Uno de esos oscuros días de Petrogrado[1], cuando todas las viviendas son lo más parecido a una cueva y sus habitantes a trogloditas perdidos entre tinieblas, yo estaba en mi despacho y a la luz de una lámpara me dedicaba a medir los cráneos que había traído de mi última expedición.
Las piezas tenían un interés extraordinario y pertenecían a una época sin duda no posterior a los siglos V o VI a.C.
Una llamada a la puerta y la posterior aparición en su umbral de cierto señor de mediana estatura, cabellos elegantemente desordenados y gafas, interrumpieron mi concentración.
—Disculpe… ¡Buenos días!… —dijo, mientras me tendía su mano con los dedos abiertos, en una posición forzadamente elevada—. ¡Mucho gusto!… —añadió, estrechando efusivamente la mía.
—¿En qué puedo ayudarle? —me ofrecí, invitándolo a pasar y sentarse, sin encontrar nada que me fuera familiar en su rostro.
Unos inquietos y albinos ojos se posaron en mí. Y, por el modo en que la aguda nariz enrojecida de mi invitado olfateaba el aire, cualquiera habría dicho que mi habitáculo estaba saturado de miasmas. Pronto comprendí lo que sucedía: su dueño poseía un olfato capaz de percibir los olores incluso de los objetos inanimados; primero los iba descartando con la nariz y luego elegía lo que le parecía interesante con la vista.
—¡Perdone!… He venido para tener una charla con usted… —aclaró, mientras husmeaba una antigua ánfora que había en un rincón y sus ojos saltaban del objeto hacia mí—. ¡Qué piezas tiene usted aquí!… —se admiró—. ¡Todo antigüedades!
—¿Qué es lo que andaba buscado?
Los ojos del visitante brincaron unos instantes recorriendo mi rostro.
—¿Usted es un estudioso de la Antigüedad? —preguntó, decidido por fin a ir al grano.
Asentí con la cabeza.
—Yo también… —recalcó con energía—. ¡He hecho un pequeño descubrimiento!…
La delgada y pecosa mano de mi invitado se deslizó bajo la axila y sus largos dedos extrajeron del fondo de su chaqueta una especie de disco abocinado, parecido al auricular de un teléfono[2]. De su borde sobresalían unos cortos y finísimos cables a modo de rayos.
—¡Helo aquí! —anunció con solemnidad—. Ni más ni menos.
Y el hombre soltó una carcajada algo forzada, se agitó nervioso y pareció como si le hubiera tragado el sillón, de cuyas profundidades únicamente asomaban sus manos frotándose nerviosas.
—De aparatos no entiendo lo más mínimo —objeté, examinando el ingenio—. ¡Y debo reconocer que los inventos no me atraen en absoluto!
Los tics cesaron en el sillón, del cual surgió una nariz primero, y luego toda la pálida y deslucida fisonomía de mi interlocutor.
—¡Eso no puede ser! —objetó—. Pero ¡si usted ha publicado el libro Lo extraño sobre la influencia de los nombres en el destino de las personas! Y el entorno que nos rodea, ¿tiene también alguna influencia sobre el destino?
—¡Y cómo! ¡Realmente grande!
—¿Y por qué es así?
—Bueno, eso requeriría largas explicaciones…
—¡Claro, claro!… —me interrumpió con sorna mi invitado—. El problema social, Karl Marx, el trabajo y el capital, el agua de borrajas… ¡Tonterías! ¡No se trata de eso!
—Entonces ¿de qué se trata?
—Usted sin duda habrá frecuentado edificios antiguos, en ruinas.
—Sí, a menudo.
—¿Y ha percibido alguna influencia en usted? Si está en una antigua taberna, procura pisar con sigilo y hablar en voz baja. Siente una especie de veneración, ¿no es así?
—Sin duda.
—¡Ajá…! ¡Incluso en una taberna! ¿Y eso por qué?
—En general, cualquier cosa antigua actúa de ese modo sobre las personas…
—¡Olvídese de hablar en general! Usted dígame concretamente, ¿por qué?
Me encogí de hombros.
—Pues ¡yo lo he con-cre-ta-do!… —pronunció expresivamente—. ¿Usted cree en el hipnotismo y en la transmisión del pensamiento a distancia?
—Creo.
