En los últimos tiempos han surgido toda una serie de crónicas sobre la terrible catástrofe que ha azotado a la República de la Cruz del Sur. Divergen notablemente entre sí y relatan no pocos hechos puramente fantásticos e inverosímiles. Al parecer, los que han redactado esas notas se han mostrado demasiado crédulos respecto a los testimonios de los supervivientes de la Ciudad de las Estrellas, que como es sabido se vieron afectados por un desorden psíquico. Por esta razón nos parece útil y oportuno hacer aquí una compilación de todas las declaraciones fiables de que disponemos hasta el momento sobre la tragedia que ha tenido lugar en el Polo Sur.

La República de la Cruz del Sur se creó hace cuarenta años en torno a un consorcio de fábricas de acero, situadas en las regiones del Polo Sur. En la circular enviada por el nuevo Estado al gobierno mundial, se declaraban sus pretensiones sobre todo el territorio, tanto continental como insular, circunscrito por el Círculo Polar Antártico, así como otras regiones que quedaban fuera del mismo. Se manifestaba la intención de adquirir esas tierras a los Estados que las consideraban dentro de su protectorado. Las pretensiones de la nueva república no encontraron oposición entre las quince potencias del mundo. Algunas cuestiones discutibles sobre algunos territorios insulares que se encontraban más allá del Círculo Polar, pero que mantenían estrechas relaciones con las regiones del Polo Sur, requirieron tratados específicos. Una vez cumplidas ciertas formalidades, la República de la Cruz del Sur fue admitida en el seno de los Estados mundiales y sus representantes fueron acreditados ante los correspondientes gobiernos.

La principal ciudad de la República, bautizada con el sobrenombre «de las Estrellas», estaba situada en el mismo polo. En ese punto imaginario atravesado por el eje terrestre y en el que se unen todos los meridianos, se erigía el edificio del Ayuntamiento, cuyas afiladas agujas se elevaban por encima de los tejados de la ciudad apuntando al nadir celeste. Las calles de la ciudad partían del Ayuntamiento siguiendo los meridianos y éstas a su vez se cortaban con las que seguían los paralelos en círculos concén­tricos. La altura y la fachada de todas las construcciones eran idénticas. Los edificios no tenían ventanas, ya que estaban iluminados interiormente con luz eléctrica. Las calles estaban alumbradas de igual forma. Debido a los rigores del clima, se había construido una cubierta opaca sobre la ciudad, con potentes ventiladores que renovaban el aire. Por estos lares del globo, solo conocen un día al año, que se prolonga seis meses y una sola y larga noche también de seis meses, pero las calles de la Ciudad de las Estrellas estaban invariablemente inundadas de una intensa y uniforme luminosidad. Asimismo, durante todo el año se mantenía una temperatura constante en ellas.

Según el último censo, el número de habitantes de la Ciudad de las Estrellas alcanzaba los dos millones y medio personas. El resto de la población de la República, que se calculaba en cincuenta millones de residentes, se concentraba en torno a los puertos y fábricas. Esos puntos aglutinaban también a millones de personas y su estructura recordaba a la Ciudad de las Estrellas. Gracias al ingenioso aprovechamiento de la fuerza eléctrica, las entradas a los puertos locales no cerraban en todo el año. El ferrocarril eléctrico en suspensión comunicaba los núcleos de población de la República, transportando diariamente de una a otra ciudad a decenas de miles de personas y toneladas de mercancías. El interior del país estaba deshabitado. Ante las miradas de los pasajeros por las ventanillas del vagón, solo desfilaban monótonos de­siertos completamente blancos en invierno y cubiertos con la escasa hierba que crecía en los tres meses estivales. Los animales salvajes habían sido aniquilados hacía tiempo y el hombre carecía de medios de subsistencia. Esto contrastaba sobremanera con la bulliciosa vida de los centros portuarios y fabriles. Para hacerse una idea de tal actividad, basta decir que en los últimos años alrededor de siete décimas partes del metal extraído en toda la Tierra llegaba hasta las fábricas estatales de la República para su procesamiento.

La Constitución de la República parecía grosso modo la consecución de la soberanía popular llevada a su extremo. Los únicos ciudadanos de pleno derecho eran los trabajadores del metal, que suponían el 60% de la población. Las fábricas eran propiedad del Estado. La vida de los trabajadores de esos centros industriales se veía no solo rodeada de todas las comodidades posibles, sino incluso de un status de verdadero lujo. A su disposición, aparte de magníficos locales y una refinada mesa, contaban con diversas instituciones de cultura y recreo: bibliotecas, museos, teatros, salas de conciertos, instalaciones para todo tipo de deportes, etc. El número de horas laborales por jornada era insignificante.

La educación y formación de los niños, la asistencia jurídica y sanitaria, el mantenimiento de los diferentes cultos religiosos… todo ello estaba a cargo del Estado. Cubiertas y satisfechas ampliamente todas sus necesidades, exigencias e incluso caprichos, los trabajadores de las fábricas no percibían emolumento pecuniario alguno, si bien las familias de los ciudadanos que habían prestado veinte años de servicio en las fábricas, así como los que concluían su edad laboral o sufrían alguna incapacidad estando aún en activo, recibían una generosa pensión de por vida, siempre y cuando no abandonaran el territorio de la República. Entre los propios trabajadores, se elegía por sufragio universal a los representantes para la Cámara Legislativa de la República, donde se dirimían todas las cuestiones de la vida política del país, aunque sin derecho a modificar sus leyes esenciales.

