BACZYŃSKI
Wisława Szymborska ha escrito un excelente poema titulado «En pleno día». Helo aquí:
Iría de vacaciones a un hotelito de montaña,
bajaría a almorzar al comedor,
pasearía la mirada por los cuatro abetos,
rama a rama, sin hollar la nieve recién caída,
desde una mesa junto a la ventana.
Con perilla,
algo calvo, pelo canoso, gafas,
rasgos toscos y cansados,
una verruga en la mejilla y frente arrugada,
como mármol angelical invadido por la arcilla.
Ni él mismo sabría cuándo ocurrió,
porque no es súbito sino paulatino
el aumento del precio por no haber muerto ya,
y él habría pagado como todos ese precio.
Del cartílago de su oreja, rozado sólo por la bala
—si se hubiese agachado en el último momento—
diría: «Me libré de milagro».
Esperando que le sirvieran la sopa de fideos,
leería el periódico con fecha del día,
grandes titulares, pequeños anuncios,
los dedos tamborileando en el blanco mantel,
y tendría unas manos muy gastadas
con piel rugosa y venas hinchadas.
A veces, desde el umbral, alguien gritaría:
«Señor Baczyński, al teléfono»,
y a nadie sorprendería
que fuera él, y que se levantara alisándose el jersey,
y que hacia la puerta dirigiera sin prisa sus pasos.
Nadie interrumpiría la conversación al ver la escena,
nadie se quedaría petrificado, con la mano en el aire,
porque ese suceso trivial —lástima, qué lástima—
se consideraría un suceso trivial[11].
«En pleno día» forma parte del volumen de poesía Hombres en el puente publicado en 1986. Este poema ya ha sido analizado varias veces y se ha subrayado el manejo magistral del condicional que le permite a la autora presentar una situación totalmente hipotética: Krzysztof Kamil Baczyński, un joven de un talento poético extraordinario, sucumbió en los primeros días de la Insurrección de Varsovia en agosto de 1944 (en el momento de morir, apenas tenía veintitrés años).
En Polonia, Baczyński es una figura legendaria. Forma parte del panteón de héroes que murieron jóvenes. Sus obras se publican en larguísimas tiradas. En el poema de Szymborska, aquel joven caído a los pocos años de vida se convierte en un literato sexagenario, algo canoso, algo calvo, y totalmente corriente. Lo único que tiene de extraordinario ese hombre de letras es que vive. Lo sorprendente del poema de Szymborska es que la vida no nos sorprenda.
Sin embargo, me gustaría llamar la atención sobre la manera en que el hipotético Baczyński vive en el poema que lo ha llamado de ultratumba. Nos encontramos en un «hotelito de montaña». Baczyński «iría de vacaciones» a este «hotelito de montaña». Se sentiría allí como en casa. Leería el periódico esperando tranquilamente que sirvieran «la sopa de fideos». Lo llamarían al teléfono de una manera tan tranquila y natural como si, más que de un huésped célebre, se tratara de un familiar. Porque Baczyński tendría que ser un poeta famoso y los otros habitantes del hotel no ocultarían su interés por el atractivo sesentón.
A no ser que… A no ser que se trate de un hotelito donde nadie presta la menor atención a los hombres de letras famosos, por la sencilla razón de que todos los huéspedes que esperan su plato de sopa de fideos son literatos. Naturalmente, no todos son famosos, pero los literatos se conocen demasiado bien para andarse con rangos y distinciones. De modo que, probablemente se trate de la pensión Astoria de Zakopane, es decir, la así llamada casa del trabajo creativo, propiedad de la Asociación de Escritores de Polonia.
Pero ¿acaso esto cambia la interpretación del poema de Szymborska? ¿Acaso no da lo mismo en qué hotel se aloje el Baczyński resucitado, si sólo le corresponde la modesta vida de una cachipolla y, tan pronto como demos fin a la lectura de la última estrofa del poema, tendrá que regresar a la inexistencia? Y, como remate, ¿puede la naturaleza del hotel donde se ha establecido el hipotético Baczyński modificar de algún modo la fundamental diferencia entre lo existente y lo inexistente?
