TORMENTA PRIMAVERAL
Los decembristas que habían vivido la vida espiritual del campo de trabajos forzados y del destierro regresaron lozanos, sabios y alegres después de treinta años; en cambio aquellos que se habían quedado en Rusia para pasar la vida removiendo papeles en una oficina, comiendo bien y jugando a los naipes, eran una ruina deplorable que nadie necesitaba para nada, y ni siquiera guardaban un buen recuerdo de su existencia.
LEÓN TOLSTÓI
Desde hace algunos años vivo en Occidente. Continuamente, me invitan a congresos, conferencias y simposios. En el avión, siempre procuro ocupar el sitio de la ventanilla y miro, miro con avidez sin poder apartar la vista de la superficie de la tierra. Bosques cual encajes verdes, pueblos como abalorios y campos primaverales de colores pastel.
Desde que me hallo en Occidente, han cambiado muchas cosas. Allí, en mi país, todo era obvio: pasé unos cuantos años en el campo de concentración, fui perseguido de día y de noche. En los breves intervalos de libertad, la policía secreta me pisaba los talones.
¿Qué es el mundo? ¿Está ordenado o es caótico? Los arroyos serpentean caprichosos entre prados apáticos, las montañas ceden el paso a los llanos, el océano es azul celeste y calla.
Desde que llegué aquí, nadie me vigila. Pero no he tenido ni un momento de soledad. Esto se debe a un exceso de cariño, de buena voluntad. Cuando me apeo del avión, sé que alguien me está esperando. En el programa del día hay banquetes, ruedas de prensa, debates con científicos y escritores, cenas y encuentros con ministros. Yo, que fui un lobo acosado, me he convertido en una celebridad. Me escoltan hombres elegantes de mejillas bien afeitadas y mujeres con vestidos de noche. Me invitan a sus bellas moradas, donde puedo admirar a sus educados retoños, a sus obedientes perros, sus impecables céspedes, sus gatos de pelaje brillante y sus muebles de anticuario. Por la noche, titilan en el firmamento estrellas de terciopelo, un coche me conduce al centro de la ciudad, un ascensor me eleva al decimoquinto piso de un gran hotel y, asomándome a la ventana de mi apartamento, contemplo las luces de Londres, Ginebra o París.
No sé qué es la realidad. Siempre temo el momento en que el avión se sumerge en las nubes, en las sucias entrañas del cielo. Entonces cierro los ojos y cuento hasta cíen.
Leo la prensa, concedo entrevistas, hago comentarios y profecías, porque es lo que los demás esperan de mí. Pero no entiendo gran cosa, sé muy poco. A veces ocurre que, al día siguiente de una aparición en la tele, los transeúntes me reconocen por la calle y me saludan efusivamente. ¿Quién soy, el lobo o el cazador? ¿Una estrella de cine o una víctima de un sistema político cruel? ¿Un pobre o un magnate?
Cuando estaba en el campo, creía en Dios con una fe tan pura, tan pura… Entre el cielo frío y azul y aquel miserable conglomerado de barracas no había nada. Nada. Las estrellas remolineaban alrededor de mi cabeza como monaguillos. Ahora mi fe se ha debilitado, pero en mis libros no lo reconozco.
Procuro estar siempre con gente. Noto su admiración y, por regla general, me las apaño para merecerla. Es decir, vuelven a aflorar mis antiguas idiosincrasias: mi orgullo, mi arrogancia, mi fe y mi desesperación. Mi desesperación de antaño que no tiene nada que ver con la falta de esperanza de hoy. También me repito hasta la saciedad que estoy obligado a ayudar a los que se han quedado en mi país, en sus campos de concentración, sus cárceles y sus feas ciudades. Tengo una misión que cumplir, me repito cada día.
Pero una vez sucedió que me quedé solo. De noche. En una gran ciudad. El coche que me traía del aeropuerto se estropeó por el camino no muy lejos del hotel. El chófer, un muchacho joven con una linda cara aniñada, estaba desolado. Llamó a la grúa e, intentando localizar la causa de la avería, se zambulló debajo del capó que, en un arrebato gótico, adoptó una posición vertical. Movido por un impulso incomprensible, dije que me apetecía dar un paseo. Que conocía el camino, porque me había alojado muchas veces en el hotel Tres Grand. Dejé los bártulos en el maletero del coche. El chófer protestó vivamente, gesticulando con las manos embadurnadas de grasa. Es peligroso, repetía.
Me burlé de él: ¿Cómo? ¿Aquí? ¿En una gran ciudad? ¿A cuatro pasos de un hotel internacional?
—Usted sabe a qué me refiero —dijo, frotándose el rostro cubierto de sudor con el revés de la mano y esparciendo así una mancha de aceite por su mejilla.
—Es sólo una ilusión —contesté—, una dulce ilusión. Ya hace mucho que no utilizan esos métodos.
Por fin me libré de él y lo dejé con el gran coche reluciente, con la cabeza metida dentro de las fauces del león.
Encima del coche palpitaba un neón rojo que arrojaba una sombra escarlata en la acera.
Una dulce ilusión —repetí, aunque ya sólo para mis adentros— que permitió a mis antecesores conservar la cólera, la porfía y el valor. Pero entonces no era sólo una ilusión —añadí, como si intentara a convencerme a mí mismo, alegando una prueba de índole histórica (dado que ya nadie se toma en serio las pruebas ontológicas…).
Estaba solo por primera vez desde tiempos inmemoriales, si descontaba las incursiones subrepticias a los lujosos cuartos de baño de las mansiones de mis nuevos amigos, ni el sueño, que, no obstante, no está exento de veleidades colectivistas y suele acoger en nuestra imaginación indolente y narcotizada a decenas de personajes que conocemos de vista o que conoceremos en un futuro.
Estaba solo, sin intérprete, sin chófer, sin guía, sin ministros, sin periodistas, sin las preguntas ni la curiosidad que se suponía que yo iba a satisfacer por el mero hecho de existir, respirar o estornudar.