Sin embargo, esta apariencia democrática enmascaraba una auténtica tiranía absolutista de los miembros fundadores del trust. Cediendo a los demás los escaños de diputados, se encargaban invariablemente de llevar a sus propios candidatos hasta los puestos de directores de las diferentes fábricas. En manos de ese Consejo Directivo se concentraba la actividad económica del país. Ellos eran los receptores de todos los encargos y se ocupaban de distribuirlos entre los centros, adquirían los materiales y la maquinaria necesarios para el proceso productivo; dirigían toda la administración de las fábricas. Por sus manos pasaban enormes sumas de dinero, que se contaban por miles de millones. La Cámara Legislativa se limitaba a dar el visto bueno a los inventarios de ingresos y gastos presentados por la dirección de las fábricas, aunque el balance de esas cuentas sobrepasaba con mucho el presupuesto general de la República. La influencia del Consejo Directivo en las relaciones internacionales era abrumadora. Sus decisiones podían arruinar a países enteros. Los precios establecidos por ellos determinaban los beneficios de la masa trabajadora de todo el planeta. Por otra parte, aunque de forma indirecta, el influjo del Consejo en los asuntos internos de la República era decisivo. La Cámara Alta se comportaba esencialmente como un sumiso brazo ejecutor de la voluntad del Consejo. Para conservar todo el poder en sus manos, el Consejo se veía obligado a ser implacable con las normas que regulaban la vida del país. Bajo la aparente libertad que disfrutaban los ciudadanos, sus vidas eran controladas hasta el más mínimo detalle. Los edificios de todas las ciudades de la República habían sido construidos siguiendo el mismo patrón, reflejado en las leyes. La decoración de todas las viviendas a disposición de los trabajadores era, a pesar de su lujo, rigurosamente idéntica. Todos recibían la misma comida y a las mismas horas. La vestimenta proporcionada por los almacenes estatales se elaboraba con los mismos patrones durante decenas de años. Después de una hora determinada, que era anunciada desde el Ayuntamiento con una señal sonora, quedaba prohibido salir de casa. Toda la prensa del país se hallaba sometida a la más escrupulosa censura. Ningún artículo que pudiera ir contra la dictadura del Consejo podía ver la luz. Además, todo el país se mostraba tan convencido de la buena voluntad de este régimen dictatorial que hasta los tipógrafos se negaban a componer los caracteres que pudieran formar parte de una crítica a los mandatarios.

Las fábricas estaban plagadas de agentes del Consejo. Ante cualquier posible brote de descontento, los agentes se encargaban de organizar improvisados mítines para arengar con acalorados discursos a los que cuestionaban el poder. El argumento esgrimido no podía ser otro que el hecho de ser ejemplo y blanco de la envidia de todo el planeta, gracias al nivel de vida del que gozaban los trabajadores de la República. También se afirmaba que, en caso de reincidencia en las agitaciones por parte de sujetos determinados, el Consejo no descartaba la pena de muerte por motivos políticos. En cualquier caso, desde que existía este Estado, los ciudadanos nunca habían dado su voto a ningún director que pudiera mostrar hostilidad a los miembros fundadores.

La población de la Ciudad de las Estrellas se componía predominantemente de trabajadores que ya habían concluido su período de servicios. Eran lo que podría denominarse rentistas del Estado. Los recursos que recibían del gobierno les daban la posibilidad de vivir holgadamente. No es extraño que la Ciudad de las Estrellas fuera considerada una de las metrópolis más animadas del globo.

Para los diferentes empresarios y fabricantes, la ciudad era la gallina de los huevos de oro. Aquí se encontraban las mejores óperas, conciertos, exposiciones artísticas; se editaban los periódicos más prestigiosos. Las tiendas de la Ciudad de las Estrellas impresionaban por su variedad de géneros; los restaurantes, por su lujo y su refinado servicio; los prostíbulos ofrecían toda serie de libertinajes inventados desde la Antigüedad hasta el presente. No obstante, la regulación gubernamental de la vida cotidiana se aplicaba igualmente en la Ciudad de las Estrellas. Es cierto que tanto el mobiliario de las viviendas como la moda en la forma de vestir no eran nada modestos, pero seguía en vigor la prohibición de salir después de cierta hora, la férrea censura y el nutrido ejército de espías a cargo del Consejo. Una milicia popular se encargaba de mantener el orden oficialmente, pero junto a ella coexistía la omnipresente policía secreta del Consejo.

Éste era a grandes rasgos el régimen de vida de la República de la Cruz del Sur y su capital. La tarea del futuro historiador será determinar hasta qué grado influyó este orden de cosas en la aparición y difusión del fatal foco epidémico que hizo sucumbir la Ciudad de las Estrellas y quizá lo haga con la totalidad de este joven Estado.

Los primeros episodios de la enfermedad de la «contradicción» fueron detectados en la República hace ya veinte años. Entonces la enfermedad tenía un carácter ocasional y esporádico. Sin embargo, logró atraer la atención de psiquiatras y neuropatólogos, que llegaron a describirla con detalle. En el Congreso Médico celebrado por entonces en Lhasa le fueron dedicadas varias intervenciones. Más tarde parece que cayó en el olvido, aunque en los hospitales psiquiátricos de la Ciudad de las Estrellas nunca faltaron tales pacientes. La enfermedad adquirió tal denominación, porque los afectados por ella continuamente actúan de forma contraria a sus propios deseos, queriendo una cosa pero diciendo y haciendo otra. (El nombre científico es mania contradicens.) Suele comenzar con una débil sintomatología, principalmente en forma de singular afasia. El enfermo dice «no» en vez de «sí»; cuando quiere dirigir a alguien unas palabras agradables, acaba cubriéndolo de improperios, etc. En la mayor parte de estos enfermos aparecen simultáneamente contradicciones de conducta: si tienen la intención de ir a la izquierda, tuercen a la derecha; si piensan alzarse el sombrero para ver mejor, se lo encasquetan hasta las cejas, y así sucesivamente. Con la progresión de la enfermedad, esas «contradicciones» acaban adueñándose de la vida física y espiritual del sujeto, y son innumerables las variantes de acuerdo con las peculiaridades individuales de cada uno. En general, el discurso del enfermo se hace ininteligible y su conducta, disparatada. Se trastoca la regularidad de las funciones fisiológicas. Siendo consciente de la irracionalidad de su comportamiento, el enfermo llega a una exaltación extrema, que a menudo desemboca en un estado frenético. Muchos de ellos acaban suicidándose, a veces en pleno ataque de locura, otras —por el contrario— durante los únicos momentos de lucidez. Algunos fallecen al producirse un derrame cerebral. Casi siempre la enfermedad tiene un desenlace fatal; los casos de recuperación son extremadamente escasos.