—¿Y en la electrificación de los cuerpos y la acumulación de energía, o dicho de otro modo, en las impregnaciones…? También, espero… En Italia tuve ocasión de ver algunas estatuas antiguas asombrosas —continuó mi invitado, mirando a alguna parte por encima de mi hombro—. A lo largo de los siglos, miles de personas han rezado con fervor ante ellas un día tras otro: eran millones los que volcaban su atención y voluntad sobre la piedra, y esta absorbió parte de esa acción y actúa sobre nosotros como una «botella de Leiden»[3]. ¡Eso es indiscutible! En algunos castillos y edificios en ruinas entraba alegre y ruidoso, y la alegría me desaparecía al momento. En los baños romanos experimentaba lo mismo que en los templos. Llegué finalmente a la conclusión de que no era su apariencia exterior lo que me afectaba, sino algo diferente, oculto entre sus paredes. Habían asimilado el pasado que tuvieron ante sí: en sus piedras sin vida, en el cobre, la madera, el hierro, en todas partes habían quedado atrapados discursos y sombras de las gentes que en un tiempo vivieron allí. Por eso enmudecemos en los edificios antiguos: irradian energías, sentimos su pasado, agazapado en uno u otro de sus rincones. ¿Recuerda el cuento de la princesa que dormía en su ataúd de cristal en medio de un reino petrificado?[4] Esa princesa del pasado, dormida, ¡fue hechizada con el sueño de las piedras!
—Es usted todo un poeta —dije sin querer.
—No, yo soy Iván Tsarévich[5] —dijo con orgullo, golpeándose el enjuto pecho con el puño—. ¡Yo he roto el sueño encantado!
La nariz picuda y enrojecida de mi contertulio no era muy acorde con la figura de Iván Tsarévich; tenía la impresión de encontrarme más bien ante un hombre que había perdido la cabeza.
—¡Sííí…! —dije alargando la palabra y apoderándome de un voluminoso cenicero que había junto a él, como medida de precaución—. Todo esto, desde luego, es muy curioso…
Creo que ni siquiera un rey Lear habría sido capaz de levantar sus posaderas con tanta grandilocuencia como mi acompañante desconocido.
—¿No me cree? —preguntó con un matiz de soberbia—. Por otra parte, es lógico… Mejor que hablar, si lo desea podemos realizar un experimento. —Dijo esto aferrándose a su artilugio—. Hay que pegarlo a la pared. Se fijará con ventosas y la pared nos contará lo que sabe.
No se debe llevar la contraria a un loco, siempre y cuando sus fantasías no sean malintencionadas, de modo que, como no tenía ni un hueco libre en las paredes de mi despacho, tuvimos que quitar una malla de hierro. En ese hueco, presionando con una mano, dejó pegado su artefacto.
Unas chispas de color azul pálido apenas visibles empezaron a saltar de los extremos de los filamentos. El invitado unió algunos de ellos en medio de un tenso silencio, oí claramente los pasos de un hombre cargado con un gran peso, que se acercaba a nosotros desde algún lugar por debajo de la agrietada tarima.
—¡Sh…! Ahora va hablar —susurró mi desconocido, llevándose el índice a los labios y acercando el oído al aparato.
—¡Trae los ladrillos más deprisa, diantre! —bramó de repente una ruda voz procedente de la pared—. ¡Maldita sea tu estampa, estás dormido!
—Ya vaaaa… —respondió otra voz en tono ronco y apagado, venida del subsuelo.
Todo quedó en silencio, solo se oía el ruido de las fuertes pisadas.
Yo, estupefacto, miraba alternativamente al aparato y a mi invitado. Él, de brazos cruzados, sonreía; su ojos brillaban.
—¡Increíble! —articulé.
Mi invitado despegó su invento.
—¡Es una casa nueva! —explicó a modo de disculpa, por lo que había expresado la pared—. Son obreros… ¡es evidente! Hay que ir a algún otro edificio más antiguo…
Y así lo acordamos.
Justo un día después de lo descrito, el inventor y yo tomamos un tren para ir a ver a uno de mis conocidos, en cuya finca se conservaba una antigua casa de los tiempos de Catalina[6] que ya estaba predestinada a una inminente demolición.
Mi estado de ánimo era expectante. Mi acompañante, además del aparato que había tenido ocasión de ver, llevaba en una caja especial otros artilugios que permitían ver el pasado.
¡Ver y oír a los muertos!… Era algo inquietante y que acrecentaba la impaciencia por llegar a nuestro destino.
