LUGARES ABANDONADOS

Noté el traqueteo suave del coche. Se estaba cómodo en el interior, con el aire acondicionado haciendo las veces de suave brisa del mar. Me encontraba tumbado en el asiento de atrás de un coche de alta gama. Me sentía un poco aturdido todavía y hasta que no pasó cierto tiempo no me percaté de que había otro ocupante en el asiento del copiloto. Apenas lo podía ver, ya que no era tan corpulento como el conductor; pero notaba algo familiar en él. Todavía pasaron varios segundos hasta que fui plenamente consciente de quién era.

—No sabe cuánto me alegro de verle, Emilio —dije desperezándome.

—Hans, parece que nuestro joven rescatado ha vuelto del corazón de las tinieblas en que se hallaba. ¿Qué ha descubierto en su viaje?

—No sabría decirle, profesor. —Me incorporé en el asiento y de pronto me di cuenta de que tenía una jaqueca horrible, como si hubiera pasado una noche de juerga. De pronto, me acordé de lo que había pasado minutos, horas antes, no sé:

—¡Tenemos que volver! Ella se ha quedado allí, en Lavapiés. ¡No podemos dejarla sola!

—Estaba usted solo, Esteban —contestó Emilio algo confuso—. ¿De quién habla?

—Es Paula, la policía que estaba conmigo. ¡Vamos! —El profesor hizo una indicación a Hans y éste, al momento, dio la vuelta para dirigir el coche hasta el lugar donde me habían encontrado tirado.

—¡Rápido, por Dios!

—Esteban, cuando le recogimos estaba aquello muy tranquilo.

No hice caso de lo que mi antiguo profesor me decía. Tan sólo me fijaba en las calles anónimas que pasaban ante mis ojos. Me veía incapaz de reconocerlas: había escombros por todos los lados, restos de coches ardiendo todavía, cristales de comercios esparcidos por las aceras, coches cruzados en medio de las calles y las avenidas.

Después de varios minutos callejeando, me di cuenta de que había grupos de gente muy pequeños que todavía seguían yendo de un lado a otro de manera caótica. A veces también nos topábamos con policías antidisturbios, pero el número en general de personas deambulando por las calles no era comparable al de hacía unas horas. Parecía que Madrid hubiese quedado parcialmente abandonada, derrotada tras la primera batalla de la guerra que acababa de comenzar.

—Es similar a un campo de batalla —interrumpió Emilio mis pensamientos—. Cuando la gente ve estas cosas por la televisión suele pensar que nunca va a ocurrir algo semejante cerca de sus casas.

Estaba muy preocupado por lo que le podría haberle pasado a Paula. Supongo que al final el profesor se percató de mi estado de nerviosismo y prefirió dejarme solo con mis tribulaciones. Los dos miramos entonces a través de las ventanillas del coche. Es posible que cada uno de nosotros viera cosas diferentes. En aquellos momentos miraba por el cristal como aquellas personas de las que hablaba Emilio, como si todo lo que ocurriese fuera estuviese a años luz de mis pensamientos y emociones.

Por fin aparcamos en la calle Santa María. Estaba desierta, tal y como la encontramos Paula y yo cuando llegamos a toda prisa. Había un coche subido a la acera y alguien le había hecho trizas el techo y la luna delantera.

—Ahí fue donde le encontramos, Esteban: encima de ese coche.

—Creía que era una alucinación: me pareció estar flotando en el aire.

Sin más dilación entramos en el sucio portal. Yo iba decidido a subir hasta el noveno piso y no me importaba en absoluto que aún quedase parte de la turba patrullando por la zona. Emilio y Hans trataban de aguantar mi ritmo al subir los escalones. Ya desde fuera se percibía que la soledad era lo único que habitaba allí. A pesar de todo, continuamos.

No encontramos nada ni a nadie, salvo al Zambo, tirado en mitad de la entrada al piso y con signos de haber sido pisoteado. El profesor me dedicó una mirada censuradora como si ya estuviera al corriente de lo que había pasado allí.