A mediados del año en curso, la mania contradicens adquirió carácter de epidemia en la Ciudad de las Estrellas. Hasta ese momento, el número de enfermos de «contradicción» nunca había superado el 2% del total de pacientes. Pero esta proporción alcanzó en el mes de mayo (otoño en la República) la cifra del 25% y fue aumentando en los meses siguientes, al tiempo que crecía con la misma celeridad el número total de enfermos. A mediados de julio se reconoció oficialmente que el 2% de la población total —es decir, alrededor de 50.000 personas—, estaba afectado por la «contradicción». No disponemos de más datos estadísticos desde entonces. Los hospitales se saturaron. El contingente de médicos disponibles se reveló a todas luces insuficiente. Además, los propios facultativos y el resto del personal sanitario empezaron a verse sometidos a la misma enfermedad. En poco tiempo los contagiados no tuvieron a quién acudir en busca de asistencia médica, y resultó imposible llevar un registro exacto de los progresos de la enfermedad. Por otra parte, las declaraciones de todos los testigos coinciden en que ya en el mes de julio no era posible encontrar una sola familia en la que algún miembro no estuviera afectado. Por añadidura, el número de personas sanas continuaba reduciéndose irremediablemente, ya que se produjo una emigración masiva desde la ciudad como si de un lugar apestado se tratara; por tanto se extendió el número de enfermos. Puede decirse que no andan desencaminados los que opinan que, desde el mes de agosto, todo aquel que había permanecido en la Ciudad de las Estrellas había sido contagiado por ese trastorno psíquico.

Los primeros casos de la epidemia se pueden rastrear por los periódicos locales, que daban cuenta de ello con grandes titulares: MANIA CONTRADICENS. La dificultad de diagnosticar la enfermedad en su estadio inicial hizo que la crónica de los primeros días de la epidemia estuviera repleta de anécdotas humorísticas. Un maquinista del metro, en lugar de recibir el dinero de los pasajeros, les daba él mismo el importe. Un agente de tráfico cuya obligación era regular el movimiento en las calles estuvo todo el día embarullándolo. Un visitante de un museo anduvo por las salas descolgando todos los cuadros y volviéndolos contra la pared. Un periódico que fue corregido a mano por un revisor enfermo apareció lleno de divertidos dislates. En un concierto, un violinista contagiado rompió con estridentes disonancias la pieza que interpretaba la orquesta, etc. Toda una serie de casos similares servían de carnaza para los ingeniosos desvaríos de los cronistas locales. Pero otra clase de hechos muy diferente detuvo en seco el aluvión de bromas. El primero de ellos consistió en que un doctor infectado con la «contradicción» le recetó a una joven un medicamento que habría de serle sin duda mortal, y efectivamente la paciente falleció. Los periódicos comentaron este suceso al menos durante tres días. Más adelante, dos cuidadoras de una guardería municipal, en pleno ataque de «contradicción», les rebanaron la garganta a cuarenta y un niños. La noticia conmocionó a toda la ciudad. Pero ese mismo día, por la tarde, dos enfermos entraron en la casa cuartel de la policía, sacaron a rastras una ametralladora y vaciaron todo el cargador sobre la gente que estaba paseando pacíficamente. Entre muertos y heridos, sumaron hasta 500 personas. Después de eso, tanto la prensa como la sociedad entera fueron un clamor para exigir que se adoptaran medidas inmediatas contra la epidemia. En una sesión extraordinaria conjunta de las autoridades de la ciudad y la Cámara Alta se decidió hacer un llamamiento inmediato para que acudieran profesionales de la medicina de otras ciudades y del extranjero con el fin de ampliar los hospitales existentes y abrir otros nuevos, mantener el orden para poder aislar a los afectados por la «contradicción», imprimir y difundir 500.000 folletos informativos sobre la enfermedad, con indicación de sus síntomas y formas de tratamiento, organizar en todas las calles patrullas de guardia formadas por médicos y asistentes con acceso a las viviendas privadas para ofrecer los primeros auxilios, etc. También se decretó organizar convoyes de trenes especiales exclusivamente para los enfermos, ya que, según los médicos, trasladarlos era la mejor arma contra la enfermedad. Medidas similares fueron adoptadas paralelamente por diversas asociaciones privadas, uniones y clubes. Incluso llegó a crearse expresamente una Sociedad para la Lucha contra la Epidemia, cuyos miembros mostraron un encomiable espíritu de sacrificio en sus acciones. Pero a pesar de que éstas y otras medidas añadidas se llevaban a cabo con ímpetu inagotable, la epidemia, lejos de debilitarse, se hacía más fuerte cada día, afectando por igual a niños o ancianos, hombres o mujeres, gente que trabajaba o que disfrutaba de su tiempo de ocio, tanto personas discretas como de conducta licenciosa… Y pronto toda la población se vio sumida en un repentino e irrefrenable pánico, ante una catástrofe sin precedentes.

Comenzó el éxodo desde la Ciudad de las Estrellas. Al principio solo algunas personas, especialmente entre los cargos relevantes de la Administración, directores, miembros del Parlamento y del Consejo Municipal, se apresuraron a enviar a sus familias a las ciudades del sur de Australia y la Patagonia. A ellos les siguió la población forastera ocasional: ciudadanos extranjeros que habían llegado deseosos de conocer «la ciudad más alegre del hemisferio sur», artistas de todos los campos, diferentes hombres de negocios, mujeres de costumbres frívolas. Más tarde, ante el continuo avance de la epidemia, huyeron también los comerciantes. Éstos liquidaban a toda prisa sus mercancías o simplemente abandonaban las tiendas a su suerte. Junto a ellos también salieron despavoridos los banqueros, los propietarios de teatros y restaurantes, los editores de libros y prensa. Finalmente el fenómeno alcanzó a los propios habitantes autóctonos.

