EL APARTAMENTO
La primera hostia había dolido. Me había alcanzado en el pómulo, pero a fin de cuentas siempre me he considerado un poco caradura, por lo que no pareció tener mayores consecuencias más allá del dolor obvio que me provocó. Hinqué la rodilla en el suelo y apenas me dio tiempo de mostrar alguna objeción al respecto. Ahora bien, la segunda sí que me hizo caer al suelo de bruces, con el labio ensangrentado y una profusa sensación de hormigueo y aturdimiento que me recorría la cabeza. La boca parecía palpitarme; la sangre ardía mientras fluía por mi maltrecho labio inferior, como si brotara directamente desde el corazón. Delante de mí, la borrosa figura del policía amiguito de Paula se me figuraba como uno más de los fantasmas que me habían acompañado a lo largo de mi vida, sólo que éste se empeñaba en mantener el contacto físico conmigo.
A mi alrededor todo me daba vueltas. El callejón parecía huir de las primeras luces matutinas que trataban de despertar a una caótica ciudad. Al fondo se veía cierta luz anaranjada, propia del amanecer. Cerca de donde nos encontrábamos, los restos de un contenedor quemado yacían todavía humeantes después de que las llamas hubieran acabado con él y con la basura que se encontraba en su interior. En la calle que se escondía tras la esquina, muy al fondo, el panorama no era mucho mejor. Toda una hilera de coches que estaban aparcados había sido quemada por la muchedumbre.
Me quedé a dormir en la casa del profesor Keller. Se negó a dejarme salir de su particular biblioteca habitable hasta que no escampara la noche.
—Más bien hasta que no escampe la multitud —dije mientras los dos observábamos atónitos cómo un grupo de hombres de mediana edad trataban de reventar el escaparate de una tienda de electrodomésticos.
—Podría ser peor —aseveró con cierto aplomo, propio ya de la edad—. ¿Te acuerdas del apagón de Nueva York? La gente hacía también estas cosas.
Hans fue tan amable que incluso me preparó una cama un tanto improvisada para invitados. Le comenté que no hacían falta tantas atenciones y le di las gracias. Él simplemente hizo un gesto de aprobación con la cabeza, como si estuviera satisfecho por el trabajo bien realizado. Algo más tarde, y con las sábanas enredadas en los pies de la cama, daba vueltas y más vueltas sin poder dormir. En el exterior se escuchaban voces, gritos y al rato coches de policía, botas contra el suelo y pelotas de goma. Escondí la cabeza bajo la almohada y aquellos sonidos parecían alejarse, como si se tratara de un mundo distante del mío.
Mientras me vestía, pensé en las palabras que había intercambiado con Emilio horas antes, al amparo de la compañía que dos almas solitarias podían proporcionarse. Trataba de convencerme a mí mismo, al tiempo que me abrochaba los pantalones vaqueros, de que una cita con Jaro Martínez era el paso lógico para continuar con mi particular y atípica investigación. Aun así, cuando hacía esto, el corazón me palpitaba con fuerza. No todo era tan racional como mi cerebro trataba de presentar a mi corazón.
Cuando salí a la calle había varias personas que, a lo largo de la calzada, entre el espacio que separa a un coche de otro, o cerca del bordillo de la acera, yacían inconscientes. Algunas las humedecía su propia sangre, que se hallaba derramada por el suelo. Aquellos que habían tenido más suerte se apoyaban en una farola o en una esquina tratando de recobrar las fuerzas. Ignoro si los que había allí deberían haber muerto en caso de que estuviésemos atravesando por circunstancias normales, pero tengo que reconocer que el hecho de que se me pasara este pensamiento por la cabeza hizo que de pronto un frío gélido me invadiera las extremidades.
Lo siguiente fue muy rápido: algo se movió detrás de mí y, justo por el lado por el que no estaba mirando, un guante negro me agarró por la boca, al tiempo que otro me inmovilizaba con un gesto sencillo y efectivo. La sombra me condujo hasta el callejón. Fue fácil: se encontraba a escasos metros.
—Uno no debe dejar un trabajo a medias. Podría traer consecuencias —comentó con tono irónico la voz dueña de aquellos dos guantes negros de cuero. Enseguida reconocí a Héctor, el corpulento compañero de Paula.
—Pensaba que la señorita tenía mejores modales. —Creo que mis balbuceos llegaron a ser comprensibles para el policía—. No imaginaba que la desesperada hermana fuera a sacar a su perro guardián.