—Sólo trataba de defenderme —dije a modo de justificación.

El piso había sufrido el paso de decenas de personas en estado febril y gran parte del mobiliario se hallaba tirado o destrozado, incluida la puerta de la entrada, que era la que peor parte se había llevado. En la habitación ocurría más de lo mismo: el armario estaba abierto y tirado por el suelo. Curiosamente, la Biblia se mantenía en el lugar donde la había dejado. Tampoco se ensañaron con el cadáver de la cocina.

—Este lugar está maldito —susurré al tiempo que me sentaba en el suelo con la espalda apoyada en la pared. El cadáver de Munch me miraba con su expresión horripilante e inalterable y escondí la cabeza entre las rodillas. Caí en un profundo estado de fatiga y tristeza al no encontrar ni rastro de Paula.

—Dios mío —dijo Emilio tras la primera visión del cadavérico testigo mudo—. Deduzco que esos cortes los ha provocado un arma aterradora. ¿Cómo es posible? ¿Por qué algunos son capaces de causar la muerte todavía?

Emilio y Hans me dejaron solo y abatido un buen rato. Mientras señalaban al cadáver con curiosidad, hablaban entre sí en alemán, así que no pude entenderlos. En el fondo, no me importaba.

Después de un buen rato, decidimos que era absurdo y peligroso quedarse más tiempo en aquel piso de mala muerte. Cuando bajamos al portal le dije a Emilio:

—Me gustaría que me llevaseis a un lugar. Es una tienda de discos antiguos. —Hans me observaba impertérrito, pero el profesor dejaba traslucir sin ningún pudor un gesto reprobatorio. Tenía el ceño fruncido.

—Tengo las llaves —proseguí—, así que no hace falta que entre por la fuerza.

—Resulta evidente que mis reticencias no van por ese camino, joven Esteban. Su camino de venganza se está convirtiendo en algo destructivo; y al final el menos afectado es usted mismo, junto con el propio Heredia, el boliviano.

Lo único que pude hacer ante la obviedad y certeza de la sabia apreciación de mi antiguo profesor fue callar y aceptar su dureza. El sentimiento de venganza se alimentaba de sí mismo de un modo voraz y yo había sucumbido a él prácticamente desde el principio. Muchas personas se habían visto afectadas de una manera u otra por mis actos. Emilio tenía razón. Pero lo más grave de todo era que trataba de buscar algún motivo que me hiciese seguir adelante y me veía incapaz de encontrarlo. Ya no volvería a ver nunca más a Laura. Probablemente tampoco a Paula. Ricardo murió también por mi culpa. Todo a mi alrededor se desmoronaba tarde o temprano. Dentro de mí mismo encontré un vacío eterno y me daba cuenta de que mis sentimientos se habían reducido a uno solo. Lo que había pasado con Paula aquella misma noche era la última chispa de mis ya exiguas emociones.

Desde ese momento, sólo habría oscuridad en mi corazón.

Emilio lo leyó todo en mis ojos, seguro, y puso la mano en mi hombro. Inspiró aire profundamente y dijo, susurrándome:

—Sabe usted, Esteban, que yo he sido un ateo confeso desde que tengo uso de razón, pero ya hablamos de eso en su momento. Sin embargo, a lo mejor existe un motivo para que todo esto ocurra. Puede que cada uno de nosotros tenga una función en este nuevo mundo que alguien ha inventado. No puede ser casual que algunos puedan quitar las vidas que la naturaleza, Dios o quien sea han decidido prolongar para siempre. Haga usted lo correcto con su destino. Me agrada pensar que todavía somos dueños de él, o, al menos, de una parte. En sus manos está el convertirlo en un don o una maldición. De esto último usted sabe demasiado, vaya si lo sabe. Las peores maldiciones son aquellas que portamos y que afectan a los demás, y no tanto a uno mismo, ¿verdad? ¿Está seguro de que quiere llevar más peso sobre sus hombros?

—El peso ya lo llevo encima. Esta última decisión me liberaría de él.

