BRASIL
El día despertó brumoso a la mayoría de madrileños que permanecían en sus casas por el temor ante nuevos disturbios. Por la mañana no había toque de queda, pero casi todos los comerciantes habían optado por echar el cerrojo a sus comercios, de modo que parecía que en realidad era un domingo o un puente de esos que tanto les gusta a los oriundos.
No me crucé con muchas personas por la calle, lo cual le daba a uno la sensación de que la Avenida de la Castellana había sido dejada a su suerte, como si la hubieran abandonado. No se veía a ninguna pareja, ni a nadie corriendo, ni tampoco a gente con sus mejores trajes de camino a las diversas entradas de metro que salpicaban a un lado y a otro las aceras contiguas del paseo. Tan sólo un coche, de vez en cuando, se saltaba la ley del miedo.
Cuando veía a los policías, bien paseando, bien charlando con otros compañeros del gremio o bien realizando algún control digamos rutinario, me daba la impresión de que había más de ellos que transeúntes normales y corrientes. Su número no era excesivo, pero sí coloreaban abundantemente una curiosa estampa costumbrista del Madrid del siglo XXI. Al ver sus armas reglamentarias, se me dibujaba en el rostro una leve e irónica sonrisa desesperanzada, debido a la futilidad del objeto en aquellas circunstancias.
En mi vieja cartera había guardado una tarjeta muy manoseada y con las letras impresas de una librería tachadas en el anverso. Lo que me interesaba de todas formas se hallaba en el reverso, donde Emilio había anotado la dirección en la que se iba a encontrar durante su breve estancia en Madrid. Lo de breve habría que entenderlo en términos relativos, pues con el nuevo panorama de almas que no podían viajar al más allá, el tránsito por el mundo de los vivos podía alargarse hasta la eternidad.
En un principio pensé que lo más probable fuera que el profesor Keller se encontrara en el hospital. Aun así, no perdía nada si me pasaba por la casa de Emilio. A fin de cuentas, su internamiento en el hospital no dejaría de ser anecdótico, pues, como todos nosotros, estaba condenado a la vida eterna y la posibilidad de morir no se encontraba entre sus dilemas filosóficos. Continué bajando por la Castellana hasta que llegué a la Avenida de Brasil, donde Keller, al parecer, había fijado una residencia ocasional.
Llegué hasta el portal. Como solía hacer en estos casos, miré hacia arriba, pero en lugar de preguntarme qué es lo que realmente me esperaría allí, comencé a recordar mi anterior y traumática experiencia con los machetes, los balcones y la gente que se tira por ellos. Toqué a uno de los números del portero automático. Durante varios segundos sólo se escuchaba el repiqueteo de mis pensamientos y las diferentes voces que preveía que podían asomarse detrás de aquel viejo altavoz.
La voz que resonó al otro lado parecía la de un locutor de radio: grave, severa, como la de aquellos periodistas que ven su voz impregnada de las maldades de las noticias que cuentan, casi sin quererlo. No tuve en ningún momento la impresión de que me equivocaba. Era el propio Emilio.
—¡Emilio! Soy yo, su antiguo alumno. Al final he venido a verle. Vi la noticia en el periódico y pensé que a lo mejor podría encontrarle aquí.
La voz del profesor vibró a través de la distancia y después de unos segundos que me causaron cierta incertidumbre, la puerta se abrió como por arte de magia, únicamente acompañada por las enigmáticas palabras de Emilio:
—Suba. Le estaba esperando.
Mientras me dirigía al ascensor, me topé con un vecino al que saludé casi automáticamente, sin mucho espíritu, la verdad. El hombre, que rondaría mi edad, más o menos, tenía la vista fija en el suelo y parecía debatirse entre sus propios pensamientos. Apenas levantó los ojos para esquivarme y la tensión que reflejaba todo su cuerpo parecía mimetizarse en cada una de las pocas arrugas de su gris traje de Pepe Botella. Me quedé mirándolo desde lejos y al salir cerró la puerta con un golpe bastante violento, que la dejó algo maltrecha.
