I
Eran pasadas las ocho de la tarde cuando el doctor aplicó su oído a mi corazón, acercó un pequeño espejo a mis labios y, dirigiéndose a mi esposa, dijo solemnemente en voz baja:
—Todo ha terminado.
Por esas palabras, yo deduje que había muerto.
Hablando con propiedad, yo ya había muerto bastante antes. Llevaba más de mil horas yaciendo inerte y sin poder pronunciar palabra, aunque seguía respirando de vez en cuando. A lo largo de mi enfermedad había tenido la impresión de estar atado con innumerables cadenas a alguna remota pared, y eso me torturaba. Poco a poco la pared me fue liberando, el sufrimiento disminuyó, las cadenas se aflojaron y acabaron por desmoronarse. Los dos últimos días aún me sentía ligado por un fino cordón; pero ahora que se había roto, experimenté una sensación de ligereza como nunca en mi vida.
A mi alrededor se armó un tremendo alboroto. Mi amplio despacho, al que me habían trasladado desde que comenzara mi dolencia, se llenó de personas que cuchicheaban, comentaban y gimoteaban todas a la vez. La anciana ama de llaves Yúdishna, hasta empezó a dar voces en un tono que no parecía el suyo. Mi mujer, lanzando un grito, se arrojó sobre mi pecho; había llorado tanto durante mi enfermedad, que me sorprendía ver cómo aún le quedaban lágrimas. Pero, entre todas las voces, destacaba temblorosa y senil la de mi mayordomo Savieli. Ya desde mi infancia fue designado mi asistente personal y desde entonces no se había separado de mí jamás, aunque ya era tan anciano que prácticamente vivía sin ocupaciones que desempeñar. Por la mañana me traía la bata y el calzado y luego se pasaba el día brindando con vodka de abedul y discutiendo con el resto del servicio. Mi muerte, más que entristecerlo, tuvo el efecto de endurecer su carácter y le sirvió además para cobrar una importancia que nunca había tenido. Pude oír cómo mandaba a alguien a que fuera a recoger a mi hermano, a otro le estaba echando algo en cara y en algunos asuntos quería disponerlo todo según su voluntad.
Mis ojos estaban cerrados, pero podía verlo todo y escuchaba lo que ocurría en torno a mí.
Entró mi hermano, ensimismado y altivo como siempre. Mi mujer no podía soportarlo, sin embargo, se abrazó a su cuello y su llanto se hizo aún más sonoro.
—Vale Zoia, déjalo ya, llorando no ayudas nada —le dijo mi hermano fríamente y en un tono que parecía estudiado—. Debes cuidarte para atender a los niños; créeme, él estará ahora en un sitio mejor.
A duras penas consiguió librarse de su abrazo y la sentó en el diván.
—Ahora tenemos que ocuparnos de algunos asuntos… ¿Me permitirías ayudarte, Zoia?
—¡Ah…! André, por amor de Dios, encárgate tú de todo… ¿Crees que ahora puedo pensar en algo?
Y de nuevo se echó a llorar, mientras mi hermano se acomodaba tras el escritorio y llamaba al joven cantinero Semión, que era un muchacho muy despabilado.
—Este anuncio lo vas a mandar a Nuevos Tiempos[2] y después irás a ver al fabricante de ataúdes, y de paso pregúntale si conoce algún buen salmista.
—Señor —respondió Semión con una inclinación—, no es necesario acudir al encargado de las pompas fúnebres: aquí hay cuatro que llevan dándose empujones en el portal desde por la mañana. Por más que los intentamos echar, no hay forma. ¿Desea que les haga entrar?
—No, yo mismo saldré a la escalera.
Entonces leyó en voz alta el anuncio que había escrito:
La princesa Zoia Borísovna Trubchévskaia con gran pesar de su corazón, hace constar el fallecimiento de su esposo el príncipe Dmitri Aleksándrovich Trubchevski, acaecido el 20 de febrero a las ocho de la tarde, después de sufrir una grave y prolongada enfermedad. Los oficios se celebrarán a las 2 del mediodía y a las 9 de la tarde.
—¿No necesita nada más, Zoia?
—No, claro que no. Lo único… ¿por qué ha puesto la palabra «pesar»? Je ne puis pas souffrir ce mot. Mettez[3]: con un profundo dolor.
Mi hermano lo corrigió.
—Entonces lo envío a Nuevos Tiempos. Creo que es suficiente.
—Sí, por supuesto que lo es. Quizá también al Journal de St. Pétersbourg[4].
—Está bien, lo escribiré en francés.
—No te preocupes, ellos lo traducirán.
Mi hermano salió, y mi mujer se acercó a mí, se desplomó en el sillón que estaba junto a la cama, y durante mucho tiempo estuvo contemplándome con una mirada implorante y en cierto modo interrogativa. Y en esa callada mirada pude percibir mucha más pena y amor que en todos los llantos y sollozos anteriores. Ella estaba rememorando la vida que habíamos tenido en común, en la que no faltaron preocupaciones y momentos turbulentos. Ahora se echaba la culpa de todo y pensaba cómo debía haber actuado entonces. Estaba tan ensimismada que no notó la presencia de mi hermano con el fabricante de ataúdes, y desde hacía minutos el primero esperaba a su lado, sin querer romper ese momento de reflexión. Cuando vio al hombre de la funeraria, lanzó un grito agudo y perdió el conocimiento. Al momento la trasladaron al dormitorio.
—No se preocupe, señor —dijo el fabricante de ataúdes, mientras me tomaba las medidas con la misma desenvoltura con que lo hacían antes mis sastres—, lo tenemos todo previsto: tanto el manto como los candelabros. En una hora podrán pasar a la sala. Y sobre el ataúd, no le quepa la menor duda: tendrá tal féretro que hasta un vivo querría acostarse en él.
El despacho se volvió a llenar de gente. La gobernanta trajo a los niños.
Sonia se me abrazó llorando igual que su madre, pero el pequeño Kolia, que se quedó clavado y por nada del mundo quería acercarse a mí, había roto a llorar aterrorizado. También llegó con paso lento Nastasia, la doncella favorita de mi mujer, que había contraído matrimonio hacía un año con el joven de la cantina, Semión, y se encontraba en su período final de embarazo. Se santiguó con un grácil movimiento e hizo intención de arrodillarse, pero se lo impedía su estado y se puso a gimotear con desgana.
—Escucha, Nastia[5] —le susurró Semión—, no debes intentar agacharte así como si nada. Sería mejor que te fueras a tu habitación y allí rezaras un poco, con eso ya es bastante.
—¿Y cómo no voy a rezar por él? —contestó ella casi en tono de salmo y levantando la voz adrede para que todos la oyeran—. Él no era un hombre, sino un ángel del Señor. Incluso hoy mismo, a las puertas de la muerte, se acordó de mí y ordenó que Sofia Frántsevna no se separara de mí.
Nastasia decía la verdad. Sucedió lo siguiente. Durante la última noche mi mujer no se apartó un solo momento de mi lado, sin dejar apenas de llorar. Eso acabó por agotarme. Por la mañana, a primera hora, intentando llevar sus pensamientos por otros derroteros, y lo que es más importante, para comprobar si aún podía expresarme con claridad, le pregunté lo primero que se me vino a la cabeza: si había dado ya a luz Nastasia. Ella se alegró enormemente al ver que yo era capaz de hablar y me preguntó si no debería llamar a la conocida matrona Sofia Frántsevna. Yo le contesté: «Sí, ve». Después de eso, creo que ya no volví a decir una palabra, y Nastasia creyó ingenuamente que mis últimos pensamientos habían sido para ella.