—La venganza —me replicó Emilio— es un poderoso monstruo que cada vez necesita ser alimentado con mayor asiduidad. Aunque veo que la elección que debía tomar, y de la que le advertí en su momento, ya estaba decidida desde tiempo atrás.

No dije nada, tan sólo asentí. Emilio me acarició la cabeza con su mano y justo después me dio un abrazo fuerte, como el que un padre puede dar a su hijo.

—Está bien —continuó—. Pero debe venir a hablar conmigo y pedirme consejo siempre que pueda. Todo apunta a que seguiré con la maldición que me ha tocado sobrellevar a mí. Además, todo héroe debe acudir siempre a su oráculo.

—No lo dude, profesor. Ahí estaré.

Ya en silencio, Hans, el hombre para todo, condujo el suntuoso coche por las desiertas y sucias calles del barrio de Lavapiés, en busca de aquella tienda de discos de la que nunca antes habían oído hablar. Oldie’s se llamaba. Un mal nombre para una tienda con buena música, supuse.

La noche ya se retiraba exhausta y tras varios minutos deambulando por fin encontramos el local, situado en una esquina. La entrada principal daba a una bocacalle anexa a una pequeña plaza que días antes habría sido algo resultona, con sus banquitos de madera con separadores para que los mendigos no se acostaran a dormir la siesta, su pequeña fuente y sus macetones relucientes. Ahora había montones de basura tirados aquí y allá y el aire olía a local cerrado. Era como si aquel lugar hubiera estado abandonado desde hacía años. Parecía que la muchedumbre, que escasas horas antes hacía arder a casi toda la ciudad, simplemente se hubiese ido a dormir, como si por las noches viviera una terrible pesadilla y por el día durmiese una cotidiana realidad. Creo que a todos nos causó una sensación de inquietud observar aquel paisaje abandonado, que, por otra parte, no era el primero que visitaba.

El coche se despidió con un toque suave del acelerador. Hans no dijo nada, ni siquiera un gesto o una mirada. Emilio sí que sacó una de las manos por la ventanilla trasera. Fue una despedida sobria. Supongo que la más adecuada para alguien como yo.

Saqué la llave del Zambo y la introduje en la cerradura situada en el suelo, al pie de la acera. Miré a uno y otro lado por si me encontraba con alguna compañía desagradable; pero lo único que se escuchó fue el bronco quejido de la persiana metálica mientras corría por su riel. El interior estaba todo oscuro y no parecía que hubiese nadie. No sé qué esperaba encontrar allí y tenía la sensación de que iba de un lado a otro sin hallar respuestas a mis preguntas.

Justo cuando estaba a punto de pasar al interior a través de la puerta principal, me di cuenta de un detalle que había pasado por alto. La puta alarma. Tenía la mano sobre el picaporte de la vieja puerta metálica llena de pósters de Bob Marley y Jimmy Hendrix cuando me percaté de ello. Probablemente nadie se extrañaría de que en una larga noche de disturbios como aquélla la alarma de un local de mierda comenzara a sonar. Sin embargo, el hecho de que la plaza estuviera tan tranquila y de que no pasara ni un alma por ella hacía que, de pronto, me preocupase por aquel detalle.

Al final decidí entrar. La puerta hizo un ruido bronco al abrirse y dejó entrar el solitario aire de fuera. Con la penumbra del amanecer traté de buscar algún interruptor de luz. Al fin di con uno y el local comenzó a iluminarse casi como lo estaban haciendo las calles de la ciudad con la luz del alba.

