo nieguen. Cuanto más lo niegan, más le pertenecen. El cuerpo de un caudillo, como cualquier otro organismo, consta de innumerables variedades de células, glóbulos rojos y blancos, bacterias y virus, glándulas y músculos. Me gusta pensar en mi enorme cuerpo imperial bañado por los océanos, protegido en invierno por la nieve compasiva y defendido por soldados pecosos. A menudo me imagino las ciudades de provincias que nunca he visitado, ciudades pequeñas, tal vez sólo aldeas con pequeñas mejoras: una estación de ferrocarril y, después, una larga alameda poblada de tilos raquíticos que acaba de improviso; dos panaderías, un barbero, y la gran torta de la plaza mayor con un monumento a modo de tenedor clavado en el mismísimo centro. Nunca he puesto los pies allí y, no obstante, estoy presente —¡y cuánto!— en los retratos, los carteles, los decretos e incluso en los sueños.

Hay pensamientos buenos y malos. A veces llegan a mis oídos cosas desagradables, llenas de mala fe. Oigo reproches. El amor del pueblo, que hasta hace poco me arropaba con ternura sin dejar rendija alguna, se está deshilachando. Se oyen recriminaciones que llegan medio siglo demasiado tarde. Dicen que matábamos, que éramos crueles. ¡Y quién lo dice! Los que han dejado de creer en el alma inmortal. Les asustan las matanzas, porque no creen en la existencia del alma inmortal.

Sí, matábamos, ¿y qué? Pensad, ¿qué clase de vida contraponen ellos a la muerte? ¿Qué era lo que les robábamos a nuestras víctimas, a nuestros adversarios? Una vida desidiosa, estancada, vegetativa. ¿Puede ser acusado de cometer un crimen alguien que, corriendo a través de un bosque, ha roto una telaraña? ¿Qué hemos destruido? ¿Vidas? ¿Y qué importa una vida que no se una, que no se sume a nosotros, que no tome carrerilla, que no se ponga en movimiento (el movimiento somos nosotros)?

¿Os acordáis de las novelas de Dickens? Una vida impenetrable, oscura, llena de odio, sufrimiento e ignominia. Los callejones de Londres, un laberinto donde cada día morían niños inocentes. ¿Os acordáis de las ilustraciones de las novelas de Dickens? Narices ganchudas, semblantes obtusos, jetas toscas y vulgares. ¡Tanta maldad y vileza que, para colmo, aparecían disfrazadas de decoro y de gloria, de la gloria burguesa de la virtud! ¿Recordáis la impotencia de los pequeños protagonistas de Dickens condenados a una lucha sin esperanza contra los tiranos de su familia, de la escuela, de la parroquia y de la tienda? ¿Vida? ¡La vuestra era la vida sucia, desastrada y carente de sublimidad de los callejones de las grandes metrópolis! Allí, una moneda de oro lucía con más esplendor que las llamas del infierno y era más codiciada que la salvación eterna.

¿Y habéis leído a Léon Bloy? Oh, no. No citaré a los nuestros. Basta con testigos del bando contrario. ¿Recordáis lo que Léon Bloy escribió sobre los propietarios, sobre la vendedora que os obsequia con una sonrisa?, pero ¡no se os ocurra confesarle que os faltan cincuenta céntimos! ¡Ya veréis qué pasa si le decís que no tenéis dinero! Aquella mujer tan simpática se convertirá enseguida en una tigresa, llamará a la policía, os esposará y os mandará a la guillotina.

¿Y nosotros? ¿Qué es eso tan terrible que hicimos? Es verdad, matamos y construimos campos de concentración, pero con la mirada puesta en los personajes que aparecían en las ilustraciones de los libros de Dickens. Queríamos una vida mejor, una humanidad diferente, más noble, más pura. Queríamos que todas las ciudades fueran capitales. Queríamos calles anchas y luminosas.