Reconozco que me esperaba otra hostia, aunque la verdad es que no la vi venir. Joder, tengo que practicar, pensé estúpidamente mientras mi frente se reunía con el duro asfalto del callejón.
—No te equivoques. Estas cosas las suelo hacer por iniciativa propia. Me motiva para continuar cada día. Haz tus deberes, así nos veremos menos las caras.
El club Tokio parecía desde fuera un santuario abandonado después de muchos años. Ni siquiera había porteros al otro lado de la alfombra de la entrada, situada en la calle. El repiqueteo del agua en los jardines interiores seguía siendo constante, pero todo lo demás se encontraba en una calma perturbadora. Nadie más entraba o salía de aquel gigante asiático que dormía la borrachera de una larga noche de vicio. En el interior, el silencio se había adueñado del aire que lo envolvía, hasta el punto de que parecía que algo te engañaba los sentidos nada más entrar. Mis pasos resonaban con un eco vacío a lo largo de los pasillos hasta que se detuvieron en las puertas decoradas con el yin y el yang, que daban paso a la pista de baile. Al otro lado no había nadie tampoco, pero sí los restos de la fiesta que se había montado allí aquella noche: copas tiradas por el suelo, algunas lámparas psicodélicas a medio caer, cortísimas minifaldas que trataban de envolver sin éxito alguna silla caída, tangas de hilo rojo presidiendo la barra, junto a algunas copas a medio beber… Y yo con mi viejo profesor hablando de libros y del fin del mundo, pensé mientras me lamentaba por no haber pasado la noche en aquel lugar.
Recorrí con la vista las paredes multicolores que habían cobijado a las princesas del sexo sesenteras y a sus sátiros. Estaba a punto de abandonar la estancia cuando escuché cómo alguien tosía en alguna habitación contigua. Hasta aquel momento no me había dado cuenta, pero, al fondo, había unas puertas coronadas con sendos ojos de buey que proyectaban una luz hacia los restos de la oscura bacanal. Procedía de la cocina, al parecer. Cuando atravesé las puertas, el interior era mucho más sobrio, aunque he de reconocer que la visión de Alaska, con el torso desnudo y sus dos grandes pezones hipnotizando mis pupilas, era algo que confería cierto encanto a la decoración de la cocina. De no haber llevado la falda, que, de todas formas, apenas le abarcaba parte de los muslos, probablemente hubiera tenido una erección allí mismo.
—Vaya, no te veo en años y últimamente no paras de aparecer. —La voz de Alaska sonaba lejana mientras sujetaba en una mano una taza de café muy caliente. El maquillaje descendía por los leves surcos de sus ojos, pero lo suficiente como para darme a entender que la noche había sido muy larga y animada.
—¿Recién levantada? Me resulta raro verte aquí sola. Tu desconsiderado amante te ha abandonado muy pronto.
—No sé ni qué hora es —contestó casi como si fuera un bufido—, ni me importa. La noche ha sido una gran mierda.
—No lo parece, según he visto al entrar.
Cogí uno de los taburetes que había alrededor y me senté enfrente de ella. En mi interior esperaba que me ofreciera un café, aunque enseguida me di cuenta de que no era el lugar, la persona ni las circunstancias adecuadas.
—Pues te equivocas. —Bebió un largo trago, a pesar de que todavía la taza humeaba—. Uno de los clientes, un don nadie, empezó a sobrepasarse con una de mis chicas. Ada, creo que la conoces. —Alaska me dedicó una sonrisa cínica—. Un portero enseguida lo cogió para llevárselo fuera y charlar con él; pero al final acabó levantándose uno de los peces gordos que venían esta noche y se metió en medio de la movida. Parece ser que se trataba de su cuñado, un enchufado en el bufete de abogados. Entraron más porteros, algunas copas comenzaron a volar y el caos se adueñó de la sala. Tengo que reconocer que todo parecía surrealista gracias a la música de guateque que sonaba en aquellos momentos.
—¿Y al final qué pasó? Resultó alguien herido. ¿Y Ada?
—Es lo único bueno, creo. No le pasó nada a nadie. Claro, ahora es imposible que pase nada, ¿verdad?
Me vino a la mente entonces el encuentro que había tenido con el boliviano y el ayudante de Jaro Martínez en el piso de Ricardo. No había muertos, claro, pero había otras cosas…
—La mirada del director del bufete —continuó—, fue fría como el hielo. Leí una amenaza en sus ojos.
