I
Cuando abrí los ojos, se veía el firmamento ya oscurecido de azul, con grandes y brillantes estrellas. Apenas me había movido, solo mi mano, que durante el sueño asía con más fuerza aún la empuñadura de mi kinzhal… El gemido volvió a escucharse. Me incorporé y me quedé sentado. La gran hoguera preparada esa tarde para ahuyentar a las fieras durante la noche ya se había apagado y mi porteador negro Mstegá dormía aún, hundido en la tierra…
—¡Levanta! —le grité—. ¡Coge la lanza y sígueme!
Nos dirigimos hacia el lugar de donde procedían los gemidos. Durante diez minutos estuvimos vagando al azar. Finalmente vi un bulto claro delante de nosotros.
—¿Quién está durmiendo ahí sin fuego? —grité—. Responde o dispararé. —Pronuncié estas palabras en inglés, después las repetí en el dialecto local cafre, y de nuevo en holandés, portugués y francés. No hubo respuesta. Me acerqué con el revólver cargado en la mano.
En la arena había un hombre en medio de un charco de sangre; iba vestido a la europea. Era una persona de unos sesenta años. Tenía todo el cuerpo cubierto de heridas de lanza. El rastro de sangre se perdía en el desierto; el herido se había arrastrado mucho tiempo antes de caer definitivamente.
Ordené a Mstegá preparar una hoguera, mientras yo intentaba reanimar al viejo. Al cabo de media hora empezó a moverse y levantó ligeramente los párpados, posando su mirada —al principio confusa, luego más despierta—, en mí.
—¿Me entiende usted? —le pregunté en inglés. Sin obtener respuesta, repetí la pregunta en todas las lenguas que conocía, hasta en latín. Tras un largo silencio, el anciano empezó a hablar en francés.
—Le doy las gracias, amigo mío. Entiendo todos esos idiomas, y si callaba es porque tenía mis motivos. Dígame, ¿dónde me encontró?
Se lo expliqué.
—¿Por qué me siento tan débil? ¿Tengo heridas graves?
—No creo que sobreviva ni un día más.
Apenas había pronunciado estas palabras, el hombre se estremeció, sus labios se contrajeron y sus dedos huesudos se clavaron en mi brazo. Su habla pausada se transformó en un grito ahogado.
—¡No puede ser!… ¡No ahora, no!… ¡Justo cuando estaba a un paso! Usted se equivoca…
—Es posible —dije fríamente.
—Simplemente he perdido mucha sangre.
Sonreí:
—Y continúa perdiéndola; no he conseguido detener la hemorragia.
El hombre se echó a llorar, suplicando por su salvación. Finalmente brotó sangre de su boca y volvió a perder el conocimiento. Cuando volvió en sí por segunda vez, se mostró más calmado de nuevo.
—Sí, me estoy muriendo —admitió—, usted tiene razón. Ahora me doy cuenta de la gravedad. Pero escuche. El destino le ha convertido a usted en mi heredero.
—Yo no necesito nada, gracias —objeté.
—Oh, no es eso —me interrumpió él—, no se trata de un tesoro, ni de dinero. Me refiriero a otra cosa. Yo estoy en posesión de un secreto.
Hablaba enmarañada y apresuradamente; ora empezaba a contar su vida, ora daba un salto hasta los últimos acontecimientos. Yo no entendía la mayor parte de lo que me estaba contando. Seguramente cualquiera en mi lugar le habría tachado de viejo loco. Desde su infancia decía haberse sentido atraído por la idea de las comunicaciones interplanetarias. Y a ello había dedicado toda su vida. Había dado conferencias en diversas sociedades científicas sobre los cohetes que había proyectado con el fin de viajar desde la Tierra a otros planetas. En todas partes se burlaron de él. Pero el cielo, como lo expresaba él, le reservaba un premio en sus años postreros. Basándose en ciertos documentos inéditos, había llegado a la conclusión de que la cuestión de los viajes interplanetarios ya había sido resuelta, y precisamente por los habitantes de Marte. A finales del siglo XIII de nuestro calendario, enviaron una nave a la Tierra. El aparato aterrizó en el África Central. En opinión del anciano, en esa nave no iban exploradores, sino audaces fugitivos proscritos. No se ocupaban de estudiar la Tierra, procuraron simplemente instalarse de la forma más cómoda para ellos. Aislándose de los aborígenes, creando un desierto artificial, vivían en medio de él en una sociedad avanzada e independiente. El viejo estaba convencido de que los descendientes de esos exilados de Marte aún vivían en aquel lugar.
—¿Dispone usted de una localización precisa de ese punto? —le pregunté.
—He calculado aproximadamente la longitud y latitud… quizá con un grado de variación…
Lo que había sucedido después con el anciano era de esperar. Sin querer compartir sus éxitos, se dirigió en solitario a explorar…
—A usted, a usted le entregaré mi secreto —me dijo mientras se veía morir—. Continúe mi misión y llévela a término, en nombre de la ciencia y de la humanidad.
Me eché a reír:
—A la ciencia la desprecio, y la humanidad no me gusta.
—Pues entonces hágalo por la fama —dijo él con pesar.
—Deje, deje —contesté—. ¿Para qué quiero yo la fama? Pero de todas formas estaré deambulando por el desierto y echaré un vistazo a aquel país por pura curiosidad.
El hombre susurró ofendido:
—No tengo elección… Tendrá que ser así… Pero júreme que hará todo lo posible por llegar hasta allí… que solo la muerte podrá detenerle.
Me reí de nuevo e hice el juramento. Entonces el moribundo, con lágrimas en los ojos y voz temblorosa, pronunció una serie de cifras: la longitud y la latitud. Las anoté en la culata de mi fusil. Poco después del mediodía, el anciano falleció. Su última voluntad fue que mencionara su nombre cuando escribiera sobre mis viajes. Paso a cumplir su petición: se llamaba Maurice Cardeaux.
II
Ese mismo día, al caer la tarde, emprendí la expedición prometida al anciano. Conocía el mapa de esa región de África, casi inexplorada aún, bastante mejor que cualquier cartógrafo europeo… Mientras seguía mi ruta, iba reuniendo con determinación indicios sobre el lugar al que me dirigía. Al principio lo único que podían decirme los más versados en el asunto era que allí se localizaba un peculiar desierto que estaba endemoniado. Después empecé a encontrarme con gente que contaba diferentes leyendas sobre ese desierto. Todos eran reacios a hablar de ello. Al cabo de algunos días llegamos a la región que limitaba con el Desierto Maldito. Aquí todos lo conocían, todos lo habían visto, pero nadie se había atrevido a ir. Había habido osados que se adentraron en el desierto, pero al parecer ninguno regresó.
El muchacho que adopté como guía nos llevó hasta el propio desierto a través de senderos cercanos. Más allá del bosque, el camino se prolongaba en una inmensa estepa. Al anochecer llegamos hasta un poblado nómada de bechuanas, que se habían instalado al borde mismo del desierto. Me recibieron con gran respeto, me instalaron en una de sus chozas y me obsequiaron con una ternera.
Al ponerse el sol, y tras dejar a Mstegá al cuidado de nuestras cosas, salí solo para contemplar el desierto. No había visto nada más extraño en mi errática vida que los límites de ese desierto. La vegetación no desaparecía paulatinamente: no existía la esperada zona de transición entre las franjas de pradera y la propia estepa estéril. Inmediatamente, en el transcurso de dos o tres sázheny, los pastizales se transformaban en una pétrea llanura. En el fértil terreno cubierto de hierba tropical, aparecían de repente oscuros estratos entre pizarrosos y salobres; apilados unos sobre otros, formaban una escarpada y agreste planicie, que se prolongaba en la distancia. Sobre esa superficie, serpenteaban y se extendían grietas y hendiduras a menudo profundas y con una anchura de hasta dos arshín[3], siendo toda ella de una dureza equivalente al granito. Los rayos del sol poniente se reflejaban aquí y allá en los escarpes y mellas rocosos, cegándonos con sus reverberaciones. Pero, aparte de todo eso, si uno se fijaba con atención, podía distinguir en el horizonte un cono de un color gris apagado, sobre cuya cima brillaba algo parecido a una estrella. Regresé pensativo al kraal[4]. Pronto me vi rodeado por una multitud: se habían reunido para ver al hombre blanco que se disponía a partir hacia el desierto. Entre el gentío distinguí al brujo local. Impulsivamente me acerqué a él y lo apunté con el cañón de mi winchester a la altura del pecho. El chamán se quedó petrificado de miedo; por lo visto los rifles no le eran desconocidos. La gente se apartó instintivamente.
—Y bien —le pregunté con parsimonia—, ¿sabe usted, mi querido amigo, alguna oración antes de morir?
—La sé —contestó el brujo con indecisión.
—Pues entonces más vale que rece ahora, porque está a punto de morir.
Hice un chasquido con el gatillo. Los negros, desde lejos, ahogaron un grito.
—Vas a morir —repetí—, por ocultarme lo que sabes sobre el Desierto Maldito.
Advertí un cambio de ánimo en la expresión del brujo. Sus labios se fruncieron, mientras en su frente las arrugas se contraían y distendían alternativamente. Coloqué el dedo en el gatillo. Era posible que el chamán realmente no supiera nada, pero yo podía apretar el gatillo en cualquier momento. De repente cayó a tierra.
—Que el señor espere —dijo conteniendo un sollozo—, el brujo le contará todo lo que ha oído sobre ese lugar de boca de sus padres cuando era niño. Allí, en medio del Desierto Maldito, se alza la Montaña de la Estrella, tan alta que llega hasta el cielo. En ella viven los demonios. A veces salen de su país y devoran a los niños que están en los poblados. Quien va al desierto muere. Y está prohibido hablar de él…
Con eso tuve bastante. Bajé el winchester y pasé lentamente entre la estupefacta muchedumbre, en dirección a la choza que me habían designado. Pasar la noche en el poblado no me parecía seguro. Por otra parte era consciente de que solo se podía caminar por el Desierto Maldito de noche. Le ordené a Mstegá prepararlo todo para ponernos en camino. Llevamos consigo reservas de agua para cinco días, algunas provisiones y todo lo necesario para construir un refugio donde guarecerse de la canícula. Separé toda nuestra carga en dos fardos iguales, uno para mí, otro para Mstegá. Después le mandé que fuera a decir al jefe de la tribu que nos marchábamos. El poblado entero salió a despedirnos, pero guardando todos una prudencial distancia. Hasta el límite con el desierto marchaba alegre, silbando. Hizo su aparición la luna. Los bordes de las placas centelleaban fabulosamente bajo los rayos lunares. En ese momento oí la voz de alguien. Al volverme, vi que el brujo había salido de entre la gente y nos había seguido hasta detenerse también en el margen del desierto. Alzando la mano hacia nosotros, pronunció con claridad unas palabras determinadas. Era un conjuro dirigido a los espíritus malignos, condenándonos por haber perturbado la paz del desierto.
La luna aún estaba baja y por mucho tiempo la alargada sombra que formaban las manos del brujo no cesó de seguirnos, prolongándose tenazmente por el árido suelo pegada a nuestros pies.
III
Estaba lejos de suponer la cantidad de obstáculos que me encontraría al internarme en el Desierto Maldito. Ya desde nuestros primeros pasos nos dimos cuenta de lo difícil que era avanzar por ese estriado y pedregoso terreno. Los pies sufrían al pisar los puntiagudos estratos, el efecto de la luz nocturna engañaba nuestra visión y a cada momento podíamos caer por alguna grieta. En el aire flotaba un fino polvillo que irritaba los ojos. La monotonía del paisaje era tal que a menudo nos desviábamos de nuestro curso y dábamos vueltas en círculo. Era necesario orientarse por las estrellas, ya que la silueta de la montaña no era visible en la oscuridad. De noche aun se podía marchar con energía pero, apenas asomaba el sol, nos invadía un insoportable bochorno. El suelo se ponía al rojo vivo en poco tiempo y nuestros pies ardían incluso a través del calzado. El aire se convertía en un vapor ardiente, como si estuviéramos sobre una sartén al fuego; respirar se convertía en una tortura. Nos veíamos obligados a montar apresuradamente la tienda y tumbarnos en su interior hasta la tarde, moviéndonos lo menos posible.
Marchamos por el Desierto Maldito durante seis jornadas. El agua que llevábamos en los cueros se agrió enseguida, impregnándose del olor a piel y volviéndose repugnante al paladar. Un agua así apenas nos quitaba la sed. A la tercera mañana, lo único que nos quedaba de ella eran unos turbios restos en el fondo del odre. Decidí repartirlos entre los dos hasta apurarlos, ya que por el día se acabarían de estropear. Esa jornada empezamos a sufrir el martirio habitual en estos casos: dolor de garganta, lengua áspera e hinchada, y espejismos que se esfumaban rápidamente. Aun así pudimos avanzar la cuarta noche sin detenernos. Me parecía que la Montaña de la Estrella estaba más cerca, más próxima a nosotros que la frontera del desierto que habíamos dejado atrás. Sin embargo, por la mañana noté que la silueta de la Montaña apenas había crecido y seguía siendo igual de inaccesible. Ese cuarto día acabaron por adueñarse de mí las alucinaciones. Se me aparecían lagos con oasis de palmas, manadas de antílopes en sus orillas, y también nuestros arroyos patrios con sus ensenadas en las que bañaban sus ramas los sauces llorones; veía la luna reflejada en el mar y quebrada por las olas, los paseos en bote tras los acantilados costeros, donde siempre había marejada y las olas rompían haciendo saltar la espuma a gran altura. En esos sueños pervivía una vaga conciencia de que todas esas imágenes no eran más que quimeras inalcanzables para mí. Deseaba acabar con esas visiones, vencerlas, pero no me quedaban fuerzas para hacerlo, y eso suponía una auténtica mortificación… Pero nada más ponerse el sol, cuando las tinieblas lo cubrieron todo, me desperté bruscamente y me levanté cual sonámbulo, como atendiendo a una llamada misteriosa. Decidimos no deshacer la tienda, pues ya no podíamos cargar con ella. Y seguimos adelante de nuevo, avanzando obstinadamente hacia la Montaña de la Estrella. Me atraía como un imán. Empecé a sentir que mi vida estaba íntimamente ligada a esa roca, que debía —incluso contra mi voluntad— acudir a ella. Y continué caminando, a ratos corriendo, saliéndome del camino y volviendo de nuevo a él, cayéndome y levantándome para seguir. Si Mstegá se rezagaba, le gritaba y hasta le amenazaba con el fusil. Apareció la luna menguante iluminando el cono de la Montaña. Saludé su imagen con gran exaltación, alzando los brazos hacia ella, suplicándole que me ayudara, y seguí caminando, caminando, ya sin llevar la cuenta, a ciegas…
La noche tocaba a su fin, a nuestra derecha despuntaba el sol rojizo, la Estrella situada en la cima de la Montaña resplandeció con fuerza. Ya no contábamos con la tienda y grité a Mstegá para que no se detuviera.
Proseguimos nuestra andadura. Debía ser mediodía cuando caí al suelo, vencido por la insolación, pero continué moviéndome a rastras. Tiré el revólver, los cuchillos de caza, la munición, el chaleco. Todavía cargué durante un buen trecho con mi fiel winchester, pero después también lo abandoné. Me arrastraba con las piernas inflamadas por el terreno candente, apoyándome con las manos ensangrentadas sobre las afiladas rocas. Cada movimiento que hacía me parecía que sería el último, que no sería capaz de hacer otro más. Pero en mi cabeza solo habitaba una idea: hay que seguir adelante. Y seguí arrastrándome incluso delirando, gritando palabras incomprensibles, como si hablara con alguien. En una ocasión me puse a cazar unos escarabajos y mariposas que creía ver revoloteando a mi alrededor. Al volver en sí, oteaba el horizonte hasta dar con el perfil de la Montaña, para de nuevo reptar hacia ella. Llegó otra noche, pero por poco tiempo nos dio un respiro su frescor. Las fuerzas me abandonaban, estaba totalmente desfallecido. Mis oídos se llenaron de extraños zumbidos y alaridos, y mis ojos se recubrieron de un espeso velo sanguinolento. Perdí completamente la conciencia. Lo último que recuerdo fue cuando desperté: el sol estaba bajo, pero me abrasaba horriblemente. Mstegá no estaba a mi lado. En un primer momento quise hacer un esfuerzo para ver dónde se encontraba la Montaña. Pero en el siguiente instante una idea cruzó clara por mi cabeza, obligándome a reír espontáneamente. Me reía, aunque al hacerlo, de mis agrietados labios fluía la sangre, que se acumulaba en el mentón y goteaba hasta el pecho. Me reía porque por fin comprendía la locura de todo aquello. ¿Por qué tuve que seguir adelante? ¿Qué podía haber en la Montaña? ¿Vida, agua? ¿Y si lo que había no era más que el mismo Desierto Maldito, tan muerto como aquí? ¡Sí, claro que era así! Mstegá era más inteligente que yo y por eso se había ido. ¡Está bien…! ¡Quizá… sus piernas le permitan llegar hasta la frontera! Será éste el destino que merezco… Hartándome de reír, cerré los ojos y me quedé inerte. Pero mi atención se reavivó por algo oscuro que pude percibir a través de mis párpados cerrados. Eché un vistazo de nuevo. En el cielo planeaba un ave carroñera, un buitre africano. Había olfateado su presa. Mirándolo fijamente, empecé a imaginar cómo descendería y se posaría sobre mi pecho, para arrancarme esos mismos ojos que le estaban mirando y desgarrarme la carne en pedazos. Y también pensaba que ya me daba igual. Pero de pronto otra idea nueva, absolutamente cegadora, eclipsó mi pensamiento. ¿Qué hace aquí un buitre? ¿Para qué iba a adentrarse en el desierto? ¡O es que la Montaña de la Estrella estaba cerca y junto a ella había vida, y bosques, y agua!
Al momento un torrente de energía surcó mis venas. Me puse en pie. Muy, muy cerca se destacaba la mole negruzca de la Montaña, y de uno de sus flancos corría hacia mí el fiel Mstegá. Me estaba buscando, y al verme lanzó un grito de júbilo:
—¡Señor! ¡Venga, señor! ¡El agua está cerca, la he visto!
IV
Me lancé a la carrera impetuosamente, Mstegá corría tras de mí gritándome algo. Pronto comprendí que en medio del Desierto Maldito había una gigantesca depresión, en la cual se asentaba la Montaña. Me detuve justo al borde del precipicio que circundaba la hondonada.
Ante nosotros se abrió un panorama sorprendente. En pleno desierto se abría una pendiente de más de cien ´sázheny de profundidad. Abajo en el fondo, se extendía una llanura con una forma elipsoidal perfecta. En su diámetro menor, el valle medía unas diez verstas; el lado opuesto de la vaguada, de igual desnivel en vertical, se apreciaba claramente detrás de la Montaña. Esta última se erguía en el mismo centro de la planicie, y su altura triplicaba la de la pendiente, alcanzando quizá media versta. Presentaba una forma cónica regular. En algunos tramos esa geometría se veía interrumpida por salientes, que se encontraban alrededor de toda la torre a modo de terrazas. El color de la Montaña era gris oscuro, con matices ocres. En la cima se podía observar una explanada, de la que sobresalía algo que brillaba con fuerza, como una aguja dorada.
El valle que rodeaba la Montaña se veía tan nítidamente como en un plano y estaba recubierto por una exuberante vegetación. Al pie crecían arboledas, cortadas por estrechos senderos. Una amplia franja de campos de cultivo ocupaba la mayor parte del valle; los labrantíos se veían oscurecidos al estar la tierra recién removida, ya que era el mes de agosto. Se veían en todas partes arroyos y acequias, que desembocaban en pequeños lagos. En el borde mismo del terraplén, crecía otra franja de palmeral, que se prolongaba hasta los angostos extremos de la elipse. El bosque se hallaba dividido en parcelas con espaciosos cortafuegos; en algunas partes formado por árboles ya viejos, y en otras por jóvenes vástagos. También podíamos ver gente. En los campos, por todas partes se distinguían grupos de negros trabajando acompasadamente, como siguiendo una voz de mando.