Mi respuesta es sí. En el poema, la fundamental diferencia entre lo existente y lo inexistente lleva la impronta del modo de vida de los escritores —no de todos, pero sí de la gran mayoría— durante el colectivismo.
A saber, los escritores de la época del colectivismo vivían —¡adivinarlo no resulta nada difícil!— de una manera muy colectiva. No faltaban los edificios donde, repartidos entre varias plantas, se agolpaban prosistas, poetas y dramaturgos que a menudo llamaban a la puerta para pedirle al vecino una pizca de sal o una plancha, o para cortarle la vena creativa.
Aquél era un invento soviético: acuartelar a los escritores en un lugar facilitaba el control de sus mentes, sus plumas y sus carteras. Quien haya leído algo sobre Bulgakov, Mandelsztam o Pasternak recuerda sin duda las descripciones de las casas y de los pisos de literatos, donde por metro cuadrado había más máquinas de escribir que fogones de gas.
Después de 1945, Stalin exportó este modelo de colectivización de la literatura a todos los países sometidos. Con el tiempo —por lo menos en Polonia—, el modelo se fue diluyendo. Empezó a haber menos «casas de literatos» y a menudo los escritores vivían en edificios normales y corrientes, teniendo por vecinos a gente normal y corriente: ingenieros, obreros y funcionarios. Pero el colectivismo no renunció a una parte de sus atributos. Mencionemos dos de ellos: las casas de trabajo creativo y los comedores.
¡Los comedores! ¡Oh, Musa, ayúdame a describir los comedores de los literatos! Quien nunca haya cruzado su umbral, quien no haya visto aquellas salas lúgubres donde se apiñaban amigos y enemigos, líricos y épicos, genios precoces y eruditos apáticos, no comprenderá qué significaba el colectivismo para la literatura. ¡Los comedores! El olor penetrante de la sopa de col; las bombillas pálidas y neuróticas que temblaban bajo un techo majestuoso; las miradas inseguras y fugaces que los autores eminentes lanzaban hacia las bandejas llenas de segundos platos, unas miradas furtivas e interrogantes: ¿se acabarán las empanadillas de carne, el plato estrella de la cocina?
Uno de los sectores del comedor estaba ocupado por las orgullosas y frágiles viudas literarias, que incluso en verano vestían abrigos de zorro y unos sombreritos cónicos de antes de la Gran Guerra. Sólo unos pocos sabían quiénes habían sido los maridos —difuntos desde hacía decenios— de aquellas mujeres a las que Mefistófeles había olvidado reclamar la copia amarillenta de un pacto firmado en tiempos inmemoriales. Parecía que aquellas viudas eternas, débiles, decadentes y tiranas, que sembraban el pánico en las editoriales e incluso en las oficinas de la censura, y chantajeaban a los redactores con la obra todavía inédita de los finados, vivieran siglos y siglos. A veces ocurría que un solo poeta dejaba en herencia a la humanidad dos o tres viudas que vivían condenadas a odiarse eternamente y a encontrarse cada día en la misma sala del comedor, y sólo el brillo ominoso de los ojos y las maldiciones y las blasfemias proferidas en voz baja revelaban la hostilidad salvaje que enfrentaba a aquellas figuras negras, y la tensión que existía entre aquellas semidiosas agraciadas —aunque, lamentablemente, demasiado tarde— con la inmortalidad.
En otra sala se reunía la juventud literata, apenas tolerada por los mayores. Predominaban los poetas vestidos con chaquetas militares y las poetisas feas y taciturnas de pelo negro y personalidad complicada. Quien conseguía algún éxito, por insignificante que fuese, huía enseguida de aquella estancia, que era la fría antecámara del comedor de verdad.
No faltaban los espacios intermedios, transitorios, donde se encontraban periodistas, comentaristas deportivos y directores noveles de cine y de teatro. Allí también acudían perfectos desconocidos, tal vez becarios en prácticas de la policía secreta o, simplemente, primos de verdaderos escritores a quienes la Asociación alimentaba por pura magnanimidad.