—Parece que esta mañana no nos hemos levantado con buen pie ninguno de los dos —dije mientras me señalaba el labio y el pómulo.
—¿Te has peleado con algún chulo? —Los ojos de Alaska también resultaban gélidos. No parecía importarle mucho: ni siquiera sé si se había dado cuenta cuando entré por la puerta de la cocina.
—Se me cayó un armario encima.
Alaska sorbió otro poco y continuó con su mirada perdida, alejada de lo que ocurría a su alrededor. Al menos, es lo que daba a entender. Sin realizar el mínimo gesto para taparse las proporcionadas tetas de modelo que todavía conservaba, dejó la taza sobre la mesa alta en la que estaba apoyada y abriendo los brazos con un gesto elocuente que equivaldría a un signo de interrogación me dijo:
—¿Pretendes engañarme? —Su sonrisa me resultó entonces afilada y peligrosa—. Dejemos esta conversación sobre mí y sobre ti. Hace mucho tiempo que no nos veíamos. Bien. De pronto nos vemos a menudo. Está claro que quieres algo. Sé lo que es.
—Tú también querías algo y lo obtuviste. Eres una empresaria de éxito ahora. Estás acostumbrada al intercambio de bienes. Las chicas son los tuyos. Negociemos otra vez.
—Estoy cansada de negociar. —De pronto, el café parecía darle asco, por el amargor reflejado en su cara, que súbitamente había adquirido algunas arrugas de más—. Tendrás a tu chica comiéndole la polla a Jaro. Pude hablar con él anoche mismo por el móvil. Qué curioso, creo que se puso su mujer. ¡Qué pocas ganas tengo de volver a escuchar su maldito nombre! Al menos espera a hablar con él cuando la chica que te mande termine y se marche. No quiero que la metas en tus jodidos asuntos.
—Haré lo que me digas. La chica se habrá marchado. ¿A qué hora la mandarás hasta la casa de Jaro? —Alaska vaciló unos instantes mientras acariciaba con mimo la taza de café. Finalmente contestó.
—Estará allí alrededor de las nueve y media de esta noche. El resto te corresponde a ti. Por cierto, si piensas que para devolverme el favor tienes que acostarte conmigo otra vez, olvídalo. Me contento con que no aparezcas por aquí durante un tiempo. No tengo ganas de volver a verte.
—Me conmueven tus palabras. —Pensé que Alaska podría estar viendo en aquellos momentos alguno de sus fantasmas, si los tenía—. De todas formas, gracias.
Al verla en aquella situación no exenta de surrealismo, con el torso desnudo y unas incipientes costillas bordeando levemente su contorno, por primera vez en mi vida observé a Alaska como a una mujer frágil, pese a que en aquellos momentos pretendiera aparentar algo diferente. Se me pasó entonces por la cabeza el que se hubiera enterado de la muerte de Ricardo.
El negocio ya estaba hecho y, como un niño que se aburre de un juguete que ya tiene en su poder, Alaska pareció haber perdido el interés por mí. Aun así, yo sabía en lo más recóndito de mi alma que la verdadera razón por la que no le dije nada de Ricardo fue por pura y llana vergüenza; por reconocer que había traicionado a un amigo y, tal vez, por las consecuencias para la particular venganza que, poco a poco, comenzaba a barruntar en una habitación contigua de aquel remoto rincón de mi alma.
El apartamento del señor Martínez, padrino, colaborador, socio o lo que diablos fuese de Heredia, el boliviano, se encontraba situado en un viejo barrio residencial muy poco habitado. Algunos columpios ajados y herrumbrosos por el paso del tiempo; aceras con los bordillos redondeados; algunas piscinas con un agua de color verdoso. La decadencia envolvía con un velo nada sutil cada una de las miradas dirigidas a los tristes elementos que decoraban el barrio, construido muy probablemente a principios de los años setenta.
El apartamento de Jaro no destacaba en absoluto del conjunto que formaba la vulgar urbanización en la que se encontraba. Se trataba de dos viviendas en realidad. La planta baja parecía estar abandonada desde hacía muchos años, pues daba la impresión de que la lluvia, el frío o la simple erosión del correr del tiempo hubiesen dejado una impronta indeleble en la puerta, las tristes ventanas, los maceteros vacíos. El piso superior correspondía al de Jaro.