¡Agua! ¡Vegetación! ¡Gente! ¡Qué más podíamos pedir! Por supuesto, no nos detuvimos mucho tiempo a contemplar el paisaje de aquella región, imposible de abarcar de un solo vistazo; ni siquiera se podían apreciar con claridad las maravillas que encerraba aquel cuadro. Solo sabía una cosa: el tormento había tocado a su fin y el objetivo estaba cumplido.
Sin embargo, aún faltaba otra prueba. Había que descender por un barranco de cien sázheny de altura. La pendiente, en su parte superior, se componía de las mismas placas de árida pizarra que el resto del desierto. Más abajo comenzaba un terreno más fértil, en el que crecían los arbustos y la hierba.
Descendíamos agarrándonos a los salientes pizarrosos, a las rocas, a las ramas espinosas. Sobre nosotros graznaban buitres y águilas en vuelo, cuyos nidos se asentaban en los salientes del escarpe. Hubo un momento en que resbalé al pisar una piedra y me quedé suspendido de una mano. Recuerdo que me sorprendí al ver mi mano, extremadamente delgada y en la que se marcaban cada músculo y cada vena. A unos tres sázheny del suelo volví a escurrirme y esta vez me caí. Por fortuna la hierba estaba crecida y sedosa; no me rompí nada, pero perdí el conocimiento a causa del golpe.
Mstegá me hizo volver en sí. Cerca había un manantial rodeado de pulidas piedras, del cual fluía un riachuelo que se perdía a lo lejos, hacia el centro del valle. Unas gotas de agua bastaron para reanimarme. ¡Agua! ¡Qué delicia!
Bebí, respiré aire puro, me revolqué sobre el pasto y miré al cielo a través de las hojas de las palmeras, con su forma de abanicos. Con la mente en blanco, me entregué a los placeres de la naturaleza.
V
El ruido de unos pasos me devolvió a la realidad. Me levanté de un salto, maldiciendo por haberme abstraído de aquel modo. En un segundo cruzó como un torbellino por mi pensamiento la conciencia de la situación real en que nos hallábamos. Habíamos llegado a un país habitado por un pueblo desconocido, del que ignorábamos su lengua y costumbres. Estábamos exhaustos después de los sufrimientos padecidos durante el camino y por la desnutrición. Carecíamos de armas, ya que lo abandonamos todo en el desierto, todo, incluso el rifle y también mi inseparable puñal… Pero no había tenido tiempo de tomar una determinación cuando en el claro apareció un numeroso grupo de hombres. Uno de ellos iba enfundado de la cabeza a los pies en una especie de túnica grisácea y los demás eran negros sin vestimenta alguna, del mismo tipo que los bechuana. Parecían estar buscándonos, y decidí salir a su encuentro:
—¡Saludo a los soberanos de este país! —pronuncié alto y claro en la lengua de los bechuana—. Unos forasteros piden ser acogidos.
Acompañé mi presentación con gestos como mejor pude.
Tras mis palabras iniciales, los negros se detuvieron. Pero en ese instante el mismo hombre de la túnica les gritó, en la misma lengua pero con un acento peculiar:
—¡Esclavos, obedeced y cumplid!
Entonces, cinco de ellos, con estruendoso frenesí, se abalanzaron sobre mí. Pensaba que iban a matarme, de modo que al primero lo recibí con tal puñetazo que acabó rodando por el suelo. Pero no tenía fuerzas para luchar contra tantos enemigos a la vez. Me derribaron y me ataron fuertemente con algún tipo de correas. Vi cómo hacían lo mismo con Mstegá, sin que este opusiera resistencia. Después nos levantaron y nos llevaron consigo. Comprendí que gritar o hablar era inútil, y me limité a prestar atención al camino.
Nos condujeron un buen rato por los campos, quizá anduvimos cerca de una hora. Por todas partes había montones de trabajadores negros, que se detenían asombrados al paso de nuestra comitiva. Después atravesamos, durante una hora más, un bosquecillo próximo a la Montaña. En ésta se veía un oscuro arco de entrada que llevaba hasta su núcleo. Nos hicieron entrar en él, pasando bajo una bóveda amarillenta y comenzó así nuestro camino por un corredor empedrado, pobremente iluminado por las escasas antorchas habidas. Descendimos por estrechas espirales hacia algún punto subterráneo; percibí un olor a humedad como de sótano o de tumbas. Finalmente me arrojaron sobre un suelo de piedra en una oscura mazmorra del subsuelo, y allí me quedé en soledad. A Mstegá se lo llevaron a algún otro lugar.
Al principio me sentía desconcertado, pero poco a poco me fui reponiendo y empecé a escudriñar mi habitáculo. Era una cavidad tallada en el mismo corazón de la Montaña. Tendría un sazhen y medio de ancho y otro tanto de largo; de altura, rebasaba en algo más la de un ser humano. Estaba completamente vacía, no había jergón alguno, ni paja, ni siquiera una taza con agua. Al marcharse, los negros que me habían traído hasta allí habían bloqueado la salida con una pesada piedra modelada a tal efecto, que era imposible que yo la desplazara en lo más mínimo. Estuve tentado de probar a aflojar mis ataduras, pero incluso para eso me flaqueaban las fuerzas. Entonces decidí simplemente esperar.
Al cabo de algunas horas se oyó el golpeteo de unos pasos sobre la bajada de piedra. Por la grisácea bóveda se entreveraban los reflejos rojizos de las antorchas. Retiraron la piedra de la entrada. Entraron dos hombres en mi celda, ambos embozados en sendas túnicas grises; tras ellos se adivinaba un grupo de cinco negros desprovistos de ropa. Uno de los que vestían túnica dirigió una antorcha hacia mí y preguntó con aspereza:
—Extranjero, ¿entiendes mi idioma?
La pregunta había sido formulada en lengua bechuana, pero la pronunciación se distinguía por un matiz más refinado.
—Todos los pueblos —respondí yo— guardan respeto a sus visitantes. Yo he venido hasta aquí como tal, como amigo. ¿Por qué me habéis atado y arrojado aquí como si fuera un malhechor?
El hombre de la túnica volvió a interrogar:
—¿De dónde has venido?
—¡Soy un habitante de la Estrella! —le repliqué.
Los dos que estaban ataviados con túnicas intercambiaron miradas. En ese momento me fijé en sus caras: por el color de su piel, se asemejaban a los árabes. El que hablaba conmigo preguntó de nuevo:
—¿De qué Estrella procedes?
No me atreví a mencionar Marte.
—De la matutina y vespertina, ya que son la misma, solo que visibles a distinta hora. Soy el hijo del rey de esa Estrella. Y mi padre sabrá cómo vengarse si me causáis mal alguno; incendiará vuestros campos y destruirá esta misma Montaña…
—No nos asustan las amenazas —me interrumpió el hombre de la túnica—. Según nuestras leyes, los extranjeros que vienen a parar aquí desde otros países se convierten en esclavos, pero, ya que tú procedes de la Estrella, lo que te espera es la muerte.
—¡No os atreveréis a hacer tal cosa! —le grité.
—Yo, Bolio, como miembro del consejo supremo y yerno del rey, por el poder que represento condeno a este hombre a la pena de muerte. ¡Esclavos, obedeced y cumplid!
Cinco hombres se me vinieron de golpe encima y me quitaron rápidamente las ligaduras. Cuatro de ellos me inmovilizaron manos y pies, y el quinto se sentó sobre mi pecho y preparó su cuchillo. Podía ver sobre mí su repulsivo rostro. El verdugo esperaba la señal, y yo grité casi sin aliento:
—¡Esto es algo indigno, un asesinato…! ¡Estáis violando vuestras leyes y las de toda la humanidad! ¡Un huésped venido de fuera es algo sagrado…!
Bolio me dijo fríamente:
—Estamos cumpliendo las leyes. Tu esclavo será nuestro esclavo, y tú debes morir.
Dicho esto se volvió, haciendo ademán de marcharse. En mi desesperación me lancé tras él, llamándolo:
—¡Alto! ¡Déjame ser esclavo! Serviré fielmente, con total sumisión… ¿De qué servirá matarme?… Tened compasión.
Bolio se volvió de nuevo.
—Tú eres de piel blanca —masculló.
—¿Y qué si es blanca? ¿Acaso no puedo trabajar? ¡Puedo ser esclavo! ¡Soy fuerte!
—Pero ¡tú procedes de la Estrella!
—Sí, así es —mantuve, jadeante y con incomprensible obstinación—, pero ¡eso no es un inconveniente! Mentí al decir que me vengarían. No puedo enviar una señal a los míos. Estoy indefenso. No represento un peligro para vosotros. Tened misericordia y permitidme ser esclavo.
No sé cómo, conseguí soltarme de algún modo y me arrastré por el duro suelo hasta agarrarme al borde de sus vestiduras.
El segundo hombre de túnica, que hasta entonces había callado, le dijo algo a Bolio en una lengua que no entendí. Bolio se volvió. Vi que sonreía:
—Está bien —dijo lentamente—, serás esclavo, eres apto para ser esclavo.
VI
Me llevaron arriba por el mismo corredor, empujándome a cada momento, ya que me mostraba muy débil. Después de un recorrido bastante largo, entramos en una gigantesca cámara iluminada a media luz, bajo cuya bóveda flotaba una bruma permanente. El rojizo resplandor de las hogueras alumbraba vagamente a la ruidosa y salvaje turba de esclavos, que ascendía a varios miles de hombres. Los que estaban más próximos, al vernos aparecer, enmudecieron inmediatamente.
—Mañana te dirán cuál es tu trabajo —concluyeron.
Me quedé solo frente a la multitud de indígenas y debido al cansancio caí al suelo en el acto. A mi alrededor se agolparon los curiosos. Me escudriñaban, tocaban mi piel, se reían al verme. Yo no me resistí. Al final se abrió paso una decrépita anciana, que se compadeció de mí.
—¿No veis que está cansado? Dejadle en paz —dijo a los otros.
Pedí algo de comer. La mujer me trajo maíz, que devoré ansioso.
—¿De dónde eres? —me preguntó ella, poniéndose en cuclillas junto a mí.
—De otra tierra, de otro pueblo.
Ella no me entendió y se limitó a mover la cabeza. Entonces yo a su vez le pregunté:
—¿Quiénes son la gente de las túnicas?
La mujer se sorprendió:
—Los letiéi, pues.
—¿Qué significa «letiéi»?
—Nuestros señores. Nosotros somos los esclavos y ellos, los letiéi.
—Escuche, abuela —proseguí—, yo vengo de muy lejos. Más allá del desierto de salitre vive otra gente. Allí no sabemos nada de vosotros. Dime, ¿cómo vivís aquí?
—¿Que cómo vivimos? Pues como todos, trabajando.
—Pero ¿qué hacen los letiéi?
—¿Cómo que qué hacen? Son nuestros amos.
—¿Y dónde viven ellos?
—Arriba.
Empezaba a intuir vagamente la verdad, pero el agotamiento me impedía seguir indagando. Me tumbé sobre una sucia estera, y con el griterío de fondo de la ingente masa de esclavos, me quedé profundamente dormido.
Ya de mañana, me despertó el ensordecedor redoble de los tambores. Los esclavos se iban levantando y acudiendo sumisamente hacia la salida. Yo eché a andar tras ellos. Junto a las puertas, los que actuaban como encargados nos dividían en brigadas y nos encaminaban a la correspondiente parcela asignada para trabajar. El sol empezaba a asomarse tras el borde superior de la hondonada. Me entregaron una pala y me puse a cavar el terreno con los demás. Los vigilantes se paseaban continuamente a poca distancia y no tenían reparos en utilizar sus palos para golpear en los hombros a aquellos que mostraran la más mínima señal de pereza. Los esclavos aceptaban este trato con docilidad y sin rechistar. A mediodía hubo un descanso de unas dos horas y nos dieron otra vez maíz. Intenté comunicarme con mis compañeros, pero no me respondían. Después de comer, el trabajo se reanudó y se prolongó hasta la puesta de sol.
Al caer la tarde nos hicieron entrar de nuevo en la gran sala del piso inferior. Las mujeres, que pasaban el día tejiendo y dedicadas a labores manuales, ya nos estaban esperando. Comenzó la cena y el posterior desenfreno, propio del descanso entre los animales. El eco de los gritos y risotadas retumbaba en las paredes de piedra…
Deambulé por la sala sorteando los esclavos, que estaban entregados a sus diversiones. Algunos curiosos me seguían. Me fijé en unos ancianos, sentados junto al fuego con semblante triste y silencioso; también había jóvenes apresurándose a desahogar sus apetitos bruscamente en esas horas libres; contemplé a las madres, cual tigresas, acariciando y alimentando a sus pequeños, de los que se hallaban separadas el día entero. Por todas partes se veían rostros embrutecidos, se oían exclamaciones sin sentido aparente. Incluso para mí, acostumbrado a la vida de los aborígenes, resultaba espantoso ver a toda una tribu en ese estado animal.
En un rincón divisé a Mstegá. A su alrededor se habían congregado varios muchachos que escuchaban con atención sus relatos. Al verme, se volvió loco de alegría y se arrojó a mis pies.
—¡Mi señor! —repetía—. ¡Mi señor!
—Calla —le dije—. Aquí no deben saber que yo soy un señor. Lo pagaríamos muy caro y, quién sabe, a lo mejor hasta la propia Montaña acababa desapareciendo de la faz de la tierra.
Noté que mis palabras les habían causado impresión. Cuando al poco tiempo me acerqué a un grupo de ancianos que se calentaban al fuego, uno de ellos me dijo:
—Amigo mío, no está bien hablar así.
Le respondí con respeto:
—¡Mi querido abuelo! Juzga tú mismo. En mi país soy hijo del rey. He venido aquí por propia voluntad y no para hacer prisioneros de guerra. ¿Por qué no me han recibido como a un invitado, sino que me tratan con tal crueldad?
—Hijo mío —prosiguió el anciano con aire importante, moviendo la cabeza sobre las llamas—, desconozco eso que cuentas sobre otro país, aunque oí algo de ello en mi juventud, pero no sé nada más. ¡Aquí no hay más remedio que obedecer a los letiéi! Miles de inviernos lleva aquí esta Montaña y hasta hoy nada ha cuestionado su poder. Todos hemos sido esclavos y los únicos señores siempre han sido los letiéi. Así es como ha sido desde el principio, hijo. Debes creer a este anciano que ha oído tantas cosas.
Los demás ancianos, a cual más vetusto y cubierto de arrugas, asintieron con la cabeza. Pero cuando regresé a mi rincón y me quedé por fin solo, se acercó a mí un joven de unos dieciocho años. Se arrodilló ante mí, igual que si yo fuera un letiéi, y me dijo:
—Me llamo Itchuú, y yo también creo que eres un señor…
Advertí que aún quería añadir algo y le pregunté:
—¿Acaso tú odias a los letiéi?
Los ojos del muchacho brillaron con fuerza en la oscuridad, mientras susurraba mirándome fijamente:
—Juro por el sol y por mis antepasados que siempre los odiaré y les causaré todo el mal que pueda.
Esa sentencia hizo prender en mi alma una llama de esperanza. Pero al acostarme de nuevo en la mugrienta esterilla, como un esclavo más, preparándome para volver al día siguiente al mortificante trabajo, pensé descorazonado que la Montaña seguía siendo tan inalcanzable para mí como en el Desierto Maldito. Ahora estoy aquí, en su país, pero ella guarda celosamente su vida ante mi presencia. ¿Quiénes son esos letiéi, auténticos amos del país? ¿Qué vida y qué cosas increíbles sucedían en los misteriosos pasajes de los pisos superiores? Y, con más fuerza aún que en el desierto, la Montaña de la Estrella atraía todos mis pensamientos. Mientras me dormía, juré quedarme en este país hasta que resolviera el enigma, hasta el final.
VII
En unos días me adapté completamente a mi nueva vida. Trabajaba con obediencia en el campo y cumplía todas las órdenes de los vigilantes, pero aprovechaba cualquier ocasión para aumentar mi popularidad entre los esclavos. Les contaba historias curiosas, les hacía retratos con carboncillo, les curaba como podía y en las horas de trabajo ideaba todo tipo de ingenios que pudieran facilitar las tareas. Por ejemplo, como teníamos que levantar troncos, construí una polea, cosa nunca vista allí y que incluso los letiéi venían a admirar.
Entre los esclavos gozaba de un gran respeto. Itchuú y dos jóvenes más se habían convertido en mis adeptos. Incluso los ancianos empezaron a verme con menos hostilidad. Pero todos mis intentos por atisbar algo de la vida de los misteriosos soberanos de la Montaña resultaron vanos. Solo podía verlos en su papel de guardianes y, en raras ocasiones, en las terrazas que rodeaban la roca aparecían fugazmente como grises siluetas. Pero yo ya sabía que durante la noche, cuando los esclavos ya habían sido recogidos en su recinto, los letiei bajaban al valle y paseaban por los caminos que separaban los prados y bajo los árboles. También sabía, o intuía, que allá arriba existía el lujo, el arte, la ciencia. En una ocasión me pasé toda la noche de pie junto a la entrada de nuestra cámara, escuchando la melodía de una agradable música que venía de algún lugar en la parte superior.
Al séptimo u octavo día de mi vida de esclavitud, se celebró la fiesta de la siembra. En esa fecha, el propio rey con su séquito recorría los campos. Por la mañana nos sacaron a las parcelas de cultivo y nos dispusieron en formación, como a los soldados, en filas y columnas. Allá donde alcanzaba la vista podían verse los mismos escuadrones de esclavos en perfecta formación. Los vigilantes se encargaban de colocarnos de la manera más adecuada y de enseñarnos cómo debíamos saludar al rey, como al más alto dignatario que era, y a su hija la princesa. Los letiéi tenían su propia salida desde la Montaña, en el lado opuesto al de los esclavos; por ese motivo no pudimos ver cómo la comitiva regia salía hasta el valle. Solo el fragor del griterío que llegó hasta nosotros, nos indicó que había comenzado la parada. A nosotros, sin embargo, no nos llegó el turno hasta mediodía.
Los gritos se iban aproximando a nuestra posición. Finalmente divisamos el trono real llevado en parihuelas por seis fornidos esclavos. El rey se detenía en cada parcela para intercambiar unas palabras condescendientes con los vigilantes. Cuando el cortejo real llegó a nuestra altura, tuve ocasión de fijarme bien en el rey. Era un hombre de avanzada edad ya completamente canoso, pero que conservaba el porte elegante de un soberano. Sus facciones eran perfectas y recordaban al tipo étnico del antiguo Egipto. Iba ataviado como los demás letiéi, con una túnica gris, pero exhibía un peculiar tocado a modo de corona, recubierto de piedras preciosas.
Como nos ordenaron, caímos de rodillas y gritamos: «¡Le!». El rey pronunció algunas palabras en la lengua de los letiéi dirigiéndose a nuestros centinelas; después hizo un gesto con la mano y las parihuelas prosiguieron su camino. Les seguía una larga procesión de letiéi, las mujeres a la derecha y los hombres a la izquierda. Todos vestían túnicas grises y lucían adornos de oro y piedras preciosas. En los pies calzaban sandalias. Los hombres tenían la cabeza rapada y las mujeres el pelo recogido en elaborados peinados. Algunos llevaban curiosos instrumentos musicales, semejantes a la lira, mientras entonaban cánticos. Otros iban hablando entre sí y riéndose. Casi todos sus rostros eran muy hermosos, aunque demasiado pálidos.