Yúdishna, el ama de llaves, dejó por fin de vociferar y se puso a rebuscar algo en mi escritorio. Savieli se lanzó sobre ella con aspereza.
—¡Eso sí que no! Praskovia Yúdishna, deje en paz la mesa del señor —le dijo en un rabioso susurro—, aquí no se le ha perdido nada.
—¡Lo mismo que a usted, Savieli Petróvich! —respondió ofendida Yúdishna—. No he venido a robar nada.
—Lo que usted piensa hacer, eso no lo sé, pero hasta que no se lea el testamento no permitiré que nadie se acerque a esa mesa. No en vano serví cuarenta años al difunto príncipe.
—¿Para qué me restriega usted por la cara sus cuarenta años? Yo misma vivo en esta casa hace más de cuarenta años, y ahora resulta que no tengo derecho a rezar por el alma de mi señor…
—Rezar puede, pero sin tocar la mesa…
Todas estas personas, por respeto a mí, discutían en voz baja, y mientras tanto yo estaba escuchando cada una de sus palabras. Eso me tenía terriblemente impresionado. «¿Quizá esté solo aletargado?», pensé aterrorizado. Hacía un par de años había leído una obra francesa en la que se describía con detalle la experiencia de un hombre enterrado vivo. Hice un enorme esfuerzo por recuperar en mi memoria ese relato, pero no podía recordar en modo alguno lo más importante, a saber: qué es lo que había hecho concretamente el protagonista para salir del ataúd.
En el comedor dio la hora el reloj de pared; conté once campanadas. Vasiutka, la chica de los recados que vivía en la casa, entró corriendo y anunció que ya había llegado el sacerdote y que en la sala estaba todo preparado. Trajeron una jofaina grande con agua, me desnudaron y comenzaron a frotarme con una esponja húmeda, pero yo no notaba su contacto; me parecía como si estuvieran lavando un torso ajeno, unas piernas de alguien que no era yo.
«Bien, está claro que no es un letargo —razoné, mientras me envolvían en ropa limpia—, pero ¿entonces qué es?»
El doctor declaró: «Todo ha terminado», están llorando por mí, ahora me van a meter en un ataúd y al cabo de dos días me enterrarán. El cuerpo que me ha servido durante tantos años ahora ya no es mío; sin duda he muerto, pero mientras tanto sigo viendo, oyendo y entendiendo todo. Es posible que en el cerebro la vida se prolongue más tiempo, pero el cerebro forma parte del cuerpo. Ese cuerpo era como una casa en la que viví mucho tiempo y de la que he decidido ahora partir. Todas las puertas y ventanas de la casa están abiertas de par en par, todos los enseres se han trasladado, todos los que la habitaban se han ido, y solo queda el amo, inmóvil en el umbral y despidiéndose con la mirada de las habitaciones en las que antes bullía la vida y que ahora abruman por su vacuidad.
Y he aquí que, por primera vez en medio de las tinieblas que me rodeaban, se iluminó una pequeña y débil lucecita. No era una sensación y tampoco era un recuerdo. Me parecía que algo estaba pasando conmigo en ese instante, que ese estado me resultaba familiar, que yo ya había vivido algo parecido, solo que hacía mucho, mucho tiempo…
II
Cayó la noche. Me hallaba tendido en una gran sala, sobre una mesa revestida con un paño negro. Se habían llevado todo el mobiliario, las cortinas estaban bajadas y los cuadros cubiertos con tafetán negro. Un manto con brocados de oro ocultaba mis piernas y en los elevados candelabros de plata ardían con intensidad los cirios. A mi derecha, apoyándose en la pared, se encontraba Savieli, con sus pómulos amarillentos sobresaliendo acusadamente de su rostro, su desnudo cráneo, su boca desdentada y sus manojos de arrugas alrededor de los ojos entornados; él, más que yo, recordaba al esqueleto de un muerto. A mi izquierda, de pie ante el atril, había un hombre pálido y de elevada estatura, que vestía una sotana hasta los pies y con una voz monótona y gutural que repercutía sonoramente por toda la estancia, leía:
—«Yo me callo, no me atrevo a abrir la boca, porque eres tú quien hizo todo esto. Aparta de mí tus golpes: ¡me consumo bajo el peso de tu mano!»[6]
Justo hacía dos meses que en este mismo salón sonaba la música, giraban alegremente las parejas y todo el mundo —ya fueran jóvenes o de cierta edad— se saludaba cordialmente o aprovechaba para chismorrear sobre el prójimo. Siempre odié los bailes y, además, desde mediados de noviembre no me encontraba muy bien y por eso intentaba oponerme con todas mis fuerzas a esas celebraciones, pero mi mujer se obstinaba en organizarlas porque siempre tenía motivos para pensar que asistirían personas de muy elevada posición. Estuvimos a punto de discutir seriamente, pero ella insistió. El baile fue tan deslumbrante como insufrible para mí. Esa velada sentí por primera vez lo fatigado que estaba de la vida y fui consciente de que ésta no se prolongaría ya demasiado.
Toda mi historia se resume en una sucesión de bailes y ahí radica la verdadera tragedia de mi existencia. A mí me gustaba el campo, la lectura, la caza, adoraba la tranquilidad del ambiente familiar; en cambio pasé mis días dedicado a la vida en sociedad, primero para dar gusto a mis padres y después a mi mujer. Siempre creí que el individuo nace con buena parte de sus inclinaciones ya determinadas y con todas las aptitudes que conformarán su futura personalidad. Su tarea consistiría precisamente en desarrollar esa naturaleza; y todos los males vienen de que las circunstancias en ocasiones limitan la manifestación de esos rasgos individuales. Y entonces empecé a repasar ese otro comportamiento, todas las acciones que en un tiempo perturbaron mi conciencia. Y llegué a la conclusión de que todas ellas vinieron determinadas por el desacuerdo entre mis inclinaciones y esa vida que me veía obligado a llevar.
Mis recuerdos fueron interrumpidos por un leve ruido a mi derecha. Savieli, que llevaba un buen rato traspuesto, comenzó en un momento dado a balancearse hasta que por poco no dio con sus huesos en el suelo. Se recompuso santiguándose, salió al recibidor y, volviendo con una silla, se quedó dormido como un bendito en el rincón más apartado de la sala. El orador iba leyendo cada vez más despacio y desganado, hasta que enmudeció completamente y decidió seguir el ejemplo de Savieli. Se produjo entonces un silencio sepulcral.
En medio de esa profunda quietud, mi vida entera pasó ante mis ojos, como un todo ineluctable, cuya lógica aplastante infundía temor. Ya no veía fragmentos de lo ocurrido, sino una línea continua que se iniciaba en mi nacimiento y concluía en la presente velada. Más allá no podía ir, eso estaba tan claro como el día. Por otra parte, como dije, ya había presentido la proximidad de la muerte hacía dos meses.