Por ley, los extrabajadores pensionistas tenían prohibida su salida de la República, salvo concesión expresa de las autoridades gubernamentales, so pena de perder su pensión. Pero nadie prestaba atención a esa amenaza, con tal de salvar su vida. Y comenzaron también las deserciones. Huían los funcionarios locales, los miembros de las milicias populares, los celadores de los hospitales, los farmacéuticos, los médicos. El objetivo de la huida alcanzó también el grado de «manía» en cierto modo. Escapaba todo el que podía.

Las estaciones del ferrocarril eléctrico se vieron invadidas por ingentes multitudes. Los billetes de tren se revendían por enormes sumas y se obtenían tras un duro regateo. En el momento de arrancar el tren, se subía a los vagones más gente, que después ya no estaba dispuesta a ceder sus posiciones conseguidas en liza. La masa detenía los trenes especialmente equipados para transportar a los enfermos, sacaban a éstos de los vagones, ocupaban sus catres y obligaban al maquinista a reanudar la marcha. Todo el parque móvil de ferrocarriles de la República, desde finales de mayo, funcionaba únicamente al servicio de las líneas que comunicaban la capital con los puertos. Los trenes partían abarrotados de la Ciudad de las Estrellas: los pasajeros ocupaban todos los pasillos de los vagones e incluso se arriesgaban a ir sujetos por la parte exterior, aunque, con la velocidad alcanzada en los modernos raíles, suponía una amenaza de muerte por asfixia. Las compañías navieras de Australia, Sudamérica y Sudáfrica hacían una fortuna con el transporte de los emigrantes de la República hacia otros países. Por el contrario, a la Ciudad de las Estrellas los trenes iban casi vacíos. Ningún sueldo parecía suficiente para que alguien aceptara prestar sus servicios en la capital; solo de vez en cuando se dirigían a la enloquecida ciudad algunos turistas excéntricos, amantes de las emociones fuertes.

Se calcula que desde el comienzo de la emigración hasta el 22 de junio, fecha en que el tráfico ferroviario dejó de funcionar con normalidad, a través de las seis líneas disponibles salieron de la Ciudad de las Estrellas un millón y medio de personas, es decir, casi dos tercios de su población. El presidente del Consejo Municipal de gobierno, Horace Divill, se hizo merecedor de la fama eterna en aquellos momentos, por su espíritu de iniciativa, su fuerza de voluntad y su valentía. En la sesión extraordinaria del 5 de junio, el Consejo Municipal, de acuerdo con el Parlamento y con el Consejo de Dirección, otorgó a Divill un poder absoluto sobre la ciudad con el cargo de «jefe», poniendo a su disposición el presupuesto municipal, las milicias populares y las instituciones públicas de la ciudad. Seguidamente, las instituciones de gobierno y el Archivo municipal fueron trasladados desde la Ciudad de las Estrellas hasta el Puerto del Norte. El nombre de Horace Divill debería ser grabado en letras de oro, como uno de los mayores benefactores que haya dado jamás la humanidad. Durante mes y medio luchó contra la anarquía que cundió en la ciudad. Consiguió rodearse de un grupo de colaboradores tan entregados como él. Pudo mantener el mayor tiempo posible la disciplina y obediencia entre la milicia y los funcionarios locales, sumidos en el pánico ante la proporción de la catástrofe y progresivamente diezmados por la epidemia. Cientos de miles de personas deben su salvación a Horace Divill, ya que pudieron escapar gracias a su energía y capacidad de organización. A otros miles de ciudadanos también los ayudó en sus últimos días, dándoles la posibilidad de morir en un hospital, cuidadosamente atendidos y no a manos de la masa enajenada. Por último, Divill también legó a la humanidad una estampa completa de todo el desastre, ya que no se puede llamar de otra manera a los breves pero intensos y precisos telegramas que enviaba cada día desde la Ciudad de las Estrellas a la residencia temporal del gobierno de la República, en el Puerto del Norte.

La primera tarea que emprendió nada más tomar posesión de su cargo como jefe de la ciudad fue la de intentar tranquilizar la alarmada conciencia de los residentes. Se editaron panfletos en los que se indicaba que esta infección neurológica se transmitía con mayor facilidad a los individuos de carácter exaltado, y se hacía un llamamiento para que la gente sana y sensata hiciera valer su autoridad sobre los pusilánimes e inestables. Por otra parte, Divill se puso en contacto con la Sociedad para la Lucha contra la Epidemia para hacer una distribución de zonas entre todos sus miembros: todos los lugares públicos, teatros, locales de reunión, plazas, calles. En esos días no pasaba una hora sin que se descubrieran nuevos casos. Aquí y allí se veían sujetos o grupos de ellos cuya conducta mostraba a las claras que no eran normales. La mayor parte de los enfermos que eran conscientes de su situación sentían imperiosos deseos de solicitar ayuda. Pero la influencia de su trastorno psíquico convertía la expresión de ese deseo en manifiesta hostilidad contra los que les rodeaban. Los enfermos habrían querido correr a sus casas o a los centros médicos, pero por el contrario huían despavoridos hacia las afueras de la ciudad. Se les ocurría la idea de pedir a alguien su intervención, pero en lugar de eso agarraban por la garganta a los viandantes que les salían al paso y los estrangulaban, vapu­leaban o en ocasiones los acuchillaban o herían con palos. Por eso la gente, nada más ver a alguien contagiado de «contradicción», echaba a correr. Era entonces cuando actuaban los miembros de la Sociedad. Unos se hacían con los enfermos, tranquilizándolos y llevándolos al hospital más cercano; los demás intentaban apaciguar a la gente y explicarle que no corría ningún peligro, que se trataba tan solo de una desgracia más, contra la que todos debían luchar en la medida de lo posible.

