DE LA Z A LA A
Distinguido señor A.:
El ascensor no funcionaba, pero sí la escalera. En cuanto me vi en la calle, me sentí como si hubiera dado con mis huesos en otra ciudad, en otro país. Todo había cambiado, los olores y los sonidos. Volví a ser un rapazuelo que corre hacia la desembocadura de una larga calle. Y, sobre mi cabeza, el viento, las nubes y la sombra pálida de la luna.
Durante unos días fui incapaz de pensar ni de escribir.
No obstante, ahora he decidido dirigirme a usted para responder brevemente a las tesis de su apología. Brevemente, ya que no soy poeta, sino un periodista lacónico.
Considero que usted miente. Miente, cuando se limita a subrayar los motivos estéticos, haciendo hincapié sólo en vivencias metafísicas. Estoy seguro de que usted tenía mucho miedo y que le consumía el afán de hacer carrera. Usted mismo lo menciona, pero con precaución, de paso. Sin embargo, yo pondría esto en el centro mismo de su confesión. Diga: yo tenía miedo. Hasta que no empiece por el miedo y la ambición, seguirá mintiendo.
He escuchado muchas veces la cinta que grabé en su casa. Usted no deja de hablar de la poesía. Como si de una muchacha hermosa se tratara. Usted es poeta a todas horas, en su casa, en Planty e incluso lo fue en aquel maldito camión. ¡Qué le vamos a hacer!, pensé. Si es un poeta, no podemos exigirle gran cosa. Estaba loco y sigue estándolo. Pero después me di cuenta de que usted no sólo es un artista, sino también una persona, un hombre, un ciudadano, un ser de carne y hueso.
Sé que existe el mito modernista según el cual el artista es distinto, su modo de vivir es diferente del del resto de la humanidad: ligero e irresponsable. Un poeta no tiene carácter, no tiene opiniones ni personalidad, es potencia pura que se anima sólo en contacto con la materia de la imaginación. Aún más, un poeta es la imaginación encerrada, como por obra del azar, en la piel y en la vestimenta de un ser real con el que nunca se toma demasiadas libertades.
Rechazo este mito. Usted es un hombre y un ciudadano, no sólo imaginación. De eso estoy seguro. Usted es alguien real, fundamentalmente concreto. Admito que la chispa de alegría poética que usted llevaba dentro durante un tiempo —por cierto, un tiempo breve, sólo durante la juventud— no es particularmente juiciosa. Ella no vota, no paga impuestos, no lee la prensa. Ella no.
De acuerdo. Pero siempre echa raíces en un terreno sólido. En otro caso, no podría perdurar. Tiene que compartir su existencia frívola con un hombre, una mujer o un niño, y se mezcla con una persona real como el oxígeno con el hidrógeno.
En este punto usted ha fracasado de lleno. Ha fracasado como hombre, como esposo y como persona. No supo reconocer en el nuevo sistema político una realidad abominable y vulgar que hacía retroceder a Europa a la época de la esclavitud. No la supo reconocer o, al verla, se horrorizó tanto que se dedicó a encomiarla, a cantar sus glorias y a venerarla. Y ahora dice con hipocresía: bueno, yo era poeta. Sólo veía las golondrinas y los castaños.
Las golondrinas y los castaños, los gatos y la nieve, las tardes calurosas. ¿Acaso se le pasaron por alto las carabinas? ¿No se fijó en las cárceles? ¿No leyó periódicos abyectos? ¿No vio el sufrimiento?
Todo se transformaba en belleza. La lluvia era bella y el frío era bello.
¡Es imposible amputar de esta manera el juicio, la sensibilidad y el sentido común! ¿Los poetas piensan? ¿El éxtasis es inteligente?
No, no creo que sea posible ni aceptable trazar una frontera tan absoluta entre el hombre estético y el hombre corriente, verdadero, real. Usted miente.
Y si a pesar de todo no miente, si su relato es sincero, todavía peor. Porque esto significaría que el arte es una mentira. Y, en tal caso, la poesía —con su indiferencia, con su olímpica altivez, con su privilegio de elegir temas preferiblemente eternos, postrimeros e inamovibles, con su deslumbramiento frío e inhumano— sería la mentira más repugnante de todas.