Miré atrás: nadie me seguía. Mejor dicho sí, me seguía una muchedumbre de paseantes nocturnos a quienes mis convicciones políticas dejaban perfectamente indiferentes. Sabía muy bien que el recuerdo de un programa de televisión no dura más de tres días, y ya habían pasado dos meses y pico desde que mi rostro electrónico titilara por última vez en la pantalla.
Oh no, la muchedumbre vespertina desfilaba por la espaciosa acera del bulevar despreocupada, agradecida por aquel cálido día y feliz de que todo marchara de acuerdo con lo previsto: tras marzo había llegado abril, tras la noche el día, y una nueva noche, que la luna llena y rosada traía en una gran bolsa de la compra, estaba a punto de empezar. Olían las hojas duras de los plátanos, olía el polvo humedecido por un chubasco. Los neones se reflejaban en las ventanas entreabiertas, el viento empujaba los postigos, los zarandeaba, y hacía temblar las estelas de luz violeta, los reflejos de la calle. Incluso los rostros maliciosos de los bandidos que nos miraban desde los carteles colocados sobre las puertas de los cines perdían la severidad y parecían invitarnos a pasar adentro diciendo: de hecho, no somos tan malos; en todo caso, sólo somos una imagen, una luz. Todo era sólo una luz: los escaparates luminosos, los faros de los pacientes coches, los abrigos blancos de las mujeres elegantes, las bufandas de seda de sus acompañantes y los ojos, los ojos de todos los que se cruzaban conmigo.
Alguien volvía del teatro, alguien iba al cine, alguien tenía prisa por llegar a un restaurante. Los turistas avanzaban a un ritmo distinto del de los ciudadanos de pleno derecho: daban pasos más ligeros y menos seguros, no tomaban posesión de la tierra al caminar, miraban curiosos a su alrededor, más o menos como yo, aunque yo no tenía la sensación de ser un turista.
Solté una carcajada. Me reí de aquella ciudad, de la multiplicidad de las calles, los edificios, las tiendas, los transeúntes y los rostros. No sé si esto le ocurre a todo el mundo, pero a mí la multiplicidad me produce un efecto hilarante, un efecto profunda y catárticamente cómico. Francamente, resulta poco serio combinar decenas de líneas y planos, colores y mejillas, rincones y aromas, la aspereza y la viscosidad de lo inmóvil con lo que se mueve a gran velocidad, lo bajo con lo alto, lo verdadero con lo falso, a un chino con un latino, la nariz con el labio, el labio con la corbata, un cine con un restaurante, un faro con una grosellera, la lluvia con la luna y un llanto con un suspiro. ¿Quién soy yo si estoy rodeado de multipliciclad? Una parte de mi yo se vuelve áspera, otra viscosa, y la tercera, baja, alta, nasal, diurna o nocturna.
¡Oh, murallas, oh, portales de los edificios burgueses erigidos por el barón Hausmann! ¡Oh, piedras! ¡Ayudadme a comprender qué ha pasado conmigo! O, mejor dicho, con el mundo. ¿Dónde están mi seguridad inquebrantable, mi fe inamovible y mi desesperación incorruptible? ¡Oh, piedras grises!
Miré las baldosas de la acera como si esperara encontrar allí un mapa, un plano, un indicio. Pero la acera bruñida por las suelas de los zapatos de miles de transeúntes afanosos no tenía nada que decirme. Pequeños charcos dibujaban el rastro de un reciente aguacero. Olor a abril. La dulce nada de la primavera ya anunciaba los calores veraniegos y el robín del otoño.
Me volví: sin duda estaba solo. La muchedumbre seguía paseando majestuosamente a ambos lados del bulevar, una muchedumbre amable y elegante que, gracias a una sincronización milagrosa, encontraba su espacio sin agolparse demasiado, sin luchar, sin matar ni odiar. Algunos colmados todavía estaban abiertos e, impúdicos, exhibían cadáveres de pavos y corzos; colores abigarrados flotaban en el aire sobre el lujoso mármol. Yo estaba solo, libre del todo. Se había cumplido mi antiguo sueño. Me encontraba dentro de las murallas de la ciudad de mi sueños de antaño.
Pasé junto a cafés y restaurantes, yo, el mismo que hacía sólo un par de años, mientras temblaba de frío y de rabia, era tan fuerte, homogéneo, macizo y radiante en mi interior que hubiera podido mirar a las estrellas como si yo mismo fuera una de ellas. Una estrella que mira a otra.
Habían sucedido tantas cosas. Y, a la vez, no había sucedido nada. ¿Qué es el tiempo en comparación con la substancia? Como mucho, la maleta donde se guardan los tesoros, el papel celofán con que la vendedora joven aunque ya hastiada de la vida —su vida es el olor de las flores— envuelve cariñosamente un ramo de rosas amarillas. (¡Rosas amarillas! Son cinco y todas rezuman tanta energía juvenil y provocadora que no se conforman con sus pétalos satinados, sino que hacen alarde de sus cornezuelos verdes y amarillos, de sus hojuelas suplementarias, y huelen a rocío.) No hay nada más banal que el tiempo y sus trucos que conocemos desde siempre. A través de todos los relojes fluye el río voraginoso del tiempo. Incluso parece extraño que el tiempo no se derrame de los relojes y no inunde los jardines de los arrabales. Logros triviales del tiempo: algunas arrugas, un poco de muerte, algo de madurez, Ulises vuelve a casa, Linneo pierde la memoria.
Son cosas que no suelen decirse, pero las voy a decir. Allí, en aquel campo de concentración lúgubre, en aquella barraca fría, en aquel país ruin, yo era alguien especial y les aseguro que mi substancia, lo que hay debajo de los párpados, detrás de la frente y dentro del corazón, era más duro que el diamante y totalmente inmune al transcurso del tiempo.