En los teatros y asambleas, la repentina aparición de los contagiados a menudo concluía con un trágico de­senlace. En la ópera, centenares de espectadores sufrieron una locura colectiva por la enfermedad y, en vez de expresar su admiración por los cantantes, saltaron al escenario y los cubrieron literalmente de golpes. En el Gran Teatro Dramático, un actor que se vio afectado súbitamente y representaba un papel en el que tenía que suicidarse decidió ponerse a disparar contra el público. Se sobrentiende que el revólver no estaba cargado pero, solo por la impresión causada entre los espectadores, muchos comenzaron a notar síntomas de la enfermedad, que ya se encontraba latente en ellos. En medio de la confusión se desató un auténtico pánico, acrecentado por las locuras que obligaba a hacer la «contradicción», y como resultado perecieron varias personas entre los asistentes. Pero el suceso más terrible tuvo lugar en el Teatro de los Fuegos Artificiales. Un destacamento de la milicia popular que había sido enviado allí por razones de seguridad ante un posible incendio, en un acceso de la enfermedad le prendió fuego al escenario y al telón tras el que se preparaban los efectos lumínicos. Entre las llamas y los aplastamientos de la muchedumbre en su huida, murieron más de 200 personas. Después de lo sucedido, Horace Divill decretó el cierre de todos los teatros y salas de espectáculos de la ciudad.

Un gran peligro que se cernía sobre los habitantes de la localidad era el que representaban los ladrones y saqueadores, que ante el caos generalizado encontraban un amplio campo de acción para sus actividades. Se aseguraba que algunos de ellos habían ido llegando esos días a la ciudad, desde el extranjero. Unos simulaban demencia, para evitar el castigo; otros no veían necesario ocultar sus tropelías con simulaciones y actuaban abiertamente. Una jauría de bandidos se dedicaba a entrar con total descaro en las tiendas abandonadas, y se llevaban los objetos más valiosos; entraban también en las casas, obligando a sus moradores a entregarles todo lo que fuera de oro; abordaban a los transeúntes y les quitaban las cosas de valor: relojes, anillos, pulseras… Los robos iban acompañados de todo tipo de violencia, especialmente la violación de las mujeres. Las autoridades enviaron brigadas enteras de milicianos para luchar contra los delincuentes, pero éstos no se amilanaban a la hora de enfrentarse cuerpo a cuerpo. Hubo casos espeluznantes, en los que, tanto entre los salteadores como entre los policías, surgían sujetos infectados de «contradicción» que dirigían sus armas contra su propio bando.

Al principio, el caudillo de la ciudad enviaba a los detenidos fuera de los límites de ésta. Pero sucedía entonces que otros ciudadanos los liberaban de los vagones en que iban encerrados, para ocupar su lugar. A partir de entonces el jefe del gobierno local se vio obligado a condenar a muerte a los violadores y bandidos callejeros. Y así, después de casi tres siglos de interrupción, fue restaurada sobre la Tierra la pena de muerte.

En junio empezó a notarse en la ciudad la escasez de bienes de primera necesidad. No había suficientes víveres ni medicamentos. El transporte ferroviario se redujo y la producción se hallaba prácticamente paralizada. Divill se encargó de organizar hornos municipales y de distribuir pan y carne a todos los habitantes. Se abrieron en la ciudad comedores públicos a semejanza de los que había en las fábricas. No obstante, era imposible encontrar personal suficiente para trabajar en ellos. Los empleados voluntarios se esforzaban hasta la extenuación, pero su número se reducía continuamente. Los crematorios municipales funcionaban todo el día, pero la cifra de cadáveres en los depósitos no disminuía, sino todo lo contrario. Se empezaron a recoger por las calles y en las casas. En las empresas públicas de telégrafos, telefonía, alumbrado, canalización y abastecimiento de agua, trabajaban cada vez menos personas. Era admirable cómo el jefe Divill estaba en todo, haciendo el seguimiento y dirigiendo personalmente todas las acciones necesarias. Por sus comunicados podría pensarse que no conocía la palabra «descanso», y todos los que sobrevivieron coinciden en que su labor fue más que encomiable.

A mediados de junio se empezó a notar la falta de personal en los ferrocarriles. No había suficientes maquinistas ni controladores para servir en los trenes. El 17 de junio se produjo un primer descarrilamiento en la línea suroeste, a causa de un trastorno súbito de «contradicción» en el maquinista. En pleno ataque, lanzó el tren desde una altura de 5 sázheny, estrellándolo contra el campo helado. Casi todos los que viajaban en el tren fallecieron o quedaron mutilados. La información sobre este suceso, que llegó a la ciudad con el siguiente tren, fue como el retumbar de un trueno. En el acto se envió un convoy sanitario. En él se trajeron los cadáveres y los cuerpos irreconocibles de los agonizantes. Pero esa misma tarde se difundió la noticia de una catástrofe similar en la línea 1. Las dos líneas que comunicaban la Ciudad de las Estrellas con el resto del mundo estaban inutilizadas. Desde la ciudad y el Puerto del Norte se mandaron sendas brigadas de soldados para intentar reparar las vías, pero el trabajo en esas regiones durante los meses invernales era prácticamente imposible. Esos dos accidentes fueron solo un ejemplo de los que seguirían. Cuanto más celo ponían los maquinistas en su trabajo, más probable era que reprodujeran la conducta de sus predecesores en caso de sufrir una crisis. Precisamente por su temor a hacer descarrilar el tren, finalmente lo estrellaban. En los cinco días comprendidos entre el 18 y el 22 de junio, siete trenes repletos de viajeros se precipitaron al vacío. Miles de personas encontraron la muerte en las heladas estepas, por efecto de los traumas recibidos o del hambre. Solo un puñado tuvo fuerzas para llegar hasta la ciudad. Por si fuera poco, las seis autopistas que comunicaban la metrópoli con el exterior también habían quedado impracticables. La población urbana, que alcanzaba en esos momentos las 600.000 almas, quedó aislada de toda la humanidad. Durante un tiempo únicamente mantuvieron la comunicación por telégrafo.

El 24 de junio dejó de funcionar el suburbano por falta material de recursos humanos. El 26 de junio cesó el servicio telefónico. El 27 de junio ya habían cerrado todas las farmacias, excepto una, la central. El 1 de julio, la alcaldía emitió una orden para que todos los habitantes se trasladaran al centro de la ciudad, dejando totalmente despoblada la periferia, para facilitar el mantenimiento del orden, la distribución de víveres y la asistencia médica. La gente abandonó sus hogares para instalarse en otros que a su vez habían dejado vacíos sus propietarios. El sentido de la propiedad desapareció. A nadie le daba pena dejar lo suyo, ni le parecía extraño hacer uso de lo ajeno. Por otra parte, aún quedaban merodeadores y bandidos, a los que a menudo se tomaba por psicópatas, y que continuaban perpetrando robos. Se estaban descubriendo en las casas deshabitadas auténticos tesoros en joyas y oro junto a los cuales yacía el cuerpo del ladrón en avanzado estado de descomposición.