Mientras pasaba el desfile, nosotros gritábamos: «¡Letete!». Detrás de los letiéi que iban a pie, aparecieron de nuevo esclavos con las parihuelas en alza. Se trataba de la hija del rey, la princesa Siata. Su trono era menor, de formas más redondeadas, pero también adornado de relucientes piedras. La princesa estaba oculta tras un velo rosado elaborado con un fino material. A ambos lados la acompañaban al paso algunos jóvenes letiéi de lozano aspecto.
Al llegar a nuestra altura, la princesa retiró repentinamente el velo rosáceo e hizo un gesto para que se detuvieran. Pude ver su nívea y bella faz, sus grandes ojos negros y su delicada mano. Llamó con un gesto a uno de los guardianes y le dijo algo. Yo tenía la impresión de que todo el tiempo me estaba mirando. Seguro que había oído hablar de ese extraño extranjero y entre los esclavos yo me destacaba por el color de la piel. Finalmente se corrió de nuevo el velo que cubría su trono y el cortejo prosiguió su marcha perdiéndose de vista en un recodo del camino. Enseguida nos dijeron que quedábamos libres por ese día. Nos llevaron a nuestra cámara y nos dieron un tonel de un tipo de bebida alcohólica elaborada con maíz, lo que fue recibido por los esclavos con gritos de júbilo…
Pero en mi memoria había quedado profundamente grabado el rostro de la princesa Siata. Una loca ensoñación se apoderó de mi alma sin que pudiera hacer nada por desterrarla. Por alguna razón estaba seguro de que era precisamente ella quien se hallaba íntimamente ligada a mi vida. Así, pensativo, me senté apartado de la salvaje chusma, cuando se me acercó Itchuú.
—Maestro —se dirigió a mí—, quiero preguntarte algo.
—¿Qué ocurre, amigo mío?
—Dime, ¿los letiéi son gente?
—¿Cómo que si son gente?
—¿Son gente como tú y como yo? ¿Ellos también mueren?
Entonces entendí.
—Claro que son gente como tú y como yo, como todos aquí. Y claro que mueren. ¿Es que nunca has sabido de la muerte de algún rey o de alguno de los guardianes, o de cualquier otro…?
—No, nunca —musitó él.
Cuando se marchó, aún no se mostraba muy convencido…
VIII
Por las noches, todos los esclavos debían estar confinados en la gran sala del piso inferior de la Montaña. Esta cámara tenía no menos de cien sázheny de diámetro y abarcaba con toda seguridad una extensión de más de tres desiatiny[5]. Hasta ella se llegaba por un ancho corredor de unos cincuenta sázheny de longitud. En las horas nocturnas ese paso quedaba cerrado con singulares bloques de piedra, y montaba la guardia el letiéi de turno, que tenía orden de matar a cualquier esclavo que intentara salir del recinto.
A pesar de ello, los esclavos sabían cómo burlar la vigilancia del centinela y no pocas veces algunos osados salían por la noche en busca de un posible botín: se valoraban especialmente las armas y el vodka. La buena dosis de bebida que habían recibido en la fiesta de la siembra había sido suficiente para despertar su avidez. Al día siguiente por la tarde, se oían comentarios sobre lo bueno que sería hacerse con un poco más de vodka. Para salir a conseguirlo, se ofrecieron dos voluntarios: Ksuti, hombre ya experimentado y de cierta edad, y mi conocido Itchuú. Yo les pedí que me llevaran con ellos. Los ancianos, tras algunas deliberaciones, accedieron.
La primera dificultad consistía en pasar a hurtadillas por delante del vigilante letiéi, apostado junto a la salida de la Montaña que daba al valle. Eso no nos resultó muy difícil. El guardia estaba echando una cabezada y había dejado la espada a su lado. Cruzamos el claro que había al pie de la Montaña arrastrándonos, ya que podían vernos desde las terrazas. Una vez en el primer bosquecillo, nos incorporamos.
El silencio reinaba en el valle… Los letiéi estaban agotados tras la fiesta de la víspera. Nadie había salido a pasear a la luz de la luna. Los hermosos senderos entre las palmeras nocturnas estaban desiertos. Tampoco se veía a nadie en las apartadas terrazas. Sin embargo, por precaución nos íbamos desplazando de árbol en árbol, hasta que rodeamos todo el semicírculo de la Montaña. Allí había un segundo acceso, que llevaba primero al almacén y después, por una empinada escalera, a los pisos superiores. Junto a esa entrada también hacía guardia toda la noche uno de los letiéi.
Al salir de nuevo al claro, nos tiramos como antes al suelo para avanzar. Pronto distinguí al guardián. Estaba sentado bajo el arco de entrada, con la cabeza inclinada sobre el pecho; también dormía. Para los letiéi, la vigilancia se había convertido en un mero formalismo.
—Podríamos pasar por delante, no lo notará —propuse a mis compañeros.
Efectivamente, crucé a dos pasos del letiéi durmiente, y pude fijarme claramente en su afeitado rostro y en los anillos de oro de sus dedos, pero él ni se inmutó. Ksuti fue detrás de mí.
—Aquí es —me dijo Ksuti, al llegar a una sala que se abría al final del corredor y que era parecida a la que nos alojaba, aunque de menor tamaño—. Aquí hay ake (vodka), pan y hachas.
Estaba mirando la oscuridad del interior mientras se iban acostumbrando mis ojos, cuando me sorprendió una leve risita a nuestra espalda. Ksuti, temblando de pies a cabeza, me miró. La risa venía de la entrada. Volvimos sobre nuestros pasos. Bajo el arco yacía inmóvil el vigilante letiéi y sobre su cuerpo estaba sentado nuestro Itchuú, que se balanceaba a un lado y a otro sin poder contener su risa.
—¿Qué te pasa, Itchuú? —le pregunté.
—Mira maestro, mira… ¡está muerto!… ¡Los letiei son gente! También mueren.
Itchuú, que se coló detrás de nosotros, había estrangulado al vigilante. Ksuti tenía un susto de muerte.
—¡La has armado buena! —le reprendió—. ¡Eres demasiado niño aún, ahora no sabemos lo que nos espera! ¡Qué desgracia! ¡Qué desgracia!
—Sí, no tenías por qué hacerlo —añadí—. Mañana lo encontrarán y deducirán que hemos venido hasta aquí.
—No, maestro, lo llevaré al bosque y lo enterraré. ¡Porque está muerto! ¡Está muerto!
Al muchacho solo le faltaba ponerse a bailar. Pero no podíamos perder más tiempo. Fuimos de nuevo hasta el almacén. Ksuti, que ya había estado allí en otras ocasiones, nos llevó directamente hasta los barriles de vodka. Los dos negros se pusieron a rellenar ansiosamente las vasijas que traían, al tiempo que probaban el preciado licor.
—No bebáis mucho —les dije con severidad—, o de lo contrario os quedaréis dormidos y mañana, cuando os sorprendan los letiéi, os matarán.
No me seducía la idea de quedarme con ellos. Descubrí en la penumbra una escalera que llevaba a los pisos superiores; no pude evitar caer en la tentación y decidí coger ese camino. Ya había subido algunos peldaños cuando se me ocurrió otra idea. Volví atrás hasta la salida, donde seguía el letiéi muerto, le quité la túnica y me envolví en ella. Eso podría salvarme de cualquier encuentro imprevisto. Y así, con la túnica de letiéi subí de nuevo por la escalera. Conducía al segundo piso, a una sala central en la que ardían dos antorchas. Estaba vacía, sin ningún tipo de enseres. De ella partían cinco corredores que debían llevar a las habitaciones de los letiéi. No me decidí a tomar ninguno de ellos y seguí subiendo. Tres recodos más y me encontré en el tercer piso. Esta vez vi una gran sala decorada con todo lujo, fuertemente iluminada por antorchas y con centelleantes adornos de piedras y metales preciosos. El techo representaba el firmamento estrellado. Las constelaciones estaban hechas con gruesos brillantes, y los siete planetas con rubíes; el de Marte era especialmente cegador y alrededor del rubí que lo representaba, había una sarta de pequeños diamantes. Sobre una de las paredes pendía una imagen del Sol hecha de oro puro, y en la pared opuesta podía verse la Luna realizada en plata. Estuve un buen rato deambulando por esta sala y después me dirigí a un amplio arco a través del cual se accedía a una estancia contigua, pero al acercarme vi que junto al dosel amarillo que cubría la puerta de entrada a la segunda habitación, dormían sobre una alfombra dos letiéi, con sendas espadas junto a sus cuerpos. Supuse que sería la entrada a los aposentos del rey. Al sonido de mis pasos, uno de los guardianes se despertó, alzó la cabeza y abrió sus ojos somnolientos, pero al instante volvió a acostarse sobre la alfombra, dejándose oír su acompasada respiración. Sin embargo preferí retroceder, yendo a parar a un estrecho pasaje que me condujo hasta una de las terrazas. La luna llena brillaba con fuerza. El amplio mirador estaba desierto, salvo una solitaria figura femenina que estaba de pie en el extremo opuesto al que me hallaba, apoyada en la balaustrada. Me aproximé. Estaba ante la princesa Siata.
IX
Por un momento dudé, después me adelanté y me planté delante de la misma princesa. Ella se asustó, dio un grito y dijo algo en la lengua de los letiéi. Yo me arrodillé y dije:
—Princesa, soy hijo de un rey, pero para ti soy un esclavo; soy el desdichado que ha querido venir hasta aquí para verte.
La luz de la luna caía directamente sobre mi rostro. Siata no podía dejar de reconocerme.
—¿A qué has venido? —dijo ella lentamente, como dudando de cómo reaccionar.
—¡Te vi en una ocasión, princesa! Me pareciste lo más hermoso que he visto nunca en mi Estrella y en ésta. He venido para contemplarte de nuevo antes de morir.
La princesa guardó silencio, mirándome directamente a los ojos. Yo estaba temblando.
En respuesta a mi pomposa declamación, ella podría llamar en el acto a los guardias y yo moriría… Pero de nuevo habló con serenidad y separando las palabras, preguntándome:
—¿Tú vienes de la Estrella?
—Sí, de la Estrella matutina, de ese mundo que desde aquí se ve como un luminoso astro al despuntar el alba.
—¿Por qué abandonaste tu patria?
—¡Presentía que te encontraría aquí, princesa!
Pero me pareció que mis aduladoras palabras eran un tanto inconvenientes, y me apresuré a añadir:
—Es triste, princesa, tener que vivir encerrado entre cuatro paredes sin salir de los límites marcados. El alma pide más, algo nuevo, quiere penetrar en el campo del misterio. Le atrae todo lo desconocido.
El rostro de la princesa se animó curiosamente, y pude ver cómo se disolvían sus rasgos ensombrecidos.
—Hablas bien, extranjero —replicó—. Dime, ¿en vuestra Estrella todo es como aquí o es diferente? ¿Hay otro cielo? ¿Otra gente? ¿Y cómo es la vida?
—Allí hay muchas cosas, princesa, que no puedes siquiera imaginar; no sé si podrías llegar a soñar algo parecido a nuestra vida. No te ofendas. Ya sé que en vuestro país no soy más que un pobre esclavo, pero te digo la verdad. De la misma forma que vosotros aquí en vuestro país de la Montaña de la Estrella estáis por encima de los esclavos, nosotros en la nuestra estaríamos por encima de ti. Nuestros conocimientos son para vosotros un misterio; nuestro poder, un milagro. Recuerda que yo he viajado a través del espacio interestelar.
Con estas petulantes palabras, me puse en pie y empecé a hablar con más aplomo, mientras la princesa prestaba oídos a cada una de mis palabras, dejándose embelesar por ellas.
De repente, se apartó.
—Dime, ¿quién anda ahí? —exclamó.
Me volví.
Por el claro, iluminado intensamente por la luna, iban deslizándose dos sombras. Eran Itchuú y Ksuti, que regresaban. Los dos estaban bebidos, olvidándose de adoptar la menor precaución, y abiertamente en medio del campo tiraban del cadáver del letiéi para esconderlo en algún sitio.
Muy a mi pesar, hube de responder a la princesa:
—Son dos de mis compañeros. Ellos me mostraron el camino hasta aquí, aunque lo único que querían era robar un poco de licor de maíz. ¡Y heme aquí, princesa, como esclavo! ¡Vosotros me habéis convertido en esclavo! De modo que adiós, debo volver al mundo de las tinieblas… Por otra parte, lo más seguro es que mañana ordenes que me castiguen con la muerte… Míralo, van cargando un cadáver… Han matado a un letiéi… Adiós y hasta siempre, princesa.
Acabé de decir estas palabras totalmente aturdido. La princesa callaba y eso me hacía sentir inseguro.
Pero de pronto gritó:
—¡Extranjero, espera! Aún tengo algo que decirte. No tienes por qué morir. Todavía hay cosas que debo hablar contigo.
—Está bien, si es tu deseo —dije fríamente.
Ella se quedó pensativa.
—Escúchame —dijo tras un largo silencio—, yo no puedo violar las leyes de mi país. Vuelve con cuidado a tu sitio… con los esclavos… donde estás siempre. Mañana te mandaré llamar.
Y entonces se apartó impulsivamente, mientras se cubría la cara con las manos. Me alejé a paso lento, crucé la sala de las constelaciones en el segundo piso y después el primero. Nadie me vio. Atravesé el claro con paso firme, sin agacharme, y llegué hasta la entrada de la cámara de los esclavos. El guardián seguía tan dormido como antes.
Pronto me encontré de nuevo entre esclavos. La multitud estaba alborotada con la recién traída bebida. Se volvieron locos al verme con la túnica de letiéi. Itchuú, completamente borracho, se acercó a mí tambaleándose.
—Maestro —dijo emocionado—, tenías razón… tenías toda la razón… Los letiéi son gente… Como tú mismo, maestro…
Y rompió a reír estúpidamente a carcajadas.
X
A la mañana siguiente, cuando ya estaba trabajando en el cocotero, se acercó un esclavo emisario a nuestro vigilante. Se arrodilló ante él y le mostró un brazalete ricamente elaborado.
—Señor, me manda la princesa —dijo él—; quiere que le envíes a ese esclavo que lleva poco aquí, el de piel blanca.
El vigilante besó con respeto el brazalete, me señaló con el dedo y con gesto tosco me indicó que siguiera al mensajero. Me resultaba extraño moverme libremente por la ancha calzada, entre los grupos de esclavos que seguían trabajando. Por la misma escalera de la noche anterior, subimos hasta el segundo piso. Si nos salía al paso algún letiéi, mi acompañante se arrodillaba ante él y yo hacía lo propio. Desde la sala circular del tercer piso, partía una segunda escalera, estrecha y oscura, como una auténtica madriguera hecha especialmente para los esclavos. Fuimos a salir a una pequeña estancia que servía de recibidor a la princesa.
—Esperaremos —dijo taciturno mi guía.
Le pregunté quién era, si un esclavo de la propia princesa, pero no respondió. Al poco tiempo salieron de los aposentos reales dos jóvenes esclavas, me miraron, movieron la cabeza y salieron de nuevo rápidamente. Volvieron con una pila de jaspe puro llena de agua caliente y entre risas comenzaron a lavarme, cosa que agradecí en el alma. Después me echaron encima una túnica corta de «sirviente», ya que estaba totalmente desnudo. Tampoco las dos muchachas respondieron a mis preguntas, pero eran muy risueñas y no paraban de reír. Finalmente, echándome un último vistazo, decidieron que ya era digno de presentarme ante la límpida mirada de la princesa. Me acompañaron a su aposento a través de otra pequeña sala.
Me encontré en una habitación pequeña, bellamente decorada con esmeraldas y turquesas. En el centro, una antorcha fijada a un elegante pie proporcionaba una iluminación suficiente. La princesa estaba recostada en un lecho de piedra almohadillado con cojines de plumas aquilinas. A su lado, otras dos esclavas sostenían dos pequeñas y fragantes antorchas, no para iluminar sino con fines aromatizantes. A sus pies, se posaba un aguilucho domesticado.
Entré e hice una reverencia al modo europeo. Ella inclinó la cabeza en señal de saludo.
—Ha llegado a nuestros oídos —me dijo— que has venido hasta nosotros desde otra Estrella. Te he mandado llamar para que me cuentes cosas de tu patria.
Yo sabía que del relato que hiciera dependía mi futuro, que debía ser capaz de cautivar a la princesa, hechizarla; solo así podía albergar esperanzas de llegar hasta el fondo del celosamente guardado misterio de la Montaña.
Comencé mi discurso. Con claras, sencillas pero a la vez expresivas palabras, describí las maravillas de la civilización europea, sus populosas ciudades, sus ferrocarriles que permitían desplazarse miles de verstas a la velocidad del viento, el océano y las naves que lo surcaban, el telégrafo y el teléfono como transmisores de ideas y sonidos. Dejando mi Estrella natal, pasé a hablar del universo, empezando por el Sol y siguiendo con las inconmensurables curvaturas del espacio, las propias estrellas cuya luz solo llega a nosotros después de miles de años, los planetas y las leyes que rigen invariablemente sus órbitas… Añadí algo de mi propia cosecha e inventé soles binarios, o auroras de un matiz verdoso por el efecto de los rayos violetas del segundo sol, plantas animadas capaces de tocarse unas a otras, un mundo de aromas y las siempre alegres mariposas andróginas. Tampoco dejé de mencionar los avances de la ciencia en el campo aeronáutico o en los usos de la electricidad; traté genéricamente los principios matemáticos, y en la medida de lo posible traduje algunos versos de nuestros poetas… Únicamente dejé de hablar cuando la voz me falló definitivamente, por puro agotamiento…
Mi alocución duró tres horas, o puede que más. Todo ese tiempo la princesa me estuvo escuchando sin distraer su atención. Noté que estaba subyugada por mi relato; había vencido. Pero la mejor celebración de mi parlamento venía de las dos esclavas, que se turnaban en sus exclamaciones:
—¡Qué fantástico! ¡Ah, qué maravilla!
Cuando enmudecí definitivamente, Siata se levantó del lecho.
—Sí, tú eres más inteligente que todos nuestros sabios —dijo con vehemencia—. No deberías estar aquí como esclavo, sino como maestro. ¡Lástima que no hables nuestro idioma!
La princesa había percibido mi dificultad a la hora de expresarme, constreñido por el simple y primitivo idioma de los bechuana.
—Eso es fácil de arreglar —apunté—, enséñamelo tú, princesa.
—¿Cómo? ¿Aprender nuestra lengua? —exclamó involuntariamente—. ¿Es que podrías hacerlo?
Sonreí.
—¡Princesa!, conozco todas las lenguas —vivas o muertas— que se hablan en nuestra Estrella; lenguas tan sonoras como el cristal y tan flexibles como láminas de acero. Veamos, pues, cómo es vuestro idioma.
Entonces me puse a desgranar cuestiones gramaticales, que llenaron de asombro a la princesa por su precisión y método.
—¡No! ¡No pienso deshacerme de ti! —dijo con decisión—. Dime, ¿cómo te llamaban en tu país?
—Para qué ir tan lejos, princesa —contesté—. Aquí desde el principio me han llamado Tolie, es decir, «piedra». Permíteme conservar este nombre.
—Está bien, que así sea. Yo te nombro, Tolie, mi mentor personal y te pido que aceptes este cargo.
Respondí que me haría muy feliz poder estar a su servicio.
Siata golpeó un pequeño tamborcillo de mano y entró el mismo esclavo que me había acompañado.
—Ve, y encuentra al capataz que dirige los trabajos —le dijo ella—. Dile que tomo a mi cargo a este extranjero. Después preséntate al encargado de los alojamientos y ordénale que encuentre un lugar libre en el tercer piso. El extranjero va a vivir aquí. Así lo desea la princesa.
