DEDICATORIA
Cuando me interné en el desierto hace diez años, llegué a pensar que me había despedido del mundo civilizado para siempre. Acontecimientos totalmente extraordinarios son los que me han impulsado a tomar la pluma para plasmar mis recuerdos. Lo que yo pude ver probablemente no haya sido presenciado nunca por nadie. Pero lo que más se vio afectado fue mi propio interior. Mis convicciones, que yo consideraba inamovibles, se vieron pulverizadas o fuertemente sacudidas en sus cimientos. Ahora admito horrorizado como verdad irrefutable todo aquello que antaño rechazaba. Estas notas podrían tener un claro propósito: prevenir a otros como yo. Pero lo más probable es que nunca lleguen a contar con lector alguno. Las escribo con zumo sobre grandes hojas, en lugares remotos de África, lejos de las últimas huellas dejadas por la cultura, bajo la choza de un bechuana[1], con el incesante estrépito del Mosi-oa-Tunya[2] como fondo. ¡Oh, grandiosa catarata! ¡La más hermosa que hallarse pueda en el mundo! En este desierto, tú eres la única que puede llegar a comprender mi inquietud. Y a ti te dedico estas páginas.
Una aldea, a 9 de agosto de 1895