¿Qué destruimos? Un mundo malvado, lleno de sufrimiento, dolor, rabia y tedio. Un mundo impenetrable y opaco. Calles que se enroscaban como la concha de un caracol. Jardines y marañas de arbustos. Asfixiantes anocheceres de julio, el griterío de los borrachos, el canto delirante de los pájaros. Arroyos estrechos e intrincados, cordilleras desparramadas por el mapa a tontas y a locas, y fronteras tortuosas que se escabullían a hurtadillas entre los estados como un ladrón. Los cortejos de trineos, el olor gélido a nieve, las mejillas sonrosadas de los criados, las manzanas que yacían inmóviles en las despensas sobre un papel blanco, los candados de metales macizos y los restaurantes de lujo donde se hacinaban pirámides de manjares y los camareros avanzaban con el paso rítmico de un maniquí de cuerda. En junio, los bosques y parques llenos de amantes. El silbido escarnecedor y obstinado del tordo, el mismo en cada arboleda. Jueces, ancianos con peluca y ojos enrojecidos por el insomnio que habían sido elegidos para matar o perdonar, una tarea que le venía grande a su pequeñez. Apuestos diplomáticos carcomidos por la sífilis. Cocheros que esperaban a sus amos durmiendo con la boca abierta. Niños azotados en la escuela. Pelotones de fusilamiento formados por soldados ineptos que hubieran preferido un trabajo de jardinero, la paciente poda de árboles. Callejones donde unas putas muertas de frío esperaban a los clientes. El vocerío penetrante de los vendedores de cebollas del mercado, donde parecía que la muchedumbre haría explotar los confines de la ciudad y se marcharía campo a través hacia otro país, cruzando los sembrados y las lindes.

¿Qué hemos destruido? La historia con sus pequeñas conquistas, una historia aburrida que se bebía las potencias vecinas despacio, sorbo a sorbo, en vez de atragantarse con una victoria verdadera y definitiva, una historia que erigía arcos de triunfo semejantes a los muebles burgueses. Hemos destruido un mundo condenado por los profetas y detestado por los poetas, una manzana podrida. En otoño, las golondrinas partían hacia el sur. El humo se elevaba hasta el cielo, los torrentes exhalaban vahos al amanecer y las aguzanieves correteaban por la playa contoneándose como abanicos vivientes. A menudo, un tren se detenía en medio de la campiña y el jadeo pesado de la locomotora ahuyentaba a los pájaros escondidos entre las ramas de unos árboles invisibles. Los altos álamos indicaban el camino. Un halcón se cernía por encima de las nubes, se avecinaban una tormenta, una granizada, los penachos de los relámpagos. Un policía gordo apenas lograba abrocharse el cinturón en su barriga abultada. Barrios judíos y sinagogas judías. El severo Dios de los judíos, un políglota que hablaba incluso el yiddish. La desesperación de los miserables que se veían obligados a abandonar sus modestos hogares por no poder pagar el alquiler y se lanzaban a la calle, al frío y a la muerte.

¿Lo echáis de menos? ¿A los prelados con gruesas sotanas? ¿Añoráis las pistas de hielo y las orquestas que tocaban valses vieneses en los parques? ¿Los balnearios donde Goethe saludaba al emperador? ¿Os apiadáis de los canallas que dejaron morir a Mozart? ¿De los monjes barbudos que cantaban de madrugada himnos gregorianos en una capilla fría? ¿Sentís nostalgia de la infinita variedad de razas, confesiones y tipos humanos, de aquella multitud que avanzaba sin prisas por la calle como una enorme manada de animales que cruza la pradera? ¿Os apena que no haya nuevos amaneceres sobre los grandes campos de batalla? ¿Añoráis las carnicerías de Jena y Austerlitz? ¿Qué es lo que echáis tanto de menos? ¿El llanto salvaje de las prometidas al percatarse de que iban a ser solteronas de mejillas enjutas? ¿Los incendios de ciudades que devoran las casas en un segundo como Gargantúa devoraba un asado de cerdo? ¿La cuestión de los universales? ¿Le vergüenza de Abelardo? ¿La farsa parlamentaria con sus diputados venales y vanidosos capaces de traficar con cualquier fe y de cambiar cada día de color político o de bandera, e incluso de sexo, si aparecía un buen postor? ¿Añoráis a un Dios que nadie ha visto? ¿A los teólogos que escribían largas cartas sin respuesta? ¿Qué es lo que echáis de menos? ¿Las pequeñas naciones que nutrían ridículas esperanzas y guardaban como oro en paño unas gramáticas cómicas y embrolladas que nadie habría podido dominar? ¿Las insurrecciones chapuceras y los cánticos sentimentales alrededor de una hoguera? ¿Las leyes no aprobadas en el parlamento por culpa de borrachos vocingleros? ¿La crueldad de los oficiales prusianos? ¿Los últimos instantes de vida de un suicida que lo ha perdido todo por culpa de un tejemaneje bursátil?