Esa misma tarde, en un trineo de campesinos que habíamos tomado en la estación, hicimos nuestra entrada en una inmensa y señorial explanada cubierta de nieve; en su centro se veía oscurecida una enorme construcción de dos plantas, otrora pintada de un color chillón, con las ventanas condenadas. Parte de su balcón superior se había venido abajo y estaba suspendido en el vacío lo que quedaba de él. No había tejado. La pintura se hallaba en algunas partes enmohecida y en otras se había desprendido, dejando agujeros al descubierto. Todo producía una impresión de completo abandono.
El cochero se desvió hacia una pequeña casita de piedra, que servía como vivienda temporal a mi amigo.
A nuestro encuentro salió un anciano lacayo que me conocía desde hacía mucho tiempo y al cuarto de hora estábamos en una cálida y alfombrada sala del piso bajo, tomando el té. El dueño de la casa no se presentó.
El sirviente que le sustituía escuchó sin entender del todo mi petición de pasar una noche en la vieja casa.
—¡Válgame Dios, si hace cien años que no se calienta aquello! —advirtió, mientras servía el té—. ¡Se van a congelar!
—No pasa nada, llevamos abrigos y válienki[7]. Además, encenderemos las chimeneas. ¿Cree usted que funcionarán?
—¿Y qué, si es así?… Poder encenderse, se podrá, hagan lo que quieran, pero ¡no está bien!
—¿Qué es lo que no está bien?
—La casa es enorme, y está desierta… ¡Da repelús! Y por si fuera poco, se les puede caer algo encima, Dios no lo quiera. Estarían mejor aquí: les prepararé la cama, se está calentito, tienen una lámpara… ¡Es ya de noche, piénsenlo bien!…
Mi acompañante se echó a reír, mientras se frotaba las manos.
El anciano le dirigió una mirada de reprobación.
—Por supuesto, la gente hoy en día no cree… —añadió—. ¡Lo que ustedes manden, faltaría más!…
—Bien, entonces tenga la bondad de instalarnos en la casa…
—¡Sí, señor! —dijo retirándose. Después de descansar del viaje y cenar, nos dirigimos al patio en compañía del sirviente y dos trabajadores más.
La noche silenciosa y estrellada se extendía sobre la tierra, cubierta con un inmenso manto blanco. Como dos negras jorobas se perfilaban la casa y el ángulo del jardín… Había helado. La nieve crujía; al ruido de nuestros pasos respondió en alguna parte el ladrido de un perro y el tintineo de su cadena.
La puerta de entrada a la casa estaba abierta de par en par; el umbral quedaba por encima de nuestras cabezas, ya que había desaparecido la escalinata; en su lugar se había colocado una pequeña escalera de mano.
El anciano mayordomo se introdujo primero, y dándonos la mano nos ayudó a subir. Entre dos luces, un farolillo en el suelo se destacaba como una mancha amarilla en medio de las abultadas sombras. Casi a tientas, nuestro guía buscó una gran puerta que se hallaba cubierta de una maraña de suciedad, como un perro callejero lleno de mechones de pelo enredados, y consiguió abrirla.
—Por favor… —dijo, cediéndonos el paso.
Nos invadió un olor rancio. Hacía casi tanto frío como en la calle. El anciano cogió una lámpara de queroseno que había sobre un arca y alzándola por encima de su cabeza nos condujo más allá de la zona habilitada para la servidumbre.
Entramos en una enorme sala decorada en dos colores. Las oscuras paredes reflejaban fugaz y aisladamente restos dorados de tapices y diversos adornos; se extendía en la penumbra una mortecina hilera formada por mullidas, pero raídas y ruinosas sillas. La barandilla que rodeaba el estrado reservado a los músicos resaltaba sobre el suelo como una corona; éste se había venido abajo: las tablas se amontonaban por toda la sala y bloqueaban hasta media altura una de las puertas.
Aunque todos calzábamos válienki, nuestras pisadas resonaban por los rincones; la vieja tarima crujía y se quejaba de su vetustez.
Cruzamos la sala, chirrió la puerta desconchada y nos invadió una oleada de aire más cálido, procedente del lúgubre espacio que teníamos delante. La sala de los retratos… Desde todos los rincones nos miraban rostros importantes, imponentes o sonrientes. Todos habían abandonado hacía tiempo el mundo de los vivos.