Todo el mundo alberga la certeza sobre ese momento. El presentimiento es uno de esos misteriosos fenómenos que afectan al ser humano, sin que éste sea capaz de controlarlo. Un famoso poeta lo describió con gran precisión al decir que «los acontecimientos venideros proyectan su sombra sobre nosotros». Si a veces la gente se queja de haber sido engañada por un presentimiento, se debe a que no sabe interpretar sus percepciones. Siempre está deseando algo con fuerza o temiéndolo con igual intensidad, tomando su esperanza o su miedo por un augurio. Yo, por supuesto, no podía determinar con exactitud la fecha y hora de mi muerte, pero lo intuía aproximadamente. Siempre había gozado de muy buena salud, y de repente a principios de noviembre me empecé a sentir indispuesto. Aún no se manifestaba ninguna enfermedad, pero notaba una «inclinación a la muerte» tan clara como podría sentir una inclinación al sueño. Normalmente, a principios del invierno, solíamos mi mujer y yo hacer planes para el verano. Pero esta vez no podía pensar nada, no me podía figurar imagen alguna del verano: como si realmente no fuera a haberlo. Entretanto seguía sin mostrar síntomas de mi enfermedad, como si de una invitada se tratara y requiriera algún tipo de presentación protocolaria. Y he aquí, por fin, que fueron llegando los indicios desde todas partes. A finales de diciembre tenía previsto salir para la caza del oso. Hacía mucho frío y mi mujer, que sin motivo aparente alguno empezó a mostrarse preocupada por mi salud (seguramente también había tenido algún tipo de presentimiento), me suplicó que no fuera. Yo era un fanático de la caza y decidí ir a pesar de todo, pero cuando estaba a punto de partir recibí un telegrama en el que se avisaba de la espantada de los osos y la consiguiente suspensión de la cacería. Por esa vez, la invitada se quedó a las puertas de mi casa. Al cabo de una semana, una dama por la que sentía cierta simpatía organizó un picnic-monstre[7] con troikas[8], gitanos y descensos por las laderas montañosas. El resfriado estaba asegurado, pero mi esposa enfermó seria y repentinamente, y me pidió que me quedara en casa con ella. Es posible que estuviera fingiendo, ya que al día siguiente se fue al teatro. En cualquier caso, la convidada volvió a pasar de largo. Dos días más tarde, falleció mi tío Vasili Ivánovich. Era el más anciano del principado de los Trubchevski; mi hermano, que tanto se jactaba de sus orígenes, solía referirse a él diciendo: «Ése es nuestro conde Chambord»[9]. Independientemente de eso, yo lo quería mucho y habría sido impensable dejar de asistir a su entierro. Fui todo el camino a pie tras el féretro, la ventisca era horrible y me congelé hasta los huesos. La solemne invitada no se hizo de rogar, y se alegró tanto por la ocasión que esa misma tarde irrumpió con violencia en mi hogar. Al tercer día los médicos dictaminaron que tenía una infección pulmonar con todo tipo de complicaciones y concluyeron que no me quedaban más de dos días. Pero hasta el 28 de febrero aún quedaba mucho y yo no podía fallecer antes. Entonces comenzó esa lenta agonía que desconcertó a tantos hombres instruidos. Ora me recuperaba, ora recaía con mayor intensidad aún; a ratos sufría lo indecible, otras veces se esfumaba todo dolor, hasta que no expiré hoy mismo con todo el rigor científico requerido, el mismo día y a la misma hora que me fueron predestinados desde el minuto en que nací. Como cualquier actor entregado, representé mi papel sin añadir ni quitar una sola palabra del texto del autor. Ese manido símil de la vida como representación de una pieza teatral adquirió para mí un sentido mucho más profundo. Pues, si efectivamente había desempeñado mi papel como actor consagrado, era muy posible que hubiera interpretado antes otros papeles, que hubiera actuado en otras obras. Si realmente no había muerto después de mi evidente defunción, significaba que no moría nunca y llevaba existiendo tanto tiempo como el propio mundo. Lo que ayer percibía como una vaga sensación, ahora se había transformado en una certidumbre. Pero entonces, ¿cuáles habían sido esos otros papeles, esas otras obras?
Empecé a rebuscar en el devenir de mis días, para dar con alguna clave que resolviera este misterio. Recordé algunos sueños que me habían sobrecogido en su momento, repletos de países y caras que me eran desconocidos; evoqué diversos encuentros que habían dejado en mí una inaprensible y cuasi mística huella. Y de pronto recordé el castillo de Laroche-Modène.
III
Fue uno de los episodios más interesantes y enigmáticos de mi vida. Hace algunos años, por cuestiones de salud de mi mujer, pasamos casi medio año en el sur de Francia. Allí, entre otras cosas, conocimos a la encantadora familia del conde Laroche-Modène, que en una ocasión nos invitó a su castillo.
Recuerdo que ese día tanto mi mujer como yo estábamos especialmente alegres. Fuimos en un carruaje descubierto, uno de esos cálidos días de octubre que son tan agradecidos sobre todo en esa región. Los campos despoblados, las viñas abandonadas, la variedad de colores en el manto arbóreo… todo ello bañado por los suaves rayos de un sol que aún calentaba adquiría un aspecto en cierto modo festivo. El aire fresco y puro predisponía sin querer a la diversión, y no paramos de hablar animadamente en todo el camino. Y he aquí que estábamos ya entrando en los dominios del conde de Modène cuando toda mi alegría se esfumó bruscamente. De repente sentí que ese lugar me era familiar, incluso cercano, que hubo un tiempo en que había vivido allí… Era una sensación un tanto extraña, inquietante y que me oprimía el corazón, más fuerte a cada momento. Finalmente, cuando entramos en una ancha avenue[10], que conducía hasta las puertas del castillo, decidí comentárselo a mi esposa.
—¡Qué bobada! —exclamó ella—. Precisamente ayer decías que, cuando eras pequeño y vivías con tu difunta madre en París, nunca os acercasteis hasta aquí.
No intenté contradecirla, pues no estaba yo para discusiones. Mi imaginación, cual correo que se hubiera adelantado al galope, me iba informando de todo lo que estaba a punto de ver a continuación. Aquí un amplio patio (la cour d’honneur)[11], recubierto de arcilla roja; ahí el porche de entrada coronado con el escudo de los condes de Laroche-Modène; las salas orientadas a ambos lados; el gran recibidor, adornado con retratos de la familia. Incluso el peculiar e inconfundible olor de este último —en el que se mezclaban el almizcle, el moho y los rosales—, me embelesó como si fuera algo del todo familiar para mí.
Me sumí en una profunda reflexión, acentuada aún más cuando el conde me propuso dar un paseo por el parque. En este lugar me asaltaron por todas partes recuerdos tan vivos, aunque nebulosos, que apenas prestaba atención al derroche extraordinario de amabilidad del que hizo gala mi anfitrión, para que participara en la conversación. Finalmente, cuando respondí a una de sus preguntas de forma tan falta de sentido, se me quedó mirando de lado con expresión compasiva.
—No se extrañe de mi obnubilación, señor conde —le dije, comprendiendo su mirada—, estoy experimentando una sensación harto extraña. No me cabe duda de que es la primera vez que visito su castillo y sin embargo me parece como si hubiera vivido aquí varios años.
—No hay nada de extraño en eso: aquí todos los viejos castillos se parecen unos a otros.
—Ya, pero es que yo viví precisamente en éste… ¿Usted cree en la transmigración de las almas?
—Como decirle… Mi esposa cree, pero yo no mucho… Claro que todo es posible.
—Ya ve, usted dice que es posible, y yo estoy más y más convencido a cada minuto que pasa.
El conde me respondió con una frase entre amable y burlona, lamentando no haber vivido allí cien años antes, para haber tenido el gusto de recibirme en su castillo de la misma forma que lo hacía ahora.
—Quizá deje de burlarse —me defendí, haciendo un gran esfuerzo de memoria—, si le digo que ahora saldremos a un amplio paseo de castaños.
—Tiene toda la razón, ahí está, a la izquierda.
—Y tras recorrer el camino, veremos un lago.
—Es usted demasiado condescendiente, llamando así lo que no es más que una pequeña masa de agua (cette pièce d’eau). Veremos más bien un estanque.
—Está bien, se lo concedo, pero será un estanque de gran tamaño.
—En tal caso, permítame a su vez devolverle la razón llamándolo pequeño lago.