El sitio era pequeño y estaba abarrotado de estanterías apretadas. La mayoría de los discos de vinilo estaban desordenados y muchos de ellos sobresalían de sus fundas de cartón. Había al fondo un mostrador, también exiguo, empapelado con multitud de carteles de famosos grupos musicales de los setenta y ochenta (unos encima de otros) y una vieja caja registradora en la parte superior. Al lado del mostrador se encontraba una puerta ajada de madera que probablemente llevaría hasta un sótano, cuarto trastero o de aseo. Tras dos o tres empujones fuertes cedió sin ofrecer mucha resistencia (la llave que llevaba encima no la abría). Una vez abierta, vi que del techo colgaba una triste bombilla que se balanceaba por el golpe dado por la fina puerta. La encendí y entonces unas polvorientas escaleras aparecieron ante mis ojos entornados. No veía nada al final, tan sólo una espesa oscuridad cargada de humedad. Decidí bajar con cuidado. Cuando llegué a un recodo de aquel pasadizo me di en la cabeza sin querer con otra bombilla que pendía del techo. No lo había hecho con la anterior, pero la toqué antes de encenderla y noté que guardaba algo de calor. Era una sensación tibia en los dedos. Alguien había estado allí escasos minutos antes.

Cuando tiré del cordón de la bombilla sólo quedaban unos pocos escalones para llegar hasta el pequeño sótano. La luz espantó a la oscuridad, pero nada pudo hacer contra la humedad y aquel olor rancio y penetrante. Había un colchón en medio del suelo y, al lado, una mesa con un montón de trastos encima. En la esquina opuesta a la escalera, un váter presidía aquella habitación inmunda.

Decidí después a echar un vistazo a unos papeles que descansaban sobre la mesa. No hallé ningún sentido a las anotaciones que había garabateadas. Además, tenían una caligrafía horrorosa, lo cual no ayudaba en absoluto. «Dios me dio poder» parecía estar escrito en más de una. Todo resultaba muy perturbador, ya que además el ambiente allí abajo estaba muy cargado.

Fue entonces cuando vi la pista definitiva. Bajo un montón de papeles había un folleto arrugado, al parecer turístico, de un hotel de La Habana. Todo empezó a encajar en mi mente a partir de aquel momento. Atribuí algún enrevesado significado a las oscuras palabras escritas en los papeles sueltos y sólo me venía a la mente un nombre: Heredia, el boliviano.

Me puse muy nervioso al saber que en aquella sucia pocilga había estado durmiendo el asesino y me entraron ganas de escupir, como si mi propia saliva me diera asco también, al recordar cómo el hijo de puta había matado a Ricardo. Le pegué una patada a la mesa y todos los papeles volaron por los aires. Todo pareció suceder muy lentamente. Los papeles y la basura parecían pender de un imaginario hilo de plata. ¿Y si todo aquello al final era una hazaña infructuosa? ¿Y si era igual que alcanzar el horizonte? Uno siempre lo veía, pero el propio andar del camino hace imposible que llegues hasta una meta que siempre se ve a la misma distancia.

La ira dio paso a la tristeza y al final me flaquearon las fuerzas para mantenerme de pie. Me acurruqué pegado a la húmeda pared y comencé a llorar como un niño. No recuerdo cuánto tiempo pasé en ese estado, pero fue bastante. Lo que sí recuerdo fue que me quedé dormido. La tensión pudo conmigo.

Cuando desperté al cabo de las horas lo había hecho en realidad de una pesadilla de la que no me acuerdo. Estaba empapado en sudor y olía a perro muerto, pero curiosamente me levanté con ganas de tomarme una o dos copas. Sentí unos profundos deseos de evadirme de todo aquello y de salir cuanto antes de aquel sótano de mala muerte.

Arriba todo seguía igual. Apagué las luces, cerré la puerta del sótano y, antes de salir, me cercioré de que no hubiese nadie merodeando. Todo seguía igual. Sólo se escuchaban algunos pájaros silbando y el leve sonido del viento haciendo aletear las hojas de los árboles. Los comercios estaban cerrados. El tiempo se había detenido tras la noche más larga que había vivido la capital.

Comencé a andar el largo camino hasta el club Tokio. No me había dejado buen sabor de boca la última vez que me pasé por el club para pedir a Alaska la cita con Jaro, así que me propuse ir hasta allí y charlar un rato con ella, si es que podía localizarla, claro.