Ya arriba no me hizo falta averiguar cuál sería la puerta que andaba buscando, pues el propio Emilio, de pie, me esperaba en el dintel de la segunda situada a la derecha. La luz que salía del iluminado piso del profesor pintaba un cuadrado blanco en la pared de enfrente, con la silueta de su contorno redondeado. Mientras me acercaba a él, mi sombra se proyectó fugazmente en la pared. Al poco tiempo se desvaneció, a la vez que el eco de la puerta resonaba por el pasillo.
—¡Pase, hombre, pase! —El tono de su voz era jovial, aunque la expresión del rostro demacrado insinuaba muchas cosas, algunas quizás no solamente físicas—. Veo que nuestros destinos se unen nuevamente. Me alegro de verle.
Al entrar, casi tropecé con un paquete de libros que estaba aprisionado por una cuerda. Ésta impedía que la columna que formaban los libros se venciese. Al levantar la vista, vi un montón de ellos empaquetados del mismo modo. A lo largo de todo el parqué, en una esquina o aprovechando el recoveco que formaban algunos muebles viejos, el piso de Emilio parecía un templo cuyas columnas fuesen los libros dispuestos de aquel modo caótico por cada uno de los rincones de la casa. Muchas paredes estaban vacías y algunos de los cuadros que yacían en el suelo, unos empaquetados también y otros sin envoltorio alguno, habían dejado una marca blanca con su forma en la pared. Todo parecía indicar que Emilio estaba a punto de marcharse de allí; y también que el profesor no había cuidado mucho de aquella casa próxima a la Avenida de la Castellana.
—Hoy nos acompaña alguien más en nuestro inesperado encuentro. —Un leve tono irónico acompañó las últimas palabras de su frase—. Espero que no le importe, joven. Ahí está: se llama Hans. Ya sabe, familia más o menos próxima de Alemania. —Hans, al fondo, en la blanca cocina, saludó sin apenas darse la vuelta mientras mantenía su concentración en lo que parecía un batiburrillo de medicinas que ordenaba con denuedo y concentración. Tenía el rostro adusto y las patillas perfectamente perfiladas. Apenas se le marcaban las cejas y poseía unas prominentes entradas que le recorrían los laterales de su frente. Desde donde nos encontrábamos nosotros, parecía que llevase a cabo el minucioso trabajo de un relojero. Daba la impresión de estar absorto en lo que hacía—. Es un pariente lejano, y médico, que se encontraba conmigo en el momento de… ya sabe, mi infarto. Se ha quedado conmigo desde entonces.
—No sabe cuánto lo siento, profesor —contesté mientras Emilio capitaneaba nuestra expedición a través de las columnas de libros. Al final llegamos hasta una salita muy acogedora con un sofá clásico y un par de sillones a juego, ambos forrados en piel.
—No lo sienta. Aquí estoy, hablando con usted ahora. Hace unos días, si me hubiera dado el infarto, no estaría aquí, al cuidado de Hans. —Se sentó dejándose caer como un saco de patatas. Yo fui algo más discreto en mis movimientos—. ¿Y usted? ¿Qué tal estos días, mientras el remo de Caronte ha dejado de moverse?
—No sabría qué decirle. El remo de Caronte…
—No se sorprenda por mi metáfora. En realidad, no es muy original. Hace unos minutos la he mencionado con mi hijo. Lo habrá visto, imagino. Traje gris. Lo más probable es que no lo haya saludado a usted.
—¿Así que el vecino que he visto era su hijo? No parecía de muy buen humor, la verdad.
—Cosas de familia. Resulta curioso que me lleve mejor con los parientes a los que veo menos allí en Núremberg. Hans habla poco. Hace su trabajo y es metódico. Tal vez no necesite más.
—Yo hace mucho tiempo que no veo a mi familia. A veces la extraño; pero la mayor parte del tiempo el sentimiento es de indiferencia. Eso también me hace sentir culpable.
—No puede sentirse culpable por sentimientos que surgen de alguna zona irracional de su cerebro —contestó Emilio mesándose la barba—. Hace tiempo que asumí que nunca me llevaría bien con mi hijo David. Es posible que mi parte irracional me insinúe que, siendo David más inteligente que yo, no haya sido capaz de superarme. Prefirió la aburrida vida de notario, antes que aprovechar su capacidad para las letras.