Había sitios reservados para los miembros del partido comunista, escritores de poca monta en un sentido estrictamente artístico, pero muy seguros de su influencia política. Tal vez no escribieran buenos libros, pero cuando se acercaba el habitual congreso de la Asociación, como votantes valían para el partido su peso en oro. De modo que comían cada día, aunque sólo eran útiles cada tres años. Vestían como los funcionarios, siempre trajeados, con camisa clara y el nudo de la corbata impecable. Despedían un olor a jabón y a mediocridad, a obediencia y a envidia.
Poco a poco, nos acercamos a las salas situadas en el centro, las más oscuras, las más cercanas a la cocina. Una regla no escrita, pero observada con una constancia férrea, establecía que allí, en el corazón de aquel local enorme, se daban cita los escritores más eminentes, o por lo menos los que eran considerados como tales. A veces, para entrar, había que ser amigo de uno de los grandes. En la segunda mitad de los setenta, todos los grandes se hicieron disidentes, así que no sería ninguna exageración afirmar que el Estado, que subvencionaba la comida, alimentaba a sus adversarios y, para colmo, junto a las mejores mesas. A menudo, las cabezas de los disidentes se acercaban en un gesto conspirador, sus labios susurraban algo, y parecía como si el comedor entero, con sus innumerables salas y todos sus recovecos, se sumiera en el silencio y se paralizara para captar lo que se decían al oído los clientes más destacados. Sin duda, los que aguzaban especialmente las orejas eran los confidentes de la policía, que se mezclaban con los disidentes.
Pero sigamos el objetivo de la cámara. Abandonemos, no sin sentir pena por ello, la sala más importante para meter la nariz en el reino de los traductores. Los traductores formaban un mundo aparte, eran filólogos perdidos en medio de artistas temperamentales. En la sala de los traductores la tensión era más baja. No cabe hablar de amistad, pero en todo caso allí la enemistad no se manifestaba con tanta fuerza como en otras zonas; a veces, alguien escribía una palabra en griego en la servilleta y proponía descifrarla; los demás traductores, muy serios, contemplaban con devoción los signos del alfabeto helénico y alguno sugería una lectura diferente del vocablo. Sacudían la cabeza, gesticulaban, fruncían el ceño. Alguien leía un fragmento de un poema de Auden, y un anciano, famoso por un amor a Baudelaire que había conservado incólume durante toda su vida, recitaba con sus labios gruesos las famosas estrofas de El balcón.
Detrás de los traductores, en un cuarto pequeño aunque bastante cómodo, se habían instalado los administrativos de la Asociación de Escritores, que parecían contemplar a los otros comensales con una leve sonrisa llena de indulgencia, como si meditaran sobre el dicho de Goethe traído por un golpe de viento desde la sala de los traductores: «Quien no escribe, no hace el ridículo». Porque ellos, aquellos administrativos aseados, aquellos pitagóricos aficionados a los números y a los informes, especialistas en negociar con las autoridades pasaportes para los literatos, nunca habían hecho el ridículo escribiendo. No habían relatado su infancia ni sus amores frustrados. En la época estalinista, no habían confesado por escrito su entusiasmo por el partido y, más tarde, no habían dado fe de las esperanzas que habían puesto en la liberalización. No habían engendrado ni un solo poema contrahecho, no habían construido ni una sola metáfora coja. En cierto sentido, eran la aristocracia del comedor, tenían las manos limpias y los corazones puros. Naturalmente, los escritores los miraban por encima del hombro, y nosotros tampoco debemos olvidar que sin duda había entre ellos unos cuantos colaboradores de la policía secreta duchos y eficientes que tal vez no escribieran sonetos, pero sí denuncias.