Me vi en una calle lateral, lo cual no significa que estuviera iluminada con menos profusión. No, la ciudad seguía luciendo. Había menos tráfico de peatones. Un mercadillo estaba cerrando. Se desmontaban los tenderetes. Dos jóvenes fornidos y ataviados con unos monos azul celeste que les conferían el aspecto de candidatos al premio al mejor traje de ángel inocentemente caído desacoplaban a un ritmo vertiginoso los grandes paneles de madera. El tercero, sosteniendo entre las manos el extremo de una manguera de goma, estaba a punto de rociar la calle con un chorro de agua, pero por el momento sólo jugueteaba, amenazando a sus compañeros celestes con utilizar su arma mortífera. Ellos rieron, tratando de ahuyentarlo, y acabaron por bombardearlo con tomates podridos, manzanas y cabezas de pescado. Los otros comerciantes observaban al trío de retozones con conmiseración. Una mujer obesa permanecía en el umbral de la tienda de ultramarinos, dudando de si echarles un rapapolvo o sumarse al juego. Pero no tuvo tiempo de tomar ninguna decisión porque, en aquel momento, un coche de bomberos rojo enfiló la estrecha calle, dando bocinazos, haciendo sonar la sirena y arrojando una lívida luz estroboscópica a diestra y a siniestra, como si alguien en su interior estuviese preparando una detallada documentación fotográfica del barrio. Iluminados por los breves estallidos del violeta, los rostros, las narices, los aleros de los tejados, los pomos de latón y los tenderetes fruncían el ceño con irritación. Todo aquello existía y vivía, aunque tal vez de un modo ingenuo, simplón, incluso diría que demasiado empírico, pero en todo caso irrefutable. Finalmente, el chorro de agua fresca se enderezó, se tensó, recuperando incluso allí, en aquel callejón perdido, la dignidad plateada que le era propia y dando pruebas de que era primo lejano del Niágara, la efigie de una cascada de montaña, nieto del océano.
Hay de todo por doquier. En la llama de una cerilla se ríen los relámpagos estivales. Un grano de arena es una montaña gigantesca. Un chubasco es una amenaza de diluvio y una hoja de arce que gira sobre la superficie de un estanque está dispuesta a convertirse en cualquier momento en el Arca de Noé. La luna se pone una camisa limpia cada noche. Todos los años nos deja pasmados la perfección del canto de la oropéndola. ¡Si supiéramos estar a la altura de su exquisitez, no quedarnos atrás, no decepcionarla, no rebajarla! Ay, yo sabía que aquello era imposible. Es imposible convertirse en una oropéndola, en una hoja de arce, en una semilla de amapola, en una roca de granito ni en una rama de lilo.
Sin embargo, casi a despecho de mí mismo, intuía que bastaba con desear esa transformación con fervor, definitiva e ingenuamente, para cruzar la frontera como si tal cosa y hallarse al lado de los entes perfectos, al lado de un pequeño gorrión que salta sobre el pretil de un puente de piedra o de un lagarto, un renglón viviente que se funde en un recoveco de una escalera de hormigón.
Y sabía que este deseo me había abandonado. Todavía lo recordaba; quien lo ha sentido alguna vez es incapaz de repudiarlo, aunque no acuse desde hace mucho sus propiedades mágicas. La mera tentativa de pensar en ello era difícil y casi causaba dolor. Escocía como las ortigas de la infancia. Las frambuesas gordas y dulces parecían telegramas suculentos que traían noticias sobre el estado del mundo. En el bosque, había días en que aquello era lo único que contaba. Las guerras fenicias habían quedado sepultadas en el olvido de una vez para siempre, Napoleón nunca había nacido. La muchacha que había venido tarde de veraneo, a mediados de agosto, ya estaba morena; tenía los ojos verdes y se reía en voz baja pero a conciencia, es decir, la risa se propagaba por todo su cuerpo como un incendio. Yo tuve que marcharme antes; mi madre había contraído una enfermedad peligrosa. Después estudié en la universidad, conseguí el puesto de profesor asistente —mi biografía es harto conocida, huelga repetir hechos evidentes— y acabé en aquella barraca de techumbre baja. Pero sólo unos pocos saben que allí, en el campo de concentración, volvieron las propiedades mágicas. Allí me hice un gran hechicero. Era capaz de reconstruir la totalidad a partir de una golondrina, ¡aún más!, a partir de una hojita de un abedul esmirriado. Naturalmente, había meses de absoluta desesperación, de enfermedades, de vacío, de olvido. Pero ni siquiera entonces perdí la capacidad de conservar aquel don.
Lo arrebujaba en mi desesperación como envolvemos en un pañuelo una bonita piedrecilla que encontramos en la playa, y esperaba, esperaba con paciencia el retorno de mis poderes mágicos. No me rendí ni siquiera en otoño, ni siquiera en diciembre, cuando el sol casi no se veía. Sabía esperar.
Pues, ¿qué sucedió más tarde? ¿Por qué se produjo en mí aquella transformación? ¿Por qué perdí lo que era mi tesoro más valioso? No he contraído compromisos sospechosos, no he borrado ningún capítulo, no me he vendido. De acuerdo, vivo con más comodidades, pero no al precio de hacer concesiones: sencillamente, me agasajan con generosidad. No he renegado de nada. Y tampoco creo que me haya deslumbrado la multiplicidad de las cosas y de las personas de este lado del mundo. No, la multiplicidad me hizo gracia, me entretuvo y me intrigó. Sabía muy bien que de ella también podían emanar la fe y la fuerza; hasta cierto punto, se trataba de un problema puramente técnico. De igual manera, el navegante sabe aprovechar cualquier viento, incluso un viento adverso, sólo tiene que orientar adecuadamente la superficie de las velas. La multiplicidad es como el viento que cambia de rumbo sin cesar; un marinero experto sabe adaptarse a todas las condiciones atmosféricas.
Llegué a una esquina donde la calle se bifurcaba y perdía su carácter mercante. Decidí, pues, volver al ancho bulevar, pero no sobre mis pasos, sino doblando a la izquierda y enfilando un callejón todavía más estrecho. Después —pensé— bastará con tomar la primera o la segunda bocacalle de la izquierda y estaré otra vez en el bulevar.