—Los notarios saben precisamente de letras, en mi opinión.
—De letras muertas, es decir, de leyes. ¿Alguna vez ha leído una ley? Vive Dios que es una aberración del lenguaje. No hay imaginación ni creatividad tras ellas. Para mí, la vida está en la literatura y en la filosofía.
—Ha publicado usted también más de un libro de historia —repuse mientras repasaba mentalmente el título de los dos o tres que conocía.
—Efectivamente, unos cuantos. Posiblemente superan la decena. Me gustan más las dos primeras que he mencionado. La historia es una enunciación de la realidad, si me permite la licencia. Mientras que la literatura es una visión alternativa de ésta, un constructo creativo. La filosofía, en el fondo, fantasea con la realidad, puesto que construye un esquema teórico perfecto para explicarla. Son mucho más complejas y, al mismo tiempo, fascinantes. Y usted, ¿qué prefiere?
—Creo que la literatura —contesté tras unos segundos vacilantes en los que no sabía hacia dónde mirar.
—¿Y cuál es su razón, señor Oporto?
—Tal vez porque en la literatura es posible cambiar las cosas. A lo largo de mi vida he cometido muchos errores. La literatura te concede una oportunidad para cambiarlos. Por eso me parece más bella.
—Una buena razón, sin duda. Aunque debe usted reconocer que la historia también es susceptible de ser alterada. Si no, que se lo digan a los perdedores, a los que nunca terminan por escribir la historia. Entonces, si usted pone por delante a la literatura, he de suponer que cambiaría algo de la relación con sus padres…
—Bueno —contesté dubitativo—, si asumimos que no tenemos por qué cambiar lo que sentimos…
—Pero en la literatura existe ese poder de elección. Dejemos a la filosofía que se ocupe de eso, de si es lícito o no poder elegir los sentimientos. La literatura le concedería la oportunidad de cambiarlos. ¿Qué cambiaría?
—Si fantaseara sobre ese tema, si cambiara ese aspecto de mi infancia, porque yo supongo que ahí estaría la clave, las consecuencias serían imprevisibles.
—¿Imprevisibles o indeseables?
—Quizás ambas. Ahora tal vez tendría una buena relación con mis padres. Los vería todos los días. Pero no habría conocido a gente que ha sido muy importante en mi vida. —Me acordé entonces de Ricardo y de Laura. Y mientras los sentimientos comenzaban a aflorar, me di cuenta de que habíamos obviado precisamente el tema que me había llevado hasta la casa de Emilio.
—Por cierto —desperté de pronto—, ¿cómo está después del infarto? No le he preguntado nada y había venido por eso.
—Ambos sabemos que no es solamente por lo que ha venido, joven. Pero, ya que lo pregunta, y dejando a un lado una conversación que continuaremos más adelante, creo que hacía tiempo que no me encontraba mejor.
—Entonces —pregunté incorporándome un poco hacia el profesor con los dedos de las manos entrelazados—, ¿no ha sido tan grave? ¿Un amago? En la prensa parecía algo mucho peor.
Emilio se rió con una sonora carcajada al tiempo que se recostaba hacia atrás en su mullido trono. Una vez que la contagiosa risa se desdibujó de su rostro, dijo algo más serio:
—Debería estar muerto, como muchos otros desde hace unos días… u horas, lo desconozco. Al terminar el foro público que se organizó en torno a mi último libro comencé a sentirme incómodo, algo mareado. Pedí que me trajeran un poco de agua y les dije a algunos colegas que se habían quedado conmigo charlando amablemente que me excusaran. A los pocos segundos sentí un aguijonazo en el pecho; nada de hormigueos. Fue algo fulminante. De repente estaba en el suelo admirando la decoración del techo de manera absurda y con la cara de Hans a escasos centímetros de mí, con un gesto de pánico y estupefacción al mismo tiempo. En sus ojos podía leer que no se creía lo que estaba viendo. Después me contó, a pesar de lo callado que es, que fue como verme morir y resucitar al poco tiempo. Ni él mismo como médico atinó con las palabras adecuadas.