XI
Desde ese día me instalé en una pequeña habitación del tercer nivel. Esa planta estaba destinada únicamente a los letiéi más significativos, descendientes de las familias que en un momento u otro habían detentado el poder en el país. Como sirviente, tomé a Mstegá.
La legislación del país prescribía que todos los extranjeros debían convertirse en esclavos, de ahí que a mí me consideraran un esclavo personal de la princesa. Esa indulgencia había sido obtenida no sin esfuerzo por la propia hija del soberano, que había acudido a su padre en repetidas ocasiones, hasta que éste cedió finalmente. No obstante, debía presentarme ante Bolio, para recibir sus admoniciones.
Comparecí ante el dignatario no sin cierta desazón, pues era aquel que había presenciado mi humillación, al que había suplicado por mi vida, a cuya vestimenta me había aferrado desesperado. Bolio se hizo esperar mucho tiempo, hasta que por fin apareció acompañado de dos esclavos con antorchas. Le saludé con una reverencia y durante algunos instantes guardamos silencio mirándonos mutuamente. Él fue el primero en tomar la palabra:
—Y bien, ¿ahora ya no te consideras esclavo? ¿Ya no crees necesario arrodillarte? ¿Desde cuándo?
Le respondí con valentía.
—Cuando llegué aquí, yo desconocía vuestras crueles leyes. En cualquier lugar los foráneos son bien recibidos, pero vosotros me tratasteis como a un malhechor. Me vi sometido a la fuerza, y podré trabajar como un esclavo, pero nadie podrá convertirme en tal. Nací libre, de estirpe real, y aún así he caído en la esclavitud.
Bolio me dirigió una mirada casi de burla.
—Nuestra princesa —dijo recalcando las palabras— quiere que le sirvas de entretenimiento. Lo hemos aceptado. Podrás vivir donde ella te diga. Pero recuerda que es por voluntad de la princesa. Si ella cambia de opinión, volverás a tu sitio con los esclavos. Vete.
Me volví en silencio. Pero al parecer Bolio no había concluido y volvió a llamarme.
—Escucha más —en este punto su rostro se ensombreció—. Hace poco uno de los nuestros, que estaba de guardia, desapareció y no sabemos su paradero. Nunca había sucedido nada parecido. ¡Silencio! ¡No me repliques! Si alguna vez llego a saber que tú has incitado a los esclavos a hacer algo así… te aseguro que encontraremos una forma de tortura de la que no hayas oído hablar aún en tu Estrella. ¡Vete! No, espera aún. No olvides que te estaremos vigilando. La princesa puede distraerse como quiera, pero nosotros estamos obligados a velar por la seguridad del Estado. ¡Y ahora, vete de una vez!
Salí de allí encolerizado.
En cambio, el sincero entusiasmo que mostraba la princesa me tranquilizaba. Se deleitaba con mis lecciones y estaba dispuesta a estudiar de la mañana a la noche. Le di a conocer los métodos matemáticos europeos, la física, filosofía e historia de nuestras civilizaciones clásicas. Por mi parte, estudiaba con avidez la lengua de los letiéi y aprovechaba la menor ocasión para conocer más a fondo el país. Me ayudaba que la princesa se sintiera algo cohibida en mi presencia, con respecto a los logros de su patria; deseosa de mostrarme que no estaban en un grado primitivo de desarrollo, me descubrió gran parte de las maravillas que ocultaba la Montaña. Visité las salas lujosamente adornadas del tercer piso; seguí considerando la de las constelaciones como la más curiosa. También pude ver el museo y la biblioteca del cuarto piso. Los letiéi tenían su propia literatura; escribían sus libros sobre finas láminas de oro, con afilados diamantes.
En el museo se guardaban raros minerales, magníficos objetos de metal y toda una fila de elaboradas esculturas. De estas últimas, las había tanto de bronce como de piedra, aunque las más impresionantes eran las talladas en un bloque de una sola pieza extraído de la propia roca, y que parecían formar un todo con el suelo en el que se asentaban.
Pero todos mis intentos de indagar más arriba, en el quinto piso, la Región del Misterio —como la llamaban—, eran disuadidos por la princesa. Allí vivían los sacerdotes y era el lugar al que se acudía para rezar; para mí, la entrada estaba terminantemente prohibida.
Aparte de eso, al ir imbuyéndome de la vida de los letiéi, pude percibir con más claridad que encerraba algún tipo de secreto. Ellos decían algunas palabras con un sentido muy específico: «estrella», «los nuestros», «profundidad»… encerraban un significado especial para ellos.
En una ocasión me decidí a preguntarle directamente a la princesa:
—Dime, alteza, ¿no es cierto que vuestro pueblo también llegó aquí procedente de otra Estrella?
Siata se estremeció visiblemente y, después de una pausa, dijo con firmeza:
—Está prohibido hablar de eso. Tú no lo sabes, pero aquí hay cosas de las que no se puede hablar. No me preguntes nunca más por nuestros secretos.
Me sentí en la obligación de disculparme.
Al cabo de una semana, ya podía expresarme más o menos en la lengua de los letiéi. Pronto comencé también mis lecciones de lectura. Venían a escucharme, aparte de la propia princesa, otros jóvenes y adolescentes. Les hablaba de nuestras matemáticas, de los fundamentos de la física, les exponía las teorías de nuestros grandes filósofos y les resumía la historia de las civilizaciones de la Antigüedad, que era precisamente lo que más atraía su interés.
XII
Al principio no entendía qué era lo que buscaba en mí Siata, cuáles eran sus verdaderos sentimientos. Esta incomprensión me condujo a un grave incidente, aún en mis primeros días de convivencia con los letiéi.
Apenas había empezado a desenvolverme en la lengua letiéi, cuando la princesa me invitó a una gran cacería de águilas; era ése el pasatiempo favorito de los letiéi. Acepté, aun a sabiendas de que mi presencia despertaría el odio entre muchos de los acompañantes habituales de la princesa, a los que molestaba la compañía de un antiguo esclavo. Y, efectivamente, tuve que hacer frente a no pocas miradas despectivas y comentarios punzantes. Especial hostilidad mostraba Latomati, un refinado joven del tercer piso, o, lo que es lo mismo, de distinguida familia; así, al dirigirse a mí, solía hacerlo en la lengua de los bechuana, que era la usada para tratar con los esclavos. Yo no podía oponerme, pues realmente aún me expresaba mejor en ese idioma que en el de los letiéi.
La cacería era nocturna, ya que salir al valle de día se consideraba inadecuado. La luna estaba en cuarto menguante, a pesar de lo cual había bastante claridad. El grupo de cazadores —aparte de mí y de la princesa— lo componían ocho personas, entre ellas dos mujeres. Todos fueron hablando animadamente hasta el límite de la hondonada, lo que suponía unas cinco verstas. En algunos puntos de la barrera, se habían practicado en la parte inferior accesos que daban al Desierto Maldito. Por uno de estos senderos iniciamos el ascenso.
Había que buscar los nidos de águila a la luz de la luna, aproximarse furtivamente a ellos y derribar las aves con flechas. Era algo bastante laborioso y no exento de peligro. Los cazadores se dispersaron. A cada dama la seguía un caballero. Acompañaban a la princesa Latomati, después un tal Bolalé y yo como su esclavo.
La caza dio comienzo. Latomati divisó un nido, pero no consiguió acercarse. El águila, al oír sus pasos, emprendió el vuelo y después, para defender a sus indefensos polluelos, empezó a volar en picado sobre nuestra cabeza provocando un ruido sobrecogedor al batir el aire. Latomati disparó con su arco, pero falló. Desesperado, intentó acertar al animal con su corta espada. Bolalé quiso coger uno de los aguiluchos, pero la madre se lanzó sobre él.
La princesa descubrió también otro nido, más alto, y me hizo una señal para que la siguiera mientras iniciaba el ascenso. Pudimos aproximarnos con bastante fortuna y la princesa probó a disparar con su arco, pero tampoco pareció acertar. El ave salió volando como un cohete, aunque después voló en círculos por un momento, cayó y empezó a renquear entre las piedras del camino. Entonces nos lanzamos a perseguirla.
Así sucedió que nos perdimos de vista unos a otros. Por casualidad alcé la mirada en ese momento y me quedé sin aliento. Una enorme nube negra cubría el cielo. Se nos venía encima una terrible tormenta tropical, un huracán de los que se producen una vez en muchos años, pero que se quedan en la memoria durante generaciones.
—¡Princesa —le grité—, debemos irnos!
Pero ya era tarde. En dos o tres minutos, la nube había ocultado todo el cielo, la luna y la luz de las estrellas. Todo se vio sumido en una impenetrable oscuridad. Después se empezó a oír el aullido del viento y por debajo de nosotros el ulular de las palmeras.
Agarrándonos a los matorrales, apenas podíamos tenernos en pie por la sinuosa vereda que discurría a lo largo de la pendiente. La borrasca africana nos estaba pasando por encima literalmente, golpeando nuestro cuerpo como el más grueso de los granizos. El terreno se hizo resbaladizo. Los incesantes rayos rasgaban una y otra vez el firmamento, y el fragor de los truenos parecía no tener fin.
A cada momento nos arriesgábamos a precipitarnos al vacío. Me aferré con todas mis fuerzas a una roca, sosteniendo a la princesa, que estaba terriblemente asustada. Con el centelleo de los relámpagos pude ver su lívido rostro y sus dedos oprimiendo convulsivamente la rama de un arbusto. De repente, con la fuerza de la lluvia, la piedra sobre la que me apoyaba empezó a desplazarse al ser empapada por el agua.
«Es igual —me dije—. Si hoy me abro la cabeza, no se perderá nada; y si sobrevivimos, me será de provecho…»
Inclinándome sobre Siata, para que pudiera oír mis palabras a pesar de los truenos, el rugir del viento y el estrépito de la lluvia, alcé la voz para decirle en un tono que intentaba parecer desesperado:
—¡Princesa! ¡Creo que nuestro fin está próximo! Pero no quiero perecer sin decirte antes que te quiero. Te quise desde la primera vez que te vi. Mi único sueño era llegar a besar tu mano algún día. ¡Princesa mía! ¡Adiós para siempre!
La piedra que me sustentaba se deslizó rápidamente por la ladera. Me tambaleé, soltando a la princesa, pero aún pude sujetarme a otra rama. De nuevo fulguró un rayo y por un segundo contemplé a Siata. Pero ahora no mostraba miedo, ni siquiera la angustia que yo esperaba ver; su rostro solo reflejaba una cosa: tristeza, una infinita tristeza.
—¡Ah, Tolie! ¡Tolie! —me respondió, con una voz que me llegaba a pesar de la virulencia de los elementos—. ¿Por qué has tenido que decir eso? ¡Esperaba algo mejor de ti! ¡Oh, Tolie! ¿Acaso en vuestra Estrella, igual que aquí, la gente se casa y los hombres aman a las mujeres? ¿Es que en todas partes tiene que ser igual?
No sé cómo, pero estas desalentadoras palabras penetraron hasta el fondo de mi corazón. Perdí el control de mí mismo. Caí a sus pies, besando sus empapadas vestiduras y sintiendo que se me hacía un nudo en la garganta.
—¡Perdóname, princesa —exclamé—, perdóname! Ha sido una locura. Una bajeza. Te juro que no volverá a repetirse. ¡Nunca!
Unos segundos antes, no habría imaginado que llegaría a pronunciar tales palabras. Y así estuvimos uno frente a otro, apoyándonos en un saliente de la roca que nos sirvió casualmente y aferrándonos a las escurridizas ramas. Pero la tempestad ya se estaba alejando. Brilló una franja del cielo y pronto volvió la claridad de antes.
Al cabo de media hora, y con ayuda de Latomati —que fue el primero que nos vio— y Bolalé, que acudió rápidamente, llevamos a la princesa por el derrubiado sendero hasta el valle. Allí nos esperaban los esclavos con las parihuelas, enviados por los asustados mandatarios.
XIII
Tuve ocasión de ver de nuevo al rey en el funeral de uno de los letiéi. Los enterraban en el subsuelo de la Montaña, en el mismo nivel en que se hallaban los calabozos. Era una peculiar cámara funeraria, con bóveda baja y estrecha, aunque de gran longitud en torno a cuarenta sázheny. A lo largo de las paredes se disponía una serie de cráneos humanos y al final del corredor se levantaba una gran estatua que seguramente debía representar a la muerte. Se trataba de una figura humana envuelta en una ajustada túnica o sudario, y que en lugar de la cabeza dejaba visible un enorme cráneo. Éste parecía hueco y, cuando finalizaban los funerales, se colocaba en su interior una pequeña antorcha, de modo que a través de las órbitas oculares, las aberturas nasales y los espacios entre los dientes se filtraba la luz.
Los funerales se celebraban por la noche. Se reunían todos los letiéi adultos, excepto aquellos que eran designados para hacer guardia. La sala estaba abarrotada. El rey y el jefe de la tercera planta se situaban aparte. Solo había cuatro esclavos presentes, que llevaban en andas el trono real, y yo mismo, que portaba una antorcha detrás de la princesa. También distinguí a los sacerdotes. Eran cinco. Cada uno iba acompañado de un muchacho que se estaba preparando para ser ordenado en un futuro. Los sacerdotes llevaban túnicas encarnadas; en su cabeza lucían coronas iguales a las del soberano, aunque de menor tamaño. Todo el rito consistía en el canto unísono de una serie de himnos por parte de los sacerdotes. Yo no conocía aún su lengua lo bastante bien para entenderlos. Solo escuchaba en repetidas ocasiones la invocación a la Estrella, que era considerada la divinidad del reino de la Montaña.
Después de los cánticos, un gesto de los oficiantes hizo que todos los presentes —entre ellos el propio monarca— se pusieran de rodillas. Uno de los religiosos pronunció clara y significativamente las siguientes palabras:
—No vamos a envidiar al que se ha ido, ni vamos a temer seguir algún día su ejemplo. La muerte es un misterio, y por eso la honramos con nuestro silencio.
Se produjo entonces una pausa que duró unos dos minutos. Después, el sacerdote proclamó:
—¡Gloria a la Estrella!
Todos se levantaron a la vez y repitieron la misma exclamación. A los pies de la estatua de la Muerte había una amplia abertura en forma de hondo pozo. Por esa cavidad, de nuevo entre cánticos, bajaron por medio de cuerdas el cuerpo del difunto. Después se retiraban las sogas, para depositar el cadáver en el fondo. Me pareció entonces oír cómo golpeaba contra el agua, pero no podría asegurarlo. En ese punto todos se retiraron. Los letiéi se echaron a un lado, dando paso a la litera real. Pero de repente el rey ordenó detenerse a los esclavos y me hizo una señal para que me acercara. Yo obedecí algo nervioso.
—¿Eres tú el hombre que ha venido a nosotros desde la Estrella? —me preguntó en la lengua de los bechuana.
—Sí, mi señor, así es —respondí respetuoso.
—¿Y por qué medio has llegado hasta aquí?
Conté entonces mi fábula aprendida de memoria.
—Desde nuestra Estrella, esta tierra se ve como un pequeño astro azulado. Nuestros científicos averiguaron hace tiempo que éste es un mundo peculiar, habitado por criaturas inteligentes. Entonces crearon una nave especialmente diseñada para viajar entre estrellas. Se ofrecieron cinco voluntarios de distintas ramas del saber, dispuestos a arriesgar su vida embarcándose en esa máquina; uno de ellos era yo. Por un dispositivo especial, fuimos catapultados hacia arriba a la velocidad del rayo. Digo hacia arriba, mi señor, porque para nosotros este mundo se ubica entre las estrellas. Volamos dieciocho jornadas y finalmente aterrizamos en la Tierra. Aquí nos separamos, yendo cada uno en distinta dirección. En lo que a mí respecta, vagué durante mucho tiempo entre los indígenas que viven junto al desierto de salitre. Allí tomé a uno de ellos como mi sirviente. Después oí hablar de la Montaña y decidí emprender su búsqueda.
El rey, tras escucharme atentamente, me dijo:
—Sin embargo, tal y como me han informado, tu esclavo no sabe nada de esto, ni siquiera que seas un habitante de la Estrella.
—Mi señor —repuse—, ¿acaso iba yo a sincerarme con un esclavo?
El rey me dirigió una penetrante mirada e inquirió de nuevo:
—¿Y es que en tu Estrella todos los habitantes son como tú, es decir, el mismo tipo de seres, como nosotros y nuestros esclavos?
—Sí, mi señor —respondí—. Allí también viven personas.
Él volvió a mirarme. Después me indicó con un gesto que me acercara aún más y, rompiendo todas las normas de protocolo, se pegó literalmente a mi cara y me dijo en un susurro —con el fin de que no lo oyera nadie— y además en lengua letiéi, para que fuera ininteligible a los esclavos que le servían, lo siguiente:
—¡Escúchame, extranjero! Estás muy equivocado. En otras estrellas viven otro tipo de criaturas, distintas a las de aquí. Yo lo sé, pero tú no. ¡Recuerda esto! Sé que no vienes de la Estrella.
Y, antes de que pudiera reaccionar, dio la orden a sus esclavos. Su trono se balanceó y empezó a moverse, sin que yo pudiera responder nada.
XIV
Nuestra vida era monótona. Nos levantábamos alrededor del mediodía; por la mañana daba mis clases, después había una comida común con la princesa, en la que se reunían gran cantidad de comensales. Al caer la tarde se organizaba un sencillo paseo por el valle.
Se acercaba la fiesta más importante de la Estrella, que entre los esclavos se denominaba Fiesta de los Ojos, porque se celebraba cada dos años. En la víspera, la habitual comida con la princesa fue especialmente concurrida. Aparte de sus allegados de siempre, asistieron dos sabios ancianos encargados de las crónicas del reinado, así como un profesor de escuela.
Como en otras ocasiones, la conversación que se entabló iba dirigida contra mí. Me vi obligado a hacer una defensa de la ciencia europea. Lo que me resultaba más chocante era que precisamente los científicos presentes se negaban a aceptar los nuevos conceptos que yo les presentaba. En una ocasión anterior, un matemático llamado Gori se había echado a reír cuando le expuse los principios de la geometría analítica. Esta vez la discusión versaba sobre las propiedades del sonido. Distintos platos se servían uno tras otro: maíz, judías, dulce de batata o pistachos entre otros (ya que los letiéi son totalmente vegetarianos y la cría de ganado es desconocida entre ellos). Los presentes regaban activamente los productos de la tierra con el obligado ake y con gran curiosidad participaban en la discusión científica.
La ciencia de los letiéi estaba al corriente del comportamiento del eco y de las leyes de vibración de una cuerda, pero nadie estaba dispuesto a admitir mis explicaciones sobre la vibración del aire. Llevé a cabo distintos experimentos para demostrarlo, a menudo en su presencia, pero a ellos no les gustaba el método experimental, no lo reconocían. Pronto pasamos de discutir conceptos abstractos a cuestionar quién merecía la supremacía científica, si ellos o nosotros. El debate se recrudeció aún más cuando empezamos a hablar no ya del sonido, sino de la música, un tema más asequible para la mayoría.
—En resumen, por lo que veo —me decía Latomati dirigiéndome sus brillantes ojos—, todos sus ingenios musicales se reducen a nuestra kolta (tambor), leieta (dutka[6]) y loemi (similar a la guitarra). Aparte de lo que ya conocemos, ¡ustedes no han inventado nada!
Yo aludí a la variedad de nuestros instrumentos, mencionando algunos como el piano, el órgano… y les hablaba de los conciertos y de la ópera.
—Cada uno razona a su manera —insistía con tozudez Latomati—. Tú, Tolie, dices que tenéis diferentes pueblos que se relacionan entre sí y adoptan las novedades unos de otros. Pero nosotros estamos solos, no tenemos de quién aprender, y a pesar de todo creamos los tres principios básicos para hacer música.