Con un poquito de maña y discreción se podía acceder al patio trasero del apartamento a través de una vieja valla. Cuando te encontrabas ahí, no había ojos indiscretos que se fijaran en lo que uno hacía o dejaba de hacer hasta llegar hasta la terraza del piso superior, una vez que te habías apoyado en el muro que delimitaba la casa contigua. La puerta que separaba dicha terraza con el interior del picadero era muy endeble y prácticamente con dos empujones llegaba a abrirse un par de palmos: lo justo para que se pudiera pasar al interior.
El olor dentro embriagaba durante unos instantes, ya que en el apartamento nadie vivía realmente. Tan sólo se trataba de un pequeño retiro para los placeres carnales de que solía disfrutar el dueño. Tenía sólo una habitación y un pequeño salón, decorado con unos cuantos muebles sobrios. No daba la impresión de que fueran útiles en realidad; parecía que un vendedor los hubiera colocado allí para no dejar la habitación vacía y así causar una mejor sensación a sus futuros compradores. La cocina se encontraba a la derecha de la entrada principal. En ella no había ni una sola mancha de grasa. Cerré la puerta de nuevo y decidí esperar allí con tranquilidad. Cuando se acercara la hora convenida, ya me escondería en algún lugar. El armario del dormitorio, por ejemplo. Lo único que debía hacer era aguardar el tiempo que fuera necesario a que la señorita se marchara y entonces hablaría con él.
Cuando me quedé dormido, no imaginaba, tranquilo como estaba en un principio, que más tarde me despertaría de un sobresalto y con el corazón retumbando en mi pecho. Tuve que asegurarme de la hora que era. Otra vez el sueño me volvía a jugar una mala pasada y maldije de nuevo mi particular condena a una extraña mezcla de vigilia y profundo sueño que se alternaban caóticamente.
Comencé a hacerme preguntas estúpidas sobre cómo debía reaccionar, pues me di cuenta de que durante un tiempo estaría escuchando al puto Jaro y a la puta follando en algún lugar del apartamento. ¡Maldita sea! ¡Iba a verlo todo si se ponían en el dormitorio! Aun así, no había muchos otros sitios para permanecer escondido en condiciones, de modo que decidí ocultarme definitivamente en el interior del pequeño armario empotrado, desde donde veía el exterior a través de las láminas de madera de la puerta. Entre cada una de ellas se podía divisar con alguna dificultad la habitación. No me gustaba hacer de mirón, pero no tenía más remedio. Una vez que uno se había manchado las manos de barro, un poco más no podía hacer daño.
Al fin logré calmarme un poco, a pesar de que tenía la conciencia de estar cometiendo alguna clase de delito muy grave. En parte lo era, claro está, pero no tenía intención de hacer nada peor. Al menos trataba de convencerme a mí mismo con mi propio monólogo. Fue pasando el tiempo mientras mi mente divagaba acerca de éstas y otras cuestiones, hasta que unos cinco minutos antes de la hora prevista, las nueve y media, escuché cómo un coche se detenía a escasos metros de la entrada del apartamento. Las luces parecieron entrar por algún recoveco entre las paredes y llegaron a iluminar fugazmente mis inquietos ojos que, perlados con tímidas gotas de sudor, se movían de un lado a otro, como si ello me permitiera poder escuchar mejor los sonidos que procedían del exterior.
El sentir los pasos cercanos (el eco de los tacones parecía resonar, desde lejos, por todo el apartamento) hizo que despertara de mi particular lado oscuro y me enfrentara a la realidad. Debía interrogar a Jaro acerca del boliviano, dónde podría encontrarlo, en qué asuntos estaban metidos… ¿Tendría el tío huevos para plantarme cara y negarse? Debía ser algo brusco e intimidatorio. Al pensar nuevamente en estas cuestiones noté que, otra vez, la habitación amortiguaba las escasas luces que desde el exterior todavía irrumpían en el apartamento.
Cuando entraron en el salón, ambos comenzaron una charla monótona e inaudible desde mi pequeña celda de madera blanca. Pronto las palabras dieron paso a las risas y éstas, al tintineo de las copas entrechocando entre sí. Se me figuró que todo se alargaba mucho más de lo necesario. Desde allí dentro, en la penumbra, podía oír rumores de una conversación que se me antojaba muy distante; simples cumplidos que ocultaban la crudeza del hecho en sí, esto es, el pago previo con la tarjeta de crédito. Al cabo de unos minutos que me parecieron demasiado largos, las voces cesaron y las lenguas comenzaron a dejar de articular palabras para dedicarse a otros menesteres menos cerebrales. Una parte de mí respiró tranquila, pues el silencio se había instalado en la pequeña estancia, ebria de vapores sexuales. Me sentía aliviado, como si fuera un niño tras comprobar que sus padres no estaban realmente haciendo el amor como él se había imaginado, bajo la impunidad que concede en ocasiones la oscuridad.