Si hubiese hecho algo deshonesto, algo abominable, me habría sentido mucho mejor. Simplemente, me habría sumado al gran rebaño de estafadores: tal vez de vez en cuando hubiera tenido remordimientos de conciencia —reminiscencias de tiempos remotos, pinchazos en el corazón, recuerdos borrosos de la infancia, susurros de mi yo rechazado—, pero el mero hecho de ocultar mis pecados me hubiera absorbido tanto que difícilmente hubiera encontrado buena disposición, por no decir nada del tiempo, para hacer caso de las advertencias y amonestaciones de mi encarnación anterior. No. Me imagino que, en ciertos aspectos, el mundo de los estafadores se parece al de la gente honesta, a saber, en las cuestiones energéticas: tanto en uno como en el otro, hace falta un esfuerzo constante, una vigilancia activa; la gente de bien no deja nunca de luchar contra sus flaquezas, y los estafadores nunca abandonan la lucha contra los honestos.
En cambio, otra cosa completamente distinta es la extraña e insidiosa erosión de la fe, una erosión que me acompaña en mi vida avanzando despacio —¡oh, cuán despacio!— pero inexorablemente, y que, un mes tras otro, como si el mes fuera la unidad más pequeña de destrucción, pone en evidencia nuevas mermas, pérdidas y dudas. ¿Por qué? Ésta era la pregunta insignia de mis perseguidores. Apareció por la mañana escondida en mi humeante taza de café, en el cuello de mi camisa recién planchada, en la punta de los zapatos embetunados, en la pirámide de uvas negras, para levantarse después como el sol se levanta en el horizonte, alcanzar el cenit a mediodía, echarse un siesta breve pero reconfortante después de comer y volver por la noche, está vez embutida entre los pliegues del periódico de la tarde u oculta entre las páginas del programa de teatro. Sí, porque todavía existen los teatros y los cines, esas refinerías de ilusiones, como si no bastaran las torturas que nos inflige la realidad cotidiana. Sabía demasiado, había oído demasiadas cosas. Las imágenes de la pantalla cinematográfica me aturdían provocándome dolor. ¡Cuántas puestas de sol puede uno soportar! ¡Cuántas vistas del océano! ¡La belleza se ha generalizado tanto, se ha vuelto tan accesible! Un disco con un quinteto de Mozart no cuesta mucho dinero. Pero hay una trampa: para escuchar este disco a conciencia hace falta dedicar media vida. Tal vez esté exagerando —una cuarta parte—. Y no es cuestión de tiempo, sino de organizar una región autónoma de la realidad. No voy a preguntar qué es la música, qué son aquellos instantes de felicidad y de amargura que nos ofrece —¿nos roba?—, qué es esa sensación de vacío que experimentamos al no ser capaces de absorberla.
¿Dónde está Dios? ¿En el sufrimiento o en la alegría? ¿En un rayo de luz o en el miedo? ¿En una ciudad rica y libre o en un campo de concentración? Naturalmente y por desgracia, yo sabía que responder a la última parte de esta pregunta no es nada difícil. Pero ¿cómo es que Dios prefiere lugares lúgubres y horrendos? ¿Por qué? En la belleza a veces también se percibía la presencia divina, pero a mí me parecía que no se trataba del mismo Dios. Sí, lo sé, hay que abrirse, hay que aceptar humildemente lo que venga sin reclamar a voces la comprensión de lo incomprensible. De hecho, no debería hablar de ello. ¿Quién soy yo para meterme en la piel de un sacerdote? Soy un lego y es justo que me atenga a mis prerrogativas limitadas, a mis experiencias y mis reflexiones. Retiro lo que he dicho. No sé nada, he visto pocas cosas. Pasé muchos años en un encierro —¿verdad que así también se llaman aquellos lugares?— y, por consiguiente, no he podido ver mucho. Sólo el paraguas azul marino del cielo.
Me doy cuenta de la precariedad de mi posición: no vivo en ninguna parte. Creo que sólo deberían tener voz y voto los que pueden hablar en nombre de alguna comunidad pequeña, una comunidad real, humana y económicamente viable, por muy modesta que sea. Preguntemos a un panadero de un pueblecito suizo, a un pescador de una aldea bretona o a un pastor de los Alpes. Que hablen. Que nos ayuden. La paradoja de mi situación siempre ha consistido en su negativismo, o, para expresarme con más precisión, en una mezcolanza peligrosa de un impulso profundamente positivo con el negativismo de los métodos, de los comportamientos y del timbre de la voz. Tuve que gritar que no, pero aquél no era un sí escondido. ¿Está claro? Para mí, no, pero confío en que alguien será capaz de descifrar mi escritura. Sé harto bien que llevar en nuestro interior un no sonoro y un sí latente a un tiempo es algo increíblemente difícil, casi imposible, condenado al fracaso. Quizá se trate de que una generación posterior sepa encontrar un camino menos tortuoso, que experimente un sí no contaminado por un no y que el no sea sólo un no saludable, imprescindible e higiénico, y nunca un veneno, un arsénico.
Una generación posterior… Es fácil echar mano de ella, ya que no cuesta mucho hablar de lo que aún no existe, pero ¿de veras soy lo bastante magnánimo como para desperdiciar de buen grado y sin remordimientos mi propia vida en beneficio de las cohortes de la generación juvenil? Lo dudo. Tampoco sé si, de empeñar mi vida, daría una buena imagen de mí mismo. ¿Sin mentir? Me interesaría saberlo. Porque, si tuviera que mentir yo también… Aunque, mirándolo bien, ya me he atrapado algunas veces en la mentira, por más que no fuese una mentira abominable e insolente, sino una verdad adornada, coloreada o exagerada. Por ejemplo, en los momentos bajos, cuando me sentía cansado y harto, exponía mi causa en términos tan elocuentes y enérgicos como cuando estaba en plena forma, y a veces ocurría que, más que exponer mis argumentos y convicciones desde lo más profundo de mi corazón, los recitaba. Oh, sí, esto ocurrió, y más de una vez. En Madrid: llovía, hacía un día oscuro y tormentoso, pardo, y los neumáticos de los coches se hundían en los torrentes de agua turbia. En Edimburgo: era invierno y se me pegó algo del laconismo escocés… E incluso una vez en Ferrara, aunque entonces no le pude echar la culpa al tiempo… El sol colgaba encima de los tejados como una lámpara antigua de oro macizo. Yo acababa de contemplar los frescos de Francesco Cossa, me sentía feliz, saturado de aquel género de felicidad que nos invade desde fuera, desde los lienzos añejos, los árboles gigantescos, las iglesias románicas y el ritmo de las colinas y las valles. Y, a pesar de ello, no supe decir nada verdadero. O tal vez aquélla fuera la causa, tal vez no supiera hacerlo porque la felicidad no me había sido prestada o regalada para utilizarla. Hay regalos tan frágiles, de construcción tan ingeniosa, que se hacen añicos en cuanto los entregamos a un tercero.