—Latomati —respondí fríamente—, mientras deambulaba por las estepas encontré tribus totalmente salvajes que ya conocían esos tres principios: el viento, la cuerda y la percusión sobre piel tensada.
Latomati empezaba a crisparse, encolerizado.
—¿Y quién puede demostrarlo —dijo con la voz entrecortada por la rabia—, quién puede dar testimonio fehaciente de todo lo que has dicho? Pueden decirse muchas cosas sobre la vida en otra Estrella a la que nunca llegaremos.
—Te perdono tus palabras —le dije con calma—. La vida en mi país tiene un nivel tan superior al vuestro que te resultará difícil creer mi relato.
Sus ojos se encendieron de una forma siniestra, pero al punto acudió en mi ayuda la princesa, que procuró tranquilizar a mi contrincante. Su argentina voz aún se escuchaba cuando resonaron con fuerza unos pasos. La guardiana de la puerta se echó a un lado y, bajo el arco que formaban dos esclavos con sus antorchas, apareció la figura de Bolio.
—¡Letiéi! —bramó con voz poderosa—. Vuestro amado rey se ha sentido repentinamente muy enfermo. ¡Dispersaos, letiéi! Cualquier algarabía en este momento es inoportuna; retiraos y que cada uno rece a la Estrella por el pronto restablecimiento de su alteza.
—¿Dices que mi padre está gravemente enfermo? —exclamó la princesa, lanzándose impetuosamente hacia la salida.
—¡Detente, princesa! —la contuvo con frialdad Bolio—. Tengo orden del rey de no permitir que vaya a verle nadie, ni siquiera tú. ¡Obedeced, letiéi, pues aquí veis la espada real!
Bolio alzó sobre su cabeza la brillante hoja, cuya empuñadura flameaba cuajada de piedras preciosas. Todos se inclinaron como muestra de respeto y se retiraron. Al pasar junto a Bolio, los letiéi se cubrían los ojos con la mano, un honor que solo rendían al rey en sus recepciones. No osé desobedecer y seguí el ejemplo de los demás. El jefe de los letiéi se quedó a solas con la princesa.
Entré en mi habitación con un amargo presentimiento. Allí me esperaba Mstegá.
—Señor —me dijo precipitadamente y mirando nervioso a uno y otro lado—, he estado con los esclavos y dicen que el rey ya ha muerto; piden que les den ake y que les dejen uno, dos o hasta tres días de descanso. Están alborotados, señor.
Esto era una novedad imprevista, que suponía cierta distracción de mis preocupaciones actuales. Con no poca inquietud, interrogué a Mstegá para obtener más detalles.
XV
Al día siguiente era la Fiesta de la Estrella, pero en esta ocasión no hubo celebración alguna. Si bien es cierto que los esclavos fueron obsequiados con un día libre, no les permitieron salir de su delimitado espacio; allí se mostraban inquietos y hablaban tergiversando cualquier suceso.
Me trajeron un desayuno ordinario. Después, como siempre, fui a ver a la princesa. Pero a la entrada de sus aposentos hacían guardia dos letiéi. Yo los conocía de vista, incluso había hablado con ellos alguna vez, pero fingieron no conocerme.
—La princesa no ha dado orden de que se la pueda ver —me dijo uno de ellos.
—Pues vaya a decirle que soy yo.
—La princesa no ha dado orden.
Me marché, pero aun así no daba crédito a lo que decían. Estuve merodeando por las salas, pasillos y terrazas de la Montaña. Cuando me cruzaba con algunos letiéi, apretaban el paso y se alejaban en silencio. Parecía como si me rehuyeran, aunque al menos respondían a mi saludo.
Volví a mi estancia. Por lo general, cuando no podía comer con la princesa me traían la comida a mi habitación. Pero esta vez me tuvieron esperando todo el día. Todos los servicios habían sido suspendidos. Por la tarde volví a salir, decidido a aclarar la situación. Al primero que me encontré fue al anciano profesor Segue. Le cerré el paso.
—Hola —saludé—. Hoy no hay clases, está usted libre. Dígame, ¿cómo se encuentra el rey?
El anciano se turbó sobremanera.
—Perdóneme, no se ofenda, tengo mucha prisa…
Se dio la vuelta y casi salió corriendo, apartándose de mí.
Fui a ver a Latomati. Los esclavos que hacían la guardia me dijeron que tenían órdenes de no dejar pasar a nadie. De modo que regresé a mi habitación. Algo se estaba tramando y yo no podía averiguar nada. Envié a Mstegá a indagar entre los esclavos, para saber cómo iban allí las cosas. Y yo mismo, cabizbajo, me acosté en mi lecho. En mi cuarto había una pequeña ventana que daba al exterior, y por ella noté cómo oscurecía rápidamente y se hacía de noche.
De repente, en el descansillo que daba a mi habitación, se dibujó la oscura sombra de una mujer negra; era la esclava de Siata.
—La princesa va a venir a verte —me susurró antes de desaparecer.
Yo me levanté de la cama de un salto. Al cabo de un minuto entró Siata, sola, sin acompañantes.
Yo balbucí azorado algo parecido a una disculpa, pero ella me interrumpió:
—No tenemos tiempo, mi querido amigo, escucha —se sentó a los pies de mi cama y me tomó la mano—. Escúchame. Mi padre ha muerto. Lo están ocultando, pero es la verdad. Últimamente me evitaba. Ahora puedo decir que tú eras el culpable de ello. En dos ocasiones quise ir a verle, pero no me recibió. De él no se separaba Bolio. Y ahora es quien tiene la espada real. Se convertirá en rey y será reconocido como tal.
Según las leyes del país, la legítima heredera al trono era Siata. Yo pensaba que esa contrariedad era precisamente el motivo de su pesar.
—No te apures, princesa —le dije—. Aún no está todo perdido. No vale la pena sufrir por el puesto de soberano. Estoy seguro de que acarrea más quehaceres y penalidades que alegrías.
—Ah… no has entendido nada —pronunció la princesa con tristeza. Te lo explicaré con más detalle. Tú sabes que desde hace tiempo hay dos facciones que luchan por el poder: los altos cargos del Estado y el pueblo llano de los letiéi. Tú has leído nuestras crónicas. Mi padre era rey por parte de los altos mandatarios. Hubo un tiempo en que se intentó una conciliación de los dos bandos y para ello se entregó a mi hermana mayor como esposa a Bolio. Él era del partido del pueblo. Pero ella murió y Bolio permaneció fiel a su grupo. Ahora no es una aspiración solo de él, sino de todo el segundo piso. Y nosotros estamos condenados a caer en medio de la disputa.
Para mí aún quedaban muchos puntos sin aclarar.
—Sigo sin ver, mi princesa, nada especialmente terrible en ello.
—Lo terrible es —dijo alzando la voz al tiempo que se retorcía sus marmóreas manos—, lo más horrible es que como princesa podría mantener mi libertad… Pero ¡ya he dejado de ser princesa! Ahora debo someterme a todas las leyes del país. Ya han transcurrido mis quince primaveras, hace ya dos años de ello… Me obligarán… me ordenarán tomar marido…
Sus últimas palabras salieron ahogadas de su garganta, con la vista puesta en el suelo. Pero de repente volvió a animarse, sus ojos resplandecieron y apretó mi mano con fuerza.
—¡Escúchame, Tolie! ¡Yo no quiero pasar por eso! ¡No quiero! Lo considero vergonzoso. Tú tienes que salvarme. ¿Cómo? ¿Acaso no te has hartado ya de esta tierra gris, en el poco tiempo que llevas aquí consumiéndote…? Pues ¡mírame a mí! ¡He nacido aquí, en el lugar donde ya he pasado largos años! ¡Tú eres inteligente y bueno, Tolie! Encontrarás la manera. Huyamos de aquí, partamos a toda prisa, ¡volemos aunque sea a tu Estrella! ¡Te lo suplico!
La princesa cayó de rodillas a mis pies y de forma impetuosa se abrazó a mí, mientras me miraba a los ojos.
—Princesa Siata… —acerté a decir en medio de la más absoluta confusión—, tú sabes que mi vida te pertenece, pero me encuentro indefenso. ¿Qué puedo hacer aquí solo y con semejante precipitación…? No tengo ningún apoyo, princesa.
Se levantó despacio y sin decir una palabra. Hizo intención de marcharse, pero finalmente cayó sobre la cama y rompió a llorar.
—¡Entonces, todo ha terminado! ¡Todo! Seré una mujer más…
—Sé razonable —intenté tranquilizarla—, no todo está perdido.
Haciendo un esfuerzo por interrumpir sus sollozos, me gritó:
—¡Entonces debes dejarme, Tolie, y huye tú al menos…! ¡Huye, huye!… No te respetarán. Bolio ya ha decidido quitarte la vida… Adiós, para siempre.
—No podemos llegar hasta la otra Estrella, pero podemos luchar contra los enemigos.
Siata levantó la cabeza.
—Pero todo el segundo nivel apoya a Bolio, todos los letiéi, ¡son miles! Y mis partidarios a lo sumo llegan a veinte personas, y la mayoría son ancianos y cobardes.
—Del lado de Bolio están todos los letiéi —acepté—, pero ¿y si de nuestra parte estuvieran todos los esclavos?
—¿Los esclavos? —repitió la princesa sosteniendo mi mirada con perplejidad.
XVI
Ya había oscurecido completamente y las estrellas refulgían con fuerza cuando me acerqué a la salida. El centinela de turno me cortó el paso.
—Está prohibido salir.
—¿Quién lo prohíbe?
—Orden de Bolio, cuyas manos son portadoras de la espada real.
Dejé al descubierto mi espada, bajo la túnica de letiéi que vestía, aunque solo tenía intención de recurrir a la fuerza en caso extremo.
—Amigo mío —dije en tono amistoso—, tú cumples las órdenes de Bolio, pero él por el momento no es más que un representante temporal del poder. Aquí tengo el brazalete de oro de la princesa. ¿Reconoces la autoridad de la hija del rey?
El letiéi vaciló.
—Tengo orden de no dejar pasar a nadie —repitió dubitativo.
—Mira, amigo —le dije en voz baja—, ¿tú estás seguro de que Bolio llegará a ser rey? ¿Y si el poder pasa, como es de ley, a la princesa? ¿Cómo reaccionará ella ante tu negativa a cumplir su mandato? Porque yo sé quién eres. Tú eres Toboi, el hijo de Bocolta.
Viendo que el guardián estaba del todo ofuscado, lo aparté y salí rápidamente al valle. No había caminado veinte pasos, cuando Toboi salió de su estupor y se puso a gritar para que me detuviera. Aceleré el paso, preparándome para echar a correr si era necesario. Pero el centinela, viendo que no respondía, dejó su puesto y desapareció en la oscuridad del vestíbulo: iba a informar de lo sucedido.
Mientras, llegué jadeando a la entrada principal. Allí, como era costumbre, también hacía guardia un letiéi.
—¡En nombre de la princesa!… —anuncié mostrando el brazalete.
El centinela no dijo una palabra y yo accedí a la cámara de los esclavos. La enorme sala se hallaba iluminada por decenas de hogueras. Las llamas ascendían perdiéndose en la oscuridad, mientras que el humo formaba espesas volutas. Miles de cuerpos desnudos teñidos por el brillo rojizo del fuego danzaban y daban vueltas salvajemente en torno a las hogueras. Los continuos alaridos se confundían con el incesante alboroto. Inmediatamente llamé su atención, aunque no me reconocieron en un primer momento. Avancé hasta el rincón que me era más familiar, donde solían reunirse los ancianos. De todas partes acudieron corriendo los curiosos, sorprendidos al ver el atuendo letiéi entre un mar de esclavos.
Me planté ante el corro de ancianos, que se habían levantado asustados por mi presencia. Esperé hasta que se hizo el suficiente silencio para comenzar mi arenga y entonces hablé alto, claro y de forma sencilla:
—¡Esclavos! ¡Vosotros me conocéis! Yo también soy esclavo y he vivido entre vosotros, trabajando como vosotros. Después fui enviado con los letiéi, pero mientras vivía allí no he dejado de pensar en vuestra vida y en cómo podríais mejorarla, como sería mi deseo. Conseguí hacer partícipe de ese anhelo a nuestra princesa. Ella tiene intención de cambiar vuestra situación, tan pronto como detente el poder. Si llega a ser reina, solo trabajaréis por la mañana y un breve tiempo por la tarde. Recibiréis ake cada día. Se prohibirá a los guardianes que os pongan la mano encima. Todos sabéis de la bondad de la princesa. Oídme bien, esclavos: nuestro rey ha muerto.
Un clamor unánime se extendió entre los que me escuchaban, se abalanzaron sobre mí sin dejarme apenas espacio para respirar.
—¡Quietos! ¡Eso no es todo! Los otros letiéi no quieren que se suavicen vuestras condiciones. Quieren que sigáis trabajando como antes, de sol a sol, seguir apaleándoos y que os muráis de hambre. No están dispuestos a ceder el poder a la princesa Siata, aunque le pertenezca por su sangre. Han elegido a Bolio como futuro rey. Vosotros le conocéis. Es el más despiadado de los letiéi. Como más disfruta es dando palizas a los demás. ¡Esclavos! ¡No dejaremos que asesinen a la princesa o la recluyan en prisión! ¡No lo permitiremos! ¡Derribaremos a Bolio, lo mataremos! Nosotros mismos proclamaremos reina a la princesa. ¡Seguidme, esclavos! ¡Os mostraré el camino hasta las armas y las provisiones! ¡Habrá ake y maíz para todos!
Por un momento los esclavos no reaccionaron, estupefactos, a mi discurso. Pero luego empezaron a oírse exclamaciones esporádicas. Pude distinguir la voz de Itchuú. Los ancianos se disponían a decir algo, pero su voz se vio apagada por el creciente vocerío. Las mujeres gritaban y los jóvenes corrían de un lado a otro frenéticamente; unos cogían piedras para usarlas como armas, otros ya intentaban avanzar hacia la salida. Yo mismo quedé sorprendido por el éxito de mi llamamiento. Por lo visto el movimiento estaba latente y yo solo había sido la chispa incendiaria.
La muchedumbre se precipitó contra la puerta. En un segundo hicieron saltar las piedras con que estaba sellada. El vigilante fue asesinado al instante. Cual hambrienta serpiente, un largo río humano corrió entre gritos y alaridos a la entrada que daba a los letiéi el acceso a la Montaña. Todos corrían, mujeres y niños, junto a sus maridos y padres. Un pequeño grupo de unas cien personas se quedó en la sala discutiendo obstinadamente todas las posibles acciones. No pude siquiera alcanzar la cabeza de la masa desenfrenada, y cuando llegué a la entrada ya se había desatado el combate. Un grupo de unos veinte letiéi defendía la estrecha escalera, repeliendo los ataques de los miles de esclavos que se agolpaban en ese punto. Otros, mientras tanto, saqueaban los almacenes, se llevaban armas, maíz, cocos y barriles de ake. En la misma entrada, en el claro, ya había comenzado la orgía de botín.
Durante un buen rato me vi impotente para hacer nada. Yo mismo estaba asustado por la fuerza que había cobrado la horda de esclavos, una vez rotas sus cadenas. Solo al ver rechazados uno tras otro todos los intentos de acceder a la escalera y haberse cubierto de cadáveres el primer tramo de escalones, los esclavos desistieron.
—¡Mañana! ¡Mañana volveremos! —intenté persuadirlos—. Con la claridad del día podremos entrar. Ahora, mientras sea de noche, descansad, bebed, festejadlo y después dormid.
Finalmente se organizó a los pies de la montaña un campamento. Cortaron palmeras y encendieron hogueras. El resplandor alumbraba a la enfurecida muchedumbre. Yo, en medio del bullicio y la confusión reinantes, continué escuchando sus «gritos de guerra».
XVII
Itchuú preparó para mí una pequeña hoguera aparte. Pronto se reunieron conmigo las personalidades más influyentes del grupo. Vinieron dos de los ancianos, aunque en general los de edad senil no veían con buenos ojos la sublevación. También se unió Mstegá, que gozaba de gran respeto entre ellos. Estaba además Guaro, que era capaz de quebrar un cocotero de un palmo de grueso.
Intenté exponerles de antemano un plan de acción para el día siguiente. Había más de mil quinientos esclavos dispuestos a luchar, mientras que los letiéi no podían emplear contra nosotros más de trescientos o cuatrocientos hombres. Sin embargo los letiéi eran temibles por su aguante y por la influencia psicológica que habían adquirido sobre los esclavos a lo largo de su dominación secular.
Estábamos aún discutiendo junto a la hoguera cuando a mis pies aterrizó con un suave silbido una flecha. Había sido disparada desde uno de los balcones. A ella habían anudado una tira de piel de coco, sustituto del papel entre los letiéi. Era una misiva dirigida a mí en lengua letiéi: «Los amigos de la princesa informan a Tolie de que ésta se encuentra prisionera en sus aposentos, como si fueran su mazmorra. Que Tolie acuda a salvarla». La carta era una prueba de que la princesa Siata no había sido abandonada por todos. Pero en ese momento no podía hacer nada. Habría sido peligroso atacar de noche a los letiéi, en su propia guarida, donde conocían a la perfección todos los recovecos y pasillos. Habría que esperar hasta el amanecer. Dejé a alguien de guardia y me recosté con intención de dormir un poco.
Los letiéi no se decidieron a emprender un ataque sorpresa. Quizá estaban haciendo acopio de fuerzas. A los primeros rayos del sol, ordené despertar a mi ejército. Por suerte, en el almacén de la planta baja quedaba relativamente poco licor, y los esclavos no tuvieron con qué emborracharse. Se levantaron con buen ánimo y tan dispuestos a todo como la víspera. El sueño no había disminuido un ápice su furia; querían vengarse después de tantos años, de tantos siglos.
Pero los letiéi seguían ocupando la escalera que conducía al segundo piso. Atacarlos allí habría sido una locura. En tan estrecho acceso, les bastaría un puñado de hombres para ofrecer resistencia a todo un ejército. Dispuse que se cortaran varios árboles y que se hiciera con ellos una hoguera en el umbral de la escalera. Los troncos de los cocoteros chisporroteaban con el fuego, mientras las verdes ramas levantaban una humareda que comenzó a ascender en grandes bocanadas por la empinada escalera, que hizo las veces de chimenea. Por supuesto, los letiéi se vieron obligados a rendirse.
—¡Ajajá! —celebraron ruidosamente los esclavos.
Cuando la hoguera empezó a extinguirse, ordené a mis tropas atacar. Cubriéndonos la cabeza para protegernos del escaso pero aún pernicioso humo, nos precipitamos escalera arriba. Ésta se desdoblaba en dos: un codo llevaba hasta la sala común del segundo piso y el otro hasta la terraza. Yo opté por el segundo. No encontramos oposición alguna. Uno tras otro, los esclavos ennegrecidos por el hollín iban saliendo a la terraza, a través de la abertura perfectamente practicada. Yo fui uno de los primeros en pisar el mirador y vi que no lejos de ese acceso esperaba un destacamento de letiéi. Seguramente debieron de pensar que no osaríamos penetrar por el humo y estaban esperando a que éste se disipara completamente. Viendo que ya era tarde y que sus enemigos ya estaban en la terraza, se vinieron abajo y rápidamente se batieron en retirada. Habiendo quedado ese espacio desierto, nos adueñamos de él.
Aquí reuní de nuevo a mi consejo de guerra. En el centro del segundo piso se encontraba la sala somún circular, y de ella partían radialmente cinco pasillos con las habitaciones de dos pisos para los letiéi de llana condición. En cada pasillo había cien de esos habitáculos. Pero, además, por la parte de la terraza había otros cinco corredores intercalados con los primeros, aunque no llegaban a comunicarse con la sala central y terminaban en un punto muerto; en cada uno de esos corredores menores había cincuenta habitaciones del mismo tipo. Hay que decir que, lejos de estar todos habitados, muchos de esos locales permanecían vacíos.