La puerta del cuarto se abrió entonces. He de reconocer que lo primero que vi logró que mis pupilas se abrieran con cierta expectación lúbrica, pues entre las rejillas del armario observé el desnudo cuerpo de Ada tan sólo ornamentado con un tímido tanga, que ya en esos momentos descendía suavemente por uno de los muslos de la chica. La imagen de Martínez desnudo, con su prominente polla amenazando la fingida virginidad de Ada, fue obviada con habilidad por mis ojos.
Al oler, casi tocar y ver todo aquello justo delante de mis narices, tuve una de las más extrañas sensaciones que nunca había experimentado. Me sentí víctima y verdugo de mis propios actos al mismo tiempo, y el asco y la autocompasión se adueñaron de mí. El ver todo aquello hacía que cada vez odiase más a aquel hijo de puta y mi orgullo, con todo ello, se sentía herido y mis emociones más brutales, aguijoneadas.
Por fin terminó todo, el calor, el sudor, las caricias tensas, las piernas abiertas… Y por fin pude suspirar al ver que mi momento se acercaba. Ya sólo tenía que esperar con un poco más de paciencia a que Ada se fuera del apartamento. No tardó en llegar aquello, tal y como me había imaginado. Para Jaro aquellas chicas podrían ser efímeras y evanescentes, casi como si su rostro fuera cambiante.
Ada se despidió de Martínez con algo menos de la inocencia que yo le había supuesto en ella. Él se quedó mirando por la ventana de la pequeña habitación cómo la chica se introducía en un taxi que la esperaba al otro lado de la despoblada calle, bajo la escasa luz amarillenta de las farolas. Observaba absorto el vacío dejado por la valenciana y su taxi de aquella noche, mientras fumaba lentamente, apurando hasta el final, un cálido cigarrillo, que brillaba con insistente luz naranja en medio de la oscuridad del cuarto.
La puerta del armario se abrió silenciosamente y, por momentos, me pareció que de allí no salía yo mismo, sino un monstruo. Aquella sensación se me figuró al mismo tiempo terrible, pero embriagadora. Me daba la impresión de verlo todo desde fuera, como un espectador mudo que no puede hacer nada ante la inminente tragedia. Por momentos, sentía miedo de mí mismo y, al poco tiempo, retornaba fortalecido de aquel pozo emocional, como el fuego que está a punto de extinguirse y es avivado por el oxígeno. Mis movimientos nunca habían sido tan silenciosos y repté entre la cama y la cómoda. Desprovisto de cualquier gracilidad, me abalancé sobre la sombra recortada en la ventana. Con un movimiento tosco, aunque efectivo, conseguí darle una patada en el costado que lo dejó maltrecho en el suelo de la habitación. Casi me caigo yo también, pero pude mantener el equilibrio apoyándome en la parte inferior de la cama deshecha. Los ojos de Martínez me miraban como dos puntos brillantes, detrás de una cortina de estupor que rayaba el pánico al no saber qué demonios lo estaba atacando. Mientras se retorcía en cuclillas, y guiado por el instinto más que por la certeza, logré asestarle un violento puñetazo, como el que se da cuando golpea con fuerza una mesa: de arriba hacia abajo. Sentí cómo el hueso de la nariz crujía, en un vano intento por resistir un golpe de tal calibre.
—Ahora tú y yo vamos a charlar un rato. —No sé cómo logré hablar entre los jadeos que me provocaba la tensión del momento. La sangre debía de correr por mis venas como un torrente incontrolable. En el otro lado, bajo el poder de la determinación reflejada en mis ojos, Jaro yacía en el suelo y, entre las sombras, distinguí cómo una mano se la llevaba a la nariz, que comenzaba a borbotear rojos destellos de sangre. Hizo un intento para levantarse, pero él mismo, aturdido, trastabilló y cayó nuevamente ante mis pies.