—Me alegro de que no fuera nada más, Emilio.
—Vamos, usted sabe que hay algo más —contestó el profesor con un tono más serio e inquisitivo—. ¿Cómo si no puede explicar que no se haya extrañado mucho ante la metáfora a la que aludí anteriormente? Parecía como si en realidad le hubiera puesto un nombre a algo de lo que usted ya estaba al tanto.
Sus pequeños aunque muy vivos ojos parecían escrutarme desde la lejanía de su sillón de piel. Me sorprendió que comentara tan fugazmente los detalles de su infarto y quisiera, al parecer, centrarse en mi opinión o en lo que me había pasado a mí. ¿Adónde quería llegar? Puede que mis dudas (o mis miedos) se reflejaran en mi rostro o en mis gestos. ¿Acaso sería el miedo a ser descubierto? No tenía ninguna razón para temer nada, aunque yo tenía la sensación de que estaba al tanto de más cosas que mi antiguo profesor. Aun así, nunca se sabe, no había estado presente en las últimas horas de la vida de Emilio, al igual que él tampoco había sido testigo de las mías.
En medio de todos estos pensamientos apareció Hans con unas cuantas pastillas en una mano y con un vaso de agua en la otra. Entró sin hacer ruido y algo en sus ademanes y en su actitud sumisa me recordó a los típicos mayordomos de las casas señoriales. Las dejó al lado de Emilio, en una pequeña mesita a la izquierda del sillón de piel.
—Gracias, Hans —dijo Emilio. De momento sólo se limitó a beber un sorbo de agua. El médico se fue instantes más tarde.
—Mi historia resulta algo breve, tal vez —prosiguió relajando un poco sus facciones—. Aunque es bien cierto por otra parte que también es recurrente. Desde entonces se me han repetido tres infartos más. Todos exactamente iguales al que sufrí en un principio en la cafetería de la FNAC. Y lo sé, de eso estoy seguro: todos y cada uno de ellos debería haber terminado con mi vida.
—Mucha gente habrá tenido experiencias parecidas en los últimos días —comenté con seguridad.
—De eso no cabe duda, joven. Al cabo del día son muchas las personas que quieren marcharse del mundo de los vivos para terminar felizmente. ¿Sabe? Desde que me ha ocurrido esto, no sé si calificarlo como una suerte o una desgracia, he notado que algo en mi interior ha cambiado. No es fácil decir estas cosas teniendo en cuenta la trayectoria de escéptico que he llevado a lo largo de mi vida. Nunca creí en Dios y la metafísica ha sido siempre una de mis asignaturas pendientes. No deben de ser tantas las personas que en todo Madrid, en el resto de España o Europa sientan lo mismo que siento yo. Muchas veces se habla de las experiencias de quienes están en contacto cercano con la muerte. Parece que en ellas se desarrolla una especie de intuición especial, una suerte de cristal oscuro a través del cual sólo ellos pueden ver, mientras que el resto únicamente ve la negrura. Cuénteme, pues, su historia, esa que jamás confiaría a nadie, pero que puede que a mí sí. Transforme el cristal translúcido que tan sólo me deja entrever las sombras de sus preocupaciones en uno cristalino. Sé que tiene algo que contarme.
Sus palabras resultaban enigmáticas. En ellas se percibía aún cierta faceta de pedagogo. Pero, tal vez, escondiesen tras un sutil velo su verdadera naturaleza: palabras de confesor. Sabía, aparentemente, muchas más cosas de las que me insinuaba. Me parecía además que sospechaba el papel que representaba en la nueva obra de teatro que Dios, o quien demonios fuese, había preparado con esmero para aquellos días.
—¿Me está diciendo que ve cosas más allá de la realidad?
—Le digo, en efecto, que en cada ocasión que la muerte me llama, y eso ha ocurrido ya tres veces desde el primer infarto, por alguna extraña razón, y no me crea un loco cuando se lo digo, hallo más puntos de unión con el más allá o como quiera usted llamarlo. Sé que suena a delirios de un viejo y que se contradice con mi manera de ser; pero al mismo tiempo esto que le digo debería hacerle pensar, por la misma razón, que no trato de engañarlo. Sería algo absurdo a estas alturas.