Más que caminar, corrí por la avenida de castaños. Cuando llegué al final, pude contemplar la escena en todo su detalle, tal cual se había representado en mi imaginación minutos antes. Numerosas flores de formas caprichosas orlaban el extenso estanque, en el embarcadero había amarrado un bote, y en la orilla de enfrente se divisaba un grupo de sauces llorones… ¡Dios mío! Por supuesto que yo había vivido aquí en otra época, paseado en esta misma barca, me había sentado a la sombra de aquellos sauces y recogido esas flores encarnadas… Continuamos en silencio recorriendo la orilla.
—Pero disculpe —le dije algo confuso mirando hacia la derecha—, aquí debería haber un segundo estanque y más allá un tercero…
—Pues no, mi querido príncipe, esta vez la memoria o la imaginación le han traicionado. No hay otro estanque.
—Pues seguramente lo había. ¡Mire esas flores rojas! Rodean ese claro de la misma forma que rodean el primer estanque. El segundo debía existir y seguramente lo cegaron, es evidente.
—Por mucho que quiera estar de acuerdo con usted, mi querido amigo, no puedo. Pronto cumpliré cincuenta años, nací en este castillo y le puedo asegurar que aquí nunca hubo un estanque.
—¿Es posible que con usted aún viva alguno de los antiguos guardeses?
—Mi secretario, Joseph, es bastante mayor que yo… Le preguntaremos al volver a casa.
En las palabras del conde de Modène, a pesar de su exquisita cortesía, se adivinaba el temor de estar tratando con algún maníaco, a quien no se debía llevar la contraria.
Cuando antes de comer pasamos al cuarto de aseo para adecentarnos un poco, le recordé lo que dijo sobre Joseph, y el conde mandó llamarlo de inmediato.
Entró un vigoroso anciano de unos setenta años, y a todas mis preguntas contestó sin dudar, confirmando que en el parque nunca había habido un segundo estanque.
—Además conservo todos los antiguos planos y, si el conde me lo permite, podría traerlos…
—Sí, por favor, tráigalos cuanto antes. Tenemos que zanjar esta cuestión, o de lo contrario nuestro invitado no probará bocado durante la comida.
Joseph regresó con los planos, y el conde se puso a estudiarlos con cierta desidia; de repente lanzó un grito de sorpresa. En un vetusto plano de fecha imprecisa, aparecían claramente delimitados tres estanques, que daban incluso nombre a esa zona del parque: les étangs[12].
—Je baisse pavillon devant le vaingueur[13] —pronunció el conde con fingida alegría y ligeramente pálido.
Pero yo no veía ni mucho menos al vencedor. Estaba todavía bajo los efectos de este descubrimiento, como si hubiera sucedido la desgracia que temía desde hacía tiempo.
Cuando volvimos a vernos en el comedor, el conde me pidió que no le dijera nada a su mujer, pues era una persona muy nerviosa y con tendencia al misticismo. A la comida acudieron numerosos invitados, pero tanto el dueño de la casa como yo estuvimos tan callados que recibimos sendos correctivos de nuestras respectivas esposas por nuestra conducta descortés.
Después de aquello, mi mujer visitó con frecuencia el castillo de los Laroche-Modène, pero yo nunca me decidí a volver. Entablé una buena amistad con el conde, el cual venía a verme a menudo, pero sin insistir en que yo respondiera a sus invitaciones, pues me comprendía perfectamente.
El tiempo fue mitigando poco a poco la impresión recibida en aquel extraño episodio de mi vida; procuraba no pensar en ello como si fuera algo de suma gravedad. Ahora, yaciendo en mi propio ataúd, intentaba devolverlo a mi memoria en todos sus detalles para poder reflexionar con claridad. Estando a la sazón tan seguro de que ya había vivido antes en este mundo como que me llamaba príncipe Dmitri Trubchevski, no me cabía duda de que había morado en el castillo de Laroche-Modène. Pero ¿en calidad de qué? ¿Fui a parar allí de casualidad o vivía permanentemente? ¿Era el señor, un invitado, un mozo de cuadra o un simple campesino? Para esas preguntas no tenía respuesta, pero sobre algo no vacilaba en absoluto: yo había sido allí muy desgraciado; de lo contrario no se explicaría ese abrumador sentimiento de melancolía que me invadió nada más entrar en el castillo, y que me sigue angustiando ahora al recordarlo.
A veces esos recuerdos se hacían más concretos y algo que actuaba como hilo conductor empezaba a entrelazar imágenes y sonidos, pero el placentero ronquido de Savieli y el salmista me distraían, el hilo se rompía y la idea se perdía sin poder concentrarse de nuevo en ese punto.
Los dos estuvieron durmiendo un buen rato. Las velas que antes ardían con fuerza en los candelabros ya se habían extinguido y los primeros rayos del frío y claro día hacía tiempo que me iluminaban a través de las cortinas suspendidas de los amplios ventanales.
IV
Savieli se puso en pie de un salto, se santiguó, se frotó los ojos y, viendo que el salmista dormía, le despertó, no sin dejar pasar la ocasión de obsequiarle con los más amargos reproches. Después salió, se lavó, se adecentó, seguramente echó un buen trago de berezovka[14] y volvió con actitud decididamente intransigente.
—«¿Qué se ganará con mi muerte o con que yo baje al sepulcro? ¿Acaso el polvo te alabará o proclamará tu fidelidad?»[15] —comenzó el salmista con su lánguida voz.
La casa se estaba desperezando y por sus distintos rincones se escuchaba el bullicio del ajetreo cotidiano. De nuevo la gobernanta trajo a los niños. Sonia estaba más tranquila en esta ocasión y a Kolia le encantó el manto de brocado y ya sin temor alguno se puso a jugar con los flecos. Después llegó la matrona Sofia Frántsevna y le hizo cierta observación a Savieli, mostrando por cierto conocimientos tan detallados sobre los asuntos funerarios que nadie habría esperado dada su especialidad. Vinieron a despedirse de mí el personal de las cuadras, los cocheros, los rudos cocineros, los barrenderos y hasta gente que me era completamente desconocida: unas misteriosas ancianas, porteros y cuidadores de las casas vecinas. Todos ellos rezaban con diligencia y las viejas añadían su amargo llanto. Aparte de esto, me di cuenta de algo: todos los que habían llegado para darme su último adiós, si eran gente sencilla, del pueblo llano, no solo me besaban en los labios, sino que lo hacían con verdadera complacencia; en cambio, las personas de mi círculo, incluso las más allegadas, mostraban aprensión, lo cual me habría ofendido notablemente de haberlo presenciado con mis anteriores ojos terrenales. Entró de nuevo casi arrastrándose Nastasia con su amplio capote azul adornado con flores rosas. Esa indumentaria no le gustó a Savieli, cosa que le recriminó sin tardanza.
—¿Y qué voy a hacer, Savieli Petróvich? —se justificó ella—. Probé a ponerme un vestido oscuro, pero ninguno me quedaba bien.
—¡Vaya!, así que no le sentaban bien. Pues haberse quedado entonces en la cama. A otra en tu lugar le daría vergüenza venir hasta el mismísimo ataúd principesco con esa barriga.
—Pero ¿por qué la ofende de esa manera, Savieli Petróvich? —intervino Semión—. Ella es legalmente mi mujer y aquí no hay pecado alguno.
—Ya me conozco yo a estas pindongas legítimas —farfulló Savieli apartándose a su rincón.
Nastasia quedó visiblemente ofuscada y habría querido responder con mordacidad fulminante, pero no le salieron las palabras; tan solo sus labios se contrajeron en una mueca y en sus ojos asomaron las lágrimas.
