EL INTERCAMBIO
La biblioteca era uno de los principales tesoros de Emilio, el profesor. Me quedé mirando absorto cada uno de los lomos de aquellos ajados libros que resistían estoicamente el paso de los años. Por culpa de ellos muchas veces suspendía los exámenes de don Fermín, pues, cuando me sumergía en las páginas mecanografiadas de esos libros prohibidos de Emilio, obviaba por completo las ortodoxas y aburridas lecciones de mi profesor de literatura.
El cambio lo noté cuando Ricardo entró en mi vida de adolescente. Es posible que si lo hubiera hecho un poco antes o un poco después los efectos ya no hubieran sido los mismos. Pero la cuestión es que despertó en mí el interés por los ambientes sórdidos y con gente de vete tú a saber dónde. Junto a él, en aquel Seat 131 que nos llevaba a tantos lugares prohibidos, descubrí un mundo que, con otra persona o en otras circunstancias, habría resultado diferente. En mi casa, con mis padres, todo habría sido lo esperado; pero de pronto surgió en mí la necesidad de salir, de abrirme a un mundo peligroso a la vez que cautivador. El virus del que hablaba antes fue lo que prendió la mecha. El hecho de distanciarme emocionalmente de mi familia completó la pieza o dos que restaban por colocar en aquel rompecabezas de emociones adolescentes.
Y a partir de ese momento no hay vuelta atrás. Te asomas al borde del precipicio y sientes una atracción especial por él, que parece mirarte desde lo más hondo, desde la parte que ni siquiera se ve desde allí arriba. Algunos no sobreviven a esa tentación y caen a él, movidos por las drogas o algún tipo de taciturna perdición personal. Yo tuve la suerte de permanecer siempre ahí, al lado de Ricardo, trapicheando con nuestros asuntos, como el negocio de los Clapés, los coches de Bulgaria o el del Casino de Alicante. Cada cierto tiempo teníamos uno entre manos. Siempre controlando, como se dice en algunos círculos, pero siempre en el filo de la navaja, siempre con un ojo mirando hacia delante y otro, de refilón, observando lo que se mueve ahí abajo, donde descansan los que pudieron sobrevivir a las mismas circunstancias y no lo hicieron.
Antes de marcharme de camino al club Tokio, estuve un rato más acompañando al pobre Emilio. Descansaba en un solitario sofá del comedor, decorado apenas con algunos muebles, y con la televisión apagada. Poco a poco, la noche fue espantando a los tímidos rayos de sol que, a esas horas, todavía pretendían mantenerse eternamente vivos, como si fueran simples humanos. El toque de queda no tendría lugar hasta las doce de la noche. Esto me daba algo más de un par de horas para tratar de averiguar información acerca de Jaro Martínez.
Al salir a la calle y comprobar cómo la noche había devorado lo que quedaba de luz pensé que, como tantas otras veces había ocurrido en mi vida, me alejaba del cielo para terminar en el infierno, aunque, ¡qué coño!, éste era mucho más atractivo y tentador. El que iba a visitar esa noche tenía nombre exótico y lo más probable es que me recibieran con los brazos abiertos (o las piernas).
La pagoda ascendía hacia la eternidad nocturna de un modo desafiante. Desde lejos parecía un ostentoso hotel de lujo, pero al llegar a las inmediaciones había algo más aparte de coches de gama alta. Dentro se hallaban las suntuosas habitaciones habitadas por las diosas del amor más caduco que existe: el de una hora y pago en efectivo. La entrada estaba escoltada por dos abultados señores muy bien vestidos y que hacían gala de unos modales exquisitos; eso sí, aprendidos recientemente. Un hermoso jardín decorado con dragones hechos de piedra hacía las veces de entrada a la pagoda propiamente dicha, que se hallaba en el interior de este gran patio. El sonido de algunas fuentes resonaba por todo el jardín, regalando gran variedad de sensaciones para aquellos que habitualmente venían tan sólo para comprarlas.