Su mirada, sus profundos ojos negros, no mentían. Los clavaba fijamente en los míos sin apartarlos ni un ápice. Fuera o no cierto lo que me confesaba, no tenía aparentemente ninguna razón para engañarme y resultaba convincente. Y, al mismo tiempo, era tentador contar todo lo que me había ocurrido, tal y como había pasado.
Cuando comencé mi relato, un aura de misticismo que rozaba lo esotérico rodeó por unos momentos la sala en la que Emilio y yo departíamos. A veces, cuando uno cuenta determinados cosas, el ambiente parece contagiarse de los sentimientos y emociones que con nuestras palabras queremos transmitir. Las mías en aquella habitación resultaron fantasmales y aterradoras por momentos. El asunto no era para menos. Le conté a Emilio lo que me había sucedido en los días previos, el disparo en plena cara, mi resurrección y la sorpresa que me encontré al llegar al piso franco. Le hablé también de la afición al salto de altura de Heredia y del trato de la sargento García y cómo le había ocultado lo que sabía de su hermano para sacar provecho. Reflexioné acerca de que, curiosamente, nuestros días desde aquel momento no tenían fin. Íbamos a vivir para siempre, cosa que significaba paradójicamente nuestro auténtico final.
Por una vez, era el profesor el que escuchaba al alumno. Y efectivamente era algo raro, pues hasta el propio Hans se percataba con cierta extrañeza, cada vez que pasaba por el pasillo de la casa, de la fascinación que mi historia infundía en el viejo profesor. Una vez que hube terminado, me sentí en parte liberado. No fue fácil resumirlo todo, pero al hacerlo supe que había conseguido un aliado que me ayudaría a tomar la decisión correcta. Aquéllos iban a ser tiempos difíciles que pondrían a prueba la capacidad del ser humano para sobrevivir, en este caso, a sí mismos.
Después de una larga pausa (fue duro recordar algunas cosas), al final dijo con tono severo:
—Sin duda alguna, la exhibición del régimen chino ha dejado las cosas muy claras para el resto de habitantes del planeta. El que no podamos morir genera una serie de implicaciones cuyas consecuencias no podríamos abarcar ni en una de nuestras recién estrenadas vidas eternas. La primera de todas ellas supone una inversión de un pilar básico en nuestra vida, esto es, el tánatos, la muerte. Todo ha girado siempre a su alrededor y hemos creado cientos de culturas a lo largo de los milenios que veían en ese más allá una justificación para la vida terrenal sensible.
—Hace poco yo también estuve pensando en algo parecido. Creía, y lo sigo haciendo, que era algo similar a invertir términos lógicos que tenemos perfectamente asumidos, como dónde está arriba y dónde abajo.
—Totalmente de acuerdo, joven alumno. —En aquel momento, el profesor se levantó y comenzó a deambular por la habitación haciendo lo posible para esquivar las montañas de libros que la abarrotaban. Parecía revivir los momentos en que daba clase de modo vehemente y no paraba quieto durante la hora de clase—. Hemos perdido lo que, paradójicamente, mantenía unida a la humanidad: el poder igualador de la muerte. Ya lo reflejaba en su maravillosa elegía Jorge Manrique.
—Claro —contesté humildemente y me levanté yo también— y a partir de aquí todo resulta impredecible, puesto que no sabemos adónde vamos.
—Sólo sabríamos, en parte, de dónde venimos; pero al desaparecer la segunda parte de la dicotomía, la primera se difumina, desaparece también a la larga. Puede contradecirme usted, o Hans, incluso, pero convendrá conmigo en que el Cristianismo, por poner un ejemplo, se fundamenta inicialmente en la vida en el más allá, donde nos espera el Padre Creador. Acuérdese del contexto histórico de aquellos desamparados que abrazaron esta religión en sus inicios para pensar en un futuro mejor, en la otra vida, alejados de las penurias que pasaban o les hacían pasar. Ahí es donde, a mi juicio, se encontraría la base para lo demás, es decir, en la vida eterna una vez muertos. Ahora es al contrario, vida eterna al ser incapaces de morir. De ahí que lo que viene ahora es un período de caos, como ningún otro que hayan conocido los hombres.