—«Caminarás sobre leones y víboras —salmodiaba el orador—, pisotearás cachorros de león y serpientes.»[16]
Nastasia se acercó hasta pegarse a la cara de Savieli y le espetó en un susurro:
—Usted sí que es una víbora.
—¿Quién es una víbora? Ya verás tú…
Savieli no concluyó la frase porque en la escalera resonó un fuerte timbrazo y Vasiutka entró corriendo para anunciar la llegada de la condesa Maria Mijáilovna. La sala se quedó desierta en un momento.
Maria Mijáilovna, tía de mi esposa, era una anciana muy renombrada. Se acercó a mí con paso lento, rezó majestuosamente y se dispuso a besarme, pero se arrepintió y durante algunos minutos se quedó junto a mí balanceando su entrecana cabeza, cubierta por un negro tocado semejante al monacal; después, sostenida respetuosamente por su dama de compañía, se dirigió a la habitación de mi mujer. Un cuarto de hora más tarde, se contrarió aún más al ver el aspecto que ofrecía ésta: ataviada con un camisón blanco de noche, el cabello desordenado y los párpados tan hinchados por el llanto, que apenas podía abrir los ojos.
—Voyons, Zoe, mon enfant —le decía su tía para tranquilizarla—, soyez ferme[17]. Recuerda todas las penas que he pasado yo, hazte una idea.
—Oui, ma tante, je serai ferme[18] —respondió ella y se acercó a mí con paso decidido, pero por lo visto yo debía haber cambiado mucho en el transcurso de una noche, porque retrocedió bruscamente, lanzó un grito y cayó en brazos de los que la rodeaban; tuvieron que llevársela de allí.
Mi esposa, sin lugar a dudas, estaba terriblemente afligida por mi fallecimiento; no obstante, en cualquier demostración pública de dolor está presente invariablemente cierta dosis de teatralidad, que rara vez hay quien pueda evitar. Incluso la persona más sincera en su desconsuelo no puede apartar la idea de que otros la están mirando.
A partir de la una, empezaron a reunirse los invitados. El primero en aparecer fue un gallardo general de edad madura, con sus blancos bigotes enroscados y el pecho cubierto de innumerables condecoraciones. Se acercó a mí con intención de besarme, pero desistió y se conformó con santiguarse sobradamente sin que sus dedos llegaran a tocar siquiera la frente o el pecho, sino marcando los movimientos con sus brazos en el aire. A continuación se dirigió a Savieli:
—Qué se le va a hacer, amigo Savieli, hemos perdido a nuestro príncipe…
—Así es, señor, cuarenta años le he servido y cómo iba yo a pensar…
—Bueno, bueno… la princesa no te abandonará.
Y, dándole unas palmaditas en el hombro, el general fue al encuentro del nimio y apergaminado senador, que sin osar acercarse a mí se fue derecho a ocupar la misma silla donde había dormitado Savieli la noche anterior. La tos empezaba a sofocarlo.
—Aquí estamos, Iván Efímovich —dijo el general—, hemos perdido a uno más de los nuestros.
—Sí, desde el Año Nuevo ya es el cuarto.
—¿Cómo el cuarto? No puede ser.
—¿Qué es eso de «no puede ser»? El mismo día de Año Nuevo falleció Pólzikov, después le siguió Borís Antónovich, y luego el príncipe Vasili Ivánovich…
—Al príncipe Vasili Ivánovich no hay por qué contarlo, llevaba ya dos años sin pisar nuestro club.
—Al menos iba renovando su suscripción.
—Pólzikov tenía ya una edad, pero el príncipe Dmitri Aleksándrovich… ¡válgame Dios!, en la flor de la vida, un hombre sano y lleno de vitalidad…
—¡Qué le vamos a hacer! «No sabemos ni el día, ni la hora…»[19]
—¡Sí, todo eso está muy bien! Pero, se sepa o no, así sucede. ¡Resulta indignante marcharse del club por la tarde, sin tener la certeza de que se regresará al día siguiente! Y lo que es peor, nadie puede adivinar dónde te acechará esa bribona. Y es que el príncipe Dmitri Aleksándrovich asistió al entierro de Vasili Ivánovich y allí se resfrió, pero nosotros también estuvimos y no enfermamos.
Al senador le sobrevino un nuevo ataque de tos, después de lo cual solía empeorar su humor.
—Sí, un destino sorprendente el de este príncipe Vasili Ivánovich. Toda su vida cometió cuantas tropelías le vinieron en gana. Y, ahora que está muerto, podría pensarse en el final de sus fechorías. Pero resulta que no, hasta en su propio entierro fue capaz de llevarse a la tumba a su sobrino carnal.
—¡Vaya lengua tiene usted, Iván Efímovich! No tiene bastante con hacer reproches a los vivos y tiene que meterse también con los muertos. Hay una expresión que dice: De mortis, de mortibus…
—Querrá decir: De mortuis aut bene, aut nihil[20]. Pero es una frase desafortunada. Yo la corrijo a mi modo, y digo: De mortuis aut bene, aut male[21]. De lo contrario estaríamos eliminando la historia, si no pudiéramos emitir un juicio justo sobre un personaje histórico malvado, simplemente por el hecho de estar muerto. Y el príncipe Vasili fue en cierto modo una figura histórica, pues cuenta con toda una serie de terribles historias a sus espaldas…
—Deje, deje, Iván Efímovich, no vaya a irse al otro mundo por esa verborrea suya… Al menos de nuestro querido Dmitri Aleksándrovich no podrá usted decir nada malo y debe reconocer que era una excelente persona…
—Tampoco hay que exagerar, general. Si decimos que era una persona atenta y afable, es del todo suficiente. Y créame que, para ser un Trubchevski, eso supone en él un gran mérito, porque por lo común en el principado de los Trubchevski no se distinguen precisamente por su amabilidad. Sin ir más lejos, su hermano Andréi…
—Eso no se lo puedo discutir; Andréi no me resulta en absoluto simpático. ¿Y por qué se da esos aires de grandeza?
—No tiene en absoluto por qué, pero ésa no es la cuestión. Que a una persona como el príncipe Andréi Aleksándrovich se la tolere en sociedad solo pone de manifiesto nuestra desmesurada indulgencia. Lo natural sería que a un individuo así no se le estrechara ni la mano. Escuche lo que averigüé de él hace poco, de una fuente de toda confianza…
En ese momento apareció mi hermano y ambos contertulios le abordaron para expresarle sus más sinceras condolencias.
Después, con paso inseguro entró mi amigo Misha Zviaguin. Era una persona muy bondadosa y enredada al mismo tiempo en mil quehaceres. A principios de octubre me había hecho una visita, me expuso la situación desesperada en que se encontraba y me pidió que le prestara cinco mil que podían ser su salvación, para devolvérmelos al cabo de dos meses. No sin cierta resistencia, le extendí finalmente un cheque; él me ofreció una letra de cambio, pero yo le dije que no era necesario. Al pasar los dos meses, quedó claro que no podía pagarme y comenzó a rehuirme. Durante mi enfermedad envió varias veces a alguien para recabar noticias sobre mi estado de salud, pero él no se atrevió a aparecer ni una sola vez. Cuando se acercó al féretro, pude percibir en sus ojos una mezcolanza de sentimientos: pesar, vergüenza, miedo e incluso, en algún lugar en el fondo de sus pupilas, una mínima alegría por el hecho de tener ahora un acreedor menos. Sin embargo, sorprendido él mismo por la idea, se avergonzó enormemente y se puso a rezar con fervor. En su interior se libraba una batalla. Por una parte debía informar sobre su deuda a no más tardar, pero, por otra, ¿para qué revelarlo si no podía pagar? Lo que debía lo iría pagando con el tiempo, pero ahora… ¿estaría alguien más al corriente, aparecería anotado en algún libro? No, debía contarlo todo en ese mismo momento.
