EL HOMICIDIO

He aquí lo que sucedió en Alemania a mediados de los setenta: Robert, un profesor de literatura, se arrimó a una organización terrorista. Le ordenaron matar a M., un joven de su misma edad. A pesar de su juventud, M. se había dado a conocer como filósofo y periodista conservador que hacía comentarios mordaces sobre la izquierda radical. Lo organización lo había sentenciado a muerte. Robert estaba obligado a ejecutar la sentencia en el plazo máximo de tres meses. Se asustó y se fue a Portugal, a Lisboa. Rompió todos los contactos con la organización y vivió modestamente bajo un nombre falso, traduciendo poesía portuguesa. Tenía miedo de la policía y de sus antiguos camaradas.

Transcurrieron muchos años, y casi todos los miembros del grupo terrorista fueron capturados, cayeron en un tiroteo o murieron en la cárcel. Se proclamó una amnistía para los que, como Robert, en el fondo no eran más que simpatizantes de los terroristas. De modo que Robert pudo por fin regresar a Alemania. Se estableció en Colonia. Dio conferencias, colaboró con emisoras de radio e intentó volver a trabajar en una escuela. Un día, dio con M., a quien conocía sólo de vista, y se hicieron amigos. M., aquel sabio que en su tiempo prometía tanto, había abandonado la universidad, vivía de un subsidio de paro y se pasaba el día entero leyendo novelas policíacas. Cuando Robert le preguntó por qué había abandonado una carrera tan segura y prometedora, le contestó que ya no creía en nada y no sabía fingir, lo cual —afirmó— probablemente era debido a un defecto genético que, por línea paterna, se manifestaba en su familia desde hacía algunas generaciones.

Tras algunos meses, aquellas dos almas solitarias decidieron compartir un gran piso céntrico. Un año más tarde, Robert mató a M. en un arranque de locura. Delante del tribunal, declaró que no soportaba la tos de M., que odiaba el ruido que hacía al comer, que detestaba oír sus pisadas y que le repugnaba su manera de cortar el pan (apretando la hogaza contra el pecho).