Es de notar que, a pesar de la cantidad de vidas perdidas, la ciudad conservaba aún su configuración. Aún podían encontrarse comerciantes que abrían sus tiendas para vender —eso sí, a precios desorbitados— mercancías en buen estado: golosinas, flores, libros, armas… Los compradores no escatimaban a la hora de pagar con un oro que ya veían inservible, mientras los usureros lo escondían sin saber muy bien para qué. Quedaban todavía tugurios clandestinos —juego, vino y libertinaje—, adonde iban a parar pobres desgraciados para huir de la cruda rea­lidad. Allí se mezclaban los enfermos con los sanos, y nadie se molestó en hacer crónica alguna de las terribles escenas que se vivieron en esos locales. Aún se publicaban dos o tres periódicos, cuyos editoriales intentaban preservar la importancia de la palabra escrita, en medio de aquel desorden generalizado. Los ejemplares de esos diarios se venden hoy a un precio diez o veinte veces superior al que tenían entonces, y están llamados a convertirse en auténticas rarezas bibliográficas. En aquellas columnas, escritas en medio de la sinrazón reinante y seleccionadas por tipógrafos al borde de la locura, hallamos un reflejo tan espeluznante como realista de todo lo que tuvo que padecer la desdichada ciudad. Quedaban algunos reporteros que iban informando de los «sucesos de la urbe», escritores que debatían acaloradamente la situación y hasta cronistas de sociedad que pretendían entretener en esos días trágicos. Los telegramas recibidos desde otros países, en los que se hablaba de una vida normal y saludable, no hacían sino agravar la desesperación y congoja de los lectores, abocados al abismo.

Todos hacían intentos desesperados por salvarse. A principios de julio una ingente masa de hombres, mujeres y niños, encabezados por un tal John Dew, decidieron marchar a pie desde la ciudad hasta la localidad más cercana, Liondontown. Divill era consciente de la locura de semejante plan, pero no pudo hacer nada por detenerlos, de modo que él mismo se encargó de proporcionarles ropa de abrigo y víveres para el camino. Toda esa multitud, unas 2000 personas, pereció en los campos helados del Círculo Polar, en medio de una negra e interminable noche de seis meses. Otro llamado Whiting promovió una medida más heroica. Pretendía exterminar a todos los enfermos, suponiendo que con eso se acabaría con la epidemia. Encontró no pocos seguidores; es más, en esos lúgubres días hasta la proposición más inhumana y disparatada que prometiera la salvación habría encontrado partidarios.

Whiting y sus amigos corrían por toda la ciudad, entraban a la fuerza en las casas y aniquilaban a los enfermos. En los hospitales llevaban a cabo ejecuciones masivas. En su delirio, mataban a todo aquel que estuviera bajo sospecha de no estar completamente sano. A estos asesinos ideólogos, pronto se unieron todo tipo de psicópatas y saqueadores. La ciudad se convirtió en un campo de batalla. En esos días tan difíciles, Horace Divill reunió a un grupo de sus colaboradores, les infundió ánimos y personalmente se puso al frente de la lucha contra los seguidores de Whiting. La persecución se prolongó varias jornadas. Cayeron centenares de hombres, de uno y otro bando. Finalmente fue apresado el propio Whiting. Se encontraba en la fase terminal de mania contradicens y hubo que llevarlo no a prisión, sino a un hospital, donde falleció al poco tiempo.

El 8 de julio la ciudad recibió uno de sus más duros golpes. Los trabajadores que se encargaban de vigilar el funcionamiento de la estación eléctrica sufrieron una crisis de la enfermedad y destrozaron todas las máquinas. La luz eléctrica desapareció y toda la ciudad, todas las calles, todas las casas particulares se sumieron en la más profunda oscuridad. Ya que la capital no contaba con ningún otro tipo de abastecimiento de luz y calefacción aparte del eléctrico, la población se vio en una situación de total vulnerabilidad. Divill ya tenía prevista, no obstante, esa amenaza y había preparado almacenes aprovisionándolos de antorchas y combustible. Se encendieron hogueras por todas las calles. Se repartieron miles de antorchas entre los ciudadanos. Pero esas exiguas luminarias apenas podían alumbrar las principales arterias de la Ciudad de las Estrellas, que, por sus dimensiones se extendía en línea recta a lo largo de decenas de kilómetros, ni tampoco las amenazantes siluetas de los rascacielos de treinta pisos. Con la llegada de las tinieblas, se extinguió el último ápice de disciplina. El terror y la locura se apoderaron definitivamente de la población. Los sanos ya no se distinguían de los enfermos. Se desencadenó una orgía de todo lo abominable, en medio de la desesperación de la gente.

Con increíble rapidez se produjo una pérdida generalizada de los valores morales. La civilización, como si fuera una delgada corteza formada durante miles de años, se difuminó en un abrir y cerrar de ojos y en el ser humano apareció el hombre salvaje, el predador, tal y como vagaba por la Tierra cuando era virgen. Se perdió toda noción de derecho: prevaleció el valor de la fuerza. Para las mujeres, saciar su sed de placer se convirtió en la única norma. Las más modestas madres de familia empezaron a portarse como prostitutas, yendo de mano en mano por propia voluntad y hablando con un lenguaje obsceno propio de las casas de citas. Las chicas corrían por las calles, atrayendo a quienes quisieran hacer uso de su virginidad; llevaban al elegido hasta el portal más cercano, y se entregaban a él en cualquier cama sin dueño conocido. Mujeres bebidas organizaban fiestas en los sótanos saqueados, y no les preocupaba que por el suelo hubiera cadáveres sin recoger.