Ferrara al sol. Madrid bajo la lluvia. Y antes, Edimburgo. Y entre aquellas ciudades, el avión y yo, sentado junto a la ventanilla con la mirada absorta en la escritura cuneiforme de los bosques, campos y aldeas, descifrando el sentido oculto de aquel mapa de carne y hueso del continente europeo. A bordo de un avión, me sentía incapaz de concentrarme, y no porque me paralizara el miedo, sino por ser presa de una curiosidad pasional: no me abandonaba la sensación de que un día comprendería el sentido de aquel mapa ni de que las borrosas torres de las iglesias, las veredas del bosque, los cauces de los ríos y los caminos vecinales acabarían hablándome, ya que, por lo visto —así me lo parecía—, tenían algo que decir; y hasta llegué a sospechar que los habitantes de aquellos países maravillosos conocían el secreto, que a ellos la tierra sí que les hablaba, y sólo de mí, un forastero, no quería saber nada, y me ignoraba, mostrándome un raudal caótico de objetos para no revelarme su verdadero mensaje.
Entretanto, el callejón en que me hallaba se volvía cada vez más estrecho y oscuro. Por segunda vez había doblado a la izquierda y, de acuerdo con mis previsiones y con el sentido común, ya hacía un rato que debería haber regresado al bullicioso bulevar. Me inquieté. En lugar de los enormes edificios geométricos, por cuyas paredes se encaramaban esculturas de musculosos personajes mitológicos, delante de mí había casuchas miserables, sucias y enclenques. Unas manchas parduzcas de roña cubrían sus enlucidos, y los alféizares de las ventanas estrechas recordaban los peldaños de una escalera desmoronada y contrahecha. Los portales, a lo largo de los que caminaba, ahora olían a orina, moho y vejez, como si en sus entrañas algo fermentara a escondidas, a traición, peligrosamente. La materia de los objetos no estaba cortada a tijeretazos ni circunscrita a unos confines netos como en el centro de la ciudad, en aquel ancho bulevar que yo añoraba en vano, sino que parecía agitarse, ondear e hincharse, como si aquellas pequeñas casas medio derruidas tuviesen branquias y tragasen aire con la voracidad de un siluro atrapado en la red. La acera ya no seguía el itinerario recto de un boy scout, sino que parecía balbucear algo extraño y dar rodeos como el guía borracho con quien había coincidido en una pequeña ciudad turca, debajo de la hoz de una luna taimada. Bajo un farol, vi a un gato hiperbólicamente arqueado, con el pelo sucio y revuelto. En la penumbra, junto a una valla de madera, vi la momia de un vagabundo arrebujado en trapos y papel de periódico. La momia respiraba acompasadamente y, a la altura de su boca, una botella de vino vacía asomaba como el periscopio de un submarino alemán. De pronto, se oyó un ruido ensordecedor y, enseguida, anunciado por el estruendo de la máquina, me adelantó un muchacho flaco y menudo con el pelo negro alborotado por el viento; sus manos reposaban en el manillar de un ciclomotor que se encabritaba a causa del ímpetu de la carrera. Poco después, lo siguió otro jinete, también aferrado convulsivamente a su ciclomotor. Bien podía ser su hermano gemelo, porque tenía el mismo rostro de facciones afiladas y el mismo pelo negro alborotado por el viento. Llevaba la misma cazadora negra de piel, la indumentaria favorita tanto de los policías como de los ladrones. Un instante más tarde, apareció en la calzada un coche de la policía enfrascado en una persecución febril. Derramaba una lívida luz pulsátil y en su interior relampagueó el azul marino de los uniformes.
Y sin embargo, ni el gato que se restregaba con infinita paciencia contra el poste de hierro ni el vagabundo prestaron la más mínima atención a los tres bólidos que acababan de desgarrar la telaraña que encortinaba el callejón. Era tan estrecho que una araña diestra y laboriosa hubiera podido taparlo en cuestión de minutos, al igual que un cirujano joven y ambicioso no tarda en coser una herida. En una de las ventanas apareció por un momento el rostro blanco de una vieja y, de inmediato, como evocada por esta imagen en negativo, en la acera tambaleante se dibujó la figura de un viejo que avanzaba paso a paso haciendo un esfuerzo sobrehumano. Con una mano se apoyaba en todo lo que era estable: los muros, las vallas y los postes de publicidad, mientras que con la otra sostenía un bastón nudoso con el que examinaba la naturaleza del suelo como el primer hombre que pisó la Luna y, acto seguido, se ponía a su merced, se colgaba de él con desesperación y recorría así unos cuantos centímetros. Después, volvía a paralizarse junto al fragmento de muro o de valla que había elegido para tomar la difícil decisión de desplazar otra vez el bastón. Llevaba un traje que treinta años atrás hubiera podido pasar por elegante, una camisa blanca con una pajarita de lunares y un sombrero ladeado lleno de lamparones.