Mi amigo, el heredero de la finca, no se interesaba en absoluto por sus antepasados ni por las antigüedades, y las telarañas, cual negro velo, cubrían tupidamente muchos de los cuadros.
Los sillones se veían desteñidos y hechos jirones; algunos tenían a sus pies mesitas de café color caoba. Después de la sala de los retratos, pasamos por el antiguo recibidor de color azul claro, y cuando nuestro cicerone empujó la siguiente puerta, nos envolvieron una fuerte luminosidad y el calor auténtico de una confortable habitación.
Estábamos en un rincón acogedor, que en otro tiempo debió servir como tocador de señoras: de ello daban fe los muebles, que aun descoloridos, dejaban entrever sus tonos pastel, las paredes empapeladas de color rosa, que en su día hicieron juego, y el baño, con su espejo empañado.
La chimenea, con unos enanos de bronce a cada lado, estaba repleta de leña y ardía con tal fuerza que casi hacía innecesaria la lámpara encendida sobre la mesa. Dos divanes habían sido dispuestos a modo de camas, y las mantas se habían cubierto con colchas de fieltro.
El mayordomo echó otro vistazo para comprobar que todo estuviera en orden, nos advirtió de que por la noche hacían guardia los vigilantes de la finca, nos deseó buenas noches y se retiró.
Mi compañero aflojó las correas de su caja y después las de su pequeña maleta. De la primera extrajo dos extraños aparatos, parecidos a una linterna mágica: en un extremo tenían una lente de aumento y del otro partían gruesos cables acabados en ventosas que se adherían a la pared. Por otra parte, en la maleta se guardaban nada menos que cuatro receptores auditivos.
Después de pensarlo, decidimos colocar estos últimos en el gran salón, la sala de los retratos, el recibidor y el tocador; los instrumentos de visión, en la primera y en la última de estas dependencias.
El inventor, con gesto concentrado y nariz aún más colorada, se apresuró a fijar las ventosas en la pared del tocador. Yo le ayudaba en lo que podía.
A pesar de todos mis esfuerzos por controlarme, estaba cada vez más nervioso; era comprensible: ¡estábamos a punto de convocar a los muertos! Una vez concluidos los preparativos, dejé a mi compañero en el salón principal, y yo me dirigí a paso rápido hasta el tocador: tenía ganas de calentarme junto al fuego, pues un frío interior se había adueñado de todo mi cuerpo.
Al abrir la puerta, me quedé clavado en el sitio: delante del espejo y de espaldas a mí, había una mujer con peluca empolvada y llena de tirabuzones; un ondulante encaje cubría su pomposo vestido rosa. Debajo de él, se adivinaban las rosadas medias y los zapatos sembrados de auténticas perlas.
Me faltaba el aire. Me senté, casi cayéndome en la silla que había junto a la puerta; ésta crujió y la desconocida se volvió. Pude ver entonces un hermoso rostro ovalado con dos lunares postizos en la mejilla izquierda. Sus ojos castaños se posaron sobre mí como si miraran un espacio vacío. Es decir, ¡yo era invisible para ella! Recobré el aliento y en ese momento noté un sorprendente cambio en el tocador. Toda la estancia apareció revestida de raso; en los apliques dorados de las paredes ardían las velas; el espejo, el baño, los muebles… todo estaba nuevo, con su lustre dorado, lujosas alfombras y terciopelos. Nuestras camas habían desaparecido.
—¡Arisha! ¡Chicas! —gritaba la mujer del espejo.
La puerta se abrió de par en par y entró impetuosamente una lozana joven morena con un cuello de encaje recién planchado en las manos. Detrás de ella irrumpió como una bomba una segunda, de pelo castaño claro, con un cofrecillo de nácar.
—¡Deprisa, deprisa…! ¡No os entretengáis! —apremió caprichosa la dama a sus doncellas, mientras ellas le ajustaban el cuello y las joyas—. ¿Ha llegado ya Vasili Petróvich?
—¡Ha llegado!… ¡Hace rato!… —respondieron a coro las muchachas.
En un diminuto recipiente de loza se veía un montoncito de hollín, en el cual la dama aplicó una pluma, para después pintarse los ojos con su extremo, como requería la etiqueta del momento.