—¿Quién eres? —consiguió balbucir. El hecho de que se retorciera por el suelo mientras manchaba sus calzoncillos de Tommy Hillfiger con su propia sangre logró dotar aquella escena de un patetismo reconfortante. Todo a mi alrededor pareció transformarse de manera inexplicable en la morgue donde había visto a Ricardo por última vez. La diferencia estribaba en que, en lugar de mi amigo, era Jaro el que se retorcía entre las sábanas.
Martínez rozaba la cincuentena, pero aparentaba menos edad de la que tenía en realidad. Tras la patada no se hallaba en su mejor estado de forma, pero el abundante pelo canoso que le caía sobre la sudorosa frente delataba que el tiempo había sido benevolente con él. Algunos kilos de más, tal vez, nada que no arreglase una buena sesión de sexo con chicas a las que doblase la edad. El ejercicio siempre es importante. En aquel momento, Jaro sudaba, pero no precisamente de placer.
En el momento en que yo, entre tinieblas, lo observaba ominosamente, tal vez Jaro se formó una idea equivocada de mí. Lo imaginé cuando me dijo:
—No sé si estás aquí por lo de la puta. Hablemos si quieres, pero te aseguro que la droga era suya, no mía. No tuve nada que ver.
—No va por ahí la cosa —contesté seco.
Aquello pareció preocuparlo más en realidad. Desconocía los negocios en los que estaría metido y tal vez debía de tener mucha mierda encima. Enseguida supe que tenía la situación bajo control. Jaro estaba asustado. Al mirarlo comprendía muy bien sus emociones: yo mismo había pasado por algo similar.
—Vamos a hablar en realidad de un amigo tuyo. —Mi voz denotaba tranquilidad, pero yo me encontraba muy tenso. Necesitaba descargar.
—Tengo muchos.
—Es bueno tener muchos. Yo tengo pocos. Me refiero a un tal Heredia.
Mi interlocutor calló durante unos segundos. No sé si meditaba la respuesta o tan sólo trataba de medir las consecuencias del interrogatorio. Mientras tanto yo también meditaba e intentaba convencerme de que aquel hombre era alguien ajeno a mis fantasmas, a mis errores… No resultaba fácil, sin embargo. La cadena lo unía a él con el boliviano, y a éste, con mi amigo Ricardo. Era un argumento lineal difícil de rebatir.
—¿Qué quieres saber? No sé mucho de él. Escucha, es posible que me meta en líos. Sólo soy un intermediario.
—Un intermediario con recadero —repuse—. Un chico joven. Con un dedo menos, eso sí.
—¿Cómo? —Seguramente trataba de atar cabos—. Sí, tengo a alguien que trabaja para mí. Es normal. Seguro que tú también tienes a alguien así.
—No me metas en tu mierda. —Volví a encauzar la conversación mientras él seguía en el suelo. Yo, por supuesto, me mantenía de pie—: ¿Por qué lo has traído a España? Justo ahora, me gustaría saberlo. Por qué precisamente en este momento.
—Escucha, no puedo hablar de ciertas cosas. Hay gente que está por encima de mí…
La patada fue menos violenta que la anterior. Tan sólo quería acojonarlo para que soltara todo lo que quería oír. Aun así, el señor Martínez se dio con la mesita de noche y soltó un quejumbroso «¡hostia!», entre suspiros jadeantes. Después de aquello, curiosamente, me sentía mejor, aliviado.
—Desde hace un tiempo —prosiguió palpándose la sangrante nariz. Parecía haber comprendido el mensaje—, un amigo necesitaba un contacto fuera, alguien que le permitiera conocer a más gente, no sé si me entiendes. Probamos con unos colombianos, pero la cosa no cuajó. Hace unos tres meses conocí a una puta boliviana.
—¿Club Tokio?
—Nada que ver con el Tokio —repuso—. Fuera, otro lugar. No es importante.
—Muy bien. Sigue.
—Se ve que la puta habló de mí a sus hermanos, que viven en España. Están también metidos en el negocio. Nos pusieron en contacto con dos tíos, también bolivianos. Unos tíos muy violentos, pero en cuestión de negocios parecían muy puestos. —Dudo si el doble sentido de aquella frase sólo lo capté yo.
—Heredia, me imagino.
Jaro solamente asintió; parecía tremendamente cansado.
—¿Sabes cómo se llamaba el otro? —Debía de tratarse del tío al que disparó Ricardo varias veces.
—Tenía un nombre raro… Euclides, creo que era.