Cuando me acerqué a él, vi las gotas de sudor resbalar por sus mejillas cubiertas por una barba canosa y vi su mandíbula agitarse continuamente, ya que —lo comprendí enseguida— aquel viejo, el peregrino más lento del mundo, maldecía mientras caminaba, maldecía a Dios y a los humanos, maldecía la naturaleza, las plantas y los animales, los insectos, los vertebrados, los reptiles, los minerales, los aviones, los planeadores, las cometas, los luciones, a los hombres y a las mujeres. Quise echarle una mano, pero me miró con tanto desdén y odio que enseguida retiré el ofrecimiento e incluso aceleré el paso para alejarme cuanto antes de aquel Edipo furibundo que me colmaba de imprecaciones cuyos dardos aún volaron en pos de mí durante un buen trecho como las flechas incendiarias impregnadas de fuego griego.
Había un no sé qué de ominoso en aquel callejón; oh, sí, sin duda era una calle peligrosa. Por si acaso, anduve por la calzada en vez de hacerlo por la acera: ¡preferí apartarme de los portales! Cada portal me parecía un tonel lleno de nada, de donde podían asomar estiletes endemoniadamente rápidos, cuchillos y navajas. Delante de mí, no había nadie, pero tenía la sensación de que me seguían miles de miradas y me parecía vislumbrar ojos sombríos y hostiles detrás de los cristales de todas las ventanas.
Por suerte, enfrente se abrió un vasto espacio y la calle asfixiante llegó a su fin. Mi bulevar, pensé, el bulevar ancho y luminoso, la Vía Láctea de esta ciudad, el bulevar que me conducirá directamente al hotel.
No obstante, al salvar los siguientes doscientos metros, no vi el bulevar profusamente iluminado, sino un canal con numerosos puentes y pasarelas para los peatones totalmente vacíos, como si hubieran sido construidos para la travesía de un gran ejército y se hubieran convertido en monumentos de la arquitectura desde que aquel ejército cruzara el río camino de sus batallas y cementerios.
Por lo menos, allí se extendía aquel espacio inmenso y, por consiguiente, estaba a salvo o eso fue lo que me pareció. En este aspecto, las grandes potencias no difieren gran cosa de un paseante solitario: por lo que a la seguridad se refiere, todos estamos condenados a hacernos ilusiones. Me senté en los escalones de un puentecillo. No tenía nada de sueño. De repente, mi aventura dejó de inquietarme y dejé de devanarme febrilmente los sesos buscando la manera de regresar al hotel.
Recordé una conversación que me había dolido y que había procurado olvidar. Esto había sucedido en Rotterdam, durante un simposio. Después de la cena, un periodista italiano se sentó junto a mi mesa. Yo lo conocía de vista e instintivamente había despertado mi simpatía. Ya no era joven, pero tenía un parecido asombroso con el hombre del famoso retrato de Ariosto de la National Gallery de Londres. El varón de unos treinta años retratado por Tiziano nos mira con el ojo derecho (el izquierdo queda oculto en una sombra profunda), y aquella mirada tuerta es el colmo de la arrogancia mezclada con la timidez. El ojo es arrogante, y lo es también la vestimenta: una blusa de seda y una manta negra que desaparece en la oscuridad. Puesto que el hombre está sentado de perfil con el brazo apoyado sobre una viga de madera o un pretil, en primer plano aparece la manga abullonada de la blusa de seda, y aquella manga es también arrogante. En cambio, donde mejor se expresa la timidez es en la forma de los labios, escépticos y propensos a la sonrisa. Sin duda, nos encontramos delante de alguien que ya ha conseguido muchas cosas en la vida; pero, al mismo tiempo, su postura, la mano que descansa con desparpajo sobre el pretil de madera, parece sugerir que se trata de un viajero —a decir verdad, uno tendría ganas de afirmar que fue retratado justo cuando se repantigaba en el compartimiento de primera clase de un expreso que va desde Roma al infinito— transportado por el vehículo más perfecto del mundo: el tiempo y que, por lo tanto, es un escéptico, al igual que lo son todos los viajeros.
El italiano (el de carne y hueso) era mucho más viejo y ni sus barbas ni su melena estaban libres de canas, pero también coexistían en él la autosuficiencia y una sutil incredulidad. Primero, me interrogó para conocer mi vida. Fingió anotar algo, pero vi que no se trataba de una entrevista, ni de recoger material para un artículo.
—Usted es una persona seria —dijo al cabo de un rato—, y eso me gusta mucho. —Mientras lo decía sonrió, con lo que le dio un mentís a sus propias palabras—. Pero no sé si usted es consciente de que, por mucho que lo admiren, todos los que lo rodean son criaturas de construcción, y tal vez de anatomía, distinta de la suya.
—¿A qué se refiere exactamente? —le pregunté.
—Usted y ellos —dijo el periodista— están hechos de otra pasta. De qué pasta está hecho usted, sólo puedo adivinarlo —añadió—, pero sé que ellos están hechos básicamente de ironía.
—¿Ah, sí? —pregunté como un bobalicón.
—Oh, sí —contestó muy convencido—. Lo sé muy bien, porque me afecta de lleno. La ironía admira la fe de un modo no del todo desinteresado; en el fondo, se trata de una guerra sin cuartel, de una lucha a vida o muerte. Para la ironía, la admiración es la máquina de guerra más idónea y más perfecta.
Después, hablamos de otros temas, pero al despedirse añadió:
—Por cierto, ¿sabe usted que incluso Verlaine se hizo creyente en la cárcel?
Sonrió y en su sonrisa se manifestó otra vez la coexistencia inverosímil de una arrogancia salvaje y una timidez blanda. No lo volví a ver nunca más, el tren de Tiziano arrancó y la blusa de seda desapareció en la lejanía. Al cabo de unos meses, alguien me dijo que el italiano estaba gravemente enfermo —padecía una de esas enfermedades, cuyos nombres raras veces se pronuncian en público; los sustituyen un momento de silencio y un poco de tristeza hipócrita— y se había retirado de la vida profesional y social.