Misha Zviaguin se acercó con actitud decidida a mi hermano y empezó a hacerle preguntas sobre mi enfermedad. Este último le respondió con desgana y dirigió la mirada hacia otro lado: mi muerte le daba derecho a comportarse de forma desconsiderada y arrogante.
—Verá, príncipe —comenzó tartamudeando Zviaguin—, yo estaba en deuda con el difunto…
Mi hermano entonces le prestó atención y le dirigió una mirada interrogativa.
—Es decir, que me siento más que obligado hacia el difunto Dmitri Aleksándrovich. Nuestra relación de tantos años…
Mi hermano se dio la vuelta de nuevo y el pobre Misha Zviaguin se retiró a su anterior posición. Sus mejillas enrojecidas temblaban, mientras sus ojos recorrían nerviosamente el salón. Ésa fue la primera vez desde mi muerte que lamentaba no poder hablar. Me hubiera gustado decirle: «Quédate de una vez con esos cinco mil, que a mis hijos no les va a faltar el dinero».
La sala se fue llenando rápidamente. La mayoría de las damas solían llegar en pareja y se situaban a lo largo de la pared. Casi nadie se me acercaba, como si les diera reparo hacerlo. Las más allegadas se acercaban a mi hermano para preguntarle si podían ver a mi esposa; él, haciendo una silenciosa reverencia, les indicaba la puerta del recibidor. Las damas se detenían junto al umbral en un momento de reflexión, para después bajar la cabeza y sumergirse en el recibidor, como los bañistas que tras la duda inicial se lanzan de cabeza a las frías aguas.
Hacia las dos, ya se habían reunido todas las celebridades de Petersburgo, lo cual de haber sido yo vanidoso, me habría llenado de satisfacción. También aparecieron personajes sobre cuya llegada informaban con discreción a mi hermano, que salía a recibirlos a la escalera.
Yo siempre había asistido a los funerales profundamente conmovido, aunque buena parte de lo que sucede en ellos me resulta incomprensible. Sobre todo me incomodaba oír decir «la vida eterna»; esta expresión, dicha en un velatorio, me parecía la más amarga de las ironías. Ahora todas esas fórmulas cobraban en mi pensamiento un profundo sentido. Yo mismo estaba experimentando esa «vida eterna» y precisamente me encontraba en ese lugar «donde no hay enfermedades, ni penas, ni angustiosos suspiros».
Por contraste, los vivos que se acercaban a mí suspirando me parecían ajenos e incomprensibles.
Nada más iniciarse el canto fúnebre, se produjo como respuesta un estallido de sollozos contenidos por toda la sala. Mi mujer no pudo soportarlo y tuvieron que llevársela.
El réquiem concluyó. El diácono pronunció con su espesa y grave voz las siguientes palabras: «En el Reino de tu Gloria…», pero en ese momento ocurrió algo extraño. La sala se ensombreció de repente, como si acabara de caer el crepúsculo sobre la tierra. No podía distinguir las caras, solo veía oscuras siluetas. La voz del orador empezó a debilitarse y paulatinamente se oía más y más lejana. Finalmente se extinguió, las velas se apagaron y todo desapareció de mi vista. En ese momento dejé de ver y oír.
V
Me encontraba en un lugar oscuro y desconocido para mí. Digo «lugar» por costumbre: no existía ningún tipo de referencia espacial. Tampoco existía el tiempo, de manera que no puedo determinar cuánto duró el estado en que estaba sumido. Ni veía ni escuchaba nada, solo podía pensar; esforzada y continuadamente, pensaba.
El misterio que me había torturado toda la vida había sido resuelto. La muerte no existía, la vida era única e ilimitada. Yo ya estaba convencido de ello anteriormente, pero no había sido capaz de establecer una formulación para tal convicción. Esta idea se basaba en el hecho de que de lo contrario, toda la vida sería un completo e inadmisible absurdo. El hombre siente, razona, percibe todo lo que le rodea, disfruta y sufre, para después… desaparecer. Su cuerpo se descompone y sirve a la formación de otros nuevos. Es algo que vemos a diario. Pero ¿adónde va a parar aquello que nos hace ser conscientes de nosotros mismos y del mundo circundante? Si la materia es inmortal, ¿por qué hemos de concebir que la conciencia perezca sin dejar rastro? Y, si así fuera, ¿de dónde procedía entonces? ¿Cuál sería la finalidad de una existencia tan efímera? Todo eso me parecía un auténtico disparate y no estaba dispuesto a admitirlo.
Ahora, por propia experiencia, sabía que la conciencia no muere, que yo nunca había dejado ni probablemente dejaría de existir. Pero al mismo tiempo se alzaban ante mí nuevas e incómodas «preguntas envenenadas». Si nunca he muerto y siempre voy a renacer de nuevo en la tierra, ¿qué sentido tienen esas sucesivas vidas? ¿A qué leyes obedecen y adónde me conducirán finalmente? Quizá fuera capaz de captar ese principio y comprenderlo, si pudiera recordar, si no todas, al menos alguna de esas vidas precedentes… pero ¿por qué precisamente nos vemos privados de ese recuerdo? ¿Quién ha dictado que sea algo eternamente ignorado, hasta el punto de que el concepto de inmortalidad no pase de ser un cúmulo de conjeturas para nosotros? Y, si por alguna ley desconocida debe caer en el pozo del olvido, ¿por qué surgen en esa oscuridad extraños claros, como el que por ejemplo tuve ocasión de presenciar cuando visité el castillo de Laroche-Modène?
Entonces me aferré con todas mis fuerzas a ese recuerdo, como un náufrago se agarra a una tabla. Tenía la impresión de que, si conseguía recordar con claridad y precisión mi vida en esa fortaleza, podría arrojar luz sobre todo lo demás. No me distraía ninguna sensación del exterior, por lo que podía intentar traerlo a mi memoria sin impedimentos y sin pararme a pensar o reflexionar. Y he aquí que de algún profundo rincón de mi alma, de la misma forma que la niebla se levanta desde el río, fueron surgiendo vagas y desdibujadas imágenes. Aparecían fugazmente figuras de personas, se oían extraños sonidos como de palabras apenas inteligibles, pero en todo lo que recordaba había espacios en blanco que no podía completar: las caras de la gente aparecían envueltas en bruma, las palabras no estaban relacionadas y todo se componía de meros retazos. Ahí estaba el cementerio familiar de los condes de Laroche-Modène. En la nívea lápida de mármol distingo claramente unas letras negras: Ci-gît très haute et recommandable dame…[22] A continuación le seguía el nombre, pero no consigo descifrarlo. Al lado está el sarcófago encerrado en una urna de mármol, sobre la que leo: Ci-gît le coeur du marquis…[23] Y entonces resuena en mis oídos una voz aguda e impaciente, que está llamando a alguien: Zo… Zo… Hago un esfuerzo con la memoria y con gran alegría escucho perfectamente el nombre: ¡Zorobabel! ¡Zorobabel!… Ese nombre, del todo conocido para mí, libera repentinamente toda una serie de imágenes. Estoy en el patio del castillo, entre la masa del pueblo. ¡A la chambre du roi! ¡A la chambre du roi!…[24], grita con autoridad la misma voz cortante y apremiante. En cada castillo de la vieja Francia existían unos aposentos del rey, es decir, la habitación que ocuparía el monarca en caso de hacer acto de presencia en alguna ocasión. Y he aquí que veo hasta el más mínimo detalle de esa estancia en el castillo Laroche-Modène. El techo está decorado con sonrosados amorcillos que portan guirlandas, y escenas de caza pintadas por los gobelinos. Puedo ver con claridad un ciervo de gran cornamenta detenido ante un arroyo en actitud desesperada y a los tres cazadores que le dan alcance. Al fondo de la sala se halla la alcoba rematada con la corona dorada y cuyo baldaquín de damasco azulado lleva bordadas las blancas flores de lis. En la pared opuesta, un gran retrato de cuerpo entero del monarca. Puedo ver el pecho cubierto con su armadura, sus piernas largas y ligeramente arqueadas con las mallas de piel de alce y botas de montar, pero la cara no llego a distinguirla de ningún modo. Si pudiera verla, quizá averiguaría en qué época viví en este castillo, pero es precisamente esto lo que no alcanzo a ver; alguna testaruda y atorada válvula en mi memoria se niega a abrirse. «¡Zorobabel! ¡Zorobabel!», clama la impulsiva voz. Hago un máximo esfuerzo, y por fin se abre en mi cabeza otra llave de un cariz completamente distinto. El castillo de Laroche-Modène desaparece… ¡y una nueva e inesperada escena se presenta ante mí!