Los letiéi tenían cortado el paso de los cinco puntos de acceso a los corredores. Decidí atacar al mismo tiempo las cinco defensas, ya que de lo contrario se produciría de nuevo una excesiva acumulación de fuerzas en un paso estrecho, lo cual no tenía sentido. Formé cinco columnas: yo dirigiría una, y Itchuú, Guaro, Ksuti y Mstegá, las otras. Las cinco comenzaron a moverse a un tiempo.
Yo tuve que emprender el ataque sobre el denominado corredor norte. Lo ocupaban no más de veinte letiéi y conmigo iban ciento cincuenta hombres. Pero los letiéi nos recibieron en perfecta formación y manejaban con gran habilidad sus espadas, asestando los golpes de una forma más que audaz. La mayoría de los esclavos no habían podido hacerse con una espada, e iban armados con palos y piedras.
Durante cinco minutos se prolongaron nuestros impetuosos ataques, pero todos ellos fueron repelidos. Entre los letiéi ni siquiera hubo heridos; en cambio, nosotros habíamos perdido diez hombres. Los esclavos empezaban a tener dudas.
—Rebeldes —gritó entonces uno de los letiéi—, ¿acaso pensáis que podéis superarnos? ¡Tenemos la Estrella de nuestra parte! Volved abajo y retiraos. Quizá aún podamos ser benevolentes con vosotros.
Estas palabras causaron un efecto demoledor entre los esclavos. Se detuvieron en el acto.
—¡Adelante amigos! ¡Ataquemos de nuevo! —intenté persuadirlos.
—¡Atrás! —resonó la atronadora voz de Bolio, el cual dio un paso al frente de su formación—. ¡Atrás, esclavos! ¡Bajad! ¡Volved a vuestra cámara! Obedeced y cumplid.
Y, de repente, esas criaturas acostumbradas a obedecer, sometidas desde la infancia, en las que por un momento había ardido ese instinto salvaje de venganza, se estremecieron, retrocedieron y, mirando recelosos a su espalda primero unos y luego otros, finalmente todo el grueso de combatientes echó a correr ante la amenazante mirada del gobernante.
—¡Y a ése, prendedlo! —ordenó Bolio señalándome a mí.
A mi lado quedaban no más de dos o tres hombres dispuestos a defenderse. Nos arrinconaron contra la balaustrada. Nos rodearon por todas partes y veía cómo sus espadas centelleaban. Tenía la mano entumecida de tanto parar los golpes. Presentía que en unos instantes todo habría terminado. Pero, de pronto, a espaldas de los letiéi retumbó un griterío ensordecedor. En el acceso del que habían surgido los letiéi se recortaron las figuras de los esclavos. El grupo de Guaro había conseguido romper la línea defensiva y ahora los esclavos reaparecían por su retaguardia. Los que nos estaban atacando se vieron rodeados en un abrir y cerrar de ojos. Bolio gritaba algo, pero su voz se perdía en el fragor del combate. De repente Guaro, dando un tremendo salto, se plantó delante del dirigente letiéi balanceando sobre su cabeza un tronco de cocotero.
—¡Largo de aquí, esclavo! —tronó Bolio.
Pero Guaro hizo girar su mazo con un silbido en el aire, hasta que finalmente lo descargó sobre Bolio. El jefe de los letiéi cayó al suelo sin tiempo de emitir sonido alguno. Los esclavos rugieron en pleno delirio.
XVIII
En la terraza quedaban unos quince letiéi. No habían perdido la presencia de ánimo y, aun estando acorralados, continuaban defendiéndose de sus enemigos por ambos flancos. En la parte de abajo se unían nuevos esclavos, entre ellos algunos combatientes de mi columna, que habían vuelto sobre sus pasos y se mostraban dispuestos a luchar de nuevo. Dejé el combate cuerpo a cuerpo y corrí hacia la sala común. Allí se libraba una auténtica batalla. En ese punto se había concentrado el grueso de las fuerzas letiéi: unos doscientos hombres. Itchuú y Mstegá conducían a los esclavos, unos quinientos hombres, contra ellos. Las antorchas no ardían, y a través del largo corredor apenas llegaban débiles retazos de luz. El enfrentamiento se libraba prácticamente a oscuras. En la sala hecha de piedra resonaban los golpes en el suelo de miles de pies, los airados gritos de los esclavos, los estertores de los moribundos pisoteados; todo ello multiplicado por efecto del eco. En medio de ese estrépito, peleaban casi desfallecidos, como animales, sin que fuera posible dirigir de algún modo el curso de la contienda.
Yo estaba en la entrada del pasillo norte, calculando la posición de los enemigos. La retaguardia de los letiéi defendía los dos accesos que llevaban al tercer piso. Por lo tanto me era imposible ir más allá. Seguía lejos de Siata. Solo quedaba esperar la decisión del destino. Me maldecía por haberme ido de su lado, por haberla dejado sola. Quién sabe lo que se atreverían a hacer con ella sus enemigos.
Los esclavos llegaban a la sala en sucesivas oleadas. Les ordené que trajeran antorchas. Su luz titilante dibujaba una escena aún más tétrica. Los enemigos se descubrieron luchando entre sí, y mis aliados comprendieron que estaban pisoteando a los de su propio bando.
—¡Liberad los accesos! —les grité a los míos, aunque sabía que era imposible oír mi voz.
De pronto sucedió algo inesperado. Por detrás de los letiéi brillaron otras antorchas. Fue evidente su sobresalto. Por su retaguardia les atacaba un nuevo enemigo. Los amigos de la princesa cayeron sobre ellos desde los corredores del tercer piso. Después de esa maniobra, su suerte estaba echada. Podrían resistir, pero ya no vencer. Los destrozaron desde uno y otro lado. Fue una auténtica carnicería. Los letiéi retrocedieron hasta el centro de la sala y se defendían como podían de los esclavos que arremetían por todas partes. Una tras otra caían las filas de los letiéi. Pero algunos siguieron defendiéndose con hombría. Los impulsivos esclavos olvidaban toda medida de precaución: se lanzaban directamente sobre las espadas enemigas, caían y detrás venían nuevos atacantes. No esperé a ver cómo se resolvía el combate y corrí en busca de Siata.
A la entrada al tercer piso encontré a un grupo de fieles a la princesa, no más de treinta hombres. Entre ellos, Latomati.
—¿Dónde está la princesa? —pregunté.
Por un momento callaron. Finalmente Latomati dijo:
—Vayamos juntos. Tenemos que hablar.
De modo que todos subimos al tercer piso.
La sala de las constelaciones ofrecía un espectáculo espantoso. Habían reunido en ella a los ancianos, mujeres y niños. Los letiéi de más edad, sus hijas, mujeres y niños más pequeños estaban sentados en el suelo, extremadamente inquietos, retorciéndose los brazos y berreando. Cuando hicimos acto de presencia se desbordaron los gritos reprimidos e indignados:
—¡Traidores! Habéis hundido el país.
—¡Silencio, letiéi! —alzó la voz imponiéndose, Latomati—. ¡Los traidores sois vosotros! ¡Habéis atentado contra vuestra princesa! Vuestros dirigentes se disponían a matarla. Pero todos estamos sometidos a las leyes y finalmente han muerto aquellos que no son dignos de llamarse letiéi. Hemos quedado pocos, pero nosotros fundaremos una nueva raza.
Alguien gritó:
—¡En unión con los esclavos!
—¡Nosotros no hemos sido quienes hemos llamado a los esclavos! Tengamos calma, letiéi. Cuando pase este primer estallido, los esclavos volverán a someterse. Además debéis saber que en combate han caído más de ellos que de los nuestros. Para nosotros los esclavos no representan un peligro. ¡Obedeced, letiéi!
Latomati ya se portaba como un soberano. En la entrada al tercer piso dispuso una guardia de ocho hombres. El paso era muy estrecho y tomarlo no era tarea fácil. Los demás pasamos a los aposentos reales. Latomati no se dirigió a mí y ni siquiera me miraba. La cámara real no era de gran tamaño. Sus paredes se hallaban revestidas de azulejos de malaquita con incrustaciones de diamantes. Al fondo se situaba el trono de oro forjado. Dos antorchas alumbraban la alcoba. Además, a través de una estrecha claraboya en el techo, se filtraba la luz del día. En el trono regio estaba la reina Siata, con la corona real y la espada soberana en sus manos. Todos caímos de rodillas, cubriéndonos la cara con las manos, y tras las palabras protocolarias, resonó con fuerza la salutación: «¡Le!».
XIX
La reina nos saludó con una inclinación de cabeza. Cuando nos pusimos en pie, Latomati se dirigió a ella:
—Tus órdenes han sido cumplidas. Ataqué por la retaguardia a los letiéi que se negaban a reconocer tu autoridad. Los insurgentes han recibido su castigo. Ahora tenemos que ocuparnos de que la vida recobre su curso habitual, de que los esclavos vuelvan al trabajo y de que los que han permanecido fieles reciban sus honores.
—Gracias, Latomati —dijo escuetamente la reina, y dirigiendo la mirada hacia mí, añadió—: ¡Gracias a ti también, Tolie! Sin tu ayuda, sin tu habilidad, ahora yo estaría entre los muertos y mi raptor luciría orgulloso esta corona.
Siata procuraba hablar con la mesura que correspondía a su nuevo rango, pero después de sus primeras palabras no pudo mantener ese tono y concluyó con rabia:
—¡Yo sé, sé que muchos de los que se encuentran ahora entre mis partidarios se habrían quedado en el bando enemigo, si no hubieran intuido nuestra victoria!… Pero olvidémoslo. Te doy las gracias, Tolie.
Latomati, desencajado por la ira, dio un paso hacia el trono.
—No deberías hablar así, mi reina, no te corresponde ofender de esa manera a algunos de tus seguidores. Me atreveré a decirte la verdad. ¡Majestad! No saldrá nada bueno de que este extranjero haya conducido a los esclavos hasta las mismísimas entrañas de la Montaña. Sabemos por nuestras crónicas que antiguamente hubo más de una disputa por el trono, pero todas se decidieron luchando los letiéi entre sí. Nunca, oh, nunca los ruines esclavos habitantes del piso inferior, osaron inmiscuirse en los asuntos de los letiéi. Tú dirás que contabas con pocos apoyos y que el extranjero fue tu salvador. Eso es un error, mi reina. Tenías pocos partidarios, precisamente porque veían a tu lado a ese forastero, un hombre sin linaje ni raza claros, un embaucador y un rebelde, un esclavo blanco de nuestro…
—¡Basta! —le interrumpió con autoridad Siata, toda pálida y haciendo el gesto de levantarse del trono—. Aprende a respetar a aquel a quien aprecia el soberano. ¡Tus servicios prestados hoy te salvan de mi cólera, pero ten mucho cuidado!
Latomati no parecía dispuesto a callar: trémulo de ira, estaba a punto de replicar a la reina. Un segundo más y me habría visto obligado a intervenir, pero en la entrada apareció un emisario. Se hincó de rodillas y anunció:
—¡Mi reina! Los dirigentes de los esclavos desean hablar contigo.
Latomati se encogió de hombros.
—Tú misma ves adónde hemos llegado. Aún los esclavos te impondrán sus condiciones. —Permíteme ir, mi reina —intervine—, a averiguar lo que quieren. Estoy seguro de que se trata de algún malentendido y todo se arreglará.
—¡No! —vociferó con aspereza Latomati—. No es quién para llevar las negociaciones aquel que podría ser perfectamente un traidor. Iré yo, majestad.
—Iré yo misma —zanjó Siata.
Descendió lentamente de su trono y nosotros la seguimos.
En la sala de las constelaciones seguían amontonados cientos de ancianos, mujeres y niños letiéi. Todos se sobrecogieron al ver a la reina. Unos pronunciaron solapadamente un «le», otros se dieron la vuelta con brusquedad y también los hubo que gritaron consignas amenazantes: «¡Asesina! ¡Tú has arruinado la Montaña!».
Siata no mostró el menor indicio de prestar atención a esas provocaciones. Se dirigió hacia la entrada que daba al tercer piso, guarnecida como antes. Los centinelas, a petición de los esclavos, habían permitido pasar a algunos de ellos para tomar parte en las negociaciones. Esos parlamentarios se mostraban ante todo orgullosos y seguros de su posición. La delegación se componía de cuatro hombres. Distinguí a Itchuú entre ellos; a los otros tres los conocía poco.
—He venido a expresaros mi agradecimiento —comenzó la reina en lengua bechuana—. Quería agradeceros vuestro fiel servicio. Habéis cumplido con vuestro deber. Ahora, regresad a vuestra cámara y esperad la merecida recompensa. Obedeced.
El propio aspecto de la reina, con suntuosos ropajes y la corona regia, había causado una fuerte impresión entre los esclavos. Tres de ellos, mientras escuchaban sus palabras, se habían puesto lentamente de rodillas, hasta rozar el suelo con la frente. Pero Itchuú seguía de pie.
—Nosotros venimos en nombre de todo nuestro pueblo —declaró con firmeza, como si la reina no hubiera dicho nada—, para decirle que hemos vencido, y que ahora la Montaña nos pertenece. Pero no queremos aniquilaros, de modo que cedednos el paso. Nuestro caudillo, Guaro, tomará como esposa a la reina, y nosotros elegiremos mujer entre las demás letiéi; entonces dará comienzo una nueva era en la Montaña. Así lo ha decidido el pueblo.
—¡Itchuú! —exclamé sin poder contenerme—. ¿Has olvidado lo que acordamos? ¡Nuestro objetivo era entregar el trono a su legítima heredera! ¿De dónde has sacado esas ideas?
—Tú mismo me las sugeriste, maestro.
Las palabras de Itchuú sonaban como una completa burla. Los otros tres esclavos se levantaron del suelo.
—Escucha, Itchuú —le dije en voz baja intentando ser convincente—, tú me llamas maestro, así que recibe mis enseñanzas. Sois esclavos, no sois capaces de dirigir un país. Para eso no es suficiente una victoria. Acabaríais con la Montaña, hundiríais no solo el arte y la ciencia, sino la propia forma de vida. Supondría vuestra propia extinción. Eso te lo vaticino. Hacedme caso, volved a vuestro sitio, a vuestra cámara. Empezará una nueva vida para vosotros. Tened fe en la bondad de la reina.
Itchuú sonrió con sarcasmo.
—Una vez te dije, maestro, que tú también eres mortal. Ahora además te digo que te equivocas y que en ocasiones incluso mientes.
—¡Esto es ridículo! —estalló Latomati—. Hay que prender a este bufón y azotarlo hasta morir.
—No —atajó severamente la reina—. Él ha venido de buena fe y yo le dejaré marchar. Ve, amigo mío. No hemos prestado oídos a tus anteriores palabras y no lo haremos. Si volvéis a vuestro sitio, las olvidaremos y recordaremos únicamente vuestros méritos. Si llegáis realmente a declararos en rebeldía, comprobaréis que contra nosotros no será tan fácil luchar como contra Bolio. Marchaos.
Los cuatro embajadores de los esclavos, bajo el silencio sepulcral que se hizo en la sala, se dieron la vuelta adentrándose en el corredor y desaparecieron en la oscuridad.
XX
Cuando regresamos a la cámara real, Latomati se estaba oprimiendo el pecho para contener un grito de rabia.
—¡Majestad! —dijo finalmente en una exhalación—. Lo que hemos escuchado es intolerable. Los esclavos nos amenazan, se están burlando de nosotros. Esto es demasiado. Es hora de poner fin a esta situación. Contamos con no menos de cincuenta hombres, lo sé con certeza. Somos los últimos letiéi, pero vamos a defender nuestro reino. Hoy bajaremos hasta la sala de los esclavos, nos batiremos con ellos y juro que saldremos vencedores. Los hombres libres no pueden dejar de prevalecer sobre los esclavos. Os juro, majestad, que empeñaré mi vida en ello. Pero, antes de que recaiga sobre mis hombros tal responsabilidad, debo saber por quién voy a luchar. No pienso derramar mi sangre para entregar el trono a un vagabundo anónimo, que se jacta de proceder de la Estrella.
Recobró el aliento, y a continuación, con una voz tintineante y tan aterciopelada que no podía imaginarla saliendo de él, exclamó:
—Siata, escucha. ¿Acaso no ves cómo suspiro por ti, no has notado hace tiempo que tú para mí lo eres todo? La dicha y la vida entera. ¡Por ti he luchado al lado de los esclavos, por ti he inmolado a mis hermanos letiéi, por ti he arruinado nuestro sagrado reino, Siata! Mis antepasados también ocuparon ese trono. Me estoy ofreciendo a ti, Siata, como ayudante y como amigo. Estás hechizada por ese maldito extranjero. Créeme a mí, que siempre he estado a tu lado, expúlsalo, échalo de aquí, deja que lo mate… Y yo entonces te tomaré como esposa, ¡y juntos triunfaremos sobre los esclavos! Te juro que restauraremos el reino y fundaremos una nueva estirpe de reyes de la Montaña.
Se hizo un profundo silencio. Incluso podía oírse el ruido procedente de otras salas. Y con voz suave, pero clara y segura, se oyó la respuesta de Siata:
—Lo que tú propones no es posible. Hace un minuto otro hombre me pidió ser mi esposa. Debes saber que antes aceptaría la oferta del caudillo de los esclavos que la tuya, Latomati.
El joven dejó escapar un tenue grito, apretó los dientes y miró por un momento a la reina. Después se volvió hacia mí con su fulminante mirada.
—¡Escúchame tú, vagabundo de origen incierto! Hoy te insulté del modo más ofensivo que pude. Ahora repito que eres un mentiroso y un mistificador. Si tienes un ápice de dignidad, te batirás conmigo en un duelo a muerte. Te reto yo, Latomati, hijo de Talaesto, descendiente de antiguos reyes.
—Acepto —me limité a decir.
—Tolie, Tolie —pronunció indecisa Siata.
—Que así sea —apostillé con frialdad.
Los letiéi presentes en la sala se hicieron a un lado. Siata, temblorosa, descendió del trono y se arrimó a la pared. Latomati y yo nos quedamos frente a frente en el centro de la cámara real. Nos fuimos aproximando uno a otro. Los dos empuñábamos el arma habitual de los letiéi: un espadín que recordaba por su forma a un florete. En mi juventud dominaba bien este arte, pero aún me faltaba mucho por aprender sobre la esgrima de los letiéi. Latomati era considerado un espadachín fuera de serie y yo no podía hacer otra cosa que defenderme. Él se ensañaba con furia. Yo retrocedí hasta chocar finalmente con la pared. A Siata se le escapó un leve gemido. Esa voz me puso en un estado tal de trepidación como no había sufrido en muchísimo tiempo. Con un fuerte revés repelí el golpe de Latomati y pasé al ataque. En el poco tiempo que duraba nuestro combate, ya me había percatado de las artes que desplegaba Latomati, tan originales como limitadas. Ahora yo debía sorprenderlo a mi vez, con la astucia propia de la esgrima europea. Aquí fue él quien empezó a retroceder, tropezándose hasta en dos ocasiones y perdonándole yo ambas la vida. Loco de ira, se arrojó contra mí olvidando toda precaución. Yo quería asestarle un golpe que le obligara a soltar su espada, pero por algún motivo él bajó el brazo y mi fuerza se descargó certeramente sobre su sien. La oscura sangre fluyó a borbotones y el joven cayó muerto. Los letiéi bramaron. Siata corrió hacia mí. Se produjo un gran alboroto. Alguien se inclinó sobre Latomati para certificar su muerte. Aún no había tenido tiempo de volver en mí cuando de repente todos los letiéi al unísono empezaron a salir de la estancia… Uno de ellos se detuvo junto a la puerta y le dijo a Siata:
—¡Majestad! Tú aún no lo sabes, pero en este momento los sacerdotes te están condenando a la Región del Misterio.