El día que conversamos en el restaurante de un gran hotel, jugueteaba con una copa llena de coñac que sostenía en la mano, observando el balanceo del líquido amarillo y radiantemente luminoso. Sentí que aquel hombre era la verdadera personificación de la ambivalencia de Tiziano. Entendí que me admiraba y me detestaba al mismo tiempo. Lo atraía y le repugnaba, destruía su sistema filosófico, negaba su escepticismo y era un espécimen que no cabía en su botánica, su zoología ni su antropología. Por no decir nada de la teología. Callamos durante un buen rato y me parece que por un momento los dos fuimos capaces de experimentar la diferencia de nuestras cualidades espirituales. Yo me expuse a su profunda duplicidad —profunda y honesta, definitiva—, en cambio él probablemente estaba impresionado por el aura de homogeneidad que me rodeaba, por mi integridad templada en el horno de la historia.
Finalmente, se levantó y, como sin duda se dio cuenta de que aquella radiación de cualidades ontológicas no podía continuar ni un segundo más sin convertirse en una miserable caricatura de sí misma, en una idolatría grotesca, se despidió bruscamente, pronunciando aquella frase sobre Verlaine.
Sólo no había previsto una cosa: fue incapaz de adivinar que yo también me había contagiado de ambivalencia y que ya había empezado en mí el mismo proceso —maldito y majestuoso a un tiempo— de matizaciones, contrapuntos y cotejos. ¡Qué más daba que yo anhelara la sencillez y la homogeneidad, si el mismo anhelo era traicionero y demostraba los implacables avances de la diferenciación!
No puedo pensar en ello, prefiero escabullirme hacia otras regiones. Encuentro solaz en el dolor punzante de la añoranza. Veo un pinar, las ramas de los árboles que tiemblan heridas por los rayos de sol, como si las agitara un deseo de luz dulce e impaciente. Entre los árboles vagan columnas de polvo, los espíritus de los pinos y los abetos talados. (Aquí no hay bosques así.) Una urraca cruza el cielo volando despacio, con parsimonia. La hierba huele a amargura otoñal. Las arañas, inspiradas por el canto de los pájaros (¡las oropéndolas!), desovillan hilos largos y rectilíneos para columpiarse en ellos horas y horas como críos. Veo serbales inconscientes de su encanto. Veo caminos vecinales bordeados de cerezos, tortuosas veredas campestres que se pierden entre las mieses. Pero veo también los rostros de los amigos que ya están muertos, sus ojos brillantes y sus nobles gestos. Los miro, y ellos se ríen. Vamos de excursión en bicicleta y me parece que soy capaz de contemplar a los cinco ciclistas desde arriba, a vista de pájaro (pero no de halcón). Les espera un día largo y plácido. Delante de ellos, una carretera asfaltada, sinuosa como la cinta de Möbius y muy traidora. Pero no es necesario que lo sepan, dado que la suaves cúpulas de los cerros y los gorros altivos de los bosques parecen asegurar su constancia y su fidelidad algo pesada.
Otro día: unas matas de acerolo, lluvia, fiebre. Yo estaba constipado, tenía algunas décimas y los ojos de todos los objetos parecían lanzar un brillo enfermizo. Estábamos sentados en una veranda, debajo del espejo transparente del tejado de cristal por donde resbalaban sin cesar las gruesas trenzas de la lluvia. El jardín, apenas a medio paso, se vislumbraba con dificultad detrás de la cortina de agua. ¡El jardín! Más bien un trozo de un jardín de otro tiempo, abandonado, atacado constantemente por ortigas, malas hierbas y los retoños de arce y de fresno. El bosque intentaba infestar el jardín. Incluso el acerolo parecía atrincherarse en los antiguos parterres. En la casa, se libraban disputas interminables sobre si había que deshacerse de aquel acerolo, una planta nada apropiada para un vergel (¡y eso que el vergel ya no existía!), o perdonarle la vida en vista de que ya estaba crecido y se había sumado a la gran familia de cosas existentes, aunque inútiles. Pero justo entonces, durante aquel crepúsculo lluvioso de septiembre que no tardó en iluminarse bajo los rayos tímidos de un sol empecinado en marchar a su ocaso, las acerolas ambarinas, duras y perfectas en su concisión, aparentemente estériles si bien idóneas para hacer vino casero, se convirtieron en las heroínas del momento, resplandecieron en la espesura de verdor teñidas de oro por el foco oculto del sol, y todos supimos que debían seguir con vida.
Entonces, le cogí la mano. Aquel momento nos brindó también a nosotros una reconciliación inmaculada, a la cual íbamos a recurrir muchas veces, por regla general en vano, cual si fuera nuestro Tratado de Versalles particular. La analogía no va desencaminada, ya que tanto lo uno como lo otro empezó en un jardín y acabó en una guerra, una ruptura, un desierto. Mi biógrafo escribiría que ella se echó atrás presionada por el acoso policial. Las constantes visitas de aquellos individuos —en su mayoría unos tipejos incultos, feos y canijos que destrozaban nuestra lengua materna, pero pisaban fuerte, conscientes de que cada milímetro de sus cuerpos escuchimizados estaba directamente conectado por un cable con la misteriosa y omnipotente central— habrían transformado a aquella mujer extraordinaria. ¡Feliz biógrafo! Se acuesta con un manual de historia de mi país y, por la mañana, cree estar listo para resolver el enigma más intrincado. Pero yo sé que no eran necesarios ni la policía ni sus mensajeros picados de viruela que siempre derrochaban gasolina (nunca apagaban el motor del coche, como si consideraran que su comportamiento tenía que ser un símbolo de permanencia incluso en el detalle más pequeño). Bastó con lo que ocurrió entre nosotros, bastó con una derrota normal y corriente que mi biógrafo —según me confesaría más tarde— añadió a la lista de mis triunfos amargos propios de un hombre implacablemente justo.
Y otro día: ¡no, ya no desfilan más imágenes! Incluso un mecanismo tan perfecto como la añoranza puede encallarse y hacer que las cintas que almacenan mis recuerdos, impecablemente conservadas y capaces de llenar varias sesiones, se enreden y atasquen el proyector de mi vida.
