EL INFORME DE SAN
PEDRO
(FRAGMENTO)
Aprovecho la presente para llamar la atención de las instancias supremas sobre un hecho en apariencia insignificante: al observar con inusual esmero los diversos tipos humanos (¡cuánta variedad distribuida entre tres —o como mucho cuatro— paradigmas!), advertí algo totalmente increíble. Como es sabido, en nuestros registros utilizamos la dicotomía: moralistas versus nihilistas. Ya hace tiempo que soy escéptico respecto a esta clasificación, aunque nunca me había atrevido a protestar abiertamente, a sabiendas de que suele atribuírsele una gran importancia: casi todo el sistema se basa en esta correlación.
Sólo hay una persona que sepa cómo son las cosas. Esta persona soy yo, el ujier. Los moralistas —¡oh sí, éstos llegan en taxi!— son gente acomodada, huelen a agua de colonia. Traen consigo diplomas, recortes de prensa, críticas entusiastas y, a menudo, una foto junto al Papa. Los nihilistas acuden a pie, mortalmente cansados, sin afeitar, tristes y, por regla general, con los bolsillos vacíos. No tienen nada de qué presumir.
Los moralistas se comportan como si llegaran al enésimo congreso. Preguntan qué habitación tienen reservada y comprueban dónde se alojan sus amigos. Hablan en el tono de los que creen merecer lo mejor. Tienen caprichos, están acostumbrados al lujo.
Los nihilistas no tienen ninguna exigencia y se duermen enseguida. Llegan agobiados. Son conscientes de haberse trasladado de un infierno a otro.
Confieso que a veces logro cambiar los números de las habitaciones y mando a un nihilista allí donde iba a alojarse uno de aquellos moralistas esnobs.