—¿Usted cree que sólo hemos visto una oreja al lobo?
—Me atrevería a decir un pelo de su oreja; y no hablaría de lobo, sino de un monstruo. Aun así, ese monstruo puede llegar a tener muchas caras. Hay otra posibilidad que se abre y ésta, enlazando con lo que hablábamos al principio de nuestra charla, sería más literaria, si aplicamos la definición que habíamos convenido los dos. Me explico. Ahora que algo tan improbable como que dejase de existir la muerte ha sucedido finalmente, tan sólo nos queda esperar lo inesperado, pues el grado máximo ya ha ocurrido. ¿Qué leyes fijas nos restan si la que nunca debería cambiar no sólo lo ha hecho, sino que ha desaparecido totalmente?
—¿Quiere decir que usted cree que a partir de ahora cualquier cosa es posible?
—No solamente lo creo sino que lo afirmo categóricamente. Cualquier cosa es posible. No sabemos dónde se encuentra el límite. Sólo tiene usted, joven, que pensar en las experiencias que ha vivido recientemente. ¿No le parece aterrador el que sobreviviera a aquel disparo? ¿Y qué opina de que este viejo lleve unas horas sufriendo infartos cada poco tiempo sin ninguna consecuencia mortal? Debe de haber miles de historias como las nuestras y todas son imposibles y se han cumplido. Y, además, he pasado del convencido ateísmo a la explícita creencia en el misticismo. ¿No le parece eso suficiente prueba?
—Prueba de que estamos a las puertas de la misma locura, diría yo. Lo que vi en los ojos del boliviano no lo voy a olvidar ni en sueños durante mucho tiempo.
—Si se fija usted, el término loco no podría aplicarse al tal Heredia, del que me habló con anterioridad. Los locos chocan con la coherencia del mundo en que viven; pero no era éste su caso. Actuó con una cordura tremendamente fría y calculadora. Sabía que las leyes físicas han cambiado y obró en consecuencia.
—No lo había analizado desde ese punto de vista —contesté, al mismo tiempo, sorprendido y convencido—. ¿Cree, profesor, que irá por mí el boliviano?
—Es posible. —Emilio se quedó de pie, como una firme columna, delante de una ventana que daba a un frondoso patio interior. Allí había multitud de acacias cuyas sombras acogían a dos niños que jugaban con unos coches de juguete—. Sobre todo si no ha encontrado a Ricardo. Debe usted guardarse de las malas compañías. A lo mejor hasta yo mismo soy una de ellas.
—No lo creo. Usted ya me echó una mano en el instituto. Incluso al abandonar aquel centro.
—Me encantaría ayudarlo ahora —Emilio se giró lentamente y me sonrió de manera afable—. Está usted metido en un buen lío. Por lo que me ha comentado antes, va a comenzar su investigación.
—Sí. La pasada noche lo decidí. Entre sueño y sueño.
—Tenga en cuenta que por la noche todos los gatos son pardos. A veces es mejor tomar las decisiones de día, a la luz de la razón. ¿Cuál es el punto de partida?
—En el piso de Ricardo me encontré con un recadero del tal Jaro, el que trajo a Heredia a España. Bueno, en realidad no lo trajo, parece ser que iba a hacer negocios con él.
—En este momento lo importante es encontrar a Ricardo, cuya vida peligra, al parecer —Emilio hizo un gesto aclaratorio con las manos. Sus ojos me resultaron escrutadores; parecía mirar hacia el interior de mi alma.
—No sé por dónde empezar, la verdad —repuse.
—¿Y por qué no trata de ponerse en contacto con Ricardo?
—Lo he llamado varias veces ya, pero el móvil aparece «apagado o fuera de cobertura». La señorita García ya investigó en el hotel donde se alojaba, y nada. Creo que ir yo allí sería una pérdida de tiempo. Si encuentro a Jaro podré hallar al boliviano. De este modo impediría que hiciera daño a Ricardo o a otros.
—Al menos tenemos la certeza de que Heredia no puede matar a su amigo; ni a usted tampoco.