El invierno tapaba la miseria de las ciudades. En enero, llegaban los pinzones reales de plumaje escarlata. Los transbordadores se hundían en los ríos. El Titanic se fue a pique como una pesa de hierro. Las orquestas militares se preparaban durante horas para los conciertos. Un sinfín de fruslerías. Las cruzadas. Los concursos. El omnipresente tono hipócrita. Las ambiciones desmesuradas. Mantenerse en el puesto, zurcir los calcetines agujereados, remendar los pantalones y sacar brillo a los zapatos para que nadie pudiera sospechar que nos habíamos quedado sin blanca y nos estábamos viniendo abajo. Más valía no comer durante toda la semana que mostrar un tomate en el calcetín. En primavera, florecían las forsitias. Regresaban los estorninos. Las criadas se balanceaban en los alféizares limpiando los cristales de las ventanas. Los soldados salían de permiso. La nieve se fundía y los ríos crecían peligrosamente, sus olas amarillentas arrastraban troncos de los árboles caídos, topos muertos y nidos de pájaros. Las lluvias enjuagaban el adoquinado de las ciudades. En las cafeterías, los tertulianos discutían sobre el nihilismo.

El tedio de la historia: siempre un tiempo pretérito, el párpado de los verbos perfectivos y las pestañas de los adverbios. Compasión por los vivos.

Los colonos se dirigían hacia el oeste. Siempre en pretérito. Las puestas de sol sangrientas presagiaban una derrota, una batalla perdida. Después, una luna ingrávida flotaba por encima de los ríos y los estanques, reflejándose en cada charco. El tiempo recorre la frase como un segador recorre su campo. Miserables botines. Alguien trajo una liebre, alguien se conformó con un saco de peras jugosas. Una sensación extraña la de salir de una ciudad a un espacio abierto: el horizonte crece, hay más aire, y la estepa leonada, cual si fuera un pulmón enorme, ofrece un instante de felicidad. Al comienzo, nuestros hombres fueron ejemplares. Ejemplares. Modestos, nobles, educados, bondadosos. Se daban cuenta de la gravedad de la situación. Llegaban de madrugada. Sin una sombra de enfado siquiera. Llevaban chaquetas de pieles, tenían unos rostros curtidos y angulosos y eran mansos como un maestro de pueblo. Sabían evitar la exaltación y el dramatismo. Llegaban de madrugada, a veces sin haber tenido tiempo de desayunar como Dios manda. Dormían tres o cuatro horas al día. Ya nadie lo recuerda. Más tarde, muchos lo pagaron con enfermedades, con úlceras de estómago. Tragaban precipitadamente un café agrio y corrosivo, bajaban las escaleras de tres en tres y montaban en el coche para recorrer la ciudad dormida e inerte, encima de la cual revoloteaba el canto de los mirlos. El rocío se desplomaba sobre el césped de los parques. Las estatuas de mármol miraban indiferentes los automóviles negros. Se nos reprocha que llegaran de madrugada. Si no hubiesen llegado de madrugada, los otros se habrían revolcado entre sus sábanas hediondas hasta el mediodía, y después se habrían pasado horas delante del espejo, contemplándose, bostezando y empañando la superficie del cristal con la niebla de su aliento.

Tal vez se cometieran algunos errores. Hay que tener en cuenta la escala de la operación. Personalmente, siento lo de Mandelsztam, aunque por otro lado considero que algunos de sus poemas tardíos no habrían nacido nunca si no hubiera sido por el trato que le dispensamos. A nuestra gente le gustaban las canciones alegres, el son del acordeón, las marchas militares, los desfiles y el futuro. Se conformaban con una alimentación modesta y nadie se quejaba de que faltaran el champán o las trufas. Entonces, como un pintor, estábamos delante de un lienzo en blanco y, con cada gesto, cambiábamos la faz de la tierra. Abolimos las carreras de caballos. Nunca hubiéramos permitido ciertas modalidades de boxeo o de lucha libre. No hubiéramos aceptado lo que toleran los buenazos de los americanos. Hubo que simplificar muchos procesos complicados.

¿Qué es lo que echáis de menos? ¿Las cacerías con su indescriptible crueldad? ¿El papado con su fría y señorial falta de interés por el sufrimiento? ¿Los árboles viejos, bajo los cuales se colocaban mesas para banquetear durante cuatro días y cuatro noches? ¿El tiempo pretérito? ¿La trompeta del correo?