Había bastante gente en la entrada y, además, de ambos sexos, lo cual me llamó la atención. Señores con sus señoras, todos muy elegantes: parecía que acudiesen a una fiesta, a un cóctel social de lo más distinguido. Muchos reían y conversaban de un modo afable, sin prestar atención a la larga noche que se avecinaba. El toque de queda comenzaba a las doce. Prácticamente todos permanecerían durante toda la noche allí, en aquel pequeño paraíso terrenal, aquel templo oriental erigido en pos de los sentidos y su disfrute.
Antes de entrar a la recepción del club Tokio me aseguré de que el traje dejado por mi antiguo profesor estuviera perfecto, pues la ocasión lo merecía. Era de color gris y parecía estar recubierto de una fina película brillante. En el fondo estaba nervioso; no tanto porque intentara investigar la posible presencia de Martínez allí, sino porque poco a poco me empezó a rondar la idea de que, si realmente quería pasar desapercibido allí dentro, tal vez tuviera que acostarme con alguna de las chicas que trabajaban en el club. Aunque suene algo irónico, llegué a pensar que aquello podría ser un mal trago.
—¿Alguna vez ha estado con anterioridad en el club Tokio? —preguntó una chica joven y de clarísimos ojos grises que me sonreían al compás que lo hacían sus labios. Por unos momentos conseguí despistar a mi propia mirada y no caer en la tentación de mirarle el insinuante y precioso escote al que se asomaban unos redondos y proporcionados pechos tenuemente bronceados.
Le dije, mirándole a los ojos, que no había estado allí nunca, pero que pensaba repetir, ya que me habían hablado muy bien de aquel lugar. La joven, que no tendría más de veinte años, me dio unos folletos con algunas fotografías de las lujosas habitaciones decoradas con motivos orientales, jarrones chinos y jacuzzis burbujeantes. Me comentó que yo también podía recomendárselo, si quería, a algún amigo… o alguna amiga, si se diera el caso. Como era mi primera vez, la señorita, que se hacía llamar Ada, una vez que hubo avisado a otra compañera para que se quedara en la recepción, me acompañó a través del pasillo central que comunicaba con diversas salas, según ella misma me iba explicando.
—Nos gusta tratar bien a nuestros nuevos clientes —dijo al ritmo que imponía el contoneo de sus caderas al caminar.
—¿Sólo a los nuevos? Cada vez que venga tendré que hacerlo con una nueva identidad o un disfraz.
Ada sonrió angelicalmente y casi me convenció de que en su vida no había roto ni un solo plato. A medida que nos acercábamos a una de las puertas, que separaban la virtud del vicio, todas ellas con el símbolo del yin y el yang grabado en ellas, percibí que la intensidad de la música aumentaba poco a poco, como los latidos de mi corazón. Finalmente, cuando Ada giró el picaporte para pasar a la sala, la música retumbó de pronto en mis oídos y enseguida identifiqué la canción que envolvía toda aquella decoración oriental: sonaba un Blue Monday actualizado, pero que continuaba teniendo la misma fuerza que cuando lo escuchaba en mis juergas nocturnas en los ochenta. Ada entonces me cogió de la mano y me llevó a través de las mesas bajas y las alfombras; de las lámparas rojas decoradas con dragones azabache que colgaban del bajo techo; de las parejas que, de edad dispar, se besaban después de refrescar sus ardientes labios en las bebidas de sus copas; de biombos que creaban pequeños espacios privados y cuyas sombras translúcidas dejaban volar la imaginación… Llegamos por fin a la barra y una chica oriental, bastante alta, por cierto, con el cabello recogido en un exótico moño, nos preguntó qué íbamos a tomar.
—Un Matusalem con cola, por favor —dije al oído de la camarera, que se acercó sugerente hacia mí—. ¿Y lo tuyo qué va a ser? —Yo ya sabía cómo funcionaba aquello.
—Un Chivas, con cola también. —Cuando Ada dijo lo que quería, la camarera le dedicó una leve sonrisa a mi ligue de esa noche.
—¿No prefieres tomar otra cosa? —Fui incapaz de retener la pregunta.
—¿No te gusta el whisky? A mí me suele poner bastante cachonda. —Y volvió a reírse con esa extraña candidez que la caracterizaba.
—El whisky me trae historias del pasado… Pero es el mío, no el tuyo. Por cierto, por tu acento tal vez no seas de aquí, ¿es posible?