Todo ello se agravaba progresivamente con la aparición de más y más casos de la enfermedad imperante. Pero lo más lamentable era la situación de los niños, abandonados por sus padres en manos del destino. Algunos eran violados por ominosos depravados, otros sufrían torturas a manos de sádicos, cuyo número había crecido repentina y significativamente. Los niños morían de hambre en las guarderías, de vergüenza y sufrimiento tras las violaciones; los mataban tanto a propósito como por falta de cuidado. Se asegura que surgieron monstruos dedicados a cazar niños, con cuya carne pretendían satisfacer los instintos caníbales que afloraban en su interior.

En este último período de la tragedia, Horace Divill no pudo, como es natural, ayudar a toda la población. Habilitó el edificio del Ayuntamiento como refugio para los que quedaban sanos. La entrada estaba protegida con barricadas y permanentemente vigilada por agentes de guardia. En su interior se almacenaban provisiones de agua y comida para 3000 personas y cuarenta días, pero solo se reunieron allí 1800 ciudadanos, hombres y mujeres. Se sabía que en la ciudad aún quedaban muchas personas no contaminadas, aunque no sabían de la existencia del refugio y permanecían encerradas en su casa. Muchos ni se atrevían a salir de ella y ahora se estaban encontrando en las viviendas cadáveres de gente que había muerto de hambre y en soledad. Era admirable que entre los confinados en el Ayuntamiento hubiera tan pocos casos de la denominada «contradicción». Divill sabía mantener la disciplina en su pequeña comunidad. Hasta el último día fue anotando todo lo que sucedía en un cuaderno, y estas notas, junto con los telegramas que enviaba, son la mejor fuente de información con que contamos sobre la catástrofe. La libreta se encontró escondida en un armario del Consistorio, donde se guardaba otra serie de valiosos documentos. La última anotación es del 20 de julio. Divill informa de cómo la turba enloquecida intentaba asaltar el edificio y él se vio obligado a repelerla con salvas de revólver.

«Qué esperanzas puedo tener —escribe Divill—, no lo sé. Esperar ayuda antes de la primavera no es realista. Y sobrevivir hasta entonces con las provisiones que tengo a mi cargo es imposible. Lo que sé es que cumpliré con mi deber hasta el final». Éstas fueron las últimas palabras de Divill. ¡Nobles palabras!

Es de suponer que el 21 de julio la multitud tomó el Ayuntamiento al asalto y que sus defensores fueron asesinados o se dispersaron. El cuerpo de Divill no se ha recu­perado por el momento. No disponemos de testimonios fiables sobre lo que sucedió después de aquel 21 de julio. Por los restos que van apareciendo al limpiar la ciudad, se deduce que la anarquía alcanzó su último estadio. Podemos imaginar las calles en penumbra, tenuemente iluminadas por el resplandor de las hogueras formadas por muebles y libros apilados. Conseguían hacer fuego a base de golpear objetos de hierro con pedernal. En torno al fuego se divertía salvajemente una sarta de locos y borrachos, que iban pasándose todos el mismo vaso en rondas. Bebían hombres y mujeres. Se veían escenas de auténtico desenfreno animal. Ciertos oscuros y atávicos sentimientos revivían en las almas de esos habitantes de la gran urbe, que semidesnudos, sucios y desgreñados ejecutaban a coro las danzas de sus más remotos ancestros, contemporáneos del oso de las cavernas, y coreaban los mismos cánticos primitivos de las hordas que atacaban con hachas de piedra a los mamuts. A las canciones, los discursos sin sentido y las estúpidas risotadas se unían los sordos gritos propios de la locura de los enfermos, que ya no eran capaces de expresar con palabras ni siquiera sus delirantes visiones, y los lamentos de los moribundos, que se retorcían de dolor entre los cadáveres descompuestos. A veces las canciones se convertían en reyertas: por un tonel de vino, por una mujer bonita o simplemente sin motivo alguno, en el paroxismo de la enfermedad que los empujaba al sinsentido, a comportarse contradiciéndose. Ya no había adónde huir: por todas partes se sucedían las mismas imágenes espeluznantes, orgías, riñas, diversión brutal y furia ciega; o por el contrario, absoluta oscuridad, lo cual era aún más aterrador, más insufrible para la desbocada imaginación.

En esos días la Ciudad de las Estrellas era una enorme caja negra, donde algunos miles de criaturas pseudohumanas habían sido arrojadas al hedor de cientos de miles de cadáveres putrefactos; un lugar donde no quedaba nadie entre los vivos que fuera realmente consciente de su situación. Una ciudad de locos, un gigantesco manicomio, el más grande y repulsivo Caos que haya conocido nunca la humanidad. Y esos desquiciados se exterminaban unos a otros, se rebanaban las gargantas con kinzhales, morían de pura locura, de terror, morían de hambre y de todas las enfermedades que impregnaban la enrarecida atmósfera.

Era de suponer que el gobierno de la República no se quedaría de brazos cruzados, como testigo mudo del desastre que estaba asolando la capital. Pero pronto no tuvo más remedio que perder toda esperanza de ofrecer su ayuda. Los médicos, las hermanas de la caridad, los miembros del ejército y los empleados públicos en general se negaban rotundamente a viajar a la Ciudad de las Estrellas. Una vez se interrumpieron los trayectos a través de las vías férreas eléctricas, la conexión directa con la ciudad se esfumó, ya que la severidad del clima local no permitía otro tipo de comunicación. Por añadidura, toda la atención del gobierno se centró en los casos de «contradicción» que empezaban a aflorar en otras ciudades de la República. En algunas de ellas, la enfermedad también amenazaba con adquirir carácter de epidemia y comenzaba a cundir el pánico al recordar los sucesos de la metrópoli. Eso condujo a una emigración generalizada desde todos los puntos de la República. Se paralizó la producción en todas las fábricas y se estancó toda la actividad industrial del país. Sin embargo, gracias a las decisivas medidas tomadas justo a tiempo, se logró frenar la epidemia en las demás ciudades y en ninguna parte llegó a alcanzar las proporciones de la capital.