Los platos no eran rebuscados. He aquí un ejemplo de menú: sopa de setas (muy aguada), hamburguesa con patatas y remolacha, pastel de manzana y compota de ciruelas pasas. O bien: caldo con fideos, asado de ternera con trigo sarraceno y otra vez remolacha. Otro pastel de manzana. Flan con jarabe de frambuesas. Compota de grosellas. A veces: dorada a la plancha, patatas, ensalada de col, jalea y compota de manzanas. Empanadillas de arándanos. Picadillo que dormía su dulce sueño arrebujado sobre hojas de col calientes. Empanadillas de requesón (calladas, tristes). De cuando en cuando: chuletas de cerdo, pequeñas, escuchimizadas, desprovistas de la gallardía y la desenvoltura de los chuletones dorados en la sartén de casa. Y de nuevo, remolacha, remolacha, remolacha rescatada de los vastos campos de remolacha bajo el sirimiri de otoño.
Salimos del comedor; tenemos que volver a cruzar la sala de la juventud literata, rebelde y melancólica, y antes de hacerlo, no podemos resistirnos al placer amargo de visitar una vez más a las viudas, ahora cinco minutos más viejas.
Abandonamos el comedor, dejando a un lado el guardarropa, que ha sido testigo de muchos dramas: antiguos amigos convertidos en adversarios implacables se encuentran y esconden la mano; cada día se cruzan precisamente aquí, y no pueden saludarse. Salimos a la calle y el aire fresco nos salva de un desmayo inminente. La cámara graba la plaza del Castillo. Enfoca un tenderete de flores. Crisantemos.
Si no era el comedor, era una «casa de trabajo creativo», en las montañas o en la costa, una pensión adonde no tenían acceso los simples mortales. Y, ¡dale que dale!, los mismos amigos y los mismos enemigos, las mismas viudas, un puñado de jóvenes promesas, dos traductores y tres poetas.
¿A qué conducía aquello? A que los asiduos de los comedores y de las pensiones se conocían demasiado bien. Se veían todos los días. Quien se dejaba caer por allí acababa siendo escudriñado de la cabeza a los pies. Unas miradas crueles le robaban los secretos grandes y pequeños, le arrebataban el misterio y le exprimían hasta la última gota de intimidad. Pensativo, triste o alegre, cada día junto a la misma mesa, tanto en verano como en invierno… Los otros se enteraban de todo, estaban al tanto de su situación familiar, sabían que padecía de varices y que aquello le venía de familia, ni siquiera el modelo de su máquina de escribir era un secreto para nadie. Disponían de información exacta sobre el saldo de su cuenta bancaria y sobre sus interminables disputas con el editor. Seguían de cerca su conflicto matrimonial, que se agravaba día a día. Reconocían las pastillas que tenía que tomarse antes y después de las comidas. Fingían estar preocupados por el estado de su hígado. Acabaron robándole todo, hasta que al final se exhibió desnudo y adocenado, uno del montón. Pero en aquella desnudez no quedaba al descubierto lo universal, sino lo trivial. Es así como actúa el colectivismo: mata a golpes de normalidad.
Destruye todo lo individual. En cambio, ama a «la sociedad». ¡Que todo el mundo viva en sociedad y que a nadie se le ocurra buscar refugio en la marginación! Andando el tiempo, la policía secreta dejará de ser útil. ¿De qué va a servir, si la sociedad lo sabrá todo de ti?
Hay más vida en la muerte que en la existencia a la que nos condena el colectivismo: aquel caldo con fideos y la mirada inquisidora de los vecinos, aquel foco de la curiosidad ajena que no se apaga nunca, largas horas de reuniones donde no ocurre nada excepto que la vida se desgasta y se vuelve normal, gris, semejante a los sucedáneos que se venden a cuentagotas con cartilla de racionamiento.
Baczyński fue un elegido de los dioses, murió joven. Su existencia mítica ha perdurado en nuestra imaginación. Wisława Szymborska hizo que el poeta ausente vistiera por un instante el cilicio de los compromisos que sus coetáneos menos afortunados se vieron obligados a contraer. La ceniza de la vulgaridad recubrió las alas de un ángel.
Sin embargo, hay que tomar en consideración otra posibilidad: si el proyectil alemán hubiese seguido una trayectoria diferente, Baczyński tal vez hubiese sido cabal, valiente y puro; tal vez no hubiera contraído ningún compromiso y este hecho se hubiera manifestado también en su noble semblante, un semblante no destruido sino tan sólo esculpido por el tiempo.