En poco tiempo nos quedamos solos, mientras se iba apagando el ruido de los pasos que se alejaban.
—¡Marchaos! ¡Fuera de aquí! —gritó Siata desencajada—. No les necesito más. ¡Fuera la corona! ¡Adiós a la Montaña! ¡Adiós al pueblo de los letiéi!
Se arrancó el atuendo real, con la respiración entrecortada.
—Solo me quedas tú, Tolie —sollozó con lágrimas en los ojos—. Nos iremos de aquí, huiremos. Lejos de toda esta infamia y odio. Renuncio a su reino milenario, que únicamente me arrastraría a la perdición. No ansío ya el trono, porque gobernar un pueblo así sería indigno. Soy libre, Tolie, llévame contigo.
Ella no era consciente de lo que estaba diciendo; hablaba con la mente nublada. Mientras la sostenía, pues apenas podía tenerse en pie, extenuada, procuré calmarla y hacerle entrar en razón.
Pero nuestra atención se vio desviada por un horrible estruendo. Se oyó el chocar de las espadas y el griterío de los esclavos. Salí inmediatamente, pero en el corredor me topé con Mstegá, que venía a toda carrera.
—¡Señor! —me gritó—. ¡Corra! Los esclavos están en el tercer piso y vienen a matarle.
Apenas alcanzaba a comprender lo que pasaba, cuando tras los pasos de Mstegá apareció el gigantesco Guaro, que aún sostenía oscilante su enorme maza. Mstegá, con un aullido, se lanzó salvajemente contra él.
—¡Corra! —me gritó de nuevo.
El gigante se vio retenido por Mstegá, que interpuso su cuerpo para obstaculizarlo, y tuvo que pararse por un momento. Pero lo resolvió rápidamente. Se oyó el crujido de los huesos al quebrarse. Izó en el aire el cuerpo de Mstegá y golpeó con fuerza su cráneo contra el suelo de granito.
Esta mínima dilación fue suficiente para salvarme. Me encontré de nuevo junto a Siata. Su estancia era de las pocas que contaba con una pesada losa en lugar de puerta, que cerraba el paso al girar sobre los goznes. Tuvimos el tiempo justo de sellar la entrada antes de que Guaro llegara corriendo hasta ella. Desde detrás de la piedra pudimos oír el alarido de los enemigos burlados.
—¡Oh! ¡Estamos salvados! —gritó emocionada Siata. —Estamos en una prisión —objeté con serenidad—; una prisión sin comida ni bebida.
Llevé a la exhausta Siata hasta su trono. Pero de repente, con un leve chirrido empezó a girar otra bisagra en la pared, donde yo no podía sospechar que hubiera otra puerta. En el corredor que se había abierto apareció el sumo sacerdote.
XXI
No sabíamos cómo reaccionar ante el inminente cambio de la situación. No teníamos fuerzas para sorprendernos, ni para echarnos a temblar. El jerarca nos miraba con serenidad, mientras nosotros seguíamos observándolo en silencio. Detrás de la pared, se oía el furor de la multitud.
Por fin, en tono severo y autoritario, el sacerdote se dirigió a Siata:
—¡Majestad! Ha llegado la gran hora.
Siata empezó a temblar de pies a cabeza como si estuviera sufriendo una crisis nerviosa, como una fina hierba zarandeada por el viento. Finalmente gritó:
—¡No, padre, no!
—¡Majestad! Ha llegado la hora —repitió el sumo sacerdote.
De forma igual de repentina, Siata recuperó la entereza.
—Está bien —dijo extrañamente, mientras dirigía la mirada a lo alto sin mirar a nadie en concreto—. Yo misma lo deseaba. Mejor una gran hora de desesperación y muerte que lentas horas de tormento. Estoy lista, padre.
—Ven conmigo —le dijo el sacerdote, indicando con parsimonia la estrecha escalera por la que había llegado hasta nosotros.
La reina lo siguió, y yo di algunos pasos tras ella.
—Que el extranjero se quede aquí —atajó el religioso—. Lo que vamos a presenciar no está hecho para ojos impuros.
—¡No! —respondió con firmeza Siata—. Él irá conmigo. Soy la única que queda con sangre real. De ese modo podré cumplir con la voluntad de la Estrella. No tenéis elección. Si yo voy, él vendrá conmigo.
El sacerdote no insistió. Desde la cámara real ascendimos por la angosta escalera directamente hasta el cuarto piso, los museos y las bibliotecas. Hasta allí no habían penetrado aún los esclavos. Las estatuas se erguían todavía intactas, como desde hacía veinte siglos. Los rollos de pergamino dormían pacíficamente en los entrantes practicados en las paredes: libros llenos de crónicas, grandiosos poemas y pasionales versos amorosos.
Desde el museo geológico, que albergaba la más fabulosa colección de minerales de todo el mundo, empezamos a subir al quinto piso, la Región del Misterio, que yo pisaba por primera vez. Pero no sentía curiosidad. Toda mi alma estaba absorbida por un solo sentimiento: mi preocupación por Siata. Con seguridad y orgullo, ella avanzaba tras el sumo sacerdote.
Llegamos al templo de los letiéi. Era un espacio circular rematado por una cúpula. Tanto la perfecta bóveda como las paredes estaban embellecidas con oro pulimentado, en el que brillaba de continuo la reverberación de las antorchas y veíamos multiplicada nuestra imagen reflejada. En el templo no había iconos ni adornos de ningún tipo. Tan solo se había practicado una ancha ranura que se extendía por todo el suelo y por la que se deslizaba lentamente una gran esfera de oro, por efecto de alguna fuerza que se me escapaba.
En la sala había cuatro sacerdotes en sus respectivas tribunas doradas y, junto a ellos, de pie, un muchacho que hacía las veces de ayudante. Cuando el sumo sacerdote irrumpió en ese escenario, todos se levantaron.
—Ha llegado la gran hora —manifestó, dirigiéndose a ellos. Todos se hincaron de rodillas, se cubrieron los ojos con las manos y repitieron:
—¡Llegó la gran hora! ¡La gran hora!
La máxima autoridad sacerdotal se dirigió entonces a Siata con firmeza y resolución:
—Hija mía, ¿quiénes fueron tus antepasados?
—Procedo de una estirpe de reyes —contestó.
—La gran hora ha llegado. ¿Sabes lo que has de hacer?
—Lo sé, padre.
—Ve, pues. Tu autoridad ha caído en el abismo del reino de la Montaña; por eso hoy hemos proclamado una maldición. Pero tú cumplirás la voluntad de la Estrella y yo te bendeciré.
Siata inclinó la cabeza, mientras cubría sus ojos con la mano.
—Entra, majestad, en la Región del Misterio.
Una puerta oculta se abrió dejando un hueco en la pared, por el cual nos introdujimos. Esta nueva sala era de reducido tamaño, unos veinte pasos de ancho y otros tantos de largo. Las paredes carecían de detalle alguno y eran de piedra gris. La luz procedía de un amplio ventanal. Había un lecho de piedra adosado a una de las paredes. En el centro de la estancia se podía ver una barca de extraña forma. En ninguna parte desde que habitaba en el país de la Estrella había visto embarcaciones, ya que no había ríos o lagos dignos de mención.
Pero lo más admirable de este espacio estaba en el muro izquierdo, oriental. En esa pared, ocupando toda su altura, se alzaba una momia. Estaba desprovista de vestiduras. Los músculos resecos se hallaban perfectamente adheridos a los afilados huesos, recubiertos por una piel apergaminada. Pero no se trataba de una momia humana. No puedo decir qué clase de criatura era. Su cabeza no era muy grande y sus ojos estaban muy juntos, aunque conservaban su color y forma, como si tuviera la mirada fija en algo. Su huesudo cuerpo era bastante ancho y se asimilaba por su forma a una campana, rematada en la parte inferior por una serie de protuberancias; los brazos seguramente servían como alas, pues aprecié en ellos membranas. Todo el conjunto terminaba en una especie de cola de pez, que quizá sirviera como timón para aprovechar el aire durante el vuelo.
Mientras lo observaba, petrificado por la impresión, el sacerdote que nos había traído hasta allí se esfumó. La puerta camuflada se cerró y yo me quedé a solas con Siata.
—¿Quién es? —acerté a vocalizar con voz enronquecida, señalando a la momia.
—Es Él —contestó ella en voz baja—, aquél a quien veneramos. Es nuestro primer rey, nuestro eterno soberano. ¡Perdóname, mi señor! Pero creo que tú mismo lo querías así —dijo, haciendo una inclinación ante la momia.
—Siata, pero ¿es un ser humano? —inquirí de nuevo.
—Es más que eso —respondió ella en un susurro—. ¡Sí! ¡Hay otros mundos, mi Tolie! Hay criaturas superiores.
Y se quedó mirándome extasiada…
XXII
Entonces un inefable pudor embargó mi corazón. Me aparté de Siata súbitamente. Tenía la impresión de estar traicionando su benevolencia.
—Mi reina —conseguí articular con esfuerzo—, tienes que darme la espalda. No merezco que me dirijas la mirada. He mentido a todos y también a ti. No soy ningún habitante de la Estrella. Yo, al igual que tú, he nacido aquí en la Tierra.
Abriendo los ojos exorbitados y sin entender del todo lo que decía, la reina retrocedió, apartándose de mí como si hubiera visto un fantasma.
—Sí —continué en tono sombrío—, ni soy un habitante de la Estrella ni el hijo de un rey. Soy un vagabundo sin rumbo al que desprecian en su propia casa y que huyó al desierto para escapar de las burlas. Todo este tiempo he estado engañándote.
Adiviné su respuesta antes incluso de escucharla.
—¡Ah, Tolie! ¡Se ha venido abajo mi maravilloso sueño, mi luminosa esperanza! ¡Tan cerca me parecía estar de otro mundo, no de éste en la Tierra…! Y ahora, ahora me veo de nuevo condenada por los siglos de los siglos… Se han partido mis pobres alas. —Después, mirándome con una leve sonrisa, añadió en tono más alto—: Pero no estés triste, mi Tolie. ¿Crees que solo te quería por venir de la Estrella? Me has sido muy preciado como maestro. Me has hecho comprender lo que solo podía intuir. Que puede haber otra vida, que no todo termina en esta Montaña, que nuestros hombres de ciencia no acaparan la sabiduría universal, ni lo que nos enseñaban los ancianos era toda la verdad… Te sigo queriendo como antes, Tolie. Esta desgracia solo me incumbe a mí.
Pero decía esto con la voz quebrada. Y yo hice un intento por devolverle el ánimo:
—¡Mi reina! Mentí vergonzosamente al decir que procedía de la Estrella. Pero te dije la pura verdad al hablar de otra vida, de la humanidad que te está esperando. Tú misma verás todos esos milagros de los que te hablé, como si fueran propios de mi Estrella. Los verás si nos salvamos…
—Puede que nos salvemos, Tolie —profirió tristemente Siata—, pero tus milagros no me servirán de consuelo. ¡De qué me sirven los milagros, si están aquí en la Tierra! ¡Si los han creado personas iguales a mí! ¡Si sigue habiendo fronteras en mi mundo! Siempre nos han dicho: hasta hoy todo esto es vuestro, pero no podemos ir más allá. ¡Oh! ¡Tolie! ¡Tolie! Eso es lo terrible.
Se retorcía las manos. Yo podría haber rebatido sus palabras, pero guardé silencio, sin atreverme a decir nada. Y entonces se levantó, adoptando un aire de profetisa.
—¡Vayamos! Sea como sea, ahora más que nunca debo cumplir la voluntad de la Estrella. ¡Vayamos!
Tras el lecho de piedra se escondía otra puerta que daba a una sinuosa y estrecha escalera. Deslizándonos en la oscuridad, ascendimos hasta una azotea circular, la cima de la Montaña de la Estrella.
Era una noche sin luna. En la oscuridad no se veían las terrazas ni el valle. No llegaba ningún sonido desde abajo. Era como si estuviéramos solos en el mundo. En medio de las brillantes estrellas del firmamento tropical, centelleaba un astro rojizo, Marte. Hacia él tendió Siata sus marmóreas manos.
—¡Estrella! ¡Sagrada Estrella! Ahora cumpliré tu voluntad. Tú eres la reina de esta Montaña. Ha llegado la hora de aniquilar tu reino. Coge lo que es tuyo y déjanos a nosotros con nuestras penas. —Después, dirigiéndose a mí, añadió—: ¡Sí, yo creo! Creo que tenemos contacto con nuestra Estrella. Tú no procedes de allí, pero siento que los rezos y cánticos pueden llegar hasta ella, y que desde allí nos llegan voces. ¡Escucho! ¡Escucho tu llamada! ¡Voy hacia ti! ¡Voy! ¡Voy! —dijo enfáticamente, mientras se dirigía como una sonámbula hacia la brillante estrella.
La sujeté al borde del precipicio y ella volvió en sí.
—¡Ah, Tolie! Me parecía haber oído una voz, como si la Estrella me estuviera llamando. ¿Puede acaso llamarme? ¿Tú qué piensas? ¿Crees en eso?
—Yo creo en todo lo que tú creas —le respondí llorando y besando su vestido.
Siata lo pensó un segundo y luego dijo con voz decidida:
—Aquí en el centro, hay una gran esfera de oro. Hay que arrojarla al vacío.
—Pero Siata, debe de pesar mucho, una persona sola no puede.
—¡Tolie! Tú eres ingenioso, busca la manera e inténtalo.
La reina se sentó, pensativa, al borde del abismo, con las piernas colgando sobre la nada. Y yo me acerqué hasta la esfera dorada. A simple vista debía pesar varios pudí[7]… A tientas, me di cuenta enseguida de que su eje consistía en una varilla metálica que se podía extraer. Así probé a hacerlo y efectivamente el instrumento quedó en mis manos. Haciendo palanca con él, intenté desplazar de su sitio la esfera. Pero no lo conseguía. Después me di cuenta de que algunas losas que había en el recinto eran fáciles de sacar. Traté de construir una pendiente que partiera de la esfera. La tarea avanzaba rápidamente y una vez hecho me dispuse a empujar el globo. Éste cedió con inesperada facilidad. Apenas podía tenerme en pie, mientras el pesado objeto rodaba primero por el terrado, luego daba un gran salto desde el borde y retumbaba con gran estrépito al chocar contra los fuertes muros de la Montaña. El golpe se repitió aún dos veces más, y tardó mucho en amortiguarse la resonancia.
—Se ha cumplido —dijo solemnemente Siata—. Regresemos.
Obedecí a Siata, como criatura superior que era.
Volvimos a bajar a la habitación donde estaba la barca. En alguna parte, Siata encontró un tazón con agua y algo de maíz, que al parecer alguien nos había dejado preparado. Yo estaba hambriento, pero ella no se acercó siquiera a la comida. Sus arranques de ánimo habían dejado paso a una completa extenuación. Cuando me acerqué a ella, estaba susurrando algo. Le cogí la mano; estaba fría y temblorosa.
—Estás enferma, Siata. Debes acostarte y reposar.
Obedeció y se recostó en la cama de piedra. Casi al instante se cerraron sus ojos, y cayó en un sueño profundo. Con auténtica devoción acerqué mis labios a su pálida frente, tomé la antorcha, salí por la puerta secreta, y empecé a bajar los pisos de la Montaña.
XXIII
Presentía una desgracia, quería observar por última vez la Montaña en cuya cima se conservaba el esqueleto de una extraña criatura. ¿Tendría razón aquel viejo medio loco que vi morir en las estepas africanas? ¿Sería esto una creación de fugitivos huidos de otro mundo? Y, mientras atravesaba los pasillos que comunicaban las distintas escaleras, no podía dejar de asombrarme ante tamaña obra. Toda la Montaña había sido seccionada, se habían excavado en ella salas, habitaciones y corredores de arriba abajo. Algunas cámaras tenían más de cuarenta sázheny de altura, con enormes arcadas que sustentaban pesadas bóvedas; los corredores se extendían de forma precisa, sin desviarse de lo previamente planificado; en ninguna parte se apreciaba descuido alguno. Se veían estatuas hechas con bloques extraídos de la propia roca, formando un todo con el suelo, de modo que al perforar la sala debían dejar ya esos pedazos previstos para darles forma. Me inclinaba a pensar que todo ese laberinto había sido creado siguiendo un único plano, producto de una arquitectura grandiosa que habían llegado a dominar en el transcurso de muchos siglos y con el concurso de millones de trabajadores. Crucé la Región del Misterio. Todo en ella se veía intacto. La esfera de oro continuaba rodando como antes por su carril igualmente dorado, como debía llevar siglos haciéndolo. Cinco ancianos y cinco adolescentes yacían tendidos en el suelo. Me incliné sobre ellos. Estaban muertos. Los cuerpos dejaban escapar su calor lentamente…
Con cuidado inicié el descenso hasta el piso de la realeza. Allí quizá tuviera que vérmelas con los esclavos. Pero todo estaba tranquilo. Bajé por una mediana escalera de caracol y fui a parar a la sala de las constelaciones. Había sufrido también desperfectos; las imágenes del sol y la luna habían sido arrancadas de las paredes y los huecos que habían dejado resaltaban como heridas recientes. En cambio el techo estaba demasiado alto y al alumbrarlo con mi antorcha brilló la bóveda celeste artificial: se encendió la Cruz del Sur y fulguró con su tono rojizo la Estrella sagrada. Unos leves gemidos me sobresaltaron cuando ya había reiniciado mis pasos. Vi que el suelo estaba sembrado de cadáveres. Algunos eran letiéi que habían caído en el último asalto de los esclavos, pero la mayoría eran de estos últimos, desmembrados por las espadas de sus enemigos. En alguna parte quedaban algunos vivos, aunque heridos, ya que podía oír sus voces. Intenté localizarlos, mientras resbalaba entre charcos de sangre. Pronto me topé con el cuerpo de Itchuú. Había muerto en el acto. Su cabeza estaba seccionada hasta la mitad. A lo largo de la pared había multitud de cadáveres de mujeres.
Había regresado al centro de la sala cuando uno de los caídos me reconoció y gritó:
—¡Extranjero!
Me detuve. Entre los cuerpos se incorporó un anciano de cabello cano, ahora ensangrentado. Me dirigió una mirada incendiaria.
—¡Extranjero! ¿A qué has venido? ¡Estás buscando una maldición, quieres que los muertos te griten cual ventisca: maldito, maldito! ¡No! No vas a oír eso. Te diré otra cosa. Tú no has destruido la Montaña, no tendrías fuerzas suficientes para hacerlo. La propia Estrella decidió que había llegado la hora final. ¿Me oyes? La propia Estrella. Por eso nos despedimos de ti…
Una vez dicho eso, el anciano cayó de nuevo de espaldas. Escuché sus palabras aterido por el miedo; el mal se abatía también sobre mí. Por efecto de su discurso me parecía estar viendo realmente cómo los muertos empezaban a levantarse por todas partes, y me hablaban… Haciendo un gran esfuerzo de voluntad, conseguí dominarme y ya me disponía a acercarme al viejo para ayudarle de algún modo cuando de repente noté con claridad cómo el suelo que estaba pisando comenzaba a oscilar.