Tampoco le dije al italiano otra cosa importante: la ambivalencia no sólo se cuela dentro del territorio que habito, sino que, para colmo, empieza a gustarme. Tiene un no sé qué de inteligente, de brillante. Gracias a ella, las cosas se duplican y empiezan a hablar; gracias a ella, salen a la luz los matices, las sombras, las penumbras y los ecos. Incluso el escepticismo me agrada. Por un instante, hasta me cautivó el cinismo inteligente de cierta persona. Naturalmente, aquello no eran más que maniobras mentales, los movimientos de una razón envidiosa que, en mi caso, aprisionada en el cuerpo y la conciencia de un ser incorruptible y por lo tanto guasona como un crío de cinco años, se recreaba en la contemplación de la hipocresía y la corrupción omnipresentes como mera observadora y, de paso, se hacía una pregunta puramente académica: ¿Y si yo, que siempre me he alimentado con frutos buenos, catara este fruto malo?
Toda fe —pensé— es un movimiento, un anhelo, una energía, y recuerda una barca que surca la superficie de un lago. Pero ¿qué pasa cuando la barca se detiene? De repente, se funde con el elemento inerte que la rodea, con lo inmóvil y perezoso, lo podrido y estadizo. Naturalmente, el movimiento es mucho más apasionante, es puro y noble. Pero ignoramos de dónde procede; contiene algo inexplicable, alocado y apriorístico. Tal vez haya más verdad en las cosas paradas, quietas y perezosas; por lo menos no fingen ser lo que no son. Las tinieblas no fingen ser la luz, el silencio no se hace pasar por una orquesta sinfónica.
Permanecía sentado en los escalones del puentecillo, muy por encima de la superficie de la calle. Me pasó por la cabeza que, a pesar de mis elucubraciones más bien humildes, aún volaba muy alto. Diríase que podría presidir un desfile militar. En efecto, un instante después, en la plazoleta que se extendía a lo largo del canal apareció una rata solitaria; se dirigió sin prisas hacia unos matorrales que, por un lado, estaban bañados por la luz de un neón, aunque pronto se desvanecían en la oscuridad impenetrable.
En la lejanía, el reloj de una iglesia dio la hora parsimonioso y festivo, como si cantara una melodía que todo el mundo conoce. En otra parte, chirriaron unos frenos. Más allá explotó un petardo.
Me levanté y me puse en marcha. Me pareció que un relámpago titilaba en el cielo. Andaba con paso firme, como si ya conociera el camino hasta mi hotel. El recorrido era largo. Bordee un parquecillo donde, sedientos de oxígeno, se agolpaban unos castaños de hojas palmeadas aún cubiertas de gotas de agua. Por unos instantes, enfilé una calle de lo más normal, burguesa y tan tranquila que casi se podían oír la respiración y los suspiros de sus habitantes sumidos en el sueño —todos enfundados en sus pijamas impolutos, con la cabeza custodiada por la esfinge del despertador que recorría implacable las inmensidades de la noche hacia la hora cero, cuando los inquilinos de los ensueños se levantaran alertados por el timbre sibilante y, tres cuartos de hora más tarde, desembarcaran en la calle como los aliados en las playas de Normandía—. Después, a mano derecha, descolló una vieja iglesia con altos ventanales góticos y paredes ennegrecidas por el paso del tiempo. La separaban de la calle una balaustrada de hierro colado y un jardincillo estrecho, donde se mecía un sauce flaco y soñoliento. A mano izquierda, tenía ahora la vía del tren y, más allá, las imponentes naves de una fábrica, coronadas por relojes, cada uno de los cuales marcaba una hora distinta.
Fui descendiendo. Sabía que en breves momentos daría con el ancho bulevar. Sólo me quedaba por salvar una calle corta y anchurosa que desempeñaba el papel del guión que une dos frases (dos barrios). Volvía a la luz; el bulevar seguía resplandeciendo con mil colores como un candelabro. Las multitudes habían desaparecido. Los camareros recogían las sillas y las mesas y unos hombres vestidos con monos de un naranja chillón barrían las aceras. Ya no se percibía aquella atmósfera de promesas y esperanza. Se habían apagado algunos neones publicitarios y algunas tiendas se habían acorazado con contraventanas de madera o de metal. En uno de los restaurantes, un hombre de pelo negro y grasiento que estaba detrás de la barra contaba el dinero con el afán de un gran matemático que sólo trabaja por las noches. Los últimos clientes abandonaban los bares e, inseguros, navegaban a la deriva hacia la calzada, hacia los taxis amarillos y beige, para dejarse caer como un saco en el asiento trasero del coche y, en vez de pronunciar su última voluntad, susurrarle al chófer una dirección con voz cansina e indiferente.
Seguí andando a buen paso sin pensar. No me costó encontrar el edificio del hotel. El recepcionista me amenazó socarronamente con el dedo índice armado de una larguísima uña. En el mismo dedo brillaba una sortija de oro.
—Nos tenía inquietos —dijo con poco convencimiento. Y añadió en un tono interrogante—: ¿Ya está lloviendo?
—¿Lloviendo? No.
—Anunciaban tormentas y un cambio de tiempo. ¿Ha pasado un rato agradable?
—Me he perdido. Cuesta creerlo, pero me he perdido por completo.
—Ah, sí. Son cosas que ocurren —se alegró el recepcionista—. ¿Sabe por qué? Mire.
Me mostró el plano de la ciudad colocado debajo de un cristal.
—Estas cosas ocurren a menudo. Usted habrá paseado con la idea de que ésta ciudad está construida sobre un ángulo recto. Nada de eso, fíjese en el plano. ¡París es una ciudad de ángulos agudos!
En efecto, las calles se adherían a las plazas como las limaduras al imán, y los arrecifes coralíferos de los barrios rosados apenas cabían en la hoja del plano.
—Tiene usted una carta.
Lancé una ojeada a la carta. Me recordaban lo de la rueda de prensa.
—Sí, claro —murmuré.
Mi habitación estaba en el último piso. Los relámpagos refulgían con creciente insistencia. Yo sabía que aquel día mi discurso sería el de siempre, lleno de convicción y fe en la misión que tengo que cumplir. Mientras me dormía, la tormenta, semejante a un gallo purpúreo, cruzaba las puertas de la ciudad.