VI
Vi una gran aldea rusa. Casas hechas de troncos y con cubierta de heno se extendían a los pies de la montaña, a ambos lados de una amplia calle. Era un día gris y otoñal, o quizá ya estuviera anocheciendo. Una fría lluvia caía en finas y diminutas gotas desde el cielo monocromo, el viento rugía y silbaba por la ancha calzada levantando las pajas de los ruinosos tejados y haciéndolas girar en el aire. Abajo, en un pequeño riachuelo brincaban corriente abajo plomizas y encrespadas aguas. Crucé a la otra orilla del río por un encorvado puente sin pretil, que tembló bajo mis pies. Pasado el puente, el camino se dividía en dos: hacia la izquierda, yendo hacia la montaña, se prolongaba la aldea; a la derecha, como asomándose al precipicio, se alzaba una vieja iglesia de madera con sus cúpulas verdosas. Tomé el camino diestro. Detrás de la iglesia se entreveía una serie de terrenos con cruces ennegrecidas por el tiempo; entre las tumbas se mecían al viento los retoños humedecidos y casi deshojados de los abedules; todo el camposanto estaba cubierto de una capa de hojas oscuras, amarillentas, a modo de alfombra. Más allá se extendía el labrantío yermo y oscuro. Sin embargo, a pesar de ese panorama desolador, un aire positivo y familiar de la vida que antaño transcurriera allí llegaba hasta mis sentidos. Pero ¿a qué se debía tal abandono y despoblación en aquel lugar? ¿Por qué no se veía ni un alma? ¿Cómo es que todas las casas aparecían abiertas de par en par? ¿En qué época viví yo en esa aldea? Pudo ser durante las invasiones de los tártaros… o quizá después. ¿Fueron forasteros los que asolaron ese poblado o bandidos locales que expulsaron a sus habitantes, obligándolos a refugiarse en los bosques y estepas?
Regresé hasta el puentecillo y me dirigí esta vez hacia la izquierda, en dirección a la montaña. La misma ausencia de lugareños y los mismos signos de destrucción. Finalmente, junto a un pozo semiderruido pude distinguir al único ser vivo. Se trataba de un viejo perro, tremendamente flaco y seguramente moribundo de hambre. Había perdido todo el pelo, su lomo y costados dejaban casi al descubierto los huesos. Al verme, se levantó sobre sus patas con un increíble esfuerzo, pero no pudo moverse y tras caer de nuevo en el barro emitió un lastimero aullido.
Con toda mi alma traté de imaginarme mi aldea natal en otras circunstancias. Pues aquí debía asomar la sonrosada aurora, debía ponerse el sol majestuoso tras la montaña, debía extenderse el campo espigado de centeno y el riachuelo se congelaría mientras la sierra reverberaba con hilos de plata en las gélidas noches de luna… Pero, por más que forzara mi memoria, no podía figurarme nada parecido. Como si todo el año ese cielo plomizo impregnara con su lluvia menuda ese desdichado pueblo, mientras el viento que penetraba sin resistencia en las cabañas desguarnecidas escapaba al exterior a través de las ahora desusadas e inútiles chimeneas.
VII
El marco de mi memoria se dilataba cada vez más. Ante mí surgían lejanos y ya olvidados países, que no recordaba haber visto nunca; agrestes forestas, grandes batallas en las que se mezclaban fieras y hombres… Pero todo lo veía con un perfil borroso, sin que pudiera definirse ni una sola imagen. Entre esas escenas aparecía fugazmente una muchacha con un vestido azul. Hacía tiempo que ese rostro me resultaba familiar; en mi última existencia se me había aparecido alguna vez en sueños y yo siempre había considerado esas visiones un mal augurio. Era una niña de unos diez años, delgada, pálida y poco agraciada, aunque tenía unos ojos maravillosos: negros, profundos, con una expresión grave que en nada parecía infantil. En ocasiones podía verse en ellos tal sufrimiento y terror que al cruzarme con su mirada me despertaba al instante con el corazón acelerado y un sudor frío recorriendo mi frente. Después de eso ya no podía conciliar el sueño y durante varios días me mostraba irascible y nervioso. Ahora estaba convencido de que esa muchacha había existido realmente y de que yo la había conocido en otro tiempo… Pero ¿quién era? ¿Sería mi hija, mi hermana o alguien del todo ajeno a mi familia? ¿Y qué provocaba en esos ojos una expresión de dolor tan inhumana? ¿Qué monstruo aterrorizaba a esa pobre? Quizá yo mismo había sido su torturador en otra época y por eso se me aparecía en sueños, como castigo y acusación.
Era curioso que, entre mis recuerdos, no los hubiera alegres ni divertidos, que mis ojos espirituales solo pudieran leer las páginas llenas de maldad y desgracia. Por supuesto que en mi vida hubo días felices, pero por lo visto debieron ser muy pocos, pues habían sido arrinconados y diluidos en un mar de infinitos sufrimientos. Y, si eso fuera así, ¿qué sentido tendría mi propia vida? Es difícil suponer que la existencia pueda estar únicamente orientada al más completo infortunio. Debe albergar alguna otra finalidad ulterior… Sin duda la habrá, pero ¿llegaré a conocerla algún día? En vista de semejante ignorancia, mi actual estado —es decir, en la más absoluta inmovilidad y quietud— debería parecerme el colmo de la felicidad. Pero al mismo tiempo, entre la vorágine caótica de confusos recuerdos, empezaba a nacer en mí un extraño sentimiento: algo me atraía nuevamente hacia ese valle de lágrimas y dolor que acababa de abandonar. Intentaba ahogar en mi interior esa sensación, pero crecía y se fortalecía doblegando todo razonamiento, hasta que finalmente se transformó en un ardiente e irreprimible deseo de vivir.