En el recibidor se oyeron risas y voces masculinas. Eché una ojeada pero no había ni un alma. El mobiliario y todos los enseres seguían en el mismo estado deteriorado y caduco, pero se dejaba oír una animada charla: era como si estuvieran hablando dos de los sillones altos, con su relleno asomando entre la tela. Un escalofrío me recorrió de pies a cabeza.
—¡Me alegro de todo corazón, su excelencia, le agradezco el honor que representa para mí! —podía oírse desde uno de los sillones, con una voz pastosa, apopléjica y aduladora.
—¡Bueno, bueno! ¿Qué más tenemos aquí?… Entonces, ¿qué tal va tu rosal? ¿Está sano y florido? —se oyó decir en un bisbiseo senil desde el otro sillón, separado del primero por una mesa de juego.
Volví la cabeza.
La dama y su doncella también estaban escuchando la conversación y en el rostro de la primera se dibujó una mueca de desagrado. Casi al momento las dos criadas corrieron hasta la puerta: una pegó el ojo a la cerradura y la otra el oído a la ranura que dejaba ésta. Por el camino se toparon de frente conmigo, pero no sentí que me tocaran.
—¡El príncipe y nuestro señor están sentados uno frente a otro!… —susurró la joven morena volviéndose.
—¡Se refiere a usted, a usted… el muy zalamero! —dijo la de pelo más claro, moviendo la cabeza y tapándose la boca para contener la risa.
Se oyó cómo alguien llamaba a la puerta suavemente con los nudillos.
—Ya voy… —respondió la hermosa mujer. Su cara tenía una expresión fría, casi glacial.
Las doncellas se hicieron a un lado, abrieron la puerta y la dama salió por ella con la cabeza ligeramente levantada. Al cruzarla se esfumó. En la habitación desierta se percibió el vaivén de unos pasos, un forzado y petulante «je, je, je» y largos, sonoros besos en la mano.
Unas torpes pisadas se dirigieron con apremio a la sala de los retratos y resonó el golpe de la puerta que en realidad estaba cerrada e inmóvil.
—¡Florece… claro que florece… está hecho un auténtico pimpollo!… —dijo la voz, con la senectud propia de la edad.
En la sala empezó a sonar una polonesa, que me hizo dar un respingo por lo inesperado.
—¡Venga, adorada mía!…
Los pasos empezaron a alejarse.
Las doncellas se lanzaron hacia mí; instintivamente me protegí con el brazo, pero me atravesaron y se disolvieron al unísono en la oscuridad del recibidor: corrían a espiar lo que iba a suceder. Y yo fui tras ellas.
La sala de los retratos se encontraba en penumbra… Olía a humedad y a moho. Por debajo de la puerta que daba al gran salón se filtraba una potente luminosidad.
—¡Es buena chica Masha, pero no es para nosotros! —declaró de pronto con un matiz de envidia uno de los rincones vacíos.
—¡Veremos con quién acaba! —pronunció una voz de barítono joven y agradable.
Abrí la puerta del gran salón y por un momento me quedé aturdido: toda la estancia, del suelo al techo, relucía cegadoramente con centenares de luces. La ocupaban un sinnúmero de personas de todas las edades, ataviadas con levitas de seda y vestidos de terciopelo adornados con resplandecientes brillantes. Lo más impresionante era ver ese mar de cabezas plateadas repletas de bucles y la interminable sucesión de rostros perfectamente afeitados.
En el estrado que había detrás de la dorada balaustrada, tocaba una pequeña orquesta formada por campesinos.
Las sillas tapizadas de raso en una combinación de blanco pastel con dorado, se veían vacías: el conjunto de invitados se movía al son de la polonesa, formando una guirnalda multicolor.
A la cabeza iba el príncipe, senil y encorvado, intentando aparentar la juventud perdida; inclinándose con afectada cortesía, le susurraba algo con vehemencia a la dama de rosa que formaba su pareja, la misma que yo había visto antes en el tocador. Ella escuchaba en silencio, arqueando casi imperceptiblemente sus oscuras cejas.
En la segunda pareja marchaba un tipo rechoncho, colorado como una remolacha, de nariz chata y con expresión de altivez en un rostro enmarcado por un cuello de triple capa. En su voz reconocí al señor de la casa, el que había estado conversando con el aristócrata.
La polonesa concluyó.