—Es de los pocos consuelos que me quedan, Emilio. De todas formas, no quiero ni pensar lo que se le podría ocurrir para consumar su venganza. A veces la muerte no es lo peor.
Tras unos segundos en los que Emilio dejó de observar a través de la ventana, a pesar de que continuaba ahí de pie, se alejó del cristal y volvió a sentarse tranquilamente en el cómodo sillón de piel. Al poco tiempo dijo, como si hablara consigo mismo:
—¿Por qué las cosas han cambiado? ¿Cuál es el motivo por el que nos sumergimos en esta incertidumbre?…
—Puede que no haya motivo, en verdad.
—Eso mismo es lo que yo habría pensado hace unos años, hace unos días, si me apura. Recuerde que yo era el ateo, Esteban.
—Los que se vean redimidos por este cambio dirán que los salvó; los que se conviertan en desgraciados gritarán que una maldición cayó sobre ellos.
—Veo que usted no ha variado su posición ecléctica, y fácil, por qué no decirlo, de agnóstico. —Me dedicó una sonrisa cómplice. Al poco tiempo prosiguió—: ¿En qué lado se ve usted? Vamos, implíquese —me animó cordialmente.
Tras unos segundos de reflexión (o, más bien, de recuerdo) contesté con muy poco orgullo:
—Estoy en el lado de los malditos, profesor. Siempre lo he estado. Y me gustaría decir que por las circunstancias de mi vida; pero no es así. Lo peor es que yo mismo lo he decidido.
—Pues cambie de bando. Está de moda en nuestra sociedad. Haga lo que yo he hecho.
—¿Y si no puedo? ¿Y si la maldición me persigue?
—Las dos cosas no pueden ser posibles a la vez, joven —me reprochó Emilio—. ¿Su maldición es circunstancial y, por lo tanto, le sigue haga lo que haga o, por el contrario, es fruto de una decisión suya?
No supe qué contestar. Los recuerdos eran demasiado dolorosos para rememorarlos una y otra vez, como estaba haciendo últimamente.
—Tal vez debería mirar más hacia el futuro —pareció adivinar el profesor— y no detenerse en las miserias pasadas. Probablemente conozca de aquí en adelante a más gente que opine como yo.
—Trato de hacer lo posible. Casi todas mis preocupaciones se encuentran en el futuro precisamente: encontrar a Ricardo, por ejemplo.
—No le pudo sacar más información a aquel chico… ¿Cómo se llamaba?
—No lo sé —contesté haciendo un gesto de resignación—. Solamente sé que trabajaba para un tal Jaro.
—Debería buscarlo. A Jaro, me refiero. —Hizo una pausa para humedecerse los labios. Parecía tener la boca reseca—. ¿Seguro que no sabía nada más de él?
—No. El nombre y… ¡Un momento! Encontré unos papeles tirados por el suelo cuando entré en el piso. Había una tarjeta de un club de copas o algo así: el club Tokio, creo que se llamaba.
—Si aquellas tarjetas eran de ese club, bien el recadero bien el jefe podrían haberse pasado para distraerse un rato. Es un comienzo, Esteban.
El vaso de agua cayó entonces al parqué y se derramó sobre él lentamente, como la sangre de una herida abierta. Un segundo más tarde, el profesor Keller se retorcía de dolor en el mismo suelo húmedo, al tiempo que una mano agarraba con fuerza el pecho, tratando de paliar el fortísimo dolor que sufría en aquellos interminables momentos. «Ein Herzinfarkt, Hans!», gritó el profesor. Me levanté del sillón aterrado y con el corazón en un puño. Enseguida me acerqué a mi mentor y entonces pude ver de cerca los ojos inyectados en sangre de aquel pobre hombre que sufría una y otra vez los rigores de la agonía. Un escalofrío de miedo me recorrió todo el cuerpo. Era como compartir la habitación con la misma muerte; ella parecía estar allí mismo, mirándonos a los dos muy de cerca, tanto que casi la podría haber tocado. Emilio parecía hacerlo todos los días. Y lo peor no era eso, sino que, con toda seguridad, tendría que hacerlo el resto de su vida, es decir, el resto de la eternidad.