—No te equivocas. No creo que pudiera trabajar en el mismo lugar donde vivo. Soy de Valencia.
Al poco tiempo, la alta camarera china nos trajo la bebida y la cuenta, bastante desproporcionada para sólo una copa. Aun así, la conversación se extendió más de lo que yo pensaba en un momento y Ada me comentó que llevaba tres años viviendo en Madrid y que, recientemente, se había trasladado a vivir al centro, a una vieja casa que había sido reformada hacía poco. Me preguntó a qué me dedicaba yo y le dije que era un promotor inmobiliario. La inevitable conversación acerca de los fusilamientos en China y de las teorías al respecto no tardó en surgir, ya que, al parecer, se había convertido en tan sólo unas horas en tema central de la televisión, radio, internet y, por supuesto, las redes sociales y Youtube, cuyos vídeos ya registraban millones de visitas. Las copas se sucedieron sin apenas descanso y mi cartera ya agonizaba mientras mi vista se nublaba con cada sorbo y cada mirada de la chica. Debí de caerle bastante bien, porque la casa me invitó a alguna que otra.
—¿Tú has visto algo? —preguntó Ada con el whisky en la mano haciendo girar suavemente los cubitos en su interior—. Ya sabes, fuera de lo normal… Conozco a algunas amigas que han visto cosas no tan fuertes como lo de China, pero muy parecidas por lo impactantes que eran. Además, en internet enseguida han sacado vídeos…
Lo primero que pensé fue: «Sí, de hecho lo he vivido todo muy de cerca. Me dispararon en plena cara, un hombre que se sabe inmortal y no tiene reparos en lanzarse al vacío desde un noveno piso busca al único amigo real que he tenido en mi vida y puede que lo haya encontrado por mi culpa. Sí, digamos que he visto algunas cosas». Al final me inventé algo:
—Hace unos días vi cómo un BMW atropellaba a un hombre en medio de la calle. Fue un golpe terrible. Sé que debía haber muerto; pero no lo hizo. A los pocos segundos se levantó como si nada.
—¡Es increíble lo que está pasando! —exclamó Ada. Parecía muy contenta, y sus limpios ojos grises iluminaban el resto de su cara—. Creo que es una oportunidad que se nos ha dado.
—¿Tú crees? —No quería romper sus ilusiones, pero tampoco me apetecía estar borde, así que le seguí un poco la corriente. La búsqueda de Jaro Martínez era lo importante, aunque realmente albergaba dudas de los motivos reales de mi simpatía.
—Sí, sí. Siempre había pensado que las personas no hacíamos las cosas bien, ya sabes, las guerras y todo eso, pero, aunque haya algunos que no lo crean, y si es verdad que ya no existe la muerte, ahora tenemos una especie de paraíso en la Tierra.
—De todas formas, este lugar tampoco se puede calificar como un infierno. —Miré en torno y vi a toda aquella gente sonriendo, bailando, besándose y metiéndose mano—. Viendo toda esta decoración oriental, a vosotras, no creo que la gente lo pasara mal antes de, ya sabes, los chinos.
—No lo creo. —Entonces Ada cruzó las piernas hábilmente teniendo en cuenta que las sillas de la barra eran algo más altas e incómodas que el resto. Ese gesto hizo que la falda dejara entrever alguna que otra curva más de sus piernas, por las cuales yo cada vez tenía más ganas de perderme, para ver hasta dónde podía llegar aquel precipicio de sensualidad—. Se podría decir —prosiguió— que este lugar antes era un paraíso, sí, pero no dejaba de ser una ilusión. Ahora puede serlo de verdad. Si la muerte ha dejado de existir, como se está diciendo por internet, y como muchos pensamos, podríamos dedicar toda una eternidad al placer. —Su cálida mano comenzó a recorrer mis pantalones hasta llegar al muslo, donde se detuvo al tiempo que me dedicaba una coqueta sonrisa, posiblemente muy parecida a la que Eva dibujó en su rostro cuando le ofreció a Adán comer del fruto prohibido.
No pude resistirme a sus encantos. Y no hablo tan sólo de los físicos, que eran evidentes, sino de los que iban más allá de la belleza exterior: la sensualidad con que bordaba cada una de sus frases y la profunda mirada.