La gigantesca serpiente que se deslizaba por la sala clamó ruidosamente y se descompuso; los lacayos arrinconaron las mesas de juego y los invitados de cierta edad se sentaron tras ellas a jugar al boston[8]. Las fuentes se llenaron de dulces y frutas. A lo largo de las paredes se sentaron las madres y abuelas que habían traído a sus niñas. Las madres se llenaban los pañuelos de bombones y los escondían después en sus bolsos, en un gesto mezquino.
Ahí fue cuando caí en la cuenta de que yo seguía con mi abrigo de piel y las válienki. Me sentí ridículo. Pero acto seguido recordé que era invisible y que lo que estaba viendo no existía realmente. ¡No tengo palabras para describir mi turbación! Sentía punzadas en las sienes; los escalofríos alternaban con oleadas de calor que recorrían todo mi cuerpo.
—¡En mi habitación! ¡Ahora!… —me dijo ella a la cara, y seguidamente se mezcló con la nutrida concurrencia.
A mi espalda tintinearon unas espuelas. Me volví. Contra la pared había un atractivo oficial, con su blanco uniforme cortado según el patrón de la época de la emperatriz Catalina II.
Después de esperar un poco, se encaminó al otro lado de la sala y desapareció tras la puerta que daba al recibidor.
Yo corrí al tocador.
La bella dama ya estaba allí: se paseaba de un lado a otro, haciendo trizas su pañuelo, cuyos pedacitos destacaban como copos de nieve sobre la rosada alfombra de pelo.
Alguien llamó levemente a la pequeña puerta trasera. La dama corrió impetuosamente a abrirla y se hizo visible el blanco uniforme del oficial. Entró éste tendiendo sus manos, pero ella le recibió dándole manotazos con los restos de su pañuelo.
—¡No, no!… ¡Pueden entrar!… Quédate ahí, en la puerta… Escucha…
Casi echó a empujones al invitado, dejando la puerta abierta. Más allá del umbral todo estaba oscuro y desierto. El oficial desapareció, se disolvió, y solo pude ver su mano apoyada en la puerta, como si se la hubieran cortado.
Era algo completamente terrorífico.
—El príncipe me ha hecho una proposición… ¡Y mi padre ha aceptado! —exclamó ella con gran agitación.
—¡Así que ésas tenemos!… —dijo la familiar voz de barítono—. ¿Y tú qué piensas hacer?
—¿Yo? ¡No, dime tú qué piensas, dímelo! —replicó la dama.
Una cabeza sin tronco se asomó al umbral. La mirada de sus ojos negros era dura y decidida.
—Mis pensamientos son muy simples: mi cochero es el único que sigue sereno. A mis caballos, ya los conoces… ¡Dentro de dos horas estaríamos ante el pope!
La joven se sentó y se cubrió el rostro con las manos.
—Dejarlo todo… ¡y a mi padre!… ¿Y qué pasará después?
—¡Ya discutiremos todo eso! ¡Decídete, el tiempo se nos va!
Ella se levantó impetuosamente, arrojando al suelo el pañuelo que estrujaba entre sus manos.
—Parece que no hay otra salida… ¡Está bien! —decidió.
—¡Mi vida! —exclamó el barítono. El oficial entró rápidamente, la abrazó y a toda prisa se aventuró de vuelta a las tinieblas.
Apareció entonces la doncella de pelo moreno, y se arrojó al suelo, a los pies de su ama.
—¡Mi señorita! —empezó a sollozar mientras se abrazaba a sus rodillas—. ¡Lucero nuestro! ¿Y qué va a ser de mí? ¡Me azotarán… me molerán a palos hasta matarme!…
La temblorosa dama le sonrió.
—¡Has estado escuchando! —dijo—. ¡Realmente mereces que te azoten!
—¡Señorita, lléveme con usted! ¡La serviré en cuerpo y alma hasta la muerte! —se desgañitaba suplicando la doncella, golpeándose la cabeza contra el suelo.
—Está bien, basta ya… ¡Recoge todo deprisa! —le ordenó su ama—. Pero que no se den cuenta; saca los bultos por el vestíbulo trasero… Que sea lo que Dios quiera: ¡te llevaremos con nosotros!
La muchacha dio un grito de alegría, se puso en pie de un salto con el pelo todo alborotado, se precipitó hacia la puerta y se desvaneció al traspasar el marco.