Atravesé una calle, otra, una avenida, un cruce, un parque y, a medida que avanzaba más por entre escombros, coches calcinados, restos de hogueras, manchas de sangre, zapatos sueltos, cristales de escaparates reventados y armas de guerra olvidadas, la sensación de soledad y abandono crecía cada vez más, pues no me encontré con nadie por la calle. Únicamente llegué a ver, a lo lejos, a un perro que cruzaba una avenida enorme.

Continué andando y por fin vi a un grupo de personas, pero estaban demasiado lejos para acercarme y preguntarles cualquier cosa. Era quizás algo absurdo, pero tenía la necesidad de hablar con alguien, supongo que en un intento de normalizar aquella situación tan inquietante. Enseguida desaparecieron de mi vista y se escondieron en alguna calle cercana.

A medida que me acercaba al club Tokio, los coches quemados y los escombros de la batalla campal vivida en la ciudad decoraban uno y otro lado de la calzada. Cuando doblé la esquina rememoré la cantidad de coches de alta gama que había aparcados por la zona la primera vez que había ido al club. Sin embargo, en ese momento la calle parecía haber sido arrasada por algún tornado. Había también varios contenedores de basura en los que un viejo vagabundo escarbaba para tratar de encontrar algún tesoro oculto entre sus tripas desparramadas.

El club Tokio se había convertido, sin quererlo, en un auténtico templo, pues desde fuera parecía que llevase varias décadas en ruinas. En la entrada varios de esos contenedores parecían una barricada improvisada. Las fuentes de piedra estaban desparramadas por doquier. Había cristales y trocitos de madera por todo el césped pintando un caótico cuadro abstracto y las puertas de entrada las habían sacado de sus goznes. Incluso la fachada del edificio con forma de pagoda parecía vieja y estropeada.

Comencé a preocuparme, así que aceleré mis pasos hasta llegar al interior, que se hallaba más o menos como lo recordaba, aunque parecía que estaban haciendo alguna clase de reforma: había aquí y allá andamios, plásticos, herramientas… Pero nadie en el interior del club. Tampoco se escuchaba nada. Parecía que el prostíbulo se hubiese sumergido en un profundo letargo.

Me dirigí adonde hablé con Alaska la última vez, pasando por una de las pistas de baile, por detrás de la barra hacia la izquierda. Entré en la cocina, pero en esta ocasión no había nadie tomando café. Volví a pasar por recepción y fui al lado opuesto, a un lugar que no había llegado a visitar. Era un salón, esta vez más pequeño, y con una cama central de considerables dimensiones. Es posible que allí se hicieran espectáculos para los que les gustaba más mirar. No estaba Alaska.

Me quedaban las habitaciones. Fui de nuevo hasta la entrada y desde allí me abalancé sobre las escaleras que flanqueaban la mesa de recepción. Subían en espiral hasta el primer piso. Una vez que hube llegado hasta arriba, tenía dos opciones, bien el pasillo de la derecha, bien el de la izquierda. Ambos tenían exactamente el mismo número de habitaciones de placer privado y ambos tenían las puertas cerradas, como comprobé a continuación. Al pasar cerca de ellas pegaba la oreja a la puerta para ver si escuchaba algo, pero aquello parecía estar totalmente abandonado.

Hice lo mismo en el piso de arriba. Repetí la monotonía de manos sobre picaportes. Ninguna se abría; ninguna quería compartir sus secretos conmigo.

Más que preocuparme, aquello lo que hizo fue desanimarme. Deduje que todo el mundo se habría marchado tranquilamente mucho antes de que estallara Madrid la noche anterior. Todo estaba demasiado ordenado para que hubiese pasado algo grave. Lo único que rompía aquella armonía eran los trastos que se encontraban por medio de algunas zonas del club, pero no era nada extraño en realidad.

Bajaba por las escaleras cuando escuché un grito desgarrador que reverberó por todo el interior del local. No duró el grito más de dos segundos, pero fueron apenas unos segundos aterradores.