El primer temblor lo aguanté de pie, pero en el segundo el terremoto fue tan fuerte que caí al suelo en medio de un charco de sangre y mi antorcha se apagó. Después siguió un balanceo rítmico del suelo. Los cuerpos tendidos se agitaron y parecieron cobrar vida. Estaba en plena oscuridad, rodeado de muertos que se movían. El terror había petrificado mi rostro y el corazón se me paralizó. Me arrastré entre la pila de cuerpos, buscando a ciegas el camino. Estaba a punto de desvanecerme. Finalmente acerté con la salida que llevaba a los pisos superiores. Corrí por los resbaladizos escalones. Crucé en la más absoluta oscuridad las salas de los museos, deteniéndome únicamente ante un grupo de sacerdotes muertos, alumbrados por la antorcha que aún quedaba en pie. En este punto ya había vuelto en mí, pero me sentía incapaz de gobernar el curso de mis pensamientos. Por una parte la compasión por los moribundos abandonados a su suerte; por otra, el terror y la estupefacción por todo lo que había experimentado recientemente; y en suma la mezcolanza de todos esos sentimientos. Mientras tanto, el suelo seguía moviéndose a mi paso. Tomé la antorcha que daba luz a los cadáveres de los sacerdotes y fui a ver a Siata. Estaba dormida.
Salí a la azotea que remataba la Montaña. La luna solo era visible en una octava parte. A su débil luz, pude ver algo inexplicable. En el espacio que debía ocupar el valle, se reflejaba extrañamente una franja de luz lunar, como si a nuestros pies se extendiera una superficie líquida. Durante un buen rato me dediqué a contemplar las variaciones de la luz sobre las olas. Después regresé a los peldaños finales de la escalera y, tras bajar por ellos, me quedé súbitamente dormido.
XXIV
Soñé que aún era esclavo en el país de la Estrella, que huía y entraba en los pasos subterráneos de la Montaña, recorriéndolos en busca de una salida. Los pasillos giraban, serpenteaban, se perdían a lo lejos sin que se viera su fin. Adheridas a las paredes, me esperaban una especie de babosas gigantescas que intentaban darme alcance con sus pegajosas extremidades. Luchaba por librarme de ellas y cuando ya estaba totalmente desfallecido… el mundo subterráneo desapareció de repente. El océano apareció ante mi vista. Caí sobre un saliente de granito, viendo cómo se extendía ante mí el ilimitado espacio marino; un rayo de luna danzaba entre las olas; el fuerte oleaje se batía una y otra vez sobre la costa rocosa; y era sobrecogedor el sordo crepitar producido por la espuma. En ese instante me vino el pensamiento de que había dejado el país de la Estrella para siempre, que no había vuelta atrás y que nunca más volvería a ver a Siata, ¡nunca! Esa idea me dejó paralizado de espanto; solo pedía al cielo una cosa: morir, no existir para no tener que experimentar ese sufrimiento… Pero un rayo de sol incidió directamente sobre mi rostro, y desperté sobre los afilados peldaños de la escalera. Lo primero que se apoderó de mí fue un sentimiento de inmensa felicidad, de completa dicha al ser consciente de que Siata estaba cerca, estaba conmigo y podría verla de nuevo. Pero al mismo tiempo me dejó impresionado comprobar que el fragor de las olas rompiendo no había enmudecido, y después de espabilarme, corrí de nuevo hacia la parte superior.
Lenta pero ostensiblemente, la Montaña se estaba viniendo abajo. Sentí una fuerte conmoción en la azotea. Me pareció como si los alejados bordes de la depresión se estuvieran elevando. Y abajo, en lugar del valle, en la zona que antes ocupaban el bosque, los campos y todo ese frondoso escenario, se extendía una grisácea y ondulante superficie acuosa. Las espumeantes olas se mecían y saltaban por todas partes hasta donde alcanzaba la vista. Durante la noche se habían abierto una serie de cráteres, y torrentes de agua afloraban desde el mismo núcleo de la tierra, de modo que toda la caldera se veía ya inundada hasta la mitad de su nivel. El mar estaba engullendo la Montaña, que se iba sumergiendo en sus aguas. Las crestas cenicientas de las olas ya salpicaban las terrazas del tercer piso. Mientras seguía, sin salir de mi asombro, con la vista clavada en ese increíble espectáculo, se presentó Siata en la azotea, pálida y agotada, pero con una mirada ardiente. No parecía quedar nada humano en ella, como si ya no perteneciera a este mundo.
—Éste es el Misterio de la Montaña —me dijo en tono inspirado, sin esperar una respuesta—. El agua se ha tragado el país entero; la misma agua que sirvió de tumba a mis antepasados se llevará por delante todo el conocimiento acumulado durante siglos, nuestras creencias del pasado y las crónicas venideras. Tú has despertado la fuerza que dormía encadenada. El agua ocupará el lugar de mi país, y nosotros… tendremos la ocasión de sobrevivir a él.
Hasta nosotros llegaban vagos gemidos. Los esclavos no habían podido encontrar el acceso que llevaba hasta el cuarto piso. De ahí que la terraza de éste estuviera desierta, mientras toda la masa de esclavos se apretujaba en la tercera terraza ya asediada por las olas. Todo ello se desarrollaba a trescientos sázheny de nosotros, por lo que nos resultaba difícil seguir su suerte.
Los esclavos se hallaban sumidos en un estado de pánico, casi incapaces de moverse. Toda una multitud —unas tres mil personas— se agolpaba impasible, mirando hacia el agua, observando cómo las olas se les venían encima. En ocasiones se oía un alarido inhumano, que llegaba a nuestros oídos convertido en un débil lamento. El agua empezaba a superar la balaustrada. Los esclavos comenzaron a sumergirse en el fatal elemento. Me sentía impotente, quería correr en su ayuda, indicarles el camino hacia nuestra posición. Intenté decirle algo a Siata, pero ella me detuvo colocando con firmeza su mano en mi hombro.
—Quédate. Incluso si pudieras traerlos hasta aquí, su muerte sería igualmente inevitable. En la barca no pueden ir más de dos personas, como si la Estrella supiera que seríamos solo dos. No intentes luchar contra el orden impuesto por la Estrella, somos demasiado insignificantes, nuestra participación consiste en someterse.
Caí boca abajo al borde de la azotea y me quedé embelesado con la visión de la aterradora tragedia que acontecía en algún lugar por debajo de nosotros. El agua cubría a los esclavos hasta la altura del pecho, ahogándolos lentamente. Las madres cogían a hombros a los niños, los más fuertes —dominados por un terror salvaje— se encaramaban sobre los demás; otros intentaban trepar por la pulida superficie de la Montaña, pero no tardaban en precipitarse al vacío; algunos, totalmente enloquecidos, se arrojaban a las olas. El agua iba subiendo con una rapidez acuciante. Vi cómo las aguas empezaban a cubrir las cabezas de los más altos. Pude captar el momento en que una mano alzada desaparecía entre la espuma de la marejada. En la superficie se entreveían un sinfín de cuerpos luchando aún con la muerte. Pero ninguno de los que estaban muriendo sabía nadar. En pocos minutos, todo había terminado. Ningún elemento ajeno perturbaba la oscurecida superficie espumosa.
Cuando me levanté lívido de terror, Siata seguía de pie, inmóvil, con la mirada perdida en la lejanía, más allá de la Tierra.
—Todo ha terminado —dije con voz ronca.
Siata se volvió hacia mí.
—Cariño mío —pronunció, llamándome así por primera vez—, hay que traer hasta aquí la barca.
Y yo obedecí.
XXV
La Montaña fue desapareciendo lentamente. A mediodía ya estaba bajo las aguas la terraza del tercer piso. El sol caía sobre el horizonte cuando la marea llegó hasta el borde de la caldera. Al mismo tiempo, la superficie del agua casi rozaba ya la cima de la Montaña. Ese día, Siata y yo apenas intercambiamos una decena de palabras. Ella estaba sentada sobre el montón de piedras que había extraído del suelo el día anterior, posando su enigmática mirada sobre las sinuosas aguas. A veces me parecía que disfrutaba con esa visión, que suponía algo nuevo para ella. Por otra parte, empezaba a intuir cuál era la abrumadora tristeza que oprimía su corazón.
Me ocupé de la nave, preparándola como pude para el viaje. Observaba a Siata con cierta timidez. En una ocasión le había dicho para consolarla:
—Pronto veremos juntos una nueva tierra y una nueva humanidad. Piensa en el futuro.
Ella me respondió:
—Nosotros somos los mayores asesinos de la Tierra.
Yo sentí un estremecimiento al oírlo.
Otro día me vino a la cabeza un inquietante pensamiento y de nuevo me dirigí a ella:
—Siata, ¿no crees que alguno de los esclavos podría llegar a penetrar en la Región del Misterio? Quizá se han ocultado allí hasta ahora. ¿No deberíamos ir a ver?
Ella me miró con frialdad y me dijo:
—No, tendrán que morir todos.
Y yo de nuevo sentí un escalofrío.
Cuando la marea subió hasta que el agua estuvo a dos sázheny de nosotros, arrojé la barca al mar: temía el remolino que se produciría al hundirse el pico de la Montaña. La había amarrado a las rocas que sobresalían en el centro de la explanada. Las mismas cuerdas con que la amarré me sirvieron para bajar hasta la embarcación y esperar. Cuando la distancia que me separaba del borde de la azotea disminuyó aún más, ayudé a Siata a instalarse rápidamente a bordo, corté los amarres con mi espada letiéi, nos impulsé con un empujón para alejarnos de la pared y con todas mis fuerzas me puse a los remos para huir cuanto antes de la Montaña zozobrante.
Al cabo de unos minutos, la cima se sumergió con una especie de silbido en la marejada. Durante un rato hube de luchar contra el oleaje levantado por la vorágine, pero finalmente nos vimos fuera de peligro y entonces pude echar un vistazo a nuestro alrededor.
La caldera había desaparecido. El agua había rebasado el borde y empezaba a inundar el Desierto Maldito, sin dejar de avanzar, amenazando con reducir toda África a un lecho marino. La corriente nos alejaba del centro sin necesidad de remar.
Miré a Siata y ella a mí.
—Mi cielo —me dijo—, estamos los dos solos en el mundo. Somos los primeros y los últimos habitantes. Con nosotros se acaba la vida sobre la Tierra. Debemos morir.
Procuré tranquilizarla.
—La Tierra es más grande de lo que crees. Hay muchísima gente en el mundo. Encontrarás una nueva patria, hallarás lo que estabas buscando.
Siata callaba, dirigiendo la mirada a nuestra popa, allá donde no hacía mucho se levantaba el reino de la Montaña. Ahora, allí donde mirásemos, solo encontrábamos cielo y mar. Un sol brillante y encarnado se mecía sobre las olas ensangrentadas. Se hizo de noche y empezó a hacer frío. Quería hacer acopio de fuerzas. Teníamos algo de maíz, pero carecíamos de agua. Con temor y un mal presentimiento cogí agua por la borda. ¡Y vaya! Mi peor presentimiento se cumplió. El agua estaba amarga y salada, no se podía beber, era enteramente agua marina.
Todo el drama de nuestra situación se presentó con meridiana claridad ante mis ojos. Teníamos por delante la tarea de atravesar de nuevo ese mismo Desierto Maldito por el que pasé con Mstegá, sin tener tampoco entonces la más mínima reserva de agua. No le dije nada a Siata, pero debió entenderlo todo.
—No te asustes, cariño —dijo—, para mí ya está claro que todo ha sido creado por voluntad de la Estrella. Antes yo me reía de las supersticiones de nuestros padres, pero ahora veo lo insensata que era. Permíteme que dirija una petición a la Estrella.
Se puso de rodillas, orientando su rostro hacia la Estrella Roja. Yo adopté la misma postura, a su lado, y recé por primera vez en muchísimo tiempo. Y en el profundo silencio del desierto, nuestra frágil embarcación nos fue llevando hacia el desconocido horizonte…
XXVI
Por la noche remaba guiándome por las estrellas. Al amanecer me venció el agotamiento. Cuando desperté, vi que Siata yacía sobre el fondo de la barca con los ojos cerrados. Me incliné sobre ella asustado. Ella me miró y sonrió débilmente.
—Estoy muy cansada, cariño —me dijo—, creo que es la muerte.
Había recibido tantas impresiones en los últimos días que estas palabras no podían asustarme. Apenas algunas lágrimas brotaron de mis ojos. Pegué mis labios a su mano.
No eran las privaciones ni las dificultades del viaje lo que le estaba quitando la vida a Siata. El bochorno tampoco era tan fuerte, ya que el aire estaba saturado de vapor de agua. A mediodía conseguí atrapar un águila que había sobrevivido a la inundación, pero que había caído al agua. Eso nos salvó por un tiempo de morir de hambre; pudimos incluso saciar la sed con su sangre fresca. Pero Siata no quería comer ni beber. Un dolor profundo la estaba consumiendo. Por el día continué remando, siguiendo el rumbo que había emprendido la noche anterior, pero estaba lejos de pensar que estuviéramos navegando con el rumbo correcto. ¿Cómo podía uno orientarse en este mar sin orillas?
La marea dejó de subir. El oleaje se calmó. A través del agua aclarada era visible el fondo: la superficie pétrea del desierto. La profundidad del nuevo mar no superaba un arshín y medio. Podía llegar a tocar con el remo el suelo salino. Todo el día Siata lo pasó tendida y como desmayada. En varias ocasiones le humedecí los labios con la sangre del ave, pero al desperezarse seguía negándose a beber. Al atardecer parecía más despierta y me llamó:
—¡Cariño mío! ¡Querido mío! Nos queda poco tiempo para hablar. Me estoy muriendo.
—¡Siata! ¡No sigas! —dije compungido—. ¿De qué sirve morir? ¿Es que no quieres ver mi tierra, a mis hermanos?
—¡No insistas, cariño! Es un sueño irrealizable. Yo no sería capaz de vivir sin mi país y después de haber perecido mi pueblo. Ahora te confesaré muchas cosas que yo misma no quería admitir. He soñado en vano con otros mundos, cuando mi alma a pesar de todo seguía ligada a éste. Yo sentía un gran amor por mi país, como patria, como tierra natal. También siento un gran amor por ti, Tolie, muy grande, como si fueras mi marido. Por eso, dime una vez más que me amas, que no estabas simplemente adulando a la que antes era reina de un mundo ajeno a la Tierra. Dímelo, para que pueda morir feliz.
Uní mis labios a sus manos y le dije en un susurro que si la perdía, me quitaban algo más valioso que mi propia vida.
Ella sonrió con su acostumbrada dulzura y añadió:
—No, tú no has sido el culpable de la caída de la Montaña. La propia Estrella sirvió a los letiéi para vengarse de los esclavos, y a los esclavos para hacer lo propio con los letiéi. Esa misma Estrella fue la que te envió hasta aquí, Tolie, para que yo pudiera comprender y tú también me comprendieras a mí, tu reina, tu Siata, y para que tú mismo pudieras renacer a otra vida. No me olvides, yo te bendigo en tu nueva vida.
—¡Siata! —grité descorazonado—. ¿Acaso puedo concebir una vida sin ti? Hazlo por mí, por mi alma, no te vayas, quédate conmigo.
Con lágrimas en los ojos besé sus gélidos dedos; ella ya no podía hablar y apenas persistía en sus lívidos labios una silenciosa sonrisa. Después alzó la mirada al cielo vespertino, y su alma se alejó volando del mundo terrestre que tanto la había agotado en vida.
En el mismo instante en que murió Siata, comprendí la insondable hondura del amor que sentía por ella. Inmediatamente, como el brillo de un relámpago, se formaron en mi pensamiento dos imágenes diferentes: mi «yo» antes de este amor y mi «yo» redimido por ese mismo amor. Concluí que se trataba de dos personas distintas. Sollozaba como un condenado y solo pensaba en ser capaz de resucitarla, aunque fuera temporalmente, siquiera por un momento, para terminar de decirle todo lo que no había tenido tiempo de expresarle en vida. Lleno de ira, maldecía los días y horas perdidos, en los que habría podido trasmitirle ¡tantas cosas!
La idea de un futuro insufrible se abrió camino en mi pensamiento. Con impulsiva decisión, tomé el que para mí seguía siendo preciado cuerpo, me abracé a él con un último beso y lentamente lo bajé por la borda. Pronuncié una breve oración en ese lugar en medio de la nada. A continuación, con un fuerte golpe de remo, me alejé de allí.
Casi inmediatamente me sobrevino el arrepentimiento y surgió en mí un ardiente deseo de verla, besar al menos sus ya inertes manos, hablar con ella. Me puse a remar hacia atrás, en medio de la oscuridad que había traído la noche, busqué su cuerpo, trabajé sin descanso con los remos, avancé hacia atrás y hacia delante, observando concienzudamente las oscurecidas aguas. Pero no estaba destinado a descubrir mi preciada tumba.
Despuntó el sol y yo continuaba sumido en la misma búsqueda sin sentido. No sabía hacia dónde me había alejado, ni si llevaba mucho tiempo errante. Entonces, en un nuevo arrebato de desesperación, arrojé los remos a ese mar tranquilo e ingrato. Me tendí en el fondo del bote, en el mismo lugar que antes había ocupado Siata, besé las tablas sobre las que había estado acostado su cuerpo. Se levantó un repentino viento que hizo ondear mis cabellos, pero no le presté atención. Me era indiferente adónde me llevara la embarcación.
Así pasó un día entero y llegó de nuevo la noche precedida por los colores del crepúsculo, que emergieron, fulguraron y se extinguieron. Tenía una noción muy vaga del transcurso del tiempo. Me encontraba de nuevo a merced de delirios y horribles pesadillas, ya fueran repulsivas y martirizantes o bien infinitamente dichosas, ya que en ellas aparecía mi reina Siata, y entonces el resto del mundo ya no me importaba en absoluto.
EPÍLOGO
El áspero y arrugado rostro de la negra anciana y sus manos resecas fueron lo primero que vi cuando desperté. Mi barca recaló arrastrada por el viento a orillas del lago formado sobre el Desierto Maldito, hasta encallar en la hierba. Me recogió un grupo nómada de los bechuana. Se ocuparon de mí y me curaron como pudieron. Durante muchos días estuve postrado en el lecho con fiebre muy alta, y me despertaba tan débil que apenas podía moverme. Los bondadosos bechuana me alimentaron con carne seca y me daban de beber en cáscaras de huevo de avestruz. Tardé dos semanas en poder ponerme en pie y tuvo que pasar un mes para que me viera con fuerzas para salir de los límites de la aldea.
Mi primer paseo fue en dirección a la Montaña de la Estrella. El lago recién formado empezaba a retroceder y en el lugar de la anterior estepa pedregosa crecía una planicie recubierta de cieno, en la que brotaban ya esporádicamente los primeros líquenes y una rala pradera. Era evidente que con el tiempo surgiría una zona esteparia que albergaría vida en ese lugar. Las palmeras crecerían sobre la tumba de Siata. Forzando la vista, observé la lejanía, pero la cónica silueta de la Montaña ya no se perfilaba sobre el fondo del límpido cielo matutino. Resistiéndome a apartar los ojos del horizonte, me volví hacia un bosquecillo próximo. La hierba parecía musitar a mi paso, y los papagayos saltaban asustados de rama en rama. Se me ocurrió pensar si mi mano seguiría siendo la misma. Llevaba conmigo un arco bechuana, cuyo manejo dominaba en otro tiempo. Tras apuntar, solté la cuerda, la flecha silbó y el papagayo —como solía pasar— cayó de la rama a orillas de un riachuelo. Con una amarga sonrisa, acudí a retirar la pieza inútilmente abatida. ¡Sí! No había cambiado tanto, solo que mi corazón había aprendido a vivir y a sufrir.
Me agaché a recoger el animal y me vi reflejado en el espejo del río. Mis largos cabellos seguían cayendo desordenados sobre mi frente y cuello, pero ahora eran plateados. Desde el riachuelo me observaba el rostro de un hombre aún joven, pero con una cabeza ya completamente cana.
Sonreí con más amargura si cabe. Mi vida anterior había sido sepultada por esa nieve, y en la vida futura no tenía fe. Cogí el papagayo muerto y eché a andar con desgana hacia el kraal de mis amigos bechuana. No tenía otro lugar al que ir.