Me empezaba a sentir muy mal, como si mi corazón estuviera a punto de pararse. Apoyándome en el quicio de la puerta, salí al recibidor: tanto allí como en la sala de los retratos se oían bromas, risas y una algarabía de voces ruidosas.
En el salón continuaba el baile. Las empolvadas figuras azules, rojas, blancas o verdes se hacían reverencias unas a otras, con inclinaciones exageradas y bailando en círculos. Desde el estrado fluía un minueto.
Mis ojos escudriñaron toda la escena en busca de mi compañero. Enfundado en su abrigo, con un gorro de piel calado hasta la nuca y sus válienki por calzado, estaba apoyado en un saliente de la pared, abarcando con su mirada la multitud de visiones. Tenía la boca entreabierta y sus pálidas facciones semejaban una máscara de yeso.
Tambaleándome, conseguí llegar hasta él y asirle por el brazo.
—¡Ya es suficiente!… ¡Vamos!…
—Tenemos que desconectar los aparatos, acostarnos, dormir bien…
Eso es lo que reclamaban ávidos nuestras mentes y nuestros cuerpos extenuados. El inventor no parecía comprender mis palabras; probé a quitar sin su ayuda las ventosas de la pared de la sala, pero mis manos cada vez más débiles no quisieron obedecerme. Había que dejarlo todo como estaba y acostarse a toda costa.
Entre ruidos y voces llegamos hasta el tocador. No había nadie. Me derrumbé en el diván de terciopelo; mi compañero se sentó en una de las sillas, pero luego resbaló hasta caer sobre la alfombra.
Desde la sala llegaba el sonido de la música. Empezaba a caer bajo los efectos del sueño…
—¿Qué ocurre? —resonó una voz ronca y algo malhumorada por encima de mí.
Abrí los ojos y vi al rechoncho dueño de la casa. A su lado, el encorvado y canoso mayordomo.
—¡Señor, debo atreverme a comunicarle una desgracia! —masculló el anciano.
—¿Qué pasa? ¡No me asustes, viejo estúpido! —le gritó el gordinflón.
—Se han llevado a la señorita…
—¡¿Quéee…?! —rugió el amo; los ojos se le salieron de las órbitas, como a un cangrejo—. ¡Estás mintiendo!… ¡¿Quién, cuándo?!
—Hace un minuto, señor: el teniente Bielski la montó en su trineo de caballos y huyeron…
—¿A la fuerza? ¿Y cómo no lo impediste? ¿Dónde estaban todos?
—Es que no fue por la fuerza… Ella misma se fue… ¡y se llevaron con ellos a Arisha!
—¡Oh, ohhh!… —el obeso señor levantó los puños al cielo zarandeándolos; su cara adquirió una tonalidad azulada. Y de repente, como si una mano invisible lo hubiera golpeado en la oscuridad, su cabeza se venció hacia delante, sus labios se contrajeron y con un gruñido se desplomó a nuestro lado; el anciano mayordomo intentó sostener el pesado cuerpo de su amo, pero no pudo.
—¡Ay, ayyy!… —gritó con voz llorosa, y salió corriendo al recibidor, atravesando el cuerpo de mi colega, que se estaba incorporando—. ¡El señor se muere!… ¡Venid aquíii!…
La música cesó… Se oyó el rumor de cientos de pies… y entonces perdí el conocimiento.
Hasta al día siguiente no volví en mí; me encontraba desnudo en la cama. Al cabo de otra jornada me contaron que mi compañero y yo nos habíamos quemado, y que a él no habían conseguido reanimarlo. Aquella noche, en la casa, se había producido un incendio por un mal funcionamiento del tiro de la chimenea y la construcción acabó reducida a cenizas, al igual que todos sus enseres y nuestros aparatos. Apenas tuvieron tiempo de sacarnos a nosotros y algunos cuadros. Pero a mi compañero ya lo recogieron sin vida.
Entre los retratos salvados, reconocí el de la bella dama de rosa; me sonreía con picardía.
Con mi conocido, al que pertenecía la casa, estuve a punto de llegar a las manos.
Este señor, con total seriedad, empezó a darme las gracias por haberle librado —aun sin querer— de esa «vieja ruina».
—Lo único que me faltaba era valor para hacerlo —decía como si tal cosa—, pero yo mismo pensé en más de una ocasión que sería bueno… ¡prenderle fuego, por los cuatro costados!
Y, de esta forma, ¡se perdió sin remedio aquel asombroso invento!…