Enseguida me vi a mí mismo caminando nuevamente a través del lejano Oriente reflejado en las paredes de los pasillos, llevado de la mano por el cicerone que tenía intención de instruirme en las artes amatorias del club Tokio. La sombra de Jaro Martínez se asomaba tímidamente en algún olvidado lugar de mi memoria, anestesiado en aquellos momentos por la excitación previa al sexo con una persona apenas conocida. «Tienes que preguntarle acerca de Martínez, si sabe algo, otro nombre, un lugar…», pensé mientras Ada dejaba caer al suelo el liviano vestido que cubría cada una de las tersas y pronunciadas curvas que pertenecían a todos los hombres que habían pagado por ellas y a ninguno al mismo tiempo.
Sin apenas darme cuenta, mis pasos me habían llevado a una de las habitaciones del club, situadas en las plantas superiores y adornadas apropiadamente para las ocasiones románticas que se sucedían continuamente entre aquellos ciegos y sordos muros. Ada se metió en el cuarto de baño justo después de decirme que, si no me importaba, iba a darse una ducha bastante caliente. «Puedes entrar cuando quieras», dijo al tiempo que sonreía mientras cerraba el yin yang de proporciones exageradas que hacía las veces de puerta. Después, con un agudo pitido sonó el móvil de Ada, que, al parecer, había dejado dentro del baño. Lo cogió rápidamente, pero no pude desvelar las palabras que se escondían tras la puerta. Se confundían con el rumor del agua de la ducha. En pocos segundos salió del cuarto de baño desnuda y virginal, sin el más mínimo rastro de vello por ningún rincón de su cuerpo y me dijo:
—Tengo que salir un momento. —Su rostro no mentía, al igual que sus amplios pezones, los cuales reflejaban la excitación. Su considerable tamaño lo decía todo—. Volveré enseguida. No te preocupes, que te compensaré debidamente. —Y salió desnuda por la puerta, sin obedecer a ninguna clase de pudor social, aunque, claro, había que recordar dónde me encontraba en aquellos momentos y, también, cuál era mi estado: el bulto de mi pantalón era prominente.
Cuando Ada se marchó de la habitación habiéndose dejado toda su ropa y el tanga sobre ella, a modo de epílogo, dejó también la luz apagada, de manera que la única que me iluminaba era la procedente del cuarto de baño. Allí, el agua continuaba sonando como si de una cascada se tratase y casi sentía que me mojaba, aunque, en realidad, no necesitaba nada de aquello para estarlo efectivamente.
Al minuto, la puerta de la habitación se abrió con timidez y, desde fuera, tampoco entraba ni una gota de luz. Me incorporé un poco para distinguir la sombra que se deslizaba por entre el marco de la puerta rojiza. Mucho más alta que la de Ada, la figura de la desconocida mujer que entraba se movía en silencio, como si sus pies apenas tocasen la moqueta. Mi corazón se sobresaltó, pero no pude discernir la causa real de aquella sensación de excitación, tan difícil de distinguir de la del miedo. Al trasluz, sus piernas larguísimas hacían que su cuerpo se contoneara simulando una especie de baile ritual primitivo, sólo comprensible por aquellos que en alguna ocasión han probado el sexo salvaje con mujeres fuera de lo común. Únicamente vestía un camisón de seda que, a modo de cristal translúcido, dejaba volar la imaginación de las curvas perfectas que se adherían a la afortunada y leve tela. Las piernas bailaban alrededor del aire que las rodeaba totalmente libres y unos zapatos de tacón con incrustaciones de brillantes en los dedos les ponían límite por fin, ya que no parecían acabar nunca.
Al acercarse cada vez más, me sentía impotente porque no podía hacer nada, sólo quedarme allí tumbado y esperar, como efectivamente ocurrió, que ella se pusiera encima de mí con las piernas abiertas. En ese instante, el rostro, un tanto envejecido por el correr de los años, aunque igual de bello y perfilado (tal vez más, si cabe) se iluminó por la luz que llegaba desde la ducha, que seguía con su lento y constante goteo. Mis ojos no podían creer que, en el club Tokio, y encima de aquella mullida cama, Alaska estuviera, casi desnuda, rozándome con cada una de las protuberantes curvas que embellecían su cuerpo. En aquella postura pude apreciar cada una de las líneas de su rostro eternamente bello. Todas ellas marcaban el paso de los años, como las curvas concéntricas en el tronco de los árboles.