Nieblas sobre los prados. De niño, creía que los sauces no eran árboles. ¡No se les parecían en nada, tan flexibles y carentes de forma! Es el viento quien se la otorga. Por aquel entonces, intenté imaginarme América, aquellas grandes ciudades con su caos de barrios y razas. Me imaginé a los inmigrantes modestamente vestidos que se congelaban al amanecer a la espera de la sopa caliente que no iban a recibir hasta el mediodía de manos de una dama elegante y aburrida. Judíos, armenios, polacos, irlandeses, italianos, griegos. ¡Qué despilfarro! ¡Qué exceso de razas y lenguas! Pelo oscuro, dientes blancos, ojos azules o de color cerveza. Los enormes ojos de los niños que se dilataban como la sed. Por desgracia, tuvimos que castigar también a niños. No me resulta nada grato admitirlo, no me enorgullezco de ello. Los grandes cambios no pueden satisfacer a todos, no se llevan a cabo para eso. Tenemos que ser conscientes de que los grandes cambios no se realizan en un plano —digámoslo así— lírico, de confesiones, sentimientos, anhelos y quejas susceptibles de ser percibidos emocionalmente; no, las grandes metamorfosis tienen un carácter épico. Pocos son los que lo entienden; no en vano vivimos en unos tiempos que recibieron con una cerrada ovación el existencialismo, esa filosofía plañidera.

Sopla el viento. Se ha levantado otra vez. Mañana nos espera un desfile más. No todo lo que hicimos puede ser motivo de satisfacción. En los últimos años fuimos blanco de ataques injustos. A veces pienso que la humanidad aún no es lo bastante madura para asumir transformaciones tan fundamentales, que quiere conservar sus pecados veniales, su desidia. La humanidad tiene los dedos muy largos y se cuela en la despensa a fin de regalarse con golosinas reservadas para el futuro, para otras fiestas. Oronda y satisfecha de sí misma, la humanidad se pasa las horas arrellanada delante de la pantalla del televisor, ronroneando de placer. No fue así como nos imaginamos al hombre, no fueron éstas las tareas que le adjudicamos. Para colmo, los nuestros también han cambiado. Ya no son tan juveniles; han empezado a darse la vuelta para contemplar aquella gran cohorte de humanos de a pie que se había quedado atrás. No lo sé. No lo entiendo. Si fuera más joven, empezaría de nuevo, como lo hice entonces, con el mismo entusiasmo, con la misma entrega. No comprendo lo que ha pasado. Han triunfado lo ordinariez, la mediocridad, la falta de imaginación, la comodidad y la memez. Insignificantes tenderos de pocas luces se ponen a la cabeza de naciones históricas. En sus programas electorales no hay más que mantequilla, pan y mantequilla, pan y jamón, jamón y mostaza. Un Himalaya de mantequilla. Es sorprendente la sensiblería de esa gentuza: calculan las pérdidas y fingen indignación cuando se da la casualidad de que muere alguno de nuestros presos. ¡Y, de hecho, les importa un bledo! Los pensamientos son invisibles. ¿Dónde está la vieja Europa, la Europa de los valientes, de los duros y de los audaces, para quienes la muerte no significaba un final cobarde y trágico? ¿Dónde está la Europa de los guerreros?

Ha vuelto a triunfar una humanidad oscura e impenetrable, un hormiguero sensual policéfalo que no se somete a ninguna ley ni se deja planificar, un animal lleno de caprichos y antojos, inquieto, soñoliento, vegetante, entregado a la búsqueda de secretos donde no los hay, en las estrellas, en las entrañas de los pájaros propiciatorios, en el balbuceo de las pitonisas, en el grito amoroso y el gemido pasional. Una humanidad necia y negroide, un parque zoológico, una turba de idiotas que andan buscando la felicidad y de pequeños mentecatos que la encuentran mientras recorren un pueblecito siciliano montados en una Vespa o pasean por una playa de la costa atlántica con una enorme radio portátil pegada a la oreja, escuchando la música de los negros. Las melenas lanudas de esos imbéciles. Los ojos desencajados de esas cretinas. Algunos regresan a la iglesia para volver a besar las manos blanduzcas de los vicarios de Cristo. Tal vez perdamos la batalla, tal vez no logremos salvar el noble legado de nuestros legendarios antecesores, pero un día la humanidad se dará cuenta de lo que ha perdido, comprenderá qué oportunidad ha desaprovechado, se percatará de que se ha quedado sola como un crío extraviado en el bosque, sola, sin guías espirituales, sola, codiciosa, obesa, perezosa, llena de deseos confusos y anhelos imposibles de satisfacer, horrorizada, bañada en lágrimas e impotente. Y entonces, compañeros, volveremos nosotros. A nosotros no nos está permitido sentirnos ofendidos.

¿Qué es lo que echáis de menos? ¿La infancia? ¿Las nubes que parecían más grandes que un castillo real? ¿Los gorriones que bailaban sobre el asfalto? ¿El carnaval? ¿A los carniceros con delantales manchados de sangre? ¿A los caballos que resbalaban sobre el pavimento cubierto de hielo? ¿La vida?