Se sabe de la enorme atención y alarma con que el resto del mundo siguió la situación en la joven República. Al principio nadie imaginaba las desmesuradas dimensiones que alcanzaría la tragedia y el sentimiento predominante era la curiosidad. Los principales periódicos de diferentes países (incluido nuestro Noticiario Vespertino de Europa del Norte) enviaron corresponsales especiales a la Ciudad de las Estrellas, para informar del curso de los acontecimientos en lo relativo a la epidemia. Muchos de esos intrépidos caballeros de la pluma se convirtieron en víctimas de sus obligaciones profesionales. Cuando las noticias que llegaban empezaron a adquirir un cariz amenazante, los gobiernos de numerosos países, así como distintas asociaciones privadas, ofrecieron sus servicios al gobierno de la República. Unos propusieron enviar destacamentos del ejército, otros organizaban equipos médicos para desplazarse a la ciudad y también los había que efectuaban donaciones para colaborar, pero los acontecimientos se sucedían con tal precipitación que la mayor parte de estas iniciativas no pudieron llevarse a cabo. Después de la interrupción de las comunicaciones ferroviarias, la única fuente testimonial de la vida en la Ciudad de las Estrellas eran los telegramas del nombrado jefe de la localidad. Estos mensajes se enviaban simultáneamente a todos los confines del globo y se difundían por millones de ejemplares. Después del apagón eléctrico, el telégrafo aún continuó funcionando varios días, ya que las estaciones telegráficas disponían de generadores. El motivo exacto del cese total de las comunicaciones telegráficas se desconoce; quizá los aparatos fueron estropeados adrede. El último telegrama de Horace Divill data del 27 de junio. Desde ese día y durante el mes y medio siguiente, todo el planeta se quedó sin noticias de la República.

A finales de agosto llegó hasta la Ciudad de las Estrellas el aeronauta Thomas Billy en su máquina voladora. Pudo rescatar de una de las azoteas de la ciudad a dos personas, medio muertas de frío y hambre, que parecían haber perdido el juicio hacía tiempo. A través de las turbinas, Billy veía las calles sumidas en la más impenetrable oscuridad, y oía gritos desgarradores que indicaban la presencia de seres aún vivos. No se decidió a tomar tierra.

A principios de septiembre se consiguió restablecer el tráfico de una de las líneas férreas eléctricas, hasta la estación de Lissis, a 150 km de la capital. Un grupo de hombres bien pertrechados, con víveres y medios para proporcionar los primeros auxilios, entró en la ciudad por la Puerta Noroeste. Sin embargo, la avanzadilla no pudo ir más allá de las primeras manzanas, por la pestilencia que impregnaba el aire. Se veían obligados a avanzar paso a paso, limpiando las calles de cadáveres y purificando el aire por medios artificiales. Todas las personas que iban encontrando vivas habían enloquecido. Por su ferocidad, parecían animales salvajes, y solo era posible capturarlas por la fuerza. Finalmente, a mediados de septiembre consiguieron enviar un mensaje inteligible desde la Ciudad de las Estrellas y empezaron a restaurar sistemáticamente todas las comunicaciones.

Actualmente, la mayor parte de la ciudad se halla limpia de despojos humanos. La luz y la calefacción han sido restablecidas. Siguen deshabitadas únicamente las manzanas del barrio americano, aunque se cree que no queda nadie vivo en él. Se han podido salvar hasta 10.000 personas, si bien la mayor parte de ellas se ve afectada por desórdenes psíquicos incurables. Los que a duras penas van recobrando la salud son muy reacios a hablar de lo que vivieron en esos días trágicos. Además, sus relatos se muestran repletos de contrasentidos y a menudo no están confirmados documentalmente. Se han encontrado en diferentes puntos ejemplares de diarios publicados en la ciudad hasta finales de julio. El último hasta la fecha pertenece al 22 de julio, incluía una referencia a la muerte de Horace Divill y hacía un llamamiento para volver a tomar el Ayuntamiento a modo de refugio. A decir verdad, aparecieron unas páginas fechadas en agosto, pero por su contenido es inevitable tomar a su autor (que a todas luces narraba sus propios desvaríos) por un individuo totalmente enajenado. En el Consistorio apareció el diario de Horace Divill en el que da cuenta del panorama en las tres semanas que iban del 28 de junio al 20 de julio. Por los macabros hallazgos en las calles de la ciudad y en el interior de las viviendas, se puede tener una clara idea de la brutalidad de los actos cometidos en los últimos días. Por todas partes cuerpos horriblemente mutilados: gente que había perecido por hambre, personas estranguladas y torturadas, víctimas de los dementes en pleno acceso frenético y finalmente cadáveres que habían sido parcialmente devorados. Los restos aparecen en los lugares más inesperados: en los túneles del metro, en el sistema de canalización, en las despensas, en las calderas. Por todas partes la gente buscaba enloquecida la salvación ante el horror circundante. El interior de casi todas las casas se encontraba destruido, y muchos enseres que no habrían tenido valor alguno para los ladrones aparecían en cuartos ocultos o en sótanos.

Sin duda, habrán de pasar aún varios meses antes de que la Ciudad de las Estrellas sea de nuevo habitable. Por el momento, en una ciudad que podría albergar 3.000.000 de almas, viven de momento 30.000 trabajadores ocupados en la limpieza de calles y casas. Por otra parte, han regresado algunos antiguos vecinos, en busca de los cuerpos de sus amigos y familiares, y de lo poco que queda de sus bienes tras la destrucción y el saqueo. También han llegado algunos turistas atraídos por el insólito espectáculo de una ciudad deshabitada. Dos empresarios han abierto ya sendos hoteles, con bastante éxito de clientela. Próximamente se abrirá un café de variedades, para cuyas actuaciones ya se ha seleccionado una troupe.

El Noticiario Vespertino de Europa del Norte, por su parte, ha enviado a la ciudad un nuevo corresponsal, el señor Andrew Evalda, con cuyas detalladas crónicas dará a conocer a sus lectores cualquier nuevo descubrimiento que se haga en la desafortunada capital de la República de la Cruz del Sur.