—Eso fue hace unos meses. Entonces supongo que Heredia llegó a España el otro día para cerrar el negocio.
—No fue lo acordado.
—¿A qué te refieres? —pregunté con curiosidad.
—No debía haber llegado tan pronto. Todo fue muy precipitado. En teoría, la reunión debería haber sido quince días más tarde.
—¿Y a qué se debió el adelanto? ¿Tu jefe te metió prisa?
—Al contrario —contestó Jaro—. El tal Heredia se empeñó en venir ese mismo día. Dijo que un asunto lo traía a España y que aprovecharía para verme.
—Fue muy categórico. ¿Quién llevaba las riendas del asunto?
—¿Qué insinúas? —preguntó con el orgullo un tanto herido.
—Insinúo que parecíais bailar a su son. —El comentario lo jodió.
—El negocio era de igual a igual.
—No importa. Necesito un modo de poder localizar a Heredia.
El silencio hizo acto de presencia nuevamente.
—¿Qué pasa? ¿Te vas a callar ahora, después de lo que has rajado? Debes saberlo. Tú has tratado con él de igual a igual. Háblame del piso de Lavapiés. ¿Dónde está?
Lo golpeé de nuevo con fuerza y algo cayó al suelo por detrás de la mesita. Jaro comenzó a maldecir.
—¡Dios! ¿Por qué haces esto?
—Tú limítate a contestar. ¿Dónde está el piso de Lavapiés?
—Calle Santa María, número 27…
—¿Heredia conoce a más gente aquí en Madrid, algún otro contacto aparte de vosotros?
—Creo que por esa zona conoce a un tipo. Es un negro enorme al que llaman el Zambo. No sé mucho de él, pero al parecer destaca por su corpulencia. —Hizo un gesto con la mano, como si tratara de recordar más detalles—. Además, regenta una tienda de discos. Se llama Oldie’s o algo así.
—¿Boliviano también?
—No. Es cubano. —Con la última palabra agotó parte de sus fuerzas. Esa misma palabra hizo que recordara algunas cosas que no deberían haber pasado por mi cabeza.
—No sé nada más —dijo con un tono de súplica impropio para alguien como él, metido en aquel mundo de miseria—. Me la he jugado ya mucho con lo que te he contado. No sé nada.
—Últimamente nadie sabe nada. Todos andamos perdidos. Y, curiosamente, los que se quedan ahora en paro son los asesinos. ¿Has estado en Madrid estos días, no?
Jaro asintió con la cabeza. Mientras, yo sabía de lo impreciso de mi comentario, ya que Ricardo había perdido la vida a manos de Heredia. Fue él, el boliviano, quien lo había matado. Yo no lo hice. Pensando como lo haría un loco, llegué a la retorcida conclusión de que allí postrado, con la cara ensangrentada, yacía una de las causas por las que Ricardo se hallaba en la morgue. Sus ojos, a oscuras, me lo decían. Jaro fue el que lo trajo aquí.
Perdí la noción de las cosas en aquella habitación perdida. Los rostros de Laura y Ricardo se sucedían en una alucinógena yuxtaposición de imágenes que me asaltaban. El monstruo se hallaba con las manos rodeando el cuello inerme de Jaro Martínez, quien se debatía en estertores entre la vida y la muerte. Los ojos los tenía en blanco y, entre mis manos, podía sentir el pulso de los postreros latidos de su corazón. Poco a poco logré recobrar el sentido de la realidad y darme cuenta de lo que estaba haciendo. Jaro perdió la consciencia y se desvaneció escurriéndose entre mis manos sudorosas. Dejé de apretar el cuello en el último instante previo al fatal desenlace. Contemplé mis manos horrorizado, como si se trataran de unos injertos de otra persona. «¿Dónde están mis manos?», pensé mientras con ellas me mojaba la cara con agua en el cuarto de baño contiguo. Agradecí, como un reo que la ve por primera vez desde hace años, la luz que proyectaba el fluorescente titilante del pequeño aseo contiguo. Desde allí, vi en la oscuridad reptante el cuerpo del hombre, el cual trataba casi hipnóticamente de hacerse con una bocanada de aire. Poco a poco se recuperaba, pero el ruido que hacía parecía horrible: era como un enfermo tratando de resistir el ataque de asma que lo llevaría a la tumba.
Lo contemplé todo sin inmutarme. Era como una prolongación del frío mármol, en cuyos bordes descansaban mis manos.