—¡Dios mío, Alaska! ¿Qué haces aquí?
—Vaya, vaya… Veo que te alegras de verme. Pensaba que me habías reconocido desde la puerta. Como no te movías…
—Pues no lo había hecho, la verdad.
Supongo que en aquellos momentos mi rostro debía de reflejar una expresión algo estúpida y aturdida, quizás en parte por el alcohol ingerido, quizás porque siempre me había sentido algo perturbado cerca de aquella mujer que, en ese instante, apoyaba gran parte de su peso sobre los pantalones, ya tensos de por sí. Esto no habría supuesto ningún problema si Alaska me hubiera atraído; pero se daba la extraña situación de que ella, con un cuerpo que podía haber esculpido el propio Miguel Ángel, no ejercía ningún poder sobre mí. En cierto sentido, me parecía una mujer también especial, ya que formaba parte de un grupo en el que prácticamente sólo se encontraba ella. Alaska se había librado de la maldición, lo cual la convertía, aunque no era consciente de ello, en una mujer afortunada. Aun así, ya cuando comenzó a trabajar junto a Ricardo, Laura, África y yo mismo en aquel viejo piso del centro, noté que no se trataba de una chica fácil de disuadir y lo que en un principio era una situación algo tensa terminó por originar conflictos entre Laura y yo. Era increíble que, después de años, Alaska se acordara de mí (y bien parecía que me había echado de menos, pues no aparentaba haberse dado por vencida en su particular batalla eterna por echar un buen polvo conmigo).
Pasaban los segundos, como digo, y lo que parecía una broma se alargaba en el tiempo, de manera que ya no sabía muy bien cómo decirle que no era apropiado que estuviéramos los dos así tumbados sobre la cama.
—Explícame todo esto —acabé diciendo—. ¿De dónde coño has salido?
—Cuida esos modales, jovencito —en su voz se atisbaba un leve ronroneo—. No te hagas ilusiones. Te vas a mantener ahí tumbado, con tu polla bien firme mientras te cuento que desde hace un tiempo soy la dueña del club Tokio.
—¿Hablas en serio? —La rotundidad de Alaska me sorprendió.
—Desde que tú y Ricardo os marchasteis sin decir absolutamente nada —justo en ese momento apretó las piernas con bastante fuerza—, yo seguí por mi cuenta. En el fondo sabes que no soy una chica de plantón y esquina, así que traté de usar mi talento para ascender socialmente.
—Vamos, que te acabaste tirando a uno con pasta —dije mientras sonreía.
—A uno no: a varios. No te puedes imaginar la cantidad de gente importante que me pasé por la piedra durante todos los años en los que me dejaste sola y abandonada.
—Según cuentas no parece que te haya ido mal. Ni que hubieras estado muy sola.
—Por lo que veo te conservas muy bien a pesar del tiempo. ¿Sigues sin tener vicios? ¿Nada de drogas?
—Sabes que soy un hombre firme en mis convicciones. Lo que era entonces no ha cambiado. —No sé si Alaska cazó la puya que le lancé sutilmente—. ¿Y cómo llegaste hasta aquí?
—Parece mentira que dudes de mi talento.
—No lo hago ni lo he hecho nunca.
—Conoces a hombres influyentes que son capaces de lo que sea para que les hagas cosas que ni en sueños podrían conseguir sin utilizar la Visa.
—A muchos les va la coca, ¿no?
—Si sólo fuera la coca… A pesar de que me encanta el sexo, esta profesión te va quemando. Lo que otras han dilapidado en lujos y coches caros yo lo he utilizado para mis negocios. Sin prisas. Muy despacito y lento… como a mí me gusta… —Volvió a ronronear casi imperceptiblemente—. El dinero llama al dinero. Un negocio va bien, el dinero que ganas te permite ampliarlo, hasta que al final puedes permitirte montar algo grande como el Club Tokio. ¿A que te gusta? De haber sabido que venías, te habría preparado algo especial.