Subí las escaleras de dos en dos hacia donde creía que estaba el origen de aquel grito. ¿Había sonado en el primer piso? Sólo escuchaba mi propia respiración acelerada, y no precisamente por el esfuerzo físico realizado. No, no era ahí. Tenía que seguir subiendo. Era el segundo piso, seguro. Derecha, izquierda. Derecha, sí, debe de ser por la derecha. Pero había muchas puertas, demasiadas elecciones. La primera puerta la reventé a patadas. Apenas ofreció resistencia, pues no eran puertas pensadas para que estuvieran cerradas a cal y canto. Ni siquiera sabía si sería Alaska. Además, debía estar tranquilo, ya que sabía que fuese lo que fuese yo no estaba implicado: acababa de llegar y mis manos no habían pecado; sólo lo habían hecho con aquel negro de la tienda de discos, el que descansaba ya de este mundo. La segunda puerta no dejó al descubierto nada nuevo. Me enseñó una habitación idéntica a la anterior salvo por los colores de los tules y las sedas que colgaban de la cama. La tercera puerta resistió mis embestidas con mayor estoicismo, no por propio mérito, sino por las fuerzas que se me iban quedando por el camino. Nada. Con la cuarta me hice daño en el pie y lo notaba palpitar bajo los zapatos.

Lo que vi tras la quinta casi hizo que se me parara el corazón.

Un cuerpo desnudo y macilento de una mujer se movía como un péndulo, sujeto a la lujosa lámpara del techo por una soga. No le podía ver el rostro, pero seguro que debía estar demacrado, pues el resto del cuerpo delgado y esbelto era una sombra de lo que podía haber sido antes. Los brazos estaban rígidos y las piernas separadas, tensas, como el de una gimnasta que trata de mantener una postura determinada. Mientras intentaba reaccionar, trataba de decirme a mí mismo que aquello no era real, que no podía estar presenciando tal espectáculo. Mi razón luchaba por decirme que la cantidad de cosas de que había sido testigo eran producto de mi imaginación. No pasaba nada, no podía morir nadie, pero la realidad era muy diferente. Todo lo que quería desaparecía, era un hecho.

Al fin rompí el macabro hechizo que me paralizaba y me lancé a coger de las piernas a aquella pobre chica para evitarle la asfixia. Estaba inconsciente y al tocarla, un vago recuerdo vino a mi memoria, a pesar de que no reconocí la rigidez de aquellos músculos. Me encontré varios segundos ante una situación de impotencia, pues dedicaba todos mis esfuerzos a mantener en el aire como podía aquel peso muerto. Aquello no tenía sentido, así que pensé que tenía que descolgarla cuanto antes. Olvidando totalmente el dolor del pie y haciendo un esfuerzo terrible alargando la pierna, intenté acercar con ella el taburete que presumiblemente había utilizado para colgarse. Tras varios intentos conseguí que el taburete se pusiera de pie, tarea que requería casi de una fuerza titánica, ya que aguantaba al mismo tiempo a la chica. Al final tuve que dejarla apenas un segundo para poder subirme yo al taburete y desde ahí saltar hacia la soga (que en realidad era al parecer un cable de los operarios que habían trabajado en las reformas del club). Así lo hice y con toda mi rabia, mi peso y el de ella por fin pude desencajar la lámpara de la que pendíamos en aquel momento los dos. Caímos con violencia y me golpeé el brazo, pero me dio igual. Lo primero que pensé fue que la había salvado, fuese quien fuese. Después intenté aflojarle la presión del cable alrededor del cuello y me di cuenta de que se lo había lacerado de un modo horroroso: lo tenía en carne viva y me manché las manos de sangre. Al final conseguí hacerlo no sin esfuerzo y, al girarle la cabeza, vi que era Alaska. Por Dios, ¿cómo podía haber intentado aquella estupidez? Y, además, sabiendo que no tendría resultado alguno, salvo un sufrimiento interminable.