VIII
¡Oh, si pudiera vivir! Ni siquiera pido continuar con mi anterior existencia, me da igual cómo nacer: príncipe o campesino, rico o miserable. La gente dice: «El dinero no da la felicidad», y sin embargo considera la felicidad como todos aquellos bienes que pueden adquirirse con dinero. Pero la felicidad no está en esos bienes materiales, sino en la satisfacción interior del ser humano. ¿Dónde empieza y acaba esa satisfacción? Todo se presta a comparación, dependiendo del horizonte y de la escala con que se calibre. El pobre que tiende la mano en busca de un grosh[25] y recibe un rublo[26] de un desconocido benefactor probablemente experimente un grado de satisfacción mayor que el banquero que en una operación gana dos mil inesperadamente. Ya antes pensaba así, pero los prejuicios inculcados desde la infancia y tomados como axiomas me impedían reafirmarme en esas ideas. Ahora esos espejismos se habían disipado y lo veía todo con más claridad. Yo, por ejemplo, sentía pasión por el arte, pensaba que el sentido de la belleza era algo solo asequible a la gente de cierta cultura y posición, y sin ese elemento la vida entera me parecía empobrecida. Pero ¿qué es el arte? El concepto de arte es tan relativo como el del bien o del mal. Cada siglo y cada país juzgan lo malo o lo bueno de forma diferente; lo que se considera heroico en un país puede ser un acto de delincuencia en otro. Por lo que al arte respecta, al margen de esas diferencias geográficas y temporales, se añade la infinita variedad de los gustos individuales. En Francia, considerado el país más culto del mundo, hasta el siglo presente no empezaron a asimilar y reconocer la obra de Shakespeare; como éste hay innumerables ejemplos. Y yo creo que no hay ningún hombre, por muy pobre o primitivo que sea, en el que no brille alguna que otra chispa de sentido de la belleza, aunque su concepto de arte sea muy peculiar. No es menos cierto que los rudos hombres del campo que se sientan en la hierba en las cálidas tardes primaverales, en torno a su guitarra o balalaika, no gozan menos que los profesores del conservatorio escuchando la Fuga de Bach.
¡Oh, si pudiera vivir! ¡Si pudiera ver las caras de la gente, escuchar las voces humanas, poder relacionarme de nuevo con personas de todo tipo… buenas y malas! ¿Acaso hay en el mundo sujetos que sean del todo indeseables? Si recordamos las severas condiciones de indefensión e ignorancia en torno a las cuales gira la vida del hombre, entonces debemos admirarnos de que pueda existir gente honrada en el mundo. El ser humano no sabe nada de lo que más necesita saber. Ignora para qué nació, para qué vive y para qué morirá. Olvida todas sus existencias precedentes y no puede hacer siquiera conjeturas sobre las venideras. No puede comprender el sentido de esta sucesión de subsistencias y se limita a dejar transcurrir su vida como si fuera un ritual incomprensible en medio de la oscuridad y de los más variados padecimientos. Y cómo le gustaría poder librarse de esa negrura, cómo se esfuerza por comprender, cómo exprime hasta el infinito su pobre y limitado raciocinio. Y todo ese esfuerzo resulta en vano; ninguna de sus invenciones —a menudo geniales— resuelve las grandes preguntas que le inquietan. Frente a todas sus aspiraciones, siempre se topará con una barrera, más allá de la cual no podrá seguir adelante. Por ejemplo, sabe que aparte de la Tierra hay otros mundos, otros planetas. Por medio de cálculos matemáticos puede determinar el movimiento de esos planetas en su aproximación al nuestro y también en su alejamiento; pero lo que ocurra en esos mundos y si están habitados o no por seres similares a él solo puede suscitar elucubraciones sin que sea probable llegar a saberlo jamás. Y sin embargo no pierde la esperanza y sigue buscando. En una de las montañas más altas de América, pretenden hacer una especie de gran hoguera con luz eléctrica, a modo de señal dirigida hacia los habitantes de Marte. ¿No resulta conmovedora esa hoguera por su pueril ingenuidad?
¡Oh, quiero volver a estar entre esas desgraciadas, lastimeras, pacientes y queridas criaturas! Quiero tener una vida en común con ellas, quiero estar de nuevo inmerso en sus mezquinos intereses y disputas, a los que otorgan tanta importancia. A muchos los querré, a otros me tendré que enfrentar y a los terceros los odiaré, pero ¡necesito ese amor, esa lucha y ese odio!
¡Oh… si pudiera vivir! Quiero ver cómo se pone el sol tras la montaña, cómo el cielo limpio se cubre de estrellas, como en la cristalina superficie del mar aparecen blancas manchas aborregadas, y los acantilados son batidos por las olas en el rugir imprevisto de la tempestad. Quisiera salir en la nave al encuentro de esa tormenta, galopar en la desaforada troika por las estepas nevadas, ir a la caza del temible oso kinzhal[27] en mano, experimentar todas las emociones y pequeñas cosas de este mundo. Quisiera ver cómo el rayo cercena el árbol, cómo el verde escarabajo pasa de una rama a otra. Quiero sentir el aroma del heno y el olor que desprende la brea; poder escuchar el canto de los ruiseñores en el lilo y el croar de las ranas a orillas del estanque, el tañido de las campanas en la iglesia de la aldea y el golpeteo de los carruajes por los caminos. Quiero escuchar los solemnes acordes de la sinfonía Heroica y también los atrevidos sones del cántico gitano.
¡Oh… si pudiera vivir! Tan solo tener ocasión de respirar el aire de la tierra y poder pronunciar una sola palabra, ¡si pudiera gritar, gritar!…
IX
Y de repente grité, a pleno pulmón, grité con todas mis fuerzas. Me invadió una inmensa alegría con ese grito, pero el sonido que produjo me sorprendió sobremanera. No era mi voz de siempre: era como un grito débil y raquítico. Abrí los ojos, y la fuerte luminosidad de la límpida y fría mañana estuvo a punto de cegarme. Me encontraba en la habitación de Nastasia. Sofia Frántsevna me sostenía en sus manos. Nastasia estaba tumbada en la cama, toda enrojecida, rodeada de almohadas y respirando agitadamente.
—Escucha, Vasiutka —se oyó decir a Sofia Frántsevna—, intenta abrirte paso hasta el salón y haz venir un momento a Semión.
—Pero ¿cómo voy a colarme hasta allí, tía? —respondió Vasiutka—. Ahora van a sacar el féretro y se ha reunido un montón de invitados.
—Pues acércate como sea y hazlo venir aunque solo sea para un minuto; después de todo es el padre.
Vasiutka desapareció, para regresar al poco tiempo con Semión. Lucía un frac negro con hilvanado de luto y llevaba en sus manos una enorme toalla.
—Bueno, ¿qué tal? —preguntó entrando a toda prisa.
—Todo ha ido bien, ¡enhorabuena! —expresó Sofia Frántsevna ceremoniosamente.
—¡Oh, gracias a Dios! —dijo Semión, y sin mirarme siquiera salió presuroso por donde había venido—. ¿Es niño o niña? —preguntó ya desde el pasillo.
—¡Es niño, niño!
—¡Oh, gracias a Dios! —repitió él y desapareció.
Al mismo tiempo, Yúdishna terminaba de acicalarse frente a la cómoda, que servía de apoyo a un viejo y abombado espejo con la moldura de cobre. Tras anudarse a la cabeza un pañuelo oscuro de lana para salir junto a la comitiva fúnebre, dirigió una última mirada de reprobación a Nastasia.
—¡Qué oportuna!, no se puede decir otra cosa. Están sacando al señor de cuerpo presente y se le ocurre parir en ese mismo momento. ¡Oh, ojalá que no…!
Yúdishna escupió varias veces a un lado[28] y se santiguó devotamente, mientras cruzaba a paso lento el corredor.
Nastasia no respondió nada, se limitó a dedicarle a su paso una beatífica sonrisa.
A mí me bañaron en una jofaina, me envolvieron cuidadosamente y me colocaron en una cuna. Me quedé tan rápidamente dormido como un peregrino después de su agotador camino, y durante ese profundo sueño olvidé todo lo que me había sucedido hasta ese mismo minuto.
Al cabo de unas horas desperté convertido en una criatura indefensa, inútil y endeble, condenada a un futuro padecimiento sin descanso.
Y así, nací a una nueva vida…