—No he venido por placer, en realidad. —Mi afirmación sonaba algo estúpida, como la excusa de un niño que acaba de romper un jarrón—. Buscaba a alguien…
—¿Buscabas a Ada? Igual que le he dicho que me dejara contigo le puedo decir que venga aquí con nosotros.
—Esto me recuerda a algo. ¿A ti no? —El tiempo que evocaban mis palabras sonaba lejano, como un extraño eco procedente del abismo, del que había logrado escapar, pero que, en ocasiones, volvía hacia mí bajo las formas más insospechadas. En aquel caso, lo había hecho a través de mi propio subconsciente. Era incapaz de desprenderme de los recuerdos que hacían surgir en mí la tristeza, tanto la del pasado, con la imagen de Laura y su lamentable final, como la de aquel presente que ahora mismo mis palabras evocan. A los pocos segundos volví del ensueño al que yo mismo me había encaminado.
—… se repiten muchas veces; pero como puedes ver soy una mujer perseverante.
Tras unos segundos en los que probablemente vio la vacilación reflejada en mis propios ojos, tal vez, y digo sólo tal vez, Alaska se dio por vencida y con la misma energía con la que había entrado en la habitación, se levantó de la cama donde me tenía sometido y se dirigió hacia el bolso que yacía en el suelo abandonado por su dueña. Lo abrió y, tras rebuscar algo en su interior, sacó un cigarrillo y un mechero plateado y brillante. Finalmente, acercó la llama a su boca para prender el cálido cilindro blanco que sus labios rodeaban con sensualidad, alrededor de una inesperada nube de humo.
—No pensé que fueras a ser tú el inevitable maromo que viniera hasta aquí haciendo preguntas, pero, ya ves, nunca se sabe —dijo un tanto nerviosa—. Por un momento me había hecho ilusiones.
La verdad es que allí de pie, con la transparente seda rozando la bellísima piel de Alaska, y mientras fumaba aquel cigarrillo con las tersas piernas cruzadas muy cerca del espejo, el atractivo de aquella mujer la rodeaba al igual que el humo que trataba de escapar de ella sin éxito. Enseguida me comentó que le incomodaba hablar de esos temas y que no entendía por qué yo precisamente quería averiguar ciertas cosas sobre Noelia, la chica del club que había muerto por sobredosis la fatídica noche anterior. Yo le insistí y le comenté que no sabía nada de aquella chica y que no tenía nada que ver con la policía, sino más bien con la búsqueda de Ricardo, quien había desaparecido por culpa, en parte, de mi querido amigo Martínez, pájaro de mucho cuidado, al parecer.
—¿Por qué tendría que hablar contigo de esto? —dijo Alaska con el cigarrillo en la mano, después de que unos largos segundos de oscuros pensamientos consumieran lo último que quedaba de él—. Se trata de un asunto interno de mi negocio. Sólo le incumbiría a la poli, los cuales, por cierto, tan sólo vinieron hasta aquí con el juez para el levantamiento del cadáver. Pobre chica.
—A lo mejor querrías hacerlo sólo para desahogarte.
—Eso sería un poco cínico por parte de los dos, ¿no? Aunque, de todas formas, no me sorprendería viniendo de ti.
Comprendía perfectamente los sentimientos de Alaska, quien en aquellos momentos se ocultaba tras el leve velo de seda que la convertía en Afrodita, pero en cuyo interior se lamentaba de que alguien de su pasado llegase desde aquel tiempo remoto y sólo la buscara por interés, por más que estuviera justificado.
—Lo siento, Alaska. Sé que he aparecido de repente y que no sabías nada desde… la muerte de Laura. Los hilos que nos mueven a veces son caprichosos… Y no es que diga que todo es cuestión de azar. Reconozco mi culpa y puedo entender que, después de lo que pasó con esa chica, Noelia, no quieras contarle nada a un extraño, que es al parecer en lo que me he convertido para ti.
—No menciones a Laura ahora, después de tantos años. —Los ojos de Alaska parecieron consumirse en una profunda negrura, como contagiados por el efecto del cigarrillo a punto de extinguirse. No pensé que le fuera a afectar tanto aquel tema—. ¿Qué es lo que ocurre en estos días extraños? La muerte parece llegar a su fin y tú reapareces desde el pasado queriendo hablar de ella.