Justo en aquel momento Alaska aspiró fuertemente todo el aire que había en la habitación, como si en realidad hubiese sido alguien rescatado del mar a punto de ahogarse. Los ojos hundidos se me quedaron mirando fijamente y parecían buscar una explicación a todo aquello. No estoy muy seguro de ello incluso ahora, pero me dio la sensación de que aquellos preciosos ojos verdes me miraron con decepción.

La abracé mientras tosía una y otra vez. Su garganta silbaba con cada bocanada de aire, pero poco a poco fue calmándose, aunque, a pesar de que iba volviendo en sí, parecía transformar las facciones de su rostro, desde la desesperación inicial hacia la más profunda tristeza.

—Ya está, ya está —repetía para calmarla como si se tratase de una nana. Ella comenzó entonces a llorar y preferí que lo hiciera así, que no dijera nada, y que lo soltase todo con el agua de aquellas lágrimas, que era lo que la estaba ahogando y no la inútil soga alrededor del cuello. Así estuvimos un buen rato, ella desnuda y yo abrazándola, sin hablar nada, hasta que al final ella no pudo callar más.

—Esteban, nunca pensé que vinieras tú.

—Tienes que descansar. No hables.

Tras varios segundos en los que ella parecía meditar, continuó:

—Es muy injusto que yo siga viviendo.

—Eso es absurdo. La última vez que te vi… parecías muy preocupada. Me podrías haber contado lo que te pasaba. Me hubiera gustado ayudarte.

—No lo podrías haber hecho.

—¿Por qué? —repliqué incómodo.

—Son cosas que una lleva dentro y que te acompañan siempre. No lo podrías haber hecho —repitió otra vez. Sonaba a una letanía lejana e hipnótica.

—¿Cuánto tiempo llevabas así?

—Mucho. Tanto que ni lo recuerdo.

—¿Te duele? —pregunté señalando la terrible herida del cuello.

—Mucho, también. Deseaba morir… y creo que aún…

—¡Calla! —Me imaginé la cantidad de tiempo que debió de estar ahí colgada y me pareció de repente haber presenciado uno de esos castigos eternos, como el de Sísifo o Prometeo. ¿Cuántas veces habría despertado para sufrir a continuación el amargo tormento del ahorcado? ¿En cuántas ocasiones habría resucitado con aquel grito desgarrador que me aterró? Aquella tortura eterna podría ser el peor de los castigos posibles para cualquiera de los que habitamos este nuevo mundo.

—Tengo que contarte algo. —Las lágrimas comenzaron a asomar al filo de sus párpados.

—¿Tiene que ver con Ricardo? A lo mejor debería… —Aún seguía empecinado en que aquélla era la explicación al extraño estado de melancolía de Alaska la última vez que nos habíamos visto, con su taza de café humeante.

—No…

Hubo un silencio a continuación. Yo me mantenía expectante. Imaginaba que tendría que ver conmigo y, de manera inconsciente, me asaltaron recuerdos de hacía muchos años; recuerdos tristes y amargos. Sin embargo, yo no quería abrir ese baúl. Su interior era oscuro, frío, me paralizaba. Pero Alaska sí quería hacerlo o, más bien, quería mostrarme un rincón oscuro dentro de aquél y que los dos compartíamos. La miré a los ojos y me di cuenta de que tenía que hacerlo para poder alejar a aquel fantasma del pasado que la había atormentado hasta el borde del abismo. Yo la agarraba para que no se cayera: de mí dependía todo. De pronto, me había convertido en el único ser del planeta que podría sacarla de allí o condenarla para siempre.

—Esteban, yo te quise, pero hice lo peor que una persona puede llegar a hacer. Te traicioné. Y a Laura. A los dos. Pero merezco lo peor por lo que le hice a ella. Yo la maté, Esteban. ¡Yo lo hice! Yo fui quien le dijo a aquel chulo dónde podría encontrarla. Le insinué lo que debía hacer con ella. Yo la maté… Yo la maté…

Poco a poco su voz se fue apagando hasta el susurro. Y el susurro se convirtió en una mueca sorda de dolor y desamparo.