—Insisto en que, de no ser importante, no te lo pediría. Necesito que me puedas contar lo que sepas de un tal Jaro Martínez. Puede que sea cliente del club.
El cigarrillo expiró entre los delicados dedos de Alaska. Lo miró con algo de desdén, como si estuviera descontenta con la duración de éste entre sus manos. Cuando lo hubo apagado en el cenicero de la mesita de noche, se recostó a mi lado, apoyando la palma de su mano en la cabeza y cruzando una de las piernas sobre la otra, que permanecía estirada, tersa, estilizada, sobre las suaves sábanas que nos arropaban desde la distancia, como si fueran testigos de la conversación que ambos teníamos. Al final, con una voz tenue dijo:
—Está bien. Hablemos del tema. ¿Qué es lo que quieres saber?
—¿Qué me puedes decir de Martínez? ¿Lo conocías? —pregunté mientras me giraba para hablarle a los ojos.
—Me suena algo raro lo de Martínez. Prefiero llamarlo Jaro. Y sí que era bastante conocido por aquí entre las chicas. No sé si me vas a preguntar si me acostaba con él, pero en cualquier caso ya te digo que no era de mi gusto.
—¿Y por qué me has comentado lo de esa muchacha? ¿Tuvo algo que ver Jaro?
—No. Fue posterior —contestó Alaska—. Ada vio a los dos despedirse cariñosamente en la entrada. Cuando ocurrió aquel trágico incidente, Noelia estaba en su tiempo de descanso. Al final, uno de los de seguridad entró para buscar a la chica en la habitación, ya que llevaba más de una hora sin aparecer por ningún sitio, y la vieron tirada en el suelo del cuarto de baño. Sólo llevaba un tanga puesto y el agua de la ducha corría sin cesar. Parece ser que estaba a punto de ducharse cuando decidió pegarse un buen chute de coca. Fue lo último que hizo.
—Supongo que la policía no encontró nada raro, ¿no? Antes me dijiste que se limitaron a hacer el levantamiento del cadáver y ya está.
—No encontraron gran cosa, aparte de la coca, que estaba esparcida por todo el lavabo, junto con una mancha de sangre que había brotado de la nariz de Noelia. —En este punto, Alaska hizo una pausa en su relato, y no supe hasta momentos después si se trataba de la pesadumbre por la muerte de la chica o por lo que me iba a decir a continuación—. Hay algo más. Nuestros clientes evidentemente quieren que su anonimato se mantenga para proteger sus carreras, matrimonios, hijos… ya sabes. Jaro le dejó a Noelia una tarjeta con una dirección escrita a mano. Debe de ser la suya o algo parecido. Puede que fueran a verse fuera del club Tokio.
—¿Y dónde está esa tarjeta? —Al parecer, había dado con una pista muy buena, ya que podría ser aquél el paso que siguiera en mis pesquisas para averiguar dónde se encontraba el capullo que había facilitado el viaje de Heredia; y ya de paso, tratar de encontrar al asesino volador y Ricardo. Abrí los ojos inquieto, sosteniendo la mirada que me devolvía golosamente Alaska.
—Antes de que viniera la policía, la recogí de la mesita de noche donde se encontraba, al lado del bolso de Noelia.
—Siempre supe que eras una chica muy atrevida, Alaska.
—Pasamos un buen tiempo haciendo negocios juntos, ¿no es cierto? Eso hizo que nos conociéramos un poco mejor. Lo que quizás no conozcas tanto es mi nueva faceta de empresaria. He aprendido que en esta vida nada es gratis y que los tratos se cierran cuando ambas partes colaboran. Cuando recogí aquella tarjeta lo hice para evitar más problemas de los que ya tenía. No imaginé que me serviría, además, para otros fines… La noche todavía es muy larga. El toque de queda, no sé, le da un morbo especial a la rutina de todos los días. Ya es tarde, así que no te conviene salir a estas horas con toda la policía, el ejército… Tal vez sea un buen momento para que abra el grifo de la ducha y discutamos sobre las condiciones de nuestro acuerdo.